lunes, 8 de abril de 2019

[TEORÍA POLÍTICA] Educación para una ciudadanía adulta





Hace unas semanas, escribe en Revista de Libros el profesor de Ciencia Política de la Universidad de Málaga Manuel Arias Maldonado, unas colegas me invitaron a participar en unas jornadas que debía reunir a los miembros del grupo de investigación europeo cuya división española (¡malagueña!) ellas mismas dirigen. Tratándose de un proyecto dedicado a reflexionar sobre la intersección entre la educación y la democracia, me animaban a abordar en mi charla el problema de la educación del ciudadano democrático en tiempos de agitación emocional. Es decir: algo así como el problema de la formación del espíritu democrático. Y ahora que en España estamos en los inicios de una precampaña electoral marcada por la polarización ideológica, no está de más traer aquí –con algunas modificaciones– lo que dije allí. El texto original, escrito en inglés, puede encontrarse, no obstante, en la página de ReCreaDe junto con información adicional sobre las jornadas que lo motivaron.

Cuando hablamos de democracia y educación, lo hacemos en relación no con una general instrucción del ciudadano que habrá de ayudarle a desenvolverse en su sociedad, sino de una educación para la democracia que consiste en enseñarle a ser ciudadano: un buen ciudadano. Pero quizá no deberíamos correr tanto y hayamos de empezar por elucidar el sentido de todas estas palabras. Ya que, ¿de qué democracia estamos hablando? ¿Y en qué sentido puede decirse que es también un proyecto educativo? ¿Quién debería ser educado? ¿Para qué, exactamente? ¿Y por quién?

Se trata, como se ha sugerido arriba, de preguntas que parecen haberse hecho urgentes en una época marcada por el retorno del nacionalismo y la difusión del populismo; una época en la que pedimos mucho a la democracia, aunque no todos le pidan lo mismo. Y, aunque no cabe duda de que la democracia siempre ha estado en crisis, en buena medida porque su realidad será siempre juzgada desfavorablemente en comparación con su ideal, la Gran Recesión ha generado un malestar colectivo que, combinado con la disrupción tecnológica y el descontento con la globalización, merece ser tomado en serio. En buena medida, la preocupación por el estado de nuestras comunidades políticas tiene que ver con la desregulación del mercado de las opiniones, organizado ahora alrededor de las redes sociales. A pesar de que cabe hacer una interpretación favorable de este proceso, como la ofrecida por Santiago Gerchunoff en su reciente libro sobre la conversación pública de masas, la expectativa de una mayor racionalidad comunicativa se ha visto defraudada: la cacofonía es norma y, en lugar de consenso, tenemos un disenso alimentado por el tribalismo moral. Esperábamos a Jürgen Habermas y nos encontramos con Thomas Hobbes.

Sería así razonable afirmar que necesitamos, si no más democracia –ahí tenemos el Brexit para desmentirlo–, sí al menos una mejor democracia: una canalización más constructiva de las considerables energías desplegadas cada día por los ciudadanos en la esfera pública. Para que eso sea posible, todos deberíamos ser educados por la democracia en el conocimiento de lo que la democracia significa. Y, en particular, en lo que significa para los ciudadanos mismos.

De ahí no se deduce que podamos determinar fácilmente qué es la democracia, pues ésta puede definirse de distintas formas y la pugna por hacerlo es ya parte del conflicto político. No presentaré aquí un catálogo de las instituciones y los procedimientos que requiere una democracia liberal-representativa, ni repasaré las distintas versiones de la democracia que pueden encontrarse en la literatura: desde la participativa a la agonista. Lo cierto es que la democracia está llamada a hacer muchas cosas por nosotros: es un tipo de sociedad que facilita la coexistencia entre diferentes; es una forma de organizar las relaciones socioeconómicas que produce prosperidad material sin descuidar la distribución de los recursos con arreglo a criterios de justicia; incorpora un conjunto de derechos individuales y de garantías protectoras de las minorías frente a las mayorías; y, por supuesto, constituye un método para la toma colectiva de decisiones. Si la democracia solo tuviese que ver con el autogobierno, por recurrir a una simplificación habitual, no tendríamos más que abandonarnos a una sucesión de referendos para realizarla plenamente: pero no es el caso. Uno de los aspectos más delicados de la forma democrática de gobierno es que las decisiones que en ella se adopten han de ser legítimas y eficaces, pues, si esta última cualidad no concurriese en la medida suficiente, el sistema perdería legitimidad a ojos de los ciudadanos. Las democracias realmente existentes se ven así obligadas a mantener un delicadísimo equilibrio que no siempre alcanzan.

Mi argumento es que los ciudadanos deberían ser educados en la naturaleza del proyecto democrático: en la comprensión debida de lo que una democracia es y de lo que su buen funcionamiento exige. Deben, en fin, ser educados para ser miembros competentes de la misma: ciudadanos. Pero no debe educárseles para ser un tipo determinado de ciudadanos, que posean valores particulares acerca de la buena vida o el mejor modo de organizar la sociedad; basta con que aprendan a comportarse como ciudadanos. Y podría decirse que ésta es, ante todo, una educación negativa, ya que hay distintas formas de ejercer la ciudadanía en una sociedad liberal. Por ejemplo, uno puede prestar atención a la vida política o todo lo contrario; no puede forzarse a los ciudadanos a prestar atención contra su voluntad. Sin embargo, sí podría enseñárseles a ser coherentes con sus decisiones, de tal manera que al menos no se comporten como malos ciudadanos.

Recurramos a un ejemplo. John Rawls habló con elocuencia del «hecho del pluralismo», un dato sociológico de nuestro tiempo. Este pluralismo, más o menos sustantivo, se ha intensificado con las redes sociales y el debilitamiento –al menos en la Europa continental– de los partidos de masas tradicionales, aquellos Volksparteien que «moderaban» a sus sociedades. Pero, como se ha señalado en este blog en alguna ocasión, hay una paradoja en el pluralismo: muchos de quienes toman parte en el debate político defendiendo sus puntos de vista tienden a no ser pluralistas. Y ello porque defienden sus posiciones como si fueran la verdad ante interlocutores que piensan lo mismo. Así que el pluralismo es una cualidad del sistema, no de sus actores; con la excepción de un grupo reducido de ellos que son conscientes de cuán escurridiza es la «verdad». Eso es, justamente, lo que un ciudadano democrático reflexivo debería saber y recordar cuando toma parte en la conversación democrática: que no es un poseedor de la verdad y que la democracia debería ser un medio para la búsqueda intersubjetiva del acuerdo en lugar de una empresa metafísica. La consecuencia de esa toma de conciencia ciudadana debería ser obvia: un mejor conocimiento del sistema mejora el funcionamiento del sistema.

Pero volvamos la vista atrás por un momento, hasta el comienzo del siglo XX. Reviste especial interés, en relación con nuestro tema, el debate que se produjo entonces entre Walter Lippmann, un demócrata escéptico que desconfiaba del juicio de las masas, y John Dewey, filósofo pragmático que vindicaba una acepción amplia de la democracia como forma de vida. Tan pronto como en 1922 publicó el primero Public Opinion, una obra influyente que trataba de lidiar con las consecuencias de la expansión del sufragio en una sociedad cada vez más urbanizada. Para Lippmann, el entorno social es demasiado grande y complejo para que el ciudadano pueda darle sentido. El público jamás podrá comprender la «frenética, florida confusión» del mundo. Y ello por dos razones principales: no solemos dedicar a los asuntos públicos demasiado tiempo y, por añadidura, la información que recibimos sobre él viene ya comprimida en forma de mensajes breves y simplistas creados por los medios de comunicación de masas. Más aún, el individuo toma como hechos lo que percibe como hechos. Lippmann hablaba de forma pionera de un «pseudoentorno» creado por los estereotipos que manejamos: las «fotografías que tenemos dentro de la cabeza». Se refería con ello a los patrones que organizan aquellos códigos que determinan qué tipos de hechos vemos y bajo qué luz. Y, si bien cada persona crea su propia realidad, por lo general es una realidad compartida con los miembros de su grupo social o tribu moral. Para Lippmann, la conclusión que de ahí debe extraerse es que la complejidad de la sociedad moderna requiere una democracia reducida que otorgue un papel destacado al conocimiento experto.

Dewey, por su parte, admitió que esta crítica había de ser tenida en cuenta. Sin embargo, defendió un ideal participativo sobre la base de que una democracia no es solamente una forma de gobierno caracterizada por la expansión del sufragio o la regla de la mayoría; lo que cuenta es más bien cómo se forma esa mayoría: el proceso de toma de decisiones antes que las decisiones mismas. La democracia sería un método colectivo de toma de decisiones, de resolución de aquellos problemas que se presentan a las comunidades. Para el individuo, sostiene Dewey, la democracia significa el derecho a participar en las actividades del grupo, con la particularidad de que sólo nos convertimos en los individuos que somos comprometiéndonos en las instituciones y prácticas de nuestra sociedad. Y necesitamos una educación para tal fin: Dewey insiste en que los profesores han de implicar a los niños, ayudándoles a desarrollar hábitos asociativos y la capacidad para el pensamiento crítico, al tiempo que el arte aumenta las capacidades imaginativas proporcionando con ello –ésta es una curiosa aseveración– mayor unidad y orden social.

De su idea de la indagación democrática se deduce que deberíamos contemplar nuestras intuiciones acerca de aquello que es correcto, bueno o virtuoso como hipótesis en espera de verificación. Dewey recuerda a Lippmann que los expertos también manejan estereotipos y padecen por ello sesgos perceptivos: sus juicios deben ser contrapesados con los del ciudadano profano. Para lograrlo, defiende la necesidad de crear nuevas arenas públicas y nuevas formas de comunicación que permitan reunir a expertos y profanos alrededor de asuntos públicos de interés común. Más que concebir la esfera pública como un dominio único y homogéneo, la imaginan como el objeto de una experimentación democrática en la que distintos públicos emergen en respuesta a diferentes problemas a lo largo del tiempo.

Ha pasado casi un siglo desde entonces y el experimento que proponía Dewey está produciéndose: un experimento del que todos somos a la vez participantes y observadores. Me refiero, naturalmente, a la conversación pública que de manera incesante se desarrolla en el ciberespacio. Y aunque sería tentador afirmar que se trata de un experimento fallido, es seguramente más justo argüir que no ha proporcionado los beneficios que se esperaban. Una gran esperanza para el mejoramiento democrático se ha revelado así como una falsa esperanza: la utopía digital del entendimiento universal ha terminado por adoptar la forma de una distopía poblada de trolls, mentirosos, bots y noticias falsas. No quiere esto decir que las redes hayan empeorado la democracia, como tendemos a pensar: simplemente no se han cumplido las esperanzas que muchos habían depositado en ellas. Hay que descartar el pesimismo; las redes no pueden evitar ser lo que son y traen consigo ventajas formidables. Pero sigue siendo un hecho que su difusión ha coincidido con la llegada del populismo, el retorno del nacionalismo y el aumento de la polarización, el discurso del odio y el malestar civil. Salvo para aquellos que no esperaban nada del experimento, y sin descartar aún que pueda arrojar resultados distintos en el futuro, la decepción es un sentimiento comprensible. Por lo demás, la historia contemporánea tiende a reforzar el argumento de Lippmann. Y lo mismo puede decirse de algunos desarrollos recientes en las ciencias humanas: el bien conocido giro afectivo de los últimos años confirma sus intuiciones sobre el carácter sesgado de la percepción individual y el peso de los prejuicios grupales sobre nuestros juicios.

Bajo esta luz, la necesidad de una educación democrática parece más clara que nunca. Pero, más allá de la bienintencionada belleza del eslogan, ¿en qué consiste esa educación y quién habría de proporcionarla? En cuanto a lo primero, me limitaré a señalar dos rasgos básicos de esta educación democrática; uno se refiere al individuo y el otro a la democracia como empeño colectivo. Lo segundo nos enfrentará a una paradoja que es, a su manera, un callejón sin salida.

En esencia, el buen ciudadano es un individuo que se comprende a sí mismo: esta autocomprensión es un requisito para la comprensión recíproca que exige la convivencia. Tradicionalmente, esta autocomprensión ha sido descrita como el resultado de un ejercicio de reflexividad tras el cual el ciudadano es capaz de verse desde fuera; como si tomara o pudiera tomar una distancia respecto de sí mismo. Precondición para ello es que asumamos que nada nos autoriza a pensar que custodiamos una verdad indiscutible, para pasar a vernos como proponentes de significados y políticas particulares: lo mismo que los demás. Aunque esto no es suficiente: hemos de tomarnos en serio las lecciones del giro afectivo. Esto no significa que la autonomía individual, revelada como una vulgar ilusión, haya de ser arrojada al sumidero de la historia conceptual; por el contrario, se trata de reconstruirla sobre nuevas bases. Y esa base sólo puede ser, otra vez, la reflexividad individual: un sujeto que se hace cargo de las imperfecciones de su razón. Es una cualidad sofisticada, que no se generalizará fácilmente; no hay, sin embargo, demasiadas alternativas.

Por otro lado, crucialmente, el ciudadano habrá de entender que la democracia posee límites y no habrá de pedirle aquello que no puede darle. Dicho de otro modo: el buen ciudadano asume que la democracia no goza del poder ilimitado para proveer cualquier resultado. Tampoco, dicho sea de paso, el poder de hacer feliz al ciudadano: únicamente cabe pedirle que contribuya a crear las condiciones que nos permitan, por recordar la fórmula de la Constitución estadounidense, buscar nuestra felicidad. También habrá de comprender el ciudadano que la democracia es un proceso lento que requiere deliberación, negociación, compromiso, lo que, por definición, nos exige tratar con aquellos con quienes discrepamos. Finalmente, parte de este aprendizaje incluye un mínimo conocimiento de la historia de la democracia: ésta acumula ya un pasado que imparte lecciones nada menores.

Ahora bien: ¿cómo puede la democracia educar a los individuos a fin de convertirlos en ciudadanos? Sobre la base, recuérdese, de que el buen ciudadano puede definirse mínimamente como aquel que evita comportarse como un mal ciudadano: uno que lo ignora casi todo sobre el funcionamiento de su sociedad, se toma a la ligera el derecho al voto, cultiva el antagonismo ideológico o pide lo imposible de sus representantes. Pero la dificultad estriba en que, si la democracia puede entenderse como un proyecto educativo, es un proyecto sin mánager: nadie está dirigiéndolo. Por supuesto, está la educación, un recurso habitual para terminar un artículo haciendo un brindis al sol; pero la educación puede no ser suficiente. ¿Acaso no hay individuos educados ejerciendo como malos ciudadanos en nuestras esferas públicas? En las sociedades democráticas, la práctica de la ciudadanía debería ser en sí misma educativa. Aquí está el callejón sin salida: la cultura democrática no puede florecer sin ciudadanos dispuestos a aprender de ella. Y si existe un obstáculo para ello, al menos uno especialmente insidioso, es la competencia política entre partidos: la lucha por el poder contamina la conversación pública, rasgo que se ve agravado por la vieja paradoja de la participación política según la cual los ciudadanos más participativos son también los más dogmáticos. Irónicamente, ésta es también la primera enseñanza que el ciudadano debe hacer suya. Quizá le pidamos mucho, pero nadie dijo que esto fuese fácil.




Congreso de los Diputados, Madrid, España


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

domingo, 7 de abril de 2019

[TRIBUNA DE PRENSA] Lo mejor de la semana. Abril, 2019 (I)





Dicen que elegir es descartar, y estoy acuerdo con ello. Aquí les dejo algunos de los artículos de opinión publicados en la prensa diaria que durante la pasada semana he ido subiendo al blog en la columna Tribuna de prensa. Asumo la responsabilidad de su elección y de la posibilidad de equivocarme. Como dijo Hannah Arendt, espero que les inviten a pensar para comprender y comprender para actuar, pues la vida, a fin de cuentas, no va de otra cosa: pensar, comprender, actuar. Se los recomiendo encarecidamente. Creo que merecen la pena, pero si no es así, la próxima vez acertaré. 


DOMINGO, 31 DE MARZO

LUNES, 1 DE ABRIL

MARTES, 2 DE ABRIL

MIÉRCOLES, 3 DE ABRIL

JUEVES, 4 DE ABRIL

VIERNES, 5 DE ABRIL
Por qué dan miedo los patriotas, por Berna González Harbour



Y desde los enlaces de más abajo puede acceder a algunos de los diarios y revistas más relevantes de España, Europa y el mundo, actualizados continuamente.
El País (España)
Le Monde (Francia)
The Times (Gran Bretaña)
El Mundo (España)
Gazeta Wyborcza (Polonia)
La Vanguardia (España)
Canarias7 (España)
El Universal (México)
Clarín (Argentina)
La Voz de Galicia (España)
NRC (Países Bajos)
La Stampa (Italia)
Le Figaro (Francia)
Tages Anzeiger (Suiza)
Excelsior (México)
Die Welt (Alemania)
El País Semanal (España)
Revista de Libros (España)
Letras Libres (España)
Litoral (España)
Jot Down (España)
Der Spiegel (Alemania)
Política Exterior (España)
Cidob (España)
Concilium (España)
Le Nouvel Afrique (Bélgica)
Time (EUA)
Life (EUA)
Cambio16 (España)
Jeune Afrique (Francia)
Tiempo (España)
Newsweek (Estados Unidos)
Nature (Estados Unidos)
Paris Match (Francia)
National Geographic (Estados Unidos)
Expresso (Portugal)
Les Temps Modernes (Francia)

Y como siempre, para terminar, las mejores fotos de la semana de los corresponsales en todo el mundo del diario El País. 




Fieles musulmanes oran en el santuario de Hazratbal, en Srinagar, India



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[PARLAMENTO] Diario de Sesiones de las Cortes Generales. Abril, 2019 (I)





Las Cortes Generales representan al pueblo español y están conformadas por el Congreso de los Diputados y el Senado. Ambas Cámaras ejercen la potestad legislativa del Estado, aprueban sus Presupuestos, controlan la acción del Gobierno y tienen las demás competencias que les atribuye la Constitución. 

En los Diarios de Sesiones de las Cámaras se reflejan literalmente los debates habidos en los plenos y las comisiones respectivas y las resoluciones adoptadas en cada una de ellas. Los demás documentos parlamentarios: proyectos de ley, proposiciones de ley, interpelaciones, mociones, preguntas, y el resto de la actividad parlamentaria, se recogen en los Boletines Oficiales del Congreso de los Diputados y del Senado. 

Desde este enlace pueden acceder a toda la información parlamentaria de la presente legislatura, actualizada diariamente. Les recomiendo encarecidamente que la exploren con atención si tienen interés en ello. Y desde estos otros a las páginas oficiales de las principales instituciones políticas nacionales, europeas y locales:



INSTITUCIONES EUROPEAS


INSTITUCIONES LOCALES


Desde estos otros enlaces pueden acceder a los Diarios de Sesiones de los plenos de ambas cámaras, así como a los de sus comisiones y los de las mixtas de las Cortes Generales, habidas en la semana precedente:  


I. CORTES GENERALES
(Sin sesiones)

II. CONGRESO DE LOS DIPUTADOS

III. SENADO
(Sin sesiones)


Desde este enlace pueden acceder al listado de iniciativas que estaban en estado de tramitación y han quedado caducadas con motivo de la disolución de las Cámaras, así como de las que se trasladan a las nuevas Cortes Generales que surjan de las elecciones del próximo 28 de abril de 2019.

Desde estos otros a las Listas electorales definitivas de los candidatos a Diputados del Congreso y Senadores proclamados por todas las circunscripciones electorales españolas, publicadas en el BOE de fecha 2 de abril, y al Código de conducta de los diputados del Congreso, aprobado por la Mesa del Congreso de los Diputados el 28 de febrero pasado.

Y esta es la agenda prevista para la semana próxima tanto en el Congreso como en el SenadoY desde estos otros enlaces pueden acceder al programa que RTVE ofrece semanalmente sobre la vida parlamentaria y al blog de las Cortes Generales dedicado a la Conmemoración del 40º aniversario de la Constitución.




Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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sábado, 6 de abril de 2019

[A VUELAPLUMA] ¿De dónde vienen nuestras ideas políticas?





Nunca se sabe el origen de nuestras ideas y convicciones, señala el historiador José Andrés Rojo. De los cuadros y la literatura, sí, y hoy también del cine y las series, de la radio, la prensa, la televisión; y nos vamos haciendo políticamente gracias a esas historias que permanecen veladas en nuestra conciencia.

En alguna parte del tercer volumen de Tu rostro mañana, comienza diciendo Rojo, Javier Marías escribe: “Lo cierto es que nunca sabemos de quién proceden en origen las ideas y las convicciones que nos van conformando, las que calan en nosotros y adoptamos como una guía, las que retenemos sin proponérnoslo y hacemos nuestras”. Unas cuantas páginas después irrumpe en su relato una pintura, Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en Málaga, de Antonio Gisbert. Como ocurre a lo largo de toda la novela (unas 1.600 páginas), Marías salta de un lado a otro, se entretiene en múltiples digresiones, da vueltas sobre asuntos distintos. De la mano de un oscuro personaje, Tupra, que tiene unos cincuenta años y que trabaja en los servicios secretos británicos, el narrador de la obra de Marías se sumerge en las cloacas de la historia y descubre que lo que hay no es sino un rosario de chapuzas y traiciones, de violencias gratuitas, de daños involuntarios e irreparables. Ahí está el cuadro de Torrijos, con los cadáveres de los que ya han sido pasados por las armas y el noble porte de aquellos liberales que van a ser inmediatamente fusilados (y ese sombrero negro tirado en la playa, como un signo abrupto del desamparo de la muerte). No es casual que la prosa de Marías salte del cuadro de Gisbert a la Guerra Civil: “y también me acordé de los ejecutados sin juicio o con farsa en esas mismas playas de Málaga por quien la tomó más un siglo después con sus huestes franquistas y moras y con los Camisas Negras de Roatta o ‘Mancini”.

El Prado inauguró hace unos días una pequeña exposición que protagoniza el célebre cuadro del fusilamiento de Torrijos. Fue el primer encargo de una pintura que hizo el Estado destinado al museo y lo realizó el gabinete liberal de Práxedes Mateo Sagasta en 1886. Antonio Gisbert fue el elegido para su ejecución. Tenía que construir un símbolo que exaltara la lucha por la libertad en la construcción de la nación española. El 2 de diciembre de 1831, el general José María de Torrijos y Uriarte partió de Gibraltar con destino a Málaga acompañado de sesenta cómplices con el afán de provocar un alzamiento militar que restableciera el sistema constitucional. Las fuerzas de Fernando VII los detuvieron a los nueve días. Fueron fusilados, y se convirtieron en mártires de la larga batalla para derrotar al absolutismo. Espronceda, en el soneto que dedicó a Torrijos, ya subraya que esa sangre no había caído en vano: “Y los viles tiranos con espanto / siempre amenazando vean / alzarse sus espectros vengadores”.

Fue el historiador José Álvarez Junco el que recordó esos versos en su Mater dolorosa, donde trata de la idea de España en el siglo XIX. “Si la literatura había puesto palabras en la boca de nuestros antepasados, la pintura les dio forma y color, los imaginó de forma visible. Facilitó los ensueños sobre nuestro pasado”, escribe. Existían asuntos que tenían que prender en la imaginación popular. La entereza de Torrijos y los suyos ante la condena a muerte de los absolutistas era, para los liberales, uno de ellos.

Nunca sabemos de dónde proceden “las convicciones que nos van conformando”. De los cuadros y la literatura, hoy también del cine y las series, de la radio, la prensa, la televisión. Antonio Machado escribió en 1938: “Recordad el cuadro de Gisbert: la noble fraternidad ante la muerte de aquellos tres hombres cogidos de la mano”. Nos vamos haciendo políticamente gracias a esas historias que permanecen veladas en nuestra conciencia. No hay que olvidar que son construcciones y que, a veces, producen monstruos. Así que nunca está de más mantener frente a nuestras más íntimas certezas una saludable distancia irónica.



El fusilamiento de Torrijos, por Antonio Gisbert, 1888. Museo del Prado



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viernes, 5 de abril de 2019

[EUROPA. ESPECIAL ELECCIONES 2019] Por un renacimiento europeo







Entre los próximos 23 y 26 de mayo estamos llamados los ciudadanos europeos a elegir a nuestros representantes en el Parlamento de la Unión. Me parece un momento propicio para abrir una nueva sección del blog en la que se escuchen las opiniones diversas y plurales de quienes conformamos esa realidad llamada Europa, subiendo al mismo aquellos artículos de opinión que aborden, desde ópticas a veces enfrentadas, las grandes cuestiones de nuestro continente. También, desde este enlace, pueden acceder a la página electrónica del Parlamento europeo con la información actualizada diariamente del proceso electoral en curso.

Estamos en un momento decisivo para nuestro continente. Un momento en el que, colectivamente, debemos reinventar, política y culturalmente, las formas de nuestra civilización en un mundo cambiante, aboga el presidente de la República francesa Emmanuel Macron en su llamamiento a los ciudadanos europeos.

Ciudadanos de Europa, comienza diciendo Macron, si me he tomado la libertad de dirigirme a ustedes directamente, no es solo en nombre de la historia y de los valores que nos unen, sino también porque hay urgencia. Dentro de unas semanas, las elecciones europeas serán decisivas para el futuro de nuestro continente.

Nunca antes, desde la II Guerra Mundial, Europa ha sido tan necesaria. Y, sin embargo, nunca ha estado tan en peligro. El Brexit es ejemplo de todo esto. Ejemplo de la crisis de una Europa que no ha sabido satisfacer las necesidades de protección de los pueblos frente a los grandes cambios del mundo contemporáneo. Ejemplo, también, de la trampa europea. La trampa no es pertenecer a la Unión Europea, sino la mentira y la irresponsabilidad que pueden destruirla. ¿Quién les ha contado a los británicos la verdad sobre su futuro tras el Brexit? ¿Quién les ha hablado de perder el acceso al mercado europeo? ¿Quién ha advertido de los peligros para la paz en Irlanda si se vuelve a la frontera del pasado? El repliegue nacionalista no tiene propuestas; es un “no” sin proyecto. Y esta trampa amenaza a toda Europa: los que explotan la rabia, ayudados por noticias falsas, prometen una cosa y la contraria.

Frente a estas manipulaciones, debemos mantenernos firmes. Orgullosos y lúcidos. Recordemos primero qué es Europa. Es un éxito histórico: la reconciliación de un continente devastado, plasmada en un proyecto inédito de paz, prosperidad y libertad. No lo olvidemos nunca. Hoy día, este proyecto nos sigue protegiendo. ¿Qué país puede actuar solo frente a las estrategias agresivas de las grandes potencias? ¿Quién puede pretender ser soberano, solo, frente a los gigantes digitales? ¿Cómo resistiríamos a las crisis del capitalismo financiero sin el euro, que es una baza para toda la Unión? Europa es también esos miles de proyectos cotidianos que han cambiado la faz de nuestros territorios: una escuela renovada aquí, una carretera asfaltada allá, un acceso rápido a Internet que está llegando al fin… Esta lucha es un compromiso diario, porque Europa, como la paz, no viene dada. En nombre de Francia, abandero esta lucha sin descanso para hacer avanzar a Europa y defender su modelo. Hemos demostrado que lo que nos dijeron que era inalcanzable —la creación de una defensa europea o la protección de los derechos sociales— finalmente era posible.

Con todo, hay que hacer más y más rápido. Porque hay otra trampa: la del statu quo y la resignación. Frente a las grandes crisis mundiales, los ciudadanos nos dicen a menudo: “¿dónde está Europa?, ¿qué está haciendo Europa?”. Para ellos, se ha convertido en un mercado sin alma. Pero sabemos que no es solo un mercado, que es también un proyecto. El mercado es útil, pero no debe hacernos olvidar lo necesario de las fronteras que nos protegen y de los valores que nos unen. Los nacionalistas se equivocan cuando pretenden defender nuestra identidad apelando a la salida de Europa, porque es la civilización europea la que nos une, nos libera y nos protege. Pero los que no querrían cambiar nada también se equivocan, porque niegan los temores que atraviesan nuestros pueblos, las dudas que socavan nuestras democracias. Estamos en un momento decisivo para nuestro continente. Un momento en el que, colectivamente, debemos reinventar, política y culturalmente, las formas de nuestra civilización en un mundo cambiante. Es el momento para el renacimiento europeo. Así pues, resistiendo a las tentaciones del repliegue y la división, quiero proponer que, juntos, construyamos ese Renacimiento en torno a tres aspiraciones: la libertad, la protección y el progreso.

El modelo europeo se basa en la libertad individual y la diversidad de opiniones y de creación. Nuestra libertad primera es la libertad democrática, la de elegir a nuestros gobernantes allí donde, en cada cita electoral, hay potencias extranjeras que intentan influir en nuestros votos. Propongo que se cree una Agencia Europea de Protección de las Democracias que aporte expertos europeos a cada Estado miembro para proteger sus procesos electorales de ciberataques y manipulaciones. En este espíritu de independencia, también debemos prohibir la financiación de partidos políticos europeos por parte de potencias extranjeras. Asimismo, a través de reglas europeas, debemos desterrar de Internet el discurso del odio y la violencia, porque el respeto al individuo es la base de nuestra civilización de la dignidad humana.

Fundada en la reconciliación interna, la Unión Europea se ha olvidado de mirar a otras realidades en el mundo. Ahora bien, ninguna comunidad genera un sentimiento de pertenencia si no tiene límites que proteger. La frontera es la libertad en seguridad. En este sentido, debemos revisar el espacio Schengen: todos los que quieran participar en él deberán cumplir una serie de obligaciones de responsabilidad (control riguroso de fronteras) y solidaridad (una misma política de asilo con las mismas reglas de acogida y denegación). Una policía de fronteras común y una Oficina Europea de Asilo, estrictas obligaciones de control y una solidaridad europea a la que contribuyan todos los países bajo la autoridad de un Consejo Europeo de Seguridad Interior. Frente a las migraciones, creo en una Europa que protege a la vez sus valores y sus fronteras.

Estas mismas exigencias deben aplicarse a la defensa. Pese a que en los dos últimos años se han registrado avances significativos, debemos establecer un rumbo claro. Así, un tratado de defensa y seguridad deberá definir nuestras obligaciones ineludibles, en colaboración con la OTAN y nuestros aliados europeos: aumento del gasto militar, activación de la cláusula de defensa mutua y creación de un Consejo de Seguridad Europeo que incluya al Reino Unido para preparar nuestras decisiones colectivas.

Nuestras fronteras también deben garantizar una competencia leal. ¿Qué potencia acepta mantener sus intercambios con aquellos que no respetan ninguna de sus reglas? No podemos someternos sin decir nada. Tenemos que reformar nuestra política de competencia, refundar nuestra política comercial: sancionar o prohibir en Europa aquellas empresas que vulneren nuestros intereses estratégicos y valores fundamentales –como las normas medioambientales, la protección de datos o el pago justo de impuestos– y adoptar una preferencia europea en las industrias estratégicas y en nuestros mercados de contratación pública, al igual que nuestros competidores estadounidenses o chinos.

Europa no es una potencia de segunda clase. Toda Europa está a la vanguardia: siempre ha sabido definir las normas del progreso y en esta línea debe ofrecer un proyecto de convergencia, más que de competencia. Europa, que creó la seguridad social, debe establecer para cada trabajador, de este a oeste y de norte a sur, un escudo social que le garantice la misma remuneración en el mismo lugar de trabajo, y un salario mínimo europeo adaptado a cada país y revisado anualmente de forma colectiva.

Retomar el hilo del progreso es también liderar la lucha contra el cambio climático. ¿Podremos mirar a nuestros hijos a los ojos si no logramos reducir nuestra deuda con el clima? La Unión Europea debe fijar sus ambiciones –cero carbono en 2050, reducción a la mitad de los pesticidas en 2025– y adaptar sus políticas a esta exigencia: Banco Europeo del Clima para financiar la transición ecológica, dispositivo sanitario europeo para reforzar el control de nuestros alimentos, y, frente a la amenaza de los lobbies, evaluación científica independiente de sustancias peligrosas para el medio ambiente y la salud, etc. Este imperativo debe guiar todas nuestras acciones. Del Banco Central Europeo a la Comisión Europea, pasando por el presupuesto europeo o el Plan de Inversiones para Europa, todas nuestras instituciones deben tener al clima como prioridad.

Progreso y libertad es poder vivir del trabajo y, para crear empleo, Europa debe ser previsora. Para ello, no solo debe regular a los gigantes del sector digital, creando una supervisión europea de grandes plataformas (sanciones aceleradas para las infracciones de las normas de la competencia, transparencia de algoritmos, etc.), sino también financiar la innovación asignando al nuevo Consejo Europeo de Innovación un presupuesto comparable al de Estados Unidos para liderar las nuevas rupturas tecnológicas como la inteligencia artificial.

Una Europa que se proyecta hacia el resto del mundo debe mirar a África, con quien debemos sellar un pacto de futuro, asumiendo un destino común y apoyando su desarrollo de forma ambiciosa y no defensiva con inversión, colaboración universitaria, educación y formación de las niñas, etc.

Libertad, protección, progreso. Sobre estos pilares debemos construir el Renacimiento Europeo. No podemos dejar que los nacionalistas sin propuestas exploten la rabia de los pueblos. No podemos ser los sonámbulos de una Europa lánguida. No podemos estancarnos en la rutina y el encantamiento. El humanismo europeo exige acción y por todas partes los ciudadanos están pidiendo participar en el cambio. Así pues, antes de finales de año, organicemos una Conferencia para Europa, junto a los representantes de las instituciones europeas y los Estados, con el fin de proponer todos los cambios necesarios para nuestro proyecto político, sin tabúes, ni siquiera revisar los tratados. Dicha conferencia deberá incluir a paneles de ciudadanos y dar voz a universitarios, interlocutores sociales y representantes religiosos y espirituales. En ella se definirá una hoja de ruta para la Unión Europea que traduzca estas grandes prioridades en acciones concretas. Tendremos discrepancias, pero ¿qué es mejor, una Europa estancada o una Europa que avanza a veces a ritmos diferentes, manteniéndose abierta al exterior?

En esta Europa, los pueblos habrán recuperado realmente el control de su destino. En esta Europa, estoy seguro de que el Reino Unido encontrará su lugar.

Ciudadanos de Europa: el impasse del Brexit nos sirve de lección a todos. Salgamos de esta trampa y démosle un sentido a las próximas elecciones y a nuestro proyecto. Ustedes deciden si Europa y los valores de progreso que representa deben ser algo más que un paréntesis en la historia. Esta es la propuesta que les hago para trazar juntos el camino del Renacimiento Europeo.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt





Entrada núm. 4832
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)