Monumento a la Constitución de 1978, Madrid
En el último números de Revista de Libros correspondiente al presente mes de mayo se publican sucesivamente tres interesantes textos del profesor Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón sobre la reforma de la Constitución de 1978. El primero lleva el subtítulo de ¿Es posible reformar la Constitución?; el segundo el de Lo que no procede incluir en la reforma constitucional; y el tercero y último Lo que, en su caso, puede y debe reformarse. Los tres textos son traslado íntegro de las conferencias pronunciadas por Herrero y Rodríguez de Miñón los días 25, 26 y 27 de abril pasado en la Cátedra Economía y Sociedad de La Caixa.
Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón (1940) es un político y jurista español. Fue uno de los siete redactores y ponentes de la Constitución de 1978. Doctorado en Derecho en 1965 con una tesis sobre el Derecho Constitucional surgido tras la descolonización. Completó su formación en Oxford, París y Lovaina. Letrado del Consejo de Estado. Portavoz en el Congreso de los diputados, primero de UCD y más tarde del PP. Vicepresidente de la Comisión Jurídica del Consejo de Europa (1979-1982) y vicepresidente de la Comisión Política de la OTAN. Militante del Partido Popular hasta 2004. Miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas y del Consejo de Estado. Fue miembro del Tribunal Constitucional del Principado de Andorra desde 2001 a 2009, presidiéndolo entre 2001 y 2003.
En estas conferencias vamos a tratar, dice al comienzo de las mismas, de responder a la cuestión capital del problema que nos preocupa y convoca. La Constitución española de 1978, nuestra Constitución, ¿puede ser reformada? Y, en su caso, ¿cómo y para qué? Contestar, añade, con el rigor que requiere la importancia del tema, la calidad de la audiencia aquí reunida y el prestigio del foro que nos acoge, exige formular la respuesta desde el plano de los conceptos y las categorías, sin los cuales, sin cuya luz, los datos están ciegos. Sirven tan solo para charlas de café.
¿Qué es la Constitución?, se pregunta. Sin duda, dice, una norma, la norma suprema de nuestro ordenamiento jurídico. Suprema porque es la obra de un poder, que denominamos poder constituyente, capaz de ordenar el régimen jurídico y, a través del Derecho, la vida política del Estado. La Constitución es así, la vida política en forma. Una forma, la del Derecho, que, para poder de veras formar, se nutre y recibe calor de la propia vida política y social en que se inserta. Un constitucionalismo ajeno a la política, añade, será un cascarón vacío. La doctrina ha formulado numerosas categorías en torno a la reforma de la Constitución en cuanto norma y, como siempre que la doctrina ha sido fecunda, lo ha hecho impulsada por los apremios de la práctica. En efecto, dice, a lo largo de la historia, la práctica política ha sometido y somete la Constitución a una tensión entre su función de estabilidad y su ineludible adaptación al cambio social.
Las Constituciones, todas las Constituciones, desde la Antigüedad hasta el día de hoy, se conciben y elaboran para garantizar una zona de seguridad, e incluso aquellas que levantan acta de un cambio radical, por ejemplo una revolución o una declaración de independencia, lo que pretenden es dar estabilidad al resultado de dicho cambio. De ahí la resistencia a su modificación, al cambio del cambio, y de ahí también la consecuente rigidez de las Constituciones revolucionarias e innovadoras: por ejemplo, la nuestra de 1812. La estabilidad es condición indispensable de la seguridad. Pero, a la vez, añade, para ordenar normativamente el proceso político y tener incidencia en la sociedad, la Constitución debe estar a la altura de su tiempo político y social. La norma, toda norma, incluida la constitucional, sólo norma efectivamente si atiende a la realidad de lo normado. Algo que exige su modificación al hilo del cambio, tanto más en tiempos de acelerado cambio de la sociedad y la política como es el nuestro.
Es necio, y por ello frecuente en estos días, continúa diciendo, afirmar que cada generación debe protagonizar un proceso constituyente, como si en la inexistente sociedad instantánea, carente de pasado y de futuro, el poder, su organización y control, sus metas y sus límites se reinventaran cada pocos lustros. Lo cierto es lo contrario. Una Constitución que, por secular que sea, no deje de estar viva en la conciencia colectiva, como la de los Estados Unidos, es un poderoso factor material de integración e identificación, incluso intergeneracional, de toda la comunidad política. Por eso, las reformas constitucionales, y no digamos los cambios de Constitución, inevitables cuando son precisos, resultan siempre costosos y erosionan lo que se denomina sentimiento constitucional, esto es, el sentimiento colectivo de que la norma constitucional da forma, y con ello previsibilidad y seguridad, a la vida política. Como el que se desarrolló en España a raíz de la Transición y está en trance de dilapidarse, por el abuso y mal uso que de la Constitución, en ocasiones, se ha hecho y pretende hacerse. Pero no es menos cierto, añade, que la longevidad de una Constitución se debe, en gran medida, a su capacidad para adaptarse a los cambios sociales acontecidos a lo largo de su vida, de manera que no haya sido dique frente al cambio, sino cauce conductor del mismo, capaz, como es propio de un cauce bien diseñado, de convertir los torrentes y avenidas en tranquila y fecunda corriente...
Les ruego me excusen un comentario más prolijo de ambos textos. Tanto por su contenido como por su autor, merecen una lectura detallada de los mismos y a ellos les remito. Pueden hacerlo desde los enlaces de más arriba. Pero puestos a ello, y de perdidos al río, aquí va a continuación el texto completo de las tres conferencias. Disfrútenlas.
En estas conferencias vamos a tratar de responder a la cuestión capital del problema que nos preocupa y convoca. La Constitución española de 1978, nuestra Constitución, ¿puede ser reformada? Y, en su caso, ¿cómo y para qué? Contestar con el rigor que requiere la importancia del tema, la calidad de la audiencia aquí reunida y el prestigio del foro que nos acoge, exige formular la respuesta desde el plano de los conceptos y las categorías, sin los cuales, sin cuya luz, los datos están ciegos. Sirven tan solo para charlas de café.
Por eso, les ruego que no se desanimen si en esta primera conferencia –sólo en ésta, se lo aseguro– abundan los conceptos doctrinales. Siempre bien pulidos, fríos como el cristal y confío que igualmente transparentes. Solamente a su través puede verse con claridad algo tan confuso como los intentos de reformar la Constitución que hoy abundan en España.
Primero, un concepto, para entendernos sobre qué hablamos: ¿qué es la Constitución? Sin duda, una norma, la norma suprema de nuestro ordenamiento jurídico. ¿Y por qué es suprema? Porque es la obra de un poder, que denominamos poder constituyente, capaz de ordenar el régimen jurídico y, a través del Derecho, la vida política del Estado. La Constitución es así, la vida política en forma. Una forma, la del Derecho, que, para poder de veras formar, se nutre y recibe calor de la propia vida política y social en que se inserta.
Por eso la Constitución no puede tratarse como si fuera un mero reglamento de ascensores o una ordenanza de limpieza urbana, por importantes que ambos extremos sean. La Constitución es algo más y distinto. De los criterios de interpretación que señala el artículo 3 del Código Civil cuando de interpretación constitucional se trata, hay que destacar la finalidad de la Constitución. Su telos, decía Karl Löwenstein. Esto es, la integración de la vida política. De ahí que un constitucionalismo ajeno a la política sea un cascarón vacío, y de vaciedad estamos ya cansados.
Estas son las tres concepciones fundamentales de la Constitución: la normativa, la decisionista y la integradora, y las tres, bien entendidas, deben coincidir. La Constitución es norma suprema como decisión de un poder supremo que trata de dar forma concreta al proceso político, a la vida en común. Uno de los grandes existenciales que articulan la vida humana: el ser con los otros.
Analicemos ahora la reforma de la Constitución en función de estas tres diferentes y coincidentes concepciones, y hagámoslo con el utillaje de las categorías formuladas para el caso por más de un siglo de dogmática. Los españoles parece que, felizmente, hemos superado el nefasto «Que inventen ellos». No caigamos ahora en el opuesto vicio del adanismo, consistente en creer que nos toca descubrir y poner nombre a cuanto ignorábamos. No queramos asombrar al mundo: aprendamos de él.
1.1. Categorías: flexibilidad, rigidez y petrificación
La doctrina ha formulado numerosas categorías en torno a la reforma de la Constitución en cuanto norma y, como siempre que la doctrina ha sido fecunda, lo ha hecho impulsada por los apremios de la practica. La necesidad política –diría Georg Jellinek en una conferencia pronunciada en Viena en 1906 y después publicada en Berlín con el titulo de Reforma y mutación constitucional– es la causa transformadora de las Constituciones. En efecto, a lo largo de la historia, la práctica política ha sometido y somete la Constitución a una tensión entre su función de estabilidad y su ineludible adaptación al cambio social.
Las Constituciones, todas las Constituciones, desde la Antigüedad hasta el día de hoy, se conciben y elaboran para garantizar una zona de seguridad, e incluso aquellas que levantan acta de un cambio radical, por ejemplo una revolución o una declaración de independencia, lo que pretenden es dar estabilidad al resultado de dicho cambio. De ahí la resistencia a su modificación, al cambio del cambio, y de ahí también la consecuente rigidez de las Constituciones revolucionarias e innovadoras: por ejemplo, la nuestra de 1812. La estabilidad es condición indispensable de la seguridad.
Pero, a la vez, para ordenar normativamente el proceso político y tener incidencia en la sociedad, la Constitución deber estar a la altura de su tiempo político y social. La norma, toda norma, incluida la constitucional, sólo norma efectivamente si atiende a la realidad de lo normado. Algo que exige su modificación al hilo del cambio, tanto más en tiempos de acelerado cambio de la sociedad y la política como es el nuestro.
Es necio, y por ello frecuente en estos días, afirmar que cada generación debe protagonizar un proceso constituyente, como si en la inexistente sociedad instantánea, carente de pasado y de futuro, el poder, su organización y control, sus metas y sus límites se reinventaran cada pocos lustros. Lo cierto es lo contrario. Una Constitución que, por secular que sea, no deje de estar viva en la conciencia colectiva, como la de los Estados Unidos, es un poderoso factor material de integración e identificación, incluso intergeneracional, de toda la comunidad política. Por eso, las reformas constitucionales, y no digamos los cambios de Constitución, inevitables cuando son precisos, resultan siempre costosos y erosionan lo que se denomina sentimiento constitucional, esto es, el sentimiento colectivo de que la norma constitucional da forma, y con ello previsibilidad y seguridad, a la vida política. Como el que se desarrolló en España a raíz de la Transición y está en trance de dilapidarse, por el abuso y mal uso que de la Constitución, en ocasiones, se ha hecho y pretende hacerse.
Pero no es menos cierto que la longevidad de una Constitución se debe, en gran medida, a su capacidad para adaptarse a los cambios sociales acontecidos a lo largo de su vida, de manera que no haya sido dique frente al cambio, sino cauce conductor del mismo, capaz, como es propio de un cauce bien diseñado, de convertir los torrentes y avenidas en tranquila y fecunda corriente.
Fue un ilustre victoriano, James Bryce, ennoblecido por sus muchos méritos intelectuales y políticos como vizconde Bryce en 1914, quien en 1901 publicó un pequeño ensayo titulado Constituciones flexibles y Constituciones rígidas, en el que acuñó estas dos categorías seminales de la moderna teoría de la Constitución. Y digo seminales porque en torno a tal dicotomía se han decantado y perfilado otras muchas que permiten dar cuenta de los diferentes supuestos de vida constitucional.
Bryce denominó flexibles aquellas Constituciones cuya modificación es competencia del legislador ordinario de acuerdo con el procedimiento legislativo ordinario, y Constituciones rígidas aquellas cuya modificación requiere procedimientos distintos del ordinario, normalmente más complicados, y la participación de instituciones distintas de las que hacen las leyes ordinarias. Inglaterra y los Estados Unidos, respectivamente, fueron los dos modelos que inspiraron a Bryce. Cuando la Constitución no incluye el supuesto de su reforma, sino que la prohíbe, la Constitución se califica de «pétrea».
La reforma, cualquiera que sea el procedimiento que para la misma se prescriba, puede dar lugar a modificaciones expresas y tácitas o materiales. Las primeras suponen la derogación de un precepto constitucional seguido o no de su sustitución por otro. Las segundas, la introducción de un precepto incompatible con el ya existente y que ni se sustituye ni deroga formalmente, con lo cual resulta un texto no sólo abigarrado sino, en ocasiones, contradictorio, que requiere un esfuerzo suplementario por parte del intérprete, no sólo para aclarar su significado, sino su alcance, sus efectos derogatorios tácitos y la eventual desconstitucionalización de la materia así regulada.
Tales defectos han contribuido a descalificar estas revisiones y se cita como ejemplo la desvalorización que sufrió por ello la Constitución de Weimar, sobrecargada de reformas tácitas. La Ley Fundamental Alemana, como reacción, prohibió expresamente esta técnica de revisión (artículo 79.1 GG [Grundgesetz]). Pero la de los Estados Unidos ofrece la experiencia contraria. Las numerosas enmiendas a la Constitución no han erosionado su prestigio, antes al contrario.
Apliquemos estas categorías a nuestra vigente Constitución. Atendiendo a la clasificación de Bryce, no cabe duda de que la Constitución española vigente es rígida y, en algún supuesto, hiperrígida, aunque nunca pétrea. En efecto, la iniciativa de la reforma corresponde al Gobierno, al Congreso y al Senado y, mediante propuesta a uno de los dos últimos, también a las Asambleas de las Comunidades Autónomas (artículos 166 y 87.1 y 2 CE).
Los artículos 167 y 168 CE prevén dos procedimientos de reforma según la importancia de la misma. Si la revisión es total o si, aun siendo parcial, afecta al Título Preliminar (artículos 1-9), a la sección primera del Capítulo II del Título Primero (artículos 15-29, relativos a los derechos fundamentales) o al Título Segundo (relativo a la Corona), el procedimiento se hace especialmente rígido. Se requiere una aprobación de principio por mayoría de dos tercios en el Congreso y en el Senado, la disolución inmediata de las Cortes y la celebración de elecciones, lógicamente centradas en el proyecto de reforma, a fin de que las Cortes resultantes ratifiquen la opción reformista, estudien el proyecto y la aprueben cada una de las Cámaras por la misma mayoría cualificada también de dos tercios y, después, se someta y apruebe en referéndum popular.
Si, por otra parte, la reforma parcial no afecta a ninguno de los preceptos indicados (artículos 1-9, 15-29 y 56-65), el procedimiento es mucho menos rígido, sin llegar a ser flexible. Se requiere, en primer término, la mayoría de tres quintos de cada una de las Cámaras. Si no hubiera acuerdo entre ellas, Congreso y Senado, por partes iguales, designarán un comité mixto que propondrá a ambas Cámaras un texto que se entenderá aprobado si reúne, al menos, la mayoría absoluta en el Senado y los dos tercios de votos en el Congreso. Si la décima parte de los diputados o de los senadores lo solicitan en el plazo de los quince días siguientes a su aprobación por las Cámaras, la reforma será sometida a referéndum.
La Constitución española, a diferencia de la alemana y la holandesa, no contiene la expresa prohibición de las denominadas reformas materiales o tácitas. Pero en las dos ocasiones en que ha sido revisada, el artículo 13 en 1992 y el artículo 135 en 2011, las modificaciones han sido expresas, añadiendo dos palabras al primitivo artículo 13 y sustituyendo la primitiva redacción del artículo 135 por otra. La claridad en ambos casos es una virtud –tal vez la única– de ambas reformas.
Se denominan revisiones conexas las que pueden afectar a la denominada Constitución sustancial sin atenerse a las exigencias de rigidez del artículo 168 atrás expuestas. Piénsese, por vía de ejemplo, en una reforma del Título V, según el procedimiento del artículo 167, que eliminase todas las formas de responsabilidad política del Gobierno ante las Cortes. ¿Qué quedaría del sistema parlamentario que, como forma de Estado, afirma el artículo 1.3 CE?
En casos tales, podría entenderse que los principios de la Constitución sustancial (en el ejemplo mencionado, el principio parlamentarlo afirmado en el artículo 1.3) tienen vigencia directa. En el resto de la Constitución puede modularse su instrumentación, pero nada más. El parlamentarismo, esto es, la responsabilidad política del Gobierno ante las Cortes, puede instrumentarse de muy diferentes maneras, como muestran el Derecho y la práctica comparados. Sea ante una sola Cámara –como hoy en España– o ante las dos –como en Italia–, puede preverse una investidura del presidente del Gobierno expresa –como hoy en España– o tácita –como en Bélgica–, puede o no exigirse que la moción de censura sea o no constructiva, como lo es en Alemania y en España, aunque no en el resto de los parlamentarismos europeos. Pero, incluso si ninguna de estas instituciones apareciese en la Constitución, el artículo 1.3 exige que la monarquía sea parlamentaria. Esto es, que el Rey reine como prevé el artículo 56, pero que quien gobierne cuente, al menos, con la confianza de la mayoría del Congreso de los Diputados.
El procedimiento es complicado y no le han faltado ni faltan críticas. Sin embargo, tampoco carece de lógica. La Constitución no es pétrea en ninguno de sus extremos. Toda ella puede ser reformada, frente a lo que ocurre en otros países de nuestro entorno, donde la forma de gobierno, se dice, no puede ser objeto de modificación (verbigracia, Francia o Italia). La mayor rigidez prevista en el artículo 168 trata de proteger, frente a improvisaciones y mayorías ocasionales, por grandes que estas fueran, lo que se ha denominado Constitución sustancial, esto es, las decisiones básicas y fundamentales de la Constitución. En el presente caso español: el principio democrático, los derechos fundamentales, la forma monárquico-parlamentaria y el principio autonómico.
La menor rigidez del artículo 167 trata de proteger las restantes leyes de la Constitución que en el momento constituyente fueron el resultado de fuerzas e intereses hoy muy vivos y que no pueden dejarse al albur de una mayoría ocasional, por absoluta que esta fuera. La finalidad principal de la Constitución es la integración del cuerpo político –entiéndase, la integración de los españoles–, y ello se consigue, primero, respetando el criterio de la mayoría; segundo, en extremos capitales como son los constitucionales, cualificando ésta para que sea fruto de un amplio consenso; y tercero, no marginando a las minorías y permitiendo su recurso al referéndum popular. Esto es, siempre, atendiendo a la primacía del principio democrático y garantizando su efectividad mediante la normatividad constitucional. Sin la normatividad, no hay, de veras, democracia. La democracia no es el pueblo gritando en la calle: es el pueblo debatiendo y votando en el foro.
Ahora bien, al margen del fundamento lógico de la rigidez, lo cierto es que la reforma de la Constitución siempre ofrece dificultades procedimentales y tiene implicaciones políticas imprevisibles e incontrolables. Iniciado el proceso de reforma, es fácil convertirlo en constituyente y abrir la abismática caja de Pandora. De ahí que si, como antes dije, la necesidad política fuerza la reforma constitucional, con frecuencia la prudencia política ha buscado y propiciado alternativas «silentes» a la revisión formal del texto de la Constitución. Unas alternativas cuya fuerza creadora las ha convertido en uno de los principales motores de la evolución constitucional. En efecto, si los procesos constituyentes, desde el de Filadelfia en 1787 a la actualidad, han sido piedras miliares en la historia constitucional, no debe olvidarse que los exponentes más granados del moderno constitucionalismo, desde el parlamentarismo decantado en Westminster hasta el federalismo cooperativo, son fruto de la acumulación de prácticas y acuerdos convencionales. Veámoslo a través de nuevas categorías.
1.2. Categorías: elasticidad, revisiones y mutaciones
Si el constitucionalismo británico legó a la Teoría de la Constitución las categorías de flexibilidad y rigidez, su otro gran hontanar, la dogmática continental, acuñó las de revisión y mutación de la Constitución. La primera supone la modificación de los textos constitucionales producida mediante actos voluntarios a través de los cauces constitucionalmente previstos al efecto, mientras que la mutación consiste en una modificación del significado de los textos sin cambiarlos formalmente.
Pero fue un ilustre jurista italiano, Luigi Rossi, quien sacó a luz otra categoría: la de las Constituciones elásticas, entendiendo por tales aquellas cuyas formulaciones, verdaderos epígrafes de otros tantos capítulos del ordenamiento, permiten muy diversos desarrollos, y claro está que, cuanto más elástica es una Constitución, menos urge reformarla para adaptarla a los cambios sociales y políticos: es lo que algunos constitucionalistas actuales llaman apertura constitucional. De ahí la utilidad de los acuerdos y silencios apócrifos que permitieron a los autores de la vigente Constitución, primero, superar conflictos que entonces parecían insalvables y dejar que la interpretación jurisprudencial, e incluso la fuerza normativa de los hechos, dieran a luz soluciones hoy comúnmente aceptadas por los principales actores del proceso político.
La dogmática de la mutación –de la que la costumbre constitucional tematizada por la doctrina francesa es pálido reflejo–, obra principal, aunque no exclusiva de los juristas alemanes –desde Paul Laband a Konrad Hesse– se concreta fundamentalmente en tres extremos: la causa, el contenido y los límites de la mutación.
Atendiendo a lo primero, las mutaciones pueden ser heterónomas o autóctonas (y digo autóctonas, y no autónomas). Las primeras son las que se producen por la inserción de la Constitución estatal en otro ordenamiento jurídico. El supuesto paradigmático de ello es la integración del Estado en una estructura federal: tal fue el caso de los miembros de los Estados Unidos de América al pasar de la confederación a la federación y los del Reich alemán en 1870. Así lo analizó la doctrina de uno y otro país, y son evidentes las influencias reciprocas. Y, en cierta medida, aunque en mucho menor grado, ha ocurrido con el ingreso de España en la hoy Unión Europea y el consiguiente fortalecimiento del Gobierno y del Poder Judicial frente a las Cortes, como en su día mostrara Santiago Muñoz Machado.
Las mutaciones autóctonas, al decir de Jellinek en la ya citada Reforma y mutación constitucional, se producen, fundamentalmente, por cinco vías, y en sus treinta y ocho años de vigencia, nuestra Constitución, en apariencia inmutable e inmutada, ha recorrido casi todas ellas.
Primero, la hiperactividad de una institución, tanto política –que lleva a la expansión de una competencia– como normativa, cuando se trata de desarrollar un precepto constitucional «elástico» –y cabe hacerlo en diferentes sentidos– sin violar la Constitución. Así, los mensajes regios a las Cortes, a otras instituciones y al pueblo, rutinarios en ocasiones y de especial relevancia en otras, no contemplados en el elenco de la competencias regias del artículo 62, se han introducido mediante una práctica constante y la Ley de 28 de diciembre de 1978 y la normativa que la ha sucedido convirtió la rotunda expresión del artículo 62 h), relativa al mando supremo del Rey sobre las Fuerzas Armadas, en un mando eminente, aunque en la práctica no menos efectivo, como se demostró con ocasión de la crisis del 23 de febrero de 1981.
Segundo, la correlativa inactividad de una institución o el abandono del ejercicio de una competencia que produce su desuetudo, esto es, en su prescripción extintiva, supuesto que todavía no se ha dado en nuestra vigente Constitución.
Tercero, el cambio de significado de los propios términos de la Constitución. Las alteraciones y modificaciones semánticas de cualquier lenguaje a través del tiempo son un fenómeno bien conocido; pero, en el campo que nos ocupa, lo que importa destacar es el cambio de significado de determinados términos producido merced a lo que Jürgen Habermas denomina proceso público de debate y elaboración sobre ellos, y que influye decisivamente en la jurisprudencia y la legislación.
Así, las Leyes 9/1985, de 5 de julio, y 2/2010, de 3 de marzo, y 13/2005, de 1 de julio, alteraron el significado de los términos «vida» y «matrimonio» de los artículos 15 y 32.1 de la Constitución al despenalizar primero y ampliar después los supuestos de interrupción voluntaria del embarazo y legalizar el matrimonio homosexual. A mí me parece un error tratar de justificar o de impugnar tales leyes sobre la base de una interpretación literalista de los respectivos artículos de la Constitución citados, porque la realidad es que la letra de dichos artículos ha cambiado de significado desde 1978 hasta hoy a lo largo de un intenso debate público. Las leyes citadas se hicieron eco en lo esencial de ello y su aceptación por parte de todas las fuerzas políticas, incluidas las que a ellas se opusieron, una vez pulsado el sentir de sus electorados, así lo demuestra.
Cuarto, la interpretación jurisprudencial de la Constitución, y de ahí la importancia de la doctrina de las jurisdicciones constitucionales. Así, la interpretación jurisprudencial ha extendido al empleo público el derecho de acceso al ejercicio de funciones y cargos públicos enunciado en el artículo 23.2 CE.
Quinto, el acto colectivo o unilateral de una institución o fuerza política, aceptada por todos los restantes actores del proceso político que da lugar a una convención, regla que rige la práctica política.
Los acuerdos autonómicos de 1981 y 1992 modificaron radicalmente el modelo territorial del Estado y fueron con razón calificados de mutación constitucional, supuesto de convención por consenso, un fenómeno normal en la práctica constitucional anglosajona y germánica sobre el que volveré en mi tercera y última conferencia.
1. 3. Categorías: los límites a la reforma
En la revisión constitucional cabe distinguir entre límites heterónomos, esto es, impuestos desde fuera de la Constitución, y límites autóctonos, nacidos de la propia Constitución. Es claro que los límites heterónomos no pueden ser removidos por el propio poder de revisión constitucional. Técnicamente, los límites autóctonos sí pueden serlo a través de una revisión múltiple que, primero, flexibiliza la propia cláusula de reforma y, después, acomete la reforma antes impedida o dificultada. Ahora bien, desde una perspectiva dogmática, hay que partir de la idea fundamental en el moderno derecho público de que, en un Estado de Derecho, toda potestad está delimitada por su contenido y por su fin. La potestad de revisar la Constitución, lo que en su día se denominó poder constituyente constituido, está ordenada a un fin y limitada en atención al mismo, y sería contrario a este fin y desbordaría sus límites ejercerla de tal modo que excediera los límites que la configuran. Los límites procedimentales establecidos en el Título X no pueden ser suprimidos en virtud de las propias cláusulas del Título X para fines distintos de los que en él se establecen. Y, desde una perspectiva práctica, la unidad intencional de ambas reformas e, incluso, su inmediatez temporal, permitiría calificar de fraudulenta la operación.
Desde una perspectiva dogmática, no cabe afirmar unos valores supraconstitucionales no positivos, inmunes a la revisión constitucional. Pero no es menos evidente que, recurriendo a un ejemplo famoso, por muy flexible que sea la Constitución británica, no cabe concebir que una ley del Parlamento pueda transformar el Reino Unido en una Republica Soviética. Como dijera el ilustre Georges Vedel, no existe una superconstitucionalidad, pero sí una jerarquía interna a cada Constitución que ha permitido calificar como inconstitucionales determinadas revisiones de la Constitución, es decir, aquellas reformas correctas en cuanto al procedimiento, pero que desvirtúan la Constitución positiva, esto es, la decisión constituyente fundamental. Este concepto acuñado en su día por Carl Schmitt y que ya es canónico en el Derecho Constitucional europeo, se concreta hoy en el núcleo identitario de la Constitución.
El valor de identidad está hoy en alza en el constitucionalismo comparado y así lo ha reconocido el propio Tratado de Lisboa de 2006 en su artículo cuarto como límite absoluto a las competencias de la Unión. Ahora bien, la identidad constitucional así valorada no se reduce a las estructuras formales de la Constitución, con ser esto sumamente importante, ni a los derechos fundamentales en ella reconocidos, porque su feliz universalización les ha privado de su capacidad identificadora. Como ha puesto de relieve la jurisprudencia constitucional comparada de los Estados miembros de la Unión, la del Consejo Constitucional Francés, así como las de los Tribunales Constitucionales alemán, checo y polaco, la identidad nacional se refiere a la del Estado como tal Estado y a la identidad social que late y da sentido a la Constitución.
La alternativa entre inmutabilidad o revisión deja de ser técnico-jurídica para ser eminentemente jurídico-política. Hay reformas constitucionales que, por muy correctas que sean formalmente, suponen la destrucción del orden constitucional. ¿Cuáles y por qué? Es claro que suprimir en España el Tribunal de Cuentas (artículo 136 CE) puede ser un error, pero no afecta a las opciones fundamentales de la Constitución, y que, sin embargo, la supresión de la economía de mercado prevista, con todos los matices que se quieran, en el artículo 38, o la proclamación de la república, incluso por el procedimiento del artículo 168, sí lo harían.
¿Por qué? Por –y aquí abordamos la segunda perspectiva atrás enunciada– la concepción decisionista de la Constitución. La Constitución no es, en realidad, la decisión de un constituyente incondicionado. Es fruto de una codecisión, de un pacto entre múltiples actores y sujetos constituyentes; lo que Ferdinand Lassalle, en una famosa conferencia pronunciada en Berlín en 1862 y que parece hecha para los españoles de hoy, denominó «fragmentos de Constitución», esto es, factores de poder. Ese pacto versó sobre la Constitución positiva, es decir, sobre ciertos elementos: la forma monárquico-parlamentaria del Estado, los derechos fundamentales, la personalidad diferenciada de determinados pueblos de España, elementos que son políticamente indisponibles unilateralmente. El cumplimiento, desarrollo e interpretación de lo pactado no puede quedar al arbitrio de una de las partes sin destruir el pacto todo.
Los límites a la mutación constitucional no pueden ser formales, dado el carácter «silencioso» de la mutación y su dependencia de un consenso tácito, cuando no expreso, en el supuesto convencional atrás expuesto. Desde Paul Laband a Konrad Hesse, los tratadistas de la cuestión han venido a coincidir tanto en la inadmisibilidad de una mutación mediante actos normativos expresamente contrarios al texto constitucional, como en reconocer que son las fuerzas políticas y sociales en presencia y el proceso público a que dan lugar lo que determina el alcance de la mutación. En todo caso, no puede alterarse, mediante mutación, la Constitución positiva (Carl Schmitt) o sustancial (Costantino Mortati, Pablo Lucas Verdú) cuya expresión normativa constituye el núcleo identitario de la misma. Su modificación, tanto mediante revisión como mediante mutación, no es una reforma constitucional, sino la destrucción de la Constitución y del pacto político que lógicamente subyace a ella.
2. El contexto político: la experiencia de 1978
En efecto, toda Constitución es un pacto, al menos tácito, y tal fue el caso de la nuestra en 1978. En eso consistió y consiste el consenso: en el pacto. El lastre, no siempre negativo, de las nociones que el ilustre decano de la Universidad de Burdeos, Léon Duguit, calificó de «metafísicas» ha permitido ocultar estas raíces pactistas de la Constitución bajo fórmulas rotundas como la que inicia nuestro texto de 1978 («La Nación española […], en uso de su soberanía […]», y el Tribunal Constitucional ha afectado creérselo. Ese es el peligro de las expresiones simbólicas en cualquier tipo de lenguaje, en el jurídico como en el teológico, de gran valor intencional y consiguiente utilidad si se saben interpretar, pero muy perturbadoras si de referentes intencionales se tornan en descripciones supuestamente fisicalistas.
El consenso de que tanto se precia, y con sobrada razón, nuestra Constitución fue un pacto de unión de voluntades. La soberanía y su obra constituyente es el resultado de esa unión y, como todo pacto, su alteración no puede quedar al arbitrio de una de las partes. Es decir, la Constitución consensuada solamente puede ser revisada por consenso y su desarrollo exige también un alto grado de consenso.
Nuestra historia constitucional ha girado desde Cádiz en torno a cuatro grandes y conflictivas opciones: entre monarquía y república, entre confesionalidad y laicismo, entre liberalismo y socialismo, entre centralismo y autonomismo e, incluso, secesionismo. El pacto de 1978 pretendió, y en gran medida consiguió, cancelar los cuatro conflictos mediante cuatro decisiones consensuadas, es decir, pactadas. La opción en pro de la monarquía parlamentaria (artículo 1.3); la opción en pro de la libertad religiosa de los individuos y de las confesiones tanto en el ámbito público como en el privado, según reconocen los instrumentos internacionales (Pactos de Naciones Unidas, Convención Europea, Carta de la Unión Europea) a los que se remite el artículo 10 CE a la hora de interpretar los derechos reconocidos en el Título II y la aconfesionalidad amistosa del Estado, con especial referencia a la cooperación con la Iglesia católica (artículo 16.2 CE); la opción en pro del Estado social y democrático de Derecho, que une a los derechos fundamentales los sociales a cargo de prestaciones de los poderes públicos (artículo 1 y Título I); y la opción en pro de las autonomías de nacionalidades y regiones (artículo 2 y Disposición Adicional Primera). La revisión de tales extremos contenidos en los Títulos Preliminar y I de la Constitución requiere un amplísimo consenso político, plasmado en el artículo 168.
Pero no sólo un consenso político, a poder ser más amplio aún que el consenso constituyente, sino, también, un consenso técnico. Es decir, las fuerzas políticas y sociales, lo que Ferdinand Lassalle denominó «fragmentos de Constitución», deben consensuar no sólo la necesidad de la revisión constitucional, sino sus extremos y fórmulas. No basta con estar de acuerdo en reformar el Senado, sino que hay que acordar su composición y qué funciones debe tener. No basta con estimar superado nuestro actual sistema electoral, sino decidir de consuno cuál ha de ser su sustituto, si proporcional o mayoritario, si de una o doble vuelta, cuál ha de ser la circunscripción electoral, si las listas deben abrirse de una u otra manera, etc. Extremos sobre los cuales el consenso está aún por construirse. Y conseguirlo requiere no sólo voluntad política, sino un cierto caudal de conocimientos, porque ya decía el joven Marx que jamás a nadie le ha sido de provecho la ignorancia. Un terrible vacío que los votos no bastan a llenar.
3. Los errores a evitar
A la hora de repetir la operación constituyente hay que evitar tres peligros. Primero, huir de los falsos dogmas. Por poner un ejemplo, la separación de poderes tal como parece entenderse hoy en España: la falta de comunicación entre las altas instituciones del Estado y la crítica a su imbricación, olvidando que la esencia del parlamentarismo consiste en el gobierno de quien cuente con la mayoría de la Cámara.
La verdadera separación y, en consecuencia, el equilibrio y el control entre los poderes, decía Georges Vedel, no puede darse entre el Gobierno y la fuerza política que lo apoya, sino entre el Gobierno y la oposición, que debe ser respetada y escuchada como un verdadero poder del Estado.
Por otro lado, aún más fundamental es la independencia del poder judicial respecto de ese poder ejecutivo y legislativo nacido de las urnas, una independencia que niegan esas fuerzas políticas que pretenden sintonizar la administración de la justicia y los jueces con su propia ideología, cuya victoria dan ya por supuesta: un marcar el paso, «allgemeine Gleichschaltung», decían los nazis en 1933.
Y, en todo caso, la separación no es incomunicación, sino respeto de las respectivas competencias. Es evidente que el presidente de los Estados Unidos, donde la separación de poderes es principio fundamental, tiene una relación fluida con el presidente de la Reserva Federal, con el del Tribunal Supremo y con el del Congreso, y no digamos con el del Senado, que es su propio vicepresidente. En la España de hoy no falta separación de poderes: lo que falta es fecunda cooperación entre los mismos y, si ustedes hacen memoria, podrán recordar muchas pruebas de lo que digo y comprenderán que, para sacar adelante no ya la reforma constitucional, sino su mutación e, incluso, cualquier mejora institucional como las que en estas conferencias sugeriré, lo primero que hay que hacer es restablecer el diálogo entre las instituciones políticas, y entre estas y la sociedad.
Segundo, es preciso evitar la creencia en la magia constitucional. Esto es, la confusión entre el «deber ser» que una Constitución normativa proclama y el «ser» mismo de las cosas, de manera que basta enunciar aquél para producir éste. Como si, por ejemplo, la corrupción pudiese erradicarse con una declaración constitucional en vez de con mejores leyes procesales, o que la declaración constitucional del derecho al trabajo bastase para crear empleo y la falaz ilusión de tratar de remediarlo, si ello no se produce, enfatizando la declaración o, como está de moda decir ahora, blindándola Las campañas electorales, ricas en programas emergentes, ofrecen abundantes casos de tamaña confusión.
Por último, es preciso huir de la tiranía de los conceptos. Al principio de esta conferencia insistí en la utilidad de las categorías para el análisis de la realidad, en nuestro caso de la realidad jurídico-política, y no me desdigo ahora de ello. Pero señalo que lo útil para analizar la realidad puede ser embarazoso a la hora de construirla. Cuando, por ejemplo, se pretende diseñar una estructura territorial del Estado que se ciña al cuerpo político como la piel al músculo, lo importante es conseguir tal efecto, y no quedar prendido en su calificación de unitario, autonómico, federal o confederal, porque el árbol eterno de la vida, siempre verde y dorado, no se deja prender en la teoría, siempre gris. La teoría, como la intendencia, vendrá siempre detrás.
En la conferencia de ayer puse de relieve que la reforma constitucional, sin duda posible, requiere ciertas formalidades y un contexto político adecuado. Señalé cómo, precisamente por su dificultad y eventual peligrosidad, la práctica comparada ha decantado formas «silentes» de revisión constitucional que permiten adecuar los viejos textos a las nuevas necesidades políticas y sociales, sin acudir a una revisión formal y explícita de la Constitución. Y señalé también que ambas vías de revisión constitucional, la reforma y la mutación, tienen sus condiciones y sus limitaciones.
No cabe duda de que el funcionamiento de muchas de nuestras instituciones políticas y administrativas da muestras de un prematuro envejecimiento. Los expertos en economía institucional han puesto de manifiesto los efectos disfuncionales que ello tiene en el crecimiento económico, en la erradicación de la pobreza y en la promoción de la igualdad. Sirva de ejemplo el reciente y sugestivo libro de Carlos Sebastián, España estancada, subtitulado Por qué somos poco eficientes (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2016). Y a los malos efectos económicos habría que añadir algo más grave: el corroedor malestar ético y estético que caracteriza nuestra vida pública y, por ósmosis, aun la privada.
Ahora bien, si no parece discutible que ciertos extremos de nuestro sistema político son más que perfectibles y la reforma constitucional no resulta fácil, es lógico, precisamente para obviar dificultades, acotar el campo a que debe ceñirse la reforma. Primero, porque, en efecto, no todas las reformas institucionales convenientes, e incluso necesarias, han de ser reformas de la Constitución. Segundo, porque un mínimo de prudencia política aconseja que muchas de las modificaciones propugnadas deban acometerse paso a paso, por vía de ensayo y error, mientras que las reformas formales del texto constitucional, tal como en la anterior conferencia las calificamos, han de tener vocación de permanencia. Tercero, porque no todas las modificaciones de relieve constitucional caben en el mismo momento político y, por tanto, no deben, si han de llegar a buen término, plantearse al mismo tiempo.
De ahí que de la reforma constitucional que pretende acometerse ya deberían excluirse: 1) Aquellas reiteradamente propuestas y cuyo análisis riguroso demuestra su improcedencia e, incluso, inconveniencia; 2) Aquellas otras que pueden llevarse a cabo a través de leyes y convenciones sin necesidad de tocar el texto constitucional; 3) las que, en fin, pudieran ser convenientes pero no están todavía maduras para acometerse con éxito. Ello permitiría acotar, cuanto más mejor, el objeto de las reformas que debieran llevarse a cabo en la legislatura que ahora tendría que haber empezado, o en la que parece inminente, y cuáles serían las vías a seguir para ello.
Con respecto a 1), dos son los extremos a considerar como reformas innecesarias e inconvenientes: la de la parte dogmática y la de la sucesión de la Corona. En la primera han insistido los programas electorales de varios partidos; la segunda fue planteada en la consulta que el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero hizo al Consejo de Estado en el año 2005, que dio lugar a un voluminoso estudio del Alto Cuerpo en 2006.
A mi juicio, es preciso excluir de un programa sensato de revisión constitucional aquellas reformas que pretenden entregarse a lo que en la anterior conferencia denominé magia constitucional. Esto es, la errónea e ingenua creencia en que la formulación, cuanto más enfática mejor, de un enunciado constitucional produce, por sí solo, efectos en la realidad. Un ejemplo caricaturesco de ello lo dio aquella república bananera que, a fin de incrementar la productividad de sus territorios fríos, muy inferior a la de los territorios cálidos, declaró, en la Constitución, cálido a todo el territorio nacional. Pero no le andan a la zaga quienes pretenden crear empleo mediante la enfatización del derecho constitucional al trabajo, ya declarado en el artículo 35 CE, o incrementar el nivel de la sanidad haciendo otro tanto con el derecho a la salud, ya proclamado en el artículo 43 CE. Para dar aparente rigor a la propuesta se reclama blindar tales derechos sociales, equiparándolos a los denominados derechos fundamentales. Exorcizar tal disparate requiere ciertas precisiones.
La parte dogmática fue la más difícil a la hora de redactar el texto de 1978, y ello es natural. Era preciso buscar un equilibrio entre valores asimétricos, expresados en términos de suyo polémicos y cargados de afectos, y aun de pasiones. El trance fue duro, pero el resultado no ha sido malo y ello solo bastaría para pensarse dos veces su reforma. Pero, además, militan contra ella argumentos de fondo. En la historia de los derechos fundamentales, a la que mi amigo y camarada de ponencia constitucional Gregorio Peces Barba dedicó muchos y meritorios esfuerzos, cabe distinguir varias generaciones. Veámoslas.
Una primera, propia del constitucionalismo liberal, que comprende los clásicos derechos límite, primero frente a los poderes públicos, después inter privatos, como son, por ejemplo, la libertad de conciencia, la inviolabilidad del domicilio y la libertad de movimiento; los derechos oposición, como la libertad de expresión o de reunión; y, en fin, los derechos de participación. Una segunda generación de derechos sociales, esencia del Estado social proclamado en el artículo 1.1 CE, que son otros tantos créditos a satisfacer por los poderes públicos mediante las consiguientes prestaciones sociales. Y una tercera, e incluso cuarta, generación de derechos a cuya realización no basta una prestación pública, sino toda una serie de políticas públicas. Piénsese, por ejemplo en el derecho al medio ambiente.
Los constituyentes de 1978 comprendimos que no cabe garantizar de igual modo la inmunidad personal que el acceso universal a la cultura. Para lo primero basta una técnica simple de protección al titular del derecho lesionado. Lo segundo requiere la puesta en práctica de un haz de políticas públicas, tanto de fomento como de servicio público, presupuestariamente cuantificadas y dotadas, algo que no cabe hacer en una Constitución. La experiencia comparada demuestra que colocar al mismo nivel todos estos derechos no lleva a elevar la garantía de todos ellos al superior nivel, sino a convertir todos en meras declaraciones de intenciones. Equiparar el derecho a la vivienda con la libertad de conciencia no beneficia al primero, que seguirá pendiendo de opciones técnico-políticas y económicas muy diferentes y de recursos siempre limitados, pero debilita las garantías del segundo, que sólo requiere, si acaso, medidas de policía. La comparación de la suerte de la ambiciosa Carta Social Europea de 1961, frente a la de la más austera Convención Europea de 1950, partes ambas de nuestro ordenamiento, debe bastar para ilustrar lo dicho.
No puede ignorarse que novísimas tendencias doctrinales propugnan la igualación de las garantías de los derechos sociales con las libertades públicas y que algunas Constituciones iberoamericanas, como la de Colombia, y la jurisprudencia de algunos países del área han seguido tales criterios, sin que la realidad de su Estado social haya alcanzado las cotas de que goza el nuestro.
Por ello, siguiendo los más acreditados precedentes del constitucionalismo contemporáneo, los autores de la Constitución de 1978 distinguimos entre derechos fundamentales y libertades públicas, de una parte, y principios rectores, de otra. Ambos vinculantes para todos los poderes públicos, pero solamente los primeros tutelables directamente por los tribunales, y exigibles los segundos únicamente de acuerdo con las leyes que los desarrollen (artículo 53 CE).
La ignara demagogia, dominante en gran parte de la opinión pública, lleva años recreándose, al alimón con los sectores más reaccionarios e involucionistas de la escena política, en negar la eficacia normativa de la Constitución, señalando la inanidad de los principios rectores para cambiar la realidad socioeconómica en tiempos de crisis. Y la no menos ignara demagogia política ha llevado a la propaganda electoral la propuesta de blindar los hoy principios rectores como derechos fundamentales. Una expresión sin sentido, porque si se trata de un blindaje jurídico, los derechos fundamentales ya lo están en cuanto a su contenido esencial y desarrollo legal (artículo 53 CE), sin que, por ejemplo, toda protección paisajística (artículo 45 CE) debiera hacerse mediante Ley Orgánica y pueda precisarse con carácter general cuál es el contenido esencial del derecho al paisaje.
Y, si se trata de un blindaje económico, ello dependería de los presupuestos y estos, a su vez, de los recursos disponibles y de las prioridades del momento, algo que la Constitución no puede ni precisar ni prever. Se generan así ilusiones llamadas a convertirse en decepciones que erosionarán el prestigio de las instituciones constitucionales y el sentimiento constitucional.
En consecuencia, a mi juicio, la parte dogmática de la Constitución, tan laboriosamente gestada, tan ampliamente interpretada por la jurisprudencia constitucional y ordinaria, y completada por la normativa internacional a que se remite en su artículo 10 la propia Constitución, no debe ser reformada. El incremento de su eficacia no depende de su más enfática reformulación, ni de su «blindaje», sino de determinadas políticas a implementar a medio y largo plazo, cuya concreción depende de factores múltiples, principalmente técnico-sanitarios, demográficos y económicos, y de los recursos disponibles. La Constitución puede señalar tales metas y, en consecuencia, orientar tales políticas; pero concretarlas y ponerlas en práctica corresponde al legislador y al Gobierno determinado por la mayoría democrática de cada momento.
Pero no quiero dejar pasar la ocasión de dar mi opinión sobre lo que la mayoría democrática de cada momento debe, en todo caso, hacer. El Estado social es el Estado en que los poderes públicos, de acuerdo con el artículo 9.2 de la Constitución, asumen la tarea de hacer efectivas la libertad y la igualdad ciudadanas removiendo los obstáculos que dificulten su realización. Los poderes públicos han de asumir lo que la doctrina, especialmente la alemana, denominó «procura existencial», esto es, proporcionar a quienes carecen de un ámbito vital de dominio que les permita hacer realidad los derechos fundamentales el ámbito vital efectivo indispensable para ello.
Sin el Estado social, un Estado social que quizá no pueda ser opulento y que en ningún caso debe ser dilapidador, sino austero, y que siempre debe ser justo, es imposible mantener a la altura de nuestro tiempo un Estado democrático de Derecho. Sin derechos sociales no hay a medio plazo ni libertades públicas ni alternancia democrática, porque eso sólo es posible dentro de una comunidad solidaria, y cuando ésta se escinde en dos, los que tienen y los que no tienen, perece la democracia. Todo ello requiere una fiscalidad que no inhiba el desarrollo de la economía y un sector público cuya eficacia sea motor de la misma.
En cuanto a la reforma del artículo 57, relativo a la sucesión de la Corona para eliminar la cláusula de varonía, esto es, la prevalencia de la sucesión masculina, una reforma justa y que, sin duda se hará en el futuro, me parece, hoy, innecesaria e inoportuna. Me explico. La igualdad de género es una meta que, afortunadamente, comparten todas las fuerzas políticas y sociales españolas; se trata de un imperativo de nuestro Derecho positivo sobre la base del artículo 14 CE y su promoción es una exigencia del Derecho internacional, integrado ya en nuestro ordenamiento. Si aún queda mucho por hacer, especialmente en el campo de la educación, para que la igualdad, más allá de la retórica y las formulas tópicas, sea real y espontánea, es evidente que, gracias a la apasionada presión feminista, se ha avanzado sensiblemente en este campo y la situación española no se aleja de la media europea. La eliminación de la cláusula de varonía en el artículo 57 será un paso más de un alto valor simbólico en la buena dirección. Pero nada más que simbólico y, por valiosos que sean los símbolos, sería lamentable que el símbolo contribuyera a ocultar la realidad. En efecto, en un país donde, a más de notables desigualdades de oportunidad por razón de género, se asesina por violencia machista más de una mujer a la semana (cincuenta y siete en 2015; cincuenta y cuatro en 2014; según las estadísticas más prudentes, mas de quince en lo que va de año), no parece muy lógico hacer de la igualdad de derechos sucesorios a la Corona el desiderátum de una política de género. Una política a la que, insisto, no puede renunciarse a la altura de nuestro tiempo, pero que sería grave frivolizar. Máxime cuando el supuesto sucesorio parece felizmente muy lejano y, más que probablemente, asegurado en favor de un mujer.
La reforma no es, por tanto, urgente. Pero su coste es desproporcionadamente alto. Porque el artículo 57 se encuentra situado en el Título II de la Constitución, cuya reforma, como expliqué en la primera de estas conferencias, exige el procedimiento reforzado del artículo 168: una mayoría de dos tercios en el Congreso y en el Senado, disolución de las Cámaras, repetición de la mayoría reforzada en las nuevas Cámaras y referéndum nacional. ¡Un procedimiento harto complejo y costoso para una reforma que no apasiona a la opinión pública! Pero que, precisamente por eso, daría pie en las Cámaras y en la calle, ante las elecciones y el referéndum, y en el seno de los propios partidos políticos con una noble tradición republicana felizmente sacrificada en aras del consenso constitucional, a poner en tela de juicio la monarquía parlamentaria como forma de Estado. No creo que el resultado fuera bueno ni para las fuerzas políticas, ni para las instituciones constitucionales, ni para la estabilidad política de nuestro país. Quien no lo vea así, debe de estar ciego y sabido es que los dioses ciegan a quienes quieren perder. Pero lo peor es que la perdición es mas difusiva que contagiosa la ceguera.
Que el Gobierno, en su ya citada consulta de 2005, señalara esta reforma como prioritaria fue un error; que el Consejo de Estado no subrayara su inoportunidad, otro. Sería conveniente no insistir en el tercero.
No menos innecesaria y, por tanto, perjudicial sería la por muchos reclamada Ley Orgánica de la Corona, que racionalice su actividad político-constitucional, esto es, que detalle jurídicamente su forma de actuar y los contenidos de su actuación. En efecto, hay cláusulas generales relativas a la Corona, como las dos famosas de «arbitrar» y «moderar» del artículo 56 CE, conceptos jurídicos indeterminados, categoría bien conocida por los juristas, cuya falta de explicitación remite a la práctica, y es que solamente la práctica, en cada situación concreta, puede darles contenido. Cuando un clásico de la materia, como el Libro Blanco belga de 1949 sobre las competencias regias abordó la cuestión, se remitió a la práctica.
En este punto, la práctica española ha sido prudente y silente como es debido, pero efectiva. El protagonismo internacional de don Juan Carlos I fue evidente y dio contenido a una expresión tan genérica como «la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de la Comunidad Hispánica» (artículo 56.1 CE) y la ejemplar intervención regia de don Felipe VI en la promoción de una mayoría parlamentaria para un Gobierno estable revela cuánto contenido puede llegar a tener el término «arbitrar».
El gran teórico y apóstol de la racionalización constitucional de la política en los años veinte y treinta del pasado siglo, Boris Mirkine-Guetzévitch, denunció, al final de su vida, los peligrosos excesos a que había llegado la racionalización en el constitucionalismo de la segunda posguerra. No caigamos los españoles en la tentación de estar, un vez más, a la penúltima moda, a la moda que ya pasó.
Por lo que respecta a 2), el segundo grupo atrás enunciado, esto es, el de aquellas reformas e innovaciones institucionales que no requieren una revisión constitucional, es el más numeroso. Tal es el caso del sistema electoral, de la administración de justicia o de la democratización y moralización de los partidos.
En cuanto al primero, hay que comenzar reconociendo las virtudes del sistema establecido por el Real Decreto-ley de marzo de 1977, prácticamente reiterado por la vigente Ley Orgánica del Régimen Electoral General de 1985. Permitió pasar de la miríada de formaciones políticas, con razón denominada «sopa de letras», a unos pocos, grandes y sólidos partidos, homólogos a los existentes en las democracias de nuestro entorno. Garantizó, por primera vez en nuestra historia política, unas elecciones limpias de resultados no discutidos. Y aseguró una representación plural a través de todo el territorio español. La opción de la provincia como circunscripción electoral, la representación proporcional y la judicialización de la administración y del contencioso electoral fueron los resortes que sirvieron para obtener tal resultado, históricamente feliz, aunque su concreción hoy resulte anacrónica y tales fueron las bases del sistema, constitucionalizadas en el artículo 68 CE.
Sin duda, dichas bases pueden ser modificadas por el procedimiento sencillo del artículo 167 CE, pero las alternativas no son fáciles. La sustitución de la provincia por la Comunidad Autónoma como circunscripción electoral favorecerá a las fuerzas políticas nacionalistas y regionalistas, e incluso fomentará su constitución allí donde no existen en perjuicio de las formaciones políticas estatales, y no es esa la meta que la experiencia española y comparada parece hacer más deseable. Y la opción por circunscripciones más pequeñas, por ejemplo, los distritos uninominales, plantea grandes dificultades técnicas y sugiere la amenaza del peligroso diseño de circunscripciones a medida de la mayoría política deseada por el diseñador, siempre sometido a sospecha. Por último, la sustitución del sistema proporcional por el mayoritario, pese a lo que se aprende con un lectura superficial de las obras de Maurice Duverger, no favorece una representación más plural, como demuestra la experiencia comparada. Baste pensar en el Reino Unido.
Ahora bien, respetando tales bases –circunscripción provincial, sistema proporcional y control judicial–, es posible y deseable –subrayo ambos términos– optar por fórmulas electorales distintas. Digo deseable, porque lo que en 1977 era imprescindible, esto es, simplificar las ofertas políticas en un sistema de pocos, grandes y sólidos partidos, y conducir hacia ellos las opciones del electorado, hoy se ha trasformado en el sometimiento del electorado a las decisiones de los gerifaltes partidistas mediante el régimen de listas completas, cerradas y bloqueadas. Hace años, Alfonso Guerra, a quien no seré yo quien reste méritos en el proceso de la Transición, declaró incompatible el cinematógrafo con el buen funcionamiento del partido con la admonitoria frase «el que se mueva no sale en la foto» y, llevado de su conocido estro poético, el presidente José María Aznar dijo: «Soy el único gallo del corral». Lo que fue bueno en su origen, al petrificarse se putrefactó o, en el mejor de los casos, se hizo fósil: litopedion, como le ocurre al feto que tarda demasiado en ver la luz.
Y digo posible porque, respetando las bases constitucionales del sistema, atrás señaladas, las listas de candidatura pueden desbloquearse y abrirse, incluso combinarse mediante un sistema de «mixtión»: la ley d’Hont puede sustituirse por otro sistema y, aun manteniéndola, cambiar el mayor resto por el menor a la hora de atribuir el último escaño en disputa; se puede, si se prefiere, otorgar un plus de escaños a la candidatura más votada para asegurar un resultado que facilite la gobernabilidad, o introducir una segunda vuelta entre las dos candidaturas más votadas. Puede hacerse más proporcional el escaño con el número de votos en las diferentes circunscripciones. E incluso un sistema inspirado en el alemán de doble voto a partidos y candidatos, como ha propuesto alguno de los partidos emergentes en la última campaña electoral, no exigiría cambiar el artículo 68 CE.
Por último, es preciso corregir, sin modificar la Constitución, los artículos 163 y 180 de la Ley Orgánica del Régimen Electoral General, que arrastran de la primera Ley 39/1978 de Elecciones Locales, el disparate de proyectar el sistema electoral diseñado para la formación del Congreso de los Diputados en las elecciones municipales, incluidas las de los pequeños municipios. Para todo ello basta con reformar la Ley Orgánica 5/1985 del Régimen Electoral General. Se requiere, jurídicamente, la mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados (artículo 81.1 CE) y, políticamente, un amplísimo consenso, como el que presidió la elaboración de la citada ley. Sin tal consenso, la alteración del sistema electoral equivale, de hecho, a la ruptura del pacto constitucional.
Pero, por el contrario, no creo que una reforma de la Ley Electoral baste para aumentar los supuestos de inelegibilidad o la limitación de los mandatos parlamentarios. Si el artículo 70.1 CE establece determinados supuestos de inelegibilidad e incompatibilidad, lo hace con carácter abierto y se remite a la ley para otros supuestos. Pero el artículo 68.5 declara electores y elegibles a todos los ciudadanos en la plenitud de sus derechos políticos y limitar el número de mandatos equivaldría a vaciar tal precepto y afectaría al artículo 23.1. Tal reforma, que por extraña en el panorama comparado deberá ser detenidamente meditada, exigiría, a mi juicio, una revisión formal de la Constitución por la vía rígida del artículo 168.
En cuanto a la administración de justicia, es ingenuo pensar que sus indudables defectos dependen del texto constitucional y pueden remediarse mediante su revisión. La hipotética politización de los jueces debe combatirse mediante la norma legal a que se remite el artículo 127.2 CE. Esto es, en su caso, una norma legal, no una reforma constitucional. Y su exasperante lentitud, por cierto no mayor que la que padece la justicia en las democracias de nuestro entorno, debería encontrar remedio en normas procesales más ágiles y en una inspección de tribunales más efectiva.
Todo ello depende del legislador ordinario, no de la reforma constitucional. Pero no basta con las normas constitucionales o legales. Es preciso cumplirlas y hacerlas cumplir. Incluso, por poner un ejemplo, por los funcionarios judiciales con acceso a los sumarios declarados secretos y los medios de información que los divulgan.
Mención aparte merece una institución que no goza de buena prensa, con el consiguiente eco negativo en la opinión pública: el Consejo General del Poder Judicial. De ahí que durante la reciente campaña electoral se haya insistido en su reforma, e incluso en su supresión, y ello plantea el problema de cómo organizar el gobierno de la judicatura y cómo garantizar su independencia. Esto es, el poder judicial como organización. Lo que nuestro Tribunal Constitucional ha llamado «la administración de la Administración de Justicia».
El Derecho y la práctica comparada ofrecen al respecto una pluralidad de fórmulas reducibles a cuatro grandes modelos. A saber:
1. El clásico tradicional de integración y consiguiente dependencia orgánica de la administración de justicia en el Ejecutivo a través del Ministerio de Justicia, sistema establecido en Francia desde 1810 y que se difunde por toda la Europa continental. Así, en España, desde 1838, se afirma el carácter administrativo-funcionarial de los jueces, magistrados y fiscales que se mantiene en la Ley Orgánica Provisional del Poder Judicial de 1870, en vigor hasta 1985. Esta dependencia orgánica respecto del Gobierno se flexibiliza paulatinamente en el Continente mediante un rígido sistema de selección, promoción, inspección y evaluación de los jueces, que asegura su independencia y responsabilidad, afirmada en los textos constitucionales. Así, en España, desde 1915, los jueces son plenamente inamovibles.
2. El modelo «americano» de la plena separación de poderes que, según la tipología de Luis López Guerra, ofrece una doble variante: la estadounidense y la latinoamericana. La primera, la de los Estados Unidos, determinada por su estructura federal, y según la cual el Tribunal Supremo de cada Estado tiene no sólo funciones jurisdiccionales, sino también una competencia de dirección y gestión de la respectiva organización jurisdiccional. La justicia federal es gestionada por una Conferencia judicial compuesta por los presidentes de los Tribunales Federales de distrito más doce jueces federales y presidida, muy activamente, por el presidente de la Corte Suprema, cuyo órgano ejecutivo es una Comisión Administrativa de los Tribunales de los Estados Unidos. La misma organización se reproduce en el nivel de los diferentes circuitos.
La segunda, claramente influida por el modelo estadounidense, se caracteriza por que el gobierno judicial se encomienda en cada país a la Corte Suprema, cuyos miembros son, a su vez, designados por instancias políticas, tanto gubernamentales como legislativas. Paulatinamente, van apareciendo y difundiéndose consejos de composición estrictamente judicial, competentes para la presentación de propuestas sobre nombramientos y ascensos a la decisión de la respectiva Corte Suprema. La evolución de este modelo, en sus dos versiones, muestra una tendencia hacia el autogobierno judicial y las instancias colegiadas.
3. El de neutralización política de esa área, muy desarrollado en el constitucionalismo filobritánico, desde las constituciones coloniales hasta la independencia y aun después, que pone total o parcialmente la gestión de la administración de la justicia en manos de una comisión políticamente neutralizada o equilibrada por la participación en ella, ex officio, de altos funcionarios y de los líderes del Gobierno y de la oposición.
4. El del gobierno mediante Consejos de la Magistratura, hoy vigente en España.
Son numerosas, a su vez, las mixtiones y modulaciones entre estos cuatro tipos. Así, por ejemplo, el nombramiento de los más altos magistrados en Bélgica se realiza por el Ejecutivo previa presentación de una doble lista de candidatos por el Senado y los tribunales inferiores, y en Austria son los tribunales los que asesoran las opciones del ministro de Justicia.
A mi juicio, la opción en pro del autogobierno judicial a través del Consejo no fue el mayor acierto del constituyente de 1978, que siguió los ejemplos de Francia e Italia, donde el sistema ya había mostrado sus riesgos de politización e ineficiencia, y de esta opinión dejé testimonio durante los trámites de ponencia. Sin embargo, ya asentado el sistema e incluso comprobados sus defectos, no es fácil optar por una fórmula alternativa.
Ninguno de los cuatro modelos descritos evita el peligro alternativo del corporativismo judicial o el de su politización, peligros ya evidentes cuando se modificó en 1985 la forma de elección de los miembros del Consejo. Un gran procesalista de nuestro tiempo, que durante muchos años fue mi jefe en el Consejo de Estado, Jaime Guasp, decía que la tiranía del escalafón y el consiguiente automatismo de los ascensos y destinos era la más eficaz garantía de la objetividad e independencia judicial. Pero las amenazas a la objetividad e independencia solamente pueden evitarse con mayor autorestricción de los políticos y más exigente ética judicial. Es evidente que eso no depende de la letra de la Constitución, sino de la correspondiente ley orgánica y, sobre todo, de la rectitud de jueces y políticos. Esta sería la hora de gestar, entre los partidos políticos, convenciones que excluyeran el reparto del Consejo por cuotas ideológicas, la tentación de hacer de sus miembros correas de transmisión del respectivo partido y, por supuesto, de cumplir lo así acordado a raja tabla. Una vez más, como decíamos desde el primer día, la letra tal vez baste para impedir los abusos, pero solamente una decidida voluntad política de los sujetos y actores del proceso puede erradicar lo que es más grave: los malos usos.
Lo que sí podría hacerse por la vía del artículo 167 es limitar el excesivo número de miembros del Consejo, modificando el artículo 122. 3 CE. Ello facilitaría la objetivación de los criterios de selección y contribuiría a erradicar la corruptela de las cuotas partidistas. Por la misma vía del artículo 167 deberían eliminarse los aforamientos del artículo 71.3 CE. Los demás son materia de ley.
Una tercera y muy fundada crítica que se dirige a nuestro sistema político se centra en los partidos políticos. Unos partidos, se dice, que están en crisis, pero que son indispensables en una democracia de masas como la que corresponde a la altura de nuestro tiempo. Son los únicos instrumentos hoy existentes para simplificar y hacer inteligibles y factibles las ofertas políticas y las opciones ciudadanas. Son los auténticos organizadores de la democracia y, por ello, los sistemas autoritarios, cualquiera que sea su signo, desde la Unión Soviética al Tercer Reich, comienzan siempre por suprimir la pluralidad de partidos políticos. Pero como ocurre con todo lo bueno –y, en ese caso, más que bueno, indispensable–, su corrupción es pésima. Como el hígado, órgano vital como pocos y cuya patológica dilatación puede ser letal. Y eso sucede en nuestros partidos políticos, que de cauces de la representación y participación democrática se han convertido en verdaderos cuellos de botella que dificultan dicha participación y corrompen la representación, transformándola en colonización de las instituciones políticas y aun sociales. Surge así la democracia clientelar.
Pero su remedio no se encuentra en reformar el artículo 6 CE, incluido acertadamente en el texto para señalar el carácter fundamental de los partidos en un sistema auténticamente democrático, sino en desarrollarlo bien en las correspondientes leyes a través de una serie de medidas que desbordan el carácter necesariamente general de la Constitución.
A mi juicio, tales medidas son de tres tipos, según se refieran a su estructura, a su financiación y a su control. Las primeras han de garantizar la apertura de los partidos a la sociedad. Deberán ponderarse las ventajas del sistema de primarias a la luz tanto de la conveniencia de quebrar las tendencias oligárquicas de los partidos –la ley de bronce que denunciara Robert Michels– como de la mala experiencia de sus ensayos en nuestro país. Debería meditarse la apertura y desbloqueo de las listas electorales y la fórmula que haya de sustituirlas, teniendo en cuenta la ambivalente experiencia comparada. A la vez, es preciso limitar, por ley, el control partidista de las instituciones sociales. Y, por supuesto, es necesario poner freno a la burocratización de los partidos, que se proyecta en dos direcciones: por un lado, convierte a sus parlamentarios y concejales en las Cortes, las asambleas autonómicas y los ayuntamientos de representantes de los ciudadanos en mandatarios de la propia organización partidista, dóciles interinos a sueldo, que repiten la vieja caricatura de «Juan empleado, de profesión temblador». Y otro tanto puede predicarse de sus aparatos, un estamento privilegiado reproducido por cooptación y depurado sobre el criterio de la docilidad –«Prefiero los serviles ineptos a los ilustrados independientes» es frase de un ilustre dirigente– que ofrece una atractiva alternativa a los jóvenes reacios a buscar un empleo productivo al abrirles una carrera desde las juventudes del partido hasta las mas altas responsabilidades del gobierno, sin haber jamás abandonado el oficio de político convertido en beneficio. Ejemplos abundantes de ello hay a la vista de todos. Y no olvidemos que cuando los partidos, coreados por comentaristas mal informados, insisten en agravar las incompatibilidades, mas allá del conflicto de intereses, entre el ejercicio de profesiones privadas y la política, lo que pretenden, consciente o inconscientemente, es intensificar la distancia entre los partidos y la sociedad civil, y asegurar la dependencia de un séquito.
Sería bueno sustituir progresivamente la financiación pública de los partidos por la financiación directa de los candidatos, sobre todo en especie: piénsese en transportes y espacios públicos, que supondría una saludable dieta a la economía de los partidos.
Cuando el oficio político deje de llevar aparejado un beneficio, especialmente atractivo para quienes la política es la única alternativa al desempleo, la desenfrenada tendencia a la patrimonialización del oficio será mucho menor.
Y, por último, además de las múltiples medidas procesales y sustantivas últimamente elaboradas para garantizar la transparencia y prevenir y perseguir la corrupción, cuya eficacia todos deseamos, atribuir al Tribunal Constitucional, mediante un procedimiento ágil, el control de la democracia interna de los partidos y hacer de la fiscalización de los mismos, que ya corresponde al Tribunal de Cuentas, un trámite rápido y no, como es hoy, tardígrado y, en consecuencia, ineficaz. Las directivas de los partidos debieran ser solidariamente responsables de las sanciones que, en su caso, procedieran.
Llegamos ya a las reformas incluidas al comienzo bajo el epígrafe 3). He dejado para el final un ejemplo de esas reformas propuestas y que me parecen no estar maduras: la constitucionalización de la pertenencia de España a la Unión Europea y la consiguiente revisión de la cláusula de integración del actual artículo 93 CE que el Gobierno planteó ante el Consejo de Estado en su citada consulta de 2005 y que desde diversos partidos se ha resucitado durante la última campaña electoral.
Las fórmulas que, con mayor o menor precisión, han venido dándose a tal iniciativa abundan en los siguientes tres puntos: la afirmación del compromiso español con la integración europea; la primacía no sólo de todo el Derecho europeo, sino de las recomendaciones técnicas de instituciones más o menos formales de la Unión sobre el ordenamiento nacional, incluido el constitucional; y la consiguiente conversión de la cláusula de integración en una cláusula de revisión constitucional. Esta es la tesis que se deduce de la doctrina jurisprudencial del Tratado de la Unión Europea y, más aún, de la interpretación que de tal primacía hace la burocracia española y que se ha visto negada por la mayoría de los Tribunales Constitucionales de los países miembros de la Unión.
La reforma no parece, hoy por hoy, necesaria, puesto que la cláusula del artículo 93 ha sido más que suficiente para la adhesión de España en 1986 y la ratificación de los subsiguiente tratados que han trasformado la Comunidad Europea en la actual Unión Europea. Pero, además de innecesaria, la revisión propuesta es inoportuna y, en consecuencia, no exenta de riesgos.
En España, la opción por la integración europea se ha vinculado a la opción por la transición a la democracia, y por ello nunca se ha debatido a fondo, sino que ha sido siempre un valor entendido sin que se hayan ponderado sus costes y beneficios y cuáles pudieran y debieran ser la meta y los límites de tal proceso. El creciente euroescepticismo de la opinión española es una de las consecuencias de ese inicial euroentusiasmo acrítico, y ello bastaría para no replantear por ahora la cuestión. Por ello, es discutible que tal decisión, si se planteara ahora y se entendiera con claridad su alcance, obtuviera el consenso nacional deseable para una reforma constitucional y redundara en pro del compromiso europeo.
Pero si es más que dudoso que la opinión española esté madura para la constitucionalización de nuestro compromiso con la Unión Europea, lo que no resulta dudoso es la inmadurez actual de la Unión Europea para llevar a cabo tal compromiso. Nadie puede predecir cuáles son los límites geográficos de la Unión, ni lo que su ciudadanía supone, ni la formula de integración a la que se dirige lo que sus propios defensores califican de Objeto Político no Identificado, sobre el que lanzan sus sombras cuestiones tan actuales como las pretensiones británicas, o las actuales restricciones a la libertad interior de movimientos de personas, o las crecientes discrepancias nacionales frente a la presión migratoria. En tal situación, España, a cuyos intereses nacionales afectan directamente tales cuestiones y que, por razones geográficas evidentes, es un miembro marginal de la Unión con un peso político y económico relativo, no puede ser el motor de una más rápida y mayor integración. En semejante situación, la constitucionalización del compromiso europeo sería, en el mejor de los casos, un «brindis al sol», más propio de un europeísmo ingenuo que del rigor al que debe aspirar la Constitución.
Pero si pasamos de las declaraciones retóricas a las fórmulas técnicas, la apertura automática del ordenamiento español, incluida la Constitución, a la normativa europea resulta de todo punto inadecuada. Cuando en la doctrina, la jurisprudencia y la práctica de los principales miembros de la Unión se pone cada vez más en tela de juicio la primacía del Derecho de la Unión sobre el Derecho nacional, especialmente el constitucional; cuando se urge en Alemania, Francia, Suecia e Italia la formulación de contralímites al proceso de integración y a la correspondiente atribución de competencias a las instancias de la Unión; cuando la propia Unión inicia la tarea de asumir en sus normas y su jurisprudencia la idea del «contralímite»; cuando se reivindica por doquier, y principalmente en Alemania, el control nacional del derecho de la Unión ultra vires, no tiene el menor sentido constitucionalizar la tendencia contraria, y probablemente tampoco es oportuno abordar el diseño constitucional de los contralímites a la integración.
Los frutos sazonados no deben ser ni tempranos ni tardíos, pero en España tienden a ser ucrónicos. En el europeísmo, también.Al comienzo de esta tercera y última conferencia hagamos un balance de lo expuesto y analizado en las dos anteriores. En la primera de ellas, vimos que nuestra Constitución de 1978, como otras tantas Constituciones contemporáneas, podía reformarse por dos vías: la revisión formal y la mutación, incluso la mutación convencional, esto es, el acuerdo de los actores del proceso político. La primera de estas vías es formal e incluso políticamente complicada y, sin embargo, en ciertos extremos imprescindible. La segunda, la reforma silente, es, sin duda, más práctica, pero en ciertos extremos insuficiente.
Además, señalamos que nuestra Constitución se caracteriza por lo que Luigi Rossi denominaba la «elasticidad», es decir, estar abierta a una pluralidad de interpretaciones y desarrollos, todos ellos formalmente correctos, aunque muy dispares materialmente. Y ello facilita la vía de la mutación y de la mutación convencional mediante la interpretación jurisprudencial y el desarrollo legislativo pactado. Pero no es menos cierto que la Constitución no es papel mojado. Por grande que sea su elasticidad, no cabe en ella cualquier cosa. Por mucho que se fuerce su flexibilidad, contiene extremos protegidos por cláusulas de rigidez, y –sobre todo– su carácter consensuado o, lo que es lo mismo, pactado excluye reformas unilaterales. Este es el tácito y más patente factor de rigidez. La Constitución –dijimos– es la versión jurídica del proceso de integración estatal y, en consecuencia, sería materialmente inconstitucional una reforma, una mutación, una convención que frustre dicha integración, y la integración democrática se obtiene por el acuerdo, no por la imposición.
Más allá de las formas, la revisión y la mutación no pueden pretender tales cambios que rompan el pacto que subyace a toda Constitución, también a la española de 1978: eso no es revisar, es destruir la Constitución.
Por eso, en la segunda conferencia insistí en la conveniencia de acotar el campo de la reforma constitucional. Primero, porque muchas de las reformas institucionales hoy día propuestas pueden conseguirse sin modificar formalmente la Constitución, sino mediante simples reformas legales. Tal era el caso de la reforma electoral, tan reclamada; de la revisión de nuestro Poder Judicial para asegurar su mayor independencia y agilidad; de la depuración de nuestro sistema de partidos y la corrupción que los corroe. Nada de esto se consigue mediante la nueva redacción de unos preceptos constitucionales que no pueden ir más allá que marcar los epígrafes de diversos sectores del ordenamiento. Serán las correspondientes leyes orgánicas, y aun ordinarias, también consensuadas, porque son el desarrollo de la Constitución, las que diseñen el nuevo sistema electoral, como despolitizar, si es que está politizado, el Poder Judicial y agilizar su funcionamiento, y como hacer realidad las exigencias de los artículos 6 y 7 respecto de partidos, sindicatos y organizaciones empresariales.
Segundo, la conveniencia de ser prudentes y renunciar a reformar o, al menos, aplazar la revisión de lo que es formalmente complicado, políticamente arriesgado, carente de fórmulas suficientemente maduras o prácticamente inútil. Tal es el caso del artículo 57, relativo a la sucesión en la Corona, y de la cláusula de integración del artículo 93. Todo ello nos permitía concluir que la regeneración de nuestro sistema representativo y judicial requería mínimas revisiones constitucionales, bastantes reformas legislativas y, mucho más importante y que escapa al poder de reforma constitucional, un cambio de actitud de los sujetos y actores del proceso político, en el sentido de primar el servicio sobre el conflicto, el pacto sobre el enfrentamiento, y la lealtad y la buena fe sobre el oportunismo.
La consecuencia de lo así dicho es que la mayor parte de las reformas institucionales que se han puesto sobre la mesa pueden hacerse, no al margen, sino dentro de la Constitución, sin requerir su reforma y ni siquiera su mutación: basta su desarrollo. Sin duda, no he abordado en esta ocasión por falta de tiempo una serie de pequeñas reformas propuestas que sí afectarían al texto constitucional y que podrían acometerse por la vía del artículo 167, esto es, la menos rígida de las contempladas en el Título X de la Constitución. Pero quede claro que tales reformas, en el mejor de los casos, no van a tener excesiva trascendencia en nuestra vida política.
Hay en la Constitución defectos técnicos y residuos de situaciones superadas por la evolución de las instituciones que podrían eliminarse; pero me parece imprudente en extremo abrir un proceso de revisión tan solo por razones estéticas. Más valdría dedicar tan encomiable celo a mejorar la cada vez peor técnica legislativa ordinaria. Incrementar el número de diputados para aumentar la proporcionalidad entre votos y escaños, limitar a dos mandatos consecutivos el del presidente del Gobierno (algo inusual en un régimen parlamentario y que no aconseja la experiencia comparada), reducir de quinientas mil a doscientas cincuenta mil el número de firmas exigibles para la iniciativa legislativa popular, pueden ser medidas útiles a la hora de satisfacer la ilusión de los nuevos políticos de ser constituyentes, pero poco más. Otras, como aumentar las incompatibilidades de los parlamentarios y cortar en seco su reincorporación profesional a la vida civil, simplemente deterioran aún más la calidad de nuestra clase política, como en su momento y sobre las mimas cuestiones afirmó el Tribunal Constitucional alemán. Ni aquéllas –las inocuas– ni estas últimas –las potencialmente dañinas– sirven para suplir los buenos usos que cabe exigir en la vida pública.
Y una vez desbrozado el camino, llega el momento, en esta tercera y última conferencia, de abordar lo que sí conviene revisar a fondo y cómo hacerlo. Me limitaré a tres extremos: la reforma del Tribunal Constitucional; el futuro del Senado; y la organización territorial. Temas graves sí los hay y que durante meses han estado sobre la mesa de la actualidad política y que, curiosamente, sólo de soslayo se abordan en las propuestas preelectorales sin que se expongan fórmulas concretas. Por ello les ruego me disculpen que ahora sí me atreva a sugerir no ya vías de revisión, sino propuestas de reforma.
Se tilda al Tribunal Constitucional de politizado, y la única manera de hacer plenamente independientes a sus magistrados consiste en exigir, cualesquiera que sean quienes hayan de elegirlos, un amplio consenso para su designación entre relevantes juristas carentes de filiación partidista, declararlos vitalicios o, al menos, inamovibles hasta edad avanzada y garantizarles de por vida un adecuado estatus formal y económico de eméritos. La experiencia de los Estados Unidos debiera para ello servir de guía.
Se lo critica también, y con razón, por su excesiva lentitud. Y, aparte de que el Tribunal revise sus procedimientos de trabajo –y ejemplos a seguir hay para ello–, la clave está en suprimir el recurso de amparo, convertido prácticamente en una tercera instancia, cuya cantidad, pese a los filtros que, acertadamente, se han introducido para su admisión, colapsa los trabajos del Tribunal. En la última memoria del Tribunal que ha llegado a mis manos, la correspondiente a 2014, se cuentan 166 sentencias relativas a recursos de amparo y quedaron pendientes 116, con 6.662 providencias de inadmisión. En torno al 80% de tales recursos tienen como base la supuesta violación del artículo 24 de la Constitución, relativo a la tutela judicial efectiva. Todo ello supone un importante número de personal, especialmente letrados, dedicados a examinar dichos recursos para concluir su inadmisibilidad, una situación que debe superarse. Más aún, que la mayoría de los amparos no prosperen por carencia de contenido constitucional no redunda en pro del prestigio de la institución.
El amparo ha cumplido ya su función pedagógica de la judicatura y la administración sobre el carácter normativo de la Constitución, especialmente de su Título I. Y por haber cumplido su función con éxito, resulta ya superfluo. Al menos debiera eliminarse de los derechos protegidos por el recurso de amparo la tutela judicial efectiva consagrada en el citado artículo 24 y que es un trámite procesal más, porque su lesión se provoca solamente en el curso de un proceso y, como tal, debiera ser remediado por la jurisdicción ordinaria. Pero si, en todo caso, quiere mantenerse una forma de amparo, debería descargarse de semejante tarea al Tribunal y residenciar dicho recurso en una sala especial del Tribunal Supremo. Todo ello requiere la reforma del Título IX por la vía del artículo 167 de la Constitución y la revisión de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional.
Respecto del Senado, la opinión general es favorable a la reforma de su composición y funciones. A lo largo de nuestro constitucionalismo histórico no se ha alcanzado sobre la cuestión ninguna fórmula satisfactoria. Ni el unicameralismo de 1812 y 1931 ha dado buenos resultados, ni los Senados electos de 1837 y 1869, ni los aristocráticos de 1834, 1845 y 1876 han sido satisfactorios, ni cuajaron los intentos regeneracionistas de reformar este último. Personalmente, durante la Transición, me pronuncié en pro del unicameralismo, sin mucha convicción y con ningún eco, y otro tanto había hecho Landelino Lavilla cuando en el Ministerio de Justicia reelaboró el borrador de Ley de Reforma Política hasta convertirlo en el proyecto de Ley para la Reforma Política.
La fórmula que finalmente se incluyó en el texto de 1978 es un ejemplo de lo que Carl Schmitt llamaba «compromiso apócrifo»: Cámara de representación territorial (artículo 69), cuando no estaba claro cuáles iban a ser los territorios a representar. En realidad, es, en el mejor de los casos, una cámara de revisión legislativa que, como toda institución de este tipo, pasa de ser segunda cámara a ser cámara secundaria. Hay quien dice, no sin cierta razón, que la función principal del actual Senado es la imputación de rentas en el seno de los partidos. De ahí su resistencia al cambio.
El encomiable celo de los senadores de varias legislaturas, que es de justicia reconocer, y las modificaciones reglamentarias han mostrado su insuficiencia, porque no bastan para esclarecer qué es lo que nuestro Senado pretende representar: ¿el pluralismo social e institucional? ¿La politerritorialidad de España? ¿Duplicar o compensar las mayorías del Congreso? Esta última no es una justificación suficiente, aunque coyunturalmente pueda resultar, si no satisfactoria, sí consoladora.
La añorada representación del pluralismo social ofrece, hoy más que nunca, el peligro de abrir la puerta a una politización de las propias instituciones sociales ya amenazadas por la voracidad de los partidos, lanzados a controlar esta nueva representación senatorial. Y su alternativa, la conversión del Senado en Cámara de representación territorial, tropieza con el grave obstáculo de la imprecisión de qué territorios han de ser representados. La mixtión de Comunidades Autónomas y Provincias que propuso en su ya citado informe de 2006 el Consejo de Estado es un ejemplo de indeseable confusión.
Las opiniones mayoritarias al uso parecen inclinarse en pro de una Cámara de representación autonómica, por no decir federal, la más coherente con su definición como Cámara de representación territorial, pero su articulación presenta graves dificultades. ¿Todas las Comunidades Autónomas deberían tener igual representación al margen de su extensión, demografía e identidad? En este caso, Madrid, Cataluña y La Rioja obtendrían igual representación. Si, por el contrario, se atendiera a su extensión, Andalucía y Castilla y León pesarían más que cualquier otra. Si primara la demografía, serían Madrid, Cataluña y Andalucía las de mayor representación, y si se atendiera a los caracteres identitarios, tales como la lengua, el Derecho público y privado, las instituciones forales, que son precisamente las que justifican la autonomía, Euskadi, Navarra, Cataluña, Galicia y, eventualmente, Valencia, serían con mucho las dominantes. Ni que decir tiene que la ponderación de todos estos criterios no resultaría pacífica.
Tampoco resulta pacifico el criterio sobre cómo debieran ser designados los representantes autonómicos ¿Por los cuerpos electorales de cada autonomía, como hoy ocurre en los Estados Unidos y Australia? ¿Por las respectivas asambleas legislativas autonómicas, de acuerdo con el ejemplo indio? ¿Por los gobiernos autonómicos, siguiendo el modelo alemán? ¿Cabe imaginar fórmulas nuevas o mixtas? Todas estas cuestiones se han debatido ya reiteradamente y si algo está, hoy por hoy, claro, es que la tan ponderada federalización del Senado está lejos de concretarse en una fórmula susceptible de consenso.
Por otra parte, un Senado autonómico encargado de la revisión legislativa reiteraría la tensión entre los partidos representados en el Congreso y que controlasen unas u otras autonomías. Así lo demuestra la práctica de la evolución de las segundas cámaras federales más señeras, desde el Senado de los Estados Unidos al Bundesrat alemán. Y un Senado exclusivamente destinado a tratar los problemas autonómicos no haría más que complicarlos. La evidente asimetría de las autonomías españolas no permite colectivizar cuestiones esencialmente bilaterales, y es evidente que las tensiones entre Madrid y Barcelona o Vitoria son bilaterales y no colectivas.
Sería, por el contrario, y a mi juicio, extremadamente útil un Senado, al margen de las Cortes unicamerales, destinado no a la revisión de la obra del Congreso o a la articulación autonómica, para lo que son más idóneas las conferencias presidenciales y sectoriales, sino a la reflexión política y el control extrapartidista. Debería, para ello, estar formado por personalidades de indiscutible prestigio por su experiencia y trayectoria y ya fuera de la polémica política. El más criticable de los expresidentes del Gobierno, del Congreso de los Diputados o del Tribunal Constitucional, y el Gobernador más cuestionado del Banco de España, por ejemplo, tiene una experiencia que no debe ser amortizada y que, apartado de toda contienda y militancia partidista, pueden ser de suma utilidad al Estado. Su lugar no es el Consejo de Estado, órgano eminentemente técnico-jurídico, sino un Senado tan apartidista como político. La automática colación de las senadurías ex post officio y, en casos excepcionales, por cooptación consensuada, eliminaría la discrecionalidad en la elección.
Tales senadores deberían optar entre una remuneración honorable, acompañada de una severa incompatibilidad, o, como era propio de los antiguos honoratiores, la cuasigratuidad de sus servicios, sin otra incompatibilidad que la procedente de un conflicto de intereses. A un Senado así compuesto de expersonalidades públicas deberían corresponder tres misiones de la mayor importancia.
Una, ofrecer a las instituciones una reflexión apartidista sobre objetivos y estrategias políticas de Estado a largo plazo, algo de lo que hoy estamos rigurosamente ayunos. Opiniones reposadas y experimentadas compensarían así el torrente de información frívola y demoscopia fútil que hoy fundamenta la permanente y variante improvisación que caracteriza las decisiones políticas. Por poner un ejemplo, las opiniones de Felipe González, que nadie, esté o no de acuerdo con ellas, puede menospreciar, serían más útiles al Estado expuestas en ese Senado que en ocasionales comparecencias en los medios de comunicación.
Dos, elegir a los miembros de las altas instituciones de control, como el Tribunal Constitucional y el Tribunal de Cuentas, hoy designados por los partidos cuya gestión directa o indirecta han de controlar. La exclusión de los grupos parlamentarios del proceso de selección permitiría acabar con el denostado sistema de cuotas.
Tres, controlar a las denominadas Administraciones Independientes, como el Banco de España, la Junta de Energía Nuclear, la Comisión Nacional del Mercado de Valores, etc. Si, en pro de la objetividad necesaria para tratar tan grandes problemas, tales instituciones han de apartarse de la contienda política y de la presión inherente a unas elecciones periódicas, no debe concluirse que han de estar exentas de todo control, un control que el tipo de Senado propuesto puede ejercer con criterios objetivos.
Si se analiza el espíritu de la práctica comparada, desde los senadores vitalicios canadienses, los de designación presidencial previstos en la Constitución india, los senadores vitalicios italianos (cuyo ejemplo ha cundido en Constituciones recientes, pese a estar cuestionados en la propia Italia), hasta los más elaborados proyectos de reforma de la Cámara alta británica, se encontrarán avales a esta fórmula. Pero me temo que una reforma semejante está hoy imposibilitada por dos falsos dogmas muy activos en el imaginario colectivo de nuestros políticos: el supersticioso respeto al bicameralismo clásico y la creencia en el necesario origen popular de todas las instituciones. ¡Salvo, claro está, cuando se trata de cosas tan serías como la autoridad monetaria! «Con las cosas de comer no se juega» (sic), se ha dicho por voz autorizada. Todo ello requiere una profunda revisión del Título III de la Constitución por la vía del artículo 167.
En cuanto a la reforma territorial, es preciso distinguir dos niveles: el local y el autonómico. Veámoslos sucesivamente.
La Constitución otorgó una garantía institucional a Provincias y Municipios, a Ayuntamientos y Diputaciones (artículos 140 y 141 CE) y si estos preceptos pueden ser revisados por la vía del artículo 167 CE, yo juzgo peligroso que la reforma de la Constitución se inicie eliminando garantías institucionales. Se crea así un peligroso precedente que puede poner en tela de juicio instituciones señeras –desde los Colegios Profesionales (artículo 36) al Patrimonio Nacional (artículo 132.3), pasando por el sistema de fe pública (artículo 149.1.8º) e, incluso, derechos tenidos hasta ahora por fundamentales y que gran parte de la doctrina y cierta jurisprudencia interpreta como garantías institucionales, verbigracia la propiedad privada (artículo 33).
Las corporaciones locales, especialmente los municipios y sus Ayuntamientos, no han sido, como pretendían nuestros ingenuos regeneracionistas, escuela de ciudadanía, sino, digámoslo claramente, semillero de corrupción, como demuestran tantos escándalos urbanísticos. Su reforma comprende diferentes cuestiones. Desde el número de entidades locales, la fusión de servicios como alternativa a su supresión, el control de su gestión, la aclaración de sus competencias, su financiación y tantas más. Todo ello materia de ley.
Creo preferible revisar, por la vía del artículo 13 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, la construcción jurisprudencial, tal vez excesivamente amplia, que el Tribunal ha hecho de la autonomía municipal y utilizar los instrumentos de control, ya previstos en las leyes, para que los Ayuntamientos no sean otras tantas ciudadelas inmunes a la política general acordada en las Cortes y de la que el Gobierno parlamentario es responsable, en temas tales como los símbolos políticos, las declaraciones políticas, las finanzas y la transparencia. No es la función de los Ayuntamientos ser instrumento de oposición al Gobierno del Estado ni pueden autoatribuirse una nueva forma del derecho de resistencia ante lo que se estime injusto.
Las provincias deben ser respetadas. Hay que tener en cuenta que bajo su denominación genérica laten cuatro realidades sociopolíticas diferentes. Las provincias cuyas instituciones y competencias se han subsumido en las Comunidades Autónomas uniprovinciales (Principado de Asturias, Navarra, Cantabria. La Rioja y Murcia); las archipielágicas de Baleares y Canarias; las tres provincias vascas (Álava, Guipúzcoa y Vizcaya), garantizadas como Territorios Forales en la Disposición Adicional Primera de la Constitución y que por su estructura institucional, régimen jurídico y competencias, no son verdaderas provincias, sino efectivos «fragmentos de Estado»; las cuatro provincias catalanas y el resto de las provincias que, además de Valencia, cubren las dos mesetas y Andalucía.
No parece que esté en cuestión la estructura actual de las tres primeras categorías. La división provincial de Cataluña se hizo, sin duda, con la sana intención de «descuartizar» su entidad política, pero ¿verían hoy día sus habitantes con agrado la desaparición de sus instituciones provinciales? Probablemente allí y, desde luego, en el resto del territorio español, la división provincial de 1833 que partió de antecedentes seculares ha arraigado profundamente en la sociedad. A lo largo de cerca de dos siglos, nuestra organización territorial se ha provincializado y la provincia es, así, la principal y más viva de nuestras instituciones locales.
En cuanto a las Diputaciones Provinciales de régimen común, cuya supresión se ha propuesto para simplificar nuestra administración, ¿por qué no mantenerlas como están en la Constitución, revisando su composición y funciones y aligerando, en todo caso, la frondosa y clientelar burocracia que en ellas se ha creado? En vez del vigente procedimiento de elección previsto en la Ley General Electoral ya citada de 1985, paradigma de oscuridad y complejidad, formen la Diputación Provincial los diputados autonómicos elegidos por cada provincia. Su carga de trabajo no sería, desde luego, agobiante, se ahorrarían gastos y energías, se acercarían los diputados autonómicos a la realidad de la vida local, se implicaría más la administración provincial en la autonómica y se facilitaría un segundo paso: hacer de las Diputaciones la administración periférica de las Autonomías como, sin éxito, recomendó un ya olvidado Informe de la Comisión de Expertos sobre Autonomías de 1981.
Las Diputaciones son útiles para el funcionamiento de los pequeños y aun medianos municipios, y su supresión, inevitablemente seguida de la erosión de aquellos, podrá significar un ahorro, pero a costa de vaciar gran parte del territorio ya amenazado de desertización y generar un neocentralismo a favor de la capital de la Comunidad Autónoma. Si la economía, por política, ha de ser humana, no ha de llevar la austeridad hasta la sustitución de los lugares, raíz de identidad, por el mero espacio tan caro a los planificadores de abstracciones. La mejor ordenación del espacio debe atender al genius loci y, como dijo su más brillante defensor en cuanto a la ordenación del territorio, la res extensa, para no ser inanis res, debe ser res sensibilis.
En cuanto a la estructura autonómica del Estado, siempre desconfié –y testimonio abundante he dejado de ello– de la generalización de las Autonomías bajo lema tan sublime como «café para todos», pero no me parece acertado poner hoy en cuestión su resultado, sino tratar de corregir sus mayores defectos. ¿Cómo? Lo primero a esclarecer son las propuestas de federalización y, concretamente, el significado del término, que se utiliza en el debate político sin parar mientes en su alcance técnico.
Hoy, la palabra «federal» cubre una gran cantidad de fórmulas constitucionales que la doctrina no acaba de inventariar. El federalismo puede ser, por su origen, de concentración, como es el caso de los Estados Unidos, o de dispersión, como en México, sin que falten situaciones cuya evolución pone tal clasificación en tela de juicio, por ejemplo en la República Federal Alemana; simétrico, como en Austria, o asimétrico, como en Canadá; los poderes residuales pueden corresponder a la federación, como en Austria, o a sus miembros, como en Suiza; estos pueden revestir muy diversas denominaciones (cantones en Suiza, provincias en Argentina y Canadá, países en Alemania, Estados en los Estados Unidos, Australia o la Unión India, etc.), sin que ello determine sus mayores o menores competencias. Hay federalismos más identitarios que fiscales, como el de Malasia, y viceversa, y federalismos de sola ejecución, etc. Quienes proponen marchar por la senda de la federalización deben precisar cuál es, de entre todos estos modelos y otros muchos más posibles, el modelo federal al que tienden, sin confundirlo, por cierto, con el blindaje de los derechos sociales, que nada tiene que ver con ello. Y no olvidemos que si el Título VIII de la Constitución está obsoleto es porque, en su mayor parte, fue una vía hacia la autonomía más que una sustantiva regulación de la misma. Si ahora se trata de reformar la Constitución, no abramos otro proceso, no iniciemos otra vía: regulemos una estructura con pretensiones de estabilidad.
Pero precisemos. La esencia del fenómeno federal consiste en la dualidad de estructuras, la distribución de competencias entre ambas y la participación de las unidades federadas en la estructura federal. En España, el vigente Estado de las Autonomías ha supuesto la dualidad de estructuras institucionales de acuerdo con un principio mimético que lleva a reproducir el Estado a escala autonómica. La federalización supone el mantenimiento de esta duplicidad. Ahora bien, si algo va quedando claro es que tal duplicidad resulta innecesaria y costosa en exceso.
Los órganos de relieve constitucional, como el Tribunal de Cuentas, Consejo Consultivo, Defensor del Pueblo, Consejo Económico y Social, Agencia de Protección de Datos, etc., si son útiles a nivel estatal, resultan superfluos multiplicados a través de diecisiete Autonomías, algunas de las cuales, por su tamaño, carecen de suficiente peso demográfico, económico y de personal cualificado para dirigirlos y ocuparlas. Sería más económico y funcional que las correspondientes instituciones estatales asumieron sus funciones, no ciertamente su personal, y así lo propuso el famoso Informe CORA. El indispensable incremento de sus dotaciones sería mucho menor que el coste de mantener sus réplicas autonómicas. Pero esa reforma pende solamente de las respectivas normativas autonómicas, como ya han demostrado los ejemplos de Madrid y Extremadura, y nada tiene que ver con la revisión de la Constitución.
En cuanto a la distribución de competencias, es todo menos clara y si ello fue así en un principio, las diversas transferencias singulares y los Acuerdos Autonómicos que han sumado competencias en un nivel sin simplificarlas en otro han aumentado dicha confusión, llegando al caso de que una competencia es ejercida por una pluralidad de instituciones entre estatales, autonómicas y locales. Urge una clara distribución de competencias en la Constitución y eso sí que requiere una meditada y profunda reforma constitucional, la fijación de un techo infranqueable y la eliminación de lo que hoy es el artículo 150.2, que permite, nada menos, que el paulatino vaciamiento del Estado.
Por último, la participación no puede conseguirse a través de un Senado autonómico por las razones atrás apuntadas: fundamentalmente, la asimetría de las Autonomías españolas. Las conferencias de presidentes y las sectoriales de consejeros son mucho más sencillas y eficaces. Así se demuestra en campos tan sensibles como son el sanitario y el fiscal.
Pero la reordenación del sistema autonómico, esto es, la reelaboración del Título VIII de la Constitución y una nueva Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas, que aborde un nuevo régimen de financiación, ni puede llevarse adelante en tanto no se resuelva el tema catalán, ni dicha solución puede aplazarse a la reordenación territorial de toda España. Huyamos del error orteguiano de 1927 en La redención de las provincias, reiterado en 1932 y arrastrado en 1978: crear un alvéolo autonómico general que dé cabida a la excepción catalana. Esta no cabe en aquél, y aquél es desnaturalizado por ésta.
Nuestra constitución territorial, tanto la autonómica como la local, tiene, sin duda, unos elementos de Derecho estricto, tanto constitucionales como legales. Pero es, ante todo, un Estado autonómico jurisdiccional, merced a la doctrina gestada por el Tribunal Constitucional, y convencional, en virtud de los Acuerdos Autonómicos de 1981 y 1992 y sus consecuencias normativas. Utilícense los mismos instrumentos para adecuarla a nuestra realidad presente. La doctrina del Tribunal Constitucional puede autoreformarse a través del artículo 13 de la propia Ley Orgánica de dicho Tribunal y, en cuanto a los Acuerdos Autonómicos, me remito a lo señalado en la primera de estas conferencias.
La mutación convencional es una categoría generada en la práctica político-constitucional anglosajona y hoy también aplicada en el constitucionalismo alemán y austríaco. Consiste en la modificación del sentido normativo de la Constitución al margen de su texto mediante actos no normativos realizados por los sujetos y los actores del proceso público en el que se inserta la práctica constitucional con el fin de ordenar las relaciones institucionales previstas en la Constitución. La convención puede considerarse así como una forma de mutación constitucional: la mutación convencional.
Los agentes de la convención pueden ser tanto las propias instituciones constitucionales como las fuerzas políticas no constitucionalmente formalizadas, esto es, los partidos: es decir, tanto sujetos como actores del proceso político, capaces de influirlo e, incluso, determinarlo. Sin duda, el proceso político puede decantar determinadas opciones normativas, pero no son éstas las que realizan la mutación, sino que es la mutación la que las hace posibles. Así, la convención gestada en los segundos Acuerdos Autonómicos dio lugar la Ley Orgánica 9/1992.
Por otra parte, la norma convencional puede alcanzar tal consistencia en la conciencia social que termina convirtiéndose en norma de Derecho estricto, especialmente para evitar su olvido. Tal fue la génesis de la XII Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos, introducida en 1951, prohibiendo el tercer mandato presidencial consecutivo, práctica seguida desde la fundación de la República y rota por Roosevelt en 1941.
Ahora bien, si, por hipótesis, fuera preciso reordenar la vigente constitución territorial para un mejor acomodo de Cataluña, sin daño para la integridad española, podrían y deberían ponderarse las ventajas de una mutación convencional por consenso que culminase en una Disposición Adicional a la vigente Constitución como la más prudente y efectiva de las vías a seguir. Pero antes de entrar en cómo se hace tal cosa, permítanseme dos palabras sobre lo que, a mi juicio, late detrás del problema.
El Estatuto de Autonomía de Cataluña de 1979, fruto de la Constitución de 1978, votada por el pueblo catalán en proporción más alta al resto de los españoles, fue un verdadero pacto de Estado. Quien no vea en dicho Estatuto más que una Ley Orgánica como otras tantas, como por ejemplo la del Defensor del Pueblo, está totalmente ciego e inhabilitado para comprender la realidad política. Así ocurrió con los fautores del primer atentado contra dicho pacto, la felizmente frustrada Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico, que, aun rechazada por el Tribunal Constitucional en sentencia 76/1983, generó, a través de la subsiguiente política neorecentralizadora y la propia doctrina del mismo Tribunal, una progresiva administrativización de la autonomía política de Cataluña que provocó el error catalanista del Estatuto de 2006 y el no menor de la Sentencia del Tribunal Constitucional de 2010. Tal es la raíz de la creciente desafección catalana hacia el Estado, lúcidamente denunciada en su día por el presidente José Montilla, que, cultivada mediante las equivocaciones acumuladas a los dos lados del Ebro, ha culminado en el inaceptable desafío independentista del Gobierno de la Generalitat.
Ahora bien, ese desafío que, sin ambages, califico de inaceptable, no se supera con dictámenes del Consejo de Estado y recursos de la Abogacía del Estado, por brillantes que resulten aquéllos y diligentes y laboriosos que sean éstos. La prueba es que la hiriente retórica independentista que hace cuatro años contaba con un 15% de apoyo electoral ha llegado a alcanzar el 47%. No basta con reafirmar enfáticamente la soberanía nacional. Son precisas opciones políticas que, cuanto antes se hubieran tomado, más eficaces hubieran sido. Opciones políticas, digo, al servicio de la gran meta constitucional: la integración de España toda.
La primera de estas medidas es dar a luz una fórmula para el reconocimiento constitucional de la identidad catalana con vistas no a su secesión, sino a reafirmar su voluntaria integración dentro de un proceso secular de autodeterminación histórica. La autodeterminación tiene un límite en la propia identidad que legitima la autodeterminación. ¿Podría acaso el pueblo catalán renunciar a su lengua propia en un referéndum? El plebiscito que fragua la nación es, a la vez, cotidiano (la voluntad de vivir juntos sin dejar de ser distintos) y secular (porque la historia es constituyente). Es esa historia constituyente el marco de una secular y cotidiana autodeterminación hispánica de Cataluña.
Ello es problema suficientemente complicado y de difícil tratamiento como para enredarlo más, abordándolo a través de una reforma de la Constitución y de una reforma global como la que desde algunos pagos políticos y académicos se ha propuesto. Antes al contrario, el problema catalán, aunque afecte a España entera, debe ser aislado y tratado singularmente y de forma cuanto más sencilla, mejor. Si se inserta en una reforma global, la opción catalana tenderá a generalizarse y perderá la capacidad singularizadora que el reconocimiento de una realidad tan singular como es Cataluña requiere. Por eso, creo que hay que sublimar la pasión por la reforma constitucional y, aplazando otras cuestiones, sin duda importantes, centrarse en lo que, además de importante, es urgente: Cataluña. Me explico.
En lugar de abordar una reforma de la Constitución, política y técnicamente preñada de riesgos, intentemos una mutación constitucional: la alteración de la Constitución sin modificar su texto. Esto es, una mutación convencional, de la que fueron ejemplo los Acuerdos Autonómicos de 1981 y de 1992. Lo hecho en tales ocasiones por vía de pacto, esto es, la generalización y homogeneización de las Autonomías, ¿no puede invertirse por vía de pacto y singularizar una o varias Comunidades Autónomas e incluso, pasando de la mutación a una prudente revisión, formalizarlo en una Disposición Adicional?
Si existiera la voluntad política para pactar, no sería difícil añadir por la vía del artículo 167 una nueva Disposición Adicional, como no lo fue la reforma del artículo 135 en 2011. El Consejo de Estado consideró aplicable a Cataluña la vigente Disposición Adicional Primera, proyectando en lo público la previsión constitucional del artículo 149.1. 8º para el Derecho privado. El vigente artículo 5 del Estatuto Catalán de 2006, que el Tribunal Constitucional no anuló en su Sentencia de 2010, invocó los derechos históricos como fundamento de su autonomía. Y no le faltan a Cataluña otros derechos históricos constitucionalmente reconocidos, como el haber plebiscitado un Estatuto de Autonomía y tenerlo en vigor desde 1932 hasta 1936. Así se reconoce ya en una Disposición Transitoria Segunda que podría recalificarse como nueva Adicional.
Páctese, pues, entre todas las fuerzas políticas una nueva Disposición Adicional para Cataluña sobre el modelo de la ya existente, con expresa referencia a su identidad, y garantícense en ella las precisas competencias estratégicas, tales como la organización de las propias instituciones, las educativas, lingüísticas y culturales. Una vez incorporada a la Constitución por la vía del artículo 167, podría, previa pedagogía de los grandes partidos estatales a través de toda España, elaborarse sobre ella un instrumento de gobierno negociado y formalmente pactado con el Estado y coherente con la nueva Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas: ¿acaso no está pactado el Amejoramiento del Fuero de Navarra de 1983? Y, como tal, inmodificable unilateralmente, incluso por vía de hecho, de normativa básica o de jurisprudencia. Esto debería ser lo que se sometiera al referéndum del pueblo catalán de acuerdo con el artículo 152.2.
¿Satisfaría esto al soberanismo independentista? Creo que no. Pero sí creo que hay una gran mayoría catalanista que sólo llegará al independentismo si no se le da otra vía para reconocer su identidad nacional y blindar el correspondiente autogobierno. ¿Por qué no intentar integrarla mediante una convención constitucional y un referéndum previsto por la misma Constitución? Esto sería, de verdad, tanto integrar como decidir. En integrar consiste el verdadero españolismo; en decidir, la voluntad de muchos catalanes y, para que ambos coincidan, sirve la mutación convencional. A esto llamo yo constitucionalismo útil: al que pretende resolver problemas. No negarlos y enquistarlos o complicarlos y dificultar su ya difícil solución.
¿Qué es la Constitución?, se pregunta. Sin duda, dice, una norma, la norma suprema de nuestro ordenamiento jurídico. Suprema porque es la obra de un poder, que denominamos poder constituyente, capaz de ordenar el régimen jurídico y, a través del Derecho, la vida política del Estado. La Constitución es así, la vida política en forma. Una forma, la del Derecho, que, para poder de veras formar, se nutre y recibe calor de la propia vida política y social en que se inserta. Un constitucionalismo ajeno a la política, añade, será un cascarón vacío. La doctrina ha formulado numerosas categorías en torno a la reforma de la Constitución en cuanto norma y, como siempre que la doctrina ha sido fecunda, lo ha hecho impulsada por los apremios de la práctica. En efecto, dice, a lo largo de la historia, la práctica política ha sometido y somete la Constitución a una tensión entre su función de estabilidad y su ineludible adaptación al cambio social.
Las Constituciones, todas las Constituciones, desde la Antigüedad hasta el día de hoy, se conciben y elaboran para garantizar una zona de seguridad, e incluso aquellas que levantan acta de un cambio radical, por ejemplo una revolución o una declaración de independencia, lo que pretenden es dar estabilidad al resultado de dicho cambio. De ahí la resistencia a su modificación, al cambio del cambio, y de ahí también la consecuente rigidez de las Constituciones revolucionarias e innovadoras: por ejemplo, la nuestra de 1812. La estabilidad es condición indispensable de la seguridad. Pero, a la vez, añade, para ordenar normativamente el proceso político y tener incidencia en la sociedad, la Constitución debe estar a la altura de su tiempo político y social. La norma, toda norma, incluida la constitucional, sólo norma efectivamente si atiende a la realidad de lo normado. Algo que exige su modificación al hilo del cambio, tanto más en tiempos de acelerado cambio de la sociedad y la política como es el nuestro.
Es necio, y por ello frecuente en estos días, continúa diciendo, afirmar que cada generación debe protagonizar un proceso constituyente, como si en la inexistente sociedad instantánea, carente de pasado y de futuro, el poder, su organización y control, sus metas y sus límites se reinventaran cada pocos lustros. Lo cierto es lo contrario. Una Constitución que, por secular que sea, no deje de estar viva en la conciencia colectiva, como la de los Estados Unidos, es un poderoso factor material de integración e identificación, incluso intergeneracional, de toda la comunidad política. Por eso, las reformas constitucionales, y no digamos los cambios de Constitución, inevitables cuando son precisos, resultan siempre costosos y erosionan lo que se denomina sentimiento constitucional, esto es, el sentimiento colectivo de que la norma constitucional da forma, y con ello previsibilidad y seguridad, a la vida política. Como el que se desarrolló en España a raíz de la Transición y está en trance de dilapidarse, por el abuso y mal uso que de la Constitución, en ocasiones, se ha hecho y pretende hacerse. Pero no es menos cierto, añade, que la longevidad de una Constitución se debe, en gran medida, a su capacidad para adaptarse a los cambios sociales acontecidos a lo largo de su vida, de manera que no haya sido dique frente al cambio, sino cauce conductor del mismo, capaz, como es propio de un cauce bien diseñado, de convertir los torrentes y avenidas en tranquila y fecunda corriente...
Les ruego me excusen un comentario más prolijo de ambos textos. Tanto por su contenido como por su autor, merecen una lectura detallada de los mismos y a ellos les remito. Pueden hacerlo desde los enlaces de más arriba. Pero puestos a ello, y de perdidos al río, aquí va a continuación el texto completo de las tres conferencias. Disfrútenlas.
Constitución española de 1978
En estas conferencias vamos a tratar de responder a la cuestión capital del problema que nos preocupa y convoca. La Constitución española de 1978, nuestra Constitución, ¿puede ser reformada? Y, en su caso, ¿cómo y para qué? Contestar con el rigor que requiere la importancia del tema, la calidad de la audiencia aquí reunida y el prestigio del foro que nos acoge, exige formular la respuesta desde el plano de los conceptos y las categorías, sin los cuales, sin cuya luz, los datos están ciegos. Sirven tan solo para charlas de café.
Por eso, les ruego que no se desanimen si en esta primera conferencia –sólo en ésta, se lo aseguro– abundan los conceptos doctrinales. Siempre bien pulidos, fríos como el cristal y confío que igualmente transparentes. Solamente a su través puede verse con claridad algo tan confuso como los intentos de reformar la Constitución que hoy abundan en España.
Primero, un concepto, para entendernos sobre qué hablamos: ¿qué es la Constitución? Sin duda, una norma, la norma suprema de nuestro ordenamiento jurídico. ¿Y por qué es suprema? Porque es la obra de un poder, que denominamos poder constituyente, capaz de ordenar el régimen jurídico y, a través del Derecho, la vida política del Estado. La Constitución es así, la vida política en forma. Una forma, la del Derecho, que, para poder de veras formar, se nutre y recibe calor de la propia vida política y social en que se inserta.
Por eso la Constitución no puede tratarse como si fuera un mero reglamento de ascensores o una ordenanza de limpieza urbana, por importantes que ambos extremos sean. La Constitución es algo más y distinto. De los criterios de interpretación que señala el artículo 3 del Código Civil cuando de interpretación constitucional se trata, hay que destacar la finalidad de la Constitución. Su telos, decía Karl Löwenstein. Esto es, la integración de la vida política. De ahí que un constitucionalismo ajeno a la política sea un cascarón vacío, y de vaciedad estamos ya cansados.
Estas son las tres concepciones fundamentales de la Constitución: la normativa, la decisionista y la integradora, y las tres, bien entendidas, deben coincidir. La Constitución es norma suprema como decisión de un poder supremo que trata de dar forma concreta al proceso político, a la vida en común. Uno de los grandes existenciales que articulan la vida humana: el ser con los otros.
Analicemos ahora la reforma de la Constitución en función de estas tres diferentes y coincidentes concepciones, y hagámoslo con el utillaje de las categorías formuladas para el caso por más de un siglo de dogmática. Los españoles parece que, felizmente, hemos superado el nefasto «Que inventen ellos». No caigamos ahora en el opuesto vicio del adanismo, consistente en creer que nos toca descubrir y poner nombre a cuanto ignorábamos. No queramos asombrar al mundo: aprendamos de él.
1.1. Categorías: flexibilidad, rigidez y petrificación
La doctrina ha formulado numerosas categorías en torno a la reforma de la Constitución en cuanto norma y, como siempre que la doctrina ha sido fecunda, lo ha hecho impulsada por los apremios de la practica. La necesidad política –diría Georg Jellinek en una conferencia pronunciada en Viena en 1906 y después publicada en Berlín con el titulo de Reforma y mutación constitucional– es la causa transformadora de las Constituciones. En efecto, a lo largo de la historia, la práctica política ha sometido y somete la Constitución a una tensión entre su función de estabilidad y su ineludible adaptación al cambio social.
Las Constituciones, todas las Constituciones, desde la Antigüedad hasta el día de hoy, se conciben y elaboran para garantizar una zona de seguridad, e incluso aquellas que levantan acta de un cambio radical, por ejemplo una revolución o una declaración de independencia, lo que pretenden es dar estabilidad al resultado de dicho cambio. De ahí la resistencia a su modificación, al cambio del cambio, y de ahí también la consecuente rigidez de las Constituciones revolucionarias e innovadoras: por ejemplo, la nuestra de 1812. La estabilidad es condición indispensable de la seguridad.
Pero, a la vez, para ordenar normativamente el proceso político y tener incidencia en la sociedad, la Constitución deber estar a la altura de su tiempo político y social. La norma, toda norma, incluida la constitucional, sólo norma efectivamente si atiende a la realidad de lo normado. Algo que exige su modificación al hilo del cambio, tanto más en tiempos de acelerado cambio de la sociedad y la política como es el nuestro.
Es necio, y por ello frecuente en estos días, afirmar que cada generación debe protagonizar un proceso constituyente, como si en la inexistente sociedad instantánea, carente de pasado y de futuro, el poder, su organización y control, sus metas y sus límites se reinventaran cada pocos lustros. Lo cierto es lo contrario. Una Constitución que, por secular que sea, no deje de estar viva en la conciencia colectiva, como la de los Estados Unidos, es un poderoso factor material de integración e identificación, incluso intergeneracional, de toda la comunidad política. Por eso, las reformas constitucionales, y no digamos los cambios de Constitución, inevitables cuando son precisos, resultan siempre costosos y erosionan lo que se denomina sentimiento constitucional, esto es, el sentimiento colectivo de que la norma constitucional da forma, y con ello previsibilidad y seguridad, a la vida política. Como el que se desarrolló en España a raíz de la Transición y está en trance de dilapidarse, por el abuso y mal uso que de la Constitución, en ocasiones, se ha hecho y pretende hacerse.
Pero no es menos cierto que la longevidad de una Constitución se debe, en gran medida, a su capacidad para adaptarse a los cambios sociales acontecidos a lo largo de su vida, de manera que no haya sido dique frente al cambio, sino cauce conductor del mismo, capaz, como es propio de un cauce bien diseñado, de convertir los torrentes y avenidas en tranquila y fecunda corriente.
Fue un ilustre victoriano, James Bryce, ennoblecido por sus muchos méritos intelectuales y políticos como vizconde Bryce en 1914, quien en 1901 publicó un pequeño ensayo titulado Constituciones flexibles y Constituciones rígidas, en el que acuñó estas dos categorías seminales de la moderna teoría de la Constitución. Y digo seminales porque en torno a tal dicotomía se han decantado y perfilado otras muchas que permiten dar cuenta de los diferentes supuestos de vida constitucional.
Bryce denominó flexibles aquellas Constituciones cuya modificación es competencia del legislador ordinario de acuerdo con el procedimiento legislativo ordinario, y Constituciones rígidas aquellas cuya modificación requiere procedimientos distintos del ordinario, normalmente más complicados, y la participación de instituciones distintas de las que hacen las leyes ordinarias. Inglaterra y los Estados Unidos, respectivamente, fueron los dos modelos que inspiraron a Bryce. Cuando la Constitución no incluye el supuesto de su reforma, sino que la prohíbe, la Constitución se califica de «pétrea».
La reforma, cualquiera que sea el procedimiento que para la misma se prescriba, puede dar lugar a modificaciones expresas y tácitas o materiales. Las primeras suponen la derogación de un precepto constitucional seguido o no de su sustitución por otro. Las segundas, la introducción de un precepto incompatible con el ya existente y que ni se sustituye ni deroga formalmente, con lo cual resulta un texto no sólo abigarrado sino, en ocasiones, contradictorio, que requiere un esfuerzo suplementario por parte del intérprete, no sólo para aclarar su significado, sino su alcance, sus efectos derogatorios tácitos y la eventual desconstitucionalización de la materia así regulada.
Tales defectos han contribuido a descalificar estas revisiones y se cita como ejemplo la desvalorización que sufrió por ello la Constitución de Weimar, sobrecargada de reformas tácitas. La Ley Fundamental Alemana, como reacción, prohibió expresamente esta técnica de revisión (artículo 79.1 GG [Grundgesetz]). Pero la de los Estados Unidos ofrece la experiencia contraria. Las numerosas enmiendas a la Constitución no han erosionado su prestigio, antes al contrario.
Apliquemos estas categorías a nuestra vigente Constitución. Atendiendo a la clasificación de Bryce, no cabe duda de que la Constitución española vigente es rígida y, en algún supuesto, hiperrígida, aunque nunca pétrea. En efecto, la iniciativa de la reforma corresponde al Gobierno, al Congreso y al Senado y, mediante propuesta a uno de los dos últimos, también a las Asambleas de las Comunidades Autónomas (artículos 166 y 87.1 y 2 CE).
Los artículos 167 y 168 CE prevén dos procedimientos de reforma según la importancia de la misma. Si la revisión es total o si, aun siendo parcial, afecta al Título Preliminar (artículos 1-9), a la sección primera del Capítulo II del Título Primero (artículos 15-29, relativos a los derechos fundamentales) o al Título Segundo (relativo a la Corona), el procedimiento se hace especialmente rígido. Se requiere una aprobación de principio por mayoría de dos tercios en el Congreso y en el Senado, la disolución inmediata de las Cortes y la celebración de elecciones, lógicamente centradas en el proyecto de reforma, a fin de que las Cortes resultantes ratifiquen la opción reformista, estudien el proyecto y la aprueben cada una de las Cámaras por la misma mayoría cualificada también de dos tercios y, después, se someta y apruebe en referéndum popular.
Si, por otra parte, la reforma parcial no afecta a ninguno de los preceptos indicados (artículos 1-9, 15-29 y 56-65), el procedimiento es mucho menos rígido, sin llegar a ser flexible. Se requiere, en primer término, la mayoría de tres quintos de cada una de las Cámaras. Si no hubiera acuerdo entre ellas, Congreso y Senado, por partes iguales, designarán un comité mixto que propondrá a ambas Cámaras un texto que se entenderá aprobado si reúne, al menos, la mayoría absoluta en el Senado y los dos tercios de votos en el Congreso. Si la décima parte de los diputados o de los senadores lo solicitan en el plazo de los quince días siguientes a su aprobación por las Cámaras, la reforma será sometida a referéndum.
La Constitución española, a diferencia de la alemana y la holandesa, no contiene la expresa prohibición de las denominadas reformas materiales o tácitas. Pero en las dos ocasiones en que ha sido revisada, el artículo 13 en 1992 y el artículo 135 en 2011, las modificaciones han sido expresas, añadiendo dos palabras al primitivo artículo 13 y sustituyendo la primitiva redacción del artículo 135 por otra. La claridad en ambos casos es una virtud –tal vez la única– de ambas reformas.
Se denominan revisiones conexas las que pueden afectar a la denominada Constitución sustancial sin atenerse a las exigencias de rigidez del artículo 168 atrás expuestas. Piénsese, por vía de ejemplo, en una reforma del Título V, según el procedimiento del artículo 167, que eliminase todas las formas de responsabilidad política del Gobierno ante las Cortes. ¿Qué quedaría del sistema parlamentario que, como forma de Estado, afirma el artículo 1.3 CE?
En casos tales, podría entenderse que los principios de la Constitución sustancial (en el ejemplo mencionado, el principio parlamentarlo afirmado en el artículo 1.3) tienen vigencia directa. En el resto de la Constitución puede modularse su instrumentación, pero nada más. El parlamentarismo, esto es, la responsabilidad política del Gobierno ante las Cortes, puede instrumentarse de muy diferentes maneras, como muestran el Derecho y la práctica comparados. Sea ante una sola Cámara –como hoy en España– o ante las dos –como en Italia–, puede preverse una investidura del presidente del Gobierno expresa –como hoy en España– o tácita –como en Bélgica–, puede o no exigirse que la moción de censura sea o no constructiva, como lo es en Alemania y en España, aunque no en el resto de los parlamentarismos europeos. Pero, incluso si ninguna de estas instituciones apareciese en la Constitución, el artículo 1.3 exige que la monarquía sea parlamentaria. Esto es, que el Rey reine como prevé el artículo 56, pero que quien gobierne cuente, al menos, con la confianza de la mayoría del Congreso de los Diputados.
El procedimiento es complicado y no le han faltado ni faltan críticas. Sin embargo, tampoco carece de lógica. La Constitución no es pétrea en ninguno de sus extremos. Toda ella puede ser reformada, frente a lo que ocurre en otros países de nuestro entorno, donde la forma de gobierno, se dice, no puede ser objeto de modificación (verbigracia, Francia o Italia). La mayor rigidez prevista en el artículo 168 trata de proteger, frente a improvisaciones y mayorías ocasionales, por grandes que estas fueran, lo que se ha denominado Constitución sustancial, esto es, las decisiones básicas y fundamentales de la Constitución. En el presente caso español: el principio democrático, los derechos fundamentales, la forma monárquico-parlamentaria y el principio autonómico.
La menor rigidez del artículo 167 trata de proteger las restantes leyes de la Constitución que en el momento constituyente fueron el resultado de fuerzas e intereses hoy muy vivos y que no pueden dejarse al albur de una mayoría ocasional, por absoluta que esta fuera. La finalidad principal de la Constitución es la integración del cuerpo político –entiéndase, la integración de los españoles–, y ello se consigue, primero, respetando el criterio de la mayoría; segundo, en extremos capitales como son los constitucionales, cualificando ésta para que sea fruto de un amplio consenso; y tercero, no marginando a las minorías y permitiendo su recurso al referéndum popular. Esto es, siempre, atendiendo a la primacía del principio democrático y garantizando su efectividad mediante la normatividad constitucional. Sin la normatividad, no hay, de veras, democracia. La democracia no es el pueblo gritando en la calle: es el pueblo debatiendo y votando en el foro.
Ahora bien, al margen del fundamento lógico de la rigidez, lo cierto es que la reforma de la Constitución siempre ofrece dificultades procedimentales y tiene implicaciones políticas imprevisibles e incontrolables. Iniciado el proceso de reforma, es fácil convertirlo en constituyente y abrir la abismática caja de Pandora. De ahí que si, como antes dije, la necesidad política fuerza la reforma constitucional, con frecuencia la prudencia política ha buscado y propiciado alternativas «silentes» a la revisión formal del texto de la Constitución. Unas alternativas cuya fuerza creadora las ha convertido en uno de los principales motores de la evolución constitucional. En efecto, si los procesos constituyentes, desde el de Filadelfia en 1787 a la actualidad, han sido piedras miliares en la historia constitucional, no debe olvidarse que los exponentes más granados del moderno constitucionalismo, desde el parlamentarismo decantado en Westminster hasta el federalismo cooperativo, son fruto de la acumulación de prácticas y acuerdos convencionales. Veámoslo a través de nuevas categorías.
1.2. Categorías: elasticidad, revisiones y mutaciones
Si el constitucionalismo británico legó a la Teoría de la Constitución las categorías de flexibilidad y rigidez, su otro gran hontanar, la dogmática continental, acuñó las de revisión y mutación de la Constitución. La primera supone la modificación de los textos constitucionales producida mediante actos voluntarios a través de los cauces constitucionalmente previstos al efecto, mientras que la mutación consiste en una modificación del significado de los textos sin cambiarlos formalmente.
Pero fue un ilustre jurista italiano, Luigi Rossi, quien sacó a luz otra categoría: la de las Constituciones elásticas, entendiendo por tales aquellas cuyas formulaciones, verdaderos epígrafes de otros tantos capítulos del ordenamiento, permiten muy diversos desarrollos, y claro está que, cuanto más elástica es una Constitución, menos urge reformarla para adaptarla a los cambios sociales y políticos: es lo que algunos constitucionalistas actuales llaman apertura constitucional. De ahí la utilidad de los acuerdos y silencios apócrifos que permitieron a los autores de la vigente Constitución, primero, superar conflictos que entonces parecían insalvables y dejar que la interpretación jurisprudencial, e incluso la fuerza normativa de los hechos, dieran a luz soluciones hoy comúnmente aceptadas por los principales actores del proceso político.
La dogmática de la mutación –de la que la costumbre constitucional tematizada por la doctrina francesa es pálido reflejo–, obra principal, aunque no exclusiva de los juristas alemanes –desde Paul Laband a Konrad Hesse– se concreta fundamentalmente en tres extremos: la causa, el contenido y los límites de la mutación.
Atendiendo a lo primero, las mutaciones pueden ser heterónomas o autóctonas (y digo autóctonas, y no autónomas). Las primeras son las que se producen por la inserción de la Constitución estatal en otro ordenamiento jurídico. El supuesto paradigmático de ello es la integración del Estado en una estructura federal: tal fue el caso de los miembros de los Estados Unidos de América al pasar de la confederación a la federación y los del Reich alemán en 1870. Así lo analizó la doctrina de uno y otro país, y son evidentes las influencias reciprocas. Y, en cierta medida, aunque en mucho menor grado, ha ocurrido con el ingreso de España en la hoy Unión Europea y el consiguiente fortalecimiento del Gobierno y del Poder Judicial frente a las Cortes, como en su día mostrara Santiago Muñoz Machado.
Las mutaciones autóctonas, al decir de Jellinek en la ya citada Reforma y mutación constitucional, se producen, fundamentalmente, por cinco vías, y en sus treinta y ocho años de vigencia, nuestra Constitución, en apariencia inmutable e inmutada, ha recorrido casi todas ellas.
Primero, la hiperactividad de una institución, tanto política –que lleva a la expansión de una competencia– como normativa, cuando se trata de desarrollar un precepto constitucional «elástico» –y cabe hacerlo en diferentes sentidos– sin violar la Constitución. Así, los mensajes regios a las Cortes, a otras instituciones y al pueblo, rutinarios en ocasiones y de especial relevancia en otras, no contemplados en el elenco de la competencias regias del artículo 62, se han introducido mediante una práctica constante y la Ley de 28 de diciembre de 1978 y la normativa que la ha sucedido convirtió la rotunda expresión del artículo 62 h), relativa al mando supremo del Rey sobre las Fuerzas Armadas, en un mando eminente, aunque en la práctica no menos efectivo, como se demostró con ocasión de la crisis del 23 de febrero de 1981.
Segundo, la correlativa inactividad de una institución o el abandono del ejercicio de una competencia que produce su desuetudo, esto es, en su prescripción extintiva, supuesto que todavía no se ha dado en nuestra vigente Constitución.
Tercero, el cambio de significado de los propios términos de la Constitución. Las alteraciones y modificaciones semánticas de cualquier lenguaje a través del tiempo son un fenómeno bien conocido; pero, en el campo que nos ocupa, lo que importa destacar es el cambio de significado de determinados términos producido merced a lo que Jürgen Habermas denomina proceso público de debate y elaboración sobre ellos, y que influye decisivamente en la jurisprudencia y la legislación.
Así, las Leyes 9/1985, de 5 de julio, y 2/2010, de 3 de marzo, y 13/2005, de 1 de julio, alteraron el significado de los términos «vida» y «matrimonio» de los artículos 15 y 32.1 de la Constitución al despenalizar primero y ampliar después los supuestos de interrupción voluntaria del embarazo y legalizar el matrimonio homosexual. A mí me parece un error tratar de justificar o de impugnar tales leyes sobre la base de una interpretación literalista de los respectivos artículos de la Constitución citados, porque la realidad es que la letra de dichos artículos ha cambiado de significado desde 1978 hasta hoy a lo largo de un intenso debate público. Las leyes citadas se hicieron eco en lo esencial de ello y su aceptación por parte de todas las fuerzas políticas, incluidas las que a ellas se opusieron, una vez pulsado el sentir de sus electorados, así lo demuestra.
Cuarto, la interpretación jurisprudencial de la Constitución, y de ahí la importancia de la doctrina de las jurisdicciones constitucionales. Así, la interpretación jurisprudencial ha extendido al empleo público el derecho de acceso al ejercicio de funciones y cargos públicos enunciado en el artículo 23.2 CE.
Quinto, el acto colectivo o unilateral de una institución o fuerza política, aceptada por todos los restantes actores del proceso político que da lugar a una convención, regla que rige la práctica política.
Los acuerdos autonómicos de 1981 y 1992 modificaron radicalmente el modelo territorial del Estado y fueron con razón calificados de mutación constitucional, supuesto de convención por consenso, un fenómeno normal en la práctica constitucional anglosajona y germánica sobre el que volveré en mi tercera y última conferencia.
1. 3. Categorías: los límites a la reforma
En la revisión constitucional cabe distinguir entre límites heterónomos, esto es, impuestos desde fuera de la Constitución, y límites autóctonos, nacidos de la propia Constitución. Es claro que los límites heterónomos no pueden ser removidos por el propio poder de revisión constitucional. Técnicamente, los límites autóctonos sí pueden serlo a través de una revisión múltiple que, primero, flexibiliza la propia cláusula de reforma y, después, acomete la reforma antes impedida o dificultada. Ahora bien, desde una perspectiva dogmática, hay que partir de la idea fundamental en el moderno derecho público de que, en un Estado de Derecho, toda potestad está delimitada por su contenido y por su fin. La potestad de revisar la Constitución, lo que en su día se denominó poder constituyente constituido, está ordenada a un fin y limitada en atención al mismo, y sería contrario a este fin y desbordaría sus límites ejercerla de tal modo que excediera los límites que la configuran. Los límites procedimentales establecidos en el Título X no pueden ser suprimidos en virtud de las propias cláusulas del Título X para fines distintos de los que en él se establecen. Y, desde una perspectiva práctica, la unidad intencional de ambas reformas e, incluso, su inmediatez temporal, permitiría calificar de fraudulenta la operación.
Desde una perspectiva dogmática, no cabe afirmar unos valores supraconstitucionales no positivos, inmunes a la revisión constitucional. Pero no es menos evidente que, recurriendo a un ejemplo famoso, por muy flexible que sea la Constitución británica, no cabe concebir que una ley del Parlamento pueda transformar el Reino Unido en una Republica Soviética. Como dijera el ilustre Georges Vedel, no existe una superconstitucionalidad, pero sí una jerarquía interna a cada Constitución que ha permitido calificar como inconstitucionales determinadas revisiones de la Constitución, es decir, aquellas reformas correctas en cuanto al procedimiento, pero que desvirtúan la Constitución positiva, esto es, la decisión constituyente fundamental. Este concepto acuñado en su día por Carl Schmitt y que ya es canónico en el Derecho Constitucional europeo, se concreta hoy en el núcleo identitario de la Constitución.
El valor de identidad está hoy en alza en el constitucionalismo comparado y así lo ha reconocido el propio Tratado de Lisboa de 2006 en su artículo cuarto como límite absoluto a las competencias de la Unión. Ahora bien, la identidad constitucional así valorada no se reduce a las estructuras formales de la Constitución, con ser esto sumamente importante, ni a los derechos fundamentales en ella reconocidos, porque su feliz universalización les ha privado de su capacidad identificadora. Como ha puesto de relieve la jurisprudencia constitucional comparada de los Estados miembros de la Unión, la del Consejo Constitucional Francés, así como las de los Tribunales Constitucionales alemán, checo y polaco, la identidad nacional se refiere a la del Estado como tal Estado y a la identidad social que late y da sentido a la Constitución.
La alternativa entre inmutabilidad o revisión deja de ser técnico-jurídica para ser eminentemente jurídico-política. Hay reformas constitucionales que, por muy correctas que sean formalmente, suponen la destrucción del orden constitucional. ¿Cuáles y por qué? Es claro que suprimir en España el Tribunal de Cuentas (artículo 136 CE) puede ser un error, pero no afecta a las opciones fundamentales de la Constitución, y que, sin embargo, la supresión de la economía de mercado prevista, con todos los matices que se quieran, en el artículo 38, o la proclamación de la república, incluso por el procedimiento del artículo 168, sí lo harían.
¿Por qué? Por –y aquí abordamos la segunda perspectiva atrás enunciada– la concepción decisionista de la Constitución. La Constitución no es, en realidad, la decisión de un constituyente incondicionado. Es fruto de una codecisión, de un pacto entre múltiples actores y sujetos constituyentes; lo que Ferdinand Lassalle, en una famosa conferencia pronunciada en Berlín en 1862 y que parece hecha para los españoles de hoy, denominó «fragmentos de Constitución», esto es, factores de poder. Ese pacto versó sobre la Constitución positiva, es decir, sobre ciertos elementos: la forma monárquico-parlamentaria del Estado, los derechos fundamentales, la personalidad diferenciada de determinados pueblos de España, elementos que son políticamente indisponibles unilateralmente. El cumplimiento, desarrollo e interpretación de lo pactado no puede quedar al arbitrio de una de las partes sin destruir el pacto todo.
Los límites a la mutación constitucional no pueden ser formales, dado el carácter «silencioso» de la mutación y su dependencia de un consenso tácito, cuando no expreso, en el supuesto convencional atrás expuesto. Desde Paul Laband a Konrad Hesse, los tratadistas de la cuestión han venido a coincidir tanto en la inadmisibilidad de una mutación mediante actos normativos expresamente contrarios al texto constitucional, como en reconocer que son las fuerzas políticas y sociales en presencia y el proceso público a que dan lugar lo que determina el alcance de la mutación. En todo caso, no puede alterarse, mediante mutación, la Constitución positiva (Carl Schmitt) o sustancial (Costantino Mortati, Pablo Lucas Verdú) cuya expresión normativa constituye el núcleo identitario de la misma. Su modificación, tanto mediante revisión como mediante mutación, no es una reforma constitucional, sino la destrucción de la Constitución y del pacto político que lógicamente subyace a ella.
2. El contexto político: la experiencia de 1978
En efecto, toda Constitución es un pacto, al menos tácito, y tal fue el caso de la nuestra en 1978. En eso consistió y consiste el consenso: en el pacto. El lastre, no siempre negativo, de las nociones que el ilustre decano de la Universidad de Burdeos, Léon Duguit, calificó de «metafísicas» ha permitido ocultar estas raíces pactistas de la Constitución bajo fórmulas rotundas como la que inicia nuestro texto de 1978 («La Nación española […], en uso de su soberanía […]», y el Tribunal Constitucional ha afectado creérselo. Ese es el peligro de las expresiones simbólicas en cualquier tipo de lenguaje, en el jurídico como en el teológico, de gran valor intencional y consiguiente utilidad si se saben interpretar, pero muy perturbadoras si de referentes intencionales se tornan en descripciones supuestamente fisicalistas.
El consenso de que tanto se precia, y con sobrada razón, nuestra Constitución fue un pacto de unión de voluntades. La soberanía y su obra constituyente es el resultado de esa unión y, como todo pacto, su alteración no puede quedar al arbitrio de una de las partes. Es decir, la Constitución consensuada solamente puede ser revisada por consenso y su desarrollo exige también un alto grado de consenso.
Nuestra historia constitucional ha girado desde Cádiz en torno a cuatro grandes y conflictivas opciones: entre monarquía y república, entre confesionalidad y laicismo, entre liberalismo y socialismo, entre centralismo y autonomismo e, incluso, secesionismo. El pacto de 1978 pretendió, y en gran medida consiguió, cancelar los cuatro conflictos mediante cuatro decisiones consensuadas, es decir, pactadas. La opción en pro de la monarquía parlamentaria (artículo 1.3); la opción en pro de la libertad religiosa de los individuos y de las confesiones tanto en el ámbito público como en el privado, según reconocen los instrumentos internacionales (Pactos de Naciones Unidas, Convención Europea, Carta de la Unión Europea) a los que se remite el artículo 10 CE a la hora de interpretar los derechos reconocidos en el Título II y la aconfesionalidad amistosa del Estado, con especial referencia a la cooperación con la Iglesia católica (artículo 16.2 CE); la opción en pro del Estado social y democrático de Derecho, que une a los derechos fundamentales los sociales a cargo de prestaciones de los poderes públicos (artículo 1 y Título I); y la opción en pro de las autonomías de nacionalidades y regiones (artículo 2 y Disposición Adicional Primera). La revisión de tales extremos contenidos en los Títulos Preliminar y I de la Constitución requiere un amplísimo consenso político, plasmado en el artículo 168.
Pero no sólo un consenso político, a poder ser más amplio aún que el consenso constituyente, sino, también, un consenso técnico. Es decir, las fuerzas políticas y sociales, lo que Ferdinand Lassalle denominó «fragmentos de Constitución», deben consensuar no sólo la necesidad de la revisión constitucional, sino sus extremos y fórmulas. No basta con estar de acuerdo en reformar el Senado, sino que hay que acordar su composición y qué funciones debe tener. No basta con estimar superado nuestro actual sistema electoral, sino decidir de consuno cuál ha de ser su sustituto, si proporcional o mayoritario, si de una o doble vuelta, cuál ha de ser la circunscripción electoral, si las listas deben abrirse de una u otra manera, etc. Extremos sobre los cuales el consenso está aún por construirse. Y conseguirlo requiere no sólo voluntad política, sino un cierto caudal de conocimientos, porque ya decía el joven Marx que jamás a nadie le ha sido de provecho la ignorancia. Un terrible vacío que los votos no bastan a llenar.
3. Los errores a evitar
A la hora de repetir la operación constituyente hay que evitar tres peligros. Primero, huir de los falsos dogmas. Por poner un ejemplo, la separación de poderes tal como parece entenderse hoy en España: la falta de comunicación entre las altas instituciones del Estado y la crítica a su imbricación, olvidando que la esencia del parlamentarismo consiste en el gobierno de quien cuente con la mayoría de la Cámara.
La verdadera separación y, en consecuencia, el equilibrio y el control entre los poderes, decía Georges Vedel, no puede darse entre el Gobierno y la fuerza política que lo apoya, sino entre el Gobierno y la oposición, que debe ser respetada y escuchada como un verdadero poder del Estado.
Por otro lado, aún más fundamental es la independencia del poder judicial respecto de ese poder ejecutivo y legislativo nacido de las urnas, una independencia que niegan esas fuerzas políticas que pretenden sintonizar la administración de la justicia y los jueces con su propia ideología, cuya victoria dan ya por supuesta: un marcar el paso, «allgemeine Gleichschaltung», decían los nazis en 1933.
Y, en todo caso, la separación no es incomunicación, sino respeto de las respectivas competencias. Es evidente que el presidente de los Estados Unidos, donde la separación de poderes es principio fundamental, tiene una relación fluida con el presidente de la Reserva Federal, con el del Tribunal Supremo y con el del Congreso, y no digamos con el del Senado, que es su propio vicepresidente. En la España de hoy no falta separación de poderes: lo que falta es fecunda cooperación entre los mismos y, si ustedes hacen memoria, podrán recordar muchas pruebas de lo que digo y comprenderán que, para sacar adelante no ya la reforma constitucional, sino su mutación e, incluso, cualquier mejora institucional como las que en estas conferencias sugeriré, lo primero que hay que hacer es restablecer el diálogo entre las instituciones políticas, y entre estas y la sociedad.
Segundo, es preciso evitar la creencia en la magia constitucional. Esto es, la confusión entre el «deber ser» que una Constitución normativa proclama y el «ser» mismo de las cosas, de manera que basta enunciar aquél para producir éste. Como si, por ejemplo, la corrupción pudiese erradicarse con una declaración constitucional en vez de con mejores leyes procesales, o que la declaración constitucional del derecho al trabajo bastase para crear empleo y la falaz ilusión de tratar de remediarlo, si ello no se produce, enfatizando la declaración o, como está de moda decir ahora, blindándola Las campañas electorales, ricas en programas emergentes, ofrecen abundantes casos de tamaña confusión.
Por último, es preciso huir de la tiranía de los conceptos. Al principio de esta conferencia insistí en la utilidad de las categorías para el análisis de la realidad, en nuestro caso de la realidad jurídico-política, y no me desdigo ahora de ello. Pero señalo que lo útil para analizar la realidad puede ser embarazoso a la hora de construirla. Cuando, por ejemplo, se pretende diseñar una estructura territorial del Estado que se ciña al cuerpo político como la piel al músculo, lo importante es conseguir tal efecto, y no quedar prendido en su calificación de unitario, autonómico, federal o confederal, porque el árbol eterno de la vida, siempre verde y dorado, no se deja prender en la teoría, siempre gris. La teoría, como la intendencia, vendrá siempre detrás.
En la conferencia de ayer puse de relieve que la reforma constitucional, sin duda posible, requiere ciertas formalidades y un contexto político adecuado. Señalé cómo, precisamente por su dificultad y eventual peligrosidad, la práctica comparada ha decantado formas «silentes» de revisión constitucional que permiten adecuar los viejos textos a las nuevas necesidades políticas y sociales, sin acudir a una revisión formal y explícita de la Constitución. Y señalé también que ambas vías de revisión constitucional, la reforma y la mutación, tienen sus condiciones y sus limitaciones.
No cabe duda de que el funcionamiento de muchas de nuestras instituciones políticas y administrativas da muestras de un prematuro envejecimiento. Los expertos en economía institucional han puesto de manifiesto los efectos disfuncionales que ello tiene en el crecimiento económico, en la erradicación de la pobreza y en la promoción de la igualdad. Sirva de ejemplo el reciente y sugestivo libro de Carlos Sebastián, España estancada, subtitulado Por qué somos poco eficientes (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2016). Y a los malos efectos económicos habría que añadir algo más grave: el corroedor malestar ético y estético que caracteriza nuestra vida pública y, por ósmosis, aun la privada.
Ahora bien, si no parece discutible que ciertos extremos de nuestro sistema político son más que perfectibles y la reforma constitucional no resulta fácil, es lógico, precisamente para obviar dificultades, acotar el campo a que debe ceñirse la reforma. Primero, porque, en efecto, no todas las reformas institucionales convenientes, e incluso necesarias, han de ser reformas de la Constitución. Segundo, porque un mínimo de prudencia política aconseja que muchas de las modificaciones propugnadas deban acometerse paso a paso, por vía de ensayo y error, mientras que las reformas formales del texto constitucional, tal como en la anterior conferencia las calificamos, han de tener vocación de permanencia. Tercero, porque no todas las modificaciones de relieve constitucional caben en el mismo momento político y, por tanto, no deben, si han de llegar a buen término, plantearse al mismo tiempo.
De ahí que de la reforma constitucional que pretende acometerse ya deberían excluirse: 1) Aquellas reiteradamente propuestas y cuyo análisis riguroso demuestra su improcedencia e, incluso, inconveniencia; 2) Aquellas otras que pueden llevarse a cabo a través de leyes y convenciones sin necesidad de tocar el texto constitucional; 3) las que, en fin, pudieran ser convenientes pero no están todavía maduras para acometerse con éxito. Ello permitiría acotar, cuanto más mejor, el objeto de las reformas que debieran llevarse a cabo en la legislatura que ahora tendría que haber empezado, o en la que parece inminente, y cuáles serían las vías a seguir para ello.
Con respecto a 1), dos son los extremos a considerar como reformas innecesarias e inconvenientes: la de la parte dogmática y la de la sucesión de la Corona. En la primera han insistido los programas electorales de varios partidos; la segunda fue planteada en la consulta que el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero hizo al Consejo de Estado en el año 2005, que dio lugar a un voluminoso estudio del Alto Cuerpo en 2006.
A mi juicio, es preciso excluir de un programa sensato de revisión constitucional aquellas reformas que pretenden entregarse a lo que en la anterior conferencia denominé magia constitucional. Esto es, la errónea e ingenua creencia en que la formulación, cuanto más enfática mejor, de un enunciado constitucional produce, por sí solo, efectos en la realidad. Un ejemplo caricaturesco de ello lo dio aquella república bananera que, a fin de incrementar la productividad de sus territorios fríos, muy inferior a la de los territorios cálidos, declaró, en la Constitución, cálido a todo el territorio nacional. Pero no le andan a la zaga quienes pretenden crear empleo mediante la enfatización del derecho constitucional al trabajo, ya declarado en el artículo 35 CE, o incrementar el nivel de la sanidad haciendo otro tanto con el derecho a la salud, ya proclamado en el artículo 43 CE. Para dar aparente rigor a la propuesta se reclama blindar tales derechos sociales, equiparándolos a los denominados derechos fundamentales. Exorcizar tal disparate requiere ciertas precisiones.
La parte dogmática fue la más difícil a la hora de redactar el texto de 1978, y ello es natural. Era preciso buscar un equilibrio entre valores asimétricos, expresados en términos de suyo polémicos y cargados de afectos, y aun de pasiones. El trance fue duro, pero el resultado no ha sido malo y ello solo bastaría para pensarse dos veces su reforma. Pero, además, militan contra ella argumentos de fondo. En la historia de los derechos fundamentales, a la que mi amigo y camarada de ponencia constitucional Gregorio Peces Barba dedicó muchos y meritorios esfuerzos, cabe distinguir varias generaciones. Veámoslas.
Una primera, propia del constitucionalismo liberal, que comprende los clásicos derechos límite, primero frente a los poderes públicos, después inter privatos, como son, por ejemplo, la libertad de conciencia, la inviolabilidad del domicilio y la libertad de movimiento; los derechos oposición, como la libertad de expresión o de reunión; y, en fin, los derechos de participación. Una segunda generación de derechos sociales, esencia del Estado social proclamado en el artículo 1.1 CE, que son otros tantos créditos a satisfacer por los poderes públicos mediante las consiguientes prestaciones sociales. Y una tercera, e incluso cuarta, generación de derechos a cuya realización no basta una prestación pública, sino toda una serie de políticas públicas. Piénsese, por ejemplo en el derecho al medio ambiente.
Los constituyentes de 1978 comprendimos que no cabe garantizar de igual modo la inmunidad personal que el acceso universal a la cultura. Para lo primero basta una técnica simple de protección al titular del derecho lesionado. Lo segundo requiere la puesta en práctica de un haz de políticas públicas, tanto de fomento como de servicio público, presupuestariamente cuantificadas y dotadas, algo que no cabe hacer en una Constitución. La experiencia comparada demuestra que colocar al mismo nivel todos estos derechos no lleva a elevar la garantía de todos ellos al superior nivel, sino a convertir todos en meras declaraciones de intenciones. Equiparar el derecho a la vivienda con la libertad de conciencia no beneficia al primero, que seguirá pendiendo de opciones técnico-políticas y económicas muy diferentes y de recursos siempre limitados, pero debilita las garantías del segundo, que sólo requiere, si acaso, medidas de policía. La comparación de la suerte de la ambiciosa Carta Social Europea de 1961, frente a la de la más austera Convención Europea de 1950, partes ambas de nuestro ordenamiento, debe bastar para ilustrar lo dicho.
No puede ignorarse que novísimas tendencias doctrinales propugnan la igualación de las garantías de los derechos sociales con las libertades públicas y que algunas Constituciones iberoamericanas, como la de Colombia, y la jurisprudencia de algunos países del área han seguido tales criterios, sin que la realidad de su Estado social haya alcanzado las cotas de que goza el nuestro.
Por ello, siguiendo los más acreditados precedentes del constitucionalismo contemporáneo, los autores de la Constitución de 1978 distinguimos entre derechos fundamentales y libertades públicas, de una parte, y principios rectores, de otra. Ambos vinculantes para todos los poderes públicos, pero solamente los primeros tutelables directamente por los tribunales, y exigibles los segundos únicamente de acuerdo con las leyes que los desarrollen (artículo 53 CE).
La ignara demagogia, dominante en gran parte de la opinión pública, lleva años recreándose, al alimón con los sectores más reaccionarios e involucionistas de la escena política, en negar la eficacia normativa de la Constitución, señalando la inanidad de los principios rectores para cambiar la realidad socioeconómica en tiempos de crisis. Y la no menos ignara demagogia política ha llevado a la propaganda electoral la propuesta de blindar los hoy principios rectores como derechos fundamentales. Una expresión sin sentido, porque si se trata de un blindaje jurídico, los derechos fundamentales ya lo están en cuanto a su contenido esencial y desarrollo legal (artículo 53 CE), sin que, por ejemplo, toda protección paisajística (artículo 45 CE) debiera hacerse mediante Ley Orgánica y pueda precisarse con carácter general cuál es el contenido esencial del derecho al paisaje.
Y, si se trata de un blindaje económico, ello dependería de los presupuestos y estos, a su vez, de los recursos disponibles y de las prioridades del momento, algo que la Constitución no puede ni precisar ni prever. Se generan así ilusiones llamadas a convertirse en decepciones que erosionarán el prestigio de las instituciones constitucionales y el sentimiento constitucional.
En consecuencia, a mi juicio, la parte dogmática de la Constitución, tan laboriosamente gestada, tan ampliamente interpretada por la jurisprudencia constitucional y ordinaria, y completada por la normativa internacional a que se remite en su artículo 10 la propia Constitución, no debe ser reformada. El incremento de su eficacia no depende de su más enfática reformulación, ni de su «blindaje», sino de determinadas políticas a implementar a medio y largo plazo, cuya concreción depende de factores múltiples, principalmente técnico-sanitarios, demográficos y económicos, y de los recursos disponibles. La Constitución puede señalar tales metas y, en consecuencia, orientar tales políticas; pero concretarlas y ponerlas en práctica corresponde al legislador y al Gobierno determinado por la mayoría democrática de cada momento.
Pero no quiero dejar pasar la ocasión de dar mi opinión sobre lo que la mayoría democrática de cada momento debe, en todo caso, hacer. El Estado social es el Estado en que los poderes públicos, de acuerdo con el artículo 9.2 de la Constitución, asumen la tarea de hacer efectivas la libertad y la igualdad ciudadanas removiendo los obstáculos que dificulten su realización. Los poderes públicos han de asumir lo que la doctrina, especialmente la alemana, denominó «procura existencial», esto es, proporcionar a quienes carecen de un ámbito vital de dominio que les permita hacer realidad los derechos fundamentales el ámbito vital efectivo indispensable para ello.
Sin el Estado social, un Estado social que quizá no pueda ser opulento y que en ningún caso debe ser dilapidador, sino austero, y que siempre debe ser justo, es imposible mantener a la altura de nuestro tiempo un Estado democrático de Derecho. Sin derechos sociales no hay a medio plazo ni libertades públicas ni alternancia democrática, porque eso sólo es posible dentro de una comunidad solidaria, y cuando ésta se escinde en dos, los que tienen y los que no tienen, perece la democracia. Todo ello requiere una fiscalidad que no inhiba el desarrollo de la economía y un sector público cuya eficacia sea motor de la misma.
En cuanto a la reforma del artículo 57, relativo a la sucesión de la Corona para eliminar la cláusula de varonía, esto es, la prevalencia de la sucesión masculina, una reforma justa y que, sin duda se hará en el futuro, me parece, hoy, innecesaria e inoportuna. Me explico. La igualdad de género es una meta que, afortunadamente, comparten todas las fuerzas políticas y sociales españolas; se trata de un imperativo de nuestro Derecho positivo sobre la base del artículo 14 CE y su promoción es una exigencia del Derecho internacional, integrado ya en nuestro ordenamiento. Si aún queda mucho por hacer, especialmente en el campo de la educación, para que la igualdad, más allá de la retórica y las formulas tópicas, sea real y espontánea, es evidente que, gracias a la apasionada presión feminista, se ha avanzado sensiblemente en este campo y la situación española no se aleja de la media europea. La eliminación de la cláusula de varonía en el artículo 57 será un paso más de un alto valor simbólico en la buena dirección. Pero nada más que simbólico y, por valiosos que sean los símbolos, sería lamentable que el símbolo contribuyera a ocultar la realidad. En efecto, en un país donde, a más de notables desigualdades de oportunidad por razón de género, se asesina por violencia machista más de una mujer a la semana (cincuenta y siete en 2015; cincuenta y cuatro en 2014; según las estadísticas más prudentes, mas de quince en lo que va de año), no parece muy lógico hacer de la igualdad de derechos sucesorios a la Corona el desiderátum de una política de género. Una política a la que, insisto, no puede renunciarse a la altura de nuestro tiempo, pero que sería grave frivolizar. Máxime cuando el supuesto sucesorio parece felizmente muy lejano y, más que probablemente, asegurado en favor de un mujer.
La reforma no es, por tanto, urgente. Pero su coste es desproporcionadamente alto. Porque el artículo 57 se encuentra situado en el Título II de la Constitución, cuya reforma, como expliqué en la primera de estas conferencias, exige el procedimiento reforzado del artículo 168: una mayoría de dos tercios en el Congreso y en el Senado, disolución de las Cámaras, repetición de la mayoría reforzada en las nuevas Cámaras y referéndum nacional. ¡Un procedimiento harto complejo y costoso para una reforma que no apasiona a la opinión pública! Pero que, precisamente por eso, daría pie en las Cámaras y en la calle, ante las elecciones y el referéndum, y en el seno de los propios partidos políticos con una noble tradición republicana felizmente sacrificada en aras del consenso constitucional, a poner en tela de juicio la monarquía parlamentaria como forma de Estado. No creo que el resultado fuera bueno ni para las fuerzas políticas, ni para las instituciones constitucionales, ni para la estabilidad política de nuestro país. Quien no lo vea así, debe de estar ciego y sabido es que los dioses ciegan a quienes quieren perder. Pero lo peor es que la perdición es mas difusiva que contagiosa la ceguera.
Que el Gobierno, en su ya citada consulta de 2005, señalara esta reforma como prioritaria fue un error; que el Consejo de Estado no subrayara su inoportunidad, otro. Sería conveniente no insistir en el tercero.
No menos innecesaria y, por tanto, perjudicial sería la por muchos reclamada Ley Orgánica de la Corona, que racionalice su actividad político-constitucional, esto es, que detalle jurídicamente su forma de actuar y los contenidos de su actuación. En efecto, hay cláusulas generales relativas a la Corona, como las dos famosas de «arbitrar» y «moderar» del artículo 56 CE, conceptos jurídicos indeterminados, categoría bien conocida por los juristas, cuya falta de explicitación remite a la práctica, y es que solamente la práctica, en cada situación concreta, puede darles contenido. Cuando un clásico de la materia, como el Libro Blanco belga de 1949 sobre las competencias regias abordó la cuestión, se remitió a la práctica.
En este punto, la práctica española ha sido prudente y silente como es debido, pero efectiva. El protagonismo internacional de don Juan Carlos I fue evidente y dio contenido a una expresión tan genérica como «la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de la Comunidad Hispánica» (artículo 56.1 CE) y la ejemplar intervención regia de don Felipe VI en la promoción de una mayoría parlamentaria para un Gobierno estable revela cuánto contenido puede llegar a tener el término «arbitrar».
El gran teórico y apóstol de la racionalización constitucional de la política en los años veinte y treinta del pasado siglo, Boris Mirkine-Guetzévitch, denunció, al final de su vida, los peligrosos excesos a que había llegado la racionalización en el constitucionalismo de la segunda posguerra. No caigamos los españoles en la tentación de estar, un vez más, a la penúltima moda, a la moda que ya pasó.
Por lo que respecta a 2), el segundo grupo atrás enunciado, esto es, el de aquellas reformas e innovaciones institucionales que no requieren una revisión constitucional, es el más numeroso. Tal es el caso del sistema electoral, de la administración de justicia o de la democratización y moralización de los partidos.
En cuanto al primero, hay que comenzar reconociendo las virtudes del sistema establecido por el Real Decreto-ley de marzo de 1977, prácticamente reiterado por la vigente Ley Orgánica del Régimen Electoral General de 1985. Permitió pasar de la miríada de formaciones políticas, con razón denominada «sopa de letras», a unos pocos, grandes y sólidos partidos, homólogos a los existentes en las democracias de nuestro entorno. Garantizó, por primera vez en nuestra historia política, unas elecciones limpias de resultados no discutidos. Y aseguró una representación plural a través de todo el territorio español. La opción de la provincia como circunscripción electoral, la representación proporcional y la judicialización de la administración y del contencioso electoral fueron los resortes que sirvieron para obtener tal resultado, históricamente feliz, aunque su concreción hoy resulte anacrónica y tales fueron las bases del sistema, constitucionalizadas en el artículo 68 CE.
Sin duda, dichas bases pueden ser modificadas por el procedimiento sencillo del artículo 167 CE, pero las alternativas no son fáciles. La sustitución de la provincia por la Comunidad Autónoma como circunscripción electoral favorecerá a las fuerzas políticas nacionalistas y regionalistas, e incluso fomentará su constitución allí donde no existen en perjuicio de las formaciones políticas estatales, y no es esa la meta que la experiencia española y comparada parece hacer más deseable. Y la opción por circunscripciones más pequeñas, por ejemplo, los distritos uninominales, plantea grandes dificultades técnicas y sugiere la amenaza del peligroso diseño de circunscripciones a medida de la mayoría política deseada por el diseñador, siempre sometido a sospecha. Por último, la sustitución del sistema proporcional por el mayoritario, pese a lo que se aprende con un lectura superficial de las obras de Maurice Duverger, no favorece una representación más plural, como demuestra la experiencia comparada. Baste pensar en el Reino Unido.
Ahora bien, respetando tales bases –circunscripción provincial, sistema proporcional y control judicial–, es posible y deseable –subrayo ambos términos– optar por fórmulas electorales distintas. Digo deseable, porque lo que en 1977 era imprescindible, esto es, simplificar las ofertas políticas en un sistema de pocos, grandes y sólidos partidos, y conducir hacia ellos las opciones del electorado, hoy se ha trasformado en el sometimiento del electorado a las decisiones de los gerifaltes partidistas mediante el régimen de listas completas, cerradas y bloqueadas. Hace años, Alfonso Guerra, a quien no seré yo quien reste méritos en el proceso de la Transición, declaró incompatible el cinematógrafo con el buen funcionamiento del partido con la admonitoria frase «el que se mueva no sale en la foto» y, llevado de su conocido estro poético, el presidente José María Aznar dijo: «Soy el único gallo del corral». Lo que fue bueno en su origen, al petrificarse se putrefactó o, en el mejor de los casos, se hizo fósil: litopedion, como le ocurre al feto que tarda demasiado en ver la luz.
Y digo posible porque, respetando las bases constitucionales del sistema, atrás señaladas, las listas de candidatura pueden desbloquearse y abrirse, incluso combinarse mediante un sistema de «mixtión»: la ley d’Hont puede sustituirse por otro sistema y, aun manteniéndola, cambiar el mayor resto por el menor a la hora de atribuir el último escaño en disputa; se puede, si se prefiere, otorgar un plus de escaños a la candidatura más votada para asegurar un resultado que facilite la gobernabilidad, o introducir una segunda vuelta entre las dos candidaturas más votadas. Puede hacerse más proporcional el escaño con el número de votos en las diferentes circunscripciones. E incluso un sistema inspirado en el alemán de doble voto a partidos y candidatos, como ha propuesto alguno de los partidos emergentes en la última campaña electoral, no exigiría cambiar el artículo 68 CE.
Por último, es preciso corregir, sin modificar la Constitución, los artículos 163 y 180 de la Ley Orgánica del Régimen Electoral General, que arrastran de la primera Ley 39/1978 de Elecciones Locales, el disparate de proyectar el sistema electoral diseñado para la formación del Congreso de los Diputados en las elecciones municipales, incluidas las de los pequeños municipios. Para todo ello basta con reformar la Ley Orgánica 5/1985 del Régimen Electoral General. Se requiere, jurídicamente, la mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados (artículo 81.1 CE) y, políticamente, un amplísimo consenso, como el que presidió la elaboración de la citada ley. Sin tal consenso, la alteración del sistema electoral equivale, de hecho, a la ruptura del pacto constitucional.
Pero, por el contrario, no creo que una reforma de la Ley Electoral baste para aumentar los supuestos de inelegibilidad o la limitación de los mandatos parlamentarios. Si el artículo 70.1 CE establece determinados supuestos de inelegibilidad e incompatibilidad, lo hace con carácter abierto y se remite a la ley para otros supuestos. Pero el artículo 68.5 declara electores y elegibles a todos los ciudadanos en la plenitud de sus derechos políticos y limitar el número de mandatos equivaldría a vaciar tal precepto y afectaría al artículo 23.1. Tal reforma, que por extraña en el panorama comparado deberá ser detenidamente meditada, exigiría, a mi juicio, una revisión formal de la Constitución por la vía rígida del artículo 168.
En cuanto a la administración de justicia, es ingenuo pensar que sus indudables defectos dependen del texto constitucional y pueden remediarse mediante su revisión. La hipotética politización de los jueces debe combatirse mediante la norma legal a que se remite el artículo 127.2 CE. Esto es, en su caso, una norma legal, no una reforma constitucional. Y su exasperante lentitud, por cierto no mayor que la que padece la justicia en las democracias de nuestro entorno, debería encontrar remedio en normas procesales más ágiles y en una inspección de tribunales más efectiva.
Todo ello depende del legislador ordinario, no de la reforma constitucional. Pero no basta con las normas constitucionales o legales. Es preciso cumplirlas y hacerlas cumplir. Incluso, por poner un ejemplo, por los funcionarios judiciales con acceso a los sumarios declarados secretos y los medios de información que los divulgan.
Mención aparte merece una institución que no goza de buena prensa, con el consiguiente eco negativo en la opinión pública: el Consejo General del Poder Judicial. De ahí que durante la reciente campaña electoral se haya insistido en su reforma, e incluso en su supresión, y ello plantea el problema de cómo organizar el gobierno de la judicatura y cómo garantizar su independencia. Esto es, el poder judicial como organización. Lo que nuestro Tribunal Constitucional ha llamado «la administración de la Administración de Justicia».
El Derecho y la práctica comparada ofrecen al respecto una pluralidad de fórmulas reducibles a cuatro grandes modelos. A saber:
1. El clásico tradicional de integración y consiguiente dependencia orgánica de la administración de justicia en el Ejecutivo a través del Ministerio de Justicia, sistema establecido en Francia desde 1810 y que se difunde por toda la Europa continental. Así, en España, desde 1838, se afirma el carácter administrativo-funcionarial de los jueces, magistrados y fiscales que se mantiene en la Ley Orgánica Provisional del Poder Judicial de 1870, en vigor hasta 1985. Esta dependencia orgánica respecto del Gobierno se flexibiliza paulatinamente en el Continente mediante un rígido sistema de selección, promoción, inspección y evaluación de los jueces, que asegura su independencia y responsabilidad, afirmada en los textos constitucionales. Así, en España, desde 1915, los jueces son plenamente inamovibles.
2. El modelo «americano» de la plena separación de poderes que, según la tipología de Luis López Guerra, ofrece una doble variante: la estadounidense y la latinoamericana. La primera, la de los Estados Unidos, determinada por su estructura federal, y según la cual el Tribunal Supremo de cada Estado tiene no sólo funciones jurisdiccionales, sino también una competencia de dirección y gestión de la respectiva organización jurisdiccional. La justicia federal es gestionada por una Conferencia judicial compuesta por los presidentes de los Tribunales Federales de distrito más doce jueces federales y presidida, muy activamente, por el presidente de la Corte Suprema, cuyo órgano ejecutivo es una Comisión Administrativa de los Tribunales de los Estados Unidos. La misma organización se reproduce en el nivel de los diferentes circuitos.
La segunda, claramente influida por el modelo estadounidense, se caracteriza por que el gobierno judicial se encomienda en cada país a la Corte Suprema, cuyos miembros son, a su vez, designados por instancias políticas, tanto gubernamentales como legislativas. Paulatinamente, van apareciendo y difundiéndose consejos de composición estrictamente judicial, competentes para la presentación de propuestas sobre nombramientos y ascensos a la decisión de la respectiva Corte Suprema. La evolución de este modelo, en sus dos versiones, muestra una tendencia hacia el autogobierno judicial y las instancias colegiadas.
3. El de neutralización política de esa área, muy desarrollado en el constitucionalismo filobritánico, desde las constituciones coloniales hasta la independencia y aun después, que pone total o parcialmente la gestión de la administración de la justicia en manos de una comisión políticamente neutralizada o equilibrada por la participación en ella, ex officio, de altos funcionarios y de los líderes del Gobierno y de la oposición.
4. El del gobierno mediante Consejos de la Magistratura, hoy vigente en España.
Son numerosas, a su vez, las mixtiones y modulaciones entre estos cuatro tipos. Así, por ejemplo, el nombramiento de los más altos magistrados en Bélgica se realiza por el Ejecutivo previa presentación de una doble lista de candidatos por el Senado y los tribunales inferiores, y en Austria son los tribunales los que asesoran las opciones del ministro de Justicia.
A mi juicio, la opción en pro del autogobierno judicial a través del Consejo no fue el mayor acierto del constituyente de 1978, que siguió los ejemplos de Francia e Italia, donde el sistema ya había mostrado sus riesgos de politización e ineficiencia, y de esta opinión dejé testimonio durante los trámites de ponencia. Sin embargo, ya asentado el sistema e incluso comprobados sus defectos, no es fácil optar por una fórmula alternativa.
Ninguno de los cuatro modelos descritos evita el peligro alternativo del corporativismo judicial o el de su politización, peligros ya evidentes cuando se modificó en 1985 la forma de elección de los miembros del Consejo. Un gran procesalista de nuestro tiempo, que durante muchos años fue mi jefe en el Consejo de Estado, Jaime Guasp, decía que la tiranía del escalafón y el consiguiente automatismo de los ascensos y destinos era la más eficaz garantía de la objetividad e independencia judicial. Pero las amenazas a la objetividad e independencia solamente pueden evitarse con mayor autorestricción de los políticos y más exigente ética judicial. Es evidente que eso no depende de la letra de la Constitución, sino de la correspondiente ley orgánica y, sobre todo, de la rectitud de jueces y políticos. Esta sería la hora de gestar, entre los partidos políticos, convenciones que excluyeran el reparto del Consejo por cuotas ideológicas, la tentación de hacer de sus miembros correas de transmisión del respectivo partido y, por supuesto, de cumplir lo así acordado a raja tabla. Una vez más, como decíamos desde el primer día, la letra tal vez baste para impedir los abusos, pero solamente una decidida voluntad política de los sujetos y actores del proceso puede erradicar lo que es más grave: los malos usos.
Lo que sí podría hacerse por la vía del artículo 167 es limitar el excesivo número de miembros del Consejo, modificando el artículo 122. 3 CE. Ello facilitaría la objetivación de los criterios de selección y contribuiría a erradicar la corruptela de las cuotas partidistas. Por la misma vía del artículo 167 deberían eliminarse los aforamientos del artículo 71.3 CE. Los demás son materia de ley.
Una tercera y muy fundada crítica que se dirige a nuestro sistema político se centra en los partidos políticos. Unos partidos, se dice, que están en crisis, pero que son indispensables en una democracia de masas como la que corresponde a la altura de nuestro tiempo. Son los únicos instrumentos hoy existentes para simplificar y hacer inteligibles y factibles las ofertas políticas y las opciones ciudadanas. Son los auténticos organizadores de la democracia y, por ello, los sistemas autoritarios, cualquiera que sea su signo, desde la Unión Soviética al Tercer Reich, comienzan siempre por suprimir la pluralidad de partidos políticos. Pero como ocurre con todo lo bueno –y, en ese caso, más que bueno, indispensable–, su corrupción es pésima. Como el hígado, órgano vital como pocos y cuya patológica dilatación puede ser letal. Y eso sucede en nuestros partidos políticos, que de cauces de la representación y participación democrática se han convertido en verdaderos cuellos de botella que dificultan dicha participación y corrompen la representación, transformándola en colonización de las instituciones políticas y aun sociales. Surge así la democracia clientelar.
Pero su remedio no se encuentra en reformar el artículo 6 CE, incluido acertadamente en el texto para señalar el carácter fundamental de los partidos en un sistema auténticamente democrático, sino en desarrollarlo bien en las correspondientes leyes a través de una serie de medidas que desbordan el carácter necesariamente general de la Constitución.
A mi juicio, tales medidas son de tres tipos, según se refieran a su estructura, a su financiación y a su control. Las primeras han de garantizar la apertura de los partidos a la sociedad. Deberán ponderarse las ventajas del sistema de primarias a la luz tanto de la conveniencia de quebrar las tendencias oligárquicas de los partidos –la ley de bronce que denunciara Robert Michels– como de la mala experiencia de sus ensayos en nuestro país. Debería meditarse la apertura y desbloqueo de las listas electorales y la fórmula que haya de sustituirlas, teniendo en cuenta la ambivalente experiencia comparada. A la vez, es preciso limitar, por ley, el control partidista de las instituciones sociales. Y, por supuesto, es necesario poner freno a la burocratización de los partidos, que se proyecta en dos direcciones: por un lado, convierte a sus parlamentarios y concejales en las Cortes, las asambleas autonómicas y los ayuntamientos de representantes de los ciudadanos en mandatarios de la propia organización partidista, dóciles interinos a sueldo, que repiten la vieja caricatura de «Juan empleado, de profesión temblador». Y otro tanto puede predicarse de sus aparatos, un estamento privilegiado reproducido por cooptación y depurado sobre el criterio de la docilidad –«Prefiero los serviles ineptos a los ilustrados independientes» es frase de un ilustre dirigente– que ofrece una atractiva alternativa a los jóvenes reacios a buscar un empleo productivo al abrirles una carrera desde las juventudes del partido hasta las mas altas responsabilidades del gobierno, sin haber jamás abandonado el oficio de político convertido en beneficio. Ejemplos abundantes de ello hay a la vista de todos. Y no olvidemos que cuando los partidos, coreados por comentaristas mal informados, insisten en agravar las incompatibilidades, mas allá del conflicto de intereses, entre el ejercicio de profesiones privadas y la política, lo que pretenden, consciente o inconscientemente, es intensificar la distancia entre los partidos y la sociedad civil, y asegurar la dependencia de un séquito.
Sería bueno sustituir progresivamente la financiación pública de los partidos por la financiación directa de los candidatos, sobre todo en especie: piénsese en transportes y espacios públicos, que supondría una saludable dieta a la economía de los partidos.
Cuando el oficio político deje de llevar aparejado un beneficio, especialmente atractivo para quienes la política es la única alternativa al desempleo, la desenfrenada tendencia a la patrimonialización del oficio será mucho menor.
Y, por último, además de las múltiples medidas procesales y sustantivas últimamente elaboradas para garantizar la transparencia y prevenir y perseguir la corrupción, cuya eficacia todos deseamos, atribuir al Tribunal Constitucional, mediante un procedimiento ágil, el control de la democracia interna de los partidos y hacer de la fiscalización de los mismos, que ya corresponde al Tribunal de Cuentas, un trámite rápido y no, como es hoy, tardígrado y, en consecuencia, ineficaz. Las directivas de los partidos debieran ser solidariamente responsables de las sanciones que, en su caso, procedieran.
Llegamos ya a las reformas incluidas al comienzo bajo el epígrafe 3). He dejado para el final un ejemplo de esas reformas propuestas y que me parecen no estar maduras: la constitucionalización de la pertenencia de España a la Unión Europea y la consiguiente revisión de la cláusula de integración del actual artículo 93 CE que el Gobierno planteó ante el Consejo de Estado en su citada consulta de 2005 y que desde diversos partidos se ha resucitado durante la última campaña electoral.
Las fórmulas que, con mayor o menor precisión, han venido dándose a tal iniciativa abundan en los siguientes tres puntos: la afirmación del compromiso español con la integración europea; la primacía no sólo de todo el Derecho europeo, sino de las recomendaciones técnicas de instituciones más o menos formales de la Unión sobre el ordenamiento nacional, incluido el constitucional; y la consiguiente conversión de la cláusula de integración en una cláusula de revisión constitucional. Esta es la tesis que se deduce de la doctrina jurisprudencial del Tratado de la Unión Europea y, más aún, de la interpretación que de tal primacía hace la burocracia española y que se ha visto negada por la mayoría de los Tribunales Constitucionales de los países miembros de la Unión.
La reforma no parece, hoy por hoy, necesaria, puesto que la cláusula del artículo 93 ha sido más que suficiente para la adhesión de España en 1986 y la ratificación de los subsiguiente tratados que han trasformado la Comunidad Europea en la actual Unión Europea. Pero, además de innecesaria, la revisión propuesta es inoportuna y, en consecuencia, no exenta de riesgos.
En España, la opción por la integración europea se ha vinculado a la opción por la transición a la democracia, y por ello nunca se ha debatido a fondo, sino que ha sido siempre un valor entendido sin que se hayan ponderado sus costes y beneficios y cuáles pudieran y debieran ser la meta y los límites de tal proceso. El creciente euroescepticismo de la opinión española es una de las consecuencias de ese inicial euroentusiasmo acrítico, y ello bastaría para no replantear por ahora la cuestión. Por ello, es discutible que tal decisión, si se planteara ahora y se entendiera con claridad su alcance, obtuviera el consenso nacional deseable para una reforma constitucional y redundara en pro del compromiso europeo.
Pero si es más que dudoso que la opinión española esté madura para la constitucionalización de nuestro compromiso con la Unión Europea, lo que no resulta dudoso es la inmadurez actual de la Unión Europea para llevar a cabo tal compromiso. Nadie puede predecir cuáles son los límites geográficos de la Unión, ni lo que su ciudadanía supone, ni la formula de integración a la que se dirige lo que sus propios defensores califican de Objeto Político no Identificado, sobre el que lanzan sus sombras cuestiones tan actuales como las pretensiones británicas, o las actuales restricciones a la libertad interior de movimientos de personas, o las crecientes discrepancias nacionales frente a la presión migratoria. En tal situación, España, a cuyos intereses nacionales afectan directamente tales cuestiones y que, por razones geográficas evidentes, es un miembro marginal de la Unión con un peso político y económico relativo, no puede ser el motor de una más rápida y mayor integración. En semejante situación, la constitucionalización del compromiso europeo sería, en el mejor de los casos, un «brindis al sol», más propio de un europeísmo ingenuo que del rigor al que debe aspirar la Constitución.
Pero si pasamos de las declaraciones retóricas a las fórmulas técnicas, la apertura automática del ordenamiento español, incluida la Constitución, a la normativa europea resulta de todo punto inadecuada. Cuando en la doctrina, la jurisprudencia y la práctica de los principales miembros de la Unión se pone cada vez más en tela de juicio la primacía del Derecho de la Unión sobre el Derecho nacional, especialmente el constitucional; cuando se urge en Alemania, Francia, Suecia e Italia la formulación de contralímites al proceso de integración y a la correspondiente atribución de competencias a las instancias de la Unión; cuando la propia Unión inicia la tarea de asumir en sus normas y su jurisprudencia la idea del «contralímite»; cuando se reivindica por doquier, y principalmente en Alemania, el control nacional del derecho de la Unión ultra vires, no tiene el menor sentido constitucionalizar la tendencia contraria, y probablemente tampoco es oportuno abordar el diseño constitucional de los contralímites a la integración.
Los frutos sazonados no deben ser ni tempranos ni tardíos, pero en España tienden a ser ucrónicos. En el europeísmo, también.Al comienzo de esta tercera y última conferencia hagamos un balance de lo expuesto y analizado en las dos anteriores. En la primera de ellas, vimos que nuestra Constitución de 1978, como otras tantas Constituciones contemporáneas, podía reformarse por dos vías: la revisión formal y la mutación, incluso la mutación convencional, esto es, el acuerdo de los actores del proceso político. La primera de estas vías es formal e incluso políticamente complicada y, sin embargo, en ciertos extremos imprescindible. La segunda, la reforma silente, es, sin duda, más práctica, pero en ciertos extremos insuficiente.
Además, señalamos que nuestra Constitución se caracteriza por lo que Luigi Rossi denominaba la «elasticidad», es decir, estar abierta a una pluralidad de interpretaciones y desarrollos, todos ellos formalmente correctos, aunque muy dispares materialmente. Y ello facilita la vía de la mutación y de la mutación convencional mediante la interpretación jurisprudencial y el desarrollo legislativo pactado. Pero no es menos cierto que la Constitución no es papel mojado. Por grande que sea su elasticidad, no cabe en ella cualquier cosa. Por mucho que se fuerce su flexibilidad, contiene extremos protegidos por cláusulas de rigidez, y –sobre todo– su carácter consensuado o, lo que es lo mismo, pactado excluye reformas unilaterales. Este es el tácito y más patente factor de rigidez. La Constitución –dijimos– es la versión jurídica del proceso de integración estatal y, en consecuencia, sería materialmente inconstitucional una reforma, una mutación, una convención que frustre dicha integración, y la integración democrática se obtiene por el acuerdo, no por la imposición.
Más allá de las formas, la revisión y la mutación no pueden pretender tales cambios que rompan el pacto que subyace a toda Constitución, también a la española de 1978: eso no es revisar, es destruir la Constitución.
Por eso, en la segunda conferencia insistí en la conveniencia de acotar el campo de la reforma constitucional. Primero, porque muchas de las reformas institucionales hoy día propuestas pueden conseguirse sin modificar formalmente la Constitución, sino mediante simples reformas legales. Tal era el caso de la reforma electoral, tan reclamada; de la revisión de nuestro Poder Judicial para asegurar su mayor independencia y agilidad; de la depuración de nuestro sistema de partidos y la corrupción que los corroe. Nada de esto se consigue mediante la nueva redacción de unos preceptos constitucionales que no pueden ir más allá que marcar los epígrafes de diversos sectores del ordenamiento. Serán las correspondientes leyes orgánicas, y aun ordinarias, también consensuadas, porque son el desarrollo de la Constitución, las que diseñen el nuevo sistema electoral, como despolitizar, si es que está politizado, el Poder Judicial y agilizar su funcionamiento, y como hacer realidad las exigencias de los artículos 6 y 7 respecto de partidos, sindicatos y organizaciones empresariales.
Segundo, la conveniencia de ser prudentes y renunciar a reformar o, al menos, aplazar la revisión de lo que es formalmente complicado, políticamente arriesgado, carente de fórmulas suficientemente maduras o prácticamente inútil. Tal es el caso del artículo 57, relativo a la sucesión en la Corona, y de la cláusula de integración del artículo 93. Todo ello nos permitía concluir que la regeneración de nuestro sistema representativo y judicial requería mínimas revisiones constitucionales, bastantes reformas legislativas y, mucho más importante y que escapa al poder de reforma constitucional, un cambio de actitud de los sujetos y actores del proceso político, en el sentido de primar el servicio sobre el conflicto, el pacto sobre el enfrentamiento, y la lealtad y la buena fe sobre el oportunismo.
La consecuencia de lo así dicho es que la mayor parte de las reformas institucionales que se han puesto sobre la mesa pueden hacerse, no al margen, sino dentro de la Constitución, sin requerir su reforma y ni siquiera su mutación: basta su desarrollo. Sin duda, no he abordado en esta ocasión por falta de tiempo una serie de pequeñas reformas propuestas que sí afectarían al texto constitucional y que podrían acometerse por la vía del artículo 167, esto es, la menos rígida de las contempladas en el Título X de la Constitución. Pero quede claro que tales reformas, en el mejor de los casos, no van a tener excesiva trascendencia en nuestra vida política.
Hay en la Constitución defectos técnicos y residuos de situaciones superadas por la evolución de las instituciones que podrían eliminarse; pero me parece imprudente en extremo abrir un proceso de revisión tan solo por razones estéticas. Más valdría dedicar tan encomiable celo a mejorar la cada vez peor técnica legislativa ordinaria. Incrementar el número de diputados para aumentar la proporcionalidad entre votos y escaños, limitar a dos mandatos consecutivos el del presidente del Gobierno (algo inusual en un régimen parlamentario y que no aconseja la experiencia comparada), reducir de quinientas mil a doscientas cincuenta mil el número de firmas exigibles para la iniciativa legislativa popular, pueden ser medidas útiles a la hora de satisfacer la ilusión de los nuevos políticos de ser constituyentes, pero poco más. Otras, como aumentar las incompatibilidades de los parlamentarios y cortar en seco su reincorporación profesional a la vida civil, simplemente deterioran aún más la calidad de nuestra clase política, como en su momento y sobre las mimas cuestiones afirmó el Tribunal Constitucional alemán. Ni aquéllas –las inocuas– ni estas últimas –las potencialmente dañinas– sirven para suplir los buenos usos que cabe exigir en la vida pública.
Y una vez desbrozado el camino, llega el momento, en esta tercera y última conferencia, de abordar lo que sí conviene revisar a fondo y cómo hacerlo. Me limitaré a tres extremos: la reforma del Tribunal Constitucional; el futuro del Senado; y la organización territorial. Temas graves sí los hay y que durante meses han estado sobre la mesa de la actualidad política y que, curiosamente, sólo de soslayo se abordan en las propuestas preelectorales sin que se expongan fórmulas concretas. Por ello les ruego me disculpen que ahora sí me atreva a sugerir no ya vías de revisión, sino propuestas de reforma.
Se tilda al Tribunal Constitucional de politizado, y la única manera de hacer plenamente independientes a sus magistrados consiste en exigir, cualesquiera que sean quienes hayan de elegirlos, un amplio consenso para su designación entre relevantes juristas carentes de filiación partidista, declararlos vitalicios o, al menos, inamovibles hasta edad avanzada y garantizarles de por vida un adecuado estatus formal y económico de eméritos. La experiencia de los Estados Unidos debiera para ello servir de guía.
Se lo critica también, y con razón, por su excesiva lentitud. Y, aparte de que el Tribunal revise sus procedimientos de trabajo –y ejemplos a seguir hay para ello–, la clave está en suprimir el recurso de amparo, convertido prácticamente en una tercera instancia, cuya cantidad, pese a los filtros que, acertadamente, se han introducido para su admisión, colapsa los trabajos del Tribunal. En la última memoria del Tribunal que ha llegado a mis manos, la correspondiente a 2014, se cuentan 166 sentencias relativas a recursos de amparo y quedaron pendientes 116, con 6.662 providencias de inadmisión. En torno al 80% de tales recursos tienen como base la supuesta violación del artículo 24 de la Constitución, relativo a la tutela judicial efectiva. Todo ello supone un importante número de personal, especialmente letrados, dedicados a examinar dichos recursos para concluir su inadmisibilidad, una situación que debe superarse. Más aún, que la mayoría de los amparos no prosperen por carencia de contenido constitucional no redunda en pro del prestigio de la institución.
El amparo ha cumplido ya su función pedagógica de la judicatura y la administración sobre el carácter normativo de la Constitución, especialmente de su Título I. Y por haber cumplido su función con éxito, resulta ya superfluo. Al menos debiera eliminarse de los derechos protegidos por el recurso de amparo la tutela judicial efectiva consagrada en el citado artículo 24 y que es un trámite procesal más, porque su lesión se provoca solamente en el curso de un proceso y, como tal, debiera ser remediado por la jurisdicción ordinaria. Pero si, en todo caso, quiere mantenerse una forma de amparo, debería descargarse de semejante tarea al Tribunal y residenciar dicho recurso en una sala especial del Tribunal Supremo. Todo ello requiere la reforma del Título IX por la vía del artículo 167 de la Constitución y la revisión de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional.
Respecto del Senado, la opinión general es favorable a la reforma de su composición y funciones. A lo largo de nuestro constitucionalismo histórico no se ha alcanzado sobre la cuestión ninguna fórmula satisfactoria. Ni el unicameralismo de 1812 y 1931 ha dado buenos resultados, ni los Senados electos de 1837 y 1869, ni los aristocráticos de 1834, 1845 y 1876 han sido satisfactorios, ni cuajaron los intentos regeneracionistas de reformar este último. Personalmente, durante la Transición, me pronuncié en pro del unicameralismo, sin mucha convicción y con ningún eco, y otro tanto había hecho Landelino Lavilla cuando en el Ministerio de Justicia reelaboró el borrador de Ley de Reforma Política hasta convertirlo en el proyecto de Ley para la Reforma Política.
La fórmula que finalmente se incluyó en el texto de 1978 es un ejemplo de lo que Carl Schmitt llamaba «compromiso apócrifo»: Cámara de representación territorial (artículo 69), cuando no estaba claro cuáles iban a ser los territorios a representar. En realidad, es, en el mejor de los casos, una cámara de revisión legislativa que, como toda institución de este tipo, pasa de ser segunda cámara a ser cámara secundaria. Hay quien dice, no sin cierta razón, que la función principal del actual Senado es la imputación de rentas en el seno de los partidos. De ahí su resistencia al cambio.
El encomiable celo de los senadores de varias legislaturas, que es de justicia reconocer, y las modificaciones reglamentarias han mostrado su insuficiencia, porque no bastan para esclarecer qué es lo que nuestro Senado pretende representar: ¿el pluralismo social e institucional? ¿La politerritorialidad de España? ¿Duplicar o compensar las mayorías del Congreso? Esta última no es una justificación suficiente, aunque coyunturalmente pueda resultar, si no satisfactoria, sí consoladora.
La añorada representación del pluralismo social ofrece, hoy más que nunca, el peligro de abrir la puerta a una politización de las propias instituciones sociales ya amenazadas por la voracidad de los partidos, lanzados a controlar esta nueva representación senatorial. Y su alternativa, la conversión del Senado en Cámara de representación territorial, tropieza con el grave obstáculo de la imprecisión de qué territorios han de ser representados. La mixtión de Comunidades Autónomas y Provincias que propuso en su ya citado informe de 2006 el Consejo de Estado es un ejemplo de indeseable confusión.
Las opiniones mayoritarias al uso parecen inclinarse en pro de una Cámara de representación autonómica, por no decir federal, la más coherente con su definición como Cámara de representación territorial, pero su articulación presenta graves dificultades. ¿Todas las Comunidades Autónomas deberían tener igual representación al margen de su extensión, demografía e identidad? En este caso, Madrid, Cataluña y La Rioja obtendrían igual representación. Si, por el contrario, se atendiera a su extensión, Andalucía y Castilla y León pesarían más que cualquier otra. Si primara la demografía, serían Madrid, Cataluña y Andalucía las de mayor representación, y si se atendiera a los caracteres identitarios, tales como la lengua, el Derecho público y privado, las instituciones forales, que son precisamente las que justifican la autonomía, Euskadi, Navarra, Cataluña, Galicia y, eventualmente, Valencia, serían con mucho las dominantes. Ni que decir tiene que la ponderación de todos estos criterios no resultaría pacífica.
Tampoco resulta pacifico el criterio sobre cómo debieran ser designados los representantes autonómicos ¿Por los cuerpos electorales de cada autonomía, como hoy ocurre en los Estados Unidos y Australia? ¿Por las respectivas asambleas legislativas autonómicas, de acuerdo con el ejemplo indio? ¿Por los gobiernos autonómicos, siguiendo el modelo alemán? ¿Cabe imaginar fórmulas nuevas o mixtas? Todas estas cuestiones se han debatido ya reiteradamente y si algo está, hoy por hoy, claro, es que la tan ponderada federalización del Senado está lejos de concretarse en una fórmula susceptible de consenso.
Por otra parte, un Senado autonómico encargado de la revisión legislativa reiteraría la tensión entre los partidos representados en el Congreso y que controlasen unas u otras autonomías. Así lo demuestra la práctica de la evolución de las segundas cámaras federales más señeras, desde el Senado de los Estados Unidos al Bundesrat alemán. Y un Senado exclusivamente destinado a tratar los problemas autonómicos no haría más que complicarlos. La evidente asimetría de las autonomías españolas no permite colectivizar cuestiones esencialmente bilaterales, y es evidente que las tensiones entre Madrid y Barcelona o Vitoria son bilaterales y no colectivas.
Sería, por el contrario, y a mi juicio, extremadamente útil un Senado, al margen de las Cortes unicamerales, destinado no a la revisión de la obra del Congreso o a la articulación autonómica, para lo que son más idóneas las conferencias presidenciales y sectoriales, sino a la reflexión política y el control extrapartidista. Debería, para ello, estar formado por personalidades de indiscutible prestigio por su experiencia y trayectoria y ya fuera de la polémica política. El más criticable de los expresidentes del Gobierno, del Congreso de los Diputados o del Tribunal Constitucional, y el Gobernador más cuestionado del Banco de España, por ejemplo, tiene una experiencia que no debe ser amortizada y que, apartado de toda contienda y militancia partidista, pueden ser de suma utilidad al Estado. Su lugar no es el Consejo de Estado, órgano eminentemente técnico-jurídico, sino un Senado tan apartidista como político. La automática colación de las senadurías ex post officio y, en casos excepcionales, por cooptación consensuada, eliminaría la discrecionalidad en la elección.
Tales senadores deberían optar entre una remuneración honorable, acompañada de una severa incompatibilidad, o, como era propio de los antiguos honoratiores, la cuasigratuidad de sus servicios, sin otra incompatibilidad que la procedente de un conflicto de intereses. A un Senado así compuesto de expersonalidades públicas deberían corresponder tres misiones de la mayor importancia.
Una, ofrecer a las instituciones una reflexión apartidista sobre objetivos y estrategias políticas de Estado a largo plazo, algo de lo que hoy estamos rigurosamente ayunos. Opiniones reposadas y experimentadas compensarían así el torrente de información frívola y demoscopia fútil que hoy fundamenta la permanente y variante improvisación que caracteriza las decisiones políticas. Por poner un ejemplo, las opiniones de Felipe González, que nadie, esté o no de acuerdo con ellas, puede menospreciar, serían más útiles al Estado expuestas en ese Senado que en ocasionales comparecencias en los medios de comunicación.
Dos, elegir a los miembros de las altas instituciones de control, como el Tribunal Constitucional y el Tribunal de Cuentas, hoy designados por los partidos cuya gestión directa o indirecta han de controlar. La exclusión de los grupos parlamentarios del proceso de selección permitiría acabar con el denostado sistema de cuotas.
Tres, controlar a las denominadas Administraciones Independientes, como el Banco de España, la Junta de Energía Nuclear, la Comisión Nacional del Mercado de Valores, etc. Si, en pro de la objetividad necesaria para tratar tan grandes problemas, tales instituciones han de apartarse de la contienda política y de la presión inherente a unas elecciones periódicas, no debe concluirse que han de estar exentas de todo control, un control que el tipo de Senado propuesto puede ejercer con criterios objetivos.
Si se analiza el espíritu de la práctica comparada, desde los senadores vitalicios canadienses, los de designación presidencial previstos en la Constitución india, los senadores vitalicios italianos (cuyo ejemplo ha cundido en Constituciones recientes, pese a estar cuestionados en la propia Italia), hasta los más elaborados proyectos de reforma de la Cámara alta británica, se encontrarán avales a esta fórmula. Pero me temo que una reforma semejante está hoy imposibilitada por dos falsos dogmas muy activos en el imaginario colectivo de nuestros políticos: el supersticioso respeto al bicameralismo clásico y la creencia en el necesario origen popular de todas las instituciones. ¡Salvo, claro está, cuando se trata de cosas tan serías como la autoridad monetaria! «Con las cosas de comer no se juega» (sic), se ha dicho por voz autorizada. Todo ello requiere una profunda revisión del Título III de la Constitución por la vía del artículo 167.
En cuanto a la reforma territorial, es preciso distinguir dos niveles: el local y el autonómico. Veámoslos sucesivamente.
La Constitución otorgó una garantía institucional a Provincias y Municipios, a Ayuntamientos y Diputaciones (artículos 140 y 141 CE) y si estos preceptos pueden ser revisados por la vía del artículo 167 CE, yo juzgo peligroso que la reforma de la Constitución se inicie eliminando garantías institucionales. Se crea así un peligroso precedente que puede poner en tela de juicio instituciones señeras –desde los Colegios Profesionales (artículo 36) al Patrimonio Nacional (artículo 132.3), pasando por el sistema de fe pública (artículo 149.1.8º) e, incluso, derechos tenidos hasta ahora por fundamentales y que gran parte de la doctrina y cierta jurisprudencia interpreta como garantías institucionales, verbigracia la propiedad privada (artículo 33).
Las corporaciones locales, especialmente los municipios y sus Ayuntamientos, no han sido, como pretendían nuestros ingenuos regeneracionistas, escuela de ciudadanía, sino, digámoslo claramente, semillero de corrupción, como demuestran tantos escándalos urbanísticos. Su reforma comprende diferentes cuestiones. Desde el número de entidades locales, la fusión de servicios como alternativa a su supresión, el control de su gestión, la aclaración de sus competencias, su financiación y tantas más. Todo ello materia de ley.
Creo preferible revisar, por la vía del artículo 13 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, la construcción jurisprudencial, tal vez excesivamente amplia, que el Tribunal ha hecho de la autonomía municipal y utilizar los instrumentos de control, ya previstos en las leyes, para que los Ayuntamientos no sean otras tantas ciudadelas inmunes a la política general acordada en las Cortes y de la que el Gobierno parlamentario es responsable, en temas tales como los símbolos políticos, las declaraciones políticas, las finanzas y la transparencia. No es la función de los Ayuntamientos ser instrumento de oposición al Gobierno del Estado ni pueden autoatribuirse una nueva forma del derecho de resistencia ante lo que se estime injusto.
Las provincias deben ser respetadas. Hay que tener en cuenta que bajo su denominación genérica laten cuatro realidades sociopolíticas diferentes. Las provincias cuyas instituciones y competencias se han subsumido en las Comunidades Autónomas uniprovinciales (Principado de Asturias, Navarra, Cantabria. La Rioja y Murcia); las archipielágicas de Baleares y Canarias; las tres provincias vascas (Álava, Guipúzcoa y Vizcaya), garantizadas como Territorios Forales en la Disposición Adicional Primera de la Constitución y que por su estructura institucional, régimen jurídico y competencias, no son verdaderas provincias, sino efectivos «fragmentos de Estado»; las cuatro provincias catalanas y el resto de las provincias que, además de Valencia, cubren las dos mesetas y Andalucía.
No parece que esté en cuestión la estructura actual de las tres primeras categorías. La división provincial de Cataluña se hizo, sin duda, con la sana intención de «descuartizar» su entidad política, pero ¿verían hoy día sus habitantes con agrado la desaparición de sus instituciones provinciales? Probablemente allí y, desde luego, en el resto del territorio español, la división provincial de 1833 que partió de antecedentes seculares ha arraigado profundamente en la sociedad. A lo largo de cerca de dos siglos, nuestra organización territorial se ha provincializado y la provincia es, así, la principal y más viva de nuestras instituciones locales.
En cuanto a las Diputaciones Provinciales de régimen común, cuya supresión se ha propuesto para simplificar nuestra administración, ¿por qué no mantenerlas como están en la Constitución, revisando su composición y funciones y aligerando, en todo caso, la frondosa y clientelar burocracia que en ellas se ha creado? En vez del vigente procedimiento de elección previsto en la Ley General Electoral ya citada de 1985, paradigma de oscuridad y complejidad, formen la Diputación Provincial los diputados autonómicos elegidos por cada provincia. Su carga de trabajo no sería, desde luego, agobiante, se ahorrarían gastos y energías, se acercarían los diputados autonómicos a la realidad de la vida local, se implicaría más la administración provincial en la autonómica y se facilitaría un segundo paso: hacer de las Diputaciones la administración periférica de las Autonomías como, sin éxito, recomendó un ya olvidado Informe de la Comisión de Expertos sobre Autonomías de 1981.
Las Diputaciones son útiles para el funcionamiento de los pequeños y aun medianos municipios, y su supresión, inevitablemente seguida de la erosión de aquellos, podrá significar un ahorro, pero a costa de vaciar gran parte del territorio ya amenazado de desertización y generar un neocentralismo a favor de la capital de la Comunidad Autónoma. Si la economía, por política, ha de ser humana, no ha de llevar la austeridad hasta la sustitución de los lugares, raíz de identidad, por el mero espacio tan caro a los planificadores de abstracciones. La mejor ordenación del espacio debe atender al genius loci y, como dijo su más brillante defensor en cuanto a la ordenación del territorio, la res extensa, para no ser inanis res, debe ser res sensibilis.
En cuanto a la estructura autonómica del Estado, siempre desconfié –y testimonio abundante he dejado de ello– de la generalización de las Autonomías bajo lema tan sublime como «café para todos», pero no me parece acertado poner hoy en cuestión su resultado, sino tratar de corregir sus mayores defectos. ¿Cómo? Lo primero a esclarecer son las propuestas de federalización y, concretamente, el significado del término, que se utiliza en el debate político sin parar mientes en su alcance técnico.
Hoy, la palabra «federal» cubre una gran cantidad de fórmulas constitucionales que la doctrina no acaba de inventariar. El federalismo puede ser, por su origen, de concentración, como es el caso de los Estados Unidos, o de dispersión, como en México, sin que falten situaciones cuya evolución pone tal clasificación en tela de juicio, por ejemplo en la República Federal Alemana; simétrico, como en Austria, o asimétrico, como en Canadá; los poderes residuales pueden corresponder a la federación, como en Austria, o a sus miembros, como en Suiza; estos pueden revestir muy diversas denominaciones (cantones en Suiza, provincias en Argentina y Canadá, países en Alemania, Estados en los Estados Unidos, Australia o la Unión India, etc.), sin que ello determine sus mayores o menores competencias. Hay federalismos más identitarios que fiscales, como el de Malasia, y viceversa, y federalismos de sola ejecución, etc. Quienes proponen marchar por la senda de la federalización deben precisar cuál es, de entre todos estos modelos y otros muchos más posibles, el modelo federal al que tienden, sin confundirlo, por cierto, con el blindaje de los derechos sociales, que nada tiene que ver con ello. Y no olvidemos que si el Título VIII de la Constitución está obsoleto es porque, en su mayor parte, fue una vía hacia la autonomía más que una sustantiva regulación de la misma. Si ahora se trata de reformar la Constitución, no abramos otro proceso, no iniciemos otra vía: regulemos una estructura con pretensiones de estabilidad.
Pero precisemos. La esencia del fenómeno federal consiste en la dualidad de estructuras, la distribución de competencias entre ambas y la participación de las unidades federadas en la estructura federal. En España, el vigente Estado de las Autonomías ha supuesto la dualidad de estructuras institucionales de acuerdo con un principio mimético que lleva a reproducir el Estado a escala autonómica. La federalización supone el mantenimiento de esta duplicidad. Ahora bien, si algo va quedando claro es que tal duplicidad resulta innecesaria y costosa en exceso.
Los órganos de relieve constitucional, como el Tribunal de Cuentas, Consejo Consultivo, Defensor del Pueblo, Consejo Económico y Social, Agencia de Protección de Datos, etc., si son útiles a nivel estatal, resultan superfluos multiplicados a través de diecisiete Autonomías, algunas de las cuales, por su tamaño, carecen de suficiente peso demográfico, económico y de personal cualificado para dirigirlos y ocuparlas. Sería más económico y funcional que las correspondientes instituciones estatales asumieron sus funciones, no ciertamente su personal, y así lo propuso el famoso Informe CORA. El indispensable incremento de sus dotaciones sería mucho menor que el coste de mantener sus réplicas autonómicas. Pero esa reforma pende solamente de las respectivas normativas autonómicas, como ya han demostrado los ejemplos de Madrid y Extremadura, y nada tiene que ver con la revisión de la Constitución.
En cuanto a la distribución de competencias, es todo menos clara y si ello fue así en un principio, las diversas transferencias singulares y los Acuerdos Autonómicos que han sumado competencias en un nivel sin simplificarlas en otro han aumentado dicha confusión, llegando al caso de que una competencia es ejercida por una pluralidad de instituciones entre estatales, autonómicas y locales. Urge una clara distribución de competencias en la Constitución y eso sí que requiere una meditada y profunda reforma constitucional, la fijación de un techo infranqueable y la eliminación de lo que hoy es el artículo 150.2, que permite, nada menos, que el paulatino vaciamiento del Estado.
Por último, la participación no puede conseguirse a través de un Senado autonómico por las razones atrás apuntadas: fundamentalmente, la asimetría de las Autonomías españolas. Las conferencias de presidentes y las sectoriales de consejeros son mucho más sencillas y eficaces. Así se demuestra en campos tan sensibles como son el sanitario y el fiscal.
Pero la reordenación del sistema autonómico, esto es, la reelaboración del Título VIII de la Constitución y una nueva Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas, que aborde un nuevo régimen de financiación, ni puede llevarse adelante en tanto no se resuelva el tema catalán, ni dicha solución puede aplazarse a la reordenación territorial de toda España. Huyamos del error orteguiano de 1927 en La redención de las provincias, reiterado en 1932 y arrastrado en 1978: crear un alvéolo autonómico general que dé cabida a la excepción catalana. Esta no cabe en aquél, y aquél es desnaturalizado por ésta.
Nuestra constitución territorial, tanto la autonómica como la local, tiene, sin duda, unos elementos de Derecho estricto, tanto constitucionales como legales. Pero es, ante todo, un Estado autonómico jurisdiccional, merced a la doctrina gestada por el Tribunal Constitucional, y convencional, en virtud de los Acuerdos Autonómicos de 1981 y 1992 y sus consecuencias normativas. Utilícense los mismos instrumentos para adecuarla a nuestra realidad presente. La doctrina del Tribunal Constitucional puede autoreformarse a través del artículo 13 de la propia Ley Orgánica de dicho Tribunal y, en cuanto a los Acuerdos Autonómicos, me remito a lo señalado en la primera de estas conferencias.
La mutación convencional es una categoría generada en la práctica político-constitucional anglosajona y hoy también aplicada en el constitucionalismo alemán y austríaco. Consiste en la modificación del sentido normativo de la Constitución al margen de su texto mediante actos no normativos realizados por los sujetos y los actores del proceso público en el que se inserta la práctica constitucional con el fin de ordenar las relaciones institucionales previstas en la Constitución. La convención puede considerarse así como una forma de mutación constitucional: la mutación convencional.
Los agentes de la convención pueden ser tanto las propias instituciones constitucionales como las fuerzas políticas no constitucionalmente formalizadas, esto es, los partidos: es decir, tanto sujetos como actores del proceso político, capaces de influirlo e, incluso, determinarlo. Sin duda, el proceso político puede decantar determinadas opciones normativas, pero no son éstas las que realizan la mutación, sino que es la mutación la que las hace posibles. Así, la convención gestada en los segundos Acuerdos Autonómicos dio lugar la Ley Orgánica 9/1992.
Por otra parte, la norma convencional puede alcanzar tal consistencia en la conciencia social que termina convirtiéndose en norma de Derecho estricto, especialmente para evitar su olvido. Tal fue la génesis de la XII Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos, introducida en 1951, prohibiendo el tercer mandato presidencial consecutivo, práctica seguida desde la fundación de la República y rota por Roosevelt en 1941.
Ahora bien, si, por hipótesis, fuera preciso reordenar la vigente constitución territorial para un mejor acomodo de Cataluña, sin daño para la integridad española, podrían y deberían ponderarse las ventajas de una mutación convencional por consenso que culminase en una Disposición Adicional a la vigente Constitución como la más prudente y efectiva de las vías a seguir. Pero antes de entrar en cómo se hace tal cosa, permítanseme dos palabras sobre lo que, a mi juicio, late detrás del problema.
El Estatuto de Autonomía de Cataluña de 1979, fruto de la Constitución de 1978, votada por el pueblo catalán en proporción más alta al resto de los españoles, fue un verdadero pacto de Estado. Quien no vea en dicho Estatuto más que una Ley Orgánica como otras tantas, como por ejemplo la del Defensor del Pueblo, está totalmente ciego e inhabilitado para comprender la realidad política. Así ocurrió con los fautores del primer atentado contra dicho pacto, la felizmente frustrada Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico, que, aun rechazada por el Tribunal Constitucional en sentencia 76/1983, generó, a través de la subsiguiente política neorecentralizadora y la propia doctrina del mismo Tribunal, una progresiva administrativización de la autonomía política de Cataluña que provocó el error catalanista del Estatuto de 2006 y el no menor de la Sentencia del Tribunal Constitucional de 2010. Tal es la raíz de la creciente desafección catalana hacia el Estado, lúcidamente denunciada en su día por el presidente José Montilla, que, cultivada mediante las equivocaciones acumuladas a los dos lados del Ebro, ha culminado en el inaceptable desafío independentista del Gobierno de la Generalitat.
Ahora bien, ese desafío que, sin ambages, califico de inaceptable, no se supera con dictámenes del Consejo de Estado y recursos de la Abogacía del Estado, por brillantes que resulten aquéllos y diligentes y laboriosos que sean éstos. La prueba es que la hiriente retórica independentista que hace cuatro años contaba con un 15% de apoyo electoral ha llegado a alcanzar el 47%. No basta con reafirmar enfáticamente la soberanía nacional. Son precisas opciones políticas que, cuanto antes se hubieran tomado, más eficaces hubieran sido. Opciones políticas, digo, al servicio de la gran meta constitucional: la integración de España toda.
La primera de estas medidas es dar a luz una fórmula para el reconocimiento constitucional de la identidad catalana con vistas no a su secesión, sino a reafirmar su voluntaria integración dentro de un proceso secular de autodeterminación histórica. La autodeterminación tiene un límite en la propia identidad que legitima la autodeterminación. ¿Podría acaso el pueblo catalán renunciar a su lengua propia en un referéndum? El plebiscito que fragua la nación es, a la vez, cotidiano (la voluntad de vivir juntos sin dejar de ser distintos) y secular (porque la historia es constituyente). Es esa historia constituyente el marco de una secular y cotidiana autodeterminación hispánica de Cataluña.
Ello es problema suficientemente complicado y de difícil tratamiento como para enredarlo más, abordándolo a través de una reforma de la Constitución y de una reforma global como la que desde algunos pagos políticos y académicos se ha propuesto. Antes al contrario, el problema catalán, aunque afecte a España entera, debe ser aislado y tratado singularmente y de forma cuanto más sencilla, mejor. Si se inserta en una reforma global, la opción catalana tenderá a generalizarse y perderá la capacidad singularizadora que el reconocimiento de una realidad tan singular como es Cataluña requiere. Por eso, creo que hay que sublimar la pasión por la reforma constitucional y, aplazando otras cuestiones, sin duda importantes, centrarse en lo que, además de importante, es urgente: Cataluña. Me explico.
En lugar de abordar una reforma de la Constitución, política y técnicamente preñada de riesgos, intentemos una mutación constitucional: la alteración de la Constitución sin modificar su texto. Esto es, una mutación convencional, de la que fueron ejemplo los Acuerdos Autonómicos de 1981 y de 1992. Lo hecho en tales ocasiones por vía de pacto, esto es, la generalización y homogeneización de las Autonomías, ¿no puede invertirse por vía de pacto y singularizar una o varias Comunidades Autónomas e incluso, pasando de la mutación a una prudente revisión, formalizarlo en una Disposición Adicional?
Si existiera la voluntad política para pactar, no sería difícil añadir por la vía del artículo 167 una nueva Disposición Adicional, como no lo fue la reforma del artículo 135 en 2011. El Consejo de Estado consideró aplicable a Cataluña la vigente Disposición Adicional Primera, proyectando en lo público la previsión constitucional del artículo 149.1. 8º para el Derecho privado. El vigente artículo 5 del Estatuto Catalán de 2006, que el Tribunal Constitucional no anuló en su Sentencia de 2010, invocó los derechos históricos como fundamento de su autonomía. Y no le faltan a Cataluña otros derechos históricos constitucionalmente reconocidos, como el haber plebiscitado un Estatuto de Autonomía y tenerlo en vigor desde 1932 hasta 1936. Así se reconoce ya en una Disposición Transitoria Segunda que podría recalificarse como nueva Adicional.
Páctese, pues, entre todas las fuerzas políticas una nueva Disposición Adicional para Cataluña sobre el modelo de la ya existente, con expresa referencia a su identidad, y garantícense en ella las precisas competencias estratégicas, tales como la organización de las propias instituciones, las educativas, lingüísticas y culturales. Una vez incorporada a la Constitución por la vía del artículo 167, podría, previa pedagogía de los grandes partidos estatales a través de toda España, elaborarse sobre ella un instrumento de gobierno negociado y formalmente pactado con el Estado y coherente con la nueva Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas: ¿acaso no está pactado el Amejoramiento del Fuero de Navarra de 1983? Y, como tal, inmodificable unilateralmente, incluso por vía de hecho, de normativa básica o de jurisprudencia. Esto debería ser lo que se sometiera al referéndum del pueblo catalán de acuerdo con el artículo 152.2.
¿Satisfaría esto al soberanismo independentista? Creo que no. Pero sí creo que hay una gran mayoría catalanista que sólo llegará al independentismo si no se le da otra vía para reconocer su identidad nacional y blindar el correspondiente autogobierno. ¿Por qué no intentar integrarla mediante una convención constitucional y un referéndum previsto por la misma Constitución? Esto sería, de verdad, tanto integrar como decidir. En integrar consiste el verdadero españolismo; en decidir, la voluntad de muchos catalanes y, para que ambos coincidan, sirve la mutación convencional. A esto llamo yo constitucionalismo útil: al que pretende resolver problemas. No negarlos y enquistarlos o complicarlos y dificultar su ya difícil solución.