miércoles, 3 de abril de 2024

[ARCHIVO DEL BLOG] La guerra civil española, 80 años después. [Publicada el 22/09/2016]













El pasado 18 de julio se cumplieron 80 años del inicio de la última guerra civil entre españoles. Una tragedia que se saldó con cientos de miles de víctimas entre muertos, heridos y desaparecidos, y una postguerra casi más atroz aun en la que los vencedores hicieron gala de una inmisericorde y cruel represión a los vencidos. 
Me resultó curioso que la efeméride no despertara excesivo interés académico, editorial ni periodístico. Esa es la razón de que traiga hoy al blog el interesante artículo que el escritor y crítico literario Rafael Narbona publicaba al respecto en Revista de Libros el pasado día 16. Sencillamente, porque me parece oportuno y ecuánime. Espero que les resulte de interés.
Hace ochenta años, la guerra civil española destruyó la ilusión de una modernización política basada en ideales laicos y republicanos, dice Narbona. La coalición encabezada por Manuel Azaña no pretendía llevar a cabo una revolución, sino consolidar las reformas del bienio reformista. Aunque contaba con el apoyo del sector moderado del PSOE, liderado por Indalecio Prieto, y del Partido Comunista, que consideraba prioritario frenar el fascismo mediante alianzas estratégicas, el Frente Popular planteaba medidas moderadas, no revolucionarias. Su programa –o declaración de intenciones– proponía una explotación más racional e igualitaria del sector agrícola, el acceso al crédito de las capas sociales más desfavorecidas, la erradicación del analfabetismo mediante la creación de nuevas escuelas y una descentralización del gobierno que permitiera mayor autonomía regional. Nunca se habló de Estado plurinacional y, menos aún, del derecho de autodeterminación. A diferencia de los falangistas, la izquierda republicana no preconizaba la nacionalización de la banca o la expropiación de los grandes latifundios, sino el fin de las rentas abusivas y los desahucios, así como el derecho a compra de los antiguos arrendatarios. Los anarquistas no se mostraron hostiles con el Frente Popular, pero es evidente que su programa no satisfacía los anhelos del «comunismo libertario». De hecho, no tardaron en manifestar su decepción, acusando al nuevo Gobierno de aplicar una «política burguesa».
El desencanto de la izquierda revolucionaria no fue tan agresivo como las maniobras de la derecha católica y tradicionalista, añade. Gil-Robles y Calvo Sotelo afirmaron que Azaña y sus ministros trabajaban al servicio de la Unión Soviética, preparando una «revolución bolchevique» cuya finalidad era acabar con Dios y con España. Esas palabras sólo constituyeron el preámbulo de una serie de atentados que intentaron liquidar el orden constitucional. El 12 de marzo, un comando de pistoleros falangistas intentó matar al notable jurista Luis Jiménez de Asúa, diputado socialista y uno de los padres de la Constitución de 1931. No lograron su objetivo, pero acabaron con la vida de su escolta, Jesús Gisbert. El 13 de abril mataron al magistrado Manuel Pedregal, que había condenado a algunos de los falangistas implicados en el atentado contra Jiménez de Asúa. Los revisionistas que justifican la rebelión militar aseguran que la «primavera trágica» de 1936 no dejó otra alternativa, pues era la única manera de restablecer el orden y evitar que España se convirtiera en un «satélite de Moscú». Ese argumento omite que la derecha desempeñó un papel esencial en la desestabilización del incipiente Gobierno del Frente Popular, utilizando la prensa para incitar a la violencia. Falangistas y requetés se limitaron a ejecutar una campaña orquestada para provocar la caída de la coalición liderada por Azaña. La primavera de 1936 fue trágica, pero no se caracterizó por una violencia simétrica. Entre febrero y julio, perdieron la vida doscientas sesenta y dos personas. El mes más cruento fue marzo, con noventa y tres muertes. Ciento cuarenta y ocho víctimas militaban en la izquierda. Cincuenta procedían de la derecha y diecinueve pertenecían a las fuerzas de orden público. Se desconoce la filiación política de cuarenta y cinco. No está de más establecer un paralelismo con una situación de nuestra historia reciente. En 1980, ETA cometió cuatrocientos ochenta atentados y asesinó a ochenta y nueve personas. Su campaña de terror causó –además– cuatrocientos treinta y dos heridos, doscientas explosiones, veintidós secuestros, dos asaltos a cuarteles, más de doscientos cincuenta incendios y al menos cien amenazas de bomba. Es un cuadro sobrecogedor, pero que en ningún caso justifica el fallido golpe de Estado de febrero de 1981. En este caso, la responsabilidad moral recae en el independentismo vasco de ideología marxista-leninista. En la primavera de 1936, la violencia no fue unidireccional, sino múltiple y compleja, pero lo cierto es que el clima de crispación e inseguridad no puede atribuirse a las políticas –apenas esbozadas– del Frente Popular, sino fundamentalmente a la resistencia de la derecha a perder el poder.
La interpretación del pasado es una cuestión esencial para la convivencia, particularmente cuando se trata de hechos históricos que han representado una catástrofe moral para una sociedad, continúa diciendo. Lejos de ser un capítulo cerrado, la guerra civil española ejerce una poderosa influencia en el presente, despertando pasiones y enconos. La paz y la reconciliación no pueden construirse por medio de mitos y mentiras, falsificando los hechos. Desde hace varios años, se intenta rehabilitar la dictadura franquista de una forma más o menos velada. Se presenta la rebelión militar de 1936 como una respuesta necesaria al presunto radicalismo de una izquierda revolucionaria y antidemocrática. Se cuestiona el número de víctimas de matanzas tan escandalosas como la de Badajoz y se destacan los logros económicos del régimen, insinuando que establecieron las bases del cambio político y social. Esa perspectiva sería inimaginable en Alemania e Italia, que vivieron bajo la bota del fascismo durante un período más breve, pero no menos destructivo. Impugnar el revisionismo que absuelve al franquismo de un genocidio, no comporta justificar o ignorar la represión del bando republicano, aduciendo que la masacre del clero y los sectores más conservadores constituyó un fenómeno inevitable en una época marcada por la desigualdad y la explotación laboral del campesinado. Sin embargo, hay indudables diferencias. Según Antony Beevor, «el número de víctimas del terror en zona republicana durante el golpe de Estado y la Guerra Civil sería de unas treinta y ocho mil personas, casi la mitad de ellas asesinadas en Madrid (8.815) y Cataluña (8.352) durante el verano y el otoño de 1936» (La guerra civil española, trad. de Gonzalo Pontón, Barcelona, Círculo de Lectores, 2005, p. 127). En cambio, «la represión franquista durante la guerra y la posguerra podría situarse alrededor de las doscientas mil víctimas, cifra que no desacredita del todo los cálculos del general Gonzalo Queipo de Llano y Sierra, cuando juró “por mi palabra de honor y de caballero que por cada víctimas que hagáis, he de hacer lo menos diez”» (op. cit., p. 139).
