miércoles, 6 de diciembre de 2023

De místicos y pragmáticos

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura para hoy, del genetista Javier Sampedro, va de místicos y pragmáticos. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com









La mística: un enfoque científico
JAVIER SAMPEDRO
30 NOV 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Nuestra mente ama las dicotomías. Hay gente de derechas y de izquierdas, autoritarios y liberales, creyentes y descreídos. Todas estas particiones son discutibles, y siempre tendremos que considerar casos difusos, intermedios y epicenos, pero dividir las cosas en dos grupos, aunque sea solo una aproximación, resulta una gran ayuda para explorar las sutilezas interminables de la realidad de ahí fuera. No creo que esto sea una extravagancia humana, porque gran parte de la inteligencia artificial que nos ocupa estos días se basa en el arte de separar una distribución caótica de cosas en dos grupos. Por desordenados que parezcan los objetos, la máquina siempre encuentra una curva simple que los divide en dos. Es posible que formular dicotomías sea una forma universal de pensar, una que podríamos compartir con los extraterrestres y hasta con Terminator, una inteligencia artificial del futuro. Malo o bueno, bruto o dialogante, truco o trato.
Una dicotomía bien curiosa es entre místicos y pragmáticos. Digo que es curiosa porque, para empezar, yo mismo me considero ambas cosas. Cuando salgo de la ciudad miro al cielo nocturno y la cabeza se me vuela por las galaxias y las profundidades del tiempo. Luego vuelvo a la ciudad y cojo el metro como todo el mundo. Es lo que tienen las dicotomías. Quizá todos seamos místicos y pragmáticos a la vez, pero sospecho que hay gente mucho más mística que otra, y no me refiero a la religión, sino a esa especie de vértigo metafísico que captura a muchas personas con independencia de su formación y de sus creencias. Los místicos se preguntan con Kant: ¿Qué puedo conocer? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me cabe esperar? ¿Qué es el ser humano? Conozco a filósofos y neurocientíficos a los que esas grandes cuestiones les importan entre poco y nada, y también a agricultores torturados por ellas. Somos una especie complicada.
El Centro Nacional para la Educación Científica de Estados Unidos (NCSE), una institución sin ánimo de lucro dedicada a promover la enseñanza de la evolución en la escuela pública, acaba de nombrar como presidenta ejecutiva a Amanda Townley, una mujer que se crió en el norte de Alabama rodeada de la espesa atmósfera del creacionismo de la Tierra joven, que sostiene que Dios creó el mundo hace 6.000 años. Su profesora de biología en el instituto se negó a enseñar la evolución porque no creía en ella. Resulta paradójico a primera vista, pero no lo es tanto. Townley era una mística, como yo, y si la profe no resolvía su angustia sobre el origen de la humanidad, tendría que buscar las respuestas en otro lado. Enseguida decidió leer la parte del libro que no entraba en el temario y halló en Darwin la verdad. Estudió biología evolutiva y pedagogía científica y ha llegado hasta el importante puesto que ocupa hoy. Tiene las ideas claras y conoce mejor que nadie el oscuro magma irracional al que debe enfrentarse.
Quizá los místicos seamos los más pragmáticos después de todo, porque es verdad que vivimos torturados por las grandes cuestiones, pero somos los únicos que pensamos que tienen respuesta. Ser un provinciano es una pobre excusa para creer en cosas raras y dañinas. Leed la parte del libro a la que no llegasteis.
































[ARCHIVO DEL BLOG] La Transición pasó por mi casa. [Publicada el 06/12/2017]











"No hubo ningún plan, y, si lo hubo, los hechos lo truncaron", afirma en El País el periodista Guillermo Altares en este trigésimo noveno aniversario de la aprobación de la Constitución de 1978. La Transición fue una chapuza, dice al comienzo de su artículo, en el mejor sentido de la palabra (porque lo tiene). No hubo ningún plan y, si lo hubo, quedó casi siempre truncado por los hechos. ¿Se hubiese legalizado el Partido Comunista sin el horror de los atentados de Atocha? Seguramente no tan rápido. Pero sus protagonistas, de todos los partidos y credos, de todos los orígenes sociales y políticos, con intereses muy diferentes y a veces opuestos, tenían claros dos objetivos: instaurar una democracia sólida en España, que permitiese al país integrarse en Europa, y no repetir una guerra civil.
Las circunstancias eran las que eran: ETA matando a casi a diario, terrorismo de todo signo político —guerrilleros de Cristo Rey campando a sus anchas por Madrid y los GRAPO secuestrando y asesinando en los momentos más delicados—, unas fuerzas de seguridad todavía ultramontanas, un Ejército mimado por el régimen anterior, en el que se escuchaban muchas veces ruido de sables, unas instituciones franquistas que había que desmontar para construir otras nuevas, la crisis del petróleo de 1973 y la mayoría de los que lucharon en la Guerra Civil, en uno y otro bando, todavía vivos. Contra todo pronóstico, se consiguió. No existió ningún Régimen del 78, se hizo lo que se pudo como se pudo y se logró que España entrase en un periodo de libertad y crecimiento económico inédito en su historia .
El escritor y periodista Manuel Vázquez Montalbán dijo una vez que "en la España de Franco parecía que a todo el mundo le olían los calcetines". Era un país en el que todavía se firmaban y ejecutaban sentencias de muerte, con presos políticos, con torturas en las comisarías, sin un Estado de derecho, sin partidos políticos, en el que las mujeres tenían menos derechos que los hombres... La España de los años ochenta vivió una explosión de libertad y creatividad insólita. En una década, un país que era una dictadura entró en la UE, después de haber aprobado una Constitución diseñada por personas que eran feroces enemigos políticos solo unos años antes.
Hubo decepciones con el país que se estaba creando. Es inevitable: las esperanzas y las realidades no siempre coinciden, todos sus actores hicieron renuncias importantes y, sí, es cierto, se olvidaron crímenes horribles. ¿Había otra posibilidad? Nunca lo sabremos, solo que todo aquello salió bien y se convirtió en un modelo. Lo que algunos llaman el Régimen del 78 y los historiadores y sus protagonistas la Transición fue contemplado con fascinación y envidia en todo el mundo, especialmente en América Latina y en los países que tuvieron que reconstruir su libertad tras la caída del Muro de Berlín. Resulta increíble tener que escribir estas obviedades, tener que reivindicar lo evidente: España pasó de ser una dictadura a ser una democracia, con todos sus defectos, con todos sus problemas. Como recordaba un artículo reciente sobre los Pactos de la Moncloa, un acuerdo social firmado en 1977, el PIB por habitante era entonces de 3.000 dólares y hoy alcanza los 28.000 dólares.
Es verdad que escribo estas líneas influido porque tuve la suerte de ser adolescente en aquellos ochenta y porque mi padre, el periodista Pedro Altares, fallecido el 6 de diciembre de 2009 a los 74 años, tuvo un papel relevante aquellos años, como director de la revista Cuadernos para el diálogo. En un artículo titulado ¿Quién mató a Liberty Valance?, y publicado en este diario en 1997, escribió: "La Transición fue una aventura colectiva, en la que una parte fundamental del camino se hizo al andar, impulsada desde abajo, trabajosamente buscada durante años por miles de españoles desde la clandestinidad y desde la frontera de la legalidad, ensanchando día a día el ámbito de lo posible, ampliando con riesgo físico los resquicios que ofrecía el sistema... No, no pudo haber diseño porque no podía haberlo. Fue precisamente su falta, sustituida a golpe de intuición, sin miedo al riesgo y con sentido de la realidad por Adolfo Suárez, lo que hizo posible que España saliese de la noche de la dictadura para encararse a un sistema democrático, fatigosamente trabajado durante años, y desde muchos frentes, por miles de españoles que no se resignaban a ser súbditos del general Franco".
Cuando España ha pasado su mayor crisis política desde el golpe de Estado de 1981 o desde la restauración de la democracia, cuando se anteponen intereses mezquinos y falsedades a intereses generales, aquellos años en los que España recuperó la libertad y la palabra se antojan cada vez más importantes. Fueron tiempos de renuncias y compromisos, que han convertido a España en una democracia sólida y europea, sin violencia política (más allá del terror yihadista). ¿Existen problemas? Sin duda. La inmensa mayoría de ellos tienen que ver con la justicia social, el paro, la desigualdad y la corrupción (forman parte de lo mismo). También con los muertos en las cunetas y la imposibilidad de construir una memoria común, es cierto. Pero los hechos son tozudos: aquella chapuza, aquella improvisación, cerró una puerta a un pasado al que nunca deberíamos volver. ¿Se instauró un régimen en 1978? No sé si es la palabra adecuada, solo que si miramos hacia atrás y estudiamos la España que fuimos y contemplamos la que somos hay que estar muy ciego para pensar que no hemos salido ganando. Y deberíamos tratar de aprender de aquel periodo en vez de denigrarlo, concluye diciendo Altares.
Por mi parte, permítanme sumarme a la efeméride que conmemoramos invitándoles a visitar el interesantísimo Portal de la Constitución, en la página electrónica del Congreso de los Diputados, desde la que podrán acceder a una multitud de enlaces sobre el constitucionalismo histórico español y de los Estados de la Unión Europea e Iberoamérica. Y como siempre en estas fechas, permítanme terminar deseándoles un feliz día de la Constitución. Y hasta el año próximo, en el que celebraremos su cuarenta aniversario. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt











martes, 5 de diciembre de 2023

De la otra Guatemala, la democracia y los pueblos indígenas

 






La otra Guatemala vuelve por la democracia
SERGIO RAMÍREZ
05 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Bernardo Arévalo, un académico de tranquilo talante que se graduó como sociólogo en la Universidad Hebrea de Jerusalén, y obtuvo su doctorado en Antropología Social en la Universidad de Utrecht, fue electo presidente de Guatemala el domingo 20 agosto de este año, y debe prestar juramento de su cargo el domingo 14 enero del año entrante. Un largo e inusual periodo de más de cuatro meses, propicio a la conspiración de que está siendo víctima, pues hay oscuras fuerzas concertadas para impedirle llegar a asumir el cargo que los electores le confiaron por una abrumadora mayoría de votos.
Que un académico que habla delante de los micrófonos como si se hallara en un aula de clases y no en una plaza pública, lejano a la demagogia y a los usuales actos de corrupción sea el nuevo presidente de Guatemala, si acaso el golpe de Estado continuo que le han montado termina fracasando, vendrá a resultar extraño. Lo común es lo contrario. El mejor antecedente del actual gobernante, Alejandro Giammattei, implicado él mismo en la conspiración para frustrar la presidencia de Arévalo, es haber sido jefe del sistema penitenciario, sucesor de Jimmy Morales, un mal cómico de la televisión; para no hablar de los generales sanguinarios que, como Efraín Rios Montt, profeta de la Iglesia Cristiana del Verbo, fueron juzgados por genocidio.
La marca del ejercicio del poder ha sido en Guatemala la violación constante del Estado de derecho, el control espurio de las instituciones, el encarcelamiento de periodistas, como el caso de Rubén Zamora, director de El Periódico, la persecución contra jueces, fiscales, y procuradores de derechos humanos decididos a cumplir su papel legal, muchos forzados al exilio.
Y ese poder es manejado desde las sombras por una logia feudal unida por lo que se conoce como “el pacto de corruptos”, y tras la que se ocultan viejos oligarcas de horca y cuchillo, capos del crimen organizado, militares en retiro participes de represión en décadas anteriores.
Para que Arévalo no pueda asumir la presidencia han intentado toda suerte de artimañas escandalosamente burdas, usando como instrumentos a los fiscales Consuelo Porras y Rafael Curruchiche, y al juez penal Fredy Orellana, sancionados por el Gobierno de Estados Unidos. Sus acciones han ido dirigidas a anular la personería jurídica del partido Semilla, que llevó como candidato presidencial a Arévalo; a anular los resultados electorales, mandando secuestrar urnas e intervenir al poder electoral, mientras la Corte Constitucional y la Corte Suprema de Justicia vacilan frente a estas maniobras o se prestan a ellas, una colusión de la que también es parte la cúpula del Congreso Nacional.
En estas condiciones, las posibilidades del presidente electo de prestar juramento serían nulas si no fuera porque la otra Guatemala, sometida y olvidada, ha venido en rescate de la democracia: los pueblos indígenas de ascendencia maya, quichés y cachiqueles, que representan el 60% de la población, víctimas seculares de la opresión y la discriminación, y de campañas de exterminio como la que llevó adelante en la década de los ochenta el general Ríos Montt, cuando aldeas enteras fueron borradas del mapa con todos sus habitantes, enterrados en fosas comunes.
Los 48 cantones y las autoridades ancestrales de los pueblos originarios y sus 22 representantes, constituidos en Asamblea de Autoridades de los Pueblos en Resistencia para la Defensa de la Democracia, con sus principales a la cabeza, alcaldes de vara, consejos de ancianos y alguaciles, han bajado desde sus comunidades lejanas a la ciudad de Guatemala, han trancado las carreteras, han tomado las calles de manera pacífica y han organizado plantones frente a la Fiscalía y los tribunales exigiendo que se respete la Constitución del país; y han logrado sumar en su protesta a estudiantes, sindicatos, comerciantes de los mercados, y amplios sectores de la clase media.
Las autoridades ancestrales cuidan tradicionalmente de la paz y el bienestar de sus comunidades, del buen uso de las tierras comunales, protegen los bosques y las fuentes de agua, y se ocupan de la limpieza y ornato de calles y cementerios; pero en años recientes han sido protagonistas de campañas de resistencia ante leyes que atentan contra el medioambiente, o que pretenden eximir a los militares responsables de genocidio. Y ahora se han levantado en defensa de la democracia, reclamando que se reconozca el triunfo del presidente electo, y que se destituya a los funcionarios judiciales que se prestan al juego del “pacto de los corruptos”.
“Hordas de indios salvajes que han bajado a tomarse la capital”, dicen los voceros de las organizaciones de extrema derecha, parte del “pacto de corruptos”. El alcalde de la comunidad Juchanep, quien representa a los 48 cantones indígenas, empuña la vara de mando que representa su autoridad, y no vacila en responder: “Nosotros estamos aquí por una obligación moral, no representamos poder, representamos autoridad… y no permitiremos que Guatemala caiga en un Gobierno de facto, en una imposición”.
Si el 14 de enero el presidente electo Bernardo Arévalo logra asumir el poder que el pueblo le otorgó en las urnas, como debemos confiar que así sea, será porque la otra Guatemala, la de los cantones indígenas, ha resistido, sin poder, pero con autoridad. Sergio Ramírez es escritor y premio Cervantes.












De los rebaños de autómatas

 






Rebaño de autómatas
VÍCTOR LAPUENTE
05 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

No tengo control sobre lo que escribo. Cada una de las palabras que tecleo ha sido implantada en mi cerebro unos instantes antes de que mi consciencia tome el mando (si es que manda sobre algo). Las frases que vuelco en estas columnas de opinión ―ya sea para criticar al Gobierno o a la oposición― son fruto del azar, de una mezcla de factores que está fuera de mi elección: mi predisposición genética hacia la justicia social o la responsabilidad individual, lo que estresó a mi madre durante el embarazo y afectó a mi desarrollo fetal, las experiencias en los críticos primeros años de vida y todos los fortunios e infortunios posteriores.
No me alabéis si os gusta esta columna ni me ataquéis si no, porque sólo he escrito lo que estoy destinado a escribir. Es la teoría del determinismo, que ha sido revitalizada tras el último libro de neurocientífico Robert Sapolsky. Al contrario de lo que nos han dicho los filósofos durante siglos, desde el punto de vista biológico, el libre albedrío es un espejismo.
No lo tengo claro, pero reconozco que la política española ofrece una prueba irrefutable de determinismo: todo lo que dicen nuestros representantes es predecible. Obedece siempre, e indefectiblemente, al interés del partido. Podrían, de vez en cuando, defender a las instituciones de todos, pero eso es imposible. El PP lleva años sembrando dudas sobre la legitimidad del Gobierno y la situación de la democracia española. Y el Ejecutivo critica que entidades privadas (que en cualquier país son contrapesos esenciales al poder) cuestionen decisiones del Gobierno ayudadas por los tribunales. Ni unos ni otros se salen del guion. Cualquier evento es munición contra el rival.
Es difícil escapar de esta política de trincheras, sobre todo cuando tantas neuronas y hormonas han sido movilizadas por cado bando. Pero incluso en un mundo determinista el cambio es posible. Y la solución puede ser algo tan sencillo como dudar de nuestro propio juicio. Yo no puedo engañar a la máquina del azar que imprime mis opiniones en la corteza cerebral, pero tampoco quiero dejarme engañar por ella. Por eso, deberíamos escribir y reescribir cada frase, diciéndole a la máquina: nunca estaré seguro de qué es lo correcto, pero, al menos, dame varias versiones de la verdad. La política exige coherencia, pero no puede estar en mano de un rebaño de autómatas. VictorLapuente es politólogo.












De la extrema derecha

 






Para ganar a la extrema derecha
DANIEL INNERARITY
05 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

La extrema derecha está entendiendo mejor que los demás que la política es una cuestión de psicología y no tanto de sociología. Este tipo de fenómenos tiene fundamentalmente una explicación psicopolítica. Hay que entrar en la psicología de los descontentos, que es la verdadera caja negra de la vida política. Deberíamos ser capaces de descifrar el malestar para paliarlo si tiene motivos, criticarlo cuando carece de razones y desmontar las soluciones fraudulentas que se ofrecen.
La extrema derecha reformula las angustias individuales (la perplejidad, el miedo, la precariedad, la inseguridad) con un discurso en el que advierte de la desaparición de colectivos reconfortantes (los hombres, la nación, el idioma común) y para tranquilizar a los asustados no parece haber nada mejor que una bandera que simbolice el orden y la estabilidad, que disipe la amenaza de la desaparición. El sujeto es aliviado al incluirse en un nosotros, aunque no perciba la exclusión sobre la que en muchas ocasiones se funda ese nosotros, el rechazo del otro (interior, diverso, migrante). El lema “España se rompe” se inscribe en este contexto, que va más allá de la mera territorialidad y conecta con esa inestabilidad emocional. Y si hacen referencia a la igualdad (como ahora, de los españoles, entendida como igualdad entre sus comunidades autónomas, no de las personas) no es para incluir las diferencias, sino para neutralizarlas y frenar cualquier posible ampliación del pluralismo.
Si queremos comprender a la extrema derecha hay que reconocerle una coherencia ideológica mayor de lo que solemos suponer. Esta lógica podría sintetizarse diciendo que ha conseguido traducir sufrimientos que tienen un origen económico y social en la gramática de la inseguridad cultural y nacional. Buena parte de nuestras dificultades a la hora de entender a la extrema derecha procede de que no sabemos cómo interpretar su apelación a valores que no le son propios. Tal vez sea una manifestación del prestigio de la democracia el hecho de que hasta sus mayores enemigos lo hacen todo en su nombre. La extrema derecha ya no apela al caudillismo de antaño, sino al pueblo soberano y argumenta en clave democrática. Otra cosa es el juicio que nos merezca su comportamiento de hecho en relación con los valores democráticos. Algo semejante ha pasado con la idea de libertad. Durante los últimos años, y especialmente en medio de la pandemia, una parte de la derecha apelaba a la libertad para cuestionar medidas gubernamentales que limitaban su ejercicio para proteger la salud pública. Lo que ahora estamos viendo es que apelan al valor de la igualdad que no quieren ver monopolizado por la izquierda. Evidentemente, esta versión de la igualdad merece ser analizada críticamente.
Como han puesto de manifiesto Julia Cagé y Thomas Piketty, las inseguridades sociales han sido determinantes en un voto que está motivado por ciertas exigencias igualitarias. Con frecuencia, muchos líderes de la extrema derecha focalizan su crítica a los gobiernos en la explosión de las desigualdades o el deterioro de los servicios públicos (especialmente, en ciertos barrios de la periferia y en las zonas rurales). La extrema derecha se ha apropiado de referencias que eran propias de otras posiciones ideológicas, incluso de algunas de la izquierda; ha introducido su léxico en el debate público, poniendo “temas de izquierda” a su servicio o convirtiendo la crítica al capitalismo en “iliberalismo”.
¿De qué tipo de operación se trata y qué razones podrían explicarla? Del mismo modo que, como demostró Wilhelm Reich, los fascismos históricos no pudieron surgir más que aprovechando las fuerzas y deseos revolucionarios movilizados entonces en nombre de la lucha de clases, cabría preguntarse si las actuales extremas derechas no hacen lo mismo con los afectos “progresistas” actuales. De hecho, estas extremas derechas de ahora no apelan a la raza o al liderazgo fuerte, sino, por ejemplo, a la defensa, contra las normas dominantes, del hombre ordinario que se habría convertido en la nueva minoría.
Que pretenda captar a un electorado que era de izquierdas no significa que no se sitúe claramente a la derecha y no se aparta nada de sus valores característicos (orden, mérito, unidad nacional, reducción de impuestos). Marine Le Pen propone la jubilación a los 60 años, el aumento del salario mínimo, pero no vota nunca en favor de las leyes que irían en el sentido de este programa social. Por lo general, apenas hablan de lo que van a hacer y se limitan a explotar los temas que generan inquietud en el electorado, como la inmigración o la inflación. Se presentan como una derecha abierta también a los decepcionados de la izquierda, pero su centro de gravedad es un capitalismo nacional proteccionista. No tienen como objetivo promover la democracia social, sino rechazar un liberalismo definido fundamentalmente por su dimensión cultural y política. En España, Vox no critica la “paguita” porque sea escasa; se trata de arrojar sobre ella la sospecha de que alguien se está beneficiando de las mismas condiciones que nosotros, sin ser propiamente de los “nuestros”. La desigualdad del patrimonio, en cambio, no es puesta en cuestión porque la herencia no amenaza nuestra identidad. La cuestión social se transforma, con mayor o menor sutileza, en xenofobia.
La coherencia de la extrema derecha consiste en el patrón nacional que formatea todas sus demandas. En relación con el feminismo, por ejemplo, Marine Le Pen se define como feminista en nombre de la identidad francesa supuestamente amenazada por la inmigración musulmana. Este feminismo identitario no defiende la igualdad y la extensión de derechos, sino a “las mujeres francesas”. Igualmente, la laicidad no se defiende en nombre de la protección de las minorías o de la separación entre la Iglesia y el Estado, sino porque forma parte del patrimonio y la herencia del “universalismo” francés. La laicidad consiste simplemente en no aceptar la presencia de otras religiones distintas de la propia y en rechazar los signos de otra cultura en el espacio público. Cuando hablan de laicidad o de raíces cristianas de Europa no están defendiendo algo universalizable, sino rechazando lo foráneo. No les interesa la neutralidad del Estado (en Francia) o la religión en sí misma (en España o Italia), sino lo que consideran una característica de la propia nación que amenaza con desdibujarse por la llegada de los de fuera. Tanto cuando defienden la laicidad como cuando reivindican la religión lo hacen en lo que tienen de propiedades “nacionales”.
La lógica de este discurso es total; es la coherencia de lo monotemático. La sumisión de las mujeres les preocupa solo en la medida en que se trata de la sumisión a otras culturas y les sirve para, por contraste, dar a entender que en la nuestra no existe tal cosa; la promoción de derechos les irrita especialmente porque está promovida por instituciones foráneas, como la ONU o la Unión Europea; si hay que proteger a los trabajadores es porque son nacionales y frente a los migrantes; si están a favor de la ecología es por su valor patrimonial y paisajístico, es decir, introducen en el marco nacional un asunto que nos cosmopolitiza.
No ganaremos a la extrema derecha mientras no nos hagamos cargo de cómo piensan, más allá de los lugares comunes que podamos tener contra ellos, y solo entonces acertaremos con la estrategia más apropiada. Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política. 












De la Transición española





La Transición: con memoria y sin olvidos
TERESA EULÀLIA CALZADA
05 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

A la memoria de Jordi Solé Tura
La Transición no fue perfecta. Fue imperfecta. Probablemente hacer tabla rasa del pasado y construir una sociedad justa sin discriminaciones ni desigualdades hubiera sido mejor. Pero la realidad era otra: había que romper con un pasado negro que aún era presente. El franquismo no había fracasado
Durante la dictadura hubo que pelear palmo a palmo los nuevos espacios de libertad y democracia. Tras la muerte de Franco, hubo que construir un nuevo marco jurídico-político, que permitiera vivir a nuestra generación y a las posteriores en libertad y democracia. Contrario a un sistema que aún ejercía su poder con impunidad y gran capacidad de sobrevivir sin demasiados cambios. No era tarea fácil.
El texto constitucional expresa esta voluntad de cambio recogiendo propuestas e intereses, en muchos casos divergentes, de actores políticos procedentes de campos opuestos y con objetivos que parecían irreconciliables; donde cada uno defendía su proyecto de futuro y, además, debía negociarlo con los otros.
También jugaron un papel en el debate otros sectores con intereses propios: un movimiento obrero movilizado y politizado como respuesta a la represión; organizaciones con demandas sociales ineludibles; un movimiento universitario potente ; grupos religiosos de base exigiendo mayor justicia; sectores profesionales con nuevas demandas y grupos económicos interesados en ejercer otro protagonismo. Hubo un alto nivel de conflictividad. Frente a estas fuerzas dinamizadoras continuaban actuando los aparatos del franquismo, tratando de impedir los movimientos ajenos a su control.
Los resultados electorales del 15 de junio de 1977, la responsabilidad de los partidos y una buena predisposición europea para el cambio fueron claves para iniciar el periodo constituyente. La elaboración de la Constitución fue un proceso complicado en el que todos esos elementos, impredecibles, entraron en juego; avances y retrocesos dependían de la correlación de fuerzas de cada momento. Así, la Transición no fue previamente diseñada por ninguna fuerza oculta. Su resultado final tampoco estaba escrito. Pudo haber sido un fracaso
Otro signo de periodo fue la presencia constante de nuestra historia. No se debía olvidar a las miles de personas que desde el inicio de la dictadura sufrieron la represión franquista en la lucha por la democracia: las fuerzas de izquierda eran las más interesadas en la recuperación de las libertades para todos. Gracias a esta memoria histórica, fueron capaces de contribuir a la elaboración de una Constitución, seguramente imperfecta, pero necesaria para acabar con el franquismo e inaugurar la democracia.
Los debates constitucionales (ponencia, comisión y plenario) reflejan bien la complejidad de la situación. Hubo momentos de gran tensión. De renuncias. Y de generosidad. Basta repasar algunos apartados: sobre la enseñanza, el carácter confesional y la forma del Estado. O el intenso debate sobre el nuevo modelo territorial cuyo acuerdo fue un hito que rompió con el carácter profundamente centralista del Estado.
La Transición fue el resultado de un pacto. No satisfizo en todo a todos, comenzando por los que estaban en primera línea en la toma de decisiones. Pero hubo un gran consenso político y social sobre su conveniencia. Un convencimiento colectivo, no un acto de fe. Declaraciones y ensayos aparecidos en los primeros 20 años de aprobada la Constitución mostraban orgullo por el resultado, pero al mismo tiempo señalaban las limitaciones, la complejidad y las dificultades surgidas en el periodo inicial de la Transición
La interpretación de ese tiempo como una gran panacea por la que todo fue maravilloso llegó más tarde. Y fue intencionada. Para algunos se trataba de revisar el periodo constitucional y presentarlo como una concesión generosa de los sectores aperturistas del franquismo y como un acuerdo entre amigos en un mundo feliz. Con este discurso se quiso, y se quiere, mostrarla como una continuidad del régimen, hacer olvidar la lucha política de la oposición democrática y reducir al máximo sus aportaciones.
Desde el otro extremo político se ha reforzado este planteamiento erróneo, conservador y retrógrado fijándose especialmente en las carencias, y sin analizar los condicionantes del momento. Lo que olvida un elemento imprescindible: que las izquierdas tenían memoria histórica y rechazaban los errores del pasado cuando, en situaciones similares, cualquier intento de romper con el carácter reaccionario y antidemocrático del sistema político había fracasado.
Las generaciones actuales tienen hoy en sus manos desterrar la leyenda de que en España era imposible un marco constitucional duradero. Durante estos 45 años lo hemos conseguido. Confiemos en que así continuará. Teniendo presente que fue resultado de una obra colectiva, nadie puede apropiárselo de forma exclusiva. Sería un error nefasto, contrario a su espíritu y a su mandato. La conmemoración de los 45 años de la Constitución es una buena ocasión para recuperar las valoraciones positivas de una amplia mayoría de la población reflejadas en la votación del referéndum constitucional de 1978. Para celebrar sus grandes aciertos y no olvidar los errores, a fin de no repetirlos. Es una norma abierta a muchas posibilidades. Hay que saber aprovecharlas. Teresa Eulàlia Calzada es profesora de la UAB.








De la comprensión del pasado

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes. Mi propuesta de lectura para hoy, de los historiadores J.M. Fradera y J.M. Portillo, va de la comprensión del pasado. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com











Comprender el pasado para comprometer el futuro
JOSEP MARIA FRADERA y JOSÉ MARÍA PORTILLO VALDES
29 NOV 2023 - El País - harendt.blogspot.com

1714, una fecha que parece hoy una referencia lejana. Sin embargo, ha sido repetidamente mencionada en los debates últimos en Cataluña para proyectarse heroica en el reciente debate de investidura de Pedro Sánchez. Los nacionalistas vascos sitúan su 1714 en 1839 para reivindicar el restablecimiento de una “nación foral”. Lo sorprendente del caso es que, siendo tanta la insistencia de la cita de estos dos momentos, nadie parece interesado en una reconsideración de tan remotas justificaciones para defender posiciones políticas actuales.
La explicación es bien sencilla. La tensión nacionalista de la última década se sustentó en buena medida en un relato que situaba su origen remoto en el mito de una guerra entre derechos históricos y despotismo monárquico. Lo ocurrido en Cataluña a comienzos del siglo XVIII o el resultado de la guerra carlista en el País Vasco son leídos por el nacionalismo como el final de una Monarquía compuesta y el avance inexorable de un Estado centralista. Sin necesidad de mayores precisiones, acontecimientos tan remotos y, en principio, tan ajenos a la mayoría de la población, sirven para cubrir con una pátina de verdad antigua (y, por ello, se supone que incontestable) reivindicaciones que tienen que ver con la política de hoy. El resultado de ello está a la vista. Los llamados nacionalismos periféricos repiten incansables esa canción, que ha sonado con más estridencia en Cataluña y con mayor “contención foral” en el País Vasco, pero el problema, al final, es el de España: el incómodo marco donde se reproduce una y otra vez la querella de las identidades y las periódicas crisis políticas que la han tallado. Las tradiciones inventadas siempre son, en definitiva, una mezcla de hechos que son innegables solo en un marco interpretativo nacionalista para creyentes.
Conviene por tanto alejarse de una interpretación basada en constataciones tan manidas. España como marco de conjunto no fue siempre desafiada por nostalgias del pasado, sino que la realidad es siempre más compleja. Por una parte, la construcción del Estado moderno desde el siglo XVIII no puede entenderse como un proceso ininterrumpido. Más bien al contrario, terminó en una crisis de grandes proporciones con la quiebra del imperio español y la invasión napoleónica, una crisis de la que nacen tanto las repúblicas americanas como la España liberal de la Constitución de Cádiz. Por otro lado, dos procesos en paralelo dieron forma a la España contemporánea: la afirmación del liberalismo a partir de aquel momento (de manera definitiva desde 1837) y el tránsito de una economía regionalizada y muy vinculada al mercado americano a otra asentada sobre el mercado interno. Lo fundamental aquí es que vascos y catalanes, así como castellanos, andaluces y todos los demás no fueron sujetos pacientes, sino protagonistas efectivos tanto del pacto político como del estructural, con las contradicciones que uno puede esperar en ambos planos. Por ejemplo, frente a los deseos de una mayor vinculación con Inglaterra y Francia de andaluces y vascos, los catalanes fueron unos decididos defensores del mercado “nacional”, que así lo denominaron siempre, y de la preservación de las muy ricas posesiones antillanas (esclavitud incluida).
Fue con encajes de este estilo como se conformó el Estado nación del siglo XIX. Si Antoni de Capmany, liberal historicista y un perfecto conocedor del mundo anterior a la guerra de Sucesión, fue uno de los grandes personajes del Cádiz de 1812, los catalanes y vascos del ochocientos formaron parte de manera regular de los partidos liberales, moderados y progresistas. También lo fueron de aquellos que se mantuvieron fuera del sistema, como los carlistas y ultracatólicos o de los que lo desafiaron, como los republicanos, demócratas o socialistas. No ha de extrañar así que Jaume Balmes, un eclesiástico catalán, fuera el más sólido teórico de un pacto que diese solidez a una España capaz de resistir el peso hegemónico de la influencia francesa en Europa.
Es cierto que las limitaciones representativas del parlamentarismo y las insuficiencias económicas y fiscales del siglo XIX contribuyeron al florecimiento de regionalismos fuertes que, en algunos casos, pocos, derivaron en nacionalismos. Conviene no perder de vista, sin embargo, que todo ello debe observarse en un mundo español cada vez más integrado por razones económicas, por el desarrollo de las comunicaciones o la repatriación de recursos y de capital humano procedente de las colonias americanas y de Filipinas tras la derrota frente a Estados Unidos en 1898, así como por las vinculaciones económicas de algunas regiones y sectores con las grandes economías europeas. Las masivas migraciones interiores, consecuencia de la misma modernización, contribuyeron desde finales del siglo XIX de manera notable a esa integración del espacio nacional.
Entendida como relación entre diferentes sociedades, la historia española es, por tanto, tan problemática como puede serlo la de los países vecinos, las de los países que participaron con costes elevadísimos en las dos guerras mundiales. Es crucial notar que las historias de las sociedades peninsulares no son procesos aislados (que eventualmente las enfrentan entre sí en disputas por la soberanía, la nación o la desigualdad de oportunidades propia del capitalismo en todas partes), sino comprensibles solamente en el marco del conjunto peninsular. Somos la historia de esa relación, de sus progresos y tragedias. Por supuesto, las que padecieron otras sociedades (indígenas americanos, filipinos, africanos esclavizados o rifeños) y también las que sufrimos nosotros mismos. La guerra fratricida de 1936 a 1939, la divisoria entre vencedores y perdedores, solo puede entenderse como cosa de todos, atañó a todos. Siendo el franquismo una feroz defensa de los privilegios establecidos y una brutal expresión del nacionalismo español incubado en paralelo a los nacionalismos llamados absurdamente periféricos, cooptó afines en todas partes. El precio más alto lo pagaron las lenguas y culturas de los otros, junto con las libertades y derechos de todos. El triunfo de la democracia, la amnistía de 1977 y la Constitución del año siguiente fueron para todos el mayor logro desde Cádiz, como ya lo había sido el antifranquismo que sembró el terreno.
Como dijo nuestro colega Pablo Fernández Albaladejo, esa es la “materia de España”, de ese pasado estamos hechos. No verlo así a estas alturas resulta cuando menos chocante. Hacernos echar la vista atrás, hasta 1714 o 1839, para hablarnos de enfrentamientos seculares mal resueltos es un ejercicio de desorientación que los historiadores no podemos aceptar. No por lo menos los que firman este texto con la evidente voluntad de participar en un debate público del máximo interés: cómo queremos que sea la España del siglo XXI y su Estado. Para ello creemos que nos sobran apologías históricas, también las del imperio o de las dinastías reinantes, y nos falta pensamiento historiográfico, necesariamente crítico. Es lo que los historiadores podemos y debemos ofrecer.








































[ARCHIVO DEL BLOG] La condena pendiente de ETA (y la hipocresía del nacionalismo vasco). [Publicada el 14/02/2018]












Este es un texto políticamente no correcto, escribe en El Mundo María Teresa Pagazaurtundúa Ruiz​ (1965), política, activista y escritora española, y diputada del Parlamento Europeo, donde es portavoz de Unión Progreso y Democracia, que se define a sí misma como una socialdemócrata defensora de la libertad, la justicia y la igualdad.
El 8 de febrero, comienza diciendo, tras el asesinato de Joxeba Pagazaurtundúa, podríamos haber maldecido y marchado para siempre, envueltos en el frío y la niebla. No nos fuimos entonces. El 10 de febrero, desde Andoain, nos dirigimos directamente a ciertos sectores de aquella Euskadi cruel del año 2003.
Malditos -dijimos- vosotros los asesinos. En segundo lugar, malditos los chivatos que aconsejaron la muerte, y con ellos los falsos patriotas que alimentaron la locura. Después iban los ciegos por permitir a los falsos patriotas y a los locos y a los asesinos un espacio repitiendo la existencia de un conflicto como si cupiera un lugar intermedio entre el verdugo y la víctima. Todo lo que escribo es literal, tal y como lo pronunciamos en aquella tarde oscura de invierno en Andoain.
Nos equivocamos al pensar que eran ciegas tantas personas influyentes fuera del entorno político de ETA que, admitían la palabra fetiche conflicto y la estrategia de equidistancia, que conllevaba el chantaje moral y político hacia los perseguidos por el terrorismo nacionalista vasco. Por si no lo recuerdan ya el conflicto era la palabra que cimentaba la justificación antidemocrática última de los asesinos y de todo su sistema de persecución política y de control social. Nos equivocamos al calificar de ciegos a los que, de alguna manera, admitían el mantra del conflicto pensando que era efecto del miedo, de los prejuicios compartidos en la familia política nacionalista vasca, o de la propaganda y pereza ideológicas. Nuestra ingenuidad derivaba seguramente de que vivíamos en la trinchera de los perseguidos y resistentes.
Quince años más tarde no nos quedan dudas de que los gobernantes nacionalistas que hacían seguidismo del marco narrativo del conflicto entre Euskadi y España, y cosas parecidas, no estaban ciegos en absoluto. Seguían una estrategia de fondo, para poner tiempo después, en ese espacio intermedio, la palabra sufrimiento compartido, retirar a los muertos y establecer por ley el edén vasco. Es una indecencia de fondo, pero con la correlación política suficiente y todos los recursos públicos a favor, no hay alma buena en Euskadi y Navarra que no utilice la nueva palabra mágica.
Al hilo de la nueva palabra de moda, este año hemos detectado mucho interés en preguntarnos por los aspectos humanos de la familia, especialmente, sobre su viuda e hijos, como buscando esa descripción del sufrimiento, de la ausencia, y ya, en la medida de lo posible, algún mensaje hermoso, catártico, de superación personal. Justamente para endulzar comunitariamente la nueva mirada del presente sobre el sucio pasado.
Pues bien, debemos indicar, sin embargo, que no hay nada más político en Euskadi y Navarra que despolitizar a las víctimas del terrorismo nacionalista vasco de ETA. La política debe realizarse mirando hacia el futuro. Sin duda es así. Pero también lo es que las sociedades deben enfrentarse a sus heridas para sanarlas de forma que les ayude a regenerarse. El caso vasco puede otorgar lecciones sobre las formas en las que se crean y expanden fenómenos tóxicos en las sociedades, fenómenos de dominio, de radicalización violenta, de distorsión cognitiva colectiva, de deslegitimación del Estado de derecho.
También de los procesos de respuesta democrática desde la propia comunidad: porque también podemos resaltar la no venganza de las víctimas de ETA, su esfuerzo por visibilizar su dignidad completa y el mérito de los ciudadanos e intelectuales que, contracorriente -pagando caro por ello-, dieron la cara en contra del terrorismo y en favor del Estado de derecho.
Existe un gran esfuerzo desde los poderes públicos vascos por privatizar el significado político de las víctimas del terrorismo nacionalista vasco de ETA. Eludir la mirada al pasado incómodo y la exigencia de responsabilidades sociales y políticas no ayuda. Creemos que los acosadores y asesinos, y su entorno político, deben reconocer que nos persiguieron para cambiar a toda la sociedad vasca y convertirla obligatoriamente en nacionalista vasca. Reconocer esta fundamental cuestión no supone una humillación, sino una oportunidad de regeneración para ellos.
En otro caso, si a Joxeba le quitamos sus palabras y su crítica -lúcida y desgarrada- al poder político vasco... Si borramos el ecosistema de acoso, persecución, miedo y proselitismo en cada rincón del País Vasco y Navarra... Si dejamos de llamar a los terroristas nacionalistas vascos por no molestar en los nuevos tiempos... Si nos hacemos los despistados con las décadas de propaganda intensiva de los políticos de los partidos de ETA como inductores de la captación de miles de niños para el terror... entonces Joxeba Pagazaurtundúa y su vida como ciudadano comprometido con la libertad de pensamiento político, con la ley, con la democracia constitucional española se desvanece y se convierte en una víctima vacía, irreal, fantasmagórica. En este momento de la política pública vasca y navarra, podemos considerar políticamente no correcto algo tan simple como que los poderes públicos dejen de utilizar el sufrimiento -mayoritariamente el nuestro- como pretexto para que ETA y sus siglas políticas se escaqueen de asumir su responsabilidad social, histórica y política. Y gracias a esta operación eludir desde el nacionalismo gobernante la mirada sobre sus ambivalencias y dureza con los perseguidos.
Quince años después de los días terribles que siguieron al asesinato de Joxeba, exigimos algo simple: la condena pendiente de Otegi y los suyos del terrorismo de ETA, de toda su historia, sin cesiones, ni maquillajes. Y exigimos que los Estados español y francés ejecuten la disolución de ETA, sin permitirles circos mediáticos. Lo exigimos porque no merecemos sufrir la humillación brutal de ver el teatro consentido. Eso que se llama la doble victimización, que hemos sufrido no dos, sino cientos de veces y de días. Lo exigimos porque es la oportunidad histórica de cerrar bien esta página terrible de nuestra historia y para poder enterrar bien a los muertos. Es lo mínimo que la decencia exige. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt