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lunes, 22 de julio de 2019

[CUENTOS ADULTOS] Hoy, con "Chochi y Abejorro Verde", de Alberto Atienza






El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Desde hace unos meses vengo trayendo al blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros. 

Continúo hoy la serie Cuentos para adultos con el titulado Chochi y Abejorro Verde, de Alberto Atienza, periodista y escritor argentino, de Mendoza,  de cuya amistad personal me precio. Les dejo con



CHOCHI Y ABEJORRO
 por 
Alberto Atienza


Sesenta años confesados. “Sesentidies”, rumoreaban por lo bajo las chusmas de la cuadra. Cuerpo vasto, pesado, voluminoso. Respetable peinado con rodete, de matrona o de abuela. Falda larga. Medias de muselina. Zapatos de tacón bajo. Y por encima un mantón que servía en los domingos para cubrirla de la cabeza hacia abajo en la misa y en los días de semana como prenda completa, envolvente, abrigada. Lentes de armazón gruesa. La cartera de charol pendiendo del brazo derecho.

Sobre el asiento de mi bicicleta, inmóvil, con un pie en el cordón de la vereda, yo la miraba. A escasos doce o trece metros. La veía bien. Una señora clásica de las tantas de calle Ituzaingó. Angélica, para las vecinas. “Chochi”, nombre privado, recóndito, una clave desconocida para Mari, Nora, Jovita y todas las demás doñas de la zona. “Es la viuda de un sargento de policía”. “Se jubiló como enfermera del hospital Emilio Civit”. “Tenia una tienda en el centro”. “Sus hijos viven en Estados Unidos y le mandan dólares todos los meses”. Las versiones eran muchas. La más increíble contaba que su hermano, un partisano de la segunda guerra mundial, fue uno de los que colgó cabeza abajo a Mussolini y a Clara Petacci. Y que cobra una pensión en liras legada por ese ex combatiente.

La mitología acerca de Chochi era frondosa. Mientras más follaje, más lejos la verdad. Claro. Nunca las comadres del barrio aceptarían su pasado desnudista. Su tiempo, traducido en venta de tragos a parroquianos de lujosos cabarets y ya madura, en antros poco más grandes que un garaje, donde se hacinaban putas viejas, desdentadas, gordas, al lado de cafisos de trocha angosta, cobardones al principio y a ultranza, vociferantes de mentidas hazañas. Y algunos pibes en rol de despedida de solteros, contentos por bailar con una mujer a quien no alcanzaban a rodearle la cintura con un abrazo ansioso. 

La encontré en una tarde. Las calles tenían ese tono dorado que les regala el otoño. Las señoras barren y barren. Queda limpia una vereda y en segundos bajan más hojas.. 

Estaba en la puerta de su casa a la espera de un remise, uno de los pocos gustos de antaño que aun se daba: auto con chofer. Nada de caminar mucho. Menos un ómnibus de esos que nunca paran. Hacía varios días que yo aguardaba el momento para hacer contacto con ella. Siempre en el mismo lugar. En algunas ocasiones salió a hacer compras. Advertí el respetuoso tono con que las vecinas, chismosas profesionales, se dirigían a ella. Las diferentes leyendas sobre su pasado, sin dudas, les vedaban el paso a una condenable verdad. 

Varias veces la observé, con disimulo y no pude evitar volver a esas madrugadas. Sentado en un taburete de la barra del cabaret “Barrabas”, disfrutaba de su número de streap tease, el mejor de todos sin dudas. Mientras las otras mujeres se quitaban las prendas de modo mecánico, hasta monótono, Chochi lo hacía con una suavidad tan especial que encantaba a los hombres ahí reunidos. Por momentos parecía sentir pudor por lo que hacía. Y eso, más gustaba. Una de esas noches la invité a una copa, que fueron dos. Y otras que pagó ella. Y ahí quedó sellada lo que coincidimos en llamar nuestra amistad. 

A ella le agradó mi trato, la manera frontal de manifestarme. A mí me gustó, mucho, ella toda. Era una hermosa mujer, muy bien proporcionada, única en medio del elenco femenino del lugar, un bosque de exuberancias. Y lo otro, el talento, el recato, para ir mostrando de a poco su cuerpo a extraños. El modo dulce con que hablaba y su preocupación por saber más cosas a las que no tenía acceso, salvo por mi condición de “enviado especial” a su vida. Comenzó a interesarse por la literatura, el teatro. Le robaba horas a su descanso diurno y asistía a muestras de pintura. Llegaba a mi lado lúcida, feliz por el descubrimiento de otro mundo, al que entró de mi mano. Nuestras conversaciones se tornaron cada vez más interesantes. 

Chochi y Abejorro Verde escribí con pintura en medio de un corazón con forma de hígado, en una enorme piedra, al lado del río Mendoza en plena cordillera de Los Andes. Todavía éramos jóvenes. Amigos. Mentíamos. Yo, casado con una buena mujer. Ella, desposada con la noche. Yo “Abejorro” para ocultar mi identidad. Ella, “Chochi”, por lo mismo. Comíamos asado los lunes al mediodía. Metíamos los pies en el gélido cauce. Nunca fui su cliente. Estábamos muy juntos algunas horas a la semana y con eso nos bastaba. Compartimos secretos. Yo era el destinatario de sus corpiños cuando llegaba al final de su actuación, en medio del humo y los gritos, al compás de “El hombre del brazo de oro”. Nos amábamos sin saberlo. 

La vida, de un hachazo, nos bifurcó. Uno de los tantos cuartelazos, disfrazados con el nombre de revolución, que sacudieron a la Argentina, me proyectó hacia una prisión, sin comerla ni beberla, pero así fue. Salí del encierro y ella ya no estaba en ese cabaret. Me dijeron que se había marchado al sur, donde todavía una chica hermosa podía hacer dinero. No la vi. más. Tampoco la olvidé. Era el símbolo de los años más intensos de mi existencia. Luego de esa etapa, todo para mí fue un apagarse lento, aburrido. De casualidad supe dónde ella vivía. Averigüe sobre sus días y así me enteré de las leyendas tras las que se ocultaba para poder vivir decentemente. 

Fue en una tarde de otoño en que decidí hacer contacto. Ella esperaba el remise en el puente de su casa, como otras veces. Iba para el mercado central, yo lo sabia, por el bolso a cuadros que colgaba de su brazo, al lado de la brillante cartera. Comencé a pedalear despacio, aceleré y poco antes de pasar al lado de ella le grite: “¡Chau, Chochi!”. Me miró y se le iluminó la cara en una gran sonrisa. La misma de antes, no obstante los cabellos grises, los pesados lentes, la misma bella sonrisa. “!Chau, Abejorro!” alcancé a escuchar.







Los artículos con firma reproducidos en este blog no implica que se comparta su contenido, pero sí, y en todo caso, su interés y relevancia. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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miércoles, 24 de enero de 2018

[DE LIBROS Y LECTURAS] Hoy, con "Isbrük", de David Vicente





El escritor David Vicente (1974) ha ganado el XLVIII Premio Internacional de Novela Corta “Ciudad de Barbastro” con su obra titulada Isbrük, que acaba de publicar la editorial Pre-Textos. Isbrük, en palabras de Carmen Valcárcel –presidenta del jurado–, se nutre de la mejor tradición del relato breve, pero con un largo recorrido narrativo. Cada uno de los diferentes puntos de vista que compone esta historia se convierte en una punzada que permanece en el corazón del lector.

Anja y Andreas se trasladan a Isbrük, un pueblo de pescadores, con la esperanza de reencontrarse el uno al otro y cada uno a sí mismo. Pero Isbrük no es un lugar para reencuentros, sino más bien un decorado, que se nutre de hombres pez y mujeres de hombres pez que han sido ya tragados por las aguas de su propia desesperación.

David Vicente construye a través de un estilo conciso, casi minimalista, dominado por una prosa poética, cargada de metáforas e imágenes simbólicas, una especie de tragedia moderna en la que la soledad acaba siendo un viaje de ida y vuelta para sus protagonistas: «Todas las mujeres de la familia desde hace generaciones han acabado locas. Locas y solas. O solas y locas. No estoy segura. Quizá todas deshidrataron tomates como punto de partida».

Mi amigo Alberto Atienza, periodista y escritor mendozino que habita al pie del Aconcagua, muy lejos de estas queridas islas atlánticas que me acogen, ha escrito una hermosa reseña de Isbrük que no me resisto a subir al blog. Espero que su lectura les lleve hasta la de Isbrük sin solución de continuidad. Conmigo lo ha hecho, y estoy seguro que merecerá la pena. 

El mar es otro universo, comienza diciendo Alberto Atienza. Días y noches de horizontes en olas. Navegar, desde el mágico instante en que el barco nace de nuevo. Cuando de a poco despega de la posesiva tierra. Es el momento en que el marino, comienza a transmutar su alma. Ese camino de profundidades. Días que parecen todos iguales y son siempre distintos. Las mil caras del mar. El viento que moja y canta “soy tu hogar…soy toda tu vida” Es imposible ante la cercanía del  mar,  no sentir su milenario influjo. Al montañés, al urbano, le dice “soy la puerta al mundo”. Y al pescador, al capitán de ultramar no les habla. Ellos ya son el mar. Para siempre. Un destino inexorable que nada puede deshilar.

Isbrük, un pequeño puerto pesquero es la breve escenografía en la que se mueven los personajes, de intensas vidas, silenciosas vidas, que invocaron al escritor David Vicente para corporizarse en su sorprendente novela. Obra que ingresa casi con un lenguaje propio, en el mundo de las letras. Claro que el idioma empleado es el español. Tratado con cuidado. Pero, manejado de modo sucinto. El idioma le obedece a Vicente. Alumbra los sentimientos. El planeta interno de los humanos de la obra es condensado, doliente, con el tenue brillo de pocos buenos recuerdos. Por momentos envuelve al lector un clima carente de adjetivación. Anja, la mujer casi no descripta, sin afeites ni atuendos. Ella, con hielo en su alma, solo equivalente al blanco corazón de los témpanos, con una ronda de muerte abierta por su madre. Y nunca cerrada. Ella, se ve a través de las parcas letras como una mujer de rara belleza. Aparece, sin metáforas ni retratos, como una fémina atractiva, de rostro un tanto tosco, pero que se espeja, sugestiva, por el deseo sexual.  Una sola vez elige una prenda especial y un poco se maquilla. Es una ocasión que, como contrapartida,  la encuentra enflaquecida en extremo.

El concierto de instrumentos disonantes en su interior, lo fatídico, la soledad, la fuga de la alegría, la distancia y el acercamiento con Andreas, su esposo, hombre con más de mar que humano. Anja, un personaje muy logrado. Más que eso, aparece como una persona. Inevitablemente, genera en el lector, un abrigo piadoso.  Uno, página a página, desea lo mejor para ella. Cautiva, en un telar enredado, mujer sensible, directa.

Andreas, apenas esbozado por los sentimientos de Anja, por su pensar, por el extrañamiento, de pronto adquiere voz propia. Sorprende lo profundo de su frustrado contacto, difícil de sobrellevar, con Luissa, hija de ambos. Y también conmueve en un rol de padre real, verídico,  con afectos muy fuertes, pero inmóviles. El mar se adueña cada vez más de él. Y Andreas, como si navegara al garete, se aleja de Anja, que lo reclama.

Vicente plantea una dura economía en el uso del idioma. Esa exigente selección le sirve para trasladar, por momentos toda la fuerza de la acción, al alma de sus criaturas.

Sin buscar analogías, Isbrük,  es un pueblo nunca descripto, con paisajes borrosos y el gran ciclorama del mar que, como a Andreas, lo contiene. El caserío, en un recurso que apenas se advierte como animismo, formula su alegato. Surge la visión de una suerte de purgatorio. Distinto al bíblico. Atípico. En la tierra. Adosado al océano. Ahí, tarde o temprano, todos descubren sus destinos.

Tobias,  hombre joven, sin ataduras con el mar, despierta, de pronto, al  inefable amor de pareja. Detrás de ese cielo aparecen nubes. Tobías descree de ellas hasta que el aguacero del dolor lo inunda.

Olträf y Hakon, aunque no trascendentales en la historia, distan mucho de ser unos meros personajes episódicos. Sus espíritus forman indisoluble parte de ese pequeño y gran mundo que, ¡cuidado!, puede tener más vecinos. Como el autor dice en una suerte de anatema literario. O, acaso una verdad: “Puede que tú también habites en Isbrük y no lo sepas”

Difícil escribir una novela sin caer en la influencia de moldes, arquetipos o ciertas modas pasajeras. Cuesta romper los formatos que desde la Biblia, pasan por el “El Ingenioso Hidalgo Don Quixote de la Mancha” (esa  estructura, perenne, blindada por la genialidad). Ardua  tarea hacer que la prosa deambule entre la vida y la muerte sin evocar a Juan Rulfo, en “Pedro Páramo”. Vicente lo logra. El evanescente sendero que transitan sus seres es de ellos. Nació con ellos. Y con ellos se irá. 

Dueño de la novela, Vicente la califica al final como una “farsa”. Disiento con el autor, aunque eso acaso no sea importante. Pero permítaseme que inscriba que una novela es eso, lo que el nombre indica. Y una farsa, es otra cosa. Para empezar, la farsa, desde sus orígenes, anidó en el teatro. Hay que admitir que la escena, con sus tablas, con Moliere, con la Comedia del Arte al aire libre, con piezas anónimas pero bellísimas y muy cómicas, como “La farsa de Patelín” adquirió una entidad puramente teatral. Los especialistas exigentes no consideran a la farsa un género. Pero eso es harina de otro costal.

Lo de Vicente es una novela de búsqueda propia. Búsqueda y encuentro. Indiscutible obra de la novelística. De excelente calidad y clima. Sostiene la atención. Sorprende aunque sin el empleo de grandes prodigios. Excepto uno, el retorno de Andreas, en más alma que cuerpo. Otro ser Andreas y a la vez, el mismo de antes. Una conmovedora toma de conciencia, despedida unilateral y definitiva.

Vicente Invita al lector a mundos internos, atrapantes, ciertos y a la  vez fantásticos. Y que, él autor lo insinúa, están ahí no más. Acaso, esperándonos, a la vuelta de la esquina.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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sábado, 13 de mayo de 2017

[Cuentos para la edad adulta] Hoy, con "Treyolí", de Alberto Atienza





Continúo hoy la serie de Cuentos para la edad adulta con el titulado Treyolí, del periodista, escritor y dramaturgo argentino Alberto Atienza. Nacido en 1940 en la ciudad de Mendoza, al pie del Aconcagua, donde sigue viviendo, Alberto Atienza, ya jubilado, sigue escribiendo cuentos y narraciones que publica en las redes sociales. También escribe, como redactor, en la revista progresista mendocina "La 5ªPata", sobre asuntos sociales y políticos. Fue periodista de "policiales" (sucesos y crónica negra) en su juventud, y redactor de los diarios Los Andes y Mendoza. Sufrió la represión y persecución de la dictadura militar por su encarnizada defensa de los derechos humanos. Ahora disfruta de su condición de esposo, padre, abuelo y de amante de los gatos y de sus amigos. Como yo, que me honro con su amistad, que va ya para diez años largos. 

El cuento, como género literario, se define por ser una narración breve, oral o escrita, en la que se narra una historia de ficción con un reducido número de personajes, una intriga poco desarrollada y un clímax y desenlace final rápidos. Durante los próximo meses voy a traer hasta el blog algunos de los relatos cortos más famosos de la historia de la literatura universal. Obras de autores como Philip K. Dick, Franz Kafka, Herman Melville, Guy de Maupassant, Julio Cortázar, Alberto Moravia, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Lovecraft, Jack London, Anton Chejov, y otros. 

En un inmenso honor para mí y para Desde el trópico de Cáncer traer hoy hasta aquí, a este que es también su blog y el de ustedes, su último cuento. Les dejo con Treyoli, de mi amigo Alberto Atienza. Disfrútenlo. 



TREYOLÍ
por 
Alberto Atienza


“¡Aoooj¡, ¡Que rico vinacho¡”. Fuertón el tinto. Arrancaba con cada trago un estremecimiento y una exclamación. A veces estallaba en un ruido gutural, como si el alma recibiera un sorpresivo gancho de izquierda. Hasta los veteranos “Filósofos del estaño” del boliche de Don Caicunca, no podían evitar el fugaz terremoto que pasaba por sus cuerpos, luego de un sorbo del tinto de Don Andrónico Sixto. Un néctar espeso. Caía como mercurio y dejaba en el grueso vidrio de los vasos una aureola oscura. Bajaba lento, sin apuro por las emocionadas gargantas ese vino viviente en densas sombras y furtivas luces.

Don Andrónico conocía su oficio. Lo ejercía como un verdadero creador. Acompañaba a las uvas desde los primeros brotes. Con sus manos sacaba malezas, orientaba incipientes pámpanos buscándoles la mejor ubicación. Acariciaba los cargados racimos y les contaba de su futuro. Cuando sus extensos viñedos alcanzaban la plenitud se pasaba horas contemplándolos. Amaba la belleza de las hileras cargadas que se cerraban en un punto que parecía fundirse con la cordillera de Los Andes. Otros vitivinicultores disfrutaban de esos momentos: la inminencia de la vendimia, otra vuelta de un ciclo de bonanza. Don Andrónico sentía tristeza. Ese cuadro, casi perfecto, daría paso a bandadas de cosechadores, el viaje a los lagares. El fin de una obra de arte de la naturaleza que apreciaba en todo su esplendor. Luego venia el gran consuelo y otra felicidad. Los momentos en que, cual antiguo hechicero, asistía a todos los pasos del nacimiento de su vino. El sueño del brillante y corpulento liquidó en las cubas de robles de Nancy. El cuidado diario, con el celo con que se rodea a un recién nacido. Las indicaciones, la actitud desprendida de un demiurgo que no escondía sus secretos y los prodigaba a sus ayudantes, quienes se harían cargo algún día del alumbramiento de ese elixir que a poco de tomarlo convocaba fantasmas amigables, risas sin tiempo y abría, otra vez, la surgente del amor.

Se insinuaba el invierno cuando Don Andrónico reunió a toda su gente, hijos, yernos, especialistas en vino a los que él llamaba “leídos” (enólogos con título) y les anunció su retiro. Les contó su determinación de pasarse unos meses en París. No faltó el comentario adverso de su vástago mayor, que veía eso como un gasto desmesurado. Estaba previsto ese frente opositor. Les dijo Andrónico que dudaba entre ir a la Ciudad Luz o emular a su amigo y colega Hermes Bolio que dejó la actividad y dilapidó todo su poder económico en la adquisición de automóviles que le llegaban todas las semanas de Europa, Estados Unidos o Buenos Aires. En un gran ámbito, en el que dormía Hermes, ya octogenario, reposaban relucientes Essex Six, Hudson, Bugatti, Reo, Pannhard, Lasalle, Packard. Y siempre surgía otro cabriolet o doble faeton que despertaba su afán de posesión. No sabía manejar. No le hacía falta. Los admiraba por su belleza. Don Andrónico visitaba a Hermes, ese anacoreta que había hecho de un enorme galpón un palacio repleto del refulgir de metales, olor a cuero de los tapizados y el aroma del caucho. Respetaba a su amigo. Entendía porque dejó a su familia. Nunca le dijo que iba a amanecer el día en que no compraría más un coche, por agotamiento de sus fondos, sol que llegó inexorablemente poco antes del fin de Hermes que ni se enteró del vacío de sus arcas. Murió, poco después de haber cursado el pedido de un proletario y diminuto Fiat Balilla.

El mayor de los hijos de Don Andrónico, heredero de su energía pero al que le tocó un corazón más duro en el reparto de atributos, le comentó con gran aplomo que la culpa de la bancarrota de Hermes y su familia no era del principal sino de sus descendientes que, al segundo auto que compró, debieron internarlo en un loquero.

Se dio cuenta Don Andrónico que tenía que correrlos con la vaina. No hacía falta pelar el facón, pero si demostrarles que el hierro existía con todo su filo y punta. Les comunicó algunos detalles de la jubilación que se aprestaba a asumir. Se iría a vivir al caserón deshabitado del casco de su primera finca, rodeada de viñas hasta donde se perdía la mirada.

Les contó algo sabido por todos: que con su esposa ya no tenía nada que ver. Luego de su viaje a París se mudaría a esa vieja mansión. No quería visitas. Quien fuera a molestarlo seria recibido a tiros. También les comunicó que dejaba todo el manejo de la empresa en manos de ellos. Se reservaba para sí un capital que no afectaría el desarrollo de la firma y un porcentaje sobre ganancias que le depositarían todos los meses en una cuenta a su nombre. Si eso no ocurría en una cláusula del contrato de cesión de sus derechos se estipulaba la caducidad del legado. Entregó una copia de los papeles donde constaba su voluntad y se fue.

Razonable la partición efectuada. El monto que se reservó era un dineral. Pero lo que dejó, también. Ninguno de los flamantes dueños de Bodega y Viñedos Don Andrónico sabía que estuvieron cerca de tantas posesiones, títulos, billetes y oro. La mensualidad no incidía en la marcha de la próspera fábrica de sueños. Quedaron tranquilos. Aliviados. El mayor pensó que el padre no mostró todas sus cartas. Supuso, mantenía cuentas muy importantes, en Buenos Aires y París. En un desván de su corazón de quebracho le deseó le mejor y tomó el timón de ese gran barco que navegaba sobre un mar de hojas de parra con olas de uva tinta.

No fueron tres meses sino medio año que duró la estadía de Don Andrónico en París. El primogénito no cumplió con el pedido del padre de mandarle un chofer a buscarlo y fue él a la estación de trenes. Creyó que era su obligación. Esa desobediencia le produjo una gran conmoción, un disgusto que luego fue la comidilla y la angustia de toda la familia.

Se bajó de “El Cuyano” Don Andrónico, exultante, rejuvenecido. Lucía como un figurín de catálogo de sastre. Sombrero de paja color crudo, traje blanco de hilo, zapatos combinados, un bastón con empuñadura de oro, chaleco a cuadros y una sonrisa que no se le borró ni cuando una de sus pesadas valijas le cayó sobre un pie. Ostentaba un aire lejano a “chanssonier”.

Detrás de él, un tanto envarada por el voluminoso “equipaje de mano” que portaba se recorto en la puerta del vagón una mujer, alta, rubia, ataviada a la última moda francesa que inmediatamente atrajo todas las miradas. Muy hermosa. Elegantísima. Fumaba tranquilamente con una larga boquilla de ámbar. Fumaba ante la atónita vista de muchas personas que ni imaginaban que una señora pudiera hacer eso. Corinne. Bailarina, para más señas. Podía levantar las piernas por sobre la altura de Don Andrónico. Esa fue la carta de presentación que trazó el bodeguero para su hijo. Y le hizo un gesto, un movimiento de manos que la linda mujer captó en el acto. Dejó su cartera bultos y paraguas sobre uno de los baúles de viaje que trajeron los maleteros, se arremangó el vestido hasta donde más pudo y comenzó a patear hacia el cielo acompasadamente mientras entonaba con voz suave los acordes del “Can Can”

Efectivamente sus zapatos superaban la cabeza de Don Andrónico. Pasaban ante su cara, como relámpagos dorados y contrastaban con el rojo de su ropa interior y con el blanco encandilante de sus perfectas piernas, apenas atenuado por la seda de las medias. Hizo un par de giros y completó su pie de danza. Espontáneamente, cientos de personas que llegaban de viaje, sus familias que las esperaban, aplaudieron la demostración.

Don Andrónico sonrió contento. El hijo sintió vergüenza por su padre. No pudo entender que venía de un mundo en que el surrealismo invadió la poesía, pasó por la pintura, el cine y se alojó otra vez en los sueños de la gente. No se dio cuenta que quien se marchó, tiempo atrás, era don Andrónico Sixto. Retornó un “bon vivant”, alguien que en lugar de desayunar con mate amargo lo hacía con champagne. Un hombre que a diferencia de Hermes Bolio, también amaba las líneas armoniosas, pero no las buscaba en los autos. Cambió Don Andrónico su fervor ante las filas de parrales teñidos de oro por la perspectiva de dos lindas piernas de mujer.

Sin dudas Corinne pertenecía al espectáculo. Y siguió en él. Alojada con Don Andrónico en el palacete criollo de Cruz de Piedra, una isla solitaria en medio de un océano de verdor, solía correr desnuda por la galería que circundaba la casa a veces cantando, otras insultando con gruesos términos del argot de su infancia. Don Andrónico, un tanto más recatado, en paños menores, trataba de darle alcance. Repetía sólo “Tréyoli, Tréyoli” en forma de ruego o de orden. La danzarina desaparecía por alguna de las puertas y detrás, el agitado sexagenario.

Cuerpo a tierra entre los surcos tres chicos, hijos de un contratista que tenía a cargo el viñedo, casi sin respirar, asistían todos los días a las funciones. A veces ella bailaba para él, con la música de un tocadiscos portátil a manija que situaban en una silla. Al lado, la mesa donde un solicito peón, anciano, de andar lento, depositaba un asado de costillas y chorizos, el plato preferido de Don Andrónico y de Corinne. Casi siempre permanecía desnuda. Se movía despacio, saboreando los manjares de esa nueva tierra. Don Andrónico comía de memoria, sin dejar de mirarla. Las corridas se reiteraban. Don Andrónico no la alcanzaba. Con esas largas y suaves piernas le sacaba ventaja al bodeguero que a la segunda vuelta, imploraba “tréyoli...tréyoli”. Esa era la parte que a los chicos, al público, más gustaba. No tanto los almuerzos, en los que a veces Don Andrónico se quedaba dormido y ella, sin ruido, se desplazaba como bella gacela de alba piel

Un año duró la permanencia de Corinne en la casa. Un día partieron juntos con baúles y valijas. Se acabó la diversión para los pequeños vecinos. Pero por poco tiempo. Al mes entró por la huella que desembocaba en la vivienda el Studebaker de Don Andrónico. La platea, muy atenta, esperó que irrumpiera en sus retinas “Tréyolì”. En Don Andrónico ni repararon. Pero no. Bajó del auto una morocha de pelo cortado a la “garçon” Largo echarpe rojo que casi rozaba el piso y un ajustado vestido color canela. Impresionaban sus ojos, enormes, de un celeste acuoso, que le ocupaban casi toda la cara. Como algunos pájaros, pensó uno de los chicos. El ritual se reiteró. Sin dudas el autor del libreto era Don Andrónico. Los almuerzos, ella sin ropas, él en calzoncillos. Las maratones en torno a la galería. Todo igual, menos la mujer. Pero también se llamaba “Tréyolì” Así la mencionaba Don Andrónico.

Ya crecidos los chicos, despiertos a temas adultos, esperaban más. No tuvieron suerte. Si algo pasaba, no lo dudaban, era en las habitaciones, en una, especialmente, en la que había una gran cama con columnas y un techo del que pendían telones de tul. Ese ambiente estaba orientado hacia un patio de la casa y desde la platea de los surcos no se veía.

Para ellos era como una película sin final. El villano, anciano, malvado, perseguía a una doncella a la que ya había mancillado arrancándole su tenue vestimenta. Ella, desesperada, entraba por una puerta detrás de la cual suponía se hallaba su salvación. Atravesaba ambientes con altos y oscuros muebles y desembocaba en una trampa sin escapatoria: el gran camastro sobre el que se arrojaba a llorar. Sus débiles quejidos eran tapados por los bufidos del perverso. Se entregaba resignada, como una presa que sabe, por algún misterio del alma, que había llegado la hora de la muerte.

Todos los años Don Andrónico se traía de Paris un perfumado “souvenir”. Para los chicos, cada vez más grandes, el show siempre era el mismo. Pero comenzaron a captar algunas sutiles diferencias. Una de las mujeres, cuando el anfitrión era ganado por el cansancio y el influjo de su propio vino y dormía, una de ellas, menudita, también rubia, se cubría con lo primero que encontraba a mano y comenzaba a sollozar sin emitir ni un sonido. Las lágrimas bajaban por su cara casi de niña. Algunas veces Don Andrónico despertaba, largo rato después y la encontraba sentada frente a él. Seria. Con los ojos enrojecidos, anclados en el lento hamacarse de las hojas de las vides. No se reiniciaba la acción. El encanto había desaparecido. Se levantaba despacio el hombre y arrastrando los pies entraba a la casa tal vez directo al puerto de la gran cama con doseles. No le preguntaba el porqué de su llanto. ¿Las otras lloraron alguna vez? ¿Dónde? ¿En el baño, a escondidas?, se preguntaba uno de los chicos. ¿Por qué tanta pena? ¿Estaban prisioneras? No lo parecía. Muchas veces se mostraban divertidas con las persecuciones. Y hasta le hablaban entusiastamente en francés en medio de un almuerzo a Don Andrónico que asentía con la cabeza sin dejar de mirarlas ni por un instante. Uno entendía un poco más y se los explicó a los otros.

El bodeguero las alquilaba. Les pagaba mucho dinero por acompañarlo y hacer lo que él quería, siempre lo mismo. Acaso una de esas chicas volvía a París y no tenía necesidad de trabajar más. O instalaba un negocio. La que aceptaba la propuesta, en el momento de decir si o cuando subía al buque que la traería, pensaba sólo en su buena fortuna.

Los días en la casona. La reiteración casi alquimista de la desnudez. El escape. El peso de un cuerpo anciano sobre el suyo, con olor a ropero antiguo y una mezcla de sudor y piel escamosa. El aliento a alcohol, a grasa. La cercanía de un rostro ajado, lascivo. El contacto íntimo con una carne amortizada.

Un vinito. Y la conversación. En realidad era un encuentro de homenaje al tinto y a las palabras.

-¡Que babosón el jovino¡- no pudo frenar su condena Víctor -mantenía cautivas a esas chicas por un puñado de pesos, las denigraba, las convertía en esclavas.

-Recuerde que ellas lo hacían por plata- le aclaró Recuana.

-Lo mismo ¡Pobrecitas¡ El pervertido era él. Esas mujeres jóvenes, hermosas, veían una salida de un mundo que no les gustaba y se prestaban para el sacrificio. Un año pasa pronto, habrán pensado. Si esa historia es verdad, porque con usted nunca se sabe, siento mucha pena. Lo mismo me da tristeza por ellas aunque lo que contó sea un alarde de ficción de su parte--- Víctor estaba conmovido.

-No lo tome así. Eso ya pasó- lo consoló sonriente Recuana -fue hace mucho tiempo.

-Discúlpeme. Ocurrió. Y vuelve a suceder si alguien lo cuenta. El sufrimiento, la alegría de un humano quedan inscriptos para siempre en algún lugar y comienzan a fluir cada vez que alguien los convoca, como usted, que trae un recuerdo que no es sólo suyo -pontificó Víctor.

-Me sorprende estimado. ¿De dónde viene esa teoría?-

-Alguien una vez la dijo y yo la recuerdo ahora. Y por favor no vaya a sacarle el cachete a la jeringa- volvía a ser el mismo Víctor. -¿Lo vio al cachafaz del Andrónico ese? ¿Usted era uno de los pibes espiones?

-Siempre con ese afán documentalista. Todo tiene que ser cierto para usted, si no, no vale. Necesita de testigos. Actas ¿Le gustan las actas hechas por escribano? Son muy creíbles.

-Hable. No se escape por la tangente. No haga mutis por el foro- lo reconvino Víctor.

-Lo vi a Don Andrónico. Lo confieso. La historia me la contó de grande uno de los chicos “voyeur” y fui hasta el lugar. Me costó, pasé por entré parrales secos. El desierto original se adueñaba de esas tierras. La casa estaba semiderruida con parte de su galería muy baja, pandeada porque habían cedido columnas de palo que la sostenían. Pocos vidrios en las ventanas. Parecía abandonada pero yo sabía que no era así. Me senté en los surcos y esperé. Al rato sentí una débil voz que decía “tréyolì...tréyolì” y apareció Don Andrónico. Se desplazaba muy despacio, con la ayuda de un aparejo de cuatro patas que llevaba delante de su cuerpo. Muy deteriorado físicamente, flaco, tembloroso, con su cuerpo inclinado, muy caído, hacia el lado izquierdo, una imagen repetida de la casa, pero en un cuerpo de anciano decrépito.

-¡Seguía en lo mismo el viejo carcamán¡- no pudo evitar la sorpresa Víctor.

-Sí, igual, aunque mucho más viejo.

-¿Y la chica era muy linda? ¿Era Corinne que había vuelto?- medio se había enamorado, a través de las palabras, Víctor de Corinne.

-Don Andrónico perseguía a una francesita desnuda. Almorzó con ella, ya no asado sino sopa de avena que le trajo un peón. Las cosas habían cambiado. Más me di cuenta cuando Don Andrónico, preguntó: ¿Por qué lloras querida? ¿Te hace falta algo? ¿Querés decirme qué te pasa?

-¿Y?- lo apuró Víctor.

-Estaba solo. No había nadie frente a él- dijo Recuana.

Una “Tréyoli” invisible, de puro aire, le habló de su pena, de su asco.


FIN



"Viridiana" (1961), de Luis Buñuel



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

viernes, 9 de mayo de 2014

Cinco años sin Mario



Mario Benedetti



Dentro de unos día se cumplen cinco años de la muerte de Mario Benedetti en la ciudad de Montevideo, Uruguay. Espero que la tierra de la capital más al sur de América, a él, uno de los más grandes poetas del Sur, le haya sido leve. Un sur que existe y que vive. Mi amigo Alberto Atienza, un escritor argentino, de la Mendoza andina, me lo recuerda muy a menudo en sus mensajes: "Acuérdate, Carlos, de que el sur también existe", me dice citando los versos de Benedetti. Imposible olvidarlo. Yo soy Sur de nacimiento, de vivencia, por elección. Como Canarias, de donde eran los primeros pobladores y fundadores de la ciudad de Montevideo.

Sí, porque Canarias es también Sur: el sur profundo, atlántico, de España. Sur que es tanto una realidad física como un estado anímico rodeado de agua por todas partes, un sur que tiene los pies que le sostiene en África y la cabeza que lo rige en Europa, pero el corazón, sobre todo el corazón, lo tiene en América... Siempre en América.

Joan Manuel Serrat cantó con amor profundo a ese sur de los versos de Benedetti que pueden leer más adelante. Les dejo con ellos. 

Y ahora sean felices, por favor, y como decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt



Con su ritual de acero
sus grandes chimeneas
sus sabios clandestinos
su canto de sirenas
sus cielos de neón
sus ventas navideñas
su culto de dios padre
y de las charreteras
con sus llaves del reino
el norte es el que ordena

pero aquí abajo abajo
el hambre disponible
recurre al fruto amargo
de lo que otros deciden
mientras el tiempo pasa
y pasan los desfiles
y se hacen otras cosas
que el norte no prohibe
con su esperanza dura
el sur también existe

con sus predicadores
sus gases que envenenan
su escuela de chicago
sus dueños de la tierra
con sus trapos de lujo
y su pobre osamenta
sus defensas gastadas
sus gastos de defensa
con sus gesta invasora
el norte es el que ordena

pero aquí abajo abajo
cada uno en su escondite
hay hombres y mujeres
que saben a qué asirse
aprovechando el sol
y también los eclipses
apartando lo inútil
y usando lo que sirve
con su fe veterana
el Sur también existe

con su corno francés
y su academia sueca
su salsa americana
y sus llaves inglesas
con todos su misiles
y sus enciclopedias
su guerra de galaxias
y su saña opulenta
con todos sus laureles
el norte es el que ordena

pero aquí abajo abajo
cerca de las raíces
es donde la memoria
ningún recuerdo omite
y hay quienes se desmueren
y hay quienes se desviven
y así entre todos logran
lo que era un imposible
que todo el mundo sepa
que el Sur también existe

"El Sur también existe", por Mario Benedetti 





Joan Manuel Serrat cantando a Benedetti



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Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)

miércoles, 4 de julio de 2012

El invierno en Mendoza (Argentina)





El escritor argentino Alberto Atienza





Una de las mejores cosas que tienen las redes sociales que se tejen a través de internet es la posibilidad de encontrar "almas gemelas" en los sitios más insospechados. Yo he encontrado varias a lo largo de estos seis años de existencia de Desde el trópico de Cáncer. Una de las más satisfactorias ha sido la del escritor y periodista argentino, de Mendoza, la bella ciudad a los pies del Aconcagua, Alberto Atienza, con cuya amistad me honro desde hace varios años, y cuyas publicaciones asiduas en la revista mendozina "La Quinta Pata", sigo con interés y placer.

No comparto la ideología de esa publicación, pero eso no empequeñece en lo más mínimo mi afecto por el autor del reportaje que, con su permiso, reproduzco más adelante, y publicado en dicha revista el pasado 17 de junio.

Es un reportaje frio, duro, desolador; como el invierno mendozino, y al mismo tiempo lleno de humanidad y esperanza y solidaridad hacia los más desprotegidos, que desgraciadamente cada vez son más, mientras los políticos de todo pelaje y condición miran hacia otro lado. Y es que, como bien dice el tantas veces citado por mí en estos días, el filósofo alemán Jürgen Habemas, no se puede prever como las políticas de austeridad, que de todas formas resultan difíciles de imponer desde la política interior, pueden conciliarse con el mantenimiento a largo plazo de un nivel aceptable del Estado social.

Pero no escribo más. Hoy, todo el protagonismo se lo dejo a mi amigo y admirado escritor y periodista Alberto Atienza. Les dejo con él. .

Los tres vídeos que he puesto como acompañamiento de la entrada son una producción de La Quinta Pata sobre la historia del movimiento peronista argentino. 

Y sean felices, por favor, a pesar del gobierno. Tamaragua, amigos. HArendt




El Aconcagua (Argentina) 






FRIO, FRIO...
por Alberto Atienza
La Quinta Pata
17 de Junio de 2012


Tres grados bajo cero, atacan a los “sin techo”. Vidas humanas en peligro demandan urgente salvataje. El perrito de Alberto Díaz Pérez, 35 años, lo acompañó hasta último momento. Una mujer adoptó a este fiel animal. Detrás de su imagen la “cama” donde dormía el hombre que podría haber sido salvado si se hubieran ocupado de él. El joven murió el 27 de junio de 2011 en el piso de la céntrica Plaza Independencia. Noches de tres grados bajo cero “El poncho de los pobres” según Yupanqui, el astro rey, sale tardío. Manda a la tierra rayos anémicos, sin calor. Parece un elemento de utilería, un sol amarillo, colgado de un ciclorama con un foco de viejas 60 bujías por alma.

Estufas, calefactores, mejoran los climas hogareños. Funcionan a toda vela. No interesa gastar más energía eléctrica o gas si la pasamos bien. Desayuno: unos mates bien calientes, facturas con dulce de leche y crema pastelera, Zopaipillitas en la tarde, con té o, lo mejor: chocolate con leche, bien espeso, como el que tomaba Alvar Núñez Cabeza de Vaca. Que el frío quede afuera. Y así será. Dios sea loado que podemos disponer de un techo y del confort que nos permite dejar al invierno en la calle.

Tres grados bajo cero. Oscuridad total. De las tinieblas emerge el dolor que aprieta las mandíbulas, endurece la piel y la hace tiritar. Frío. Cuando cae sobre un cuerpo deja de llamarse así y se convierte en puro sufrimiento. Si no fuera porque muchos creen lo contrario, podría afirmarse que lo tenebroso y el frío son la esencia del infierno. Cartones abajo que una vez envolvieron a un televisor de 32 pulgadas. Una manta que conoció días sin agujeros por los que pasa gélido aire. Papeles de diarios, con grandes fotos de sonrientes políticos que nunca durmieron bajo la intemperie en noches de junio o julio. Plástico no biodegradable, plástico traidor, casi eterno, que se niega a posar como abrigo y acumula agujas de rocío. 

“Los sin techo” Casi un eufemismo. Mañana será el nombre de un grupo de rock punk. O saldrá una de esas melosas canciones que le cante “al sin techo que dejó tu amor” La única forma de conocer el verdadero significado de la frase, sus plenas connotaciones, la profundidad de su abismo, es dormir al aire libre en una noche de invierno. Nadie, que cuente con un hogar lo hará. Acecha la hipotermia. La muerte en un reposo. El cuerpo va apagándose de a poco. Invade la pulmonía, si se llega a la mañana. El alcohol, barato para abrigar la carne por dentro por un rato y convocar una bella imagen de infancia con una madre, sonriente (no existe algo más bello que la sonrisa de una madre dedicada a su hijo) una mamá abrigadora, que lo cubría de noche con suaves lanas y tibios besos. El sueño, calido, como el viaje en una nube de verano.

Hablando pronto y no mal ¿Qué clase de pueblo es el que permite que seres humanos duerman bajo el crudo cielo de invierno? Muere un desposeído joven en una plaza y es noticia porque antes un fotógrafo registró su doliente imagen. Fallecen por el frío hombres en otros puntos de la provincia y se van de esta tierra llamada Mendoza, que los condenó con la indiferencia, sin boato de prensa. Nadie se entera de que alguna vez existieron. Otros se enferman, por las bajísimas temperaturas que atacan su lecho desde abajo, desde la tierra y que le caen de la negrura de la noche. Agonizan en un hospital y el vago diagnóstico final consigna, sin una línea de historia de ese humano malogrado, que sucumbió por “paro cardiorrespiratorio” Nada más. Nadie envuelve el último suspiro de ese hombre, breve aire, alentado por simples sueños: un techo, una cama caliente, comida y, acaso, algunas carcajadas. Los otros sueños, los de vecinos cubiertos, no son los del viajero que se fue con el frío. Más allá, a pocos metros, en una casa, un joven convoca a cada segundo al amor de su vida. Ella, en otro lugar, lo llama a él. Un señor a mitad de camino entre vigilia y manso sopor, saca cuentas para subirse a un reluciente cero kilómetro. Hay quien vuela bien con poesía en lugar de almohada. Los sueños no tienen frontera para los “con techo” Los de los otros, los “sin nada” son simples. Hasta se pueden traducir en una sola palabra: sobrevivir.

Hablando mal ¿Quiénes somos para ignorar y por ende dejar de lado a alguien que está en peligro de muerte? Hacemos como que no sabemos nada. Miramos al desguarnecido, que permite que lo contemplen sin enojarse, sin reaccionar, como si fuera un manso animal o una planta. Lo miramos y, siempre, estamos tan ocupados Dios que no podemos ir a tu cena. La cena con Dios. Ofrecerle comida, ropa, palabras, algo, a ese ser que todos los días muere un poco más. Estamos tan ocupados Dios que no movilizamos a nuestros amigos y parientes para conseguirle un techo, una cama digna a ese humano que nos ve pasar, con nuestros abrigos, que nos sacan del frío de las calles, como si fuéramos dentro de una burbuja. Nos mira ese hombre quebrado, de pie, pero caído. No nos envidia. No siente rencor. Está en su clima: frío a toda hora. El país de la efímera hoguera que calienta manos, frente y llena los ojos de humo y lágrimas. Más que país es otro mundo en el que se halla. Sabe que el lujoso auto no se detendrá. El conductor lo fija por un segundo en sus retinas y le veda el ingreso a su pensamiento. Le niega existencia. Así hacen todos. Las noches pasan. Hasta que llega la última. Y todo sigue igual. Como si nada hubiera ocurrido. Una vida humana se extinguió en la oscuridad.

Hacemos como que no nos damos cuenta y, sucede, no nos damos cuenta. No interesa que nuestra conciencia se abra para que ingrese un indigente, de ropas sucias, ajadas. Estamos para otra cosa. Vinimos al mundo con otra misión que la de alternar con menesterosos. Nada justifica lo anterior pero es real. Con pocas excepciones. Y surge la pregunta: ¿Qué pasa con los encargados de velar por la integridad de la población? Esos que ganan sueldazos con un tope del 25 por ciento. Nada. Nadie hace nada ¿No se da cuenta esa gente a cargo de áreas bautizadas con importantes palabras, llenas de buenos propósitos: “acción social” “bienestar social” “salud” que no cumplen con el cometido de sus empleos, que están cobrando por lo que no hacen, al dejar librados a su suerte (que es la muerte) a los silenciosos y casi invisibles “sin techo”? ¿Ningún abogado les dijo que posiblemente están incurriendo en un delito calificado como “abandono de persona”? Es simple. Se les paga para prodigar beneficios a la población y les dan espaldas a los que duermen en calles, plazas, en escalones de negocios, hasta en acequias. Existen medios de ayuda, solventados por los contribuyentes ¿Por qué no los aplican en esos casos críticos? ¿Por qué miran los funcionarios (seguramente que los ven) a esos seres sufrientes, como si no fueran humanos? ¿Quiénes son ellos? ¿Por qué los elegimos?

No existen censos creíbles. A nadie le interesan los “sin techo” Algunos, para blanquear tanta frialdad de sentimientos (llevan un invierno perenne en sus almas) dicen: “son borrachos, por eso viven así” En algunos casos es al revés. Otros: el vulgar axioma: “No trabajan porque no quieren” directo antecesor del fallo que aun aparece en álgidos labios: “Algo habrán hecho” Hace cuatro años fueron censados más de 50 desposeídos, dos de ellos mujeres. Eso se debió a que una buena señora, Norma Galar, les preparaba los domingos una sabrosa y nutritiva comida “Es lo único consistente que ingieren una vez a la semana” decía. Las viandas se repartían en plaza Sarmiento, frente a la Catedral de Loreto con sus luces y bocanadas de incienso, dedicada a la misa, en que los comulgantes comían el cuerpo de Cristo. Ni eso les convidaban los curas de ese templo a los abatidos vecinos. No los veían. Los fieles, al término de la liturgia, imbuidos de arrepentimiento y gozo, tampoco reparaban en los “sin techo” con sus bandejas, en esa suerte de desayuno-almuerzo-cena, semanal.

Dicen que las personas, hombres en su gran mayoría, que no tienen donde dormir en toda la provincia son más de 200. Sabemos de algunos, como el que pernocta
en Corrientes entre José F. Moreno y Salta, ciudad. Otros, itinerantes, que se estacionan en plazas. Antes era común verlos pasar la noche en la Terminal de Ómnibus. Los guardias nocturnos no dejaban que se recostaran sobre los desocupados asientos. Debían dormir sentados. De tanto hacer eso uno de ellos, que nunca habló aunque se sabía que no era mudo, Salomón de nombre, dibujante de carteles, a ese muchacho se le edemizaron los pies de una forma gigantesca. Hace rato que no se lo ve por ningún lado. Y así sucede. En una mañana no se divisan y de ahí en más entran para siempre en el mundo del olvido absoluto.

¿Qué se puede hacer para salvarlos? Muy simple. Instalar una casa, como corresponde, con agua caliente, estufas, camas limpias, una cocina, un baño o más de uno. Formar un equipo de especialistas en el auxilio de humanos en crisis y médicos. Cuando estén bien comidos, vestidos, con sus dolencias en vías de curación y hasta contentos, iniciar la posible recuperación de esos seres. Muchos son jóvenes aun. Otros no. Hay que buscar y existen soluciones para todos. Cuando uno de ellos reingrese a la existencia, abandone ese hogar de salvataje e inicie su derrotero de hombre libre y digno, hay que hacer una fiesta. Algo así como el alegre recibimiento popular que se le tributó al primer pececillo que nadó en el Río Tamesis luego de que ese cauce fue descontaminado. La celebración de la vida, que se instala de nuevo en su lugar.




Mendoza (Argentina)




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