La cultura española no se lo puso fácil a las primeras literatas. Pronto comprendieron que su tiempo no había llegado, pero ejercieron de formidables quitanieves luchando por abrirse camino en medio de una cerrada misoginia, comenta en El País Anna Caballé Masforroll, escritora y crítica literaria, que el próximo septiembre publica en Taurus su libro Concepción Arenal. La caminante y su sombra.
Caballé comienza su artículo contando lo que Rüdiger Safranski dice en su libro sobre la amistad entre Goethe y Schiller: que cuando Madame de Staël anunció al primero su próxima visita a Weimar, prevista para las Navidades de 1803, con el propósito de conocer al gran hombre, Goethe corrió consternado a casa de Schiller: ¿qué pretendía aquella notable mujer con su visita? Los dos amigos experimentarían un gran alivio cuando se fue, tres meses después de su llegada. Germaine Staël tampoco se mostró muy entusiasta de sus conversaciones con los dos grandes poetas alemanes: no encontró en Weimar ninguna de las cosas que le interesaban: algo de amor, poder o el brillo de la gran ciudad. Sin embargo, con aquella y otras visitas al país germano armaría un gran libro, De l’Allemagne, decisivo en el conocimiento y la admiración de franceses y españoles por la nueva cultura germánica. Interesa subrayar aquí el estupor de Goethe: ¿quién quería sostener una conversación intelectual con una mujer, fuera de París, donde las mujeres sí lograron abrir durante la Ilustración un espacio de cultura maravilloso gracias a sus preciados salones? Mary Wollstonecraft se había hecho eco ya de los cambios que se avecinaban en su ensayo Vindicación de los derechos de la mujer, analizado recientemente por Charlotte Gordon en una biografía donde se considera aquella figura excepcional en relación a su hija, Mary Shelley.
Desde luego, la cultura española no se lo puso fácil a las primeras literatas que creyeron en los nuevos ideales que inflamaron el romanticismo, a excepción de Juan Eugenio Hartzenbusch, su principal apoyo. Hartzenbusch, el hombre que amaba a las mujeres. Muy pronto, aquellas pioneras comprenderían que su tiempo no había llegado, pero, en todo caso, ejercieron de formidables quitanieves luchando por abrirse camino con sus obras en medio de una cerrada misoginia. A la que firmaría más adelante con el seudónimo de Fernán Caballero, su padre, el influyente Nicolás Böhl de Faber, furioso con las ideas defendidas por Wollstonecraft, le escribió: “El día que quemes sus Rights of Women será para mí un gran día”. Y es que su joven hija Cecilia, deseosa de recibir la bendición paterna, le había consultado qué opinaba sobre el ensayo que tanto citaba y admiraba su madre, la también literata gaditana Francisca Larrea. Para el cónsul alemán, el libro no podía ser más dañino: “La esfera intelectual no se ha hecho para las mujeres. Dios ha querido que el amor y el sentimiento sean su elemento. Cuando Ícaro se acercó demasiado al sol, cayó al agua, y lo mismo sucedió a madame Wollstonecraft. ¿Por qué son desgraciadas todas las mujeres sabias? ¿Por qué se las detesta? ¿Por qué se las ridiculiza, por lo menos?”. La forma de reaccionar a esa hostilidad generalizada que solo la tenacidad del feminismo ha conseguido disolver, al menos en amplios sectores de la sociedad, determinaría la trayectoria de cada literata. En general, limitaron su talento para evitar choques, se recluyeron en el misticismo o bien aceptaron una masculinización impuesta que las sumía en la mayor confusión sobre sí mismas. Cuando Nicasio Gallego subrayó el “varonil vigor” de la literatura de Gertrudis Gómez de Avellaneda, ella respondería expresando sus dudas: “Yo no lo sé, creo que ningún hombre ve ciertas cosas como yo las veo, pero no niego que nunca descollé por cualidades femeninas”. Se entiende que las cualidades en las que estaba pensando eran el gusto por el hogar o las labores de aguja, pues la maternidad, aunque fugaz, sí fue intensamente vivida por la novelista cubana.
El caso más interesante en el conflicto que se plantea en el siglo XIX entre razón (hombre) y naturaleza (mujer) es el que ofrece Concepción Arenal, la pensadora (declino la palabra también en masculino) más importante del siglo XIX. Para poder abrirse camino intelectualmente se deshizo de corsés y crinolinas adoptando una cómoda indumentaria masculina en su juventud que le permitió acceder, mal que bien, a las aulas universitarias y trabar sólidas amistades. Sus ensayos sobre la moralidad pública, la necesidad de una sociedad civil concebida como contrapoder, el derecho de gentes o la urgencia de una reforma penitenciaria mostraban a las claras una inteligencia brillante, dominada por la lucidez. Sin embargo, su influencia sería mínima y no se contó con ella cuando tímidamente se abordaron las primeras reformas en el mundo penal. Vestirse de hombre no era suficiente, solo incrementaba su excentricidad y que la señalaran con el dedo. Arenal adoptó un aspecto que transmitía una gran severidad, pero era solo un escudo protector ante la maledicencia. Por ello defendió el derecho de las mujeres a intervenir activamente en la sociedad: “¿Cómo una mujer ha de ser empleada de aduanas? Solo pensarlo da risa. Pero una mujer puede ser jefe del Estado”. Era su razonamiento, porque no hay lógica que justifique tan absurdo criterio: una mujer puede ser madre de Dios, pero no puede dedicar su vida al sacerdocio. Tampoco le servirían de mucho los dos ensayos. En su tiempo se aceptó que su extraña vocación por la filosofía era fruto de una inteligencia masculina en un cuerpo de mujer, y así lo repetía la prensa una y otra vez, escribiendo con asombro sobre su talento viril, y desentendiéndose al mismo tiempo de la fuerza de sus ideas. La soledad moral de Arenal iría en aumento hasta darse casi por vencida en los últimos años. Casi, porque siguió trabajando y publicando hasta el final. Una vez desaparecida, de su política del espíritu, destinada a despertar a las élites liberales, no han quedado más que un par de frases. Pero sus correspondencias con el pensamiento de Martha Nussbaum son asombrosas: ambos se fundan en la empatía (que Arenal llamaba compasión) y tiene que ver con la idea de que es posible conectar con los otros, por diferentes que sean. No solo es posible, es un deber ético el intentarlo, y con ello se fomenta una cultura cívica y verdaderamente democrática. De ahí su frase, inspirada en el Tartufo de Molière, “odia el delito y compadece al delincuente”.
Es posible que ahora, en plena reescritura de la tradición cultural, se vea con un cierto hartazgo la presencia femenina, pero está respondiendo a la necesidad de romper con un orden —intelectual, científico, artístico, moral y económico— que ignoraba a la mujer como albergue del logos (la expresión es de María Zambrano, vista por los poetas de su generación como una pedante insufrible). Piénsese en lo que puede ocurrir si a una niña le destruimos su voluntad, sus propósitos, sus preferencias y aficiones cuando no se ajusten a un modelo determinado. Si le negamos su derecho a saber y minimizamos su talento, exigiéndole, además, que su físico sea el que nos conviene a nosotros. ¿Qué obtendríamos de toda esa presión? Pensar en ella ayuda a comprender de dónde venimos.
Dibujo de Raquel Marín para El País
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
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