martes, 15 de octubre de 2019

[A VUELAPLUMA] Los universos paralelos



Jean-Louis Tixier-Vignancour, en 1976 (Getty Images)


Las sociedades libres deben aceptar todas las opiniones, incluyendo las contrarias a la libertad, escribe el periodista y corresponsal de El País en Buenos Aires, Enric González.

"Casi nadie recuerda ya a Jean-Louis Tixier-Vignancour (1907-1989), -comienza diciendo Enric González- ni siquiera en Francia. Fue un excelente abogado. También fue, antes de la II Guerra Mundial, el líder político de los monárquicos. Tras la invasión alemana se sumó al Gobierno colaboracionista de Vichy, pero su nacionalismo fue más fuerte que su ultraderechismo y en 1941 huyó a Túnez, donde fue detenido por los nazis. Después de la guerra sufrió 10 años de inhabilitación por “indignidad nacional” y en 1956 volvió a ser dipu­tado por el partido que acababa de fundar, el Rassemblement National. En 1958 votó a favor de la concesión de plenos poderes a Charles de Gaulle, al que odiaba. En 1965, siempre monárquico, siempre en la extrema derecha, concurrió a las elecciones presidenciales con Jean-Marie Le Pen como jefe de campaña. En 1968, espantado por la revuelta, volvió a respaldar a su odiado De Gaulle. Le Pen fundó en 1972 el Front National y asumió la jefatura de la Francia contrarrevolucionaria y filonazi; ese partido es dirigido ahora por su hija, Marine Le Pen, y ha recuperado el nombre de Rassemblement National. Casi como posdata, digamos que Tixier-Vignancour acabó pidiendo el voto para el socialista Mitterrand: al fin y al cabo, ambos habían militado en la ultraderecha tradicionalista en los años treinta.

La peripecia de Tixier-Vignancour sirve para recordar que 230 años después de la Revolución no existe en Francia unanimidad sobre ella: para una parte de la sociedad fue un cúmulo de errores y horrores cuyas consecuencias aún se pagan. Y solo en 1995 un presidente francés, Jacques Chirac, osó reconocer que Francia cooperó con los nazis en la deportación de judíos. Tampoco se ha digerido aún en Estados Unidos la guerra civil (1861-1865) que ganó el norte unitarista e industrialista: sobrevive la tradición caballeresca del sur y sobrevive, sobre todo, la cuestión racial. Los británicos discuten sobre su lugar en el mundo, un número elevado de italianos añora a Mussolini, en Argentina aún se discutía entre unitarios y federalistas cuando el país se dividió, hasta hoy, en peronchos y gorilas, y dejemos ya la enumeración porque no acabaríamos nunca.

No debería causar extrañeza el hecho de que en España haya franquistas. Los hubo siempre y seguirá habiéndolos. Muchos. Igual que numerosos españoles idealizan la segunda experiencia republicana, o hacen alardes de maniqueísmo para convertir la última guerra civil en una lucha entre buenísimos y malísimos. La historia no es una ciencia exacta; si a eso se le añade la distorsión que le aplican las naciones (el Estado-nación puede describirse como el fruto de la ficción histórica) y el sesgo ideológico que le aplica cada ciudadano, obtenemos una multitud de universos paralelos aparentemente incompatibles.

Pero la convivencia obliga a compatibilizar. Y a mantener eternamente la pelea cultural sobre el campo de batalla de la historia. Las sociedades libres deben aceptar todas las opiniones, incluyendo las contrarias a la libertad, y por eso se convierten en un lío desagradable, un cambalache en el que la verdad y la mentira se venden al mismo precio. Cabe recordar que la alternativa al cambalache es la tiranía, que impone una sola verdad. Siempre falsa".





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[ARCHIVO DEL BLOG] Darwin en su bicentenario (Publicada el 1 de febrero de 2009)



Los mecanismos de la evolución


Doscientos años después del nacimiento de Charles Darwin, -se cumplen el próximo 12 de febrero-, y casi ciento cincuenta después de la publicación de su obra fundamental: Sobre el origen de las especies (Alianza, Madrid, 2007), el profesor José Manuel Sánchez Ron, miembro de la Real Academia Española y catedrático de Historia de la Ciencia en la Universidad Autónoma de Madrid, escribe un interesante artículo en El País de hoy titulado El ejemplo y las lecciones de Darwin, en el que se pregunta como es posible que un hecho científico, contrastado de manera abrumadora, y cuya relevancia para situarnos en el mundo es obvia, no es todavía universalmente aceptado.

Por citar únicamente dos ejemplos de sociedades tecnificadas y culturizadas: en Estados Unidos solamente la acepta el 40% de la población. En Europa su aceptación es mayor, especialmente entre los franceses y los escandinavos (creen en ella aproximadamente el 80%), aunque no deja de tener problemas: en una encuesta realizada en Reino Unido por la BBC en 2006, el 48% la aceptaba, mientras que el 39% optaba por alguna forma de creacionismo, y un 13% "no sabía".

El intento de compaginar ciencia y fe es un intento valdío. Lo han intentado muchos, y todos han fracasado. La ciencia es racionalidad y prueba; la fe, irracionalidad y dogma. Lo intentó, por citar un solo ejemplo, el jesuita francés Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955), paleontólogo y filósofo, en una excepcional obra El fenómeno humano (Taurus, Madrid, 1965), uno de los libros más interesantes que he leído nunca. El intento le costó la separación de la iglesia, en una práctica excomunión, sin lograr tampoco el reconocimiento de la comunidad científica.

De manera mucho más burda que Tielhard e Chardin, el "Creacionismo", una teoría pseudocientífica muy arraigada en ciertas comunidades protestantes de los Estados Unidos, defiende una explicación del origen del mundo basada en uno o más actos de creación por un Dios personal. Tiene un gran número de seguidores, pero no responde a base científica alguna, y sólo es un rebuscado intento de compaginar lo incompaginable.

Recuerdo haber leído una entrevista al eximio premio Nobel de Medicina de 1959, el español Severo Ochoa (1905-1993), contestando con esa sencillez que le caracterizaba a la impertinente pregunta del periodista que le interrogaba sobre la vida después de la muerte: "no hay nada después de ésto, somos átomos y en átomos nos reconvertimos al morir". Yo, más poéticamente, diría que somos "polvo de estrellas", que es lo que le responde su padre a Hilde, la protagonista de El mundo de Sofía (Círculo de Lectores, Barcelona, 1999), ante una pregunta similar. Un magistral libro de Jostein Gaarder, que debería ser lectura obligatoria en la escuela española. En fin, espero que hayan pasado un buen fin de semana. Disfruten del artículo del profesor Sánchez Ron. HArendt



Charles Darwin (1881)


El ejemplo y las lecciones de Darwin, por José Manuel Sánchez Ron

Cuando se cumplen 200 años del nacimiento del científico y 150 de la publicación de 'El origen de las especies', el creacionismo sigue dando batalla en numerosos países ilustrados de Occidente, incluida España.

Hace 200 años, el 12 de febrero de 1809, nació Charles Darwin. Podemos debatir si los trabajos y teorías -y a la cabeza de éstas, la del origen de las especies mediante selección natural- de Darwin son más o menos importantes que el sistema geométrico que sistematizó Euclides, que la dinámica y teoría gravitacional de Newton, que la química que creó Lavoisier, que la relatividad de Einstein, que la física cuántica o que la teoría biológico-molecular de la herencia, pero lo que es difícil negar es que ninguna de esas contribuciones logró lo que consiguieron las de Darwin, que desencadenaron una serie de procesos que afectaron a algo tan básico como nuestras ideas acerca de la relación que nos liga con otras formas de vida animal que existen o han existido en la Tierra. En este sentido, abordó cuestiones que van dirigidas a la médula de la condición humana.

Expresado muy brevemente, Darwin sustanció con muy variadas evidencias la idea (que otros antes que él habían propuesto) de que las especies evolucionan, encontrando además un mecanismo que hacía plausible tal evolución; defendió que la vida es como un árbol, de cuyas raíces han ido brotando diferentes ramas, esto es, especies que con el paso del tiempo continúan diversificándose, dando origen a otras bajo la presión de determinados condicionamientos. Después de esforzarse por encajar en una gran síntesis las piezas (zoología, botánica, taxonomía, anatomía comparada, geología, paleontología, cría domestica de especies, biogeografía...) del gigantesco rompecabezas que es la naturaleza, y estimulado por la noticia de que Alfred Wallace había llegado a conclusiones similares, aunque no tan sustanciadas, en noviembre de 1859 -pronto hará, por consiguiente, 150 años- publicó un libro que forma parte del tesoro más precioso de que dispone la humanidad: El origen de las especies. Doce años más tarde, en otro gran libro (El origen del hombre), aplicó a los humanos las lecciones del primero, despojándonos del lugar privilegiado en la naturaleza que hasta entonces nos habíamos adjudicado.

A lo largo del siglo y medio que nos separa de la publicación de El origen de las especies, la esencia de su contenido no ha hecho sino recibir confirmación tras confirmación. Puede que aún resten cuestiones por dilucidar, pero el evolucionismo darwiniano nos suministra un marco conceptual y explicativo imprescindible para comprender el mundo natural de manera racional, sin recurrir a mitos.

A la vista de todo lo dicho, podría pensarse que la única actualidad de Darwin y de su obra es la de honrar su memoria utilizando la excusa de los dos mencionados aniversarios. Ojalá fuese así. La evolución entendida a la manera de Darwin es un hecho científico, contrastado de manera abrumadora, y su relevancia para situarnos en el mundo es obvia, pero no es universalmente aceptada. En Estados Unidos solamente la acepta el 40% de la población. En Europa su aceptación es mayor, especialmente entre los franceses y los escandinavos (creen en ella aproximadamente el 80%), aunque no deja de tener problemas: en una encuesta realizada en Reino Unido por la BBC en 2006, el 48% la aceptaba, mientras que el 39% optaba por alguna forma de creacionismo, y un 13% "no sabía".

La historia de la oposición de los creacionistas a Darwin ha sido comentada en numerosas ocasiones y no pretendo volver a este asunto, que, sin embargo, continúa vigente, aunque ahora sea recurriendo sobre todo a una nueva terminología: el diseño inteligente, la idea de que un Dios debió de diseñar cada una de las especies que existen. Me interesa más hacer hincapié en el hecho de que una teoría científica contrastada y de enorme relevancia social sea rechazada o muy pobremente comprendida. En mi opinión, una explicación posible del tal rechazo reside en el desconocimiento.

Debatimos insistentemente -ahora estoy pensando en España- acerca de los programas educativos para nuestros jóvenes; por ejemplo, si es aceptable o no imponer asignaturas como Educación para la Ciudadanía, ante la cual algunos argumentan que limita la libertad de los padres a ejercer sus derechos en la formación (moral y religiosa) de sus hijos. Y, mientras tanto, la enseñanza de ciencias sufre cada vez de más carencias.

No parece preocuparnos demasiado, por ejemplo, si se enseñan adecuadamente sistemas científicos tan básicos como la teoría de la evolución de las especies. El pasado noviembre, se publicó un libro en el que se adjudicaba a la Reina, doña Sofía, la siguiente manifestación: "Se ha de enseñar religión en los colegios, al menos hasta cierta edad: los niños necesitan una explicación del origen del mundo y de la vida".

Podrá resultar doloroso a algunos, pero la única explicación que da lugar a comprobaciones contrastables sobre el origen del mundo y de la vida procede de la física, de la química, de la geología y de la biología. La religión pertenece a otro ámbito.

¿Es legítimo ocultar a los niños ese mundo científico, condicionando así sus opiniones futuras, en aras a algo así como "mantener su inocencia", o por las ideologías de sus padres? Haciendo públicas sus opiniones en una cuestión cuya importancia no puede ignorar, y por la elevada posición que ocupa, doña Sofía hizo publicidad de una determinada forma de entender el mundo, que jamás ha recibido comprobaciones contrastables.

Una forma, además, que, al menos en España, de la mano de la jerarquía católica, pretende intervenir en apartados que pertenecen al poder legislativo, como son los programas educativos o lo que es admisible o no en los tratamientos médicos (no puedo olvidar en este punto las manifestaciones de la Conferencia Episcopal Española a raíz del nacimiento, en octubre de 2008, de un niño tratado genéticamente para curar a un hermano que sufría anemia congénita: "El nacimiento de una persona humana ha venido acompañado de la destrucción de sus propios hermanos a los que se ha privado del derecho a la vida"; palabras no sólo cuestionables desde el punto de vista de la ciencia sino también, en mi opinión, carentes de compasión ante el sufrimiento ajeno).

Necesitamos educar en la ciencia a nuestros jóvenes; no, naturalmente, para que entiendan que ella es el juez supremo para las opciones que quiere asumir una sociedad democrática. La ciencia es, simplemente, un instrumento -el mejor- que los humanos hemos inventado para librarnos de mitos, orientarnos ante el futuro y protegernos de una naturaleza que no nos favorece especialmente. Sucede, no obstante, que no se ha instalado de manera tan segura en nuestras sociedades como se podría pensar, siendo contemplada frecuentemente con sospecha. Si como muestra sirve un botón, he aquí la siguiente cita (Juan Manuel de Prada, XL Semanal, 5-11/X/2008): "La ciencia parece dispuesta a demostrar esto y lo otro; y mañana podrá sin empacho alguno desdecirse y demostrar que lo opuesto a lo contrario es lo cierto, en un tirabuzón enloquecido y sin fin. Y todo ello bajo un manto de inapelable respetabilidad". Por supuesto que existen científicos envanecidos, incluso tramposos, y también que se cometen errores, pero no olvidemos que en última instancia la ciencia no es sino capacidad de identificar y remediar equivocaciones, de buscar sistemas con capacidad predictiva.

Recordar y celebrar a Darwin es más que un acto festivo; constituye un homenaje a la ambición y el rigor intelectual, al poder de nuestra mente para comprender el mundo. Y también es un ejemplo de que la investigación científica no tiene por qué ser ajena a atributos humanos como son el amor a la familia, la decencia, la discreción o el ansia de justicia. La biografía de Charles Darwin -un hombre que llevó a cabo un largo y complejo camino, que le llevó a consecuencias que no había previsto y que le obligaron a desprenderse, en un doloroso proceso, de las creencias religiosas en que había sido educado- está repleta de todo esto.  (El País, 01/02/09)



Cronología de la evolución


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[SONRÍA, POR FAVOR] Es martes, 15 de octubre





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...






















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lunes, 14 de octubre de 2019

[A VUELAPLUMA] Gracías, Amenábar



El actor Karra Elejalde en el papel de Unamuno


Más de un millón de españoles, escribe la periodista y analista polìtica del diario El Mundo, Lucía Méndez, han ido al cine a ver la última película de Amenábar sobre Unamuno.

"El cine estaba lleno la noche del domingo -comienza diciendo Méndez-. Echaban Mientras dure la guerra, la película de Alejandro Amenábar con un protagonista muy poco usual en el cine español. Extraordinario, casi único. No una mujer desgraciada, ni un hortera de bolera, ni una familia desestructurada, ni un superhéroe, ni un cineasta que se filma a sí mismo. El protagonista de la película es un intelectual español. Intelectual de verdad, no de pega. El patio de butacas se quedó quieto y en silencio cuando se encendió la luz. Ocurrió un suceso extraordinario. Los espectadores tardaron unos minutos en mirar las pantallas encendidas de sus móviles. Quizá, seguro, estaban reflexionando sobre el discurso de Miguel de Unamuno en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca el 12 de Octubre de 1936. Tal día como hoy del año que empezó la guerra incivil. Los espectadores parecían conmovidos por las palabras de la inteligencia, la precisión y la piedad. Las palabras de un español, que fue vasco, castellano, canario, andaluz y todo lo demás. Un español realmente grande. Hace poco, en el Teatro de la Abadía, sucedió algo parecido cuando José Luis Gómez culminó su monólogo sobre Unamuno con el mismo discurso. El público se echó a aplaudir como loco no sólo al actor. También ovacionaban a esa alma errante de España, la mejor, que encarnó el filósofo, novelista y poeta.

El éxito de Amenábar no es haber rodado una película impecable y canónica desde el punto de vista cinematográfico e histórico. O la gran interpretación de Karra Elejalde y los demás actores. Su gran triunfo es que los españoles estén llenando los cines porque la recomiendan familia, vecinos o amigos.

Asistí a la proyección con dos españoles -chica y chico- muy jóvenes. No sabían que Franco tenía la inteligencia de hacerse pasar por tonto siendo en realidad tan listo, a la vez que perverso. Ni que Unanumo era un genio cascarrabias, rabiosamente celoso de su libertad de cátedra. Un pensador gigantesco que tuvo dudas y crisis de fe. Otro éxito de Amenábar. Enseñar a los jóvenes Historia de España en el cine, ya que en las aulas llegan al siglo XX a final de curso, y estudian deprisa y corriendo la Guerra Civil y el Franquismo.

Más de un millón de españoles han ido al cine a conocer cómo era el autor de San Manuel Bueno, mártir, Del sentimiento trágico de la vida o La tía Tula. Sólo por eso, gracias Amenábar. Una última cosa. Sólo alguien muy simple, muy ignorante -o las dos cosas- puede analizar a Unamuno o a su película en clave política o partidista".





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[PENSAMIENTO] El surrealismo, contra la reducción de la realidad



El enigma del deseo, por Salvador Dalí (1929)


Va ya para quince años que el poeta y escritor argentino Mariano Peyrou, afincado en Madrid desde mediados de los 70, reseñaba en Revista de Libros el Diccionario abreviado del surrealismo, de Paul Eluard y Andre Breton, y el Autorretrato, de Man Ray. Recuerdo haberlo leído su artículo con interés en aquellas fechas y me complace sobremanera subirlo ahora al blog. Espero que disfruten de él.

"El Diccionario abreviado del surrealismo, -comienza diciendo Peyrou-,  fue publicado en 1938, catorce años después del Primer manifiesto del grupo. André Breton y Paul Eluard escribieron una buena parte de las entradas y se encargaron de la selección de las demás, textos de diversos poetas y artistas que colaboraron con el surrealismo de manera más o menos intensa: Dalí, Soupault, Desnos, Arp, Man Ray, Ernst. O que convivieron en su mismo ambiente: Tzara, Picasso, Duchamp. Además de las definiciones de términos que esperamos encontrar en cualquier diccionario, que aquí están extraídas mayoritariamente de poemas, los autores incluyen los términos fundamentales asociados al movimiento (como «objeto encontrado» o «cadáver exquisito»), los nombres de todos los creadores surrealistas relevantes junto a los pseudónimos con que se llamaban entre ellos, y 220 ilustraciones (fotos de grupo, cuadros, esculturas, dibujos y manuscritos).

Confirmando la idea de que una mirada fuerte y novedosa no sólo modifica su disciplina hacia delante, sino que crea su tradición y concibe a sus padres, esta obra dedica un espacio a situar a sus antecesores, mostrando citas o fragmentos de autores que, gracias al surrealismo, podemos leer como presurrealistas y que ciertamente comparten los intereses o los modos de hacer de Breton y compañía: románticos como Nerval y Novalis y su interés por lo onírico; Lichtenberg y su manera de dejarlo todo fuera de lugar mediante el ingenio; Baudelaire y su experiencia de una nueva sensibilidad; Lewis Carroll y su empleo arbitrario de la lógica; Shakespeare y sus personajes (típicamente, el bufón), dotados de una apariencia de locura, colocados fuera de la realidad para que puedan, desde ahí, sostener el espejo en el que se refleja una verdad más completa.

Tal vez la principal reflexión que propicia el Diccionario sea la que atañe a ese tema del conocimiento de la realidad. El surrealismo, leemos explícitamente, es eso: un modo de conocimiento de lo real. Esto choca con la lectura que intentan imponer las escuelas estéticas autodenominadas realistas, que asumen que solamente lo que ellas retratan es la realidad y que su manera de hacerlo es la única capaz de captar, expresar o explicar lo real. Este realismo se vale de la narratividad, de la sintaxis convencional, de la figuración, de una severa restricción de lo imaginativo y de la confianza ciega en la existencia de una única verdad (lo cual da cuenta de la pobreza de su ontología) y en nuestra capacidad para conocerla (lo cual expresa su ingenuidad epistemológica). La realidad se define de un modo restrictivo, dejando al margen todo lo oscuro, lo misterioso, lo que tal vez mañana o tal vez nunca podamos explicar. Se soluciona el problema de la adecuación de los límites ignorando todo lo que queda más allá de ellos. Y, desde esta concepción restringida de la realidad, el surrealismo se situaría en otro terreno que estaría más allá de una frontera concreta, separado por un límite preciso. Se enfrentan, entonces, la realidad y la superrealidad como alternativas, como espacios entre los que no existe ninguna continuidad.

Sin embargo, el planteamiento surrealista es otro: busca penetrar en un ámbito desconocido de la realidad, no situarse más allá o más acá de ella. No es una oposición a la realidad, sino un intento de prolongarla, de asumir su extensión. No es sólo una propuesta estética distinta, sino otro modo de sistematizar la vida. Esa es, posiblemente, su principal aportación teórica: esto otro también es realidad. El surrealismo es, por lo tanto, una forma de realismo que sabe que lo imaginario forma parte de lo real.

Como crítica de la razón, el surrealismo también muestra que el realismo ha caído en la trampa de las apariencias, no sólo desde el punto de vista de las percepciones sensoriales, sino, muy especialmente, en lo que hace a las apariencias lingüísticas. Pensar el mundo a partir de categorías, fijar límites que parecen escalones (rojo/violeta/ azul), es una manera de dejar oculta la profunda y más verdadera continuidad. La célebre teoría de Breton de los vasos comunicantes, que ponen en contacto el continente y el contenido, es la postulación metafórica de esta idea (y un aggiornamento del concepto clásico de decorum). Según la teoría, la visión sesgada de la realidad, propia del realismo, se podría ampliar aproximando la percepción y la representación, cuya unidad original ha sido destruida por la cultura.

La búsqueda de esa aproximación es una búsqueda interior, que admite que la realidad es una construcción social y, por lo tanto, parcialmente subjetiva, y que lo subjetivo debe ser tenido en cuenta a la hora de explorarla. Esto se manifiesta estéticamente en el ready-made: un objeto cotidiano que asciende a la categoría de arte por el hecho de haber sido escogido por el artista. Lo real es demasiado amplio como para poder prescindir de ninguna herramienta de trabajo. Y si en la construcción de la realidad la atención se centra en la norma, en lo que se repite, aquí lo que se propone es investigar «las leyes que rigen las excepciones » (Jarry): lo irrepetible. De ahí el interés por lo que queda fuera del control de la razón cultural, como el azar o la escritura automática (versión literaria de la asociación libre psicoanalítica). «Se precisan todas las palabras para aprehender lo real», escribe Eluard. Pero se tiene conciencia de la imposibilidad final de la tarea: frente a la soberbia de los realismos, que no sólo pretenden establecer los límites del mundo, sino también ser capaces de registrarlo entero, este diccionario se postula «abreviado» desde su título, dando cuenta de que la superrealidad es demasiado extensa como para caber en un libro.

Por supuesto, dicha conciencia de la imposibilidad no implica la renuncia a emprender la tarea. La pregunta que surge entonces es si el trabajo del artista será fijar lo real, definirlo, limitarlo y reproducirlo desde un supuesto conocimiento y con unas intenciones estéticas inevitablemente conservadoras, o investigar lo real, analizarlo, ponerlo en movimiento, cuestionarlo, siempre desde una carencia cognitiva, siempre desde la inexperiencia. Porque es precisamente lo que no se sabe, lo que no se tiene, la carencia, lo que puede fundar un discurso estético imaginativo.

Muchas de estas ideas aparecen explícitamente en Autorretrato, la autobiografía del fotógrafo y pintor norteamericano Man Ray, que vivió en París desde 1921 y a quien el Diccionario define como «presurrealista y surrealista». Amigo de Breton y de Duchamp, Man Ray fue aceptado por el grupo surrealista y relata en sus memorias diversas anécdotas protagonizadas por miembros del mismo. En su fascinante relato aparecen personajes como Tzara, Picasso, Eluard, Dalí, Brancusi o Desnos, ilustrando con sus actividades y preocupaciones el espíritu de la época. Philippe Soupault, por ejemplo, entra en un portal al azar y le pregunta al conserje si ahí vive un tal Philippe Soupault; Robert Desnos entraba en trance en las reuniones en casa de Breton e improvisaba anagramas y largas secuencias poéticas, y en el estudio de Man Ray se quedaba dormido en un sillón en mitad de una conversación, para despertar al cabo de un rato y continuarla «como si no mediase tiempo alguno», llevando a la práctica el deseo surrealista de mostrar que no hay una línea divisoria entre el sueño y la vigilia.

Pero lo más destacable del libro son las reflexiones estéticas del autor, la exposición de su interés por ampliar el concepto de «lo natural» para que cupiera también lo imaginario, de sus «incursiones en lo desconocido», de sus esfuerzos para lograr una liberación total de la pintura de lo figurativo, de modo que ante todo quede plasmada la experiencia de pintar. Las innovaciones técnicas aparecen cuando el tema exige un enfoque distinto, aunque la intención no sea identificar el tema sino «ampliar sus fronteras».

En efecto, la disconformidad no es sólo con lo real, sino con la reducción de la realidad que opera la estética realista. Cuando Man Ray trata de reproducir la realidad con una estrategia figurativa, se siente siempre decepcionado: después de pasar un día entero fotografiando unas secuoyas gigantes, descubre que sus tomas no son capaces de hacer justicia al imponente aspecto de los árboles, ni captan las sensaciones y reflexiones que le han provocado. Y aunque esto pudiera lograrse, sería pertinente repetir la pregunta que le hizo una niña de diez años tras contemplar una naturaleza muerta y los objetos reales que la habían originado: ¿por qué quiere alguien tener dos cosas iguales?".



La Escuela de Atenas, por Rafael (1512)



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