Hace unas semanas, escribe en Revista de Libros el profesor de Ciencia Política de la Universidad de Málaga Manuel Arias Maldonado, unas colegas me invitaron a participar en unas jornadas que debía reunir a los miembros del grupo de investigación europeo cuya división española (¡malagueña!) ellas mismas dirigen. Tratándose de un proyecto dedicado a reflexionar sobre la intersección entre la educación y la democracia, me animaban a abordar en mi charla el problema de la educación del ciudadano democrático en tiempos de agitación emocional. Es decir: algo así como el problema de la formación del espíritu democrático. Y ahora que en España estamos en los inicios de una precampaña electoral marcada por la polarización ideológica, no está de más traer aquí –con algunas modificaciones– lo que dije allí. El texto original, escrito en inglés, puede encontrarse, no obstante, en la página de ReCreaDe junto con información adicional sobre las jornadas que lo motivaron.
Cuando hablamos de democracia y educación, lo hacemos en relación no con una general instrucción del ciudadano que habrá de ayudarle a desenvolverse en su sociedad, sino de una educación para la democracia que consiste en enseñarle a ser ciudadano: un buen ciudadano. Pero quizá no deberíamos correr tanto y hayamos de empezar por elucidar el sentido de todas estas palabras. Ya que, ¿de qué democracia estamos hablando? ¿Y en qué sentido puede decirse que es también un proyecto educativo? ¿Quién debería ser educado? ¿Para qué, exactamente? ¿Y por quién?
Se trata, como se ha sugerido arriba, de preguntas que parecen haberse hecho urgentes en una época marcada por el retorno del nacionalismo y la difusión del populismo; una época en la que pedimos mucho a la democracia, aunque no todos le pidan lo mismo. Y, aunque no cabe duda de que la democracia siempre ha estado en crisis, en buena medida porque su realidad será siempre juzgada desfavorablemente en comparación con su ideal, la Gran Recesión ha generado un malestar colectivo que, combinado con la disrupción tecnológica y el descontento con la globalización, merece ser tomado en serio. En buena medida, la preocupación por el estado de nuestras comunidades políticas tiene que ver con la desregulación del mercado de las opiniones, organizado ahora alrededor de las redes sociales. A pesar de que cabe hacer una interpretación favorable de este proceso, como la ofrecida por Santiago Gerchunoff en su reciente libro sobre la conversación pública de masas, la expectativa de una mayor racionalidad comunicativa se ha visto defraudada: la cacofonía es norma y, en lugar de consenso, tenemos un disenso alimentado por el tribalismo moral. Esperábamos a Jürgen Habermas y nos encontramos con Thomas Hobbes.
Sería así razonable afirmar que necesitamos, si no más democracia –ahí tenemos el Brexit para desmentirlo–, sí al menos una mejor democracia: una canalización más constructiva de las considerables energías desplegadas cada día por los ciudadanos en la esfera pública. Para que eso sea posible, todos deberíamos ser educados por la democracia en el conocimiento de lo que la democracia significa. Y, en particular, en lo que significa para los ciudadanos mismos.
De ahí no se deduce que podamos determinar fácilmente qué es la democracia, pues ésta puede definirse de distintas formas y la pugna por hacerlo es ya parte del conflicto político. No presentaré aquí un catálogo de las instituciones y los procedimientos que requiere una democracia liberal-representativa, ni repasaré las distintas versiones de la democracia que pueden encontrarse en la literatura: desde la participativa a la agonista. Lo cierto es que la democracia está llamada a hacer muchas cosas por nosotros: es un tipo de sociedad que facilita la coexistencia entre diferentes; es una forma de organizar las relaciones socioeconómicas que produce prosperidad material sin descuidar la distribución de los recursos con arreglo a criterios de justicia; incorpora un conjunto de derechos individuales y de garantías protectoras de las minorías frente a las mayorías; y, por supuesto, constituye un método para la toma colectiva de decisiones. Si la democracia solo tuviese que ver con el autogobierno, por recurrir a una simplificación habitual, no tendríamos más que abandonarnos a una sucesión de referendos para realizarla plenamente: pero no es el caso. Uno de los aspectos más delicados de la forma democrática de gobierno es que las decisiones que en ella se adopten han de ser legítimas y eficaces, pues, si esta última cualidad no concurriese en la medida suficiente, el sistema perdería legitimidad a ojos de los ciudadanos. Las democracias realmente existentes se ven así obligadas a mantener un delicadísimo equilibrio que no siempre alcanzan.
Mi argumento es que los ciudadanos deberían ser educados en la naturaleza del proyecto democrático: en la comprensión debida de lo que una democracia es y de lo que su buen funcionamiento exige. Deben, en fin, ser educados para ser miembros competentes de la misma: ciudadanos. Pero no debe educárseles para ser un tipo determinado de ciudadanos, que posean valores particulares acerca de la buena vida o el mejor modo de organizar la sociedad; basta con que aprendan a comportarse como ciudadanos. Y podría decirse que ésta es, ante todo, una educación negativa, ya que hay distintas formas de ejercer la ciudadanía en una sociedad liberal. Por ejemplo, uno puede prestar atención a la vida política o todo lo contrario; no puede forzarse a los ciudadanos a prestar atención contra su voluntad. Sin embargo, sí podría enseñárseles a ser coherentes con sus decisiones, de tal manera que al menos no se comporten como malos ciudadanos.
Recurramos a un ejemplo. John Rawls habló con elocuencia del «hecho del pluralismo», un dato sociológico de nuestro tiempo. Este pluralismo, más o menos sustantivo, se ha intensificado con las redes sociales y el debilitamiento –al menos en la Europa continental– de los partidos de masas tradicionales, aquellos Volksparteien que «moderaban» a sus sociedades. Pero, como se ha señalado en este blog en alguna ocasión, hay una paradoja en el pluralismo: muchos de quienes toman parte en el debate político defendiendo sus puntos de vista tienden a no ser pluralistas. Y ello porque defienden sus posiciones como si fueran la verdad ante interlocutores que piensan lo mismo. Así que el pluralismo es una cualidad del sistema, no de sus actores; con la excepción de un grupo reducido de ellos que son conscientes de cuán escurridiza es la «verdad». Eso es, justamente, lo que un ciudadano democrático reflexivo debería saber y recordar cuando toma parte en la conversación democrática: que no es un poseedor de la verdad y que la democracia debería ser un medio para la búsqueda intersubjetiva del acuerdo en lugar de una empresa metafísica. La consecuencia de esa toma de conciencia ciudadana debería ser obvia: un mejor conocimiento del sistema mejora el funcionamiento del sistema.
Pero volvamos la vista atrás por un momento, hasta el comienzo del siglo XX. Reviste especial interés, en relación con nuestro tema, el debate que se produjo entonces entre Walter Lippmann, un demócrata escéptico que desconfiaba del juicio de las masas, y John Dewey, filósofo pragmático que vindicaba una acepción amplia de la democracia como forma de vida. Tan pronto como en 1922 publicó el primero Public Opinion, una obra influyente que trataba de lidiar con las consecuencias de la expansión del sufragio en una sociedad cada vez más urbanizada. Para Lippmann, el entorno social es demasiado grande y complejo para que el ciudadano pueda darle sentido. El público jamás podrá comprender la «frenética, florida confusión» del mundo. Y ello por dos razones principales: no solemos dedicar a los asuntos públicos demasiado tiempo y, por añadidura, la información que recibimos sobre él viene ya comprimida en forma de mensajes breves y simplistas creados por los medios de comunicación de masas. Más aún, el individuo toma como hechos lo que percibe como hechos. Lippmann hablaba de forma pionera de un «pseudoentorno» creado por los estereotipos que manejamos: las «fotografías que tenemos dentro de la cabeza». Se refería con ello a los patrones que organizan aquellos códigos que determinan qué tipos de hechos vemos y bajo qué luz. Y, si bien cada persona crea su propia realidad, por lo general es una realidad compartida con los miembros de su grupo social o tribu moral. Para Lippmann, la conclusión que de ahí debe extraerse es que la complejidad de la sociedad moderna requiere una democracia reducida que otorgue un papel destacado al conocimiento experto.
Dewey, por su parte, admitió que esta crítica había de ser tenida en cuenta. Sin embargo, defendió un ideal participativo sobre la base de que una democracia no es solamente una forma de gobierno caracterizada por la expansión del sufragio o la regla de la mayoría; lo que cuenta es más bien cómo se forma esa mayoría: el proceso de toma de decisiones antes que las decisiones mismas. La democracia sería un método colectivo de toma de decisiones, de resolución de aquellos problemas que se presentan a las comunidades. Para el individuo, sostiene Dewey, la democracia significa el derecho a participar en las actividades del grupo, con la particularidad de que sólo nos convertimos en los individuos que somos comprometiéndonos en las instituciones y prácticas de nuestra sociedad. Y necesitamos una educación para tal fin: Dewey insiste en que los profesores han de implicar a los niños, ayudándoles a desarrollar hábitos asociativos y la capacidad para el pensamiento crítico, al tiempo que el arte aumenta las capacidades imaginativas proporcionando con ello –ésta es una curiosa aseveración– mayor unidad y orden social.
De su idea de la indagación democrática se deduce que deberíamos contemplar nuestras intuiciones acerca de aquello que es correcto, bueno o virtuoso como hipótesis en espera de verificación. Dewey recuerda a Lippmann que los expertos también manejan estereotipos y padecen por ello sesgos perceptivos: sus juicios deben ser contrapesados con los del ciudadano profano. Para lograrlo, defiende la necesidad de crear nuevas arenas públicas y nuevas formas de comunicación que permitan reunir a expertos y profanos alrededor de asuntos públicos de interés común. Más que concebir la esfera pública como un dominio único y homogéneo, la imaginan como el objeto de una experimentación democrática en la que distintos públicos emergen en respuesta a diferentes problemas a lo largo del tiempo.
Ha pasado casi un siglo desde entonces y el experimento que proponía Dewey está produciéndose: un experimento del que todos somos a la vez participantes y observadores. Me refiero, naturalmente, a la conversación pública que de manera incesante se desarrolla en el ciberespacio. Y aunque sería tentador afirmar que se trata de un experimento fallido, es seguramente más justo argüir que no ha proporcionado los beneficios que se esperaban. Una gran esperanza para el mejoramiento democrático se ha revelado así como una falsa esperanza: la utopía digital del entendimiento universal ha terminado por adoptar la forma de una distopía poblada de trolls, mentirosos, bots y noticias falsas. No quiere esto decir que las redes hayan empeorado la democracia, como tendemos a pensar: simplemente no se han cumplido las esperanzas que muchos habían depositado en ellas. Hay que descartar el pesimismo; las redes no pueden evitar ser lo que son y traen consigo ventajas formidables. Pero sigue siendo un hecho que su difusión ha coincidido con la llegada del populismo, el retorno del nacionalismo y el aumento de la polarización, el discurso del odio y el malestar civil. Salvo para aquellos que no esperaban nada del experimento, y sin descartar aún que pueda arrojar resultados distintos en el futuro, la decepción es un sentimiento comprensible. Por lo demás, la historia contemporánea tiende a reforzar el argumento de Lippmann. Y lo mismo puede decirse de algunos desarrollos recientes en las ciencias humanas: el bien conocido giro afectivo de los últimos años confirma sus intuiciones sobre el carácter sesgado de la percepción individual y el peso de los prejuicios grupales sobre nuestros juicios.
Bajo esta luz, la necesidad de una educación democrática parece más clara que nunca. Pero, más allá de la bienintencionada belleza del eslogan, ¿en qué consiste esa educación y quién habría de proporcionarla? En cuanto a lo primero, me limitaré a señalar dos rasgos básicos de esta educación democrática; uno se refiere al individuo y el otro a la democracia como empeño colectivo. Lo segundo nos enfrentará a una paradoja que es, a su manera, un callejón sin salida.
En esencia, el buen ciudadano es un individuo que se comprende a sí mismo: esta autocomprensión es un requisito para la comprensión recíproca que exige la convivencia. Tradicionalmente, esta autocomprensión ha sido descrita como el resultado de un ejercicio de reflexividad tras el cual el ciudadano es capaz de verse desde fuera; como si tomara o pudiera tomar una distancia respecto de sí mismo. Precondición para ello es que asumamos que nada nos autoriza a pensar que custodiamos una verdad indiscutible, para pasar a vernos como proponentes de significados y políticas particulares: lo mismo que los demás. Aunque esto no es suficiente: hemos de tomarnos en serio las lecciones del giro afectivo. Esto no significa que la autonomía individual, revelada como una vulgar ilusión, haya de ser arrojada al sumidero de la historia conceptual; por el contrario, se trata de reconstruirla sobre nuevas bases. Y esa base sólo puede ser, otra vez, la reflexividad individual: un sujeto que se hace cargo de las imperfecciones de su razón. Es una cualidad sofisticada, que no se generalizará fácilmente; no hay, sin embargo, demasiadas alternativas.
Por otro lado, crucialmente, el ciudadano habrá de entender que la democracia posee límites y no habrá de pedirle aquello que no puede darle. Dicho de otro modo: el buen ciudadano asume que la democracia no goza del poder ilimitado para proveer cualquier resultado. Tampoco, dicho sea de paso, el poder de hacer feliz al ciudadano: únicamente cabe pedirle que contribuya a crear las condiciones que nos permitan, por recordar la fórmula de la Constitución estadounidense, buscar nuestra felicidad. También habrá de comprender el ciudadano que la democracia es un proceso lento que requiere deliberación, negociación, compromiso, lo que, por definición, nos exige tratar con aquellos con quienes discrepamos. Finalmente, parte de este aprendizaje incluye un mínimo conocimiento de la historia de la democracia: ésta acumula ya un pasado que imparte lecciones nada menores.
Ahora bien: ¿cómo puede la democracia educar a los individuos a fin de convertirlos en ciudadanos? Sobre la base, recuérdese, de que el buen ciudadano puede definirse mínimamente como aquel que evita comportarse como un mal ciudadano: uno que lo ignora casi todo sobre el funcionamiento de su sociedad, se toma a la ligera el derecho al voto, cultiva el antagonismo ideológico o pide lo imposible de sus representantes. Pero la dificultad estriba en que, si la democracia puede entenderse como un proyecto educativo, es un proyecto sin mánager: nadie está dirigiéndolo. Por supuesto, está la educación, un recurso habitual para terminar un artículo haciendo un brindis al sol; pero la educación puede no ser suficiente. ¿Acaso no hay individuos educados ejerciendo como malos ciudadanos en nuestras esferas públicas? En las sociedades democráticas, la práctica de la ciudadanía debería ser en sí misma educativa. Aquí está el callejón sin salida: la cultura democrática no puede florecer sin ciudadanos dispuestos a aprender de ella. Y si existe un obstáculo para ello, al menos uno especialmente insidioso, es la competencia política entre partidos: la lucha por el poder contamina la conversación pública, rasgo que se ve agravado por la vieja paradoja de la participación política según la cual los ciudadanos más participativos son también los más dogmáticos. Irónicamente, ésta es también la primera enseñanza que el ciudadano debe hacer suya. Quizá le pidamos mucho, pero nadie dijo que esto fuese fácil.