Moisés Naím (1952), escritor y columnista venezolano, profesor en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, considerado como uno de los 100 líderes mundiales del pensamiento global por el Gottlieb Duttweiler Institut de Suiza, no es el único que piensa que Trump está loco. Por ejemplo, también lo piensa John Carlin (1956), escritor y periodista británico, hijo de padre escocés y madre española. Su libro El factor humano (2008) inspiró la premiada película Invictus, sobre el triunfo de la selección sudafricana en el campeonato del mundo de rugby de 1995. Especializado en la crónica de deportes, no rehuye los asuntos políticos, y como muestra de ello, esta entrada de hoy recoge su artículo en El País titulado Las vacas locas de Trump, sobre las similitudes entre las políticas de la Rusia de Putin y los Estados Unidos de Trump. El artículo se inicia con una cita de Joseph Conrad, y la afirmación de que la eliminación del deseo de distinguir entre la verdad y la mentira tiene su origen en Rusia, donde la enfermedad lleva siglos incubándose. Les dejo con él.
"El espíritu de Rusia es el espíritu del cinismo"
Joseph Conrad, escritor, en 1911
—A mí me tiene muy preocupada.
—A mí no.
—¿Cómo que no?
—Soy un conejo.
El chiste, dice Carlin, apareció en un diario inglés hace unos 15 años, cuando reinaba el temor de que la enfermedad vacuna iba a acabar con media humanidad. Los titulares en Reino Unido, donde aparecieron los primeros casos, chillaban que “millones” iban a morir. El Gobierno británico ordenó el exterminio de cinco millones de reses, el consumo europeo de carne se desplomó y los ganaderos vivieron una pesadilla: murieron más de ellos en Reino Unido a causa del suicidio que de la tan temida enfermedad cerebral.
Superada la histeria, continúa diciendo, hablé con John Adams, un profesor del University College London especialista en riesgos. Me dijo que el pánico que se había generado no provenía de la ciencia y había sido absurdamente innecesario. “Acaba siendo una cuestión no de verdad objetiva, sino de lo que uno cree”.
Todo lo cual nos remonta a la enfermedad cerebral mucho más dañina, contagiosa y real que nos aflige hoy, añade, la que ha eliminado la capacidad o incluso el deseo de decenas de millones de distinguir entre la verdad y la mentira. La podríamos definir como la bovinización del ser humano y tiene su origen esta vez no en Reino Unido, sino en Rusia, donde la enfermedad lleva siglos incubándose.
Reino Unido, señala, fue sin embargo el primer país de Occidente al que se extendió la plaga, también conocida como la campaña por el Brexit, a mediados de 2016. De ahí saltó a Estados Unidos, lanzando a 63 millones de sus habitantes a la locura de elegir a Donald Trump como presidente, y ahora se presenta el riesgo de que la población francesa sea la siguiente víctima con la posible victoria de Marine Le Pen en las elecciones presidenciales de mayo.
Los rusos no patentaron el engaño como instrumento de poder, añade. Pero desde hace siglos, mucho antes de la revolución bolchevique, lo utilizan como lubricante de la máquina estatal. En 1787, la emperatriz Catalina la Grande conspiró en la famosa mentira de los pueblos Potemkin, las fachadas falsas colocadas por uno de sus súbditos para disimular la pobreza de la recién conquistada Crimea. Joseph Conrad, el novelista polaco que escribía en inglés, habla en un libro de 1911 del “casi sublime desdén por la verdad” del Estado ruso. De Stalin ni hablemos y en cuanto al actual autócrata Vladímir Putin, la mentira es un hábito, un ejemplo entre muchos de los cuales fue negar la flagrante participación militar rusa en la recuperación imperial de (una vez más) Crimea en 2014.
Peter Pomerantsev, continúa diciendo, un británico hijo de emigrados rusos, publicó un libro en 2015 sobre la Rusia de Putin titulado Nada es verdad y todo es posible. Cuenta ahí con lujo de detalle, tras diez años trabajando como productor de televisión en Moscú, cómo el Kremlin fabrica la realidad. Falsos partidos de oposición legitiman una falsa democracia con un sistema judicial falso y un aparato mediático que disemina falsas noticias, todo con el propósito de perpetuar en el poder a un Estado policial de facto en el que los opositores de verdad son amenazados, encarcelados o, en casos extremos, asesinados.
Nada de lo cual ha impedido que Putin, un Stalin lite, sea santo de la devoción tanto de Donald Trump, como de Marine Le Pen, como de Nigel Farage, el artífice de la victoria del Brexit en el referéndum de junio del año pasado. Admiran su cinismo. Trump llegó al extremo durante su campaña electoral de animar al régimen ruso a filtrar información negativa sobre su rival, Hillary Clinton, consigna que los ciberguerreros al servicio de Putin pusieron en práctica, según han constatado todos los servicios de inteligencia de EE UU.
Tras la avalancha de alegaciones que el FBI investiga de colusión entre los rusos y la campaña de Trump para influir en el resultado electoral de noviembre, hay quienes proponen que el nuevo presidente de EE UU es un títere colocado en la Casa Blanca por Moscú, comenta sin recato. Eso es ciencia ficción. Pero lo que sí ha acabado ocurriendo en el mundo real significa un triunfo no soñado para Putin contra el antiguo enemigo.
El mundo político de EE UU ha sido rusificado, añade. A la mitad del pueblo estadounidense le es irrelevante hoy si las declaraciones que provienen del Ejecutivo son mentira. Han abandonado la razón por la fe y, como ganado al matadero, se dejan engañar alegremente por el presidente y sus compinches. Masha Glessen, una periodista nacida en Rusia, escribió en The New York Review of Books: “La mentira es el mensaje. No es solo que Putin y Trump mienten, es que mienten de la misma manera y con el mismo propósito: descaradamente, para imponer el poder a la verdad”.
¿Qué hacer?, se pregunta Carlin. A diferencia de Rusia, EE UU afortunadamente tiene sus anticuerpos institucionales, entre ellos el Congreso, los jueces y la prensa, que huele la sangre de un nuevo Watergate. En Francia y también en Alemania existen similares mecanismos de defensa y han tomado la precaución preelectoral de montar sistemas para neutralizar la ya visible campaña de desinformación cibernética rusa.
Pero en EE UU Trump ya ganó; medio país ha sido infectado por el virus de “los hechos alternativos”, según la curiosamente cándida definición de la consejera y exjefa de campaña de Trump, Kellyanne Conway, añade Carlin. Ahora toca luchar para que la enfermedad que tantos cerebros ha carcomido no migre y se instale en la médula del sistema político.
La llamada prensa tradicional estadounidense, comenta, está en la primera línea de combate. Por eso fue que en uno de sus infames tuits el comandante, troller en jefe y mentiroso en serie de la nación identificó el viernes a The New York Times, a NBC, ABC, CBS, CNN y otros como “los enemigos del pueblo americano”. La batalla está servida. En juego está la democracia de George Washington y Abraham Lincoln, ambos de los cuales fueron presidentes de verdad. Donald Trump no lo es. Ni siquiera es un conejo. Es una vaca loca. Y por supuesto, yo también pienso que Trump está loco, pero mi opinión, por fortuna para él, es irrelevante. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt