Mostrando entradas con la etiqueta Literatura argentina. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Literatura argentina. Mostrar todas las entradas

viernes, 16 de agosto de 2019

[CUENTOS ADULTOS] Hoy, con "La gloria de Mamporal", de Andrés Eloy Blanco




Monumento a Andrés Eloy Blanco en el parque del Retiro. Madrid, España


El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Desde hace unos meses vengo trayendo al blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros. 

Continúo hoy la serie "Cuentos adultos" con el titulado CLa gloria de Mamporal, de Andrés Eloy Blanco (1896-1955), poeta, escritor, abogado, humorista y político venezolano, perteneciente a la Generación del 28. Fue Ministro de Asuntos Exteriores de Venezuela en 1948, durante el mandato de Rómulo Gallego. Su trayectoria política opacó, en cierto modo, su obra literaria. Fue, además, un destacado humorista, muy hábil en la sátira, en la improvisación y en la ironía política. Les dejo con su relato.


LA GLORIA DE MAMPORAL
por
Andrés Eloy Blanco


“Venga usted”; venga a que le toque un poco de mi vida tensa de Mamporal. A mí no me diga usted que la vida de los pueblos es tediosa y la de la ciudad, trepidante. “No me entra eso”. Ayer no más he escrito esas palabras en mi carta para Adriana, la amiga temeraria. Y agregué: “Mamporal, si usted quiere, es la capital del mundo; para mí, en estos días, Mamporal es el centro del sistema planetario”.

En la capital no saben nada del movimiento, de la intensidad tormentosa, de la vertiginosa vida de Mamporal. Allá, con el abigarramiento cosmopolita, los autos, la división de grupos sociales y tantas cosas que hay en los grandes centros, se han ido sumergiendo en los nuevos problemas, hasta el punto de haber olvidado ya esta fiebre de episodios diarios, este ajetreo de novedades domésticas, de pequeñas cosas sensacionales, de conflictos alternantes que hacen de la vida de los pueblos algo sofocante como la de las grandes metrópolis. Creer lo contrario es negar que el microscopio descubre un universo tan febril como el telescopio. Mamporal es la ciudad de “más movimiento” que conozco. Y conste que ya conozco a todo el mundo en Mamporal; así es como es deliciosa la vida, conociendo a todo el mundo.

Durante estos últimos treinta días han ocurrido en el pueblo casos verdaderamente sensacionales; de diversas especies. Pero cada uno de ellos ha afectado y puesto a actuar la totalidad del cuerpo social. Eso no es posible en las ciudades grandes. Totalización del suceso en la entraña colectiva; unanimidad de la emoción. Todo Mamporal está en cada ocurrencia de Mamporal.

Entre las cosas sensacionales de estos últimos días se podrían hacer clasificaciones, por su intensidad o por su carácter. Pero conste que todas, desde las más transitorias y banales, estremecen al pueblo de rancho en rancho, a todo lo largo de su calle arenosa. El suceso político genuinamente mamporalense no tiene contacto con la política nacional.

Pero aquí, la política nacional es ciencia remota, casi de jurisdicción sobrenatural. Para Mamporal, los Altos Poderes de la Nación son algo serio, desvestido de emoción municipal. Donde más vibra el nervio del caserío es en el comentario del gran episodio doméstico. El jefe civil de Mamporal, su secretario, el juez y el policía son la aldea en función de patria; la llegada de un alto funcionario es la patria en función de aldea.

El último suceso político fue la disputa acalorada surgida entre el juez y el secretario de la Jefatura. El secretario “peló por su revólver”; los hombres salieron en tropel de los ranchos; las mujeres llamaban a sus maridos y a sus hijos; la calle resonó de trancapuertas. Pero llegó el jefe civil y el juez tenía razón. El secretario se fue paso a paso y las muchachas se lo comían con los ojos.

El escándalo social fue el estupro de una chiquilla del hato viejo de Garabunda. Trajeron las pantaleticas rotas y ensangrentadas.

Otro acontecimiento ha sido mi llegada. Aquí no se explican a qué ni por qué había venido yo. Todo el mundo anduvo receloso durante una semana. Por fin hice declaraciones públicas. Vengo a aclarar el asunto del estupro. A los seis días de averiguaciones amarré a Francisco Sierra y lo despaché para la capital del Estado. El pueblo de Mamporal me quiere y yo he tenido el talento de declarar que esta localidad es mi segunda patria. Todo el mundo me cuenta sus intimidades. Soy el abogado consultor.

Pero el acontecimiento cumbre del mes ha sido el encuentro del “Mamporal Athletic Club” con el “Nueve Estrellas” de Manatí. Desde los viejos tiempos de la guerra blanca, no se recuerda aquí una exaltación semejante. Y no es para menos. Cualquiera que conozca a Mamporal y a Manatí, comprenderá muy bien la efervescencia.

Mamporal y Manatí son vecinos; seis leguas entre los dos pueblos: pero seis leguas hondas e irreconciliables. Manatí es a Mamporal lo que el señor Mussolini es al señor Modigliani o lo que el señor Frías es al señor Juan Ramos.

Manatí es güelfo, Mamporal es gibelino; Manatí es tirio, Mamporal es troyano; Manatí es el Diablo, Mamporal es el Nuncio.

No es raro encontrar este odio entre dos pueblos vecinos.

Mejor diré, lo raro es no encontrarlo. Las fronteras hacen odios, la vecindad hace rencores. Y eso depende de la importancia de un pueblo en relación con la del otro. El Valle no puede odiar a Caracas, porque Caracas es mucho más importante que El Valle. Arganda puede odiar a Chinchón, pero Chinchón no puede odiar a Madrid. Mamporal y Manatí pueden odiarse, pero ninguno de ellos puede odiar a Calabozo. Mamporal y Manatí se odian como se odian el chofer del doctor Paúl y el portero del ministro de Suiza, o como podrían odiarse la ministra de Suiza y la señora del doctor Paúl.

Ese odio entre Manatí y Mamporal es histórico, pero ha tenido recrudencias y crisis esporádicas tremendas. Todo es cuestión de competencia, de estímulo exacerbado y mal dirigido. En cierta ocasión ejercía de cura en Manatí un viejecito adorable, más bueno que un cabritillo. En esto trajeron a Mamporal un curita joven, perfumado, galante; cantaba romanzas, trozos de ópera; recitaba “Reír llorando”; mascaba pastillas de violeta y oficiaba con cierto garbo de matador de toros retirado. Manatí puso el grito en el cielo; pero, con todo eso, no descansó hasta echar poco menos que a palos al pobre curita viejo y manso y obtener para su parroquia un petimetre que recitaba “La rosa del jardinero”.

En otra ocasión decidió el Gobierno pasar la carretera por Manatí. Ni un solo mamporalense viajó por tierra; todos se iban por el río Apure, alargando el viaje en cinco días.

Un día llegó a Manatí una pianola. Los manatieros se fueron sentando todos, unos después de otros, ante el piano artificial y todos ejecutaron piezas que, por la fuerza de ejecución, parecían destinadas a ser oídas en Mamporal. A los quince días, don Damián Robles, de Mamporal, tenía él solo, dos pianolas en su casa.

La cosa llegó hasta el punto de que en cierta desventurada ocasión cayó un rayo en Mamporal e incendió tres casas.

En Manatí se alegraron:

-¡Se acabó Mamporal!

Pero a los pocos días surgió el problema gravísimo de que Mamporal tomaba una gran actualidad en la prensa nacional; se leía en los periódicos de Calabozo, de San Fernando y hasta en los grandes diarios de la capital de la República: “La catástrofe de Mamporal…”. “Por los damnificados de Mamporal…”. “Junta Pro-Mamporal…”. Se alarmó Manatí y a los pocos días cuatro “filántropos” ofrecieron sus casas para que fueran quemadas en la primera noche de tempestad.

Llegó un día a cada uno de los pueblos una circular del presidente del Estado. En dilatados períodos el magistrado consideraba la necesidad de que los pueblos más apartados alimentaran con hechos palpables sus propias facultades de iniciativa. “Ayúdate, que Dios te ayudará”, parecía rezar el documento, cuando aconsejaba a las pequeñas colectividades no esperarlo todo de las providencias estaduales o nacionales, sino dejar a aquellas las obras de mayor aliento y estimularse a sí mismas en el empeño de hacer por sus manos las pequeñas conquistas que la higiene, el ornato y la educación tienen reservadas a las agrupaciones trabajadoras. Y terminaba por recomendar a las autoridades locales y a la colectividad en general, la formación de una junta de Fomento “que fuera un incentivo permanente, una válvula constantemente abierta a las iniciativas del trabajo dignificador…” y que llenara “las urgentes necesidades de cada localidad”.

Se procedió a formar en Manatí una Junta de acuerdo con la circular anterior. Se tituló “Junta de Fomento de Manatí”; la integraban comerciantes, ganaderos, agricultores, la autoridad; lo mejor del lugar. Sus fines, publicados en un volante amarillo, eran loables y expresados a sencilla manera: “Velar por el continuado progreso del pueblo, subvenir a las necesidades generales, proteger las iniciativas particulares y en general, mantener a Manatí en el sitio de honor, en la privilegiada situación a que la han llevado sus laboriosos hijos”.

Los mamporalenses esperaron la constitución de la Junta de Manatí y una vez enterados de su programa, lanzaron ellos el suyo. La Junta se denominaba: “Junta de Progreso del Municipio de Mamporal”. Como subtítulo, entre admiraciones, decía la hoja suelta: “¡Gloria a la Reina del Bajo-Llano!”. “Los fines -decían- a que se encamina esta Junta son: el continuo e incesante engrandecimiento de nuestro amado Mamporal, la joven sultana del Bajo-Llano. A nuestro impulso, la onda arrolladora del Progreso entrará para siempre en las risueñas calles de esta villa privilegiada, que se verá más y más engrandecida en la Privilegiada Situación a que la han llevado sus laboriosos y heroicos hijos. ¡Viva Mamporal!”.

Hasta allí no había sino indirectas. Pero el día de la instalación, el bachiller Mirabal Villasmil, en su discurso, llevado de la fogosidad, llegó a decir: “La Junta de Progreso del Municipio Mamporal será la mano que sellará de un revés elocuente los hocicos estultos de los vecinos insidiosos…”.

También ocurrió que en trance de parir una dama de Manatí, llamaron a Teobaldo, el partero de Mamporal, un tipo asqueroso, medio torcido por un mal dorsal con un ojo venido hacia Mamporal y otro hacia Manatí. Y fue Teobaldo, cojitranqueando; y llegó a Manatí. Y como en trance de venir a luz el nuevo manatiero preguntase alguien de afuera asomando la nariz a la alcoba:

-¿Qué es, Teobaldo? ¿Hembra o varón?

Teobaldo, el comadrón de Mamporal, enseñando entre sus brazos un robusto macho, deletreó muy dulcemente:

-Hembra, como siempre.

Lo iban a matar. Pero Teobaldo volvió a Mamporal a referir entre carcajadas universales la “lavativa” que les había echado a los “mariquitos” de Manatí.

Ahora el choque entre los clubs de baseball ha sido la nota más tirante. El primer juego lo ganó Mamporal por treinta y dos carreras a veinte, después de haber dado los mamporalenses veintisiete hits. El segundo, jugado en Manatí, lo ganaron los “Nueve Estrellas”, quedando así empatado el match. El tercero, que debió ser el decisivo, ha terminado sin decidirse. Cuando los mamporalenses vieron que llevaban las de perder, han armado la gruesa. Pero mejor será contarlo:

En el octavo episodio, llevando los de Manatí treinta y nueve carreras y los de Mamporal veintitrés, un corredor mamporalense quiso robarle la segunda base; el catcher hizo un tiro preciso y fuerte que atrapó bien la segunda. Este, esperó a pie firme al corredor, cerrando la línea de carrera; el de Mamporal se detuvo un instante, para lanzar un violento cabezazo contra el pecho de su antagonista, quien rodó dejando escapar la pelota y vomitando sangre por las narices y la boca. El corredor de bases pudo así robarse la tercera y venía apretando el tren de viaje hasta home, cuando lo detuvo el umpire.

-¡Usted está ao!

-¿Cómo que estoy ao? ¡Ao estará su abuela!

-Es que usted…

-Un momento -intervino el capitán mamporalense- ¿qué pasa?

-¿Ao? El otro le tapó la carrera.

-No señor. Él le tiró un cabezazo.

-Muy bien hecho.

El grupo se ha formado, espeso y amenazador. Los manatieros se concentran empuñando sus bates. El umpire, hombre completo, grita:

-Declaro el juego forfei en favor del “Nueve Estrellas”.

-¿Del “Nueve Estrellas”? ¡De las mil estrellas que vas a ver, muérgano!, y le pegaron un batazo que le tendió boca arriba, echando sangre hasta por los ojos.

En pleno zafarrancho, intervino el jefe civil. Se aquietaron los ánimos.

-Bueno, amigos. El hombre de la segunda base no es ao, porque el otro se le atravesó; pero va para la policía. El que le dio el batazo al juez es ao y se va también a la policía. Y el juego se suspende por lluvia. Otro día se discutirá el campeonato.

El sol caía a chorros sobre las “Nueve Estrellas” que marchaban a pie. Pero es lo que dice el bachiller Mirabal Villasmil:

-¡Si pierde Mamporal se acaba el mundo!

La noticia ha caído como una bomba en Mamporal. No hay precedentes de semejante consternación. En la plaza principal de Manatí será inaugurado el 19 de abril el busto del coronel Julio Rondón, héroe nacional, nacido en Manatí y orgullo de las armas llaneras.

La desolación es general. No es para menos. La catástrofe cae sobre Mamporal, de un modo súbito y le deja de la noche a la mañana humillado, despoblado, a mil leguas por debajo de su odiado rival.

Y es claro, Manatí tiene su plaza y su busto, porque Manatí tiene su héroe. ¡Y Mamporal no tiene héroe, Mamporal no tiene gloria, Mamporal no tiene a nadie!

Mamporal tiene su plaza, pero hasta ahora no se había pensado en utilizarla en otra cosa que en el mercado y en el atranque de burros y en paseo solitario de las vacas nocturnas. Cuando más se podría pensar en erigir un monumento a Bolívar o a Páez; pero ante una gloria “particular”, ante una gloria “propia”, ante una gloria de “nacimiento”, ya no hay nada que hacer.

Se ha reunido la Junta de Progreso del Municipio Mamporal. Considerando lo grave de la situación, el miembro Francisco de Paula Vera opinó: “que se evitará por cualquier medio la erección del desgraciado busto de Julio Rondón”.

El jefe civil protestó en nombre de la libertad individual y terminó diciendo:

-¿Y quién les manda a ustedes no tener a nadie? Nosotros en Carora tenemos a Pedro León Torres.

El bachiller Mirabal Villasmil, secretario de la Junta, propuso, con el apoyo del dueño de la posada, don Antonio Karam, sirio mamporalense, “que se discutiera a Manatí la gloria del nacimiento del coronel Julio Rondón, ilustre prócer de la Independencia, por existir indicios de que había nacido en Calabozo”.

Teobaldo, el partero, rechazó la proposición.

-No hombre, Julio Rondón nació en Manatí; eso lo saben los gatos. Y tienen la fe de bautismo.

Felipe Rada apuntó, tímidamente:

-Lo que podría hacer es probar que Julio Rondón era un pendejo…

-¡Eso no! -terció el jefe civil-. Eso sería ir contra una gloria nacional.

-Entonces no hay más que hablar… ¿Qué se va a hacer?…

-Hay una cosa… -insinuó socarrón el viejo Teobaldo.

-¿Una cosa? ¿Y cuál?

-Pues… un busto…

-¿Un busto? ¿De quién?

-Yo no sé. En mi casa hay un busto de bronce, grande así… Desde hace muchos años.

-Pero, ¿de quién es el busto?

-Yo no sé. Puede ser de Rojas Paúl, de Andueza… Yo no sé. O de Vargas.

-Pero, ¿a quién se parece?

-A nadie. Eso sí que lo puedo asegurar. Tiene veinte años en un rincón del cuarto de mi vieja; no sé cómo vino a dar aquí. Pero lo que sí es verdad es que no se parece a nadie.

-¡Entonces -exclamó el bachiller Mirabal Villasmil- nos hemos salvado! ¡Viva Mamporal! ¡Viva Mamporal! ¡Viva Mamporal!

Teobaldo repitió:

-¡Viva Mamporal!

Aquel ¡Viva!, en la boca del comadrón de Mamporal, sonó como un parto, como el nacimiento de un héroe.

El 19 de abril, a la misma hora en que los cohetes acogían en Manatí el primer gesto de bronce del coronel Julio Rondón, el bravo llanero, acá, en la plaza de Mamporal, limpia y soleadita, el jefe civil descorría una sábana blanca y dejaba al descubierto el busto broncíneo de un hombre austero, enfundado en severa vestimenta ciudadana. El pedestal luce una inscripción sencilla y noble:

"Mamporal agradecido a su Benefactor"

FIN





La reproducción de artículos firmados en el blog no implica compartir su contenido pero sí su interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt




Entrada núm. 5161
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

lunes, 22 de julio de 2019

[CUENTOS ADULTOS] Hoy, con "Chochi y Abejorro Verde", de Alberto Atienza






El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Desde hace unos meses vengo trayendo al blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros. 

Continúo hoy la serie Cuentos para adultos con el titulado Chochi y Abejorro Verde, de Alberto Atienza, periodista y escritor argentino, de Mendoza,  de cuya amistad personal me precio. Les dejo con



CHOCHI Y ABEJORRO
 por 
Alberto Atienza


Sesenta años confesados. “Sesentidies”, rumoreaban por lo bajo las chusmas de la cuadra. Cuerpo vasto, pesado, voluminoso. Respetable peinado con rodete, de matrona o de abuela. Falda larga. Medias de muselina. Zapatos de tacón bajo. Y por encima un mantón que servía en los domingos para cubrirla de la cabeza hacia abajo en la misa y en los días de semana como prenda completa, envolvente, abrigada. Lentes de armazón gruesa. La cartera de charol pendiendo del brazo derecho.

Sobre el asiento de mi bicicleta, inmóvil, con un pie en el cordón de la vereda, yo la miraba. A escasos doce o trece metros. La veía bien. Una señora clásica de las tantas de calle Ituzaingó. Angélica, para las vecinas. “Chochi”, nombre privado, recóndito, una clave desconocida para Mari, Nora, Jovita y todas las demás doñas de la zona. “Es la viuda de un sargento de policía”. “Se jubiló como enfermera del hospital Emilio Civit”. “Tenia una tienda en el centro”. “Sus hijos viven en Estados Unidos y le mandan dólares todos los meses”. Las versiones eran muchas. La más increíble contaba que su hermano, un partisano de la segunda guerra mundial, fue uno de los que colgó cabeza abajo a Mussolini y a Clara Petacci. Y que cobra una pensión en liras legada por ese ex combatiente.

La mitología acerca de Chochi era frondosa. Mientras más follaje, más lejos la verdad. Claro. Nunca las comadres del barrio aceptarían su pasado desnudista. Su tiempo, traducido en venta de tragos a parroquianos de lujosos cabarets y ya madura, en antros poco más grandes que un garaje, donde se hacinaban putas viejas, desdentadas, gordas, al lado de cafisos de trocha angosta, cobardones al principio y a ultranza, vociferantes de mentidas hazañas. Y algunos pibes en rol de despedida de solteros, contentos por bailar con una mujer a quien no alcanzaban a rodearle la cintura con un abrazo ansioso. 

La encontré en una tarde. Las calles tenían ese tono dorado que les regala el otoño. Las señoras barren y barren. Queda limpia una vereda y en segundos bajan más hojas.. 

Estaba en la puerta de su casa a la espera de un remise, uno de los pocos gustos de antaño que aun se daba: auto con chofer. Nada de caminar mucho. Menos un ómnibus de esos que nunca paran. Hacía varios días que yo aguardaba el momento para hacer contacto con ella. Siempre en el mismo lugar. En algunas ocasiones salió a hacer compras. Advertí el respetuoso tono con que las vecinas, chismosas profesionales, se dirigían a ella. Las diferentes leyendas sobre su pasado, sin dudas, les vedaban el paso a una condenable verdad. 

Varias veces la observé, con disimulo y no pude evitar volver a esas madrugadas. Sentado en un taburete de la barra del cabaret “Barrabas”, disfrutaba de su número de streap tease, el mejor de todos sin dudas. Mientras las otras mujeres se quitaban las prendas de modo mecánico, hasta monótono, Chochi lo hacía con una suavidad tan especial que encantaba a los hombres ahí reunidos. Por momentos parecía sentir pudor por lo que hacía. Y eso, más gustaba. Una de esas noches la invité a una copa, que fueron dos. Y otras que pagó ella. Y ahí quedó sellada lo que coincidimos en llamar nuestra amistad. 

A ella le agradó mi trato, la manera frontal de manifestarme. A mí me gustó, mucho, ella toda. Era una hermosa mujer, muy bien proporcionada, única en medio del elenco femenino del lugar, un bosque de exuberancias. Y lo otro, el talento, el recato, para ir mostrando de a poco su cuerpo a extraños. El modo dulce con que hablaba y su preocupación por saber más cosas a las que no tenía acceso, salvo por mi condición de “enviado especial” a su vida. Comenzó a interesarse por la literatura, el teatro. Le robaba horas a su descanso diurno y asistía a muestras de pintura. Llegaba a mi lado lúcida, feliz por el descubrimiento de otro mundo, al que entró de mi mano. Nuestras conversaciones se tornaron cada vez más interesantes. 

Chochi y Abejorro Verde escribí con pintura en medio de un corazón con forma de hígado, en una enorme piedra, al lado del río Mendoza en plena cordillera de Los Andes. Todavía éramos jóvenes. Amigos. Mentíamos. Yo, casado con una buena mujer. Ella, desposada con la noche. Yo “Abejorro” para ocultar mi identidad. Ella, “Chochi”, por lo mismo. Comíamos asado los lunes al mediodía. Metíamos los pies en el gélido cauce. Nunca fui su cliente. Estábamos muy juntos algunas horas a la semana y con eso nos bastaba. Compartimos secretos. Yo era el destinatario de sus corpiños cuando llegaba al final de su actuación, en medio del humo y los gritos, al compás de “El hombre del brazo de oro”. Nos amábamos sin saberlo. 

La vida, de un hachazo, nos bifurcó. Uno de los tantos cuartelazos, disfrazados con el nombre de revolución, que sacudieron a la Argentina, me proyectó hacia una prisión, sin comerla ni beberla, pero así fue. Salí del encierro y ella ya no estaba en ese cabaret. Me dijeron que se había marchado al sur, donde todavía una chica hermosa podía hacer dinero. No la vi. más. Tampoco la olvidé. Era el símbolo de los años más intensos de mi existencia. Luego de esa etapa, todo para mí fue un apagarse lento, aburrido. De casualidad supe dónde ella vivía. Averigüe sobre sus días y así me enteré de las leyendas tras las que se ocultaba para poder vivir decentemente. 

Fue en una tarde de otoño en que decidí hacer contacto. Ella esperaba el remise en el puente de su casa, como otras veces. Iba para el mercado central, yo lo sabia, por el bolso a cuadros que colgaba de su brazo, al lado de la brillante cartera. Comencé a pedalear despacio, aceleré y poco antes de pasar al lado de ella le grite: “¡Chau, Chochi!”. Me miró y se le iluminó la cara en una gran sonrisa. La misma de antes, no obstante los cabellos grises, los pesados lentes, la misma bella sonrisa. “!Chau, Abejorro!” alcancé a escuchar.







Los artículos con firma reproducidos en este blog no implica que se comparta su contenido, pero sí, y en todo caso, su interés y relevancia. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt




Entrada núm. 5083
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)