Franco declaró que ganaría la guerra a cualquier precio y, una vez en el poder, anunció que la represión duraría hasta aniquilar completamente a al adversario, añade más adelante. El 19 de mayo de 1939 dejó muy claras sus intenciones durante el discurso pronunciado el Día de la Victoria: «No nos hagamos ilusiones: el espíritu judaico que permitía la alianza del gran capital con el marxismo, que sabe tanto de pactos con la revolución antiespañola, no se extirpa en un día, y aletea en el fondo de muchas conciencias». No sabemos hasta dónde habría llegado la represión, sin la derrota del Eje en 1945. En 1940, había casi cuatrocientos mil presos republicanos, condenados o a la espera de juicio. Muchos salvaron la vida gracias al desenlace de la Segunda Guerra Mundial, que convirtió a la España de Franco es una anomalía histórica. Las vengativas arengas de Franco, justificando la represión en aras de la pacificación del territorio conquistado, contrastan con las declaraciones de las autoridades republicanas. El 3 de octubre de 1936, Julián Zugazagoitia, diputado socialista y ministro de la Gobernación entre mayo de 1937 y abril de 1938, aprovechó su condición de director de El Socialista para condenar los crímenes de la retaguardia republicana: «La vida del adversario que se rinde es inatacable; ningún combatiente puede disponer libremente de ella. ¿Que no es la conducta de los insurrectos? Nada importa. La nuestra necesita serlo». Exiliado en París después de la guerra, Zugazagoitia fue detenido por la Gestapo y entregado a las autoridades españolas. Durante el Consejo de Guerra celebrado el 21 de octubre, el fiscal reconoció que no había cometido ningún delito, pero lo acusó de «inducir a la revolución» por el simple hecho de ocupar un cargo político. Notables franquistas, como el escritor Wenceslao Fernández Flórez, el falangista Rafael Sánchez Mazas, la viuda de Julio Ruiz de Alda y Antonio Lizarra, capitán de los requetés carlistas, testificaron que Zugazagoitia había salvado muchas vidas, librando a buen número de monjas y sacerdotes de la violencia de las milicias anarquistas. No sirvió de nada. Zugazagoitia fue fusilado el 9 de noviembre junto con otros catorce republicanos en el cementerio madrileño del Este. Entre sus compañeros de infortunio se hallaba el mordaz periodista Francisco Cruz Salido. Se dice que Franco se negó a conmutar la pena de Salido por el carácter satírico de sus artículos. Ni siquiera se planteó el indulto de Zugazagoitia, pues su intención era descabezar a las fuerzas políticas de signo opuesto. Un desconocido (probablemente, un derechista influyente) encargó y pagó una sepultura para Salido y Zugazagoitia, que consistió en una lápida con un relieve de granito con forma de libro abierto con los nombres de los dos ejecutados. El benefactor registró la tumba a nombre de Sabina Marroquina. Hasta ahora han fracasado todos los intentos para descubrir su identidad.
Ochenta años después del alzamiento militar del 18 de julio de 1936, no hay argumentos sólidos para minimizar las políticas de exterminio de los golpistas, añade. Franco, un general mediocre y tristemente reaccionario, trasladó a España las tácticas de guerra empleadas en Marruecos, inspirándose en la «gesta de la Reconquista». No ofreció tregua ni cuartel, pues su intención era extenuar y aniquilar al enemigo, sembrando el terror. El terror también existió en la «zona roja», con sus checas, paseos y ejecuciones masivas, pero ni los crímenes cometidos por las milicias revolucionarias, ni la responsabilidad de la Junta de Defensa de Madrid en las matanzas de Paracuellos, restan un ápice de horror a una dictadura que torturó y fusiló sin piedad a sus enemigos reales o imaginarios durante cuatro décadas. Franco gobernó mediante el miedo, prolongando el bando de guerra hasta 1948 y proclamando el estado de excepción ante cualquier expresión de protesta. Los piquetes de fusilamiento y el garrote vil funcionaron hasta el último aliento del régimen. No creo que la victoria de la República en la Guerra Civil hubiera desembocado en un Estado totalitario de ideología comunista, pero está claro que sublevación militar exacerbó la impaciencia de quienes reivindicaban una insurrección armada para poner fin a las desigualdades sociales. El pronunciamiento sólo agravó la polarización de la sociedad, impidiendo que nuestro país se convirtiera en una democracia de corte europeo. Incluso hoy perviven las heridas del conflicto en forma de mitos y falacias. La izquierda idealiza la resistencia republicana, eludiendo la cruel represión de la retaguardia, y la derecha intenta limpiar la cara al régimen franquista, rebajando la cifra de ejecuciones y exagerando los problemas de orden público de la España del Frente Popular.
Los ideales laicos y republicanos podrían haber configurado una historia diferente, sin revoluciones ni asonadas castrenses, concluye Narbona. Dicen que Ortega y Gasset votó al Frente Popular, tachando todos los nombres, salvo el de Julián Besteiro. No sé si es cierto o sólo es una leyenda, pero creo que su gesto apunta en la dirección acertada. Desgraciadamente, el reformismo perdió la batalla. Sin embargo, el tiempo le ha dado la razón, mostrando que la convivencia democrática es la única alternativa razonable. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













