Hasta que leí sobre él en Revista de Libros nunca había oído hablar del historiador británico Tony Judt, fallecido hace ahora justamente un año a causa de una esclerosis lateral amiotrófica (ELA), más conocida como enfermedad de "Lou Gehrig", por haberla padecido el famoso jugador de beísbol de ese nombre. La información que sobre Tony Judt da la Wikipedia en español no le hace justicia, así que en este enlace pueden acceder a la versión inglesa, mucho más extensa y pormenorizada, y en todo caso echarle una ojeada al vídeo que acompaña esta entrada, realizado en el marco del homenaje que la Fundación Mapfre tributó a la memoria y la obra del historiador británico escasos meses después de su muerte.
De padre belga, emigrado a Gran Bretaña antes del estallido de la guerra mundial, y madre inglesa, ambos descendientes de judíos de Europa oriental, Tony Judt nació en Londres en 1948 y murió en Nueva York, la ciudad en la que residía, el 6 de agosto de 2010. Realizó sus estudios en el King's College de Cambridge y en la École Normale Supérieure de París. Impartió clases en las universidades de Cambridge, Oxford, Berkeley (San Francisco) y Nueva York, ocupando en esta última la cátedra de Estudios Europeos, que él mismo fundó en 1995, y en la que también ocupó la dirección del Remarque Institute. Es autor de numerosos libros, entre ellos "Postguerra. Una historia de Europa desde 1945" (Taurus, Madrid, 2006). Considerado uno de los diez mejores libros de 2005, se trata de un voluminoso texto de más de mil doscientas páginas, que estoy leyendo ahora mismo con entusiasmo creciente, que en 2007 recibió el Premio Hannah Arendt, otorgado por la ciudad-estado alemana de Bremen y la Fundación Heinrich Boell, y en 2009 el Orwell Prize, el más prestigioso de Gran Bretaña a un libro político.
Mi relación sentimental con Tony Judt, fue propiciada por la lectura mensual de Revista de Libros. El primer artículo que leí sobre él en dicha publicación (núm. 130, octubre de 2007) fue el titulado "Europa y el mundo. Tres siglos de historia", del profesor de la Universidad Autónoma de Madrid, Manuel Pérez Ledesma, en el que comentaba el ya mencionado más arriba libro suyo "Postguerra. Una historia de Europa desde 1945", considerado por muchos historiadores el mejor de los que se han escrito sobre dicho período.
Para Judt, dice el profesor Pérez Ledesma, la historia reciente de Europa es en primer lugar la historia de una pérdida: de la pérdida del poder, de la importancia internacional y, en algunos casos, de la condición imperial de los Estados del continente. Algo que se reflejó de forma dramática, ya en los momentos iniciales del relato, en la incapacidad europea para enfrentarse a las amenazas que habían surgido en su interior: en 1945, la mayor parte de Europa «no había sido capaz de liberarse del fascismo por sus propios medios, ni tampoco podía mantener a raya al comunismo sin ayuda»; sólo tras varias décadas y numerosos esfuerzos pudieron los europeos recuperar el control de sus destinos. Pero ésa no es la única pérdida: lo que Judt quiere contar en un segundo nivel -añade el profesor Ledesma- es la historia del declive de las grandes teorías decimonónicas sobre el progreso y el cambio, la revolución y la transformación social, que habían hecho suyas los partidos y los movimientos políticos de preguerra. En especial, dice, son el decaimiento del fervor político en la mitad occidental del continente y el descrédito del dogma marxista en su mitad oriental los asuntos que más le importan a Judt.
Tiempo después, de nuevo en Revista de Libros (núm. 145, enero de 2009) vuelvo a encontrar un artículo de Michael Seidman, catedrático de Historia en la Universidad de North Carolina, titulado "La voluntad de ignorar", comentando otro afamado libro de Judt, en esta ocasión el titulado "Pasado imperfecto. Los intelectuales franceses, 1944-1956" (Taurus, Madrid, 2008).
Dice Seidman del libro que es una historia intelectual extremadamente bien escrita de ciertos intelectuales franceses durante los comienzos de la Guerra Fría y de sus actitudes hacia el comunismo. Entre los más destacados –principalmente Jean-Paul Sartre, Emmanuel Mounier y Maurice Merleau-Ponty– a los que somete a una crítica despiadada y, en ocasiones, divertida, defendiendo convincentemente que las posiciones y actitudes de estos intelectuales estuvieron determinadas en gran medida no por las duras realidades del comunismo en Europa oriental, sino por sus propias preocupaciones francesas bastante provincianas, destacando que fue la manifiesta falta de valor de tantos escritores –Judt menciona a Paul Eluard, Elsa Triolet, Louis Aragon, Emmanuel Mounier y, por supuesto, a Simone de Beauvoir y al propio Sartre– durante la ocupación alemana, lo que hizo que la sociedad francesa se resolviera a castigar a quienes de entre ellos presentaban un historial inequívoco de colaboración.
Sobre los intelectuales franceses y el comunismo escribió también Judt en su último libro, "El refugio de la memoria" (Taurus, Madrid, 2011), cuya lectura concluí hace unos días, y sobre el que volveré más adelante, pero que me ha traído recuerdos imborrables sobre sendos libros, magníficos, de dos prestigiosos historiadores franceses. Me refiero a "El pasado de una ilusión. Ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX" (FCE, Madrid, 1995), de François Furet, y "Las voces de la libertad. Intelectuales y compromiso en la Francia del siglo XIX" (Edhasa, Barcelona, 2004), de Michel Winock. Se los recomiendo encarecidamente.
Hasta el número de marzo de este año de Revista de Libros (el núm. 171) no volví a leer nada sobre Tony Judt. En esta ocasión se trataba de un artículo del catedrático de Historia de las Ideas y de los Movimientos Sociales de la Universidad Complutense de Madrid, el profesor José Álvarez Junco, titulado "Elegía por la socialdemocracia". Por él me enteraba también de la muerte del historiador británico en agosto del pasado año. En dicho artículo el profesor Álvarez Junco hacía la crítica de uno de los últimos libros de Judt: "Algo va mal" (Taurus, Madrid, 2010), del que ya escribí en mi blog "Desde el trópico de Cáncer" en la entrada del 19 de mayo pasado titulada "¡Democracia real, ya!. Complicado pero no imposible", a la que remito, y en la que yo contraponía la lectura del "Algo va mal" de Judt, a la del panfletario "Indignaos" de Stéphane Hessel.
Un texto, el de "Algo va mal", en palabras del profesor Álvarez Junco, en el que el historiador britànico reflexiona sobre la socialdemocracia, su apogeo en el Occidente de 1945-1980 y su sustitución posterior por el conservadurismo neoliberal. En él toma partido -dice- a favor de aquella fórmula política y económica que dominaba en la Europa en que vivió de joven y a la que llama «el mundo que hemos perdido». No debemos idealizarla, añade, pero tampoco olvidarla, porque, sin ser perfecta, ha sido la mejor de las situaciones que ha vivido la humanidad a lo largo de su historia. Lo leí con verdadero entusiasmo en plena vorágine de las manifestaciones que dieron lugar a eso que hemos llamado "spanish revolution" o movimiento 15-M, del que también traté en mi anterior entrada del blog.
A principios del pasado julio me llega a casa el último ejemplar de Revista de Libros, un número doble (el núm. 175-176, julio-agosto de 2011), y me encuentro en él con otro artículo sobre el ya citado libro de Tony Judt, "El refugio de la memoria", obra póstuma, pues terminó de dictarlo con enormes dificultades derivadas de su penosa enfermedad dos meses antes de su fallecimiento.
El artículo lleva el título de "Visita guiada a las ruinas", y está escrito por el catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, Enric Ucelay-Da Cal. Les confieso un cierto y desasosegante sentimiento de estupor cuando terminé de leerlo. ¿Cómo era posible una crítica tan implícitamente malévola hacia la última obra de un colega tan prestigioso como el profesor Judt? Estoy acostumbrado a leer en Revista de Libros críticas muy duras, y con toda seguridad, justificadas, sobre publicaciones de todo tipo que sin embargo gozan de gran popularidad y se venden como rosquillas. Me vienen a la mente las realizadas a bastantes títulos que he leído y que por pudor no voy a citar, pero me extrañó el tono de la crítica; casi más el tono que el contenido de la crítica en sí.
Nada más terminar de leer "El refugio de la memoria" volví a releer el artículo del profesor Ucelay-Da y me parece de justicia confesar mi apresurado error de apreciación sobre el mismo, motivado con seguridad, por un párrafo inicial en el que afirma que dada la avalancha de prosa autocontemplativa que desborda tanto a productores industriales como consumidores (288.355 libros editados en Estados Unidos en 2009; 86.300 publicados en 2008 en España) por qué tendrían que atraerle las reflexiones de Tony Judt en su lecho de muerte. Pasé por alto la propia reflexión del comentarista que confiesa no haber entendido su propia reacción ante la lectura del libro de Judt. ¿Seré un envidioso, llenó de morboso placer producido por el dolor ajeno -se pregunta- al querer añadir la reducción del significado del "Chalet" (nombre que desde el inicio de su libro da Tony Judt al rincón de su memoria donde va guardando cada noche de insomnio forzoso sus recuerdos) a poco más que el garaje donde aparcaron a un moribundo? ¿Será que tengo poca sensibilidad retentiva para las historias e historietas de las gentes de mi tiempo específico? ¿O será que estoy harto de confesiones de todo tipo y signo y, como viejo y blando superviviente de la segunda mitad del siglo xx, tengo escasa paciencia para escuchar la misma tecla tocada más de una vez? ¿O será, muy sencillamente, que no me complace un mundo en el cual todos creen tener algo emotivo que comunicar a millones de personas en las redes sociales? Y todo eso para, al final, reconocer que también es verdad que a él le hubiera gustado ser capaz, al menos una vez, de conmover a un lector tan antipático como él mismo tal y como lo hizo Judt en su día.
A mí, la lectura de "El refugio de la memoria" sí me ha conmovido profundamente. Y no solo por las circunstancias en que fue escrito, que el autor recrea en el capítulo primero, cuando habla de su enfermedad y de los recursos mentales a los que tenía que recurrir en las noches de inmovilidad e insomnio forzoso para recrear las diversas instancias de su memoria y ordenarlas en ella para que al día siguiente, "álguien", otra persona, pudiera trasladarlas al papel. El libro está plagado de anécdotas, anécdotas que le sirven para reconstruir su vida ante nosotros, a modo de estancias o compartimentos estancos, no siempre en un orden cronológico, pero al final, siempre bien interrelacionados.
Delicioso el capítulo que dedica, lleno de admiración, hacia su severo profesor de alemán en el Emanuel School de Battersen, Londres. Divertido y entrañable aquel en que relata su experiencia como estudiante de la Universidad de Cambridge y sobre la venerable y entrañable institución de las "bedders", las mujeres empleadas por la universidad para atender las "necesidades" materiales de los estudiantes de la misma. Dolorido, el que recuerda su estancia, en 1966 y 1967, en el kibutz de Machanayim, en la Alta Galilea israelí y su siempre difícil relación posterior, como judío, con el Estado de Israel. Sarcástico, pero reconocido, el que dedica a los intelectuales franceses de su época de estudio en la École Normale Supérieure, de París, una de las instituciones académicas más prestigiosas de Francia, de la que Raymond Aron, que fue alumno de ella, dijo en sus "Mémoires", que nunca se había encontrado con tantos hombres inteligentes en un espacio tan pequeño. Irónico, el que dedica al parisino Mayo del 68, que vivió en directo como estudiante. Duro y sin contemplaciones, aquel en que enjuicia el poco valor que hoy se da a la corrección en el hablar y el escribir: La prosa de muy mala calidad, dice, es hoy indicativa de inseguridad intelectual; hablamos y escribimos mal -concluye- porque no nos sentimos seguros de lo que pensamos y nos resistimos a afirmarlo de un modo inequívoco.
En otro capítulo relata su aventura universitaria norteamericana y muestra su admiración sin reserva por las instituciones docentes de dicho país, y sobre todo, por sus impresionantemente bien dotadas bibliotecas. Y comparto su juicio sobre la función de las universidades: dice de ellas que son instituciones elitistas, o que deberían serlo por principio, pues les concierne seleccionar a la promoción más capaz de una generación y educarla en esa capacidad forzando una renovación de la élite y rehaciéndola consecuentemente, para añadir que igualdad de oportunidades e igualdad de resultados no son la misma cosa. Verdad evidente que solemos pasar por alto con frecuencia. Admirativo y entrañable es su juicio sobre la ciudad de Nueva York, que le acogió hasta su muerte, a la que califica como "ciudad del mundo".
En su crítica al comunismo se muestra contundente: como mejor se mide -dice- el grado de esclavitud en que una ideología mantiene a un pueblo es en la colectiva incapacidad de este para imaginar alternativas. Feroz es su juicio sobre los dirigentes europeos del momento actual, de los que comenta que escurren el bulto recurriendo a la austeridad presupuestaria para apaciguar a los mercados.
Sobre el odio, temor, rechazo al extraño, al extranjero, cada vez más acentuado en las privilegiadas sociedades occidentales dice lo siguiente: Ser danés o italiano, norteamerica o europeo, no será solo una identidad; supondrá un rechazo y una reprobación de aquellos a los que esta excluya. El Estado, afirma, lejos de desaparecer, podría estar a punto de lograr su plena realización: los privilegios de la ciudadanía, las protecciones de los derechos de los poseedores de tarjetas de residencia, serán esgrimidos como triunfos políticos. Habrá intolerantes demagogos en democracias establecidas que pedirán tests -de conocimientos, de lengua, de actitud- para determinar si los desesperados recién llegados merecen ostentar la "identidad" de británicos o de holandeses o de franceses. Ya lo están haciendo, añade, En este este "espléndido siglo nuevo" ("brave new century": juego de palabras con el título de la famosa novela de Aldous Huxley "Un mundo feljz", en ingles titulada "Brave New World") echaremos de menos a los tolerantes, a los de los márgenes: a la gente fronteriza: Mi gente, concluye. ¿Les suena? Es una letra que está en casi todas las partituras de los partidos nacionalistas y en las de bastantes dirigentes y responsables del partido popular español y de la derecha europea.
He dejado para el final el alegato que formula en las últimas páginas del libro a su condición de judío, que vuelvo a compartir como tantas otras cuestiones de las que plantea en sus "memorias". Yo no lo soy, evidentemente; ni siquiera me considero un hombre religioso, pero me siento orgulloso de mi doble condición de descendiente de conversos. Dice Judt: El judaísmo es para mí la sensibilidad de un autocuestionamiento colectivo y un incómodo decir la verdad; la capacidad, propia del que va contracorriente, de ser problemático y de disentir, por la que en otro tiempo fuimos conocidos. No basta, añade, con situarse en una posición tangencial frente a las convenciones de otros pueblos; deberíamos ser además los críticos más implacables de nosotros mismos. Siento que tengo una deuda de responsabilidad con ese pasado, dice, y es por eso por lo que soy judío.
Pero hay más cosas, muchas más cosas que solo podrán descubrir si se animan a leerlo. Yo lo he hecho, y lo he disfrutado. Es mi pequeñísimo homenaje a un gran historiador, un hombre de izquierdas, progresista y socialdemócrata, como él mismo se definió, al que no le dolieron prendas en reconocer los tremendo errores que han llevado al pensamiento de izquierdas a la crisis que está atravesando ahora. Sean felices, por favor. Y espero que disfruten de los enlaces que he puesto en la entrada sobre los libros y artículos citados en la misma. Tamaragua, amigos. HArendt