¿Existe un momento más icónico en la historia de Europa que el ocurrido el 31 de octubre de 1517, hace justamente 500 años, en la ciudad alemana de Wittenberg?, comenta en Revista de Libros el historiador Mark Greengrass, catedrático emérito de Historia Moderna en la Universidad de Sheffield y miembro del Centre Roland Mousnier de la Universidad de la Sorbona en París.
Un monje clava una hoja de papel en una puerta y pone en marcha una cadena de acontecimientos que fragmentan la Cristiandad. Para algunas personas, este hecho viene a marcar el comienzo del mundo moderno. Para otras, educadas en la historia confesionalizada con que se encuentra inevitablemente asociada, es el momento en que la conciencia individual arremetía por primera vez contra la autoridad recibida, la fe contra la superstición, la razón contra el miedo. La fecha es el 31 de octubre de 1517; el lugar, Wittenberg, una poco atractiva localidad a orillas del río Elba, al noreste de Alemania, lugar de residencia de la rama más antigua de los príncipes de la Casa de Wettin de Sajonia, que son, además, electores imperiales. El monje, que tiene treinta y tres años, pertenece a la orden eremética de los agustinos, lo que quiere decir que era un tipo de monje muy particular. El hecho consiste en clavar en la puerta de la Schlosskirche, la iglesia vinculada al castillo de Wittenberg, una lista de noventa y cinco proposiciones contra las enseñanzas papales sobre las indulgencias a fin de que sean objeto de debate.
¿Quién no ha oído hablar de las noventa y cinco tesis? Suelen compartir lista, junto con la Declaración de Independencia estadounidense, o el Manifiesto Comunista, como uno de los «diez documentos que cambiaron el mundo». Son tan icónicas que ahora hay «noventa y cinco tesis» sobre casi todo, y especialmente en Estados Unidos. El relato iconoclasta que hace Peter Marshall de aquel acto de clavar las tesis lo presenta como un hecho que no se produjo como tal, pero que merece la pena estudiar por derecho propio como un fenómeno de la memoria cultural. En el mundo anglófono, clavar en las puertas documentos de protesta se ha convertido en sinónimo de reclamar justicia social o cambio religioso. El 10 de julio de 1966, manifestantes a favor de los derechos civiles se congregaron en Chicago para oír un discurso del epónimo Martin Luther King. A continuación, la multitud marchó hacia el Ayuntamiento para presentar sus demandas al alcalde, Richard Daley. El alcalde no se encontraba allí y el edificio estaba cerrado. ¿Había, por tanto, algo más natural que colocar sus demandas en aquella puerta cerrada? Mucho más fotografiada fue la protesta religiosa organizada en 2005por Matthew Fox, un sacerdote episcopaliano y «teólogo creacionista» que había sido anteriormente dominico. Contrariado por la elección del cardenal Joseph Ratzinger como el papa Benedicto XVI, fue hasta Wittenberg para fijar su protesta en la puerta de la iglesia. Sin embargo, las autoridades impidieron su gesto y sólo le dejaron colocar un caballete junto a la puerta, lo que echaba por tierra el efecto perseguido. Pero él no cejó en su empeño y preparó una traducción italiana del mismo texto, que sí consiguió fijar sobre la puerta de la basílica papal de Santa Maria Maggiore en 2010.
Aquí radica, sin embargo, el problema del historiador: cuanto más icónico es el acontecimiento, menos histórico acaba resultando ser. ¿Cuántos de nosotros podríamos resumir, no digamos ya citar, una sola de las proposiciones de Lutero incluidas en las noventa y cinco tesis? Los historiadores no se muestran del todo de acuerdo en que había realmente noventa y cinco, porque se numeraron de manera diferente en las versiones más antiguas publicadas en Núremberg, Leipzig y Basilea. Puede que el hecho no sucediera nunca tal cual, o que, si lo hizo, se hubiera realizado en otra fecha, o en otro lugar. Lo fundamental es que, si «ocurrió», no lo hizo ciertamente de la manera en que la mayoría de las personas lo han imaginado durante los últimos quinientos años. Se trata de una construcción mítica, y una de las funciones de los historiadores es demoler mitos. Hace más de cincuenta años, el historiador y teólogo católico alemán Erwin Iserloh sugirió que la evidencia histórica argumenta en contra de que el hecho se produjera el 31 de octubre de 1517. Esto desencadenó un debate y la misma evidencia no ha dejado de examinarse cuidadosamente desde entonces. Algunos dirían, y no les faltaría razón, que no importa que las cosas sucedieran de una u otra forma. Al fin y al cabo, los profundos cambios en la Cristiandad que llamamos, por convención, y en aras de la sencillez, la Reforma protestante, sí que sucedieron con toda certeza, con o sin este supuesto hecho en Wittenberg. Pero otro papel, igualmente importante, que le corresponde al historiador es no deconstruir el mito, sino entenderlo como un fenómeno cultural. El mito es el modo en que comprendemos acontecimientos fundacionales. Es posible que la imagen de Lutero clavando sus tesis sea un hecho imaginado, pero eso mismo nos dice algo que reviste una importancia crucial sobre el modo en que los seres humanos necesitamos mitos para dotar de sentido a sus relatos.
Parte de ese poder mítico se transmite en un famoso grabado del aniversario de aquel hecho en 1617. Por entonces constituía una parte esencial del canon protestante, solemnemente conmemorado en actos celebrados por toda la Alemania luterana, y con ecos en muchos otros lugares de la Europa protestante. Retrataba un sueño profético de Federico el Sabio, elector de Sajonia, que sucedió supuestamente la noche del 30 de octubre de 1517, mientras se encontraba en su castillo de Schweinitz. Federico estaba cavilando sobre la inminente festividad de Todos los Santos y Todos los Difuntos. Soñó con un monje que rogaba que se le permitiera escribir algo en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg. Cuando se le permitió hacerlo, empezó a escribir las palabras «Vom Ablaß» («Sobre las indulgencias»), de un tamaño tan grande que Federico podía leerlas en Schweinitz. Y lo hizo con una pluma tan enorme que llegaba hasta Roma, donde pellizcó las orejas de un león (el papa León X), despojándole de su tiara, que cardenales y obispos trataban de volver a ponerle sobre la cabeza. Los historiadores pueden desentrañar fácilmente el significado del sueño. Después de tres generaciones, la Reforma protestante luterana había establecido sus iglesias y en los principados del norte de Alemania y Escandinavia se había convertido en la religión estatal, que había surgido, tal como lo vieron los propios reformadores protestantes, como un acto de Dios, por medio del poder providencial de la imprenta y la predicación, en el que difundía la verdad como una fuerza incontenible. Pero miraron a su alrededor en 1617 y vieron que la victoria les había esquivado. Las fuerzas de la Contrarreforma estaban en auge. Las tensiones religiosas y políticas resultantes se expresaron en términos milenaristas, proféticos, con la esperanza de que, a pesar de los contratiempos, la verdad de Dios acabaría prevaleciendo. El sueño de Federico el Sabio refleja el ambiente febril que se vivía en Alemania en vísperas del estallido de la Guerra de los Treinta Años.
El estatus fundacional del hecho mítico del 31 de octubre de 1517 ya había tomado forma cuando se produjo la muerte de Lutero. Esto resulta llamativo, ya que el propio Lutero no lo menciona jamás, ni una sola vez, y ello a pesar del hecho de que no dejó precisamente de reflexionar sobre lo que había sucedido en estos años cruciales. Se conserva una copiosa correspondencia de Lutero: se trata de la fuente que permite, en parte, que libros recientes centrados en Lutero tengan algo novedoso que decir. También tenemos las charlas de sobremesa, las conversaciones de Lutero tal como las recordaron sus amigos y acólitos, una fuente que ha de utilizarse con discreción, pero que resulta, en cualquier caso, reveladora. La reciente biografía de Heinz Schilling1 sobresale por valerse de estas fuentes para situar al profeta y rebelde de nuevo como un monje. Pero lo sitúa, además, dentro de una perspectiva más amplia, hermosamente elaborada, que ve a Lutero como el creador de una «cristianización protestante» que pronto se situaría en el centro mismo de una Europa confesionalizada. Es un Lutero que anticipa, hasta cierto punto, la Reforma que habrá de llegar después. Matthieu Arnold y Lyndal Roper recurren a dos enfoques muy diferentes para ejercer el papel de biógrafos. Arnold es el estudioso que quizá más ha hecho por mostrarnos cómo utilizar la correspondencia de Lutero como una fuente histórica. La biografía que ha producido para el mercado francés resulta ser, sin embargo, un relato bastante tradicional a la manera de una «vida y época», académico y sobrio, pero desprovisto de carne y hueso.
Lyndal Roper, la Regius Professor de Historia Moderna en la Universidad de Oxford, por contraste, se mete bajo la piel del reformador en su chispeante, perspicaz y profundamente investigado estudio de Lutero, que no es tanto una biografía como un psicodrama historizado. En 1958, el psicólogo Erik Erikson se propuso «explicar» a Lutero en términos de un rechazo freudiano de su padre dominante y de la consiguiente crisis de identidad que experimentó. El resultado fue una especie de choque de trenes entre psicología e historia, que no hacía ningún favor a ambas disciplinas. Lyndal Roper es mucho más sofisticada: «Quería explorar los paisajes interiores [de Lutero] a fin de comprender mejor sus ideas sobre la carne y el espíritu, formadas en un tiempo anterior a nuestra moderna separación de mente y cuerpo», escribe. El resultado está muy alejado de Erikson, porque no explora simplemente la especificidad de la educación de Lutero en su contexto histórico (era hijo de un minero que contrajo matrimonio con una mujer de una condición social superior a la suya), sino que luego se dedica a trazar para nosotros la íntima radicalidad de sus ideas y a explicar por qué (a partir de 1522) esa radicalidad se vio ocluida. «Os ruego –escribió a uno de sus corresponsales–, si entendéis el Evangelio correctamente, que no os penséis que es algo que pueda hacerse sin sublevarse, sin ofenderse y sin sentir malestar». El mensaje de Lutero de que la Palabra de Dios era una espada le costaría perder a antiguos partidarios y amigos, y le granjearía enemigos formidables.
La intuición de Lutero era también, sin embargo, que nosotros, al igual que el mundo político y social a nuestro alrededor, somos paradojas, «dos reinos», en los que todos somos capaces de mentir, intrigar y engañar como los que más, y que únicamente Dios, que está presente (pero escondido) en todo el desorden de nuestras vidas, puede enderezarnos. Imaginemos que somos una pareja joven casada, explicó en cierta ocasión, con un nuevo bebé. Lutero estaba convencido de que sólo podríamos llegar a conocer la gracia de Dios de un modo semejante a la confianza inocente de ese bebé. Es duro, debido a los pañales, las noches en vela y las enfermedades, y luego llega el momento en que esa pareja ya no puede soportarlo más. Pero entonces sucede algo. El bebé sonríe. En ese momento la situación se transforma. Esa pareja, seres humanos normales con todos sus defectos, pasan a estar, en ese momento, «justificados» por la extraña acción de la gracia de Dios. Debemos vivir nuestras vidas, confiando en la gracia de Dios, y, en verdad, no nos queda otra opción que hacerlo así. La capacidad de Lutero para convertir una teología agustina radical, basada en la Biblia, en una parábola, enraizada en las vidas de personas corrientes, constituye una parte importante de su genio. Sus últimas palabras registradas fueron: «Todos somos mendigos, esa es la verdad». No obstante, no todo el mundo quedó convencido por las paradojas de Lutero. Erasmo, sin ir más lejos, se mostró receloso y dijo que no pondría en riesgo su vida por ellas. Un estudio reciente, el de Andrew Pettegree, aleja el énfasis de Lutero y lo acerca a sus colaboradores en Wittenberg y en otros lugares, pues fueron ellos quienes se convirtieron en los forjadores de su imagen. Lo cierto es que Lutero se mostró ambivalente, aunque no contrario, a la creación de la «Marca Lutero». El supuesto hecho de clavar las tesis en la puerta de Wittenberg entra a formar parte de la historia de un Lutero comercializado, aunque Pettegree se muestra convencido, dadas las semejanzas tipográficas existentes entre las tesis publicadas en Núremberg y una versión anterior de las tesis preparada por el único impresor que se hallaba en activo en Wittenberg (en el sótano del monasterio agustino de Lutero), que las tesis se imprimieron y sí se fijaron en la puerta, tal como supone la leyenda.
El problema con el Lutero escritor es que la correspondencia no pasa a ser abundante hasta después de 1520; y la creación de la marca empezó a partir de 1521. Cuando se trata de dilucidar qué sucedió en Wittenberg en 1517, por tanto, los biógrafos de Lutero tienen poco que añadir a una historia que hemos conocido durante años. Pero es necesario, sin embargo, contextualizarla con sensibilidad. Nadie hace eso mejor que el más destacado historiador de la Reforma protestante en Alemania, Thomas Kaufmann, catedrático de Historia de la Iglesia en la Universidad de Gotinga. Admirablemente imparcial, impecablemente investigada y actualizada, su Historia de la Reforma2 enmarca el relato en su contexto sajón. Se ve involucrada la recién fundada Universidad de Wittenberg, donde Lutero fue un decidido reformador del currículo, así como la recién completada iglesia del castillo de la localidad, famosa por la pujante colección de reliquias sagradas del elector, que constituían la principal atracción turística de la ciudad. Podemos calcular hasta el último día los millones de días de remisión del purgatorio que cualquiera que poseyera la resistencia para practicar todas las devociones estipuladas por las indulgencias atribuía a la colección de reliquias de Federico. Los ingresos sufragaron los costes de la nueva universidad, incluido el salario de Lutero. En estos tiempos no somos muy indulgentes con las indulgencias. En general se ven como un ejemplo de la corrupción y la venalidad de la Iglesia y el papado tardomedievales. Eso es, sin embargo, una caricatura y la realidad es más compleja. Pertenecían a una economía de la salvación que contaba con sus propias justificaciones teológicas. Surgidas con las Cruzadas, en su mayor parte no se dispensaban desde Roma sino, como sucedía en Wittenberg, en un ámbito local y con el fin de apoyar buenas causas. No carecían de críticos y los debates fueron una puerta de entrada a todas las grandes escuelas filosóficas y teológicas de finales de la Edad Media, algunos de los cuales se alinearon con las rivalidades existentes entre las distintas órdenes religiosas. Uno de los debates versaba sobre si las indulgencias podían concederse a aquellos que ya estaban muertos. Hubo argumentos a favor y en contra, pero, en 1476, el papa Sixto IV (mediante la bula Salvator Noster) dictaminó que las indulgencias beneficiaban ciertamente a las almas de quienes ya se encontraban en el purgatorio. Lo hizo para recaudar dinero para la reconstrucción de la catedral de Saintes, en Francia, por medio de un agente local, y parte de los ingresos revirtieron a Roma para apoyar el más reciente empeño papal de sufragar una Cruzada.
El precedente de la Bula y los acontecimientos que la rodearon fueron una parte significativa de la controversia sobre las indulgencias que explotó en Alemania en 1517. Al igual que había sucedido en 1476, una operación dirigida desde el papado para comercializar indulgencias se vinculó a la buena obra de reconstruir una iglesia, y la campaña incluía un acuerdo con contratistas sobre la base de compartir las ganancias. La diferencia era que la iglesia en cuestión era la Basílica de San Pedro; y el agente local era el arzobispo más importante de Alemania, el de Maguncia, un elector imperial. El hijo del elector de Brandeburgo, de veinticuatro años, estaba deseoso de obtener el arzobispado. Pero era costoso, porque necesitaba dispensas para ello por no tener aún la edad preceptiva y porque ya era obispo de Magdeburgo. Hubo de pedir prestados veinticuatro mil ducados a los banqueros Fugger para poder asegurarse el arzobispado. La campaña de indulgencias de 1517 fue una solución ingeniosa, o así se lo pareció al papa León X. Albrecht autorizaría la venta en su territorio por medio de agentes, se haría con la mitad de los ingresos y entregaría el resto a Roma. Lutero, al igual que todo el mundo, no sabía absolutamente nada de estos tejemanejes. Todo lo que sabía, como la mayoría de la gente, era que el agente designado era Johann Tetzel, un dominico (Lutero era agustino), licenciado en Leipzig (la gran rival de la Universidad de Wittenberg) y un histrión. Necesitaba ser esto último, porque el mercado estaba saturado. Maximizó las posibilidades al declarar –de un modo que resultaba teológicamente dudoso– que todas las indulgencias concedidas en los ocho años anteriores en esa parte del mundo eran inválidas. Propuso asimismo que las personas que las compraran en nombre de los muertos no tenían ninguna necesidad de confesarse ni de mostrar contrición. Y estuvo en activo en los lindes de la Sajonia electoral, en la localidad natal de Lutero, Eisleben, y en otros lugares, desde enero de 1517.
Lutero receló de Tetzel desde el principio. Y no se debió simplemente a la evolución de sus propias ideas sobre el tema de cómo los cristianos lograban la «rectitud», o pasaban a quedar «justificados» a los ojos de Dios. Con el tiempo vería con claridad que el esfuerzo humano no desempeñaba en ello ningún papel, y que la rectitud era «imputada» a nosotros por Dios, por medio del sacrificio de Cristo en la Cruz. Más tarde presentó eso como una revelación repentina. Pero, ¿había sucedido realmente de ese modo? Y, si fue así, ¿sucedió pronto, en 1514, o la idea no llegó a tomar forma en su mente hasta mucho más adelante, incluso en una fecha tan tardía como 1519? Es difícil saberlo con seguridad. Lo que está claro es que las noventa y cinco tesis no fueron el resultado de un gran avance teológico que se hubiera producido anteriormente, sino parte del proceso por el cual sucedió. Tienen que situarse dentro de un continuum que comienza con el sermón contra las indulgencias de Lutero en enero de 1517 en Wittenberg (que le valió una reprimenda del elector), pasando por los predicados en Cuaresma, hasta llegar a un tratadito que escribió sobre el tema a comienzos del verano, en el que no resulta difícil discernir que estaba pensando en una disputa académica sobre este asunto en concreto. Exactamente algo por debajo de un centenar de proposiciones era la extensión normal de lo que cabía esperar.
No se conserva ningún manuscrito de las noventa y cinco tesis. La versión impresa anunciaba esa disputa, que casi con certeza no se produjo nunca. En la carta en que remitía el texto al arzobispo Albrecht de Maguncia, en cuya provincia se encuentra Wittenberg, y fechada el 31 de octubre de 1517, Lutero dejaba por primera vez, sorprendentemente, de escribir su apellido como el de su padre: «Luder». Su nueva forma de escribirlo era un explícito juego de palabras con el griego «Eleutherius», que significa «liberado», y fue la grafía que utilizaría a partir de entonces. ¿De qué pensaba Lutero que estaba liberándose? Las tesis eran una crítica absolutamente devastadora de la enseñanza y la práctica actuales de las indulgencias. Pero no eran el proyecto para un nuevo movimiento religioso, ni una declaración de independencia. Lutero no estaba repudiando la autoridad de Roma. Ni siquiera estaba reclamando la abolición de las indulgencias en su conjunto. Muchas de sus críticas se habían difundido más que de sobra anteriormente, e incluso algunas figuras próximas a Roma y a la orden de los dominicos habían expresado reservas sobre su doctrina en torno a las indulgencias, fundamentalmente Tommas de Vio (conocido como Cajetanus o Gaetanus, por haber nacido en la localidad italiana de Gaeta). A comienzos de diciembre de 1517 completó un tratado sobre las indulgencias que dedicó al cardenal Giulio de Medici, el posterior papa Clemente VII, en el que, con un tono más mesurado, se hacía eco de algunas de las proposiciones de Lutero. Entonces, si las tesis no eran tan extraordinarias, ¿qué es lo que sucedió para que luego sí lo fueran?
La carta a Albrecht es todo lo que tenemos para poder acercarnos a lo que sucedió realmente ese día. Es excesivamente obsequiosa, pero insinúa la posibilidad de que, de no abordarse el asunto, podría llegar a producirse un escándalo mayor. ¿Estaba, pues, Lutero siendo insincero? ¿Tuvo él un papel esencial para que se imprimieran, provocando con ello el escándalo que decía que estaba intentando impedir? Sabemos que envió copias de lo que llamó su «Paradoxa» a varios amigos. Pero todas las pruebas conservadas salidas de la pluma de Lutero en el curso de los seis meses siguientes es que se mantuvo apartado del tema, esperando una respuesta de Albrecht. El 5 de marzo de 1518 dijo a un amigo de Núremberg, Christoph Scheurl, que «no era mi intención ni mi deseo darlas a conocer entre la gente, sino intercambiar impresiones sobre ellas con unas cuantas personas». Scheurl, un prototípico «constructor de la marca» luterana, resulta ser la figura fundamental para comprender cómo «escaparon» las tesis hasta un mundo más amplio. Núremberg era uno de los grandes centros de impresión de la Cristiandad. Según admisión propia, él fue quien organizó que se imprimieran en Núremberg, así como que se tradujeran al alemán. Pero también dice que Lutero permitió que se imprimieran como respuesta a la oposición que habían generado. Así pues, en varios momentos a lo largo del camino, Lutero fue, como mínimo, cómplice de que aumentara su difusión.
Si lo que sucedió en Wittenberg el 31 de octubre de 1517 fue un no hecho, ¿cómo es posible que tuviera unas consecuencias tan trascendentales? La respuesta se encuentra en el desarrollo gradual de lo que los contemporáneos llamaron en Roma el «caso Lutero» tras los primeros meses de 1518, un conflicto que no cesó de crecer y agrandarse, que acabaría dando lugar a la Bula para su Excomunión en 1520, lo cual se superpondría gradualmente con los asuntos políticos más amplios del Reich alemán. Un hecho capital dentro de esta dinámica fue la muerte del emperador Maximiliano I en enero de 1519 y la controvertida elección imperial que se realizó a renglón seguido. ¿Por qué, en estos años, se convirtió el «caso Lutero» en algo que nadie pudo controlar? Aquí sigue resultando difícil, y especialmente en la historiografía alemana y anglófona, ir más allá de la doxa de que una iglesia corrupta estaba simplemente esperando que surgiera una figura como Lutero, y que su popularidad fue la consecuencia natural e inevitable de la indeseable influencia de la decadencia. Es la historiografía francesa, con su interior mediterráneo, la que nos permite navegar más allá del mito que utilizaron los propios reformadores protestantes para justificar los enormes cambios religiosos que estaban proponiendo, y que necesitaban un rechazo del pasado inmediato y la proyección del mismo como un mundo decadente en el que el Diablo estaba operando en las altas instancias. La historiografía nos permite deconstruir la noción de una «Reforma protestante», en singular, y construir en su lugar un mundo de «Reformas», en plural, en el que surgieron diversos movimientos reformistas, que se remontaban hasta bien entrado el período medieval, de los que sólo algunos terminaron siendo «protestantes», y que constituyeron una parte esencial de una Cristiandad ya profundamente marcada por un movimiento favorable a la «reforma» mucho antes de Lutero.
Tener eso en cuenta supone empezar a entender la controvertida naturaleza del desafío de Lutero, según fue evolucionando hasta convertirse en el «caso Lutero», empujado por una progresiva ampliación y radicalización de sus ideas en respuesta a sus críticos. Podemos observar cómo ese proceso arrancó ya muy pronto, en abril de 1518, cuando Lutero asistió a una reunión del cabildo general de la orden agustina en Heidelberg. Aprovechó la ocasión para defender otra serie de tesis, que denigraban el libre albedrío humano (que él llamaba una «teología de la gloria») y propugnaban otra cosa, una «teología de la cruz», una total dependencia de la gracia inmerecida de Dios. Las afirmaciones contenidas en estas tesis eran mucho más profundas e inquietantes. Apuntaban en la dirección del sacerdocio de todos los creyentes y en la importancia de la conciencia individual: el radicalismo central, pero en última instancia ocluido, del pensamiento de Lutero.
¿Por qué las autoridades eclesiásticas no supieron llevar, sin embargo, el «caso Lutero»? Ese es el puzle para el que existen numerosas conjeturas, pero ninguna respuesta definitiva. Hubo una gran oportunidad para cortocircuitarlo, en octubre de 1518, cuando Cajetanus, nombrado emisario imperial en la Dieta de Augsburgo en aquel año, se reunió con Lutero. Este pidió que se le mostrara en qué estaba equivocado, y si había alguien que tuviera tanto el equipamiento teológico como la capacidad para actuar de mediador y encontrar una manera de salir del atolladero, ese era Cajetanus. Pero las instrucciones que recibió de Roma eran explícitas. Tenía que solicitar la sumisión de Lutero a Roma y no discutir la teología de las indulgencias. Antes de abandonar Augsburgo, Lutero fijó en la puerta de la catedral un documento registrado legalmente, y esta vez no hay ninguna duda de lo que sucedió realmente. Era un reenvío de su caso al papa León, «un papa mal informado que necesita estar mejor informado». Si hay que recordar una puerta, y un documento fijado a ella, deberíamos pensar quizás en Augsburgo, el 20 de octubre de 1518, y no en Wittenberg el 31 de octubre de 1517.
¿Por qué tenía Cajetanus las manos atadas? Aquí hay que especular. Roma estaba perfectamente bien informada sobre Lutero y sus ideas. La curia papal comprendía lo que estaba en juego, y no resultó inmediatamente aparente, al menos en el otoño de 1518, que estaban perdiendo la batalla en el debate público que estaba librándose cada vez más en el ámbito de los panfletos impresos. Las disputas seguían produciéndose en gran medida en latín, y Johann Eck, el gran polemista de Ingolstadt, estaba manteniéndose más que firme. Las respuestas parecían encontrarse en otros frentes. Roma estaba preocupada por la contaminación cruzada procedente de Praga y los husitas, una herejía que había logrado contener, si bien al precio de dejarla estar. También le preocupaban los humanistas de Renania, y Erasmo y sus acólitos, cuya erudición bíblica no sólo amenazaba la ortodoxia, sino que aquellos escritos se burlaban de ideas y personas situadas en las altas instancias, lo cual estaba empezando a resultar difícil de aceptar. El problema consistía en que los renanos también contaban con protectores en las altas esferas y eran, por el momento, intocables. Pero Lutero podía convertirse en un ejemplo para ellos, en una llamada de advertencia. Y tras ello se encontraba la determinación papal a que la Cristiandad no podía permitirse incurrir en la desunión cuando el imperio otomano estaba mostrándose tan agresivo en los flancos oriental y meridional. Esa determinación se vio reforzada por la angustia provocada por la amenaza turca, que resultaba cada vez más preocupante para el conjunto de la península italiana. Si estos eran los cálculos, no eran estúpidos. Pero no consiguieron tomar en consideración dos cosas. La primera era que Federico el Sabio, a pesar de todos sus intereses en el asunto en sentido contrario, protegería a Lutero a lo largo de todo el enfrentamiento, tanto contra el emperador como contra las autoridades eclesiásticas. La segunda fue que la muerte del emperador Maximiliano alteró los cálculos políticos, creando el espacio para lo que conocemos como la Reforma Luterana.
Las conmemoraciones son asuntos complicados. ¿A quién y qué estamos conmemorando en el quinto centenario de las noventa y cinco tesis? ¿Al Lutero de 1517 (no un hombre joven)? ¿Al Lutero de 1524-1526 y las Guerras Campesinas? ¿O al Lutero anciano, enfermo, agresivo, espantosamente antisemita? Luthers Juden (Los judíos de Lutero), de Thomas Kaufmann3, aborda este tema incómodo en concreto y cómo empañó a partir de entonces a la Iglesia luterana. ¿Qué parte de la Reforma protestante estamos conmemorando? Fue un movimiento que devino rápidamente multidimensional e internacional, dividido por diferencias confesionales, extrayendo sus raíces confesionales de lugares diferentes de la Sajonia luterana. Una vez más, es la más reciente historia de la Reforma protestante de Kaufmann, publicada en alemán con el título de Redimidos y condenados, la que aleja el foco de la Sajonia luterana para examinar el movimiento dentro de sus dimensiones conflictuales más amplias. La conmemoración es un asunto complicado incluso en Alemania, un país multiconfesional en el que la imagen de Lutero el Liberador, el verdadero alemán, el hombre moderno, ha de combatir con otros Luteros, el Lutero que traicionó a los campesinos, el virulento polemista anticatólico, el antisemita. Una conmemoración que promueva una historia de la Reforma protestante que resulte en exceso simplificadora, que se centre en demasía en el propio Lutero y en su teología de la justificación por la fe, se arriesga a convertirse en un modo de utilizar la historia como un refugio seguro, reforzando lo que creemos que ya sabemos, y amplificando lo que ya tememos. Asumir la dinámica de lo que sucedió, incluida la evolución de las ideas del propio Lutero, y el modo en que fueron transformándose en reciprocidad con sus adversarios, es una manera de empezar a derribar los estereotipos tras el no hecho de Wittenberg. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt