viernes, 26 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] Sobre gustos...



El cantante Pau Dones (2018). Foto de Samuel Sánchez para El País


En tantos litigios penosos relacionados con chistes, monólogos y letras de canciones, de la libertad de expresión se considera que hay que defender la libertad y juzgar la expresión, comenta en el A vuelapluma de hoy [Cuéntanos más de ti. El País, 16/6/20] el escritor Manuel Jabois.

"Entre 2013 y 2016, -comienza diciendo Jabois- una chica llamada Cassandra Vera escribió en Twitter unos chistes sobre Luis Carrero Blanco, presidente del Gobierno de la dictadura franquista asesinado por ETA, y fue denunciada por la Guardia Civil. Su defensa fue asumida por un abogado de oficio que informó a su clienta, tras declararse admirador de Carrero Blanco, que basaría su estrategia en que los tuits los escribió en un estado de enajenación mental, algo a lo que ayudaría, se entiende, su condición de transexual. Aquello demostraba que, aunque al principio te puedan ocurrir injusticias como a cualquiera sin estar relacionadas con la minoría a la que perteneces, siempre hay un momento del proceso en que la bolita cae en el número al que nadie quita ojo.

Un nuevo abogado llevó la defensa de Vera. En 2018, después de ser condenada por la Audiencia Nacional a un año de cárcel y siete de inhabilitación, el Tribunal Supremo la absolvió poniendo el listón intratable: si el Tribunal Supremo de España tenía que reunirse por culpa de los chistes de una menor de edad en Twitter, qué nos depararía el futuro. No sólo eso, sino que había algo extraordinario en la absolución, ya que entre los argumentos clamorosos caía esta bolita en el número que todo el mundo esperaba: los chistes eran de “mal gusto”.

El gusto, sobre todo el gusto español (no se sabe ya cuántas veces ha tenido que desmentir Victoria Beckham haber dicho que este país huele a ajo), es uno de los asuntos más importantes de este tiempo que se acaba, dinamitado por el virus. Se asoció, incluso desde las altas magistraturas del Estado, a la libertad de expresión, que es uno de los derechos más necesarios y profundamente desagradables de la democracia. Por eso tantas veces, en tantos litigios penosos relacionados con chistes, monólogos y letras de canciones, de la libertad de expresión se considera que hay que defender la libertad y juzgar la expresión. Una especie de visado de buen ciudadano que se ejercita entre locuciones como “cierto es”, “no obstante” o “dicho lo cual”.

Todo esto lleva degenerando años, particularmente en el ámbito de la política (siempre que hay que alabar al adversario, antes hay que hacerse la PCR ideológica mencionando lo lejos que estás de él; los antipodistas: “Estando como estoy en las antípodas del señor Almeida, cierto es que…”). Y, desde ahí, este fenómeno adquiere una fuerza tan extraordinaria que, a veces, esa información que nadie te pide, pero te sientes obligado a facilitar para darte mérito, parece obra de un sociópata, como cuando un culé destaca su barcelonismo (“aunque soy del Barça”) para añadir que siente mucho la muerte de Lorenzo Sanz, como si lo lógico, debido a su condición, hubiera sido matarlo él mismo.

O, en estos últimos días, los comentarios que se han podido leer en redes sociales sobre la muerte de Pau Donés, similares a los que se suelen hacer cuando fallece un artista: expresar tu dolor añadiendo el personalísimo juicio sobre su obra, como si eso fuese imprescindible para que el muerto vaya en paz. Obligados a contarnos si les gusta o no su música, preferentemente si no, para dar el pésame en libertad, quizá esperando un aplauso; por ejemplo: “tiene mucho mérito que, aunque no te gusten sus canciones, estés a favor de que viva”. Lo cual no deja de ser gracioso porque, a fuerza de publicitar nuestros gustos en cualquier contexto, si uno los calla ya se le etiqueta a trazo grueso, con el júbilo habitual de quienes no tienen que confrontar dos ideas, parecido al júbilo de quien las ofrece. Lo importante, como siempre, es no pensar".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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[PENSAMIENTO] Sobre la necesidad de la cultura y el museo



Patio central del Museo del Louvre, París


"La actual situación de emergencia sanitaria a nivel global ha reabierto el viejo debate en torno a la necesidad y perentoriedad de la cultura en una situación de crisis económica, -escribe [«Famélico estáis. Es que no como» Sobre la necesidad de la cultura y del museo] el profesor Fernando Checa, catedrático de catedrático de Historia del Arte en la Universidad Complutense y exdirector del Museo del Prado en el último número de Revista de Libros-. Se trata de una cuestión que va más allá de los problemas en torno a su financiación, aunque, finalmente, siempre acabe concretándose en términos económicos. Dada la amplitud del tema nos centraremos en uno de los ámbitos más significativos de la cultura en los tiempos actuales, como es el de los museos de arte, aunque sin perder de vista, como haremos al final, una perspectiva de carácter general.

Sentido antropológico del museo y de la colección: Como punto de partida comentaremos el primer capítulo de uno de los trabajos pioneros acerca de la historia de los museos. Nos referimos al libro de Julius von Schlosser que lleva por título (en la edición española) Las cámaras artísticas y maravillosas del Renacimiento tardío, publicado en Leipzig en la temprana fecha de 1908. 

Para explicar el origen de los museos, nuestro autor comienza ubicándose no sólo en el ámbito de la antropología, sino incluso en el de la etología o comportamiento animal, aludiendo, un tanto irónicamente, al «coleccionismo» de la gazza ladra o urraca ladrona. Para ello cita los estudios sobre el comportamiento animal de Karl Groos, publicados a fines del siglo XIX y comienzos del XX: Juegos de animales, de 1896; Juegos humanos, de 1899; Vida del alma infantil, de 1903, entonces muy en boga.

Estas primeras colecciones a las que Schlosser se refiere son, antes que colecciones propiamente dichas, «reuniones de objetos». Por ello, habría que recordar que el tema del estatus del objeto era una de las cuestiones que más interés habían suscitado en la segunda mitad del siglo XIX, debido a la proliferación de los mismos producida por la moderna sociedad industrial. El objeto, excesivamente decorado la más de las veces con un pésimo gusto, había invadido ciudades y casas y no siempre se caracterizaba por su calidad. 

Pero a Schlosser no le interesaba tanto llamar la atención sobre este último aspecto, como habían hecho los movimientos de las Arts and Crafts anglosajonas, ni tampoco criticar la aproximación materialista al ornamento del arquitecto Gottfried Semper, quien pensaba que el aspecto exterior y la estética de un edificio tenían mucho que ver con su misma textura y materialidad. Era este un punto de vista y una idea que, sin embargo, sí interesaba a su colega del Museo de Artes Decorativas de Viena, Alois Riegl, que lo desarrolló en una obra tan importante y de tanta repercusión en el ambiente vienés como fue Stilfragen: Grundlegungen zu einer Geschichte der Ornamentik  (Cuestiones de estilo. Fundamentos de una historia de la ornamentación), publicada en 1893, y que, a través del concepto de «voluntad artística» (Kunstwollen), introducía un aspecto espiritual e inmaterial en el análisis del ornamento.

Los intereses de Schlosser se orientaban más bien hacia la idea del lujo, el adorno y el hedonismo propios del capitalismo moderno, área trabajada ya por sociólogos alemanes de fines del XIX como Max Weber o Werner Sombart. El último publicó en 1913 una obra de significativo título: Lujo y Capitalismo. El primero de ellos, en su fundamental Economía y Sociedad, aparecido póstumamente en 1929, pero que recogía ideas ya escritas con anterioridad, dice lo siguiente en unas palabras recogidas por su discípulo Norbert Elias: «El lujo, en el sentido de rechazo de la orientación racional del uso no es, para el estrato de los señores feudales, “superfluo”, sino un medio de autoafirmación social». Como veremos, el debate en torno a la justificación, o, conversamente, crítica del lujo y de lo pretendidamente superfluo, resultará esencial en nuestro razonamiento.

Schlosser se fundamenta, todavía en mayor medida que en estos supuestos históricos o sociológicos, en las ideas que sobre el juego había expuesto Friedrich Schiller, patentes en sus Cartas sobre la educación estética de la humanidad (1795), recientemente traducidas al español. «… Quizá, dice el alemán, desde hace un buen rato habríais querido replicarme que al hacer de la belleza un mero objeto de juego, la he degradado y puesto al nivel de ciertas actividades frívolas a las que siempre se ha dado ese nombre. ¿Acaso no va contra el concepto de razón y la dignidad de la belleza, que a fin de cuentas se consideran un instrumento de la cultura, reducirlas a un simple juego?». Schiller concluye más adelante con estas famosas palabras: «Porque, en suma, el hombre solo juega cuando es humano en la acepción plena del término, y solo es plenamente humano cuando juega. (Los griegos) guiados por la verdad de este principio, hicieron desaparecer del semblante de los bienaventurados dioses la seria expresión y el esfuerzo que arruga la mejilla de los mortales… Liberaron a los eternamente dichosos de las ataduras de toda obligación, de toda preocupación, y convirtieron el ocio y la indiferencia en el destino de la condición divina, envidiada por los hombres».

El propio Schlosser cita también como fuente de sus razonamientos Los Ensayos de Montaigne, al que califica como el hombre más inteligente de su época. Decía el francés, en pleno siglo XVI: «Los juegos de niños, no son juegos, y es preciso juzgarlos como sus acciones más serias» (Ensayos, I, 23).

La postura de Schlosser en torno a lo superfluo sería, entonces, muy distinta a la de su compatriota y contemporáneo, el arquitecto Adolf Loos, quien, en 1906, es decir, por las mismas fechas, publicó su influyente ensayo Ornamento y Delito3. Mientras que el historiador y conservador del museo se interesaba en la estrecha relación que existía entre la noción de posesión personal de un bien no necesariamente útil, y la idea de la superfluidad del ornamento, el arquitecto consideraba lo superfluo y ornamental nada menos que un delito. Schlosser se refería incluso al ornamento del propio cuerpo del hombre como una de las fuentes más profundas, de carácter antropológico, para fundamentar las artes plásticas, algo de lo que abominaba Loos, quien, en su escrito de 1906, cifraba los principios de la arquitectura y el gusto modernos en la sencillez y en la huida de todo lo innecesario y ornamental. Mientras que Loos criticaba el exceso de adornos en edificios, muebles y vestidos, Schlosser llamaba la atención acerca del hombre primitivo que se desplaza con su propia colección de tesoros, lleva encima lo que más aprecia e incluso decora, con el tatuaje, su propia piel.

Prácticas similares, la del tatuaje también, abundan, decía, actualmente en Europa, incluso en sus manifestaciones más vulgares. Schlosser alude a las vitrinas de comercios de pequeñas ciudades que muestran las fotos y los trofeos deportivos y los compara con retratos de personajes históricos, como el Retrato de Abraham Grafeus, obra del pintor Corneille de Vos, del Museo de Bellas Artes de Amberes, que porta, de manera ostentosa y autoexhibitiva, las medallas de la Guilda de San Lucas, de las que era propietario.

Estas manifestaciones no habrían de interpretarse solamente como muestras de vanidad, ni como signos del placer elemental en portar el adorno. Leamos: «Estas brillantes futilidades se convierten a menudo para su posesor en símbolos de autoridad y de actividad, de prestigio y, finalmente, de poder, y gracias a esta significación adquieren sentido para los demás. Se han convertido en valores que forman parte integrante de la vida social. Y en cualquier lugar donde un individuo establece su dominio sobre un número mayor o menor de sus semejantes, se ven aparecer signos de este género». Terminaba aludiendo al reciente conocimiento del arte y ornato de pueblos «primitivos», a través de la exposición en Europa de los tesoros africanos de Benin, que revelaron en el continente la amplitud del tesoro de pueblos muy lejanos a la cultura europea.

El libro de Schlosser, cuyo primer capítulo hemos glosado con cierto detenimiento, es, en realidad, un estudio del coleccionismo europeo de tipo cortesano, que se centra, sobre todo, en determinados despliegues, de sentido más o menos museístico y exhibitivo, propios del Norte de Europa, comenzando por los de los duques de Berry en el siglo XV, y centrándose en lo que sucedió en el imperio habsbúrgico en la segunda mitad de la siguiente centuria, concretamente en los objetos reunidos por el archiduque Fernando II del Tirol y su colección del castillo de Ambras (Innsbruck), y en la del emperador Rodolfo II en Viena y Praga. A estos dos personajes dedica el segundo y más importante capítulo de su libro.

No son estos aspectos históricos los que ahora nos interesan. Más bien queremos resaltar la importancia cultural que en un estudio, que hemos calificado de pionero, se otorgaba a hechos y actividades a veces equivocadamente apreciados como superfluos o «meramente estéticos». Estas actividades lúdicas se interpretan, no como banales, sino como insertas en la propia naturaleza humana, y aun en ciertos comportamientos animales. Como hemos visto, Schlosser se apoyó para defender estas ideas en algunos de los grandes textos de la tradición filosófica europea, por ejemplo, los de Montaigne y Schiller, explorando de esta manera la condición antropológica del adorno, a la vez que su capacidad para expresar los más diversos estatus culturales, sociales y de manifestación del poder. Todo lo contrario de una valoración banal de la actividad cultural, artística y coleccionística.

Décadas después, cuando el trabajo del austriaco había sido ya plenamente asimilado por la historiografía artística y era considerado como el punto de partida de un campo tan relevante de la misma como es la historia del coleccionismo y de los museos, y al poco de haberse estos multiplicado por doquier, el historiador del arte francés de origen polaco Krzysztof Pomian publicó, en 1978, su ensayo «Entre lo visible y lo invisible: la colección», que fue posteriormente recogido en el libro Collectionneurs, amateurs et curieux. Paris Venise: XVIe-XVIIIe siècle, un repaso de tipo teórico de la historia del coleccionismo y del paso de la idea de colección a la de museo. Todavía hoy ese estudio continúa teniendo vigencia.

Nos interesa llamar la atención ahora sobre cómo Pomian, en la mejor tradición schlosseriana, hace remontar las primeras colecciones a los ajuares funerarios, a las ofrendas en los templos de Grecia y Roma, a los acopios de regalos y botines de guerra, a los de reliquias y objetos sagrados y tesoros principescos, cualificados, sobre todo estos últimos, por usos ceremoniales excluidos de una utilidad inmediata. No olvida tampoco la importancia del concepto de tesaurización. Aunque no solo esto, pues, como insiste Pomian, los bellos objetos eran utilizados sobre todo en ocasión de ceremonias y fiestas, en las procesiones funerarias, exponiéndolos durante las entradas solemnes en las ciudades del reino, como sucedía con las armaduras de parada, los arneses decorados y las telas ricamente bordadas y cubiertas de piedras preciosas.

Tesaurización, por una parte, y exposición de carácter simbólico y suntuoso, por otra, ponen de manifiesto cómo, desde un principio, estas colecciones poseían un doble valor, el económico y el cultural, ambos basados en los fundamentos antropológicos que ya hemos indicado.

La idea básica de Pomian es la de otorgar a estas reuniones de objetos, y a las colecciones propiamente dichas, el carácter de intermediarios entre los espectadores, es decir el mundo real, y el mundo de lo invisible: las estatuas coleccionadas representaban a los dioses y los antepasados; los cuadros, escenas de los dioses inmortales o acontecimientos históricos; y las piedras evocaban el poder y la belleza de la naturaleza. El lenguaje del objeto es aquello que oculta lo invisible, pero también es la función que posibilita la comunicación, ya que permite hablar con los muertos como si estuvieran vivos, de presentar los acontecimientos pasados como si fueran actuales, de mostrar lo lejano como si estuviera próximo y lo oculto como si realmente fuera aparente. «La necesidad de asegurar la comunicación lingüística entre generaciones sucesivas conduce a transmitir a los jóvenes el saber de los mayores, es decir, todo un conjunto de enunciados que hablan de aquello que los jóvenes no han visto nunca y que quizá no verán jamás». Es aquí donde aparece el concepto más famoso de entre los desarrollados por Pomian, es decir, el de semióforo.

Este autor pone a un lado los objetos útiles, es decir, aquellos que pueden ser consumidos, servir para procurarse la subsistencia o protegernos de las variaciones de la intemperie. Todos estos objetos, nos dice, son manipulados y ejercen o sufren modificaciones físicas, se usan, en suma. Al otro lado, «se sitúan los semióforos, objetos que no tienen utilidad, en el sentido que acaba de ser señalado, pero que representan lo invisible, es decir, que están dotados de un significado… La actividad productora resulta, pues, orientada en dos sentidos diferentes: por una parte hacia lo visible y, por otra, hacia lo invisible; hacia la maximización de la utilidad o, al contrario, hacia la de la significación».

No entraremos ahora en un análisis minucioso de los matices y precisiones que Pomian ha hecho de su concepto de semióforo, así como el del valor que le ha otorgado como uno de los fundamentos que caracterizan al objeto que se exhibe en los museos, todo ello sin olvidar la importancia crucial que el comercio y el dinero han tenido y siguen teniendo en la adquisición y exposición de estos semióforos.

Hemos elegido a Schlosser y Pomian, no solo por la relevancia de sus contribuciones, sino porque éstas se sitúan cronológicamente en dos momentos clave de la propia historia de los museos en el mundo occidental: los inicios del siglo XX con la consolidación del museo de la Edad Contemporánea, cuyo recorrido se había iniciado a finales del siglo XVIII con la Revolución francesa, y el fin de este modelo, que se produce, de manera gradual y progresiva, a lo largo de los años setenta de la centuria pasada. Como acabamos de ver, los intereses de ambos autores, además de plantear dos historias diversas de la institución museo, un asunto en el que ahora no vamos a entrar, apuntan, también desde dos perspectivas diferentes, el tema de la «necesidad del museo», destacando sus raíces antropológicas y de profunda significación cultural, expresiva e, incluso, espiritual.

Espectáculo, simulacro, banalidad: Fue precisamente a lo largo de la década de los setenta del siglo XX cuando, ya consolidado el bienestar económico que dio lugar a la que se denominó «sociedad de consumo», y al entrar en crisis la idea de museo como lugar de conservación, estudio y exposición de objetos considerados artísticos, es decir, la que había predominado desde la Revolución francesa, se produjo el progresivo abandono de las ideas que habían sustentado la institución, pasando a primer plano las ideas de museo como lugar de masas, sitio de consumo cultural, mero entretenimiento y escaparate favorito de la banalidad.

Por aquellas fechas, el fundamental libro de Pierre Bourdieu y Alain Darbei L´amour de l´art, les musées d´art européens et leur public, publicado en 1969, causó un profundo impacto, ya que venía a cuestionar, a través de encuestas y argumentos con pretensión de objetividad, los límites del sentido y la utilidad pedagógica del museo, así como el del verdadero alcance de su fruición. A pesar de la gran apertura del museo a un público cada vez mayor, a pesar de los sistemas de acceso gratuitos o a muy bajo precio cada vez más extendidos, la auténtica apreciación del arte y del museo continuaba siendo exclusiva de aquellos grupos sociales con una educación superior desde su nacimiento.

Por otra parte, desde la situación surgida con los acontecimientos de mayo de 1968 y la apertura, en 1977, del Centre Pompidou como sede, entre otras instituciones y actividades, del Museo Nacional de Arte Moderno de París, arreciaron las críticas acerca de la banalidad de la nueva cultura que se estaba produciendo en Occidente. El Centre Pompidou parisino, a pesar de las polémicas por su novedosa arquitectura museística, obra de Renzo Piano y Richard Rogers, fue un inmenso éxito de público, un éxito que cambió para siempre la percepción y los usos del museo de arte. Los argumentos en torno a la conservación y exposición de obras de arte se trastocaron, así como el de la finalidad educativa de la institución museo. Por un lado, nos encontramos con una crítica del «elitismo» asociado a la visión tradicional del museo, y por otro y en sentido inverso, con una denuncia de la «teatralización» y progresiva «banalización» de las instituciones culturales tal como se habían venido concibiendo hasta el momento. La cultura y su exhibición comenzaban a bascular hacia lo que pronto se llamó «entretenimiento» (entertainement), convirtiendo esta palabra en sinónimo de un determinado tipo de espectáculo o diversión, en donde podía entrar, y de hecho entraba, la visita al museo o a una exposición.

El libro más influyente y más citado al respecto fue el famoso La Société du spectacle, 1967, del francés Guy Debord. Aunque no referido de manera directa al mundo de los museos, resulta evidente que su crítica a la argumentación acerca del sistema cultural que había adquirido carta de naturaleza en Europa y en Estados Unidos a lo largo de los sesenta, podía ser muy fácilmente traspuesta al museo, como así se hizo.

La primera proposición del libro de Debord nos da la tónica de sus ideas: «La vida entera de las sociedades en las que imperan las condiciones de producción modernas, dice, se anuncia como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo directamente experimentado se ha convertido en una representación». Y en la número 6, añade: «El espectáculo, entendido en su totalidad, es al mismo tiempo el resultado y el proyecto del modo de producción existente. No es un suplemento del mundo real, una decoración sobreañadida. Es el núcleo del irrealismo de la sociedad real».

Poco tiempo después el filósofo Jean Baudrillard elevaba la puesta. En1978 publicó su ensayo Cultura y simulacro, al que había precedido el año anterior su no menos famoso El efecto Pompidou. Baudrillard daba un paso más allá de Debord. Acerca de la actitud de la sociedad ante la cultura no nos encontramos tanto ante una «sociedad del espectáculo», como ante un tipo de cultura que directamente denominó del «simulacro».

En su análisis de las relaciones entre imagen y realidad, Baudrillard distinguió cuatro fases sucesivas: en la primera de ellas, la imagen es reflejo de una realidad profunda; en la segunda, la imagen es ya una máscara que desnaturaliza esta realidad; en la tercera, lo que enmascara es la ausencia de la misma; y en la cuarta, la imagen «no tiene nada que ver con ningún tipo de realidad, es ya su propio y puro simulacro».

«En el primer caso, la imagen es una buena apariencia y la representación pertenece al orden del sacramento. En el segundo, es una mala apariencia y es del orden de lo maléfico. En el tercero, juega a ser una apariencia y pertenece al orden del sortilegio. En el cuarto, ya no corresponde al orden de la apariencia, sino al de la simulación.

El momento crucial se da en la transición desde unos signos que disimulan algo a unos signos que disimulan que ya no hay nada. Los primeros remiten a una teología de la verdad y del secreto (de la cual forma parte aún la ideología). Los segundos inauguran la era de los simulacros y de la simulación en la que ya no hay un Dios que reconozca a los suyos, ni Juicio Final que separe lo falso de lo verdadero, ni lo real de su resurrección artificial, pues todo ha muerto y ha resucitado de antemano».

Esta es la fase, según Baudrillard, en la que se encontraría la situación cultural occidental de finales de los setenta del siglo XX, cuando, añadimos nosotros, todavía no habíamos entrado en la «era de la virtualidad».

Volvamos a Debord para terminar de perfilar este momento. En la proposición 50 de su libro se lee lo siguiente: «En esta fase de abundancia económica, el resultado concentrado del trabajo social se torna apariencia y somete la realidad a la apariencia, que ahora es su producto. El capital ha dejado de ser el centro invisible que dirige el modo de producción; su acumulación se exhibe, desde el centro hacia la periferia, en forma de objetos sensibles. Su rostro lo constituye la sociedad en todo su conjunto».

Toda la sociedad se vuelve, pues, apariencia, y con ella, naturalmente, la cultura, y no digamos los museos, de los que Baudrillad toma como paradigma el entonces recién inaugurado Pompidou. Aquellos objetos, que Pomian calificaba de semióforos, se ven reducidos, como mucho, a la primera y cada vez más olvidada categoría de Baudrillard en la que, como acabamos de señalar, estos sí reflejan una realidad profunda, una teología de la verdad y del secreto.

Del culto al lujo a la protección del patrimonio cultural inmaterial: La crítica de estos teóricos franceses a las producciones culturales de la sociedad de consumo a las que consideraban, como hemos visto, «espectáculo», «apariencia», «representación» o «simulacro», hizo olvidar que, como habían entendido los sociólogos alemanes de fines del siglo XIX y principios del XX, ese «espectáculo», al menos en distintos momentos históricos, había conseguido «apariencias» y «representaciones» cargadas de sentido. Recordemos, por ejemplo, la referencia de Schlosser al retrato de Grapheus de Martin de Vos.

Cambiemos de tercio. «Famélico estáis», dice Babieca a Rocinante en el último de los sonetos con los que Cervantes prologó su Primera Parte de El Quijote, «Es que no como», le responde éste.

La nueva e inesperada situación sanitaria y económica sobrevenida hace tan solo unas semanas, no ha hecho sino evidenciar la escasez de apoyo institucional a buena parte de nuestras empresas culturales, desde museos como el Prado, a las salas de concierto y de ópera, como el Teatro Real, bibliotecas como la Nacional, o archivos como el de Simancas… Algunas de esta instituciones, las citadas entre otras, pero no solo estas, son víctimas de un perverso sistema de financiación que ahora no vamos a explicar, pero que las mantiene, y ahora más que nunca, atenazadas. Estas instituciones, de tan larga historia y renombre universal, no son otra cosa que bienes de primera necesidad, y no meros y superfluos adornos o banalidades de entretenimiento presuntamente cultural. Es de todo punto necesario replantearse su permanente sostenimiento financiero mediante un pacto de alcance nacional antes de que fallezcan por inanición, como tantas veces estuvo a punto de sucederle al pobre Rocinante.

El más arriba citado Norbert Elias analizó el gusto por la ostentación y su influjo en la sociedad cortesana y en la arquitectura del reinado de Luis XIV, como un paradigma social que en ningún momento debe ser analizado desde los parámetros económicos y morales de la sociedad burguesa. Lo que ha de ser analizado y comprendido es, precisamente, el «culto al lujo» propio de cualquier sociedad, que cambia de época en época y grupo social a grupo social y que no debería ser exorcizado bajo el estigma de «elitismo», como tantas veces se hace desde puntos de vista supuestamente democráticos. Un libro como el de Marina Belozerskaya, Luxury Arts of the Renaissance, Los Ángeles 2005, desde su inicial reconocimiento de que el lujo ha sido un concepto politizado en cada época, señala una vía para comprenderlo como un fenómeno cultural del mayor interés, que convierte en absurdo su simple desprecio, fase inicial para su posterior rechazo. Si sabemos superar el concepto de «elitismo», concebido como una mera y acrítica descalificación, y lo sustituimos por un análisis de los distintos «niveles de comprensión» que una sociedad determinada, en un momento preciso, dispensa a una manifestación artística concreta, desde la visita a un museo, a la audición de una obra musical, nos acercaremos de manera más desprejuiciada e inteligente al disfrute, según las pretensiones y posibilidades de cada uno, de los productos culturales.

Aunque ahora no vayamos a entrar en el arduo tema de la definición del concepto de cultura, sí que señalaremos cómo, a lo largo sobre todo de la segunda mitad del siglo XX, este concepto se fue ampliando de forma progresiva, abarcando cada vez ámbitos mayores. Como ejemplo de ello, podemos considerar los sucesivos espacios de lo que se ha ido considerando patrimonio como bien a proteger, desde los primeros intentos, que se centraban fundamentalmente en la noción de monumento, considerado como una especie de unicum aislado, a la incorporación de los conceptos de entorno, patrimonio urbano, patrimonio paisajístico y paisaje natural para llegar, finalmente, a la idea de «patrimonio inmaterial». Este ha sido definido por la UNESCO de la siguiente forma: «El patrimonio cultural inmaterial incluye prácticas y expresiones vivas heredadas de nuestros antepasados y transmitidas a nuestros descendientes, como tradiciones orales, artes escénicas, usos sociales, rituales, actos festivos, conocimientos y prácticas relativos a la naturaleza y el universo, y saberes y técnicas vinculados a la artesanía tradicional». En el año 2006, la Convención de la UNESCO para la salvaguardia de este patrimonio hacía la siguiente enumeración:

1. Las tradiciones y expresiones orales, incluido el idioma como vehículo del patrimonio cultural material
2. Las artes del espectáculo
3. Los usos sociales, rituales y actos festivos
4. Los conocimientos y usos relacionados con la naturaleza y el universo
5. Las técnicas artesanales tradicionales

En esta línea, Irina Bokova, presidente de la UNESCO, escribía en 2012: «La cultura constituye un vector de integración social y movilización colectiva. La experiencia demuestra que tener en cuenta el patrimonio cultural al concebir y aplicar políticas de desarrollo es un factor que propicia la participación activa de las poblaciones y acelera la eficacia de los programas a largo plazo».

Este panorama de una consideración extensa de la cultura es, por tanto, el que predomina, al menos de manera teórica y, en muchos casos, desgraciadamente desiderativa, en el ambiente internacional actual. Dicha consideración se aleja, tanto de la idea actual de la cultura como mero entretenimiento o banal superfluidad, como de la vieja idea de la cultura como privilegio de la clase ociosa o simple lustre de las élites. Parece, por tanto, que hoy caminamos, o deberíamos caminar, por el sendero de la «cultura como necesidad», entendida, en sentido amplio, como un aspecto crucial de la naturaleza humana.

Este ha sido el espíritu que presidió la muy reciente aparición del Presidente de la República Alemana en la presentación, a sala vacía, del último Europakonzert de la Orquesta Filarmónica de Berlín, en unas circunstancias sanitarias que hicieron imposible su celebración, como estaba previsto, en Tel-Aviv. Fue en este escenario donde se refirió a la cultura como alimento (Lebensmittel) de la sociedad.

Resulta indudable que este es el camino a seguir y no, por consiguiente, el de contraponer equivocadamente el concepto de cultura al de la vida, dada la íntima conexión de la primera con la segunda, tal como hemos ido observando a lo largo de este artículo.

Así lo intuyeron los legisladores de Weimar cuando en 1919 redactaron el artículo 142 de su Constitución, que reza como sigue: «El Arte, la Ciencia y su enseñanza son libres. El Estado proporciona su protección y participa en su cuidado». Se trata de una idea que recoge igualmente la Constitución Española de 1978 en su artículo 44, donde se afirma que «1. Los poderes públicos promoverán y tutelarán el acceso a la cultura, a la que todos tienen derecho. 2. Los poderes públicos promoverán la ciencia y la investigación científica y técnica en beneficio del interés general», un tema sobre el que recientemente ha llamado la atención Encarnación Roca, Vicepresidenta del Tribunal Constitucional español. (El País, 3 de mayo de 2020).    

En ambos casos, el alemán y el español, aparece como muy relevante el carácter activo del Estado en relación a la cultura, aunque con el importante matiz, en el caso de la Constitución española, de que circunscribe su papel al de promoción y tutela y no, por supuesto, al de su determinación y su creación, algo ajeno, naturalmente, a los estados democráticos.

Considerar el tema de los límites y las relaciones entre Estado y Cultura excede a la tarea que nos hemos impuesto en estas breves páginas, pero no cabe duda de que el apoyo de los poderes públicos a la creación, y su mayor o menor delimitación, ha sido siempre uno de los caballos de batalla de la crítica cultural. El francés Marc Fumaroli escribió en 1991 un influyente libro con el título El estado cultural. Ensayo sobre una religión moderna, en el que se cuestionaba en profundidad la política cultural oficial francesa desde la creación por Charles de Gaulle y André Malraux de un, hasta entonces inexistente, Ministerio de Cultura. Con todo, y a pesar del largo y documentado razonamiento de Fumaroli, no debemos olvidar que, precisamente debido a un apoyo «oficial», existen obras como La Eneida de Virgilio o, sin alejarnos del ámbito francés, las comedias de Molière, las óperas de Lully o los jardines de Le Nôtre, en Versalles".



El profesor Fernando Checa


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[SONRÍA, POR FAVOR] Es viernes, 26 de junio





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...

























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jueves, 25 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] A la intemperie





"Un adolescente monta guardia por las noches mientras espera que vuelva el asesino de su madre -comienza diciendo en el A vuelapluma de hoy [Condenadas por insomnio. La Vanguardia, 17/6/20] la escritora Núria Escur-. Se llama Hugo. Le ha dicho a su abuela que no se ­preocupe, que estará bien en el sótano, que también se ocupará a partir de ahora de su hermanita, que deje la bandeja con la comida ahí en la puerta y vuelva arriba, que no se agobie por nada… Y la mujer sube, coge la foto en la que están sus nietos y su hija, la abraza contra su pecho y siente como, en aquella casa, al final, “estábamos condenados a no dormir”.

No quiero ni imaginar lo que habrán pasado, durante el confinamiento, tantas otras mujeres encerradas en pocos metros cuadrados con su agresor. Tal vez para ellas salir a trabajar era la única liberación diaria, algunas han consensuado un gesto con la mano que, por pantalla, puede identificarse como “estoy en peligro”. En cuanto a Hugo, es un personaje ficticio del libro que acaba de publicar Ginés Sánchez, Las alegres (Tusquets), pero estoy segura de que hay Hugos por el mundo y abuelas como las que analiza, cuyo dolor se escribe en masculino.

No las conozco personalmente, no he asistido a ninguna de sus reuniones y no me pagan por hablar de ellas. Pero en la última semana he recibido tantos inputs sobre la labor de un colectivo que se va ( brutal es el adjetivo más repetido) que me parecía justo recordarlas. Cierran después de veinticinco años ofreciendo ayuda a mujeres víctimas de violencia de género. Fueron pioneras, referentes, su nombre es ­Tamaia y la precariedad del sistema las ha eliminado.

Como tantos otros centros, asociaciones, cooperativas, círculos y grupos de ciudadanos comprometidos que, juntos y arremangados, se han volcado desinteresadamente en causas perdidas (así les llamábamos en la vieja normalidad ) ya no pueden seguir sosteniendo lo que deberían asumir los entes públicos. Espero que un día sean causas ganadas porque hoy, de momento, último día de luto en Úbeda por la monstruosidad del domingo: hombre mata a su esposa e hijos.

“Ya no queremos continuar a la intemperie. El cuerpo de la entidad, el cuerpo de cada una de las mujeres que formamos el equipo de Tamaia ha dicho basta. Y lo hacemos como una toma de posición política: no queremos sostener aquello que es responsabilidad de las instituciones públicas”, explica una de ellas.

Todas aquellas mujeres a quienes ayudaron a perder el miedo del ruido de unas llaves en la puerta les reconocerán el valor y las horas gastadas. Eso ya no se lo quita nadie".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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[ARCHIVO DEL BLOG] Sobre dictaduras y lecturas. Publicada el 16 de marzo de 2010



Plaza de Santa Ana, Las Palmas de Gran Canaria


Las dictaduras son dictaduras, a secas. No son de derechas ni de izquierdas, son dictaduras sin más. Sin adjetivos. Ni buenas ni malas, sino peores. Ya lo dijo Kelsen en los años 30 del pasado siglo: "Sólo hay dos tipos de Estados, o democracias o autocracias".

Yo también comulgué con ruedas de molino en mi juventud. Comulgué con el fervor del neófito, del converso; pero comulgué. Y como Saulo de Tarso un momento antes de convertirse en Pablo, camino de Damasco yo también me caí del caballo. No sabría decir en que momento me la pegué. Me caí yo solo; no me derribó ningún fulgor divino, ni escuché ningún "¿Quo vadis, HArendt?". No fue la mía una conversión a la democracia repentina ni fulminante; se produjo poco a poco, a base de inquietudes, desasosiegos, lecturas, estudio, ir conociendo otras verdades..., de maduración personal, en suma. Ahora, creo, me siento vacunado contra las ruedas de molino. Pienso que no volveré a comulgar con ellas, pero nunca se sabe; hay que estar muy alerta para no caer en tentación...

Me maravilla la pasmosa credulidad de gentes y personas que se definen de izquierdas con la dictadura castrista. No soy capaz de entenderlo. Ya he contado alguna que otra vez en el blog como viví, a mis trece años, la entrada de Fidel Castro y sus hombres en La Habana, el 1 de enero de 1959. No es cuestión de repetirlo. Y respecto a los logros de su "revolución", yo diría lo mismo que oí una vez a un ilustre profesor de historia sobre los logros del franquismo: que se habían conseguido "no gracias a Franco, sino a pesar de Franco". ¿Que hubiera sido de Cuba si Castro no hubiera triunfado? Pues no lo se, pero estoy absolutamente seguro que los cubanos  se habrían quitado a Batista de encima y hoy serían más libres y más felices que con Castro. Y lo mismo habría pasado en España si Franco no hubiera existido: nos habríamos ahorrado una guerra civil, una posguerra más atroz aún, y unas cuantas decenas de años de atraso y falta de civilidad, que aún pesan como una losa sobre los españoles. Las dictaduras son malas siempre, sin excepciones, sin apellidos, sin colores ni banderas.

Cada vez me cuesta más ponerme ante el teclado del ordenador. No estoy justificándome. Se trata de una realidad insoslayable que más pronto que tarde, me temo, va a llevarme a abandonar por mera consunción este agradable pasatiempo que comencé va a hacer cuatro años sin saber muy bien ni el "por qué" ni el "para qué" lo iniciaba. Casi cuatro años y casi 1300 artículos, son mucho hablar. La verdad es que ya no tengo mucho que contar. O no se como contarlo, que es peor.

Dicen que la vida es maestra de la literatura. ¿O es al revés?... No lo tengo muy claro. Amo los libros casi tanto o más que a las personas. Hay excepciones, claro está. Hay libros y personas (o personas y libros) excepcionales en mi vida. 64 años dan para mucho en libros y personas (o personas y libros). Últimamente me refugio más en los libros que en las personas.

En estos días, sin dejar de cumplir con mi agradable función de abuelo a tiempo completo, que es una de las mayores alegrías de mi vida, he caído en una especie de lectura casi compulsiva (aunque seleccionada): Junto al "César o nada" de Pío Baroja, de la que ya hablé en el blog hace unos días, he leído con fruición "El mundo es ansí" y "La sensualidad pervertida", que completan su trilogía titulada "Las ciudades" (Alianza, Madrid, 1982). Y "Abierto toda la noche" (Anagrama, Barcelona, 2005) de David Trueba, una agridulce comedia regalo de mi amiga Ana C. También sucumbí a "La velocidad de la luz" (Tusquets, Barcelona, 2005) de Javier Cercas , una espléndida novela sobre la amistad y el desencanto del éxito, y con algunas de las más afiladas y memorables páginas sobre lo que supuso la guerra de Vietnam en la sociedad norteamericana. Y ayer terminé de leer "Los libros arden mal" (Punto de Lectura, Madrid, 2007), de Manuel Rivas. Una novela sobre la guerra civil y la losa del franquismo, en la que la ciudad de La Coruña y sus gentes se erigen en auténticos protagonistas de una historia que transcurre entre julio de 1936 y el día de hoy.

Comencé a leerla el martes pasado en un banco de la plaza de Santa Ana, en Las Palmas, mientras esperaba la salida del colegio de mi nieto mayor. Encuadrada por el Ayuntamiento de la ciudad al oeste, la Catedral al este, el palacio episcopal y la Casa Regental -la sede del presidente de la Audiencia de Canarias desde hace cinco siglos- al norte, y edificios "civiles" al sur , la plaza de Santa Ana fue la primera "plaza mayor" española (o la segunda, según se mire, pues la primera de todas fue en tierras americanas, la de la ciudad de Santo Domingo, en La Española, hoy República Dominicana) y su catedral, la Catedral de Canarias, la primera de África, de ahí su condición de Sede Primada del continente. Conmovido por sus primeras páginas envié un "sms" a una antigua y querida amiga de La Coruña, Luisa M., compañera de fatigas, amores no correspondidos y andanzas universitarias. Aprovechaba para decirla que hacía siglos que no sabía nada de ella, que había comenzado a leer la novela de Rivas, con su querida La Coruña como protagonista, y para contarle la profunda desazón que su lectura me estaba ocasionando. Y es que a mí, las guerras, las historias de guerras, por muy literarias que sean, me dejan profundamente desasosegado. No he tenido contestación, demasiadas cosas para un "sms", pero estoy seguro de que ha leído el libro, y también estoy seguro de que me contestará. Como dice en la contraportada del libro el periodista de El País Jordi Gracia, "Los libros arden mal" es una historia para leer dos veces. Lo haré, sin duda, porque con desasosiego o sin él, es una novela fascinante.

Y con su lectura cierro el bucle espacio-temporal que ha tenido como protagonista de la semana a las dictaduras, las de izquierdas y las de derechas, a raíz de las declaraciones del actor Guillermo (Willy) Toledo, tan gilipollas como siempre, sobre la muerte por huelga de hambre de Zapata, el disidente cubano en prisión. Comparto plenamente la opinión de la periodista Cristina Galindo en su artículo en El País del pasado día 11  titulado "Dictadura es siempre dictadura" , que pueden leer desde el enlace anterior. HArendt








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