En la Sonata de estío, señala el escritor gallego Miguel-Anxo Murado, Valle Inclán cuenta que su personaje, el marqués de Bradomín, había viajado a Tierra Santa, aunque luego no se desarrolla lo que le sucedió allí.
Me llamó esto la atención, comienza diciendo Murado, releyendo las obras completas que está publicando La Voz, y me pregunté cómo habría sido esa Sonata apócrifa que Valle no escribió. Imaginé la llegada del marqués gallego a Yafa, donde los estibadores cargan jabón de Nablus, algodón de Egipto y azúcar de Ar-Riha. Tras pasar la aduana turca, se haría con caballos enjaezados y un intérprete armenio para proseguir a Jerusalén, remontando el paisaje de quebradas y torrenteras secas punteado de cactus y olivos solitarios cubiertos de polvo. Me imagino a Bradomín cruzando la puerta de la muralla otomana de la Ciudad Santa a caballo, y atravesando el bazar multitudinario donde los fellahim pregonan su especiería de colores ocres y aromas punzantes. Encontraría, quizás, pensión en casa de un judío sefardí, que despertaría en el marqués carlista sentimientos encontrados, y recíprocos, de nostalgia patriótica y rencor religioso. La cosa se complicaría por la presencia en la casa de las tres hijas del sefardí -«bellas como los tres versos de un zéjel ladino», sentenciaría el narrador-. O algo así. He pensado mucho en qué momento introduciría Valle el amor de esta historia y se me ocurre que se la vería a ella por primera vez arrodillada rezando frente a la estrella de plata que señala el lugar del Nacimiento en Belén: una condesa polaca en peregrinación con la que, a falta de otro idioma común, Bradomín se comunica en latín. Al Valle de la primera época le gustaba caminar al filo entre el misticismo y la blasfemia, sin caer ni en el uno ni en la otra, por lo que sospecho que no se resistiría a explotar la ambigüedad de los símbolos de Tierra Santa: al nacimiento del amor en Belén seguiría su consumación en el Jericó de las murallas caídas, a orillas del lugar donde estuvieron Sodoma y Gomorra -los amantes, recuérdese, hablándose en latín-. Recorrerían de noche juntos la Via Dolorosa de la Pasión, estación a estación. Yo creo que los haría testigos de una reyerta a cuchillo: sombras fugaces, eco de voces en árabe, solo visible el brillo del acero y la espesa sangre manchando el suelo. Hasta que, finalmente, en el Huerto de Getsemaní, junto a la higuera que allí hay, la polaca le confesaría a Bradomín su vida atormentada, su viaje a Tierra Santa con la intención de meterse monja y sus dudas, ahora, sobre qué hacer. En la literatura, como en el cine, todo lo debe decir el lugar donde ocurren las cosas. Puestos a imaginar, digamos que los amantes acuerdan reencontrarse al día siguiente en el Santo Sepulcro para irse juntos a Europa. Pero Bradomín, siendo Bradomín, la traicionaría esa misma noche con una de las hijas del sefardí. La tardanza sería el castigo a su pecado: la encontraría ya arrodillada y abstraída a los pies de la capilla del Calvario, envuelta en incienso. Comprendiendo, el marqués, la dejaría sin siquiera molestarla. Y se marcharía ese mismo día a matacaballo, furioso, junto a su guía, tratando de adelantar al viento del este que anuncia que los barcos partirán de Yafa.
No, en realidad, no sé cómo escribiría esta historia Valle Inclán. Me he dejado llevar. Pero desde que la he imaginado así, no puedo evitar la sensación de haberla leído. Y también me parece que vi a una joven monja un día, rezando frente a la estrella de plata de la iglesia de la Natividad de Belén. Recordándola ahora, pienso que, de no ser por la doble imposibilidad del tiempo y la ficción, era ella.
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