martes, 2 de abril de 2024

De la democracia radical

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes. Nos movemos en un mundo esquizofrénico en el que mien­tras la tecnología nos lanza hacia el futuro a pasos agigantados, la vida política permanece anclada en el siglo xx, incapaz de si­tuarse a la altura de los nuevos desafíos, oportunidades y exigen­cias», señala el economista Jordi Sevilla en su nuevo libro ‘Manifiesto por una democracia radical’.  Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com












Manifiesto por una democracia radical
JORDI SEVILLA 
07 FEB 2024 - Ethic - harendt.blogspot.com

«Democracia radical» es un concepto polisémico empleado por pensadores populistas como Laclau con un sentido muy diferen­te al que le doy aquí. Sin embargo, creo que ambos lo adoptamos del mismo sitio: la escuela neomarxista de Budapest (discípulos de Lukács, con Ágnes Heller como la autora más destacada), que en los años sesenta del siglo pasado, entre la invasión soviética de Hungría y la de Checoeslovaquia, elaboraron una alternativa tanto al comunismo soviético como al capitalismo.
Entre la «democracia formal» capitalista, que no se ocupaba de más necesidades humanas que las que promovía el mercado, y la «democracia real» soviética, que se ocupaba de las necesida­des de sus ciudadanos (entonces todavía se creía eso), pero al coste de perder las libertades individuales, la «democracia radi­cal» buscaba una tercera vía que se orientara a asegurar las nece­sidades básicas de los ciudadanos sin perder las libertades.
A partir de ahí, y de lo que fue la socio-democracia del esta­do de bienestar socialdemócrata, intento actualizar el concepto como una propuesta urgente para este siglo XXI, en el que el po­pulismo ha renacido y nos amenaza con sus mentiras y falsas promesas.
La política es demasiado importante como para dejársela en exclusiva a los políticos. Sobre todo cuando el sistema de incentivos predominante entre ellos no está alineado con el bien co­mún. Y menos cuando algunos directamente ni siquiera creen que exista el bien común, y conciben la sociedad como un con­flicto permanente de intereses excluyentes y, en consonancia, la política como un medio para dividir a la sociedad en bloques, para preparar el enfrentamiento entre contrarios, una versión cutre entre la lucha de clases de Marx y la lucha descarnada por el poder de Maquiavelo.
La democracia, esa gran fórmula para organizar pacíficamente la convivencia y la cooperación entre diferentes, está más cues­tionada que nunca. Cuestionada al menos como lo estuvo en los años treinta del siglo pasado con el ascenso del nazismo, el comu­nismo y el fascismo. Y ya sabemos, la democracia tiene muchos problemas, hay que perfeccionarla todos los días, pero las alternativas populistas y autocráticas son peores, porque en ellas siempre hay una parte de la población que pierde: sus derechos, su libertad, sus oportunidades.
Tomado en serio y dispuestos a ir siempre un poco más allá, buscando ese horizonte que se aleja conforme nos acercamos a él, pero que nos mantiene en permanente movimiento hacia de­lante, el ideal democrático es la mejor utopía posible.
En este siglo XXI vivimos en una profunda transformación de nuestro modo de vida. De la mano de la revolución tecnológica más disruptiva que hemos conocido y en medio del primer co­lapso ecológico provocado por nosotros mismos.
Es la primera innovación tecnológica llamada a sustituir no solo mano de obra humana, como en el pasado, sino talento hu­mano, esa cualidad hasta ahora reservada en exclusiva a nuestra especie. Es la primera vez que el impacto de nuestras acciones sobre el planeta altera de forma radical las condiciones de habi­tabilidad en las que hemos vivido durante milenios.
Cuando en 1970 el maestro Alvin Toffler escribió El shock del futuro, puso encima de su proyección todos los cambios que se le ocurrieron que fueran razonablemente posibles para las próxi­mas décadas. Se quedó muy corto.
Desde hace tiempo venimos advirtiendo de ambos hechos, ninguno de los dos lleva menos de dos décadas con nosotros. Ya hemos tomado algunas medidas adaptativas y correctivas, pero la velocidad acumulativa de los cambios está convirtiendo en poco más que inoperantes las decisiones adoptadas y no siempre implementadas.
Hoy, los cambios tecnológicos y climáticos son los que mar­can un ritmo al que no estamos siendo capaces de ajustarnos. Entre otras razones, y no es un asunto menor, porque es la pri­mera vez que nos enfrentamos a dos desafíos que afectan a toda la especie humana. Y todavía no hemos sido capaces de estable­cer mecanismos eficaces de cooperación a esa escala. Más allá de frases declarativas del tipo «todos los seres humanos son iguales en dignidad y derechos», seguimos razonando en los reducidos términos de grupo identitario sin haber constituido en torno al ser humano una megaidentidad lo suficientemente robusta como para establecer vínculos de cooperación a la altura de los retos. Declarativas como se ve, por ejemplo, cuando asistimos impasi­bles a oleadas de inmigrantes sin papeles y casi sin derechos ya que, a menudo, parece que hasta les negamos el salvamento; es decir, el derecho a vivir.
La velocidad, extensión y profundidad de los cambios está afectando a nuestra forma de vivir. Baste un dato: a pesar de que la mitad de la población mundial no tiene conexión a internet y, por lo tanto, acceso a telefonía móvil y sus datos, en el mundo hay más del doble de teléfonos móviles que de personas. La co­nectividad instantánea de voz, imágenes y datos es una realidad que en apenas veinte años ha cambiado de forma radical la ma­nera de entendernos y de comunicarnos. Y todavía no sabemos si provocará ulteriores alteraciones en nuestro cerebro y carácter social. Podemos aislarnos individualmente en medio de la mayor comunicabilidad de la historia que, por otra parte, puede im­pulsar corrientes no previstas de solidaridad a distancia con efectos ya comprobados como las movilizaciones de la primavera árabe de 2010-2012 o el asalto al Capitolio de los seguidores de Trump en enero de 2021.
Están cambiando demasiadas cosas, demasiado rápido y en demasiadas direcciones del espacio como para pensar que no de­bemos reajustar nuestro pensamiento político y nuestras ideas de la vida en comunidad, que en pleno siglo XXI no pueden repe­tir los esquemas del siglo XIX y los ecos inacabados del siglo XX. A título de ejemplo, solo en este siglo merecen destacarse los siguientes avances tecnológicos: internet de banda ancha, teléfo­no inteligente (smartphone), computación cuántica, sistemas de reconocimiento facial, YouTube, inteligencia artificial, impreso­ras 3D, realidad virtual, Internet de las Cosas, WhatsApp, genoma humano, drones, cloud, código QR, libro electrónico, 5G, Uber. Todos ellos han cambiado la vida cotidiana de las personas y del mundo tanto o más que cualquier decisión política. En el mismo período, las instituciones y el discurso político solo pueden pre­sentar el desplome del comunismo y el ascenso del populismo ante los fracasos de las democracias.
Nos movemos en un mundo esquizofrénico en el que mien­tras la tecnología nos lanza hacia el futuro a pasos agigantados, la vida política permanece anclada en el siglo xx, incapaz de si­tuarse a la altura de los nuevos desafíos, oportunidades y exigen­cias.
Si la inteligencia artificial, por un lado, y el cambio climático, por otro, nos dicen que ya no podemos seguir haciendo las cosas «como antes» y que el continuismo de «lo de siempre» ha quedado obsoleto, ¿de verdad que como mínimo nuestro pensa­miento político no merece un reajuste? Este texto es un fragmento de ‘Manifiesto por una democracia radical’ (Deusto, 2024), de Jordi Sevilla.
























[ARCHIVO DEL BLOG] Idiosincrasia del frío. [Publicada el 13/03/2018]











Va para largas décadas que el alumbrado eléctrico acabó con las noches lóbregas. Desde entonces la niebla en los callejones, a la hora de los murciélagos, ya no es lo que era. Hoy día el turista pasea con gafas de sol y bermudas por el cementerio atendiendo a las explicaciones del guía y sacando fotos de sepulturas famosas. Oxidados los candelabros, el Romanticismo apenas asoma anecdótico y ornamental, desvaído en secuencias lacrimosas de películas o en citas de amor al viejo estilo, con una rosa sobre la mesa, en la penumbra del restaurante de postín. La extensa cita anterior es el comienzo de un interesante artículo publicado por el escritor Fernando Aramburu hace unas semanas en El Mundo sobre la idiosincrasia de los habitantes del norte europeo.
Hoy hay que traer extraterrestres para asustar a los críos porque aquí ya está todo iluminado y, como dejó escrito José Agustín Goytisolo, las brujas son hermosas; los piratas, honrados, y al lobito bueno lo maltratan los corderos (y las corderas), continúa diciendo. A la vuelta de cualquier esquina, uno se encuentra con versiones de Jauja popularmente llamadas supermercados. Ya no es necesario atravesar el océano en naves inseguras para conocer el sabor de la maracuyá. Internet ha convertido el planeta en un vecindario. Imre Kertész afirma en un apunte de 1995 que, debido a los medios de comunicación, el mundo actual lo habita una sola familia. Es cierto. Conjeturo que mis abuelos no vieron jamás un chino en persona. Cualquiera de nosotros se cruza con unos cuantos a diario sin salir de los límites de su barrio.
Los tiempos cambian con tanta rapidez que parecen quietos. Ocurre como con las hélices. Rebasada cierta velocidad de rotación, las aspas crean en las retinas la ilusión de una mancha inmóvil. Se diría que la hélice veloz se disuelve en el aire. Velázquez representó este efecto con maestría de pintor genial en la rueca de Las Hilanderas. Puede que, a pesar de los avances tecnológicos, los seres humanos, vistos de cerca, no hayan perdido un ápice de su simplicidad proverbial (o sigan siendo tan burros, que diría Cela); pero la trama de sus relaciones sociales guarda cada vez menos similitudes con los modos de convivencia de sus antepasados, gente que ignoró el papel higiénico, el correo electrónico o los radares de carretera. Algo queda, no obstante, de las circunstancias de antaño que repercute en cada uno de nosotros, moldeando nuestro carácter y determinando nuestros hábitos como lo hacían con las generaciones que nos precedieron. Incluyo en dichas circunstancias las condiciones climáticas, las reservas acuíferas, la necesidad de bebida y alimento o a la duración de los días y las noches.
No he olvidado que, hace unas décadas, los comercios de Alemania cerraban a las seis de la tarde; los sábados, mucho antes. En invierno, a la hora habitual de la merienda para los sureños, ya era noche cerrada y la luz macilenta de las farolas se reflejaba tristemente en la nieve pisoteada de las aceras. No bien echadas las persianas, las calles se vaciaban como si estuviera prohibido deambular por ellas. Quedaba algún que otro latino engañado por la esperanza de hallar sucedáneos de la vitalidad social de su tierra. Los latinos que buscan compañía, conversación y baile en el anochecer gélido del norte de Europa equivalen a los guiris nórdicos que se tuestan en las playas del Sur al sol de las dos de la tarde. No es que hagan lo mismo; pero inspiran en la población nativa la misma misericordia sonriente y parecidos chistes.
El frío y la noche temprana inducen al recogimiento. Por dicha razón, resulta difícil al forastero integrarse en las sociedades nórdicas. Las relaciones sociales evitan la intemperie. Predominan en consecuencia el club, el esparcimiento a puerta cerrada, las reuniones en locales. La gente se reúne en grupos limitados para jugar a los bolos, practicar el yoga, ejercitarse en el ajedrez o la alfarería. Van a un bar y allí se quedan hasta la hora de recogerse. Al principio, el recién llegado lo tiene difícil. No poca ayuda es tener un hijo inscrito en la guardería o en edad escolar. Los niños son a menudo la llave que abre amistades entre los adultos.
Otra posibilidad de integración es agenciarse un perro. La compañía de una mascota lo convierte a uno de forma instantánea en ciudadano cabal. Se apresura uno a recoger del suelo, en una bolsa de plástico, las cacas del animal y al instante las ventanas, los portales y las cornisas hacen gestos unánimes de aprobación. Cuando llevo a mi perra de paseo, no es raro que los desconocidos me saluden, me sonrían, incluso se paren a dirigirme la palabra. Si voy solo, sé de antemano que ni siquiera mereceré el honor de una mirada.
El nórdico es lento en la efusión. Cinco años de residencia fija me costó recibir el primer abrazo de un lugareño. He visto en Alemania a un hijo dar la mano a su madre a modo de saludo. ¿Son fríos? No exactamente. La Naturaleza les privó de ritmo en la sangre y ellos no lo ignoran. Se resarcen viajando a las costas del Sur. Allí hacen estallar el apocamiento y los horarios, pimplan sin medida, repostan desorden y delirio. Luego regresan a casa, a la legalidad vigente, rojos de sol y de sangría, y creen que el sureño es durante todo el año como ellos cuando se desmadran en los chiringuitos del litoral mediterráneo.
Un instinto ancestral los lleva a ponerse a la defensiva en presencia del extranjero. Ven en él un peligro para la despensa. En todo caso, un portador de problemas, suciedad y enfermedades. Es habitual en sus cuentos tradicionales que las historias partan de una situación de equilibrio social. De pronto, un extraño llega al reino, entra en el bosque, aparece de noche en la aldea, y a continuación se desata la desgracia que sólo se superará por la intervención intrépida de un príncipe local. Lo malo siempre viene de fuera.
A lo largo de la Historia, el nórdico no ha tenido más remedio que ser laborioso. La tierra le escatimaba el fruto fácil. El frío lo empujaba al interior de la cabaña. Su ingenio lo avezó al arte de las conservas. El nórdico es muy de mermeladas, salazón y truchas ahumadas. Acumula leña, ahorra caudales. La necesidad de superar los rigores del clima lo hizo previsor, propenso a inventar máquinas que le facilitaran la supervivencia y le proporcionaran comodidad. Como fuera está oscuro y casca el frío, el nórdico tiene tiempo para la filosofía. Junto a la chimenea, compone música, se entrega a la espiritualidad, concibe el superhombre, urde invasiones, conquistas y cláusulas de contratos. El nórdico es un hombre de interior. Al sureño, en cambio, le tiran la calle, la muchedumbre y la verbena. Un nórdico, en el Sur, gana color, se despliega, disfruta. Los sureños, en el Norte, aprendemos organización y método, y luego, en la noche prematura, tiritamos de nostalgia. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













lunes, 1 de abril de 2024

Sobre la reina Camila y los pagafantas

 






La reina Camila y los pagafantas
LUCÍA LIJTMAER
01 ABR 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Mientras las redes sociales ardían comparando los píxeles del rostro de su sucesora al trono Kate Middleton, la reina Camila realizó un interesante gesto. Y no me refiero precisamente a irse de caza a Ciudad Real. Unos días antes, en el prestigioso festival Women of the World, que reúne a mujeres del ámbito de la cultura y la política, Camila quiso homenajear a las activistas sufragistas a través del uso de dos piedras en su discurso, que citó y enseñó públicamente. Las piedras que mostró la reina habían sido lanzadas el 27 de mayo de 1914 contra el palacio de Buckingham durante una protesta sufragista. En una de ellas se puede leer el mensaje: “Si se rechaza una comisión constitucional, debemos lanzar un mensaje escrito en piedra”. La otra anunciaba: “El hecho de ignorar los métodos constitucionales nos lleva a romper ventanas.”
Camila de Windsor, antiguamente Camilla Parker Bowles, dijo en su discurso que, pese a que condenaba la violencia de algunos gestos sufragistas, “en 1914 representaban esperanza para las mujeres que arrojaron estas piedras: la esperanza de que, en el futuro, no serían víctimas de su historia ni de las fuerzas sociales y económicas que se oponían a la igualdad de género. Por encima de todo, representaban la esperanza de que era posible, como dijo Christabel Pankhurst, ‘hacer de este mundo un lugar mejor para las mujeres”.
Este discurso, como sabemos, no supuso ningún escándalo. Que se proclame un discurso laudatorio sobre las piedras lanzadas contra el palacio y la institución que ella representa 110 años atrás está considerado hoy, cuanto menos, un hecho normalizado, civilizado incluso. El mundo ha cambiado y la corona, también. Nadie con algo de talante y que esté al frente de una institución anglosajona niega hoy la lucha sufragista —que se originó en Estados Unidos y pronto se extendió por toda Europa— y su reivindicación por el derecho a voto.
Lo que sí se suele olvidar es que hubo un movimiento antisufragista, que tuvo cierto calado entre los partidos conservadores, y que siguió las idiosincrasias de cada país. En Irlanda, se instó a las mujeres a poner por delante la causa nacionalista. En Australia el movimiento fue, ante todo, antisocialista. Y en EE UU, paradójicamente, el movimiento antisufragista permitió a algunas mujeres a acceder a un espacio político a través de la búsqueda del veto al derecho igualitario al voto. Este hecho no es baladí: a través de la consciente oposición a la igualdad, ciertas escritoras como Annie Riley Hale o Molly Elliot Seawell obtuvieron notoriedad intelectual y política. Otras intelectuales, como Ida Tarbell, que primero argumentó en contra del derecho a voto de las mujeres, acabó fijando su posición a favor del movimiento sufragista en 1916.
Ser antifeminista da rédito. En contra de lo que dicen troles y columnistas ultraconservadores, lo verdaderamente exitoso es estar en contra de los avances de los derechos de las mujeres. Los mismos que apoyan públicamente el feminismo de Clara Campoamor y la nombran Hija Predilecta de la ciudad de Madrid, aplauden declaraciones pidiendo que haya un “día del hombre” o se niegan a los minutos de silencio cuando hay un asesinato machista.
Pero eso no es nada nuevo. La ultraderecha no tiene un problema con el feminismo. Es su caballo de batalla, y le sirve en la captación de adeptos. No hay mayor seña de identidad para partidos ultraconservadores que abanderarse en contra de los avances feministas.
No, el verdadero problema con el feminismo lo tiene la izquierda. En particular, los partidos surgidos en los últimos años. La salida de Irene Montero del Gobierno deja a los partidos más a la izquierda del PSOE con representación en el hemiciclo ante un verdadero dilema: ¿cómo abanderar las causas defendidas a lo largo de estos últimos años sin desgastarse por el camino? El problema no es exclusivamente político, sino de posición estratégica. ¿Qué feminismo va a encarnar aquel que ya ha sido asimilado por el poder? ¿Un feminismo que defienda a las trabajadoras migrantes sin papeles? ¿A las víctimas de agresiones sexuales que han tenido trascendencia e incluso acoso mediático? ¿Un feminismo que condene los abusos sistemáticos a los que son sometidas las menores en centros tutelados?
Durante años, aquellas mujeres que hemos crecido y madurado alrededor de la denominada cuarta ola feminista hemos oído que no es de recibo criticar públicamente a aquellas representantes institucionales con posicionamiento feminista para no desunir a un movimiento que es, fundamentalmente y desde su fundación, de base. Ellas han sufrido el desgaste de manera constante. Muchas mujeres con presencia pública en ámbitos culturales también. Pero, seamos sinceros, no son momentos fáciles. La izquierda que alcanzó vuelo en parte gracias al motor del feminismo que surgió a partir de 2017 como oleada mundial está dejando solas a las activistas, que, castigadas por la violencia digital y social, abandonan el espacio público y nadie se lleva las manos a la cabeza, solo aquellas que las conocemos. Muchas mujeres del ámbito de la política que marchan en primera fila en las manifestaciones de manera bienintencionada tienen en sus filas a machistas que ejercen violencia simbólica, laboral y de otros tipos. Unas cuantas lo saben y se llevan las manos a la cabeza, conscientes de lo que eso significa.
Por supuesto, no son las únicas. Sabemos que el machismo es transversal y ocupa todos los espacios que puede ocupar. Pero, como decía al inicio de este texto, la derecha no tiene este problema. La derecha española no ha asumido como propia la bandera de la lucha por los derechos de todas las mujeres. Por eso, cuando se denuncia públicamente a un agresor del ámbito progresista se regocijan. ¿El tío que hablaba en femenino es un mero machirulo? En las redes los troles los llaman pagafantas; nosotras los llamamos hipócritas. Pero desde la izquierda deja de haber declaraciones institucionales o compromisos directos con las mujeres que se atreven a denunciar a sus agresores. Ya ha pasado el tiempo de la mujer en primera línea política que posee una credibilidad activista. El espacio conservador ha ganado la batalla del abanico político: lo permisible es cada vez más suave, más conciliador, menos beligerante. Y aunque este último adjetivo, beligerante, pueda parecer que lo que digo es una buena noticia, no me lo parece. A las feministas les quedan ahora las asociaciones, sus amigas, y la calle. Que no es poco.
Pero la beligerancia queda ya denostada hasta para aquellas que declarándose feministas ahora se hacen a un lado cuando hay conflicto. Y no olvidemos que la política, el activismo y la vida se nutren del conflicto para poder avanzar. Es en ese conflicto en el que se manifiesta la dignidad de un progreso posible, para no quedar condenadas a la museificación de nuestras luchas colectivas, como piedras en manos de una amable reina que, desde su trono cabal, nos acepta 110 años después. Ya va siendo hora de volver a decir que los y las que miran al otro lado cuando hay conflicto nos tendrán enfrente. Porque de eso iba todo esto del feminismo. Y no de coronas, majestades. Lucía Lijtmaer es escritora.











De la revolución del placer

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes. Al deleite no siempre hay que encontrarle un sentido, escribe en El País el periodista José Luis Sastre, alcanza con dejarse llevar y disfrutar; eso tan obvio, y a menudo tan difícil. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com











La revolución del placer
JOSÉ LUIS SASTRE
27 MAR 2024 - El País - harendt.blogspot.com

El placer está mal visto a ciertas horas, a diferencia de lo que le ocurre al sufrimiento, para el que siempre hay tiempo. Hace semanas que se habla de una sociedad cansada y en este mismo periódico se han publicado varios artículos sobre algo de lo que aún se debate poco porque carece de lo que hoy necesita cualquier fenómeno que quiera ser tomado en serio: la capacidad de ser medido. No eres nada si no te pueden traducir en números, si no se sabe los seguidores o las reproducciones que tienes. Este mundo valora más un excel que un word.
Se oye hablar de la sociedad cansada, pero hace falta una estadística que nos demuestre la importancia que tiene la cosa. Lo que se sabe, de momento, es que cada vez más pacientes acuden a la consulta de sus médicos de cabecera a decirles que notan que están agotados por muy bien que les salgan los análisis de sangre. Hay una fatiga que se extiende y de la que se derivan efectos sociales y puede que hasta políticos. Al cabo, el cansancio malhumora.
Se dice que ese cansancio que refiere cada vez más gente se debe a la ansiedad y al estrés, pero eso no son causas de nada. Eso, en todo caso, serán las consecuencias. Quizá la ansiedad y el estrés se deban a la forma en que nos hemos organizado la vida y a una impresión utilitarista del mundo por la que nos tomamos a nosotros mismos por máquinas o por productos de los que se esperan resultados. Medibles, claro. De ahí que a muchos nos pase que nos sintamos mal en los ratos en los que no hacemos nada, como si no hacer nada fuera sencillo.
En estos días cayó en mis manos un ejemplar del primer libro de Augusto Monterroso, al que por supuesto tituló Obras completas y otros cuentos. Son textos breves, entre los que está el más breve y más famoso del dinosaurio. Bastó con empezar a leer la primera historia, la del negocio de las cabezas cortadas, para que mi cabeza se fuera a otra parte sin ruidos ni prisas. No hacía falta verle segundas lecturas ni buscarle la vuelta a cada renglón, porque al placer no siempre hay que encontrarle un sentido. Alcanzaba con dejarse llevar y disfrutar del relato. Eso tan obvio, y a menudo tan difícil.
En las primeras líneas, con todo el trabajo pendiente sobre mi mesa, incluso me dio por pensar si en vez de estar leyendo no habría de ocuparme de esas tareas tan medibles y tan urgentes que me aguardaban, pero sofoqué al momento esa estupidez. Seguí leyendo y paré el tiempo. Me resultó extraño volver luego al móvil y a las tareas, algunas de las cuales parecían más de ficción que los propios cuentos. Igual en ese rato de bienestar estaba lo que se debe esta sociedad cansada: una revolución que resuelva que el placer no puede estar mal visto, ni siquiera a ciertas horas. José Luis Sastre es periodista.

























[ARCHIVO DEL BLOG] Primo Levi en el recuerdo. [Publicada el 17/09/2016]












Los que vivís seguros 
En vuestras casas caldeadas
Los que os encontráis, al volver por la tarde,
La comida caliente y los rostros amigos:
Considerad si es un hombre
Quien trabaja en el fango
Quien no conoce la paz
Quien lucha por la mitad de un panecillo
Quien muere por un sí o por un no.
Considerad si es una mujer
Quien no tiene cabellos ni nombre
Ni fuerzas para recordarlo
Vacía la mirada y frío el regazo
Como una rana invernal.
Pensad que esto ha sucedido:
Os encomiendo estas palabras.
Grabadlas en vuestros corazones
Al estar en casa, al ir por la calle, 
Al acostaros, al levantaros;
Repetídselas a vuestros hijos.
O que vuestra casa se derrumbe, 
la enfermedad os imposibilite,
Vuestros descendientes os vuelvan el rostro.

"Si esto es un hombre" (Primo Levi, 1958)



Fue en el número de diciembre de 2005 de mi entrañable Revista de Libros en el que leí un artículo titulado Trilogía de Primo Levi, escrito por el profesor y sociólogo Juan Manuel Iranzo. Como hago siempre que leo algún artículo o crítica sobre algún libro que me llama la atención (poco o ninguno de ellos será nunca un "superventas" en las estanterías de las grandes superficies comerciales), guardo la referencia cuidadosamente para comprarlo y leerlo cuando se presente la ocasión favorable. Sinceramente, ya compro pocos libros, pero por fortuna la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas de Gran Canaria, como ya he comentado en ocasiones anteriores, tiene un buen fondo de títulos y suele ser generosa en la adquisición de aquellos que no tiene y le solicito: Si esto es un hombre (Muchnik Editores, Barcelona, 2002), de Primo Levi, fue uno de ellos.
La misma tarde que lo saqué de la biblioteca, junto a los Pensamientos, de Blaise Pascal, comencé a leerlo en la guagua que me traía de vuelta a casa. Nada más llegar, le comenté a una buena amiga a través del féisbuc la profunda impresión que la lectura de sus primeras páginas, que se abren con el poema que reproduzco más arriba, me habían causado, y que tenía la impresión de que no iba a ser capaz de seguir con su lectura. Su respuesta casi inmediata, airada, fue que no era capaz de imaginar como un lector como yo me cuestionaba continuar leyéndolo. Su crítica, tan directa, fue un estímulo para mí. Lo leí casi de un tirón como es habitual cuando una lectura me engancha, entre llevadas y traídas de nietos al colegio y hacerle a mis hijas de chófer en sus precompras navideñas y de Reyes. Y ahora, una vez leído, tengo que decir que es uno de los libros más intensamente conmovedores que he podido leer nunca y que me ha provocado un mayor impacto emocional; y he leído bastantes, ya "nel mezzo del cammin di nostra vita", que decía Dante. 
Si esto es un hombre es el primero de los libros de la trilogía que Primo Levi (1917-1987), nacido en el seno de una familia judía del Piamonte, dedicó a los campos de exterminio nazis. En 1943 fue capturado como partisano y deportado a Auschwitz. El libro relata en primerísima persona el horror de unos seres cuya principal preocupación era de la sobrevivir para poder contar la atrocidad de los campos de exterminio. Una atrocidad que nadie creería si no hubiera quedado nadie para contarla. Es lo que hace Levi en el austero testimonio de unas páginas, escritas con serenidad y sin odio, devolviendo al horror su realidad y haciéndolo inteligible. Y eso, a pesar de la demoledora sentencia del filósofo alemán Theodor Adorno de que "escribir poesía después de Auschwitz sería un acto de barbarie". Levi lo hizo, y aquí queda su testimonio. 
Once años después, el escritor y crítico literario Rafael Narbona, vuelve a traer hasta Revista de Libros, en su blog "Viaje a Siracusa", el recuerdo de los últimos días de Primo Levi
Primo Levi, dice Narbona, quizás el superviviente más cercano y humano de la Shoah, murió el 11 de abril de 1987. Aparentemente, se suicidó en su domicilio de Turín, arrojándose por el hueco de la escalera. No dejó ninguna nota, pero sabemos que llevaba un tiempo medicándose contra la depresión. No era el primer episodio de estas características. Ya había superado otra crisis con la ayuda de psicofármacos. Se ha barajado la posibilidad de un accidente. Algunos sostienen que se asomó a la barandilla y perdió el equilibrio. Minutos antes, había hablado cordialmente con la portera, que le entregó la correspondencia como cada mañana. Su muerte provocó una enorme conmoción y la necesidad de explicar un final tan trágico. Parecía inaceptable que uno de los principales cronistas de las políticas de exterminio de la Alemania nazi sucumbiera al pesimismo y la tristeza. Se comentó que no pudo superar los recuerdos de sus diez meses de cautiverio en Monowitz, campo subalterno de Auschwitz, que su muerte no era un suicidio, sino un homicidio aplazado, que la desesperación había vencido a la esperanza, que el propósito deshumanizador del Lager había obtenido un triunfo póstumo. Algunos supervivientes se sintieron defraudados, traicionados, definitivamente derrotados.
No suele mencionarse, añade, que la tristeza acompañaba a Primo Levi desde su adolescencia. Bajito, delgado y poco agraciado, no conseguía despertar el interés de las mujeres. Cuando llegó a Auschwitz, había cumplido veinticuatro años y nunca había tenido una novia o una aventura. Si hubieran acabado sus días entre las alambradas, se habría despedido del mundo sin haber conocido el amor ni el sexo. En Primo Levi o la tragedia de un optimista, Myriam Anissimov ha contado que la idea del suicidio apareció muy pronto en la conciencia de un joven introvertido y torpe en sus relaciones con el otro sexo: «Su timidez con las chicas y su incapacidad para comunicarse con ellas lo atormentaban y lo desesperaban». Durante sus caminatas con Alberto Salmoni, un chico judío de su edad, se sinceró, reconociendo que se había planteado quitarse la vida. Salmoni era alto, atractivo y extrovertido. Su éxito con las mujeres era el polo opuesto al retraimiento de Primo, que ni siquiera se atrevía a insinuarse por miedo al rechazo. Antes de ser deportado, sólo había experimentado la calidez de un cuerpo femenino, cuando una amiga se abrazó a él, asustada por un bombardeo.
Primo Levi, continúa diciendo, sobrevivió al terrible viaje en tren hasta Auschwitz. Se adaptó al Lager, explotando su ingenio para realizar extenuantes trabajos físicos que ponían a prueba su débil resistencia. Más adelante, sus conocimientos de química lo salvaron de la cámara de gas, destino que parecía inevitable en un joven débil, tímido y reservado. La milicia fascista lo había entregado al ejército alemán por su condición de judío, ignorando que pertenecía a un grupo de partisanos, la mayoría estudiantes universitarios cuya voluntad de luchar contrastaba con su inexistente instrucción militar y su abrumador desconocimiento de todo lo relacionado con las armas y la munición. Primo Levi se libró de una ejecución inmediata gracias a que no se descubrió su efímera peripecia como guerrillero. Nunca llegó a combatir y tampoco disfrutó de la oportunidad de amar. Hasta ese momento, sus únicos placeres habían consistido en leer compulsivamente y doctorarse en Química, movido por su deseo de comprender el comportamiento de la materia. A su regreso de Auschwitz, conoció a Lucia Morpurgo y no tardó en enamorarse. Se casaron en 1947, de acuerdo con el rito judío. Primo no creía en Dios, pero quiso complacer a su prometida: «Estaba sumamente agradecido a Lucia por haber aceptado amarlo a él, un exdeportado, un joven tímido e inhibido –escribe Myriam Anissimov–. Su incapacidad para establecer una relación con las chicas que le atraían le resultaba dolorosa, pues sin duda su deseo era tan grande como su inhibición. Era un apasionado de apariencia fría». Apasionado por las mujeres, por los libros, por la química, por su casa de Turín, un edificio del siglo XIX donde pasó toda su existencia. Entre sus pasiones, despunta su amor a la montaña. Sus tempranas experiencias como alpinista le ayudaron a soportar sus fracasos juveniles, la experiencia de la deportación y el áspero ejercicio de la memoria, que percibió como un deber y no como una elección personal: «Cuando se está en una cordada –escribe Levi– se obtienen victorias que duran toda la vida. […] Me parece que sin esta preparación inconsciente para la montaña, mi generación habría vivido la guerra y la Resistencia mucho peor. Y muy posiblemente no habría sobrevivido. Aprendimos de verdad algunas de las virtudes fundamentales: resistir, soportar, no perder la fe, prepararse para el peligro y para lo imprevisto».
Se ha dicho, añade Narbona, que las tendencias depresivas de la adolescencia afloraron de nuevo cuando una madre nonagenaria y gravemente enferma empezó a exigir su presencia a todas horas. Nunca habían dejado de convivir juntos, salvo el tiempo que Primo pasó desde su deportación hasta su accidentado regreso a Turín. Se ha comentado que la negativa de sus hijos a hablar sobre sus penalidades en Auschwitz le causó un profundo malestar, apenas exteriorizado por su invariable discreción. Sin embargo, un mes antes de morir mostró abiertamente sus sentimientos a David Mendel, un cardiólogo inglés: «He caído en un estado de depresión bastante grave. He perdido todo interés por la escritura e incluso por la lectura. Estoy tremendamente abatido y no deseo ver a nadie. Te pregunto como médico qué debo hacer». Mendel le sugirió buscar un psicoterapeuta, pero Levi rechazó la idea, pues no confiaba en la psicología. Una operación de próstata empeoró su estado de ánimo. Cada vez le resultaba más penoso enfrentarse al papel en blanco. En una entrevista con Roberto Di Caro que se publicó póstumamente en L’Espresso confesó que su actividad como escritor quizás había llegado a su fin: «Tengo la impresión de haber agotado mi reserva de cosas que decir, de historias que contar». Admitió que su salud mental se había deteriorado: «La verdad es que vivo una vida neurótica, con vacíos aplastantes entre cada libro». Negó ser una persona estable: «He atravesado largos períodos de desequilibrio, por supuesto ligados a mi experiencia en el campo de exterminio. Además, no sé hacer frente a las dificultades. Y eso, no lo he escrito nunca… En realidad no soy un hombre fuerte». Cuando el periodista elogió su coraje, alegando que había sido capaz de escribir un elocuente y esclarecedor testimonio sobre su estancia en Auschwitz, contestó que se había limitado a poner orden en «un mundo caótico». Durante un paseo por el parque del Valentino, a orillas del Po, su mujer –cada vez más preocupada– le preguntó por qué se encontraba tan desanimado. Primo contestó de una forma misteriosa: «¿Piensas que estoy deprimido por Auschwitz? Creo que no. He sobrevivido, he contado. He testimoniado». Poco antes de su muerte, llamó por teléfono al gran rabino de Roma, Elio Toaff, relatándole su angustia: «No sé cómo seguir. Ya no soporto esta vida. Mi madre sufre cáncer y cada vez que miro su rostro veo el de aquellos hombres que yacían sobre las tablas de los jergones de Auschwitz».
El sábado 11 de abril, sigue diciendo, Lucia salió a hacer la compra. Al regresar, se topó con el cadáver de su marido, aplastado contra el suelo. «¡No! –gimió–. ¡Ha hecho lo que siempre dijo que haría!» Angelo Pezzana, librero de Turín, hizo un comentario que corrobora la exclamación de Lucia: «Primo no se mató a causa de su madre o de Auschwitz: se trataba de algo muy profundo dentro de él». Es imposible determinar si se trató de un suicidio o un accidente, pero alguien ha señalado que Auschwitz ayudó a vivir a Primo Levi, pues le obligó a luchar, recordar, testimoniar. La aparición de las tesis revisionistas que negaban la existencia de cámaras de gas le afectó mucho, pues sintió que no se había equivocado, afirmando que la Shoah no era un fenómeno irrepetible, sino algo que podía reproducirse en determinadas situaciones. El genocidio de Ruanda y la limpieza étnica en los Balcanes demostraron que su advertencia no era simple catastrofismo. No me atrevo a aventurar ninguna hipótesis sobre la muerte de Primo Levi, pero sí creo que el mejor estímulo para el ser humano es mantenerse despierto, denunciando cualquier signo de barbarie. El prisionero 174517 quizá perdió la esperanza cuando advirtió que no es suficiente regresar a casa, que la vida no concede treguas y que vivir exige estar en tensión permanente, escalando una montaña tras otra, concluye diciendo. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt