sábado, 4 de julio de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Historiadores y fastos patrios. Publicada el 9 de abril de 2010





Monumento a las Cortes y la Constitución de 1812, Cádiz


Hace unos días leía una frase atribuida al escritor norteamericano Mark Twain en la que se comentaba que había concluido una carta muy extensa con las siguientes palabras: "De haber tenido más tiempo hubiese sido más breve". Quizá sea ese mi problema: acuciado por mis obligaciones -siempre satisfactorias y agradables de abuelo a tiempo completo y de coyunturas familiares varias- al final las únicas horas de relativo sosiego de que dispongo son las de tantas y muchas de la noche. Y con ello, producto del cansancio, no dispongo del tiempo y paciencia suficientes para concretar mis digresiones literarias a unos justos términos de extensión...

A finales de los noventa, concluida hacía tiempo mi licenciatura en Geografía e Historia, me plantee la temeraria osadía de entrar en la universidad como docente. Se había sacado a concurso una plaza de profesor ayudante para la asignatura de Historia Contemporánea en la Universidad de Las Palmas y  entre la documentación que era preciso aportar figuraba la de presentar un programa detallado de un apartado cualquiera de la Historia Contemporánea de España para impartir en un curso académico.

Sin excesivo esfuerzo y con enorme ilusión elaboré un programa sobre Historia de España en el siglo XIX basado en dos textos académicos, libros que conocía bien, y que aún hoy me siguen pareciendo magníficas síntesis del acontecer español cultural, económico, político y social de ese siglo. Para mí, sin duda, el más significativo e importante de la Historia de España, pues fue aquél en que se fraguó la realidad, con todas sus luces y sombras, de la España de hoy.

Esos libros eran "La España del siglo XIX. 1808-1898" (Madrid, Espasa-Calpe, 1980) del profesor Vicente Palacio Atard, y el impresionante tomo 5 de la "Historia Crítica del Pensamiento Español. Liberalismo y Romanticismo. Siglo XIX: 1808-1874" (Círculo de Lectores, Barcelona, 1993), del profesor José Luis Abellán. Desgraciadamente, en aquellos tiempos eso de los ordenadores era cosa de brujas y perdí la copia del programa, que supongo aparecerá un año de estos en cualquier lugar inesperado de mi ingobernable biblioteca familiar.

El mismo día en que se abría el plazo de presentación de las solicitudes me personé en el Departamento correspondiente de la Universidad. Allí me encontré con el secretario del mismo, que resultó ser un antiguo compañero de licenciatura en la UNED que me comentó entre jocoso, irónico, o simplemente cínico, que podía presentar mi solicitud si quería, pero que la plaza ya estaba decidida y pre-adjudicada de antemano a un becario de dicho Departamento...

Decliné la oferta y seguí con mi actividad profesional ordinaria hasta cumplir en ella 41 años, 2 meses y 8 días de servicio, y obtener mi merecida jubilación. Nunca más volví a intentar entrar en el tiovivo endogámico-incestuoso en que se ha convertido la universidad española desde hace décadas.

No estoy muy al tanto de cuales son los fastos conmemorativos que el gobierno y las instituciones políticas y culturales españoles preparan para el 200 aniversario del inicio de las Cortes de Cádiz,  que en septiembre se cumplen, y culminaron en 1812 con la aprobación de la primera Constitución liberal de Europa. Pero me temo que no van a estar a la altura que la circunstancia se merece.

El profesor Jean Meyer, de la División de Historia del Centro de Investigación y Docencia Económicas de México, escribe un brillante artículo con el título de "Al hilo de las celebraciones", que pueden leer en el enlace inmediatamente anterior, sobre historia, historiadores y celebraciones patrias en el último número de Revista de Libros (el 160, abril de 2010). Y si bien lo hace comentando el libro "Historia y celebraciones. México y sus centenarios", (Tusquets. Ciudad de México, 2010) del historiador mexicano Mauricio Tenorio Trillo, y sobre el bicencentenario y centenario, respectivamente, de la Primera , de la Guerra de Independencia (1810) y de la Revolución mexicana (1910), muchas de sus reflexiones pueden generalizarse a cualquier acto de ese tipo. Entrecomillo los textos de ambos profesores, crítico y criticado, indiferenciadamente. Y espero que del contexto pueden percibir cuál pertenece a uno y cuál a otro; en cualquiera de los casos, ambos merecen la pena.

Para comenzar, "celebrar, conmemorar y recordar, no es lo mismo", dicen. Y añaden:  "cuando [nosotros] los historiadores participamos en centenarios y bicentenarios  funcionamos como ciudadanos, miembros de la ciudad, de la "societas civilis", más que como estudiosos. De actuar como historiadores puros -apuntilla-, vendríamos a perturbar el concierto memorioso de la celebración. [.../...] La empresa conmemorativa -siguen diciendo- no es ingenua, sino intencional, premeditada y funcional. ¿Qué vamos a celebrar, qué vamos a recordar? ¿Qué celebraron y recordaron las generaciones anteriores y las presentes?".

Un poco más adelante enfatizan: "Puede ser que, para quien aprende historia, la patria esté en lo que aprende; para quien escribe historia, la patria debe estar en poder discutirla y en nunca escribirla del todo, siempre reescribirla". "La historia y la patria son una forma de ceguera, también una forma de visión, irrenunciables. [.../...] Es el olvido tanto como la memoria nuestro laboratorio, el de los historiadores". Y concluyen: "Mientras no abandonemos la idea de que la identidad es la base de la memoria, la cultura o la historia verdadera, no existirán las condiciones para la aparición de un nuevo horizonte historiográfico".

Termino yo también por hoy: ¿Sería mucho pedir que el Ministerio de Cultura, la Real Academia de la Historia, las Cortes Generales, el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales y/o la Junta de Andalucía promovieran y apoyaran una serie de RTVE que, superando el éxito de público de bodrios tan infumables como "Águila Roja" o "La conjura de El Escorial", recogieran en una cuidada y rigurosa recreación histórica los avatares políticos y personales de aquellos españoles que dieron lugar a las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812? Cosas más raras se han visto. Y discúlpenme, por favor, la digresión personal sobre mi fracasa aventura de acceso a lo docencia; no venía muy a cuento... HArendt




Oratorio de San Felipe Neri. Aquí se reunieron las Cortes de Cádiz


La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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[SONRÍA, POR FAVOR] Es sábado, 4 de julio





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...


























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viernes, 3 de julio de 2020

[A VUEAPLUMA] Representaciones





Rasgarse las vestiduras ante el racismo, el sexismo, la explotación o la corrupción en las representaciones artísticas es mucho más barato y totalmente ineficaz para mejorar la realidad representada, comenta en el A vuelapluma de hoy [Arte y censura. El País, 26/6/20] el escritor José Luis Pardo.

"Bajo uno de los retratos de Walter Scott en la Galería Nacional de Edimburgo- comienza diciendo Pardo- cuelga desde hace poco un aviso: su visión de Escocia estaba nublada por tintes románticos y muy alejada de la realidad. Como si bajo el (supuesto) retrato de Cervantes pintado por Jáuregui se advirtiera que los gigantes que Don Quijote creyó ver en La Mancha eran simples molinos de viento. Julio Camba decía (en broma) que ciertos discos deberían llevar un cartel como el que aparece en las cajetillas de tabaco: “Peligro. Contiene música romántica”. Pero hoy (en serio), la HBO va a añadir una explicación a Lo que el viento se llevó, y Disney ya ha creado la etiqueta “este programa puede contener representaciones culturales obsoletas”: el tipo de mensaje que se inserta en las llamadas (reflexiónese un momento sobre la denominación) “películas para adultos”. ¿Qué les ha pasado a los espectadores contemporáneos para que se hayan vuelto repentinamente tan menores de edad que haya que tutelarles para evitar que se lastimen?

Si pudiéramos dividir el mundo en realidades (como un niño, un caballo o un dolor de muelas) y representaciones (como un dibujo, una novela o una fotografía), habría que decir que la inmensa mayoría de lo que llamamos “arte” pertenece a la segunda categoría, aunque obviamente no toda representación es una obra de arte. Incluso aquellas obras de arte que deliberadamente cuestionan su carácter representativo, precisamente por ello son representaciones frustradas, defectivas o fallidas, pero representaciones al fin y al cabo.

Ambas categorías están íntimamente relacionadas, ya que las representaciones son representaciones de realidades. Ninguna representación puede serlo de toda la realidad, ni siquiera de todos los aspectos y dimensiones de una realidad singular elegida a tal efecto, puesto que, como dijo una vez Ortega y Gasset, la realidad se distingue del mito porque, a diferencia de este último, ella nunca está del todo acabada.

Pero, aunque la realidad no pueda estar nunca entera en su representación, sí que está en ella más o menos parcialmente en cuanto representada. Por lo cual, no tiene nada de particular que, si la realidad incluye datos como el racismo, el sexismo, la corrupción institucionalizada, la explotación económica o el avasallamiento político, estos datos pasen también a formar parte de la representación, incluso y en concreto cuando se trata de una representación artística. Es decir, que la función de la obra de arte no es proyectar una imagen de la realidad depurada de los factores que pudieran considerarse injustos o escandalosos.

No hace falta decir, pues, que quien se sienta moralmente incómodo con respecto al racismo, al sexismo, a la corrupción institucionalizada, a la explotación o al autoritarismo, ha de aplicarse a intentar cambiar la realidad que se caracteriza por esos rasgos. Lo cual, como la historia nos enseña sobradamente, a menudo, es, además de largo y difícil, muy costoso desde el punto de vista de sufrimiento personal y colectivo. Intentar cambiar las representaciones (y, en concreto, las representaciones artísticas más señaladas) en el sentido recién evocado de alterarlas o explicarlas para perfeccionarlas moralmente es más fácil y puede ser más rentable desde el punto de vista de negocio. Pero, además de totalmente ineficaz a efectos de mejorar la realidad, resulta contraproducente e injusto.

En primer lugar, es injusto culpar a la representación o al representante de los defectos inherentes a lo representado, como lo es el cliente que recrimina a su retratista el haber pintado la barriga o la verruga que efectivamente tiene. Sin duda, cuando el retrato se hace por encargo expreso del cliente y enteramente a su costa, quien paga tiene derecho a exigir retoques, pero, por una parte, eso no hará desaparecer las verrugas ni las barrigas, y por otra, lo que sí desaparecerá entonces será la autonomía del artista, como desaparecería la de un científico que retocase sus descubrimientos a las órdenes de sus patrocinadores o la de un periodista que reescribiese las noticias a instancias de los accionistas de su periódico.

En segundo lugar, cuando quienes se afanan en mejorar la representación de la realidad y no la propia realidad son precisamente aquellas organizaciones políticas cuya pretensión confesa es la de reducir las desigualdades sociales, se podría interpretar que tal desplazamiento significa que se han dado por vencidas en su lucha por transformar la realidad y que, para evitar que esta desagradable noticia llegue a los oídos de sus votantes (y se vea, por así decirlo, la viga que llevan en sus ojos), aumentan energuménicamente los decibelios de su protesta contra la representación (la paja en el ojo ajeno), que sin duda es mucho más fácil de transformar, aunque esa transformación no afecta para nada a la realidad ni, por tanto, contribuye en lo más mínimo a reducir las desigualdades, puesto que la representación no es la causa de la injusticia, sino la injusticia la causa de la representación.

Rasgarse las vestiduras ante el racismo, el sexismo, la corrupción institucionalizada, la explotación o el autoritarismo contenidos en las representaciones artísticas no solamente es mucho más barato que luchar contra las realidades representadas —como es más cómodo luchar contra la esclavitud cuando ya ha sido abolida que cuando estaba vigente y luchar contra el racismo norteamericano en España que en Norteamérica—, sino que, en lugar de servir para mejorar la realidad, únicamente contribuye a revestir al que protesta airado de una falsa apariencia de virtud que se agota en su mismo griterío y que desaparece una vez acallado este (razón por la cual se procura gritar sin parar).

Por último, esta política cultural atenta contra la libertad de expresión, que forma parte del corpus de libertades civiles que constituyen los derechos fundamentales de las democracias parlamentarias contemporáneas, y que en el terreno del arte se convierte en libertad de creación del artista y en libertad de juicio crítico del espectador. Pensar que es en algún sentido “progresista” forzar al artista a someterse al servicio de ciertas causas políticas (por nobles que aparentemente sean) o sustituir la crítica por un comisariado moral (aunque sus fines sean muy elevados) y tratar a los espectadores como menores de edad no sólo es, una vez más, equivocarse de enemigo —pues este reside en la realidad, no en la representación—, sino además dar la razón a quienes, a lo largo de la historia y durante siglos, por estar interesados en vender el mito de una realidad perfectamente acabada, pusieron el trabajo del artista al servicio del culto religioso o de la propaganda política, y persiguieron, censuraron, condenaron e incluso ejecutaron a quienes exigían libertad para representar el mundo; y ello aunque hoy esta condena se cumpla a menudo según el deseo manifiesto de algunos artistas, igual que Bujarin estuvo de acuerdo con los verdugos que lo ejecutaron en los procesos de Moscú.

No conviene olvidar que la dictadura de los justos (expresión que ya es una contradicción en los términos) es tan dictadura —o sea, tan mala— como la de los bribones".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








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[SONRÍA, POR FAVOR] Es viernes, 3 de julio





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