sábado, 2 de septiembre de 2023

De la felicidad como compulsión

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, de la escritora Elvira Navarro, va de la felicidad como compulsión. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com










La felicidad como compulsión
ELVIRA NAVARRO
29 AGO 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Nunca me he olvidado de cuando, siendo yo adolescente, vi a mi madre leyendo y subrayando Inteligencia emocional, el famoso libro de Daniel Goleman. La imagen me conmocionó por varias razones. La primera fue el propio concepto de inteligencia emocional, que era algo de lo que jamás había oído hablar. Ahora la psicología se ha popularizado y sabemos que la inteligencia no es algo que tenga que ver solo con el intelecto, pero antes esto no resultaba tan obvio. Para las generaciones que venían de una España mayormente analfabeta, así como de una guerra y una posguerra en las que la prioridad era la supervivencia, la introspección se consideraba una pérdida de tiempo y la psicología no existía. Se carecía de herramientas para bregar con las propias emociones, y a eso se sumaba la falta de costumbre a la hora de nombrar lo que sucedía por dentro, lo cual, por otra parte, siempre ha sido una tarea bien difícil. Con 14 o 15 años, yo todavía tenía un pie en aquel mundo en el que hablar de la propia psique rozaba el tabú, y por eso sentí un enorme pudor cuando vi a mi madre con aquel libro. Tuve la impresión de haberla sorprendido haciendo algo que de ninguna manera debía ver: enfrentarse a su mundo interior. A la oscuridad.
Podría seguir esta tribuna a golpe de claves psicológicas más o menos ciertas, como que la adolescente que yo era se estaba adivinando a sí misma a través de su madre y de ahí tanta revulsión, puesto que no hay nada que observemos fuera que no esté dentro de nosotros y etcétera. Manejamos esta clase de tips como antaño los refranes: para orientarnos. Los hemos incorporado al sentido común e incluso diría que estamos en el extremo contrario de la situación que acabo de referir. En tan solo unas décadas, hemos pasado de la nada al todo y, como los hipocondríacos, podemos emplear muchas horas de nuestra vida analizándonos obsesivamente para ver si este o aquel comportamiento, tic o manera de comunicarnos esconde algún tipo de trastorno. Ni siquiera hay que ir ya al psicólogo: el doctor Google es también psicoterapeuta, y de todas las escuelas. ¿Tu autoestima es baja? ¿Tienes unos padres tóxicos? ¿Cuál es tu tipo de apego? ¿Tu novio es un perverso narcisista? Abundan los artículos, los videos, los test. Sin duda toda esta información es útil y a más de uno le habrá servido para pedir ayuda o salir corriendo de alguna situación terrorífica, pero no hay que perder de vista que lo que estamos explorando es la propia subjetividad, donde todo conocimiento se convierte en un condicionante que puede llegar a trastornarnos, a magnificar los dolores y los traumas, o a sacar conclusiones erróneas.
La compulsión por estar bien tiene otra versión perversa en la autoayuda barata, el culto al cuerpo y la positividad sin fin, que se han convertido en tendencias de mercado a través de una infinidad de productos a los que acudimos como antaño se compraban las estampitas de los santos para rezarles o colocarlas en el cabecero de la cama. Un lenguaje insoportablemente emocional en forma de vacua frase motivadora lo invade todo, desde las tazas del desayuno pasando por los anuncios para vender seguros de vida o las campañas electorales, y ha dado lugar a la expresión “filosofía Mr. Wonderful”, que es más bien una ideología donde la felicidad, el triunfo individual o el optimismo ya no son solo algo deseable, sino una suerte de obligaciones amables. El dolor y el fracaso están demonizados, aunque cualquier adulto sensato sabe que dolores y fracasos son grandes escuelas de vida con las que aprendemos ya no solo el valor de las cosas, sino a relativizar, a sobreponernos y a no temer.
El resultado de este clima es paradójico e inquietante: una sociedad ofuscada con el éxito y el bienestar que al mismo tiempo, devorada por el ombliguismo, la abundancia y la obsesión por la seguridad, es cada vez más vulnerable y está menos preparada para lograr unas metas que ni son fáciles de alcanzar ni contemplan ningún horizonte común. Caminamos alegremente hacia el abismo embargados de consignas empoderadoras, ansiolíticos y recetas fáciles para la superación personal. ¿Se acuerdan de la novela de Aldous Huxley, Un mundo feliz, donde la felicidad y la eliminación permanente del dolor se consiguen solo a base de drogas, deporte, tecnología y programación conductual? ¿Y de esa otra de H.G. Wells, La máquina del tiempo, donde un científico viaja al futuro y, en vez de con una civilización maravillosa y desarrollada, se topa con un mundo dividido en dos, los hedonistas y los seres del subsuelo, siendo los primeros unas criaturas sin inteligencia, pensamiento ni fuerza física que viven aterrorizados por los habitantes de las tinieblas, que se los comen? Las distopías, claro está, no son reales, pero sí marcan tendencias, y de esas dos andamos cerca.































[ARCHIVO DEL BLOG] Los incidentes de Alsasua. [Publicada el 18/07/2017]









La decisión de la Fiscalía de pedir 375 años de prisión para los acusado de golpear y maltratar a unos guardias civiles y sus compañeras en la localidad de Alsasua, Navarra, se enmarca en la desnaturalización del concepto de terrorismo de los titiriteros, tuiteros y antisistema. Ha costado mucho la paz y hacerla sostenible es nuestra obligación, dice en un artículo en El País el jurista y exmagistrado de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón. 
Hace unos días, comenta Garzón, un amigo norteamericano me dijo: “Es impresionante cómo castigáis aquí a los terroristas”. En principio pensé que se refería al terrorismo yihadista. Le vi que ponía cara rara y me respondió: “No, es que he visto la petición del fiscal Perales de la Audiencia Nacional de 375 años de cárcel para unos jóvenes de Alsasua y te quería preguntar qué crímenes habían cometido”.
Me quedé estupefacto. Le expliqué que se trataba de ocho jóvenes que el 15 de octubre de 2016 agredieron en un bar de aquella localidad navarra a un teniente de la guardia civil y un agente del cuerpo que, en ese momento, estaban en el local con sus parejas y libres de servicio. Hubo insultos, golpes y un tobillo fracturado; esto tenía que ver con algo llamado proyecto Alde Hemendik (AH), que en euskera significa “Fuera de aquí”, creado por ETA el siglo pasado para presionar a servidores públicos para que abandonaran el País Vasco y Navarra.
Seguidamente preguntó: “¿Pero ETA dejó la acción terrorista en 2011 y esto ocurrió en 2016?”. Retrocedí entonces a octubre de 2002, cuando incluí el proyecto Alde Hemendik, creado por ETA, en el procesamiento contra varios miembros de Gestoras Proamnistía (GPA), controladas directamente por aquella y encargadas de su desarrollo.
Es decir, cuando AH surgió como instrumento de lucha, existía una estructura terrorista perfectamente organizada y jerarquizada, en cuya cúspide estaba ETA-EKIN y en escalones inferiores, entre otros organismos, las GPA. El objetivo, según el documento titulado Alde Hemendik Dinamikak Indertzeko Proposamena, intervenido el 9 de marzo de 1999 al etarra José Javier Arizcuren Ruiz, Kantauri, era ejecutar amenazas, coacciones y presiones a los funcionarios de los cuerpos y fuerzas de seguridad, fuerzas armadas y judicatura para que abandonaran el País Vasco y Navarra.
En la sentencia del Tribunal Supremo de 23 de septiembre de 2009, cuyo ponente fue el actual fiscal general del Estado, José Manuel Maza, y uno de sus firmantes el magistrado Miguel Colmenero, se decía paladinamente: “GPA se integró (…) primero en KAS (…) finalmente con EKIN, que servían de coordinación a todo el movimiento popular y social, sometida a la voluntad de ETA. (…) Ese sometimiento trascendía a la acción ya que GPA, además del control, coordinación y apoyo al colectivo de presos de ETA, tenía como cometido la realización de la campaña AH, el señalamiento público de quienes se consideran responsables de la situación del País Vasco, y por último la indicación de controles ubicados por las fuerzas de seguridad”.
La jueza Lamela expone en su auto de procesamiento, como justificación de su decisión, que los procesados pronunciaron las palabras AH, utilizándolas contra la Guardia Civil, que el AH se enmarcó y difundió en el Ospaeguna (Día de la huida) en pancartas en las que había un logo de ETA. Y que estos actos (por los que nunca ordenó que se abriera procedimiento) se “desarrollaron dentro del ambiente del denominado AH, persistiendo en la actualidad, a través de plataformas populares vinculadas al entorno abertzale radical”.
Calificar esto como conducta terrorista es una inconsistencia jurídica de gran envergadura y demuestra la debilidad de los argumentos de la magistrada. Primero habla ambiguamente del “ambiente”, no de la acción en sí misma; después, de estructuras populares a las que, al parecer, con el pretexto del AH, eleva a categoría de “organizaciones terroristas”, olvidando que esa campaña, creada por ETA, se creó, exclusivamente, para desarrollarla a través de sus subestructuras EKIN-GPA, con fines terroristas que, en todo caso, quedaron vacíos a partir del 20 de octubre de 2011.
Dar al colectivo OSPA Mugimendua, como hacen jueza y fiscal, alcance terrorista implicaría que constaran, perfectamente definidos, los fines terroristas del mismo, según exigencia del artículo 373 del Código Penal. Pero no es así. Ni siquiera circunstancialmente. Lo expuesto, no pasaría de ser una mala anécdota judicial si no fuera porque hay personas privadas de libertad para las que se piden penas de prisión astronómicas.
Pero lo más grave de todo es que el Tribunal Supremo, al resolver la competencia entre los jueces de Pamplona y Audiencia Nacional, no haya frenado este disparate jurídico, alimentado, ahora, por una calificación fiscal fuera de toda mesura jurídica y lógica político criminal. Y lo podría haber hecho simplemente aplicando su propia doctrina, aquella que el ahora ponente, el magistrado Colmenero, contribuyó a sentar en la ya citada sentencia de GPA y enviando el caso a Navarra en donde, y el lector debe saberlo, se podrían haber solicitado penas de más de 20 años de prisión.
En el auto del 1 de junio de 2017 que decide la competencia a favor de la Audiencia Nacional, el Supremo expresa que la agresión sufrida por los funcionarios “aparece indiciariamente relacionada con organizaciones (sic) orientadas a expulsar a los miembros de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado de la Comunidad de Navarra y del País Vasco, mediante actos reiterados de protesta, de presión y hostigamiento contra los agentes y sus familias”. El Supremo, que en 2009 resaltaba el carácter terrorista de las Gestoras Proamnistía, dinamizadoras del AH, calificándolas de “una pieza más en el mosaico del terrorismo vasco, encabezado por ETA con su significado frente militar...”, no se atreve ahora a mencionar el adjetivo terrorista aplicado a OSPA Mugimendua, y no lo hace por ser imposible establecer dicha naturaleza fáctico jurídica y mucho menos la conexión, por liviana que sea, entre este colectivo, los acusados y ETA.
Por tanto, solo existe la nada terrorista en el caso Alsasua y la decisión de la fiscalía de iniciarlo, bajo la anterior jefatura, con el regocijo del ministro Fernández Díaz, no se enmarcó en el contexto de la actividad terrorista de ETA, sino en el de la desnaturalización del concepto de terrorismo de los titiriteros, tuiteros, anarquistas, antisistema, okupas, personas que silbaban al himno nacional, que quemaban alguna bandera o algunas fotos del Rey. En esa línea, el escorzo del fiscal puede tener imprevisibles consecuencias. Por mucho que se afirme su presencia, ETA y sus proyectos desaparecieron y su desarrollo al servicio del terrorismo, también. Todos fueron vencidos por el esfuerzo de una ciudadanía comprometida con la democracia.
Ha costado mucho dolor llegar a la paz, dice Baltasar Garzón; hacerla sostenible es nuestra obligación y no arriesgarla con este tipo de ensayos que, al final, desempoderan a las víctimas y desmerecen la seria y contundente labor previa en el combate contra el terrorismo de ETA. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt












viernes, 1 de septiembre de 2023

Del mundo en las manos

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, de la socióloga Helena Béjar, va del mundo en las manos. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com








El mundo en sus manos
HELENA BÉJAR - In memoriam
01/07/1997 - Revista de Libros - harendt.blogspot.com

Recensión del libro Historia íntima de la humanidad, de Theodore Zeldin, Alianza, Madrid, 1996


En el campo de las ciencias sociales, el triunfo editorial parece hoy la meta de no pocos autores, desde los diletantes hasta los más ilustres especialistas, impulsados ya sea por afán de difundir el saber al común de los mortales, o por motivaciones menos altruistas. El anuncio de la publicación de esta Historia íntima de la humanidad explicaba que su autor, profesor de historia en Oxford y autor de la muy valiosa France (1848-1945) (2 vols., Clarendon Press, Oxford, 1973 y 1977), había salido de las bibliotecas, tras siete años de encierro, a hablar con la gente. Así habría nacido esta curiosa pieza de historia de las mentalidades, traducida ya a once idiomas y se diría que orientada desde su misma concepción al éxito de ventas. La contraposición entre el encuentro personal y la reclusión erudita evoca la tópica dicotomía entre vida y arte, que en efecto impregna este libro centrado en el ámbito de los valores y las relaciones personales nada menos que de la Humanidad en su conjunto y en todo tiempo. Cada capítulo se abre con una breve historia de vida de mujeres francesas –de clases ilustradas en su mayoría– y se cierra con una extensa bibliografía sobre «cómo hombres y mujeres han aprendido poco a poco a tener conversaciones interesantes», «cómo la gente se ha librado del miedo descubriendo nuevos miedos» o «por qué resulta cada vez más difícil destruir a los enemigos». Zeldin sabe cómo atraer la atención del lector. Quizá por ello alaba la curiosidad, «convertida en clave de la libertad», e invoca el espíritu de eminentes viajeros como René Descartes, Alexander von Humboldt o Richard Burton, ajenos a la especialización que ordena el saber actual. En France, Zeldin ironizaba sobre la imposibilidad de abarcar la ingente literatura académica sobre el tema que le ocupaba (Francia, el acento de la cultura francesa en la inteligencia, su consciencia de nación ilustrada, las elites intelectuales, etc.). Ahora tacha de autodestructivo el imperativo académico de especialización, no sólo porque limita la curiosidad del investigador, sino porque produce un «silencio ensordecedor» en boca de los pares del estudioso. Éstos otorgan cicateramente su reconocimiento, mientras pugnan a su vez por ser reconocidos en un angosto salón de espejos.
Al abandonar la atalaya del academicismo, Zeldin se ha adentrado ahora en algo muy parecido a la divulgación, uniéndose a la reciente popularización de la historia de las mentalidades. Y ha tenido que pagar un alto precio. Los relatos de las mujeres carecen de justificación teórica, más allá de la explícita intención de que nos reconozcamos en ellos. Parecen, pues, una concesión a un vago feminismo. Sin hilo conductor ni hipótesis alguna que los enlace entre sí ni con los demás capítulos, estos relatos se vuelven completamente superfluos al avanzar la lectura. Por otra parte, el grueso de los capítulos está formado por una sucesión de temas, ligeramente hilvanados, cada uno merecedor de unos cuantos párrafos. La yuxtaposición de asuntos y los frecuentes saltos en el tiempo y el espacio implican una levedad teórica tal que acaba por producir irritación, al menos en el lector poco versado. Sobre todo porque Zeldin ofrece a veces un cebo goloso para levantar la caña en seguida: así cuando interpreta la Reforma protestante como un peculiar disolvente de miedos (al infierno y al purgatorio) en el capítulo 4, o cuando apunta a la transformación del ideal de fraternidad: «Todo individuo está constituyendo lentamente una confederación de individuos personalmente escogidos» (pág. 382). ¿Se referirá acaso a Internet?
La confusión, producto de la acumulación de información sin desarrollar, se ve a veces compensada con una fina ironía destinada a los que saben de qué van algunos asuntos que esta historia magna describe. Así se entienden las ácidas alusiones a la tradición utilitaria, hoy tan en boga, que desprecia la acción social altruista: «Los científicos que han estudiado estas cuestiones han sido habitualmente mordaces y han hecho hincapié en que esta clase de personas [las altruistas] siempre quieren algo a cambio y que la envidia es uno de los subproductos necesarios de la existencia, como el anhídrido carbónico» (pág. 384).
Quizá haya que leer este libro al revés, comenzando por la conclusión, donde Zeldin desvela su objetivo: «He intentado ofrecer una base sobre la que construir no una retirada de los asuntos públicos en un repliegue hacia las obsesiones privadas, sino una conciencia de lo que es más genuinamente público, lo que comparten los seres humanos» (pág. 460). La identificación de lo público con lo compartido nos remite a algunos de los supuestos que el autor deja caer aquí y allá. Como por ejemplo, que «no hay felicidad completa si se es egoísta. No ser de provecho para nadie acarrea el descontento con uno mismo» (pág. 373). O que «es difícil realizar cualquier cosa sin recibir ayuda o inspiración de fuera de uno mismo» (pág. 456). A la tríada privacidad-independencia-autoanálisis opone Zeldin los valores fraternidad-interdependencia-curiosidad. Frente a un obsesivo cuidado de sí, Zeldin apunta al valor moral y a la función social de la compasión como parche de la anomia que engendra el proceso de individualización.
Es este proceso, aunque Zeldin no emplee tal expresión, lo que explica la creciente dificultad que tienen hombres y mujeres para entenderse, no sólo porque poseen estructuras cognitivas y morales diferentes (ellos buscan en la conversación soluciones a problemas concretos y exhiben su necesidad de supremacía, mientras que ellas piden acercamiento y calor) sino también porque, en el proceso de transformarse en iguales, hombres y mujeres carecen hoy de «tecnologías adecuadas» para la seducción. Tales son algunos de los muchos temas tratados en esta obra. Es un libro con el cual se puede pasar un rato agradable si no se busca otra cosa que pasear por las intimidades de una historia inconcreta y vistosa.









































[ARCHIVO DEL BLOG] Enfermos. [Publicada el 26/04/2020]









Hay otras enfermedades, afirma en el Especial de este domingo [El mundo de ayer. El País, 25/4/2020] el escritor Leonardo Padura, además de la que provoca el virus, como nacionalismos y fundamentalismos, para los que no habrá vacuna y que despiertan temor sobre cómo se organizarán las cosas.
Stefan Zweig -comienza diciendo Padura- fue un romántico europeo que, poco antes de suicidarse, lejos de una Europa que se desintegraba por la más desoladora de sus muchas guerras, escribió un maravilloso y desgarrado testamento, titulado El mundo de ayer (1942), en el que hablaba no de su propio devenir, “sino el de toda una generación, la nuestra, la única que ha cargado con el peso del destino, como, seguramente, ninguna otra en la historia”.
La generación del judío austriaco Zweig es la que nace en la Europa de finales del siglo XIX, vive en su juventud la I Guerra Mundial y el triunfo de la Revolución de Octubre y, en su madurez, la perversión utópica ejecutada por el estalinismo, el ascenso paralelo del nacionalsocialismo y conflictos fratricidas como la contienda civil española. La hornada europea que, ya en su vejez, asiste al inicio de la II Guerra Mundial, con Holocausto incluido.
Mucho más recientemente, el muy reconocido y leído Noah Yuval Harari (también judío, por cierto, también heterodoxo, por supuesto) nos recuerda en sus 21 lecciones para el siglo XXI que el hombre de hoy, nuestra afortunada generación, ha sido, a lo largo de toda la historia del Homo sapiens, la que menos riesgos ha tenido de morir de hambre, en una guerra o por una epidemia, los tres grandes azotes que siempre han perseguido a la humanidad. Y ofrece cifras que sustentan su afirmación.
Harari, sin embargo, no deja por ello de expresar sus temores sobre las cualidades y calidades de este tiempo presente en el cual se ha perdido buena parte de la fe de que gozó el pensamiento y el modelo liberal, con globalización incluida, mientras los países se blindan con murallas de nacionalismo y fundamentalismos religiosos excluyentes, cuando la humanidad se encuentra más cerca de un tremebundo descalabro ecológico. Y el historiador israelí anota, además, las incertidumbres que genera un futuro presumiblemente diseñado por inteligencias artificiales alimentadas por algoritmos o engendros por el estilo.
Creo con Harari y con muchos otros que pertenezco a la generación que ha sufrido menos la violencia bélica, que ha nacido con más años de expectativa vital, ha tenido más altura para asomarse al futuro, incluso de vivirlo y de congratularse con él. Y también de horrorizarse con las variantes posibles de ese porvenir que parece cada vez más cercano.
En las décadas que van de nuestra adolescencia a la adultez, hemos sido testigos presenciales de un cambio de era histórica: el tránsito arrasador de los tiempos de los recursos mecánicos y analógicos al periodo del imperio de la digitalización, con todas las múltiples consecuencias positivas y negativas que tales procesos revulsivos suelen entrañar. Hoy somos beneficiarios de herramientas de comunicación, conocimiento, de avances médicos, de movilidad que medio siglo atrás parecían argumentos exclusivos de películas de ciencia ficción. Las revoluciones de la tecnología de la información y de la biotecnología lo han cambiado casi todo, y es seguro que lo cambiarán aun más en unos años. ¿Somos mejores por eso? ¿Viviremos mejor en el futuro? ¿Tendrá más sentido el sinsentido existencialista de la vida? Debo admitir que tengo serias dudas al respecto. Y no solo porque me esté poniendo viejo y, quizás, volviéndome un lamentable conservador y se me desborde mi recipiente de pesimismo. La coyuntura universal que hoy vivimos, calcada de fantasías como las de H. G. Wells en La guerra de los mundos es una confirmación dolorosa.
Mi afortunada generación, junto a sus tremendos logros científicos, ha sufrido también profundos traumas capaces de alterar muchas de nuestras percepciones de la vida y la forma de asumirla. Cuando disfrutábamos de la juventud apareció y nos traumatizó la aparición del VIH/sida, una enfermedad entonces mortal que afectó de manera bastante radical el ejercicio de la sexualidad. Unos veinte años después fuimos víctimas, y todos, a la vez, telespectadores, del ataque del 11 de septiembre de 2001 que transformó los cánones de la seguridad, introdujo el miedo al terrorismo en la política de Estado y lo convirtió en un trauma individual que logró degradar el disfrute del viaje, la aventura, el descubrimiento (entre otros goces), para convertirlo en una faena llena de escollos y traumas (no puedes viajar en avión con un vasito de yogur en tu equipaje de mano). Y si pensábamos que ya teníamos suficiente, justo cuando llegamos a los tiempos de mayor desencanto político de las últimas décadas (o de desencanto con los políticos y sus actuaciones que hemos estado sufriendo en las últimas décadas), pues nos ha llegado el coronavirus o covid-19, que nos impide viajar y, nos recomienda no acercarnos a otras personas —y ni soñar con tener sexo con un desconocido. Que nos hablemos con un metro y medio de distancia entre nosotros, que nos autoconfinemos…
El mundo que parecía ampliarse y hacerse menos ajeno (más globalizado) es hoy un lugar hostil, del que debemos apartarnos si queremos llegar a vivir los ochenta años de promedio que nos regalaron los avances médicos, una mejor alimentación y la superación de grandes guerras. Debemos encerrarnos y comunicarnos con cuidado, mejor si es a través de Facebook o Instagram, sin saber hasta cuándo no podremos asistir a un evento deportivo o a un concierto musical, porque debemos cuidarnos de las grandes aglomeraciones de personas. Huir de los besos y los abrazos.
La muy justificada histeria generada por este nuevo virus tiene y tendrá proporciones y consecuencias realmente apocalípticas, con independencia de su justificación real, avalada por las cifras de contagiados y muertos. Lo cierto es que las economías se tambalean, las sociedades se cierran, la maravillosa ciencia de la era digital patina y no avanza. La misma ciencia que decodificó y sintetizó el genoma humano pero aún no ha logrado un antídoto contra el cáncer, la epidemia más indetenible de estos tiempos, que cada día mata a tantas personas como el coronavirus…
¿Hasta dónde llegaremos en esta carrera de dolor y de miedo? Nadie lo sabe. ¿Es el fin de los tiempos, de la sociedad? No, no es el fin de los tiempos ni de la sociedad, pero puede ser el fin de una manera de vivir en el tiempo y en sociedad. Presiento que aun con una (relativamente) rápida solución de la crisis sanitaria que hoy vivimos y tanto nos aterroriza, nuestro mundo no volverá a ser el mismo, y no para mejor. Y no soy de los que creo que el mundo de ayer haya sido el más feliz y que debemos recuperarlo, como pide Trump cuando clama por devolver a América la grandeza perdida. ¿La grandeza de los tiempos de una feroz discriminación racial legalizada (prohibida la entrada de perros, judíos y negros)?, por ejemplo. O una grandeza como la que sueña un Putin que se reelegirá presidente ad infinitum: la recuperación del orgullo ruso gracias al cual los ciudadanos quizás podrían escoger entre zarismo y estalinismo, si es que algo pueden elegir.
El mundo de ayer, el ayer de nuestra privilegiada generación, no era mejor, aunque cada vez nos lo parezca más. “Resulta que estábamos mejor cuando creíamos que estábamos peor”, me dijo alguien. Porque, aun con las muestras de solidaridad y de altruismo que hemos aplaudido, el mundo de hoy está enfermo, no solo de coronavirus, sino de otros males para los cuales no habrá vacunas (nacionalismos, fundamentalismos) y me hace temer a cómo se organizará el mundo de mañana, quizás cuando los poderes políticos nos digan que otra vez podemos besarnos y abrazarnos, hablarnos y tocarnos… y ya tengamos miedo de hacerlo o, incluso, no sepamos cómo hacerlo. 
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt