martes, 8 de agosto de 2023

De la histeria digital

 






Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz martes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del filósofo Daniel Innerarity, va de la histeria digital. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com








La histeria digital
DANIEL INNERARITY 
05 AGO 2023 - El País - harendt.blogspot.com

El rápido desarrollo de la inteligencia artificial también ha causado gran inquietud entre los representantes de la inteligencia natural. En los últimos meses parece haberse convertido en una tendencia que quienes tienen más responsabilidad nos estén advirtiendo contra ella. A la petición de una moratoria ha seguido la exhortación de algunos expertos acerca de unos riesgos que equiparan a la guerra nuclear y las pandemias, las declaraciones de Geoffrey Hinton tras abandonar Google en las que prevenía de una inmediata superación sobre nuestra inteligencia y, también, la comparecencia en el Senado de Estados Unidos de Sam Altman, director de OpenAI, creadora del ChatGPT, con su posterior gira europea reclamando una mayor regulación de la inteligencia artificial. No sabe uno si interpretar estas manifestaciones como arrepentimiento o exhibición de poderío, como operación de mercadotecnia o estrategia para protegerse de futuras reclamaciones legales. En cualquier caso, todos ellos desarrollan una narrativa que sitúa a la inteligencia artificial en el terreno de lo mágico más que en el espacio de la responsabilidad.
El efecto imprevisible de estas nuevas tecnologías se compara con una guerra nuclear y una pandemia, mientras se anuncia una previsible extinción del género humano. El anuncio de tales peligros recuerda a otros miedos previos en nuestra historia reciente, como los que surgieron en los inicios de la revolución industrial, el escepticismo frente a las primeras vacunas o el rechazo de la electrificación. Ninguna de las disrupciones provocadas por estas tecnologías ha acabado con el género humano, por cierto. Más bien han proporcionado grandes avances, en algunos casos acompañados de nuevas crisis y conflictos. Comparar los riesgos de las tecnologías digitales con los nucleares es muy poco apropiado. Con todo su potencial terrorífico, las armas nucleares eran relativamente fáciles de controlar; por un lado, debido a que son costosas de fabricar y, por otro, a que están localizadas en un lugar, de manera que basta con asegurar el acceso a ellas. La tecnología digital e internet son todo lo contrario: un sistema distribuido, virtual y accesible, es decir, algo por principio imposible de asegurar. Por otro lado, la comparación con las pandemias tiene el efecto de presentar los peligros de la inteligencia artificial como si surgieran espontáneamente, como la mutación de un virus. Aquí desaparece nuevamente cualquier responsabilidad que pudiéramos identificar como el resultado de las decisiones conscientes de sus desarrolladores. ¿A quién se dirigen las advertencias sobre los riesgos asociados a las decisiones que han tomado precisamente quienes las lanzan? Escuchar a algunos gurús de la inteligencia artificial reclamando que los políticos regulen es como si unos ladrones (perdón por la metáfora) recriminaran al dueño de la casa por no haber cerrado bien las puertas.
Después de haber disfrutado de la libertad de la ausencia de reglas, los tecnólogos de Silicon Valley acaban de descubrir el alivio populista de descargar toda la responsabilidad en los políticos. La élite de la inteligencia artificial podrá decir en el futuro, cuando pase algo, que ya advirtieron de los peligros, cuya responsabilidad no correspondería a quienes los originaron, sino a quienes no nos protegieron lo suficiente frente a ellos. Esa falta de responsabilidad política de los expertos en tecnología suele venir acompañada por una cierta frivolidad a la hora de emitir mensajes sobre probables futuros. A los demás nos cabe la esperanza de que si se equivocaron a la hora de hacerse cargo de los riesgos que estaban provocando, también fallen en sus previsiones acerca de lo que puede suceder. Podríamos hacer una lista de sus predicciones incumplidas, así como de sus empresas fallidas y preguntarnos después cuál es la razón para que debamos creerles ahora. La incapacidad de algunos expertos para valorar correctamente la tecnología que supuestamente conocen es uno de los motivos por los que conviene ponderar con otros criterios lo que hacen y dudar un poco más de lo que dicen.
Con esto no excluyo que haya que tomarse en serio sus advertencias, aunque no sean completamente desinteresadas. Es posible incluso que algunas sean verosímiles, pero no exactamente por las razones que aducen. La menos creíble es la que pronostica una superinteligencia que nos convertirá en dóciles subordinados. No hace falta que la inteligencia artificial nos supere (lo que es una afirmación que carece de fundamento epistemológico y forma parte más bien de la ciencia ficción) para saber que, además de enormes beneficios, va a crearnos graves problemas. Los sistemas de inteligencia artificial pueden producir daños sin necesidad de ser superinteligentes, más bien precisamente porque no lo son. Tenemos otros términos para designar a quien, un humano o una máquina, hace daño y es muy listo: puede ser sagaz, astuto, exacto, hábil, pero no será socialmente inteligente.
De lo que podemos estar seguros es de que no acertaremos a hacer lo debido sin entender bien qué es lo que realmente está en juego. Si no podemos especificar lo que hay que regular hay pocas posibilidades de regularlo. Una buena prueba de este desconcierto es que la pregunta por la tecnología se resuelve con frecuencia en términos de optimismo o pesimismo. Si tuviéramos un mejor conocimiento de las cosas y de su posible evolución, ya no tendría sentido dividirnos entre optimistas y pesimistas. Pese a toda la carga de incertidumbre que rodea a estas tecnologías, nuestros análisis y previsiones tendrían una mayor objetividad. La necesidad de apostar a un impreciso estado de ánimo en relación con lo que pueda pasar disminuye en la misma medida en que hacemos mejores análisis acerca del futuro posible.
Esta falta de buenos análisis acerca del complejo entramado social en el que se inserta la tecnología (con dimensiones antropológicas, sociales, medioambientales, legales, éticas y políticas) es lo más preocupante de la actual situación. Parafraseando lo que Lichtenberg decía de la química, podríamos afirmar que quien solo sabe de tecnología ni siquiera sabe de tecnología. Tal vez eso sea lo que explica el tono histérico de sus llamamientos a hacer algo, incapaces de recurrir a otra cosa que no sea un futuro espantoso. A los anunciadores de los posibles problemas del futuro parecen interesarles menos los reales problemas del presente, de los que se ocupa precisamente la Unión Europea en su paciente regulación: la opacidad, los riesgos, los derechos, para los que prefiere un tono desacomplejadamente burocrático que el trompeteo épico.
Tenemos que debatir intensamente acerca de qué hacer con la que probablemente es la tecnología más poderosa de todos los tiempos, para lo cual no es un buen comienzo coquetear con la idea del fin del mundo. Prestemos atención a otros finales, buenos y malos, de cosas concretas (en el trabajo, la comunicación, el poder, la democracia…), de los que nos distraen los escenarios apocalípticos.
































lunes, 7 de agosto de 2023

[ARCHIVO DEL BLOG] Mitos y falsedades en la Historia. [Publicada el 02/09/2014]








Acabo de terminar la lectura de una magnífica novela que me recomendó mi hija Ruth sobre la Gran Guerra, la de 1914, de la que se cumple este año el centenario. Se trata de "Nos vemos allá arriba" (Salamandra, Barcelona, 2014), del escritor francés Pierre Lemaitre, que ha ganado, entre otros, el Premio Goncourt 2013 por este libro. No es una novela sobre la guerra, pero sin el trasfondo bélico de la misma sería imposible de entender. Pero no quería hablar de ella, aunque se la recomiendo encarecidamente, sino sobre la otra "gran guerra", esa de cuyo inicio se cumplieron ayer 75 años con la invasión de Polonia por las tropas alemanas. Es decir, de la II Guerra Mundial. 
Hay mitos y mitos. Destruir los falsos mitos, los que se construyen sobre datos erróneos, tergiversados, mal interpretados o lisa y llanamente inventados o prefabricados con alevosía y premeditación es labor primordial de los historiadores.
Entre mis libros de cabecera hay uno, "Lecciones sobre la filosofía de la historia universal", de G.W.F. Hegel (1770-1831), al que le profeso especial estima. Lo tengo en dos ediciones, una de la Biblioteca Universal-Círculo de Lectores (Barcelona, 1996) y otra de Alianza Universidad (Madrid, 1980).
Es en esta última en la que figura un extenso y clarificador prólogo del filósofo José Ortega y Gasset (1883-1955) en el que hay una frase que contrapone la labor del "filósofo" a la del "historiador". No me me resisto a reseñarla: "Tener 'ideas' es cosa para los filósofos. El historiador debe huir de ellas. La idea histórica es la certificación de un hecho o la comprensión de su influjo sobre otros hechos. Nada más, nada menos".
Hace justamente cinco años el historiador Ángel Viñas dedicó en El País a la efeméride un documentado artículo titulado "Un tiempo de sangre y fuego", en el que desmontaba algunos falsos mitos, entre ellos, el existente sobre el pacto Stalin-Hitler que para algunos fue el paso previo necesario para la invasión, pero también sobre otros antecedentes que tuvieron como escenario la guerra civil española de 1936-1939. Les recomiendo su lectura, y por supuesto, la de la interesantísima novela de Pierre Lemaitre citada al comienzo. Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt












De la desmitificación de la derecha

 






Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz lunes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del filósofo Josep Ramoneda, va de la desmitificación de la derecha. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com






La desmitificación de la derecha
JOSEP RAMONEDA
04 AGO 2023 - El País - harendt.blogspot.com

El proceso electoral que ha culminado con el fracaso del PP de Alberto Núñez Feijóo ha abierto en canal algunas de las ficciones sobre las que se estructura la política española. Y ha puesto en evidencia el alejamiento de la realidad en el que habita el complejo económico-político-mediático que se siente hegemónico en la opinión publicada y en su autosuficiencia ha perdido el pulso de la opinión pública real. Quisieron creer y hacer creer que la hegemonía ideológica de la derecha era incontestable y se ha constatado que solo era un ejercicio de confusión de los deseos con las realidades. Las certezas de la derecha se han llevado a tal extremo que una parte de la ciudadanía se ha sentido amenazada, generando una oleada de complicidad en la resistencia.
Con una reacción que ha desbordado a los poderes que se sienten propietarios del país, los ciudadanos han dibujado, y no es la primera vez, un mapa político que choca con el negacionismo de los que no quieren ver lo que no les gusta. Al PP le ha faltado una dirección política con autoridad, autonomía y tacto para percibir lo que los poderes que lo amparan —y de los que cada día es más deudor— no quieren saber y, en consecuencia, para buscar soluciones políticas a los problemas políticos.
Donde la ciudadanía ha demostrado mayor sensibilidad contra la normalización del neofascismo por parte del PP ha sido en Cataluña y en el País Vasco. Sin el resultado del PSC, hoy el presidente Sánchez no estaría cantando victoria. Los 200.000 votos que se pasaron de los partidos independentistas al socialista son significativos de una sensibilidad que antepone parar los pies al neofacismo antes que cualquier otra consideración. Cada elección tiene su contradicción principal y en esta el voto útil era decir no al autoritarismo posdemocrático votando a quien tenía mayor capacidad para ponerle freno. Dando al mismo tiempo una inesperada lección a Europa dónde pocos confiaban en que fuera España quien rompiera la dinámica reaccionaria en curso.
Este dato es importante además porque pone en evidencia lo que los poderes hispánicos se empeñan en negar: la realidad plurinacional del país. Algo que el nacionalismo español nunca ha querido aceptar impidiendo de esta forma buscar soluciones institucionales aceptables para todos. Que un país este compuesto de varias naciones no significa que tenga que fragmentarse en varios estados independientes. Siempre que sea capaz de asumir las diferencias, ampliar el reconocimiento y adaptar al Estado en consecuencia, que es lo que en España se niega y lo que explica que la resistencia al autoritarismo posdemocrático haya sido mayor en Cataluña y en el País Vasco que en el resto parte del territorio en que la defensa de la unidad de la patria ha pesado más que la reacción contra el neofascismo.
Y en una línea entrelazada va el segundo dato significativo de estas elecciones, que Víctor Lapuente ha subrayado en estas mismas páginas. El voto femenino como otro factor determinante del patinazo de la derecha, atrapada en la reacción de buena parte del mundo masculino que vive, más o menos conscientemente, el empoderamiento de la mujer como una amenaza. Con lo cual se hace evidente que el supremacismo machista es el caldo cultural que alimenta la ebullición de Vox y en buena medida al PP. Y nos da la pista para entender por qué las mujeres han ido más prestas al voto útil contra la oleada de autoritarismo posdemocrático que los hombres.
Estas dos señales, que las urnas transmiten de modo elocuente, deberían ser por sí mismas un impulso para afrontar con cierta apertura mental los regateos políticos que nos esperan ahora para la formación del próximo Gobierno. Y evitar de este modo que las miserias políticas, el cálculo mezquino que antepone el imperativo de las grandes apuestas —aun con conciencia de que no están en el orden del día— a la realidad de lo posible, se impongan y bloqueen los criterios de reconocimiento y de responsabilidad compartida que realmente puedan hacer cambiar alguna cosa.
Se abre una brecha de oportunidad para avanzar en tres direcciones que deberían calar en las instituciones en el futuro próximo: el rechazo al autoritarismo posdemocrático que amenaza al capitalismo posindustrial, es decir, financiero y digital; el reconocimiento de la realidad plurinacional de España, adaptando un Estado que se niega a aceptarla y favoreciendo el respeto mutuo entre las distintas naciones; y, evidentemente, el empoderamiento de la mujer y la debilitación del supremacismo machista como horizonte estratégico inmediato. Son las tres columnas de la reafirmación democrática que los ciudadanos han puesto sobre la mesa en estas elecciones, pillando a la derecha política, económica y mediática a contrapié, y presionando a la izquierda con la intuitiva reacción democrática del voto útil contra el autoritarismo posdemocrático. Una modesta señal de esperanza en un mundo democráticamente cada vez más turbio.




























domingo, 6 de agosto de 2023

[ARCHIVO DEL BLOG] Por sí y para sí. [Publicada el 05/08/2018]










No, no es el "America first" de Trump, pero Europa debe pensar por sí misma y para sí misma, señalaba hace unas semanas en un artículo para el diario El País Mark Leonard, director del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores, el  primer laboratorio de ideas paneuropeo. La UE no puede estar supeditada al aparato de política exterior estadounidense, decía en él. Necesita recalcular su rumbo, mejorar su capacidad de negociar con EE UU y China e invertir en su propia autonomía militar y económica.
Y algo similar decía también Javier Solana, "Distinguished fellow" en la Brookings Institution y presidente del Centro de Economía y Geopolítica Global de ESADE, días pasados en el mismo diario sobre la defensa militar europea: Hay que gastar en defensa, pero como europeos. El presupuesto militar de la UE solo se ve superado por el de Estados Unidos y es casi cuatro veces superior al de Rusia. Lo que importa es en qué capacidades se invierten los recursos y el grado de implicación en misiones conjuntas de la OTAN.Donald Trump es el primer presidente estadounidense que piensa que el orden mundial liderado por Estados Unidos menoscaba los intereses de su país, comenzaba diciendo Mark Leonard. Pese a los beneficios evidentes que le reporta a EE UU, Trump está convencido de que el orden actual beneficia a China todavía más; y temeroso del ascenso de China a la condición de nuevo polo del poder global, Trump lanzó un proyecto de destrucción creativa para eliminar el viejo orden y establecer otro más favorable a EE UU.
Trump quiere lograr este objetivo relacionándose con los otros países de manera bilateral para negociar siempre desde una posición de fuerza. Ha mostrado particular desdén por los aliados tradicionales de EE UU, a los que acusa de aprovecharse del sistema actual y de interponerse en su carrera destructiva. Además, no tolera a los organismos multilaterales que fortalecen a países más pequeños y débiles en relación con el suyo.
Siguiendo la estrategia de Estados Unidos primero, Trump ha dedicado la presidencia a debilitar instituciones como la Organización Mundial del Comercio y abandonar alianzas multilaterales como el Acuerdo Transpacífico (ATP), el pacto nuclear con Irán y el acuerdo de París sobre el clima. Y, dada su rapidez para generar nuevos conflictos, a los otros países se les hizo difícil seguirle el ritmo, y ni hablar de formar alianzas eficaces para oponérsele.
Estas últimas semanas, Trump puso el punto de mira en la Unión Europea. Como observó hace poco Ivan Krastev, del Instituto para las Ciencias Humanas de Viena, la UE se enfrenta ahora a la posibilidad de convertirse en “guardián de un statu quo que ha dejado de existir”. En mi carácter de atlanticista y multilateralista comprometido, me duele admitir que tiene razón. Ha llegado la hora de que Europa redefina sus intereses y elabore una nueva estrategia para defenderlos.
Ante todo, los europeos tienen que empezar a pensar por sí mismos, en vez de supeditarse al aparato de política exterior estadounidense. La UE tiene un claro interés en preservar el orden basado en reglas que Trump pretende derribar; y sus intereses en relación con Oriente Próximo (en particular, Turquía) e, incluso, con Rusia son cada vez más divergentes de los de Washington. Por supuesto, los europeos deben tratar de cooperar con EE UU siempre que sea posible; pero no si eso implica subordinar sus propios intereses.
Los europeos también deben empezar a invertir en autonomía militar y económica, no para romper con EE UU, sino para cubrirse contra el abandono que este país está haciendo de sus compromisos. Felizmente, ya hay en las capitales europeas un vigoroso debate sobre aumentar el gasto nacional de defensa al 2% del PIB; y tanto el marco de “cooperación permanente estructurada” (PESCO, por las siglas en inglés) de la UE como la nueva “iniciativa de intervención europea” (EI2) del presidente francés, Emmanuel Macron, son pasos en la dirección correcta. La pregunta ahora es si es posible extender la force de frappe de Francia (su capacidad de ataque nuclear y militar) para ofrecer al resto de la UE un elemento de disuasión creíble.
En el frente económico, Europa se debate en el dilema entre sus valores y sus intereses comerciales. El exministro de Asuntos Exteriores belga, Mark Eyskens, describió a Europa como “un gigante económico, enano político y gusano militar”. Pero, ahora, Europa corre el riesgo de volverse también un enano económico. El hecho de que EE UU pueda amenazar con imponer sanciones secundarias a las empresas europeas que hagan negocios con Irán es profundamente preocupante. Si bien la UE se ha alzado en defensa del derecho internacional, sigue cautiva de la tiranía del sistema dólar.
Con vistas al futuro, la UE necesita mejorar su poder negociador frente a otras grandes potencias como EE UU y China. Si Trump quiere darle a la relación transatlántica una naturaleza más transaccional, entonces la UE tiene que estar dispuesta a usar áreas de política distintas como herramienta de negociación. Por ejemplo, cuando hace poco el Departamento de Defensa de EE UU solicitó al Reino Unido el envío de más tropas a Afganistán, un ejemplo de una respuesta firme de la UE sería negarse a enviar refuerzos hasta que EE UU descarte las amenazas de imponer sanciones secundarias a empresas europeas.
Además, Europa necesita elaborar una estrategia de vinculación política con el mundo. Se supone que el G7 es el guía de Occidente, pero en la última reunión en Quebec se mostró profundamente dividido. La conducta de Trump fue tan sorprendente que algunos altos funcionarios europeos ahora se preguntan si los aliados de EE UU deberían formar una alianza independiente de medianas potencias, para no ser aplastados en el choque entre una China en ascenso y un EE UU en declive. En un mundo cada vez más transaccional, un nuevo G6 puede servir de defensa al sistema basado en reglas.
Pero ¿es la UE capaz de presentar un frente unido? La fractura del bloque en tribus políticas distintas facilita cada vez más a otras potencias aplicar una estrategia de dividir y dominar; Rusia la usa desde hace mucho, y ahora, también, China y EE UU la están adoptando. Por ejemplo, en 2016, los Estados meridionales y orientales de la UE dependientes de la inversión china consiguieron diluir una declaración conjunta del bloque sobre las incursiones territoriales de Pekín en el Mar de China Meridional.
Sobre esos mismos países opera rutinariamente Trump para sembrar divisiones en el bloque. Por ejemplo, se dice que funcionarios del Departamento de Estado dieron a entender a Rumanía que EE UU hará la vista gorda ante violaciones del Estado de derecho, a cambio de que Bucarest se diferencie de la UE y traslade su embajada en Israel a Jerusalén. Tácticas como esta serán una tentación permanente para el Gobierno de Trump, en momentos en que la relación entre EE UU y la UE ya es tensa.
No está claro cómo debe responder la UE. Una posibilidad sería imponer costos más altos a los países que se aparten del bloque en temas de política exterior; o invertir más en seguridad, para que incluso los países de la periferia perciban que debilitar la cohesión de la UE puede perjudicarlos. Otra posibilidad sería llegar a un acuerdo con los Estados miembros, consistente en flexibilizar la posición del bloque en asuntos de política interna a cambio de cooperación en política exterior.
Cualquiera que sea la decisión, la UE necesita urgentemente recalcular su rumbo. En vez de mostrarse perpetuamente sorprendida y escandalizada por los agravios de Trump, Europa debe elaborar una política exterior propia con la cual confrontar la conducta del presidente estadounidense.
Más que encuentros, el presidente estadounidense Donald Trump y sus socios europeos están protagonizando una larga lista de desencuentros, decía por su parte Javier Solana. La cumbre anual de la OTAN celebrada en Bruselas hace unos días tenía todos los visos de engrosar dicha lista. Recordemos que, en la cumbre del año pasado, Trump renunció a apoyar la piedra angular de la Alianza Atlántica: el principio de defensa colectiva consagrado en el artículo 5 del Tratado del Atlántico Norte. Por si los precedentes —incluyendo el reciente descarrilamiento del G7— no fuesen suficientemente desalentadores, la reunión que iba a mantener posteriormente Trump con el presidente ruso, Vladímir Putin, añadía el enésimo elemento de tensión.
Las fricciones no tardaron en hacer acto de presencia, en gran parte como producto de las desmesuradas exigencias de Trump. El presidente estadounidense no solo insistió en su demanda de que todos los miembros de la OTAN dediquen inmediatamente un mínimo del 2% de su PIB a la defensa, sino que sugirió que este gasto debería terminar llegando al 4%. Sobra decir que esta última propuesta es totalmente inviable, tanto por los sacrificios presupuestarios que deberían hacer todos los países como por la alteración que provocaría en los equilibrios militares del continente europeo. En un hipotético escenario del 4%, se puede estimar que el presupuesto militar alemán sería, aproximadamente, 40 millardos de euros superior al francés.
En esta era de gran volatilidad en el panorama internacional es imprescindible que los europeos nos defendamos de ataques injustificados y reivindiquemos nuestros logros colectivos, pero esto no debe ir en detrimento de una dosis saludable de autocrítica. La pretensión de Trump de que los europeos aumentemos nuestro presupuesto en materia de defensa ya fue expresada en su día por otros presidentes estadounidenses, y es innegable que posee cierto fundamento. En 2014, los miembros de la OTAN que no gastaban un 2% de su PIB en defensa se comprometieron a avanzar hacia este umbral a lo largo de la siguiente década. Pese a que los progresos han sido notables, es justo reconocer que algunos países europeos se encuentran todavía lejos de alcanzar esa cifra.
Los europeos podríamos hacer más por responsabilizarnos de nuestra seguridad. No se trata tan solo de una cuestión de solidaridad con nuestros aliados, sino que nos conviene con vistas a lidiar con las amenazas externas e internas que se están multiplicando y que se encuentran cada vez más interrelacionadas. La guerra de Siria es un caso paradigmático: la terrible tragedia que azota a la población siria desde 2011 desembocó en una crisis de refugiados que sacudió los cimientos de la UE.
Sin embargo, establecer cifras fetichistas de gasto no conseguirá atajar el problema de raíz. De poco servirá que los europeos gastemos más si no lo hacemos europeamente. Hoy en día, el presupuesto militar de la UE solo se ve superado por el de EE UU y es casi cuatro veces superior al de Rusia. Pero de qué modo y en qué capacidades se invierten los recursos, qué grado de implicación se tiene en misiones conjuntas de la OTAN y qué infraestructuras se ponen a disposición de EE UU en suelo europeo son los criterios que importan.
Está fuera de lugar sugerir, como suele hacer Trump, que la OTAN es un instrumento mediante el cual ciertos países se aprovechan de la generosa protección de EE UU sin ofrecer prácticamente nada a cambio. Nadie pone en duda que el respaldo militar que EE UU provee a sus aliados representa un factor clave de disuasión ante posibles ataques, pero no es menos cierto que los demás miembros de la OTAN han arrimado el hombro y han acudido a la llamada cuando se los ha necesitado. De hecho, el artículo 5 ha sido invocado en una sola ocasión: tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos. Y posteriormente, la OTAN asumió el encargo de Naciones Unidas de liderar la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad en Afganistán, la misión más larga en la historia de la Alianza Atlántica.
En su afán de convertirse en una aliada todavía más valiosa, la UE ya se ha puesto manos a la obra. En diciembre de 2017, la Unión estableció la Cooperación Estructurada Permanente (PESCO), que permitirá a sus países participantes desarrollar capacidades de manera conjunta, garantizando un uso más eficiente de los recursos. Además, la PESCO favorecerá que la UE continúe avanzando hacia esa autonomía estratégica por la que apuesta la Estrategia Global adoptada en 2016 y solidificará el pilar europeo de la OTAN, ofreciendo a EE UU un socio en defensa más fiable, dotado de unas capacidades y tecnologías de vanguardia. Una industria europea competitiva es esencial para que no exista un gap tecnológico entre ambas orillas del Atlántico.
Este tipo de iniciativas bajo el paraguas de la Política de Defensa y Seguridad Común de la UE cuentan con un amplísimo apoyo por parte de la población europea. La idea de abordar el gasto europeo en defensa desde un enfoque constructivo y colectivo resultará siempre mucho más convincente en el ámbito social que cualquier medida de coacción que puedan plantearse nuestros socios.
Pero el principal inconveniente no es que Trump no quiera hacer, sino que no quiere dejar hacer. Paradójicamente, mientras la Administración estadounidense reclama que los europeos nos hagamos más cargo de nuestra seguridad, no ceja en su empeño de socavar todo proyecto emprendido conjuntamente por la UE en el ámbito de la defensa. Esta actitud no resulta tan novedosa: al fin y al cabo, una mayor cooperación europea en defensa siempre se ha visto con recelos desde EE UU como consecuencia de una cierta cortedad de miras.
La Administración estadounidense objeta que dicha cooperación puede generar duplicidades en relación con la OTAN, cuando el efecto será justamente el contrario. El verdadero origen de duplicidades y despilfarros son las múltiples trabas a las que se vienen enfrentando los países europeos a la hora de desarrollar capacidades en común. Tampoco es del agrado de Trump que una industria europea de defensa más competitiva vaya a limitar las exportaciones de material estadounidense a Europa. Pero sería un absoluto contrasentido que, en el proceso de apuntalar esa autonomía que nos exige el propio Trump, nuestra dependencia de equipamiento estadounidense fuese en aumento.
La UE, con su larga trayectoria en la provisión de seguridad global a través de misiones civiles y militares, tiene mucho que aportar a la OTAN. Una UE más compacta en materia de defensa conducirá a una OTAN más fuerte, algo que solo puede beneficiar a EE UU. Sería deseable que Trump se diese cuenta de ello y que, en lugar de empecinarse en cruzadas unilaterales carentes de la más mínima cortesía diplomática, hiciese justicia al enorme valor que atesoran sus aliados. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt















De las falacias en tiempos electorales

 







Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, de la lingüista Beatriz Gallardo, va de las falacias en tiempos electorales. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com












Realismo ciudadano, 1; discurso hegemónico, 0
BEATRIZ GALLARDO 
02 AGO 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Desde que, el 29 de mayo, el presidente Pedro Sánchez anunció la cita electoral del 23 de julio, la esfera discursiva pública evolucionó hacia una espiral informativa que daba por hecho el cambio de Gobierno. Que esta previsión haya sido desmentida por los votos evidencia una brecha considerable entre el discurso público aparentemente mayoritario y la decisión ciudadana sobre el rumbo del país. Por supuesto, los factores que confluyen en el resultado electoral son múltiples, y el discurso es tan solo uno de ellos; atribuirle logros específicos en clave de (des)movilización o de persuasión es siempre tentativo, pues cada discurso político se filtra siempre por la biografía individual de quien lo escucha. No obstante, podemos describir los ingredientes más visibles de la esfera pública en el periodo electoral.
El discurso dominante ha sido, indudablemente, el que preveía un triunfo holgado del PP y su pacto de gobierno con la ultraderecha. En ese mensaje ha predominado una expresividad negativa, crispada, a la que el discurso del bloque progresista ha respondido con más habilidad y creatividad que otras veces, dando la vuelta al insulto y generando argumentos en positivo. Además, cabe pensar que esa opinión generalizada ignoraba dos cosas: que los pactos de gobierno surgidos en mayo (y sus decisiones) podían servir de polígrafo para las afirmaciones de Alberto Núñez Feijóo y Santiago Abascal respecto al 23-J, y, sobre todo, que las elecciones generales tienen una aritmética parlamentaria diferente a las autonómicas.
Aun así, con el encuadre general de triunfo del PP, la campaña de julio ha estirado al máximo los marcos discursivos hegemónicos del 28-M: temas como el terrorismo etarra, el uso del avión presidencial o la okupación. Los partidos conservadores han unido sus voces en una cadena de acusaciones que criminalizaba la fecha elegida (”unas elecciones puestas como para no ir”, tuiteaba un líder popular), el funcionamiento del voto por correo (”pido a los carteros, con independencia de sus jefes, que repartan todo el voto”, decía Feijóo), o incluso la avería del AVE Valencia-Madrid el mismo 23-J. Junto a esta interpretación interesada de la realidad, los bulos y mentiras han invadido el discurso de la campaña conservadora, que no se desplegaba en defensa de un programa electoral propio, sino contra el Gobierno de coalición. Tampoco han faltado las falacias, como la de invocar una y otra vez el triunfo de la lista más votada en un sistema representativo.
Este discurso, tan poco político, tan deudor de las hipertrofias personalistas y frívolas fraguadas en la era del espectáculo televisivo, se convierte en dominante al ser amplificado por una voz mediática paralela que, desde radios, televisiones y textos de opinión, asume su difusión magnificada y acrítica. Los temas fetiche se han repetido machaconamente como verdaderas glosomanías, con mensajes moralistas que evitaban hablar de iniciativas políticas y enmascaraban las evidentes limitaciones mostradas por el supuesto ganador en su desempeño comunicativo. Esta labor ha sido constante por parte de los medios alineados con la derecha desde la moción de censura de 2018 y ha ganado intensidad en la campaña del 23-J, hasta el punto de que un hito de la misma fue la aparición de una periodista de la televisión pública Silvia Intxaurrondo ejerciendo con profesionalidad su función de control. Su entrevista marcó el ritmo de la campaña precisamente porque la voz predominante en la esfera pública es la de ciertos medios cuyo alineamiento político (desplegado como verdadero activismo) eclipsa la voz del periodismo profesional, que realiza su trabajo sin histrionismos. También es significativo que estos medios generadores de opinión conservadora estén mayoritariamente asentados en Madrid, con una mirada que tiende a ignorar la pluralidad del país y solo se vuelve a las periferias en busca de votos.
Aparte del tono colérico, este discurso propagandístico destaca por su vacuidad conceptual. ¿Qué significa “sanchismo”, por ejemplo? ¿Qué argumento podrían dar esos jóvenes grabados en la discoteca de Xàbia para justificar sus insultos al presidente? ¿Qué saben sobre el terrorista García Gaztelu, alias Txapote, todos los que han repetido hasta la saciedad el lema que lleva su nombre? En realidad, todos estos elementos funcionan como interjecciones. Son gritos de guerra cuya única función comunicativa es transmitir un estado emocional negativo; solo hay ofensas, descalificaciones y desprecios porque la ira y rabia fagocitan cualquier racionalidad. La falta de contenido argumentativo subyacente se da también en las voces que fomentan esos mensajes desde los medios. Así, el día posterior a las elecciones, uno de los locutores radiofónicos más alineados con estas posiciones llamaba con toda naturalidad “psicópata” al presidente del Gobierno. Y un firmante habitual de columnas de opinión rebosantes de bilis manifestaba —no fue el único— su asombro por el hecho de que la realidad electoral no se ajustara a la prescrita desde sus textos. También Mariano Rajoy, en la primera entrevista tras su elección de 2011, afirmó con estupor que quien le había impedido cumplir su programa electoral había sido la realidad. Tozuda, como sabemos.
Todos estos prescriptores de opinión parecen ser presas del pensamiento mágico que, según Michel Wieviorka, caracteriza los populismos; el mismo que, por cierto, lleva a ciertos líderes progresistas a defender que ser hombre o mujer es una cuestión de elección individual y subjetiva, posición que también ha tenido impacto electoral. En ambos casos se está pretendiendo que el lenguaje cree la realidad, pero esto, lo sabemos, solo ocurre en los conjuros y sortilegios. La misma aspiración —aunque revestida de un cientifismo mitificado, que pronuncia demoscopia con mayúscula—, corresponde al uso de las encuestas electorales, tratadas por políticos y medios como verdaderos oráculos proféticos. “El PP obtendría mayoría absoluta con Vox y sumarían 181 escaños, según la encuesta de Gad3″, titulaba un medio conservador al cierre de las votaciones. Lo cierto es que la función informativa de las encuestas se pierde desde el momento en que muchas se publican sin ficha de datos, pues su difusión tiene más voluntad prescriptiva (performativa) que descriptiva; del mismo modo que los falsos medios sirven básicamente para proporcionar falsas noticias que luego se publican en redes y mensajería instantánea, se difunden encuestas para preidentificar un ganador.
No ha funcionado. Se diría que, con su voto, las y los españoles han desafiado a la “democracia de los crédulos” descrita por Gérald Bonner, y han preferido ignorar ese discurso mayoritario que aseguraba un Gobierno formado por el PP y Vox. En este sentido, las votaciones las ha perdido el discurso bronco y desquiciado que el bloque conservador ha cultivado durante toda la legislatura, el que sigue el manual propagandístico de los populismos, los eslóganes construidos sobre la crueldad o los editoriales sustentados en el insulto personalista; un discurso muy similar, con matices, al que fracasó antes en las opciones de izquierda. A la hora de los pactos, lo más relevante de estas dinámicas es, probablemente, que, al confiar su éxito electoral a este tipo de mensaje que desacredita las instituciones, Feijóo y su equipo han despreciado la importancia del discurso como elemento clave del sentido de Estado. Su discurso ultra lo ha llevado a quemar puentes con casi todo el arco parlamentario, un lujo que, en democracia, ningún ganador de elecciones, ni siquiera con mayorías absolutas, debería permitirse.