domingo, 12 de noviembre de 2023

De lo vulgar y lo pijo

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura para hoy, del filósofo José Luis Pardo, va de lo vulgar y lo pijo. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com









Lo vulgar y lo pijo
JOSÉ LUIS PARDO
06 NOV 2023 - El País - harendt.blogspot.com

La distinción entre el vulgo y los doctos hizo furor en la Edad Moderna para diferenciar entre las mentes preclaras, que disponían de un órgano de conocimiento privilegiado que le estaba negado al pueblo lego en matemáticas, que por ello necesitaba estampitas y parábolas para elevar su espíritu, al ser incapaz de demostrar geométricamente la existencia de dios y la inmortalidad del alma. Pero se tuvo la impresión de que la llegada de la Ilustración, aunque no puso fin a las desigualdades educativas de facto, sí al menos había terminado de iure con esa monserga, mostrando que basta con encender las luces del siglo para que se disuelva la validez de los sofismas escolásticos y con promover la justicia social para que el conocimiento esté al alcance de todos los mortales.
Ello no obstante, la distinción resurgió en el siglo XX, en un contexto nuevamente escolástico. En la Escuela (de Frankfurt) se enseñaba a discernir entre dos clases de marxistas: unos, los que Perry Anderson llamaría “orientales” —dirigentes políticos como Stalin, Castro, Ho Chi Minh o Mao, muy voluntariosos pero escasos de teoría—, fueron calificados como “marxistas vulgares”; los otros (los marxistas “occidentales”), en una saga de brillantes pensadores que comienza con Benjamin, Adorno y Horkheimer, pasa por Althusser y llega hasta nuestros días con intelectuales como Moishe Postone o Michael Heinrich, se caracterizan por una sólida formación académica y un refinadísimo equipaje cultural que les permite una comprensión más sofisticada de El Capital. Estos últimos acusan a los primeros de ser los responsables de haber reducido la doctrina de Marx a una serie de dogmas fácilmente digeribles por las masas iletradas y convertibles en consignas revolucionarias, que habrían desembocado en las atrocidades de los bárbaros estados comunistas soviéticos y similares, algo que se habría evitado de haberse llevado a la práctica la teoría marxista auténtica; los “vulgares”, por su parte, se defienden reprochando a sus refinados colegas su incapacidad para engendrar una praxis revolucionaria y, si quienes hundieron sus botas en el barro de la historia, como Lukács, hubieran tenido a mano el término, habrían etiquetado a los escolarcas como “marxistas pijos”.
Sin embargo, como siempre que se distingue entre lo vulgar y lo auténtico, es una pérdida de tiempo intentar buscar tras esas diferenciaciones importantes cuestiones de contenido: nadie ha logrado hasta hoy determinar cuál es la lectura vulgar y cuál la recta y completa de El Capital, a pesar de los numerosísimos seminarios emprendidos durante el siglo XX y de las versiones en comic, y ello no por la insondable complejidad y longitud del texto, que ni siquiera Althusser fue capaz de terminar, sino porque los vulgares, por definición, son siempre los demás. Cuando son los hombres de armas quienes hacen estas distinciones entre lo auténtico y lo vulgar, asumen un coste. Así, por ejemplo, cuando Manuel Hedilla se puso al frente de la “Falange auténtica”, Franco, que era un falangista vulgar, lo encarceló; o cuando Trotski, alma del Ejército Rojo, se convirtió en un marxista tan pijo que incluso se entrevistaba con André Breton, Stalin (que era un comunista vulgar) lo mandó matar. Pero cuando se trata de intelectuales con nula o escasa militancia, estos distingos parecen no tener para ellos más coste que, como mucho, el del ridículo.
Con todo, es digno de nota que, en la propia Escuela de Frankfurt, la distinción de marras se amplió más allá de la escolástica marxista, alcanzando algunos éxitos que aún hoy continúan celebrándose. Al haber profetizado los doctos que el fascismo no era un movimiento regresivo ni arcaizante sino, por el contrario, la forma avanzada y pura del capitalismo, que en el siglo XX habría mostrado su verdadero y brutal rostro, y al haber sido Alemania e Italia derrotadas en la segunda guerra mundial, se vieron obligados a distinguir entre un “fascismo vulgar” (el de Hitler, persona totalmente carente de finesse, que fue derrotado) y el fascismo pijo y auténtico, que sería el de Roosevelt, el New Deal y la cultura de consumo de masas, cuya brutalidad es peor por su sutileza, y que salió victorioso. El argumento es tan inverosímil que, para otorgarle alguna consistencia, ya no bastaba el recurso a la manipulación ideológica de las masas incultas utilizado por los marxistas vulgares, pues ahora era obvio que aquellas masas deseaban esa sociedad del bienestar en la que sólo los doctos adivinaban la esencia más pura del totalitarismo. Así que los marxistas redimidos tuvieron que experimentar en sus propias carnes la humillación que habían infligido a sus camaradas “vulgares” cuando aparecieron, en 1968, otros teóricos revolucionarios incomparablemente más pijos que ellos, puesto que a los nombres de Marx y Lenin añadían los de Nietzsche, Freud, Lacan y Antonin Artaud, únicos capaces de detectar los mecanismos mediante los cuales el microfascismo obliga al deseo a desear su propia represión. Por supuesto, también esta elegantísima doctrina ha tenido que ser vulgarizada para llegar a las masas, convirtiéndose en el catecismo woke. Lo cual no ha impedido que de ella naciese una nueva forma de comunismo, un “comunismo pijo” (que en España ha llegado al Gobierno), contrapuesto al basto y vulgar estalinismo.
Pero la aportación específicamente española a esta escolástica ha sido la distinción entre el “franquismo vulgar” (el de Franco, hombre poco refinado) y el “franquismo pijo” o “auténtico”, representado por los protagonistas y defensores de la transición española que, según este original relato, no habría sido más que la consolidación y culminación de la dictadura. La patente del relato corresponde, además de al sector auténtico del PCE, a los nacionalismos vasco y catalán, cuya “memoria democrática” considera sus regiones como víctimas de una represión continuada desde la guerra civil, que para ellos no ha terminado. Aunque inverosímil, esta leyenda podría pasar por pintoresca, como algunas tradiciones locales, si no fuera porque, tras haber perdido el PSOE parte de su equilibrio constitucional en 2018 al coaligarse con el populismo y apoyarse parlamentariamente en el secesionismo, el resultado de las elecciones generales de 2023 le ha llevado a acordar con los narradores de esa fábula “el fin de la represión” contra las acciones punibles del independentismo y, por tanto, a tener por “represión” franquista las acciones del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo en defensa de la Constitución y, en definitiva, a convertir en mera apariencia la democracia española desde 1978 hasta nuestros días, abriéndose la puerta a algún tipo de amnistía (ese mecanismo que, según decía Carl Schmitt, se utiliza para poner fin a una guerra civil) para todas las víctimas del franquismo pijo, cuya legión aumenta a marchas forzadas. ¿Es posible que el relato inverosímil se haya convertido en la historia oficial del país para la mitad docta de los españoles?
En cualquier caso, a la otra mitad le parece increíble el experimento que se está llevando a cabo, y lo contempla perpleja como una broma pesada. Va a hacer falta abrir nuevos seminarios y distribuir muchas estampitas para educar a esta plebe ignorante en la doctrina auténtica.





































[ARCHIVO DEL BLOG] Sobre la corrección política. [Publicada el 13/01/2017]











Anthony M. Daniels (Londres, 1949) es un escritor, psiquiatra y médico de instituciones penitenciarias inglés que publica bajo el seudónimo de Theodore Dalrymple. Suele escribir sobre cultura, arte, política, enseñanza y medicina tanto en Gran Bretaña como en el resto del mundo, y debe gran parte de su fama a su oposición a las políticas progresistas y liberales en esos campos. Trabajó en Zimbabue y Tanzania, y más recientemente en una cárcel y un hospital público de Birmingham, en el centro de Inglaterra. Daniels suele argumentar que las ideas progresistas dominantes en los círculos intelectuales occidentales tienden a quitar importancia a la responsabilidad del individuo por sus propias acciones y a socavar los valores tradicionales, contribuyendo a la formación en los países ricos de una vasta clase marginal caracterizada por una violencia endémica, criminalidad, promiscuidad sexual, dependencia de los subsidios y abuso de las drogas. También afirma que el abandono por la clase media de sus ideales tradicionales de cultura y comportamiento ha producido con su ejemplo un barbarismo y una ignorancia irremisibles entre los miembros de la clase trabajadora. 
Desde 2005 vive en Francia, desde donde sigue escribiendo. Su último libro traducido al español es Sentimentalismo tóxico. Cómo el culto a la emoción pública está corroyendo nuestra sociedad (Madrid, Alianza, 2016). Revista de Libros acaba de publicar un artículo suyo en su número de este mes de enero titulado La corrección política y el triunfo de Donald Trump, que por su indudable interés reproduzco a continuación. Dalrymple es un provocador nato, sin duda; elegante y culto, pero provocador. Estoy seguro de que les resultará más que interesante aunque no lo compartan y que les ayudará a poner en duda sus propias convicciones. Algo que nunca está de más ni tiene por qué resultar negativo. Les dejo con Theodore Dalrymple.
¿Por qué no lograron las encuestas de opinión predecir fielmente los resultados de los referendos sobre la independencia escocesa y el Brexit y, más recientemente, el resultado de las elecciones estadounidenses que convirtieron a Donald J. Trump en el próximo presidente de Estados Unidos?, se pregunta Daniels. El error metodológico y humano, dice, es siempre posible, por supuesto, pero también cabe contemplar que la corrección política cumpliera su papel. Los encuestados se mostraban reacios a revelar sus verdaderas ideas o intenciones a los encuestadores, pues pensaban que luego les mirarían por encima del hombro por ser poco cultos, burdos, bárbaros, estar llenos de prejuicios y ser, en general, deplorables, por utilizar el término empleado por Hillary Clinton para definir a muchos de los votantes de su adversario.
Merece la pena recordar con cierto detalle, añade, el discurso en que Clinton introdujo el término deplorables, y por qué podría haber contribuido a la victoria de Donald Trump. Esto es lo que dijo: "Ya sabéis, dicho sea en términos generales, que la mitad de los partidarios de Trump podrían ponerse en lo que yo llamo el cesto de los deplorables. [Su audiencia ríe y aplaude.] ¿A que sí? Los racistas, sexistas, homófobos, xenófobos, islamófobos, todo lo que se os ocurra. Y, desgraciadamente, hay personas así".
La población se halla aquí dividida, añade Dalrymple, entre quienes tienen opiniones decentes, correctas, demostrablemente esterilizadas, sobre la raza, el sexo, la identidad nacional y el multiculturalismo, despojadas de todos los agentes contaminantes no autorizados, por un lado, y quienes, al desviarse del punto de vista correcto, se sitúan ellos mismos fuera de los límites aceptables de la sociedad civilizada, por otro. La mayoría de los intelectuales consideran ahora, además, que la opinión «correcta» son nueve décimas partes de virtud, por lo que cualquier persona que abrace las opiniones «erróneas» no está simplemente equivocada, sino que es moralmente mala: peor que, por ejemplo, un ladrón, un delincuente o un borracho, y mucho peor que un mujeriego. Actualmente la virtud no es el ejercicio de una disciplina, sino la expresión de una opinión: lo cual tiene, por supuesto, el feliz efecto de liberar la verdadera conducta.
Palabras como racista, sexista, homófobo, xenófobo e islamófobo son maravillosamente elásticas desde el punto de vista del nuevo cesaropapista, que desea no sólo ejercer el poder temporal sino también afianzarlo, moldeando las mentes de las personas de tal modo que les resulte imposible cualquier oposición real. Epítetos como los referidos más arriba tienen ahora connotaciones morales irreductiblemente negativas, pero en cuanto a qué es lo que realmente denotan… bueno, denotan cualquier cosa que el poderoso, o el aspirante a poderoso, diga que denotan. Esto trae a la memoria el famoso pasaje de A través del espejo, de Lewis Carroll, en el que Humpty Dumpty le dice a Alicia: «¡Te has cubierto de gloria!»
«No sé qué es lo que quieres decir con “gloria”», dijo Alice.
Humpty Dumpty rió desdeñosamente. «Pues claro que no lo sabes... hasta que yo te lo diga. Lo que quería decir era «¡Ahí tienes un precioso y demoledor argumento!»
«Pero “gloria” no significa “un precioso y demoledor argumento”», objetó Alice.
«Cuando yo utilizo una palabra», dijo Humpty Dumpty en un tono de gran menosprecio, «significa justamente lo que yo quiero que signifique: ni más ni menos».
«La cuestión es», dijo Alice, «si tú puedes hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes»,
«La cuestión es», dijo Humpty Dumpty, «quién es el que manda: eso es todo».
En un mundo en el que las representaciones de la realidad son a menudo, o incluso habitualmente, más importantes que la realidad misma, sigue diciendo, el control de los significados de las palabras resulta tan importante como el control de los parlamentos, o anterior a este. Cuando la palabra austeridad puede utilizarse para describir unos esfuerzos no especialmente denodados por equiparar gastos e ingresos, está claro que ya se ha perdido una disputa política y económica: porque, ¿quién en una época hedonista, en la que el placer del consumo constituye el bien supremo, puede declararse favorable a la austeridad?
La definición de palabras como racista, continúa más adelante, es importante, porque a nadie, exceptuada una porción diminuta e insignificante de la población, le gusta que le llamen racista. Pero se trata de una acusación contra la que resulta cada vez más difícil defenderse. El racismo ya no significa la doctrina según la cual ciertos grupos de seres humanos físicamente identificables son biológica y moralmente inferiores y pueden, por tanto, ser tratados como tales. Es, más bien, la oposición a algún tipo de prescripción política, con frecuencia extraordinariamente burocrática y creadora de empleo, supuestamente con el propósito de contrarrestar el racismo, que es ahora más del corazón que de la verdadera conducta. El racista ya no es el integrante de una pandilla que se dedica al linchamiento o el defensor de la segregación en los autobuses, sino la persona que duda del acierto de la discriminación positiva porque no sólo conduce a un descenso de los estándares, sino que puede llegar a confundir a un negro que ha logrado abrirse camino y que no sabe si su éxito se debe a una suerte de condescendencia racial y no a su propio talento. Y se trata de una preocupación que ningún éxito ni logro pueden mitigar. Racista es también la persona que niega que las diferencias en el resultado alcanzado entre grupos humanos deben atribuirse entera y exclusivamente a una injusticia que es obligación del gobierno corregir y que asegura que esas diferencias en los resultados podrían haber surgido de otro modo.
Existe una lógica, o ilógica, similar en todas las demás acusaciones que Hillary Clinton vertió contra los partidarios de Donald Trump, sigue diciendo. Homofobia, por ejemplo, no es un deseo de perseguir activamente a los homosexuales declarando ilegal su comportamiento incluso en privado, o atacándoles o humillándoles dondequiera que se encuentren; es, entre otras cosas, cuestionar el acierto del matrimonio homosexual, o plantearle objeciones, como si tal cuestionamiento u objeciones no pudieran sustentarse en nada más racional que la animosidad y los prejuicios más primitivos. Así, a la persona que, por motivos intelectuales, se opone (aun en la privacidad de su propia mente) a que se reconozca el matrimonio entre dos hombres como algo idéntico al celebrado entre un hombre y una mujer, se la colocará en la misma categoría que al integrante de una pandilla que se dedica a ir por las calles en busca de homosexuales para atacarlos.
En este sentido, incluso querer examinar el asunto se convirtió en un signo de reacción virulenta o ultramontana, una suerte de tierraplanismo moral, añade. Negar el acierto, el buen sentido o la humanidad del matrimonio homosexual es como persistir en la idea de que la Tierra era plana. Aunque con esta diferencia: que mientras que esto último no es más que una simpática excentricidad, lo primero es una enormidad moral. A pocas personas les preocupa el asunto lo bastante como para arriesgarse a sufrir el oprobio moral que haría recaer sobre ellos la pública expresión de disentimiento de la nueva ortodoxia. La cuestión ha sido decidida por el equivalente de la guerra asimétrica entre, por un lado, un número reducido de defensores entusiastas y monomaníacos, para quienes el asunto revestía una importancia existencial, y, por otro, un gran número de escépticos y opositores, para quienes era y es únicamente una cuestión entre muchas otras, y no la más importante.
El silenciamiento de facto de aun el más suave escepticismo ejerce en las mentes el tipo de violencia que normalmente se asocia con las dictaduras totalitarias más que con las democracias liberales, señala. La negativa autoimpuesta a expresar ideas heterodoxas en una compañía «decente» o en público se convierte enseguida en autocensura de las propias ideas, porque a nadie le gusta tenerse por un cobarde; lo que busca, por tanto, es negar antes de nada que se haya producido ningún tipo de supresión.
«Sumergíos, pensamientos, dentro de mi alma», dijo Ricardo III, y eso es lo que muchos sienten que se le exige a su pensamiento, continúa diciendo. No deben preguntar cómo es que una idea que tan solo pocos años antes habría parecido absurda, ridícula, impensable incluso, se ha convertido en una ortodoxia incuestionable por parte de una persona que desee ser considerada ilustrada; no deben preguntar por qué aquellos que han trabajado sistemáticamente para debilitar el matrimonio como institución, defendiendo que es opresivo e inhibitorio de toda la belleza potencial de las relaciones humanas, lo exaltan ahora de repente de forma entusiasta; no deben preguntarse si este entusiasmo no es, de hecho, el medio con el cual debilitarlo aún más; no deben preguntar si cualquier persona prudente habría de echar por tierra la imagen que tiene de un acuerdo tan antiguo como el matrimonio sin siquiera una mirada retrospectiva; no deben preguntar qué será lo siguiente en la agenda de ingeniería social para acabar con los límites heredados, a pesar de que es perfectamente evidente que la caravana de reformas (como sucedió, de hecho, muy pronto) seguiría adelante. Tampoco deben darse cuenta de que eslóganes como igualdad ante el matrimonio o, en Francia, mariage pour tous, son, bien mentiras, bien pagarés para nuevas «reformas», como el matrimonio incestuoso o la poligamia y la poliandria, ya que, al fin y al cabo, también pueden ser acuerdos realizados entre adultos que consienten en algo (pueden encontrarse adultos que consentirán en casi cualquier cosa, y un ejemplo que viene al caso es el del hombre que quería comerse a alguien y que se emparejó, con éxito desde el punto de vista de la satisfacción del deseo mutuo, con otro que quería ser comido): porque, tras haber negado que el significado del matrimonio es lisa y llanamente la unión de un hombre y una mujer, no existe defensa alguna contra el posterior desplazamiento de los límites.
La persona que no quiera verse en el «cesto de los deplorables» de Hillary Clinton no debe preguntarse si un cesto es el lugar adecuado en el que, sólo mentalmente incluso, habría que poner a aquellas personas con las que se disiente; ni debe prepararse para poner a punto sus argumentos contra la legalización del matrimonio incestuoso (que no tardará en llegar seguramente). ¿Cómo, sin parecer deplorable, responderá al argumento de que las leyes actuales contra lo incestuoso son discriminatorias y frustran a dos o más personas (¿por qué no a más, puestos a ello?) que consienten en sus deseos? ¿Cómo, sin parecer discriminatorio, responderá al argumento de que una combinación de contracepción y pruebas prenatales puede eliminar los problemas de defectos genéticos en la descendencia de las uniones de este tipo, de tal modo que deje ya de haber ningún tipo de argumento práctico o utilitario en contra de ellas?, se pregunta.
Hay tantos temas sobre los que, a fin de evitar acabar en el cesto, hay que suprimir ahora todo pensamiento o, mejor aún, no pensar, que esta persona se siente oprimida, añade. Cuanto más importante es el tema, más tiene que ignorarlo. ¿Le preocupa que una llegada demasiado grande de personas empapadas de una cultura extraña cambie un modo de vida al que se siente apegado? Debe aprender a superar su apego: porque, históricamente considerado, el modo de vida al que se siente apegado es responsable de todos los males del mundo, pasados, presentes o futuros. (Esta es, seguramente, la imagen refleja de la mission civilisatrice, y resulta al menos halagadora para nuestro engreimiento.) Es nuestra obligación, por tanto, si no deseamos que nos clasifiquen como deplorables, alegrarnos de lo que lamentamos, obtener placer de nuestra propia pérdida, no ver en lo extraño más que lo amistoso, compatible y enriquecedor, y concebir en general el mundo sin más como un montón de restaurantes diferentes.
No debe siquiera pasársenos por la cabeza que quizá sea desaconsejable aceptar en nuestro seno a un número demasiado grande de personas cuya religión no favorece la indagación intelectual sin restricciones; que cuenta con una tradición ininterrumpida de castigar a los críticos, cuando no de eliminarlos; que no tiene concepción alguna de la igualdad ante la ley; y cuyo influjo en su forma más intransigente y evangelizadora parece ser hacerse más fuerte en la segunda generación, continúa diciendo. Nuestra autocensura debe producirse toda ella en nombre de una cualidad abstracta −la diversidad− que se da por supuesto que es buena incondicionalmente y sin reservas. ¿No debemos preguntar qué recibimos específicamente, además de restaurantes y de algunas personas de talento que pueden encontrarse en todos los grupos humanos, a cambio del peligro de plantean ahora una minoría de ellos, hay que admitir que muy pequeña? ¿Cuál es el beneficio que no pueda ser traído por otros grupos inmigrantes sin el peligro anejo? Dejar siquiera que estos pensamientos se te pasen por la cabeza durante un instante es padecer la deplorable condición de islamofobia: como si preguntarse si el islam fuera compatible con la libertad intelectual, especialmente en relación consigo mismo, fuera similar en su forma a un miedo irracional a las arañas o a estar encerrado en una habitación. Esta fobia, sin embargo, es tanto enfermedad como defecto moral (al contrario de la aracnofobia o de, por ejemplo, la adicción a las drogas, que es una pura enfermedad).
De modo que, si uno no quiere ser un deplorable, tiene que hacer, como dirían los psicoterapeutas, un gran trabajo psicológico, afirma más adelante. Hay que aprender a pensar lo que no se piensa; a que no te guste lo que te gusta. Para llegar a los niveles más altos de no deplorabilidad, debe hacerse todo esto sin reconocerlo o, mejor aún, sin saber que lo has hecho. El nivel más alto de todo se alcanza cuando puedes negar en público que existe siquiera un proceso semejante. Poco después de la elección de Donald Trump, ese periódico izquierdista británico que insiste en que deje de utilizarse la forma femenina de la palabra actor, actriz (una palabra que jamás comportó ninguna connotación peor que la forma masculina), publicó un largo artículo en el que se defendía que la corrección política no era más que una quimera inventada por… bueno, por racistas, sexistas, homófobos, xenófobos o islamófobos.
Tampoco debería ahora exagerarse, por supuesto, la fuerza o el efecto de la corrección política, continúa. El impulso que alienta tras ella es totalitario, sin ninguna duda, pero aún no vivimos en entidades políticas en las que pensamos que sea necesario cubrir los teléfonos de nuestras habitaciones con cojines porque están todos pinchados, o en las que tenemos miedo de que la policía venga a por nosotros por algo que hemos escrito en una carta. El compromiso con la libertad de expresión, sin embargo, está declinando, especialmente, lo que son las cosas, en las universidades. He hablado con académicos jóvenes en Gran Bretaña, en Holanda, en Australia, que no revelan sus verdaderas opiniones a sus colegas por miedo a que ello acabe afectando a su promoción. Esto no acaba de ser el terror; no es el Gulag; y algunos podrían decir que la culpa es de ellos, que son pusilánimes, y que si no están preparados para defender su libertad con motivo de su carrera, no pueden tenerla en una alta estima. Pero aun en el caso de que esto fuera cierto, y yo dudaría en tirar la primera piedra, no habríamos llegado al quid del asunto: es decir, que se ha creado una atmósfera intelectual en la que el disentimiento de ciertas opiniones recibidas resulta no sólo inoportuna, sino castigable, aunque sea sólo de manera informal.
La corrección política se ha insinuado en lugares tan insólitos como las revistas médicas, dice. Abro mi ejemplar del British Medical Journal (del 3 de diciembre de 2016) al azar, y mi mirada se detiene inmediatamente en esto: "¿Está Internet haciéndonos más estúpidos? El resultado de las elecciones presidenciales en Estados Unidos se analizará como un ejemplo cáustico mucho después de que estemos todos muertos, pero Internet debe cargar al menos con parte de la culpa".
Repárese, señala, en la suposición automática e irreflexiva de que la causa del resultado de las elecciones fue la estupidez de los votantes: porque si los votantes no hubieran sido estúpidos, ¿cómo podrían haber producido semejante resultado cuando la virtud se encontraba claramente al otro lado? Sólo la estupidez y la malicia pueden explicarlo, por tanto: pero si la mitad del electorado es estúpida o maliciosa, ¿qué es lo que pasa con el sufragio universal? Y si lo indudablemente bueno se conoce de antemano (si lo conocen los educados y los bienintencionados), ¿para qué molestarse, antes de nada, en convocar elecciones? Suprímanse estas ideas antes de que pasen a ser peligrosas.
No es tanto la opinión citada más arriba lo que me perturba, sigue diciendo, cuanto la certidumbre moral de que no encontrará ninguna resistencia, que es muy improbable que un punto de vista contrario o incluso simplemente diferente pueda encontrar cabida en las páginas del British Medical Journal. Lo mismo puede predicarse de otras revistas médicas. En el editorial de The Lancet sobre la elección de Donald Trump leemos: «El papel de la sociedad civil como una oposición legítima a lo que es ahora en la práctica un Estado de partido único es, por tanto, de una importancia trascendental». Esto no está muy lejos de una llamada a la desobediencia civil o, incluso, a la rebelión. Pero, ¿habríamos leído la misma frase, me pregunto, si Hillary Clinton hubiese ganado las elecciones y los demócratas se hubiesen hecho con el control de ambas cámaras? Y si la respuesta es no, ¿por qué no?
Donald Trump no es mejor, por supuesto, señala. Llegado el momento de aceptar de buen grado que otros puedan pensar de manera diferente a él, está muy lejos de resultar ejemplar; no dejó claro, por ejemplo, si aceptaría una derrota electoral pacíficamente, o si adoptaría otros medios para conseguir sus fines, declarando la victoria, por ejemplo, y organizando una marcha con final en Washington. «Ahora somos todos socialistas», dijo el político liberal británico, Sir William Harcourt, a finales del siglo XIX. «Ahora somos todos autoritarios» es el equivalente moderno.
Entre las clases educadas, comenta, la corrección política siembra el miedo al ostracismo social, a quedar relegados a un leprosario mental en el que se encierra a todos los deplorables para impedir que se propague su maligna enfermedad; pero enfurece a quienes ni la suscriben ni se benefician de ella, y a quienes sienten que la energía y el esfuerzo que se dedican a tratar de decidir qué baños públicos debería permitirse utilizar a los transexuales es un insulto a sus propios problemas, más acuciantes, pero desdeñados. En la corrección política hay una insufrible, agobiante, empalagosa pretensión de superioridad que sólo Charles Dickens podría haber satirizado con éxito. He aquí una frase de un artículo publicado en The Observer, un periódico dominical de una corrección política inquebrantable y de gran calidad en otro tiempo, con motivo del 225º aniversario de su publicación: "Por lo que hace a un artículo de The Observer, es parte de una larga, noble y benevolente tradición consistente en tratar un mundo complejo con compasión y dudas, y no con certidumbre y reproches".
Si hubiera un premio Nobel a la autocomplacencia, dice con ironía, esto tendría posibilidades (o, en cualquier caso, debería tenerlas) de ganarlo. Y aquí tenemos, continúa diciendo, por contraste, aunque es un contraste sólo hasta cierto punto, a Mr Podsnap en el penúltimo libro de Dickens, Nuestro común amigo: "Mr Podsnap tenía dinero, y Mr Podsnap tenía una alta opinión de sí mismo. Empezando con una buena herencia, había contraído matrimonio con una buena herencia […] y se sentía muy satisfecho. Nunca pudo comprender por qué todo el mundo no estaba del todo satisfecho, y tenía conciencia de que había sentado un brillante ejemplo social al sentirse especialmente satisfecho con la mayoría de las cosas y, por encima de todas las cosas, consigo mismo.
Felizmente consciente, pues, de su propio mérito e importancia, Mr. Podsnap resolvió que cualquier cosa que dejara atrás equivalía a hacerla desaparecer. Había algo de circunspectamente concluyente −por no añadir que grandiosamente conveniente− en este modo de librarse de cosas desagradables que habían hecho mucho a fin de situar a Mr Podsnap en su encumbrada posición dentro de la satisfacción de Mr Podsnap. «No quiero saber de ello; no elijo hablar de ello; ¡no lo admito!» Mr Podsnap había adquirido incluso un peculiar ademán de su mano derecha al liberar a menudo al mundo de sus problemas más difíciles barriéndolos tras él (y, en consecuencia, evitándolos) con esas palabras y el rostro enrojecido. Porque para él constituían una afrenta".
No resulta sorprendente que casi cualquier alternativa a Mr Podsnap, soportada durante muchos años, pareciera atractiva, especialmente para aquellos que han vivido ese ademán de su brazo que los condenaba a la no existencia o, en todo caso, a la no existencia para él. Cualquier puerto en medio de una tormenta; cualquier demagogo en medio de una amarga desilusión. La vulgaridad llega como un alivio para un falso refinamiento.
Desgraciadamente, señala, la oposición al error, incluso cuando es muy ostentoso, no es garantía de verdad, y el enemigo de mi enemigo no es necesariamente mi amigo. Ni tampoco es tan fácil escapar de las tentaciones de la corrección política como podría suponerse en un principio. Durante su campaña presidencial, Donald Trump afirmó rotundamente que un juez federal, Gonzalo P. Curiel, que presidía un juicio en el que se sustanciaba si la universidad epónima de Trump, la Trump University, había incurrido en estafa con el dinero de sus estudiantes, no podía ser ecuánime, debido a las opiniones que Trump había vertido sobre México y los mexicanos y a los orígenes mexicanos de ese juez.
Esta alegación arremetía contra la noción misma de que un hombre puede dejar a un lado su origen y sus prejuicios personales y decidir un caso por sí mismo y no con sus tripas, por así decirlo. La imposibilidad de la imparcialidad, de un alejamiento cognitivo consciente y deliberado de un entorno personal y racial es una de las principales máximas de la corrección política contemporánea y Donald Trump la ha utilizado sin escrúpulos cuando le ha convenido hacerlo así. Mostró que, a su zafia manera, puede representar el papel de víctima tan bien, o tan mal, como cualquier otro. La sociología ha entrado en nuestra alma, por así decirlo.
Hay otro aspecto, concluye diciendo, en el que la elección de Donald Trump podría reforzar realmente la corrección política en vez de destruirla. Sus adversarios políticos tendrán que analizar las razones para su derrota, y podrían llegar a la conclusión de que no ofrecieron lo suficiente a sus potenciales electores naturales, que es como decir lo suficiente por medio de sobornos y protecciones políticamente correctos como la discriminación positiva, la libertad de sentirse ofendidos por lo que dicen otros, etc. Y como en política el remolino del tiempo siempre acaba trayendo sus venganzas, y los derrotados de ayer son los vencedores de hoy, es posible que la corrección política vuelva otra vez con fuerza: porque el infierno no posee furia semejante a la de un humanitario desdeñado. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt














sábado, 11 de noviembre de 2023

De Habermas y la Filosofía

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado. Mi propuesta de lectura para hoy, del politólogo Fernando Vallespín va de Habermas y la Filosofía. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com











Jürgen Habermas: el gran pensador y su asalto a la cumbre de la filosofía
FERNANDO VALLESPÍN
05 NOV 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Habermas (Düsseldorf, Alemania, 1929) es de los pocos filósofos vivos que han tenido la capacidad de superar las modas intelectuales y hoy se mantiene tan presente en el espacio público como cuando apareció como joven teórico enragé en los movimientos estudiantiles de finales de los años sesenta. Con motivo de su 80 cumpleaños, el filósofo Ronald Dworkin dijo de él: “No solo es el filósofo vivo más famoso del mundo, sino que su propia fama es famosa”. O, diría yo, que su fama es muy superior al conocimiento de su compleja teoría. Su celebridad la debe más que nada a su incansable necesidad de pronunciarse sobre todo acontecimiento que en cada momento sacude a la opinión pública; es decir, más a su rol de intelectual que a su intricada filosofía. No me extrañaría que a sus 94 años nos sorprendiera con algún texto sobre la situación actual en Palestina, igual que hizo con la guerra de Ucrania y con todos los conflictos bélicos anteriores, con la relación entre filosofía y religión, con los debates sobre biotecnología, la defensa de la UE desde una perspectiva de integración federal o las cuestiones más propiamente alemanas sobre la reunificación o la gestión crítica del pasado nazi y el Holocausto. Y con tropecientos temas más.
En Alemania es un icono nacional tan sólido como la Puerta de Brandeburgo. Con motivo de su 90 cumpleaños en 2019 se organizó un auténtico homenaje colectivo a su figura, con un inusitado despliegue mediático. Es un país que ama a sus intelectuales, quizá porque ya van siendo una especie cada vez más escasa. Que dicho cumpleaños coincidiera con la presentación de un libro de 1.752 páginas donde pasa revista a toda la historia de la filosofía de los últimos 2.500 años, empezando por su preludio en la “era axial” (en palabras de Karl Jaspers), el momento en el que empiezan a consolidarse las primeras religiones evolucionadas, provocó una mezcla de admiración e incredulidad. Desde entonces ya ha publicado un nuevo libro —Ein neuer Strukturwandel der Öffentlichkeit und die deliberative Politik, de 2022 (La nueva transformación del espacio público y la democracia deliberativa; sin edición en español)— y al parecer tiene otro a punto. Más madera para alimentar un mito que nació cuando con tan solo 24 años publicara su artículo “Pensar con Heidegger contra Heidegger” en el Frankfurter Allgemeinen Zeitung, que tuvo un impacto espectacular. Nadie podía imaginarse entonces que ese atrevido y punzante chaval iba a ser el sucesor del viejo cascarrabias de la Selva Negra en el canon de los grandes filósofos alemanes, que devendría en el “Hegel de la República Federal”.
Habermas pasó su infancia en Gummersbach, cerca de Colonia, ciudad donde su padre dirigía la Cámara de Comercio e Industria y, por tanto, colaboró implícitamente con el régimen dominante, aunque era de convicciones liberales. Durante la guerra es alistado en las juventudes hitlerianas, si bien nunca llega a participar en la guerra. Esta y en general el totalitarismo nazi le dejará, sin embargo, una huella profunda que le inclina enseguida hacia un firme compromiso con la democracia y una enorme desconfianza hacia quienes se readaptaron sin purgar sus responsabilidades anteriores. Media vida estuvo asociado a la Escuela Crítica de Fráncfort, incorporándose a su Instituto de Investigación Social en 1955 a iniciativa de Adorno, aunque en realidad no duró en esa institución más de cuatro años. Enseguida tuvo desavenencias con su director, Max Horkheimer, quien lo consideraba demasiado izquierdista. Siempre se reconoció discípulo de Adorno, a quien admiraba profundamente, pero enseguida empezó a volar solo. Era demasiado libre e inquieto para adscribirse sin más a una escuela. De hecho, en su primer libro de impacto, Historia y crítica de la opinión pública (1962), ya comenzó a separarse de sus presuntos maestros al emprender una radical reinterpretación de la Ilustración. Lejos de darse por satisfecho con la crítica derrotista y sin salida de sus mayores, más inclinados a fijarse en las patologías de la modernidad, Habermas le dio un giro hacia una visión más optimista. La modernidad pasa a ser evaluada ahora como un “proyecto inacabado”, no como la culminación deformada de un proceso que pretendía emancipar al hombre y acabó deviniendo en su contrario: en una nueva forma de poder anónimo e inaprensible. Aun estando atento a sus distorsiones, Habermas se destapará enseguida como el gran defensor del proyecto ilustrado, incluso tras la espectacular aparición de la filosofía posestructuralista francesa.
Desde entonces su objetivo será acceder a criterios normativos a partir de los cuales poder fundamentar una teoría social crítica adaptada a las nuevas condiciones del “capitalismo tardío”, siendo bien consciente de que para ello no basta con apoyarse exclusivamente en la tradición de la filosofía y los análisis sociales neomarxistas; era preciso alimentarse también de las contribuciones de los diferentes ámbitos del saber especializado. Tuvo bien presente desde el principio que no es posible acceder a una nueva teoría de la racionalidad sin contar con la cooperación entre la filosofía y todas las ciencias sociales. Y ahí empieza una inquieta aventura marcada por una alquimia y flexibilidad intelectual que le permitió ir integrando en su teoría elementos de otras que pudieran servirle a estos fines. Emprende así una reapropiación crítica de la teoría y filosofía de la democracia liberal, reconstruyendo en particular los presupuestos institucionales y normativos necesarios que subyacen en la dimensión pública de la razón, tal y como fuera formulada inicialmente por Kant; formula una ética del discurso que elabora junto con K. O. Apel; y promueve una relectura de Weber, Parsons y Luhmann, así como del pragmatismo y del “giro lingüístico” que se emprendió en la filosofía contemporánea.
Todo ello mientras va asentándose académicamente. En 1964 accede a la cátedra de Filosofía Social que hasta entonces ocupaba Horkheimer, y en 1971 es nombrado director del Instituto Max Planck de “investigaciones para las condiciones de vida del mundo científico-técnico” hasta que en 1983 vuelve a su cátedra de Fráncfort, donde se jubila en 1993. Siempre le ha acompañado su fama de polemista, y no solo por las intervenciones periodísticas ya mencionadas, entre las que destacaría el “debate de los historiadores” sobre el pasado nazi alemán o el que tuvo con Sloterdijk sobre manipulación genética o todos los que han versado en torno al papel de la UE. De sus debates públicos es de enfatizar el que tuvo con el todavía cardenal Ratzinger sobre razón, religión y secularismo, uno de los temas sobre los que se volcó con entusiasmo tras el atentado del 11-S. Y entre los académicos, sus disputas sobre positivismo, la teoría de sistemas de Luhmann o la filosofía posmoderna, aunque nunca perdía la oportunidad de comer con Michel Foucault cuando iba a París. Discutir fue siempre su modo de vida —”discutir es más importante que comer”, le dijo a un discípulo que quiso interrumpir una discusión de su paper con el maestro para ir a almorzar—.
Su irreprimible impulso por hacerse presente en casi todos los debates públicos no es solo uno de los principales rasgos de su personalidad; es una extensión natural de sus premisas teóricas. No en vano es el gran artífice de la teoría de la democracia deliberativa, ese constante ejercicio de ilustración entre ciudadanos libres e iguales que disuelven sus diferencias con argumentos en un proceso de deliberación constante. Lo fundamental es que esta discusión esté orientada al entendimiento mutuo y tenga lugar bajo condiciones que aseguren una perfecta inclusión y simetría entre quienes deliberan. Al final, éste es el presupuesto, se acabaría imponiendo el mejor argumento. La comunicación política en nuestro espacio público está, salta a la vista, bien lejos de este ideal, algo que nuestro autor siempre venía denunciando. En estos momentos de posverdad, con la proliferación de fake news, epistemología tribal, emocionalización rampante y mil estrategias para condicionar la opinión, se habría producido ya un alejamiento total de dichos presupuestos normativos. Esto le condujo a escribir el que hasta ahora es su último libro, Ein neuer Strukturwandel der Öffentlichkeit... La razón pública, ese gran logro de la Ilustración, se ha disuelto detrás del ruido de las redes sociales y la manipulación.
Con todo, aporta al menos una plantilla normativa que nos permite evaluar la dimensión del desaguisado y puede ofrecernos un punto de apoyo a la crítica. Esta plantilla la fue tejiendo Habermas a lo largo de los años hasta que culminó en aquello por lo que pasará a la historia de la filosofía, su teoría de la acción comunicativa, apoyada sobre la centralidad del lenguaje como el medio natural de la comunicación y el entendimiento; pero que es también el de la ocultación, el engaño y los intereses del poder. Para acceder a una comunicación racional y eliminar las distorsiones señaladas basta con recurrir a un análisis de nuestras prácticas comunicativas habituales. En ellas elevamos continuamente pretensiones de validez sobre hechos, normas, vivencias, que tratamos de justificar o validar acudiendo a argumentos que sometemos a la interacción de otros; las sometemos a la práctica de la “intersubjetividad”. Eso y no otra cosa es lo que hace Habermas en sus intervenciones públicas o en su actividad académica, tratar de diluir sus pronunciamientos en un diálogo que siempre aspira al entendimiento recíproco.
En Una historia de la filosofía (Trotta, se publica este 6 de noviembre), el monumental libro cuyo primer volumen está ya disponible en castellano, la amplia galopada que emprende por toda la vida del espíritu no busca apabullarnos con su indudable erudición; el objetivo es dilucidar cuál pueda ser la tarea de la filosofía en unos momentos en los que la vis expansiva de la ciencia y la especialización continua amenazan con desviarnos de lo que debería ser su objetivo fundamental, orientarnos sobre el mundo en que vivimos, ilustrarnos sobre cómo enfrentar los desafíos del mundo contemporáneo y ayudarnos a “hacer un uso autónomo de la razón” para poder decidir quiénes y cómo deseamos ser. Estas han sido siempre las preguntas que han marcado la extraordinaria vida intelectual de Habermas.



























[ARCHIVO DEL BLOG] Unamuno y la teología de la eterna inquietud. [Publicada el 01/01/2018]










La sociedad española necesita un don Miguel de hoy que, así como el de ayer gritó “¡Maura no!” “¡Romanones tampoco¡”, proclame hoy “¡Rajoy no!” “¡Sánchez, Iglesias y Rivera tampoco!”, escribe en El País el periodista Jesús Mota Hervías. Vencido el año, comienza diciendo, uno de los diagnósticos razonables es que la sociedad española, abrasada por la corrupción, por la precariedad laboral causada por políticas corrosivas y la murga catalana (la descripción que mejor le cuadra es el neologismo planicordio, incordio planificado, que debemos a Stanislaw Lem) necesita con urgencia un Inquietador, un agitador de conciencias que remueva aquí y allá la percepción plana y deprimida de la realidad que nos aqueja. Vencido el año, es inevitable acordarse para este papel del Inquietador español por excelencia, don Miguel de Unamuno, muerto un 31 de diciembre de 1936 abrumado desde fuera por las ruinas de una guerra incivil y desde dentro por la zozobra permanente sobre la inmortalidad de su alma.
Contradictorio, arbitrario, soberbio (“Yo soy soberbio, cual Satán altivo / me quiero todo a mí”), tan egocéntrico que quiso salvar su Yo para toda la eternidad, insociable, alzado en armas (intelectuales) contra los jesuitas, el Gobierno, el Rey, los profesores de universidad (“unos haraganes”), las fuerzas vivas y muertas de Salamanca y los caciques, nunca estuvo a gusto con nada (salvo con su mujer, Concha Lizárraga) y manifestó su disgusto por todo. Pasó por destituciones y exilios, pidió la República, la rechazó ya constituida y se encaró agriamente con el fajismo franquista. Unamuno fue “una fuerza espiritual de las mayores que esta pobre España tiene”, dicho sea con palabras de Francisco Giner de los Ríos. Y que tendrá, habría que añadir.
Es probable que su contribución a la filosofía sea discutible, incluso prescindible. Su concepción de la intrahistoria (tan opuesta a la de Hegel) no tiene hoy vigencia y su idea de la vida como lucha interminable contra la negación se explica por su ego oceánico y una teología doliente. Nada de eso tiene importancia frente al huracán polémico de su verbo, de sus ensayos incendiarios y de su posición enhiesta contra esto, aquello y lo de más allá. El troquel que conformó a Unamuno desapareció de España con su muerte (“De Unamuno no hay cosecha”, sentenció Giner). El enfrentamiento con Millán-Astray y la camarilla de espectros rebeldes en el paraninfo de Salamanca no solo expone su valor irreductible frente a la miseria moral del golpe de Estado sino el reconocimiento de un trágico error (su apoyo inicial a los facciosos) pagado con remordimiento y quizá la muerte.
Si tuviésemos que definir tres coordenadas básicas de la política española actual con tres doloras de don Miguel, podrían ser éstas: 1) “Me importa poco que hablemos vascuence, castellano o lapón, lo que deseo es que nos entendamos, cosa que por desgracia no sucede. 2) “La retórica ha sido sustituida por la propaganda [el relato]. La retórica es el arte y la técnica de manejar colectivamente a los hombres sin profanarlos”, y 3) “No hay cosa más repugnante que explotar la ignorancia ajena”. Queda demostrado que duele la ausencia de don Miguel y su teología de la inquietud permanente. O de un don Miguel de hoy que, así como el de ayer gritó: “¡Maura no!”, “¡Romanones tampoco!”, proclame hoy: “¡Rajoy no!” “¡Sánchez, Iglesias y Rivera tampoco!”. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt