domingo, 31 de agosto de 2025

DE LA POLÍTICA ECONÓMICA DE TRUMP Y LOS ANÁLISIS DE HANNAH ARENDT. ESPECIAL DE HOY DOMINGO, 31 DE AGOSTO DE 2025

 







El 1 de agosto, escribe Paul Krugman el 11/08/2025 en su blog paulkrugman@substack.com [La economía política de la incompetencia. Cómo Hannah Arendt predijo a Stephen Moore], Donald Trump despidió al director de la Oficina de Estadísticas Laborales tras un informe de empleo débil, alegando, sin la menor prueba, que las cifras habían sido manipuladas para perjudicarlo políticamente. El jueves, ofreció una rueda de prensa en la Casa Blanca, junto con el economista Stephen Moore, para intentar convencer a los medios de comunicación y al público de que la economía realmente va viento en popa. La foto de arriba muestra una escena de dicha rueda de prensa. ¿Qué le pasa a esta imagen? Primero, observe el gráfico. La segunda línea indica que muestra "ingresos medios", un término desconocido en economía. Claramente, se suponía que debía indicar ingresos medianos .

Vale, ocurren errores ortográficos. Pero no, por lo general, en gráficos preparados para una presentación del presidente de Estados Unidos.

Además, Jared Bernstein , quien ha analizado los datos que Moore presentó en ese gráfico y otros, afirma que las cifras parecen estar completamente equivocadas, lo cual no sorprende dada la fuente.

El gran problema con la imagen de arriba no es la vergonzosa falta de ortografía de "mediana", ni siquiera los errores factuales. Es el hecho de que Trump dio una presentación sobre el estado de la economía junto con Stephen Moore , quien quizás sea la última persona en el mundo en quien confiarías para que te dijera la verdad económica.

No quiero decir que Moore sea extremadamente derechista, aunque claro que lo es. Ni siquiera quiero decir que sea un periodista deshonesto, aunque claro que lo es. Quiero decir que incluso entre los periodistas deshonestos de la derecha, Moore destaca por su incapacidad patológica para acertar con los números y los hechos.

Y el hecho de que Moore fuera el referente de la derecha en materia económica incluso antes de Trump dice mucho sobre la gente que hoy gobierna Estados Unidos.

Antes de llegar a eso: Algunos lectores podrían pensar que estoy exagerando al decir que el problema de Moore con los hechos es patológico. Pero lean este informe de la Columbia Journalism Review. Verán, el Kansas City Star reimprimió una columna de Moore, escrita originalmente para Investors Business Daily , que citaba varias estadísticas de empleo como parte de un ataque contra, bueno, yo. Una columnista habitual del periódico se dio cuenta de que algunas cifras de Moore parecían erróneas; al revisarlas, resultó que todas sus cifras estaban equivocadas, en muchos casos de forma desconcertante.

Por cierto, Moore citó estas malas cifras para respaldar el "experimento de Kansas", el intento del entonces gobernador Sam Brownback de crear un milagro económico mediante la reducción de impuestos. El experimento fue un fracaso estrepitoso .

El desastre laboral de Moore no fue un incidente aislado. Por ejemplo, en 2015 publicó un artículo de opinión atacando el Obamacare, en el que ni un solo supuesto hecho era cierto. No voy a perder el tiempo revisando los escritos de Moore, pero parece seguro asumir que su extraña incapacidad para acertar con los hechos, que culminó en el desastre del Despacho Oval el jueves, ha sido constante.

¿Cuál es el problema de Moore? No lo sé ni me importa. La pregunta interesante es por qué alguien tan incompetente —al parecer ni siquiera sabe copiar números correctamente— ha fracasado constantemente en ascensos. Trump incluso intentó incluirlo en la Junta de la Reserva Federal en 2019, y podría haberlo logrado si Moore no hubiera resultado ser también un misógino grotesco y un padre irresponsable, condenado por desacato por no pagar la manutención de sus hijos.

Al observar la trayectoria profesional de Moore, es difícil evitar la impresión de que el movimiento político con el que se alinea —MAGA en este momento, pero su ascenso es anterior a Trump— ve su surrealista incompetencia no como una desventaja, sino como una ventaja. Al fin y al cabo, nunca se sabe cuándo un economista competente, especialmente uno con buena reputación profesional, podría resistirse a que le pidan que diga cosas ridículas.

Especulé brevemente sobre esto hace unos años, pero pensé que era una idea original, y me preocupaba si yo mismo estaba exagerando. Pero resulta que todo estaba en Hannah Arendt. En su clásico libro "Los orígenes del totalitarismo", explicó por qué los totalitarios —sé que Trump aún no es un dictador, pero claramente aspira a serlo— promueven a los incompetentes:

El totalitarismo en el poder invariablemente reemplaza a todos los talentos de primer nivel, independientemente de sus simpatías, por aquellos chiflados y tontos cuya falta de inteligencia y creatividad sigue siendo la mejor garantía de su lealtad.

Arendt también explicó, de antemano, la extraordinaria hostilidad de la administración Trump hacia la investigación, la extraordinaria velocidad con la que está destruyendo la base científica de Estados Unidos:

La persecución constante de toda forma superior de actividad intelectual por parte de los nuevos líderes de masas surge de algo más que su resentimiento natural contra todo lo que no pueden comprender. La dominación total impide la libre iniciativa en ningún ámbito de la vida.

Lo cual me lleva de vuelta al evento de Trump y Moore. ¿Por qué estoy perdiendo el tiempo en un programa absurdo que sin duda no ayudó en nada a mejorar el desplome de las encuestas de Trump sobre la economía? Paul Krugman en premio nobel de Economía.












sábado, 30 de agosto de 2025

DE LAS ENTRADAS DEL BLOG DE HOY SÁBADO, 30 DE AGOSTO DE 2025

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado, 30 de agosto de 2025. Las obras de Thomas Mann, escribe en la primera de las entradas del blog de hoy el filósofo Wolfram Eilenberger, diagnostican la crisis del liberalismo y arrojan certeros diagnósticos del tiempo presente: ¿Dónde estamos? ¿Qué es esto? ¿Adónde nos ha transportado el sueño? La segunda es un archivo del blog de septiembre de 2019 en la que HArendt nos hablaba de unos de los sueños de su niñez: Yo, de niño, quería ser senador. No de la Roma republicana, que me quedaba muy lejos. Ni del Estado español franquista, cuyo sucedáneo era el Consejo Nacional (que me atraía un poco más). No, yo quería ser senador del Senado de los Estados Unidos de América. El poema del día, en la tercera, se titula El verbo materno, es de la poetisa española Edurne Batanero, y comienza con estos versos: Las cuerdas vocales están tejidas/por las manos maternas,/dentro vientre que compartieron. Y la cuarta y última, como siempre, son las viñetas de humor, pero ahora, como decía Sócrates, "ἡμεῖς ἀπιοῦμεν" (nos vamos); volveremos a vernos mañana si las Euménides y la diosa Fortuna lo permiten. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt



















DE LA AGONÍA DE LA LIBERTAD

 







Las obras de Thomas Mann diagnostican la crisis del liberalismo y arrojan certeros diagnósticos del tiempo presente, escribe en El País [La agonía de la libertad, 22/08/2025] el filósofo Wolfram Eilenberger “¿Dónde estamos? ¿Qué es esto? ¿Adónde nos ha transportado el sueño?“. Las inquietantes preguntas con las que Thomas Mann termina su novela del siglo, La montaña mágica, son también las nuestras, comienza diciendo Eilenberger. Como si nos hubiésemos despertado de un letargo muy dulce, en vista de la reciente deriva de los acontecimientos del mundo, hemos de reconocer que sentimos una perplejidad fundamental: una gran guerra persistente en Europa, una profunda conmoción de la Unión transatlántica, el innegable deterioro de los principios democráticos, el debilitamiento casi generalizado del centro liberal; el rearme en todos los frentes… Vemos que, si partimos de la experiencia que supuso el gran año de apertura de 1989, así no se habían pensado las cosas, ni planeado, ni esperado.

Precisamente en cuestiones de cultura política el diagnóstico tiene que preceder a la terapia. Al menos así rezaba el principio por el que se guió el escritor y premio Nobel Thomas Mann, quien fue cobrando conciencia política ante los acontecimientos de su tiempo, y del cual se cumplen en este verano 150 años de su nacimiento. De hecho, Mann entendió en retrospectiva sus tres grandes novelas de época, las que le dieron fama mundial, Los Buddenbrooks (1901), La montaña mágica (1924) y Doctor Faustus (1947), como una trilogía sobre el camino de la nación media alemana a la oscuridad: su camino a un nacionalismo bélico y, en definitiva, a un nacionalsocialismo aniquilador del mundo. En palabras de Mann, estas obras tratan de la posibilidad siempre latente, anunciada ya desde varias generaciones anteriores, de que configuraciones culturales enteras retrocedan hasta desembocar en el “primitivismo más arcaico”. Esta amenaza se cierne otra vez sobre Europa. ¿Qué hacer?

¿Un tercer camino? Al igual que todo su entorno cultural de entonces, también Mann se preparó para evitar lo peor en la década de 1920 mediante la búsqueda intelectual y espiritual de un tercer camino. Libre de conservadurismos nacionales estrechos de miras, este camino, según esperaba Mann, permitiría renunciar al liberalismo puramente mercantilista y violento (encarnado para Mann en el ejemplo de la Edad de oro de Estados Unidos antes del cambio al siglo XX), así como a los experimentos de uniformización e igualitarismo que se maquillaban como “revoluciones en nombre del pueblo” (Mann los asociaba especialmente con lo que él denominaba una “Semiasia no latina”). Si no se lograba abrir un tercer camino que condujese a una democratización verdaderamente consciente y autodeterminada, Centroeuropa caería bajo la influencia de dos principios políticos, idénticos en esencia pese a su apariencia disímil: por una parte, el de “a cada uno lo suyo” y por otra, el de “para todos lo mismo”. Pero, sobre todo, bajo tales principios radicales, tal y como Mann hace diagnosticar al narrador de su gran novela bisagra La montaña mágica, pronto tendrá que aparecer el “liberalismo”, “con el que ya no se saca a ningún perro de detrás de la estufa”, es decir, con eso ya no se atrae a nadie. Casi se tiene la impresión de que hemos llegado a este punto.

La gran irritabilidad. Thomas Mann tituló así el capítulo final de La montaña mágica y con ello diagnosticó un estado de ánimo, una atmósfera propicia para la guerra e incluso para la guerra civil. Sin perspectiva de curación final y atormentados por sus propios temores de decadencia, los pacientes del sanatorio de Davos —representantes ejemplares de una sociedad de la abundancia sabedora de su cercano final— se ven acosados en esta novela por “la agresividad, la irritabilidad y por una impaciencia innominada”. Bajo la influencia de tales “circunstancias internas generales”, Mann observa que pronto la convivencia general se vio afectada por “comentarios venenosos, estallidos de furia e incluso peleas físicas”, así como por el “antisemitismo como deporte”: “quien no tenía la fuerza para refugiarse en la soledad era irremediablemente arrastrado por el torbellino”. Hoy lo comprendemos bien, al fin y al cabo, los medios sociales digitales sólo son supuestos sanatorios de opiniones que en verdad no desean curar a nadie y ni siquiera que se salga de ellos.

Del diálogo al duelo. En el punto álgido de tal irritación tiene lugar en efecto la batalla final en el sanatorio de los moribundos de Davos. Los contrincantes elegidos son, por una parte, el anti democráta Naphtha, que acaba de convertirse al catolicismo; y, por otra, Ludovico Settembrini, un erudito privado demasiado imbuido de humanismo, infatigable colaborador de una “Liga para la organización del progreso”. Ambos le sirven a Mann como ejemplos que encarnan las contradicciones principales de las distintas concepciones del mundo en la época anterior a la Gran Guerra. No han perdido nada de su actualidad, al contrario. El neoconservador Naphtha, escéptico de la ciencia y cínico del progreso —un inquietante precursor hecho a medida del actual J.D. Vance y de su restauración católico-liberal— está “siempre al acecho” en la novela, dispuesto a acosar a Settembrini hasta hacerle sangre con sus pullas afiladas (“esto ha sucedido por su humanidad, esté usted seguro de ello… aún hoy es tan solo una antigualla… un ennuí intelectual que solo causa bostezos"). Y, de hecho, el buen Settembrini, en el curso de sus años de tratamiento en Davos, pierde primero su modesta fortuna, después sus ilusiones nada modestas, y finalmente sus ideales liberales. Como consecuencia de un ataque retórico, especialmente malintencionado de Naphtha, reta Settembrini a su adversario a un duelo a pistola al amanecer. Con esta quiebra arcaica de la civilización, como él mismo comprende bien, actúa en contra de todas las convicciones que realmente le guían. Moraleja de la novela: la verdadera defensa nunca elige las armas del enemigo.

La verdad de las ficciones. Cierto, las novelas de Mann son solo ficciones. Pero ¿qué significa esto ya en una época que parece perder cada vez más su contacto con la realidad? En todo caso, las tensiones, los límites y los peligros proféticamente descritos que organizan la trilogía de Mann sobre el retroceso, son de nuevo más legibles que los nuestros. Igual que un cuento moralizante sobre el crepúsculo de un continente y su orientación a un mercado liberal que durante siglos no logró mantener las condiciones de su éxito a la altura requerida, describe Los Buddenbrooks el declive de una familia de grandes empresarios y de su influyente cultura empresarial a lo largo de cuatro generaciones. La montaña mágica se presenta como la reminiscencia de una cultura fatalmente desviada por su propia ociosidad y palabrería, en camino a la autodestrucción bélica como la última salida aparente del propio miedo a la muerte. Esta línea, finalmente, será llevada por Mann en Doctor Faustus de manera consecuente hasta las últimas tinieblas, que se dan cuando toda una cultura supone que solo podrá salvarse de su propio agotamiento y vacuidad con la vuelta a lo demoníaco. Un arco narrativo que amenaza una vez más con hacerse realidad en nuestro tiempo actual.

Experimentar la libertad. Como Thomas Mann escribe novelas, el género por excelencia en el que tiene lugar la mayor apertura, sus diagnósticos no se quedan atrapados en el fatalismo. No hablan de necesidades inevitables sino de peligros genuinos. El tono que le guía no es el del nihilismo sino el de la benevolencia. No le lleva el cinismo sino la ironía que toma distancia. En definitiva, con verdadera libertad solo juzga quien comprueba sus propios límites frente al otro y que, dado el caso, también los rechaza.

Quien lea otra vez las grandes novelas de Thomas Mann no encontrará en ellas terapias que lo curen todo ni recetas milagrosas. Pero sí certeros diagnósticos del tiempo presente. Y sobre todo estímulos para pensar de nuevo por sí mismo, para juzgar por sí mismo; para despertar del letargo ideológico de cada uno. Las novelas de Mann proporcionan, en otras palabras, también hoy, experiencias de auténtica liberación. Y experiencias que se hallan en el fundamento propiamente dicho de toda sociedad abierta. Wolfram Eilenberger es escritor, filósofo y Senior Fellow del St. Gallen Collegium. Su último libro es Espíritus del presente. Los últimos años de la filosofía y el comienzo de una nueva ilustración, 1948-1984 (Taurus, 2025).























ARCHIVO DEL BLOG. APOLOGÍA DEL SENADO COMO ÁGORA. PUBLICADO EL 04/09/2019

 






Yo, de niño, quería ser senador. No de la Roma republicana, que me quedaba muy lejos. Ni del Estado español franquista, cuyo sucedáneo era el Consejo Nacional (que me atraía un poco más). No, yo quería ser senador del Senado de los Estados Unidos de América. Pero me faltaba la nacionalidad, y eso me parecía algo complicado de solventar. ¿Y por qué ese deseo de ser senador del Senado de los Estados Unidos de América, se preguntarán ustedes? Pues muy sencillo, porque quería emular a quien era mi personaje público favorito de principios de los 60: John F. Kennedy. De mi admiración por él en aquella lejana época de mi infancia y primera juventud ya he escrito a menudo en el blog. No voy a reiterarme. Más tarde, con el paso de los años, tras la restauración  de la democracia y la entrada de España en la Unión Europea mis intereses se volvieron más caseros: deseaba ser senador, ahora sí, del Senado español, y miembro del Parlamento Europeo. Pero ya ven, ni siquiera conseguí ser concejal de mi ciudad, cargo al que opté por dos veces. La segunda con ciertas posibilidades de éxito, pero tampoco coló... Termino esta íntima digresión de hoy que no acabo de entender muy bien a qué rábanos ha venido, con una frase que recuerdo haber oído a otra gran persona a la que admiro profundamente: Joan Manuel Serrat. Dijo Serrat (y espero que no sea apócrifa porque se la tengo adjudicada a él con mucho cariño): "La felicidad consiste en aspirar a cumplir todos nuestros deseos y conformarnos con lo que nos toque". Es verdad, por eso soy feliz.

El filósofo y profesor Manuel Cruz, actual presidente del Senado (y espero que por una legislatura completa al menos) escribe sobre el Senado como ágora, ya saben la plaza pública que en Atenas servía de reunión a los ciudadanos de la polis. La Cámara Alta, dice Cruz, tiene la oportunidad de ser un espacio de debate y encuentro idóneo para atender todos los problemas que nos van a definir como individuos, como sociedad y como país en los próximos años. A mí personalmente, que sigo soñando despierto con ser senador (de "senectus": anciano), me ha gustado mucho. Por eso lo subo hoy al blog en este "A vuelapluma". Porque es algo que a mí me hubiera gustado contribuir a lograr como senador del Senado de España.

Quien albergue el firme propósito de neutralizar una demanda tiene a su disposición una vieja fórmula, de eficacia probada, comienza diciendo Cruz. Se trata de presentar dicha demanda cada cierto tiempo, pero cuidándose mucho de que nada cambie como consecuencia de la presentación. De esta manera, se consigue que los destinatarios del mensaje se acostumbren tanto a verla presentada como a la ausencia de resultados. El desenlace último de tanta vana insistencia es que la reclamación originaria queda convertida en una letanía tan previsible como bienintencionada, que se ve incorporada al catálogo de reivindicaciones heredadas, pero de la que nadie espera que se derive verdaderamente consecuencia alguna. Ni siquiera se trata, pues, como en la sentencia de Lampedusa en El gatopardo, de que “todo cambie para que todo siga igual”. A veces, parece que basta con limitarse a formular el deseo, sin más, para así dar por concluido un deber institucional o político.

Eso es en buena medida lo que parece haber ocurrido con el debate sobre el papel del Senado desde hace décadas. El diagnóstico sobre la necesidad de su reforma es compartido de manera prácticamente unánime por todas las fuerzas políticas, y así se ha venido expresando a lo largo de varias legislaturas, especialmente al inicio de las mismas. Todo el mundo ve necesario dotar al Senado de mayor peso y relevancia, y adecuarlo así de forma genuina a lo que la Constitución de 1978 nos dice que es: una Cámara de representación territorial y, también, de segunda lectura legislativa. Sin embargo, las urgencias y coyunturas de una vida política cambiante —que ha pasado de un escenario de bipartidismo imperfecto a un multipartidismo al que aún nos hemos de acostumbrar, pero cuyo destino no deja de ser también incierto— siempre han terminado por imponer su ritmo y sus intereses, aunque estos no fueran siempre los de España. Eso debe cambiar, y ha de hacerlo en la presente legislatura.

Soy muy consciente de las dificultades de la tarea, y a ellas ya me referí en mi discurso de toma de posesión: son demasiados los matices jurídicos y políticos que hacen de mi intención algo complejo, y en cierta medida, ajeno a mi sola voluntad y a la del grupo que me propuso para el cargo que ahora ocupo. Pero no es menos cierto que sí se dispone de un margen determinado para acercar nuestra realidad a nuestras aspiraciones. Un terreno que estoy decidido a explorar en esta legislatura —dure lo que dure— y con el decidido objetivo de no hacer de este un esfuerzo inútil que, en palabras de Ortega, nos conduzca a todos a la melancolía, sino un camino fecundo que culmine una aspiración no solo ampliamente compartida, sino también necesaria y urgente.

Vivimos momentos de zozobra personal y política, de perplejidad ante acontecimientos que cuestionan una forma asentada de entender el mundo. El relato ilustrado se nos presenta en crisis, con la linealidad de la idea del progreso puesta en entredicho y con la consiguiente crisis de nuestra relación con el futuro. Todos hemos escuchado el generalizado lamento de que nuestros hijos e hijas vivirán peor que nosotros. Por añadidura, durante estos años convulsos las instituciones democráticas han perdido solidez y atractivo a los ojos de unos ciudadanos crecientemente desencantados, hasta el extremo de que podría hablarse de una auténtica quiebra de uno de los pilares sobre los que se sostiene el edificio democrático, a saber, la confianza entre ciudadanos e instituciones.

Ahora bien, incluso la desconfianza admite grados, y no cabe llamarse a engaño respecto a que la misma se ve agravada cuando sobre las instituciones de las que se desconfía ya recaía con anterioridad algún tipo de sospecha (de inutilidad, de obsolescencia u otra), como es el caso del Senado de España. Pero precisamente porque me ha correspondido el honor de presidirlo y he asumido el deber político y moral de reivindicarlo, me atrevo a formular esta idea con toda rotundidad. Es hora de cambiar el orden de la ecuación: si el Senado pudo ser parte involuntaria de ese problema, debe ser ahora, con más determinación, uno de los ejes de la recuperación de nuestra autoestima como ciudadanos políticos de una democracia plena.

No se trata de un mero desiderátum, y mucho menos de una mal entendida obligación institucional. Se me permitirá a este respecto una reflexión final que atañe tanto a nuestro sistema político como a nuestro momento histórico general. Dominados como están nuestro debate y nuestra vida pública por las urgencias cortoplacistas y nuestra adaptación inmediata a un nuevo sistema de partidos, el Senado tiene la oportunidad y el deber de pensar a largo plazo, de ser la conciencia estratégica de nuestro sistema político. Desde el regreso de la democracia, nunca como hasta ahora podrán ser más evidentes las virtudes del bicameralismo y del equilibrio de poderes de nuestro andamiaje institucional. No en vano acreditados especialistas gustan de referirse, de tan tentados por demasiados estímulos y falsas urgencias como nos vemos constantemente, a la capacidad de atención como el nuevo cociente intelectual de nuestros días. Pues bien, es este papel de reflexión de fondo el que nuestra Cámara Alta está en disposición de jugar mejor que ninguna otra institución.

Aspiro a que el Senado sea a partir de esta legislatura la Cámara que hable con voz más autorizada sobre aquellos asuntos relacionados con la organización y la estabilidad territorial de España. Porque no son pocas las iniciativas que podremos tomar en este sentido, desde la recepción de las conferencias de presidentes autonómicos hasta el análisis y el impulso de un nuevo sistema de financiación autonómica, pasando por la creación de ponencias y comisiones encargadas de estudiar todo aquello relacionado con lo que, de forma diáfana, podríamos encuadrar como asuntos de competencia territorial. Pero, como Senado, tenemos además una oportunidad añadida en estos años venideros: la de hacernos cargo de los retos estratégicos que afrontamos como país y como sociedad a medio y largo plazo. Ser capaces de elaborar diagnósticos ampliamente compartidos que puedan luego servir de base para el diseño de las políticas públicas adecuadas. Ser, en definitiva, una auténtica y genuina cámara de reflexión, conciencia y brújula, en la que se debatan aquellos asuntos medulares que constituyen el entramado básico de las preocupaciones colectivas que conforman nuestro presente. Con el corolario ineludible que se desprende de lo anterior: precisamente por la trascendencia de la tarea pendiente, se necesita la participación en la misma de todos aquellos ciudadanos que tengan ideas que aportar en orden a construir un mejor futuro para todos.

Estoy convencido de que el Senado tiene ahora, y de forma inédita en los últimos años, la oportunidad de convertirse en una auténtica ágora influyente, eficaz, cercana. En un espacio de debate y encuentro menos asediado por distracciones y complicaciones coyunturales, e idóneo para atender todos aquellos problemas que nos van a definir como individuos, como sociedad y como país en los próximos años. Porque vivimos un auténtico cambio de época, en un crucial momento de transformaciones globales, y todo ciudadano debe sentir y saber que el Senado está a su altura y a su servicio. Ese es mi objetivo, y en base a él quisiera que, pasado el tiempo, se juzgara mi desempeño. Sean felices, por favor. HArendt

















EL POEMA DE CADA DÍA. HOY, EL VERBO MATERNO, DE EDURNE BATANERO

 







EL VERBO MATERNO



Las cuerdas vocales están tejidas

por las manos maternas,

dentro vientre que compartieron

hilvanan la sangre, depositando,

como quien siembra un trozo de pulpa

esperando amapolas

el verbo que se hizo carne.

Late el habla en esa cuerda

se enredan palabras

que nunca quiso aquí la madre,

que la garganta me la diste tú

pero lo que brota es mío,

no puedes cortar los hilos,

ni protegerme

para que no tenga que nombrar

lo que ninguna madre quiere.



EDURNE BATANERO (1995)

poetisa española





















DE LAS VIÑETAS DE HUMOR DE HOY SÁBADO, 30 DE AGOSTO

 


































viernes, 29 de agosto de 2025

DE LAS ENTRADAS DEL BLOG DE HOY VIERNES, 29 DE AGOSTO DE 2025

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes, 29 de agosto de 2025. Tenemos una política cortoplacista ante dinámicas que han alcanzado unas dimensiones que sobrepasan ciertos límites naturales o que plantean daños irreversibles, escribe en la primera de las entradas del blog de hoy el filósofo Daniel Innerarity. En la segunda, un archivo del blog de noviembre de 2008, HArendt recordaba algunos acontecimientos políticos que guardaba indeleblemente en su memoria; entre ellos, un discurso de Barac Obama en noviembre de 2008, y otro de John F. Kennedy en enero de 1961. El poema del día, en la tercera, es de la poetisa española Irene Domínguez, lleva el bello título de Anagnórisis, y comienza con estos versos: He muerto ya tres veces/y a la cuarta el nicho será de oro. La sangre brota, amenazante, cuando salgo de casa sin miedo/la noche en que posees mi cuerpo. Doliéndome, doliéndome. Y la cuarta y última, como siempre, son las viñetas de humor, pero ahora, como decía Sócrates, "ἡμεῖς ἀπιοῦμεν" (nos vamos); volveremos a vernos mañana si las Euménides y la diosa Fortuna lo permiten. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt




















DE LAS POLÍTICAS CORTOPLACISTAS

 









Tenemos una política cortoplacista ante dinámicas que han alcanzado unas dimensiones que sobrepasan ciertos límites naturales o que plantean daños irreversibles, escribe en El País [El problema de la sociedad exponencial, 19/08/2025] el filósofo Daniel Innerarity. Durante la pandemia, dice Innerarity, nos familiarizamos con una serie de gráficos que hacían visualmente comprensible el concepto de desarrollo exponencial, en aquel caso el de los contagios y fallecimientos. No era algo nuevo. Conocíamos incrementos acelerados en diversos fenómenos y procesos, pero tal vez entonces entendimos mejor que nunca el desastre asociado a una variable dañina que crece fuera de control. Aprendimos también que la mejor manera de hacer frente a un desarrollo exponencial consistía en adoptar una serie de medidas gracias a las cuales se pudiera “doblegar la curva” de contagios y reducir su velocidad de propagación.

La diferencia entre los cambios lineales y los cambios exponenciales es que en aquellos el crecimiento es constante, mientras que en estos se acelera, de modo que el incremento termina alcanzando una fase casi vertical; este aumento vertiginoso se representa con curvas que se elevan bruscamente y en periodos cada vez más cortos de tiempo. Además, se da la circunstancia de que muchas de estas curvas se relacionan entre sí (el incremento de la temperatura impulsa la migración y radicaliza la polarización política en las sociedades de destino; el envejecimiento de la población dispara el número de las enfermedades asociadas con la edad; cuanta más digitalización, más difusión de las noticias falsas, por mencionar solo algunos ejemplos) y esa interrelación potencia su aceleración catastrófica. Por si fuera poco, no hay quien se ocupe de su interdependencia, en la teoría y en la práctica: las disciplinas especializadas solo saben de lo suyo, y los responsables políticos se limitan a gestionar sus competencias propias; falta una perspectiva macroagregada y una autoridad legítima para regular una intervención coordinada que pudiera moderarlas y neutralizar su potencial destructivo.

En otras sociedades había ciclos, repeticiones o cambios suaves, e incluso revoluciones bruscas, pero apenas conocían el incremento exponencial: en las sociedades actuales casi todas las evoluciones relevantes siguen un patrón exponencial. El hecho de que actualmente haya tantos desarrollos exponenciales (crisis ecológica, aumento de los incendios, movilidad, turismo, envejecimiento, migración, digitalización, conectividad, producción de basura, viralidad de la comunicación, desarrollo tecnológico, polarización, desigualdad, incremento de la población, aceleración, obsolescencia...) permite calificarnos como una “sociedad exponencial” (Emanuel Deutschmann). Vivimos en una sociedad que está enfrentada a sus límites críticos y que no sabe cómo estabilizarse, lo que produce unas tensiones y conflictos específicos. Esta situación precatastrófica es lo que explica que estén apareciendo tantos escenarios de suma cero y que se endurezca la confrontación política. El tiempo acelerado no distribuye oportunidades para todos sino un mismo patrón de comportamiento angustiado, tan explicable como inútil: salvarse a costa de otros.

Una de las peores respuestas a este tipo de crisis es la de confiar su solución a la aceleración de los procesos. Jason Hickel ha etiquetado como crecimientismo (growthism) diversas formas de aceleración social cuyo común denominador es propiciar un desarrollo irreflexivo de procesos exponenciales: tecnología sin regulación, crecimiento económico sin consideración del impacto ambiental, oportunismo político que genera sospecha y degrada la conversación pública, desconfianza hacia los procedimientos democráticos a los que se asocia con una prescindible lentitud, la fijación en lo inmediato a expensas del largo plazo, la hipérbole crítica que no solo daña la reputación del adversario sino la credibilidad política en general, el aumento de la desigualdad que erosiona la cohesión social, el crecimiento irresponsable de la deuda... A veces, estas evoluciones catastróficas tienen su origen en el desconocimiento de su resultado final, pero en otros casos responden a un empecinamiento ideológico frente a cualquier forma de límite. El programa de eficiencia de la Administración pública ensayado por Elon Musk o la asociación que Javier Milei hace del Estado con la lentitud burocrática responden a una similar batalla ideológica que culpa de los problemas sociales a las trabas de la Administración, a su tamaño y su obsesión regulatoria. Las promesas de expansión ilimitada de los tecnosolucionistas han sido precedidas por una crítica sistemática hacia lo que, desde posiciones libertarias, se despreciaba como cultura de la prohibición o furor regulatorio.

En el ámbito de la digitalización y la inteligencia artificial podemos encontrar una similar propuesta expansiva de huida hacia delante: la creencia de que el ámbito digital nos libera a los humanos de aquellos límites que corresponden a nuestra realidad física. Aquí habría que mencionar el proyecto de Mark Zuckerberg de emigrar al metaverso o las diversas plataformas que ofrecen formas de transacción, oportunidades y experiencias, donde estaríamos supuestamente a salvo de las crisis provocadas por el mundo analógico. Es una promesa más radical que la de escapar a Marte para ponerse a salvo de la catástrofe, ya que se trataría de salvarnos de nosotros mismos, de algunas de nuestras dimensiones a las que se entiende como prescindibles. El señuelo de este viaje consiste en creer que el espacio digital puede desarrollarse equilibradamente si no hemos alcanzado la estabilización necesaria en el mundo material (económico, social y ecológico) e incluso pensando que dicha huida sería la solución a los problemas exponenciales que tenemos.

Mientras tanto, la política, en su formato tradicional, sigue sin enterarse de la fiesta (del drama, en este caso); su cortoplacismo le impide dotarse de la visión e instrumentos que serían necesarios para proporcionar al sistema social la estabilización que esperamos de ella. Tenemos una política focalizada en ciclos demasiado cortos en unos momentos en los que demasiadas dinámicas han alcanzado unas dimensiones que sobrepasan ciertos límites naturales o que plantean daños irreversibles, graves crisis y problemas, de modo que continuar con esa velocidad resulta especialmente peligroso e incluso catastrófico (y ya no en un futuro lejano).

¿De qué modo podríamos entonces doblegar las curvas y equilibrar su crecimiento? ¿Cómo frenar a tiempo el desarrollo exponencial y transformarlo en una dinámica sostenible, estable, justa y que asegure un horizonte temporal largo?

Las soluciones más habituales son poco realistas porque no se toman suficientemente en serio el desastre al que nos encaminamos o porque desconocen la condición humana. Por un lado, las recetas de la adaptación y la resiliencia, que tienen en común la aceptación resignada de unas circunstancias sobre cuya configuración se supone que no tenemos ninguna capacidad; son respuestas continuistas y reactivas, sin iniciativa y voluntad de transformación. Por otro lado, la propuesta del decrecimiento, razonable en muchos aspectos, pero irrealista como fórmula general, ya que los humanos no podemos frenar todo el crecimiento ni es verosímil que renunciemos a ciertos incrementos. Estabilizar no significa mantener las cosas como están (lo que suele ser imposible y constituye el riesgo del que hablamos), sino corregir a tiempo aquellas variables con desarrollo exponencial peligroso, de modo que no se rebasen ciertos límites. La estabilización no es lo contrario del crecimiento sino su condición de posibilidad. No hay prosperidad futura sin respeto a las condiciones vitales de las que depende.

Se ha acabado ese mundo que podía incrementar despreocupadamente unas posibilidades ilimitadas. Lo que ahora tenemos es un mundo con límites que han de ser tomados en serio, con recursos escasos, que hay que estabilizar con moderación, sentido de lo común e inteligencia cooperativa. La cuestión de fondo es saber qué tipo de límites debemos imponernos y cómo hacerlo democráticamente. Esa autolimitación debe ser acordada colectivamente, de manera que se repartan equitativamente los costes y sea aceptada como una limitación que no se nos impone arbitrariamente, que puede calificarse como democrática. Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política (Ikerbasque / Instituto Europeo de Florencia) y autor de Una teoría crítica de la inteligencia artificial (Galaxia Gutenberg), Premio Eugenio Trías de Ensayo.