sábado, 18 de marzo de 2023

[ARCHIVO DEL BLOG] La democracia en España (1812-2013): Un resumen acelerado. [Publicada el 09/06/2013]










Los refranes son sabiduría popular acumulada a lo largo de siglos de experiencias personales y generacionales. No siempre aciertan, pero deberíamos tomarlos en cuenta. Por ejemplo, ese que dice, que "sabe más el diablo por viejo que por diablo". Que traspuesto al lenguaje académico podría traducirse en el conocido aforismo de que "los pueblos que no aprenden de su historia están condenados a repetirla". En eso, los españoles, nos hemos pintado solos: en no aprender. Parece que lo habíamos comprendido y aceptado por fin con la tan denostada, hoy, "transición a la española" (ni siquiera me atrevo a ponerla con mayúscula, lo confieso, por miedo a parecer un carcamal) que llevó hasta la Constitución de 1978, manifiestamente mejorable, pero en absoluto inservible como algunos pretenden. Pero la realidad es que yo participé en ella con entusiasmo (en la Transición), no reniego de sus objetivos ni de sus logros, y me siento orgulloso de pertenecer a la generación que la protagonizó.
Se preguntarán los lectores, con razón, ¿y esto, a qué viene? Pues viene a que acabo de terminar de leer hace unos minutos el libro que me ocupaba desde unos días atrás y del que he venido hablando, a salto de mata, cogiendo la oportunidad por los pelos cuando me era posible y venía al caso. Me refiero, como no, a "Los señores del poder y la democracia en España: entre la exclusión y la integración" (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2013), del profesor José Varela Ortega. A esas lecturas me he referido en sendas entradas de fechas 7 de junio y 28 de mayo, respectivamente, y a ellas remito a los interesados.
Quizá no sería desmesurado por mi parte reconocer que me ha provocado un profundo impacto el libro del profesor Varela. No es normal en una persona (perdónenme la presunción) que lleva leyendo libros de historia, como mínimo, desde hace cincuenta años, y que algo "sabe" de ello, del estudio de la Historia, aunque solo sea por deformación profesional y pasión personal.
Nada más alejado de mi intención que el adoctrinamiento. Nunca he tenido la menor intención de convencer a nadie de nada, y menos, cuando me declaro escéptico confeso y mártir de mis propias creencias, si es que tengo algunas. Mi padre, que también lo era, decía con sorna que "solo creía en Dios, en el bicarbonato y en la Guardia Civil". Yo ya no creo ni en el bicarbonato, así que imagínense lo que pienso de las otras dos...
A pesar de ello, quiero guardar un poso de esperanza en la inteligencia de la gente común, de mis conciudadanos españoles y europeos, en que comprendan que la dialéctica del enfrentamiento cainita de unos contra otros no nos lleva a ningún lado, que la democracia es un fin, pero también un procedimiento y unas reglas que se basan en algo tan sencillo como aceptar que "los otros" también pueden tener razón; que "si no la  tienen" tampoco es razón suficiente para eliminarlos; que "la mayoría" está autorizada a gobernar, pero que la "minoría" tiene derecho a existir, expresarse libremente, oponerse a la mayoría y, llegado el momento a sustituirla.
En las últimas páginas (474/475) de su libro, dice el profesor Varela: "Quizá, no sería un resumen muy desenfocado aparejar la historia política de la España contemporánea desde 1812 en torno a tres ejes fundamentales, por más que tan heterogéneos como complementarios; a saber: libertad, alternancia y democracia" (nunca del todo realizados, o realizados bien, precisamente hasta el último cuarto del pasado siglo, apuntillo yo), para concluir con una frase no por lapidaria, más afortunada: "No es infrecuente que la democracia sea una construcción de exiliados para no volver a ser desterrados".
Por favor, no volvamos a poner la democracia, a España y a los españoles entre corchetes. Nunca más... Y sean felices, por favor, a pesar de todo. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν": Nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt











viernes, 17 de marzo de 2023

Del miedo a la policía

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del filósofo Santiago Alba, va del miedo a la policía. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.








Miedo a la policía
SANTIAGO ALBA RICO
15 MAR 2023 - El País
harendt.blogspot.com

Hemos sabido que la Ley de Seguridad Ciudadana, alias ley mordaza, no será derogada ni revisada en esta legislatura. A lo largo de mi vida he tenido amigos reposteros, peluqueros, ministros, maestros, jueces, empresarios, músicos, camareros, escritores reaccionarios y hasta médicos estalinistas. Lo confieso: me gustaría tener o haber tenido un amigo policía. No lo tengo. Item más: confieso que la policía me da miedo y que este miedo, todavía hoy, me convierte invariablemente en sospechoso en controles y aduanas. Se aducirá con razón que este miedo, y la renuencia a conocer y tratar policías, refleja el atavismo izquierdista de un sexagenario que tenía 15 años cuando murió el dictador Franco y cuya cabeza sigue poblada de cargas salvajes de los grises y relatos siniestros de comisaría. Se aducirá con razón. Pero se me permitirá que diga que he visto cambiar muchas cosas en este país durante los últimos 47 años: he visto avanzar el feminismo y retroceder la homofobia y el racismo, he visto cambios enormes en la administración e incluso en la judicatura, justamente denostada en las instancias más altas pero muy renovada en las magistraturas de a pie. Tengo la impresión, sin embargo, de que la policía ha cambiado poco o mucho menos que las otras instituciones, mucho menos, desde luego, que la cabeza de la gente.
Durante estos años he conocido a dos docenas de personas (sí, de izquierdas) que han sido acusadas de agredir a la policía después de sufrir una agresión policial. Entre ellas, recientemente, dos cargos públicos (sí, de izquierdas): Alberto Rodríguez e Isa Serra, juzgados y condenados con el único testimonio de los agentes implicados, en una versión perversa del “yo sí te creo” que algunos tanto critican en el feminismo. Eso por no hablar de las llamadas “cloacas policiales” y los manejos bituminosos contra políticos y partidos (sí, de izquierdas) a los que se ha pretendido criminalizar ante el electorado. Por no hablar asimismo del diferente trato policial dispensado, por ejemplo, a los manifestantes gaditanos durante la huelga del metal en noviembre de 2021 (sí, de izquierdas), ferozmente reprimidos, y a los manifestantes negacionistas de Núñez de Balboa en mayo de 2020 (sí, de derechas), amigablemente tolerados. Que a finales de 2021 y ahora, hace pocos días, los sindicatos policiales mayoritarios hayan convocado protestas —apoyadas, sí, por la derecha institucional— en favor de la Ley de Seguridad Ciudadana, alias ley mordaza, no contribuye precisamente a aliviar mis atavismos izquierdistas de sexagenario antifranquista. Dos años después de su entrada en vigor, en junio de 2017, Amnistía Internacional registraba ya casi 200.000 sanciones, el 33% de las cuales castigaban desobediencias no delictivas, negativas a identificarse o faltas de respeto a los agentes. La Ley de Seguridad Ciudadana, alias ley mordaza, ley húngara o ley turca, no parece concebida para proteger a los ciudadanos sino para proteger a los policías de los ciudadanos; no para asegurar la libertad de los ciudadanos sino para garantizar la seguridad de la policía.
Así que, a mis 62 años, la policía me sigue dando miedo. ¿Es por intoxicación ideológica? Confieso que he mentido. Sí que tengo un amigo policía o, al menos, un conocido policía. El otro día estuve sentado a una mesa con él, compartiendo unos vinos. Parecía una persona normal y era, aún más, una persona normal y lo que me contó aumentó precisamente mis temores: incremento del voto a Vox, fratrías liberticidas en chats, nula formación en valores democráticos. Él mismo, porque parecía y, aún más, era normal, estaba muy preocupado. De ninguna manera quiero una policía de izquierdas que sustituya a una policía de derechas; hay algunas cosas —pocas— que quiero que no sean ni de derechas ni de izquierdas: las flores, el queso manchego, la línea del horizonte, la policía. Quiero que se tomen en serio su trabajo de combatir el crimen y de proteger las libertades democráticas. Quiero que se guarden su legítimo alineamiento ideológico para las urnas y no lo expresen jamás en la calle, en las comisarías, en los albañales del Estado.
Se agota la legislatura y la Ley de Seguridad Ciudadana, alias ley mordaza, no será derogada; ni siquiera reformada. ¿Por qué? ¿Qué ha pasado? Quizás es que el Gobierno de coalición estaba demasiado ocupado en pegarse tiros en el pie peleándose por leyes que, con sus luces y sus sombras, habían acordado los dos partidos que lo componen. Pero quizás no. Quizás soy un viejo suspicaz. Quizás no es solo cosa mía. Quizás también el PSOE tiene miedo de la policía.
La verdad es que me gustaría perderle el miedo. Me gustaría vivir en un país en el que la presencia de un agente de policía me sosegase y no me desazonase y en el que mis hijos jóvenes de izquierdas contemplasen como una opción humanitaria, junto a la sanidad o el cuerpo de bomberos, la posibilidad de ingresar en la policía. Ese puñadito de policías normales (que se lo creen contra sus propios jefes y compañeros) saben bien cuán lejos estamos de eso.






























[ARCHIVO DEL BLOG] Historia e historiadores. [Publicada el 25/08/2011]











Hasta que leí sobre él en Revista de Libros nunca había oído hablar del historiador británico Tony Judt, fallecido hace ahora justamente un año a causa de una esclerosis lateral amiotrófica (ELA), más conocida como enfermedad de "Lou Gehrig", por haberla padecido el famoso jugador de beísbol de ese nombre. La información que sobre Tony Judt da la Wikipedia en español no le hace justicia, así que en este enlace pueden acceder a la versión inglesa, mucho más extensa y pormenorizada, y en todo caso echarle una ojeada  al vídeo que acompaña esta entrada, realizado en el marco del homenaje que la Fundación Mapfre tributó a la memoria y la obra del historiador británico escasos meses después de su muerte.
De padre belga, emigrado a Gran Bretaña antes del estallido de la guerra mundial, y madre inglesa, ambos descendientes de judíos de Europa oriental, Tony Judt nació en Londres en 1948 y murió en Nueva York, la ciudad en la que residía, el 6 de agosto de 2010. Realizó sus estudios en el King's College de Cambridge y en la École Normale Supérieure de París. Impartió clases en las universidades de Cambridge, Oxford, Berkeley (San Francisco) y Nueva York, ocupando en esta última la cátedra de Estudios Europeos, que él mismo fundó en 1995, y en la que también ocupó la dirección del Remarque Institute. Es autor de numerosos libros, entre ellos "Postguerra. Una historia de Europa desde 1945"  (Taurus, Madrid, 2006). Considerado uno de los diez mejores libros de 2005, se trata de un voluminoso texto de más de mil doscientas páginas, que estoy leyendo ahora mismo con entusiasmo creciente, que en 2007 recibió el Premio Hannah Arendt, otorgado por la ciudad-estado alemana de Bremen y la Fundación Heinrich Boell, y en 2009 el Orwell Prize, el más prestigioso de Gran Bretaña a un libro político. 
Mi relación sentimental con Tony Judt, fue propiciada por la lectura mensual de Revista de Libros. El primer artículo que leí sobre él en dicha publicación (núm. 130, octubre de 2007) fue el titulado "Europa y el mundo. Tres siglos de historia", del profesor de la Universidad Autónoma de Madrid, Manuel Pérez Ledesma, en el que comentaba el ya mencionado más arriba libro suyo "Postguerra. Una historia de Europa desde 1945", considerado por muchos historiadores el mejor de los que se han escrito sobre dicho período.
Para Judt, dice el profesor Pérez Ledesma, la historia reciente de Europa es en primer lugar la historia de una pérdida: de la pérdida del poder, de la importancia internacional y, en algunos casos, de la condición imperial de los Estados del continente. Algo que se reflejó de forma dramática, ya en los momentos iniciales del relato, en la incapacidad europea para enfrentarse a las amenazas que habían surgido en su interior: en 1945, la mayor parte de Europa «no había sido capaz de liberarse del fascismo por sus propios medios, ni tampoco podía mantener a raya al comunismo sin ayuda»; sólo tras varias décadas y numerosos esfuerzos pudieron los europeos recuperar el control de sus destinos. Pero ésa no es la única pérdida: lo que Judt quiere contar en un segundo nivel -añade el profesor Ledesma- es la historia del declive de las grandes teorías decimonónicas sobre el progreso y el cambio, la revolución y la transformación social, que habían hecho suyas los partidos y los movimientos políticos de preguerra. En especial, dice, son el decaimiento del fervor político en la mitad occidental del continente y el descrédito del dogma marxista en su mitad oriental los asuntos que más le im­portan a Judt.
Tiempo después, de nuevo en Revista de Libros (núm. 145, enero de 2009) vuelvo a encontrar un artículo de Michael Seidman, catedrático de Historia en la Universidad de North Carolina, titulado "La voluntad de ignorar", comentando otro afamado libro de Judt, en esta ocasión el titulado "Pasado imperfecto. Los intelectuales franceses, 1944-1956" (Taurus, Madrid, 2008).
Dice Seidman del libro que es una historia intelectual extremadamente bien escrita de ciertos intelectuales franceses durante los comienzos de la Guerra Fría y de sus actitudes hacia el comunismo. Entre los más  destacados –principalmente Jean-Paul Sartre, Emmanuel Mounier y Maurice Merleau-Ponty– a los que somete a una crítica despiadada y, en ocasiones, divertida, defendiendo convincentemente que las posiciones y actitudes de estos intelectuales estuvieron determinadas en gran medida no por las duras realidades del comunismo en Europa oriental, sino por sus propias preocupaciones francesas bastante provincianas, destacando que fue la manifiesta falta de valor de tantos escritores –Judt menciona a Paul Eluard, Elsa Triolet, Louis Aragon, Emmanuel Mounier y, por supuesto, a Simone de Beauvoir y al propio Sartre– durante la ocupación alemana, lo que hizo que la sociedad francesa se resolviera a castigar a quienes de entre ellos presentaban un historial inequívoco de colaboración. 
Sobre los intelectuales franceses y el comunismo escribió también Judt en su último libro, "El refugio de la memoria" (Taurus, Madrid, 2011), cuya lectura concluí hace unos días, y sobre el que volveré más adelante, pero que me ha traído recuerdos imborrables sobre sendos libros, magníficos, de dos prestigiosos historiadores franceses. Me refiero a "El pasado de una ilusión. Ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX" (FCE, Madrid, 1995), de François Furet, y "Las voces de la libertad. Intelectuales y compromiso en la Francia del siglo XIX" (Edhasa, Barcelona, 2004), de Michel Winock. Se los recomiendo encarecidamente.
Hasta el número de marzo de este año de Revista de Libros (el núm. 171) no volví a leer nada sobre Tony Judt. En esta ocasión se trataba de un artículo del catedrático de Historia de las Ideas y de los Movimientos Sociales de la Universidad Complutense de Madrid, el profesor José Álvarez Junco, titulado "Elegía por la socialdemocracia". Por él me enteraba también de la muerte del historiador británico en agosto del pasado año. En dicho artículo el profesor Álvarez Junco hacía la crítica de uno de los últimos libros de Judt: "Algo va mal" (Taurus, Madrid, 2010), del que ya escribí en mi blog "Desde el trópico de Cáncer" en la  entrada del 19 de mayo pasado titulada "¡Democracia real, ya!. Complicado pero no imposible", a la que remito, y en la que yo contraponía la lectura del "Algo va mal" de Judt, a la del panfletario "Indignaos" de Stéphane Hessel.
Un texto, el de "Algo va mal", en palabras del profesor Álvarez Junco,  en el que el historiador britànico reflexiona sobre la socialdemocracia, su apogeo en el Occidente de 1945-1980 y su sustitución posterior por el conservadurismo neoliberal. En él toma partido -dice- a favor de aquella fórmula política y económica que dominaba en la Europa en que vivió de joven y a la que llama «el mundo que hemos perdido». No debemos idealizarla, añade, pero tampoco olvidarla, porque, sin ser perfecta, ha sido la mejor de las situaciones que ha vivido la humanidad a lo largo de su historia. Lo leí con verdadero entusiasmo en plena vorágine de las manifestaciones que dieron lugar a eso que hemos llamado "spanish revolution" o movimiento 15-M, del que también traté en mi anterior entrada del blog.
A principios del pasado julio me llega a casa el último ejemplar de Revista de Libros, un número doble (el núm. 175-176, julio-agosto de 2011), y me encuentro en él con otro artículo sobre el ya citado libro de Tony Judt, "El refugio de la memoria", obra póstuma, pues terminó de dictarlo con enormes dificultades derivadas de su penosa enfermedad dos meses antes de su fallecimiento.
El artículo lleva el título de "Visita guiada a las ruinas", y está escrito por el catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, Enric Ucelay-Da Cal. Les confieso un cierto y desasosegante sentimiento de estupor cuando terminé de leerlo. ¿Cómo era posible una crítica tan implícitamente  malévola hacia la última obra de un colega tan prestigioso como el profesor Judt? Estoy acostumbrado a leer en Revista de Libros críticas muy duras, y con toda seguridad,  justificadas, sobre publicaciones de todo tipo que sin embargo gozan de gran popularidad y se venden como rosquillas. Me vienen a la mente las realizadas a bastantes títulos que he leído y que por pudor no voy a citar, pero me extrañó el tono de la crítica; casi más el tono que el contenido de la crítica en sí.
Nada más terminar de leer "El refugio de la memoria" volví a releer el artículo del profesor Ucelay-Da y  me parece de justicia confesar mi apresurado error de apreciación sobre el mismo, motivado con seguridad, por un párrafo inicial en el que afirma que dada la avalancha de prosa autocontemplativa que desborda tanto a productores industriales como consumidores (288.355 libros editados en Estados Unidos en 2009;  86.300 publicados en 2008 en España) por qué tendrían que atraerle las reflexiones de Tony Judt en su lecho de muerte. Pasé por alto la propia reflexión del comentarista que confiesa no haber entendido su propia reacción ante la lectura del libro de Judt. ¿Seré un envidioso, llenó de morboso placer producido por el dolor ajeno -se pregunta- al querer añadir la reducción del significado del "Chalet" (nombre que desde el inicio de su libro da Tony Judt al rincón de su memoria donde va guardando cada noche de insomnio forzoso sus recuerdos) a poco más que el garaje donde aparcaron a un moribundo? ¿Será que tengo poca sensibilidad retentiva para las historias e historietas de las gentes de mi tiempo específico? ¿O será que estoy harto de confesiones de todo tipo y signo y, como viejo y blando superviviente de la segunda mitad del siglo xx, tengo escasa paciencia para escuchar la misma tecla tocada más de una vez? ¿O será, muy sencillamente, que no me complace un mundo en el cual todos creen tener algo emotivo que comunicar a millones de personas en las redes sociales? Y todo eso para, al final, reconocer que también es verdad que a él le hubiera gustado ser capaz, al menos una vez, de conmover a un lector tan antipático como él mismo tal y como lo hizo Judt en su día.
A mí, la lectura de "El refugio de la memoria"  sí me ha conmovido profundamente. Y no solo por las circunstancias en que fue escrito, que el autor recrea en el capítulo primero, cuando habla de su enfermedad y de los recursos mentales a los que tenía que recurrir en las noches de inmovilidad e insomnio forzoso para recrear las diversas instancias de su memoria y ordenarlas en ella para que al día siguiente, "álguien", otra persona, pudiera trasladarlas al papel. El libro está plagado de anécdotas, anécdotas que le sirven para reconstruir su vida ante nosotros, a modo de estancias o compartimentos estancos, no siempre en un orden cronológico, pero al final, siempre bien interrelacionados.
Delicioso el capítulo que dedica, lleno de admiración, hacia su severo profesor de alemán en el Emanuel School de Battersen, Londres. Divertido y entrañable aquel en que relata su experiencia como estudiante de la Universidad de Cambridge y sobre la venerable y entrañable institución de las "bedders", las mujeres empleadas por la universidad para atender las "necesidades" materiales de los estudiantes de la misma. Dolorido, el que recuerda su estancia, en 1966 y 1967, en el kibutz de Machanayim, en la Alta Galilea israelí y su siempre difícil relación posterior, como judío, con el Estado de Israel. Sarcástico, pero reconocido, el que dedica a los intelectuales franceses de su época de estudio en la École Normale Supérieure, de París, una de las instituciones académicas más prestigiosas de Francia, de la que Raymond Aron, que fue alumno de ella, dijo en sus "Mémoires", que nunca se había encontrado con tantos hombres inteligentes en un espacio tan pequeño. Irónico, el que dedica al parisino Mayo del 68, que vivió en directo como estudiante. Duro y sin contemplaciones, aquel en que enjuicia el poco valor que hoy se da a la corrección en el hablar y el escribir: La prosa de muy mala calidad, dice, es hoy indicativa de inseguridad intelectual; hablamos y escribimos mal -concluye- porque no nos sentimos seguros de lo que pensamos y nos resistimos a afirmarlo de un modo inequívoco.
En otro capítulo relata su aventura universitaria norteamericana y muestra su admiración sin reserva por las instituciones docentes de dicho país, y sobre todo, por sus impresionantemente bien dotadas bibliotecas. Y comparto su juicio sobre la función de las universidades: dice de ellas que son instituciones elitistas, o que deberían serlo por principio, pues les concierne seleccionar a la promoción más capaz de una generación y educarla en esa capacidad forzando una renovación de la élite y rehaciéndola consecuentemente, para añadir que igualdad de oportunidades e igualdad de resultados no son la misma cosa. Verdad evidente que solemos pasar por alto con frecuencia. Admirativo y entrañable es su juicio sobre la ciudad de Nueva York, que le acogió hasta su muerte, a la que califica como "ciudad del mundo".
En su crítica al comunismo se muestra contundente: como mejor se mide -dice- el grado de esclavitud en que una ideología mantiene a un pueblo es en la colectiva incapacidad de este para imaginar alternativas. Feroz es su juicio sobre los dirigentes europeos del momento actual, de los que comenta que escurren el bulto recurriendo a la austeridad presupuestaria para apaciguar a los mercados. 
Sobre el odio, temor, rechazo al extraño, al extranjero, cada vez más acentuado en las privilegiadas sociedades occidentales dice lo siguiente: Ser danés o italiano, norteamerica o europeo, no será solo una identidad; supondrá un rechazo y una reprobación de aquellos a los que esta excluya. El Estado, afirma, lejos de desaparecer, podría estar a punto de lograr su plena realización: los privilegios de la ciudadanía, las protecciones de los derechos de los poseedores de tarjetas de residencia, serán esgrimidos como triunfos políticos. Habrá intolerantes demagogos en democracias establecidas que pedirán tests -de conocimientos, de lengua, de actitud- para determinar si los desesperados recién llegados merecen ostentar la "identidad" de británicos o de holandeses o de franceses. Ya lo están haciendo, añade, En este este "espléndido siglo nuevo" ("brave new century": juego de palabras con el título de la famosa novela de Aldous Huxley "Un mundo feljz", en ingles titulada "Brave New World") echaremos de menos a los tolerantes, a los de los márgenes: a la gente fronteriza: Mi gente, concluye. ¿Les suena? Es una letra que está en casi todas las partituras de los partidos nacionalistas y en las de bastantes dirigentes y responsables del partido popular español y de la derecha europea.
He dejado para el final el alegato que formula en las últimas páginas del libro a su condición de judío, que vuelvo a compartir como tantas otras cuestiones de las que plantea en sus "memorias". Yo no lo soy, evidentemente; ni siquiera me considero un hombre religioso, pero me siento orgulloso de mi doble condición de descendiente de conversos. Dice Judt: El judaísmo es para mí la sensibilidad de un autocuestionamiento colectivo y un incómodo decir la verdad; la capacidad, propia del que va contracorriente, de ser problemático y de disentir, por la que en otro tiempo fuimos conocidos. No basta, añade, con situarse en una posición tangencial frente a las convenciones de otros pueblos; deberíamos ser además los críticos más implacables de nosotros mismos. Siento que tengo una deuda de responsabilidad con ese pasado, dice, y es  por eso por lo que soy judío.
Pero hay más cosas, muchas más cosas que solo podrán descubrir si se animan a leerlo. Yo lo he hecho, y lo he disfrutado. Es mi pequeñísimo homenaje a un gran historiador, un hombre de izquierdas, progresista y socialdemócrata, como él mismo se definió, al que no le dolieron prendas en reconocer los tremendo errores que han llevado al pensamiento de izquierdas a la crisis que está atravesando ahora. Sean felices, por favor. Y espero que disfruten de los enlaces que he puesto en la entrada sobre los libros y artículos citados en la misma. Tamaragua, amigos. HArendt 













jueves, 16 de marzo de 2023

De los que hicieron la Transición

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del escritor y académico Juan Luis Cebrián, va de los que hicieron la Transición. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.
harendt.blogspot.com








Los refunfuñones de la Transición
JUAN LUIS CEBRIÁN
13 MAR 2023 - El País
harendt.blogspot.com

Javier Pradera, cuya sagacidad intelectual bien conocida de los lectores de este periódico sigo echando de menos, solía decir que la ciencia política es a la ciencia lo que la música militar es a la música. Un sarcasmo dulce que ponía de relieve la dificultad de someter las predicciones y decisiones políticas al análisis y comprobación de unas leyes universales como las que permitirían, en la tradición marxista, la construcción del socialismo científico. Viene a cuento este comentario del reciente artículo que Ignacio Sánchez-Cuenca, catedrático de Ciencia Política al que muchos consideran uno de los intelectuales orgánicos del poder constituido, ha publicado en estas mismas páginas respecto a los viejecitos que protagonizaron nuestra Transición política. Algunos tienden a encuadrarme entre sus filas, aunque necesariamente han de hacerlo en tono menor, pues mis aportaciones fueron las de un simple reportero de la actualidad.
Al hilo de la presentación de la moción de censura contra Sánchez que defenderá Ramón Tamames se le acusa, a él y a otros como él, de expresar “un permanente enfurruñamiento y una indisimulada irritación ante las cosas que hacen y dicen las izquierdas de nuestro tiempo” y de haber mitificado y embellecido la historia de la Transición. Estos reproches del poder dominante a las generaciones anteriores, cuando muestran su disgusto por lo que sucede en la actualidad, las describió ya Isaiah Berlin en su ensayo Sobre el sentido de la realidad. Tildados de fanáticos y de nostálgicos se achaca a los mayores ir contra la marcha de la historia, cuando en nuestro caso ya ha sido proclamado enfáticamente por el propio Pedro Sánchez que su Gobierno está del lado correcto de la misma, como si tal cosa existiera.
Pero yo no veo enfurruñado para nada a Tamames ni a muchos otros como él. Antes bien, quienes parecen tener un cabreo del que no se lamen son las ministras de Podemos, un partido que basó su éxito electoral en el enfado cósmico de sus dirigentes contra todos los que no pensaran como ellos. Cuando traspase la frontera de la jubilación, Sánchez-Cuenca comprobará por sí mismo que la vejez, si quiere ser lúcida, no se ampara en los recuerdos y no se aferra a la nostalgia, sino al deseo de corregir los errores del pasado y de evitar los del presente. La vecindad del fin ayuda a perdonarse a uno mismo y a los demás e invita a disfrutar de las sonrisas frente a los adolescentes de la política que pretenden afirmar su personalidad a base de gritarle al prójimo.
Acusaciones a los más provectos en el sentido de no enterarse de lo que en realidad pasa se han vertido también recientemente, y no con mucha educación, contra los dos intelectuales europeos vivos más significativos del tiempo que se acaba. Edgar Morin (101 años) y Jürgen Habermas (93) han alzado la voz para condenar la invasión y la guerra de Ucrania; no solo la agresión criminal del presidente ruso, sino también la política de las democracias occidentales, refractarias al establecimiento inmediato de un alto el fuego y sometidas a los partidarios de la prolongación bélica. Otros dos ancianos, Henry Kissinger (pronto tendrá 101) y el Papa Francisco (86), que acaba de denunciar el conflicto en el este de Europa como una guerra entre dos imperialismos, han tenido también que soportar críticas de los modernos gobernantes por idénticos motivos.
No hace falta ser historiador ni antropólogo para comprender los mensajes del refranero español que nos advierten de que más sabe el diablo por viejo que por diablo. Quienes vivimos la Transición española y criticamos las derivas actuales de la izquierda en el poder, lejos de idealizar el tiempo pasado, advertimos de la necesidad de corregir los muchos errores que se cometieron y de progresar en el empeño que iluminó a los líderes de la época. No solo fue la reconciliación entre vencedores y vencidos de la Guerra Civil. La generación de la Transición fue también, y sobre todo, la de Mayo del 68, para la que el lema republicano francés, Libertad, igualdad y fraternidad, resumía de nuevo las aspiraciones populares, expresadas felizmente por el eslogan preferido de los estudiantes que ocuparon la Sorbona: prohibido prohibir. La generación de la Transición buscaba el establecimiento de una democracia representativa, en la que el poder del Gobierno se sometiera a los límites impuestos por el Parlamento, y el de ambas instituciones a los dictámenes y sentencias del poder judicial; y en la que los españoles fueran iguales ante la ley independientemente de su sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social. Estas premisas básicas, lejos de ser desarrolladas en los tiempos que corren, vienen siendo vulneradas inmoral e irracionalmente por el Gobierno de la nación con el único objetivo del mantenimiento en el poder de aquellos quienes lo ocupan.
Algunos de los destrozos no los han cometido ellos. Se benefician de las renuncias y artimañas que otros inventaron, precisamente durante la Transición. Cabe resaltar entre ellas el mantenimiento de las listas electorales cerradas y bloqueadas, que han logrado desnaturalizar casi por completo la función parlamentaria, convertida en una partitocracia de la que los sainetes a lo Tito Berni o a lo Roldán son la mejor expresión. La corrupción se ha enseñoreado desde hace décadas de los partidos centrales sin distinción de ideologías, y ha acabado por contaminar a todo el sistema. La pérdida del sentido ético y estético en los escaños parlamentarios es lamentable: el insulto ha sustituido al debate, la obediencia al jefe es prioritaria respecto al cumplimiento de las promesas que se hicieron a los electores y el portavoz del partido en el poder se permite no contestar a las preguntas sobre la corrupción en sus filas con un “qué más te da”. Ya sabíamos el respeto a la libertad de expresión y el reconocimiento del derecho a informar no es hoy por hoy una prioridad del partido en el Gobierno.
Luego están los esfuerzos, del PSOE y del PP, por asegurarse el control del Poder Judicial; la alianza espuria con los independentistas; la reforma de la malversación para beneficiar a los políticos que roben para el partido; la prohibición de enseñar y aprender en su lengua materna a los castellanohablantes en Cataluña, que vulnera derechos fundamentales reconocidos por las Naciones Unidas; o la renuncia a investigar los crímenes de ETA durante la Transición misma, no vaya a salpicar la realidad a determinados dirigentes de Bildu, aliados del poder en ejercicio.
Contra lo que los biempensantes creen estas cosas no enfurruñan a quienes vivimos la Transición, pero sí entristecen. Amenazan al presente y futuro de nuestros hijos y nietos, a la estabilidad política y el desarrollo intelectual, moral y económico de nuestra sociedad. Nos queda por lo demás el inútil consuelo de que no son males exclusivos de los españoles. Las asechanzas a la democracia desde el interior de la misma están a la orden del día, comenzando por los Estados Unidos de América, donde hace bien poco el Parlamento fue invadido por una multitud armada. El espíritu guerracivilista se extiende por doquier. El nacionalismo lingüístico vuelve a reclamar sus utopías, y los viejos imperios renuncian con dificultad a sus culturas racistas, de las que son testigos decenas de miles de cadáveres de inmigrantes y exiliados que reposan en las aguas del Mediterráneo.
De manera que sí, es de lamentar la ceguera y el egoísmo un poco infantil y bastante indecente del poder, pero eso no nos conduce ni al enfado ni a la melancolía. Pues como recientemente ha declarado Margaret Atwood, “los viejos nos divertimos más que los jóvenes, tenemos menos ansiedad, y no estamos abrumados por nuestro futuro”. Ya sabemos el final de la trama. 





























[ARCHIVO DEL BLOG] 15-M: ¿Qué queda de su espíritu? [Publicada el 07/08/2011]











Reseña el escritor boliviano Hugo Estenssoro en su artículo "El hemisferio intelectual" (Revista de Libros, junio 2011), un durísimo juicio sobre los intelectuales tomado del autor de "1984", "Homenaje a Cataluña", o "Rebelión en la granja", que dice así: "Tal vez la observación más inmisericordemente lúcida sobre la cuestión de los intelectuales sea la de George Orwell (1903-1950) cuando indica, un poco al desgaire, que hay cosas que sólo un intelectual puede tragarse". Pocas líneas después, ya de su cosecha, Estenssoro se despacha contra la clase política: "Los políticos y los criminales comunes, tienden a ver en el espejo una imagen diferente a la que el resto de la humanidad cree ver en ellos". Y aún en la misma página dice sobre el mundo académico que su "bárbara jerga disimula mal la escasez de información concreta, ordenada y coherente". Pero no siempre es así, al menos para mí, aunque en términos generales comparta el juicio de Estenssoro. Para confirmarlo, ahí están los escritos y opiniones del español José Luis Sampedro, el estadounidense de origen británico recientemente fallecido Tony Judt, o el israelita David Grossman.
El hecho es que un artículo de un escritor israelí, David Grossman, a quien admiro profundamente, titulado "Una ventana a un futuro diferente", (El País, 7/8/2011) sobre los movimientos de protesta social que están, revolviendo más que socavando, los cimientos de la aparentemente monolítica sociedad israelí, me ha llevado a reflexionar sobre el hecho de si aún queda algo válido de aquella esplendorosa explosión de entusiasmo ciudadano que sacudió a la amodorrada, de nuevo aparentemente, juventud y sociedad española el pasado 15 de Mayo. Lamentablemente, mi juicio, personal y apresurado, es que aquel estallido de energía se está evaporando y diluyendo en una heterogénea mescolanza de demócratas convencidos de "¡Democracia real, ya!", los indignados (con razón, la mayoría, y con poco juicio, algunos) parados, hipotecados, revienta-manifestaciones-interesados, antipapistas, provocadores a sueldo, antisistemas y meros juerguistas. Siento que mi juicio sea tan duro, pero es como lo veo.
Para mí, lo mejor del "15-M" se resumió en "Más cerca del consenso de mínimos", un reportaje de Carmen Pérez-Lanzac, en El País del 26/5/2011,  a los pocos días de estallar el espontáneo movimiento de protesta protagonizado sobre todo por nuestros jóvenes. Y  ese consenso consistía en la necesidad perentoria de acometer una: 
1º. Reforma electoral encaminada a una democracia más representativa y de proporcionalidad real y con el objetivo adicional de desarrollar mecanismos efectivos de participación ciudadana.
2º. Lucha contra la corrupción mediante normas orientadas a una total transparencia política.
3º. Separación efectiva de los poderes públicos.
4º. Creación de mecanismos de control ciudadano para la exigencia efectiva de responsabilidad política.
Añadamos a eso la exigencia de que los responsables de la crisis lo paguen social, económica y penalmente (algo por cierto, que no está en manos de los gobiernos nacionales europeos, o al menos solo en las suyas), que las autoridades de la Unión Europea -sobre todo- y de los Estados Unidos, supediten de una vez ver por todas la economía a la política, poniendo coto a los especuladores internacionales financieros y las ínfulas endiosadas de las agencias privadas de calificación, y que la educación -de la infantil a la universitaria- y la formación profesional y laboral de nuestros jóvenes sea la prioridad absoluta de todos los gobiernos. Todo lo demás, sinceramente, pienso que son zarandajas. 
Les recomiendo que vean los vídeos que acompañan la entrada: un extenso resumen de lo acontecido en los primeros días que siguieron al estallido del movimiento del 15-M, y la extensa entrevista que el periodista Iñaki Gabilondo realizó con tal motivo al pensador, escritor, economista, y siempre polémico, José Luis Sampedro, y por supuesto, que lean el artículo de David Grossman, y el reportaje de Carmen Pérez-Lanzac.
Si lo desean, pueden dejar constancia de la opinión que les ha merecido la entrada en las casillas que figuran al pie de la misma.
Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt