jueves, 28 de septiembre de 2023

[ARCHIVO DEL BLOG] Máscaras y personas: ¿solo somos humo? [Publicada el 29/10/2014]













A mi hija Myriam, que hoy cumple años

"Prosopon" es palabra griega y con ella se designaba a la máscara que los actores usaban en el escenario para representar un personaje en las tragedias clásicas. De allí pasó al etrusco como "phersu", y de éste al latín, ya convertido en "persona". Es decir, que los antiguos ya tenían claro que ser "persona" lo que significa realmente es representar un papel en la vida. Nada más, o nada menos..., según se mire. Pero las personas se mueren y con la muerte se acaban actor y representación.
Decía mi siempre admirada Hannah Arendt que "morir es el precio que todos tenemos que pagar por haber vivido". Sin duda es un precio razonable por el placer que supone ver pasar los años y la vida aprendiendo y sorprendiéndose a cada instante.
Hoy me puede la melancolía, aunque no sabría explicar muy bien el por qué. El nuevo diccionario de la lengua española, recién salido de la imprenta, la define en su primera acepción como "tristeza vaga, profunda sosegada y permanente...". No suelo ser dado a ella, pero hoy me ha dado por pensar en la futilidad de la existencia. Quizá, solo quizá, movido por la que nos está cayendo a los españoles; algo que no creo que nos merezcamos, sinceramente. Pero es lo que hay y tenemos que apechar con ello.
Hace unos años representaron en el teatro Cuyás de Las Palmas de Gran Canaria, la ciudad donde vivo, una obra de Juan Carlos Rubio titulada "Humo". Guardé la reseña que de la misma hizo la revista "La Luna del Cuyás", editada por la empresa que gestiona el teatro. No tiene autor, pero me parece que merece la pena reproducir sus primeros párrafos porque se pueden aplicar al ámbito general de la vida, y no sólo al del teatro.
Dice así: "El escenario es un ámbito mágico donde se descubren dimensiones escondidas de la existencia: sueños pesadillas, ilusiones, anhelos, recuerdos, deseos ocultos, esperanzas y temores... El enigma de la vida, que se escapa tantas veces a los argumentos de la razón, se muestra en el escenario con toda su grandeza. En ese gigantesco espejo tratamos de reconocernos y, al actuar, sentimos que existimos. Lo mismo hace cada ser desde que nace hasta que muere; repetir concienzudamente su papel durante toda su vida. Apariencia y simulacro, eso es "Humo". Si alguna vez llegamos a comunicarnos con los demás es sólo por azar. La máscara es la existencia posible. Sin ella los tigres del pasado que esconden nuestra conciencia nos comerían por dentro. Sólo si nos alejamos de nosotros mismos podemos ver, y burlarnos, como representamos ante el mundo nuestro absurdo y tonto papel. Algunos incidentes aparentemente triviales marcan nuestro destino, nos guste o no, y después dedicamos el resto de nuestra vida a defendernos como víctimas, haciendo el papel de culpables, ante el gran jurado del mundo. La única forma de sobrevivir sin caer en la locura es reírnos de nosotros mismo". O escribirlo, pienso yo, aunque sólo lo leamos nosotros... Hoy la melancolía me ha resuelto la entrada. Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt













miércoles, 27 de septiembre de 2023

De un nuevo idioma universal

 








Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura para hoy, del físico Manuel Lozano, va de un nuevo idioma universal. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com






Un nuevo ‘idioma universal’: el proyecto más ambicioso y humanista de la historia de Europa
MANUEL LOZANO LEYVA - El País
08 AGO 2023 - harendt.blogspot.com

Hace unos años se celebró en París una de las innumerables reuniones generadas por el Brexit. En esta participábamos un estadounidense, tres británicos, tres franceses y dos españoles. El asunto a tratar entonces es irrelevante ahora, para lo que se desea proponer en lo que sigue. En aquel momento, me sorprendió sobremanera la propuesta previa de los representantes franceses: ellos iban a llevar intérpretes profesionales inglés-francés y nos proponían a los españoles que nos uniéramos a ellos en ese sentido. Yo conocía a los tres franceses y sabía que dominaban el inglés.
Hablé con mi compañero y, tras pasar de la sorpresa a la broma y de ahí a la discusión seria de la propuesta, estuvimos de acuerdo con los franceses. La ventaja de utilizar la lengua materna en una negociación con interlocutores que no son hablantes nativos es tan enorme que puede ser decisiva. Aquella reunión fue inicialmente un galimatías, por la falta de costumbre (finalmente fueron seis los intérpretes), pero poco a poco los continentales nos fuimos sintiendo más seguros y los isleños más inquietos.
¿Por qué de alguna manera el inglés sigue, y parece que seguirá siéndolo por mucho tiempo, la lingua franca europea y casi mundial? Por muchas razones, que todos intuimos que se desprenden del resultado de la Segunda Guerra Mundial. Pero la idea no es debatir esa cuestión, sino proponer una lingua franca mundial generada en Europa (que es la más necesitada porque en ella, creo recordar, se hablan 67 idiomas). ¿El esperanto? ¿Quizá el latín? No, todas. Pero todas, exactamente en el mismo pie de igualdad y, además, englobando poco a poco los más de siete mil idiomas del mundo. Veamos la viabilidad de tan descomunal propósito.
Situémonos en una sala de cine en Alemania o en Italia donde proyectan un western clásico. A nadie le sorprende ver a Clint Eastwood revólver en mano y escucharle advirtiendo en alemán o italiano a su oponente. En España el doblaje cinematográfico está tan desarrollado que es frecuente que el mismo doblador le dé voz, casi de por vida, a un actor estadounidense concreto. ¿Qué fases técnicas e incluso artísticas han de cubrirse para lograr semejante milagro? La primera, lógicamente, es la traducción; la segunda es la optimización de la sincronía entre el movimiento de los labios del actor principal y el de doblaje; luego vienen los elementos de dramatización y, finalmente, cubriendo todos ellos, una cierta variedad de técnicas más o menos sofisticadas, pero todas dominadas desde hace muchas décadas.
La pregunta es si se pueden fundir todas esas etapas y juegos para hacer que varias personas puedan comunicarse directamente, independientemente del idioma de cada una de ellas. Solo tendríamos que colocarnos unos auriculares, comprobar que el micrófono no quede lejos de la boca, escoger los idiomas a doblar y accionar el dispositivo (posiblemente, un teléfono inteligente con otras muchas aplicaciones). Podríamos incluso mantener nuestro tono de voz natural e inflexiones propias.
Con el futuro desarrollo de la inteligencia artificial, quizá de la computación cuántica, algunos elementos de la realidad virtual y un buen conjunto de innovaciones técnicas, todas previsiblemente viables, esto se puede conseguir. De hecho, la primera etapa la está cubriendo Meta (Facebook) con su sistema NLLB-200 (No Language Left Behind o Ningún Idioma Quedará Olvidado, empezando por la traducción de 200 de todo el mundo). Digamos que la máquina de vapor ya se ha desarrollado y ahora afrontamos no solo construir una locomotora, sino una gran red ferroviaria. La escala del sueño ha de ser estatal y concretamente europea, apartando las manos privadas del liderazgo del plan. Esto no por razones ideológicas (o sí), sino porque la cantidad de recursos a destinar al desarrollo de semejante proyecto, y el número de investigadores científicos y técnicos de distintas instituciones y empresas puede ser impresionante.
¿Por qué de alguna manera el inglés sigue, y parece que seguirá siéndolo por mucho tiempo, la lingua franca europea y casi mundial?
Pero hagámonos la siguiente consideración. El inquietante proyecto Manhattan, tan de moda estos días por la película sobre Oppenheimer, supuso una inversión equivalente a unos 25.000 millones de dólares actuales, el número de participantes fue de más de 100.000 y se desarrolló en 13 sedes a lo largo y ancho de EE UU. Se culminó en unos dos años y medio. El proyecto Apolo permitió llegar a la Luna tan solo seis décadas después de que se aprendiera a volar a motor (recorriendo apenas unos 100 metros a una altura de pocas decenas). El virus posiblemente más endiablado de todos los descubiertos, el VIH, se domeñó contra todo pronóstico; hasta tal extremo de convertir en pocos años el novedoso y malvado sida en una enfermedad crónica. El genoma humano se descifró en mucho menos tiempo del que se esperaba, que muchos suponían infinito. Otros grandes éxitos científicos y tecnológicos, como el bosón de Higgs, la Estación Espacial Internacional y todos los telescopios orbitales, los sistemas de satélites GPS y Galileo, y un espléndido y asombroso etcétera, tuvieron tres denominadores comunes: un objetivo perfectamente definido, unos presupuestos escalofriantes y una organización eficiente de nutridos recursos humanos.
Europa tiene sobrados recursos como los anteriores y solo le falta la voluntad política, la formulación exacta del proyecto y el diseño detallado del mismo. ¿Hay una propuesta más ambiciosa y esperanzadora que esta por parte de la presidencia española de la Unión Europea, para incluir en posición estelar en el próximo Programa Marco de Investigación e Innovación que comenzará en el 2027?
Con decisión y consultas a una amplia panoplia de expertos, posiblemente no haya ni que esperar a ese año para iniciar el más humanista, cultural y ambicioso proyecto propiamente europeo: Europa lingua franca.





























[ARCHIVO DEL BLOG] La falacia de la excepción vasca. [Publicada el 05/07/2018]










En una conferencia pronunciada en el Senado con motivo de la conmemoración de los veinticinco años de la Constitución, el hispanista Sir John Elliott constataba que «para un historiador de la España de los siglos XVI y XVII [...] la característica más sorprendente de la España posterior a 1978 es la vuelta a un sistema político parecido en rasgos generales al de la monarquía española bajo la dinastía de los Austrias». Lo decía hace unas semanas en Revista de Libros el abogado e intelectual vasco José María Ruiz Soroa, reseñando el libro Entre tiros e historia. La constitución de la autonomía vasca. 1976-1979 (Barcelona, Galaxia Gutenberr, 2018), de José M. Portillo Valdés.
Un tal retorno al austracismo histórico constituía, comienza diciendo Ruiz Soroa, desde luego, un fruto inesperado en un régimen institucional nacido de una Constitución que, ante todo, se presentaba en 1978 como un texto racional normativo. No como una ordenación nacida de la facticidad histórica y sus contingencias, sino como una impulsada por un esfuerzo racionalizador consciente y deliberado para crear un nuevo orden de convivencia. Paradójico: arrancando de la ley como razón común, habríamos llegado en España a la ley como prescripción de la historia particular. Un retorno muy propio de un país en cuya evolución política la verdad de la historia ha tenido un peso elevado, no tanto por su propia fortaleza como por la tradicional debilidad de la verdad de la razón.
Y así ha sido: presa de la dialéctica entre historicismo y racionalidad normativa, la evolución del sistema territorial español ha ido decantándose con bastante nitidez por la historicidad, algo que se comprueba con facilidad en la redacción de los nuevos Estatutos del siglo XXI, preñados todos ellos, tanto en sus preámbulos como en sus disposiciones orgánicas, de elementos identitarios y derechos históricos que fungen como útiles perchas de las que colgar diferencias, distinciones o privilegios (y esto se aplica al Estatuto catalán, pero también al valenciano, aragonés o castellano-leonés). El historicismo estatutario está ganando la partida a la racionalidad constitucional, escribía con ánimo polemista José Tudela Aranda hace pocos años (El Estado desconcertado y la necesidad federal, Madrid, Civitas, 2009, p. 51). Lo refleja la doctrina progresiva del Tribunal Constitucional acerca del alcance y significado de los derechos históricos de la Disposición Adicional Primera de la Constitución, o la modificación en la opinión de intérprete tan autorizado como Francisco Tomás y Valiente sobre la trascendencia de los elementos historicistas en el desarrollo del régimen territorial español. Y, sobre todo, lo refleja la realidad política hispana de los últimos decenios: véase que las reivindicaciones de un mayor autogobierno se legitiman discursivamente en una historia separada que, con su sola invocación, convertiría a los pueblos de España en dueños exclusivos de su destino. La historia vuelve por sus fueros, la razón abstracta se retira. La tan denostada falacia naturalista se demuestra muy viva en la política española: de un hecho puede deducirse un valor, de un ser un deber ser, y de la historia una norma.
Bueno, pues el libro que presentamos, escrito con agilidad y brillantez por José M. Portillo Valdés, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad del País Vasco, estudia precisamente la génesis del agujero concreto por el cual comenzó esa penetración de la historia en el régimen constitucional español actual. Cuenta, en efecto, el cómo, el porqué y el para qué, reapareció en la Transición española el gen foral vasco-navarro que tan desaforado juego ha dado (y no es un juego de palabras) hasta llegar a contaminar la comprensión toda del sistema territorial. Cuenta cómo llegó a admitirse en la Constitución una declaración tan inaudita (para el constitucionalismo español y comparado), y a la vez tan ambigua e indeterminada, como la de que ella «ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales». Nos explica qué se buscaba con esa arriesgada y calculada oscuridad y qué poco se consiguió en un primer momento con ella, salvo poner en marcha otra paradoja: pensada para integrar al nacionalismo vasco en el consenso constitucional, su consecuencia fue la contraria, a saber, que el PNV se abstuvo en el referéndum. Concebida como concesión para animar el fin del terrorismo, resulta que ETA siguió matando, y más que antes. La clausula de apertura a la foralidad histórica quedó en el texto como el pecio de un naufragio. Pero el pecio retoñó poco después y sirvió al nacionalismo, en el siguiente paso, para montar un régimen estatutario auténticamente confederal que no parece tener más límite que la voluntad de un «pueblo vasco» proclamado por el Estatuto como verdadero sujeto que trata de tú a tú con el Estado en virtud del principio de bilateralismo pactista propio de la foralidad soñada y recreada.
Portillo es un probado especialista en los dos lados que componen la narración de su libro. Por uno, es un experto acreditado en la disección de los momentos y textos constituyentes de nuestra historia (Revolución de nación. Orígenes de la cultura constitucional en España. 1780-1812, Madrid Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2000) y, por otro, domina el discurso propio del foralismo vasco y sus imbricaciones con el constitucionalismo decimonónico español (El sueño criollo. La formación del doble constitucionalismo en el País Vasco y Navarra, San Sebastián, Nerea, 2006). Ello le autoriza sobradamente para presentarnos ahora el cuadro, a la vez narrativo y analítico, de ese reciente momento histórico en el que se produjo algo tan inusitado y sorprendente como que, por vez primera, el sintagma «derechos históricos» (nombre moderno para designar lo que hasta 1925 más o menos eran «los fueros») anidase en una Constitución, y que no lo hiciera de una manera decorativa, sino sumamente fructífera y envidiada, como luego se vería.
Se trata de una historia en la que se mezclan –el propio título lo anuncia– una determinada forma de entender la historia vasca sustentada por el partido hegemónico en la transición vasca (el Partido Nacionalista Vasco) con los disparos asesinos de la autodenominada revolución vasca propulsada por el terrorismo ultranacionalista de ETA. Son los dos factores principales que propician el resultado constitucional y estatutario en clave historicista y confederal.
Los fueros, la foralidad, o los derechos históricos, llámelos el lector como prefiera, fueron traídos por el PNV al momento constituyente español de 1978 en su concepción más esencialista y extremosa: no como la manera particular de «estar» en España de las provincias vascas y el reino de Navarra a lo largo del período histórico de la modernidad (que es lo que realmente habían sido, recuerda Portillo), sino como una manera especial de «ser» de un pueblo vasco particular y único. Esta es la comprensión del Derecho característica de la escuela histórica alemana desde Savigny, para la cual «el derecho está en conexión orgánica con la esencia y carácter de un pueblo, crece y se forma con él y muere cuando éste pierde su individualidad». El Derecho no es, así, fruto de la voluntad racional, ni de un diseño deliberado inspirado en la utilidad o la justicia, sino que es la transubstanciación de un pueblo individual y concreto, que por eso lleva en sí mismo una justificación inmanente y absoluta. A esta comprensión cerradamente historicista de los derechos históricos, el PNV unió en este momento su formulación más extremosa, la sabiniana: los fueros entrañan la independencia originaria de los vascos con respecto a la monarquía castellana, católica o española. Es decir, que la «unión» (nunca «unidad») entre las provincias y el Estado fue pactada y, por ello, supone un estatus de independencia originaria que siempre podría volver a actualizarse.
Curiosa llamada a la importancia del estudio de las ideas: la de que todo ello fue en parte posible porque en 1977 no existía una historiografía vasca mínimamente seria y crítica con sus relatos fundacionales: la ausencia de una universidad en la historia moderna del País Vasco se pagó ahora con el triunfo momentáneo de la apologética esencialista de José Lasa Apalategui, Federico Zabala y aita Barandiarán. Ahí es nada.
Para el PNV, el reconocimiento por el texto constitucional de los derechos históricos vascos debía dejar claras su precedencia y ajenidad: eran derechos anteriores a la Constitución que no estaban sujetos al contenido normativo de ésta porque, al final, eran la forma de existir de un sujeto político distinto de la nación España. Sujetarlos en su actualización al rasero constitucional –como exigió la UCD y consiguió imponer en el texto– era algo inadmisible para el nacionalismo. Así que en ese fielato del segundo párrafo de la Disposición Adicional Primera («la actualización de los derechos históricos se llevará a cabo en el marco de la Constitución»), encontró el PNV la excusa perfecta para negarse a aceptarla y así deslegitimarla para el futuro ante los vascos. No tanto por rechazo a su contenido (que el PNV veía como una ocasión más que interesante para una devolution y un sólido autogobierno, como al año siguiente se constataría) como por el afán de preservar intacto el título que funda la soberanía vasca. El pueblo vasco puede pactar con el Estado, pero nunca será parte integrante de la nación española ni de su Constitución: es un cuerpo separado, y este es el meollo del asunto.
Claro que éstas eran ideas. Y que como decía George Sabine, la política no la hacen sólo las ideas, ni siquiera fundamentalmente las ideas. Hay que añadir a éstas las situaciones políticas que permiten su entrada en juego. Y la situación se dio en la Transición: el carácter de fuerza hegemónica del PNV desde las primeras elecciones de 1977, así como la facilidad con que los demás partidos políticos vascos asumieron como algo poco menos que «natural» los rasgos esenciales proclamados por el foralismo clásico. Se añadió el hecho de que el mismo franquismo hubiera conservado viva la veta de la foralidad en Navarra y Álava, así como la sensación miedosa o exaltante de gran parte de la sociedad vasca de vivir aquel momento casi al borde de una posible ruptura revolucionaria.
Y, cómo no, estuvo el terrorismo ultranacionalista que se ensañaba en este momento con los militares, los funcionarios españoles y con los políticos de los partidos «estatalistas» (prácticamente fue ETA la que disolvió la UCD en Euskadi). La política de la ruptura violenta con el hostis extranjero, diversa de la del PNV, pero de alguna forma interconectada.
Precisión obligada: la ayuda del terrorismo a la reivindicación nacionalista de un régimen constitucional o estatutario particular y diverso no operó de manera directa. Salvo el apoyo de una fracción terrorista a la negociación del Estatuto en 1979 (concretamente la fracción de ETA político-militar), la ETA primigenia y brutal estuvo siempre y en todo momento en contra de cualquier enganche de Euskal Herria con el régimen constitucional español, dedicando sus mejores esfuerzos a hacer naufragar la incipiente democracia española por medio de su desestabilización vía muertos militares. Lo que jugó fue la habilidad cautelosa del PNV para presentar la violencia etarra como fruto del sempiterno y criminal centralismo hispano e insinuar, consecuentemente, que podría ser curada y superada con generosidad, mucha generosidad, por parte de Madrid. Una visión del denominado por entonces «problema vasco» que fue comprada sin discutir por el progresismo y la izquierda española, cargados a gusto con una curiosa mala conciencia de culpa y deuda para con los pobres vascos, siempre tan reprimidos. Lo cual, dicho sea de paso, era rigurosamente al revés: la represión franquista fue más severa en provincias conservadoras y agrarias como Burgos o Zamora (no digamos ya en las rojas andaluzas) que en Vasconia.
El 28 de octubre de 1978, al tiempo que el PNV sentaba definitivamente su postura de abstención para el próximo referéndum constitucional, se convocó por vez primera en Bilbao una manifestación contra la violencia. Iba a ser contra ETA, pero el PNV la recondujo y la declaró contra todas las violencias y excluyó expresamente de la participación en ella a UCD. Porque gran parte de la responsabilidad por la violencia –dijo– recae sobre el Gobierno de Madrid, el de antes y el de ahora: una forma escasamente sibilina de manifestar su repudio moral, pero también, al tiempo, su comprensión y justificación del terrorismo. Todo sumaba para el convento. Así se consiguió la socialización y aceptación generalizada de las razones del terrorismo en Euskadi, el fenómeno que más directamente afectó a la política ya antes de empezar a discutirse el Estatuto.
Todo ello se concreta a la hora de redactar en la Asamblea de Parlamentarios vascos, trasladar a Madrid (en aerotaxi para llegar antes que los catalanes) y discutir luego negociadamente, el Estatuto de 1979. Es en esta hora cuando el PNV consigue que el proyecto se negocie, no en la Ponencia constitucional del Congreso y por todos los partidos, sino directamente entre la Moncloa y el PNV; entre Adolfo Suárez y Carlos Garaikoetxea. El primero, ya en horas bajas y abandonado por su baraka transicional, así como por una desgarrada UCD, cedió todo lo posible y algo más, apostilla Portillo. Era la consigna democrática y progre del momento: ceder ante el nacionalismo para pacificar Euskadi. Portillo trae a colación textos de El País de aquellos días. Los núcleos esenciales del autogobierno para el nacionalismo (la lengua, la enseñanza, la financiación y la policía propia) quedaron más que satisfechos y ello gracias, precisamente, a la anterior cláusula sobre los derechos históricos de la Constitución, interpretada ahora libremente y que fungió de percha para todo, así como a la consigna de que al terrorismo se lo vencía cediendo competencias.
Y no sólo eso: el nacionalismo consiguió simbólicamente imponer en el Estatuto lo que en la Constitución había marrado. Porque entonces, para el PNV (como ahora para Íñigo Urkullu, y así lo recuerda Portillo), era éste, el Estatuto, y no la Constitución, el que marcaba el punto de arranque constitucional en Euskadi. En efecto, aquí es donde aparece por fin un sujeto político autoconstituyente («el Pueblo Vasco») que en su artículo primero y «como expresión de su nacionalidad» se constituye en Comunidad Autónoma dentro del Estado español (no de la nación española). Los hasta entonces sujetos titulares de la foralidad, es decir, las provincias, nunca hubieran podido exhibir nacionalidad alguna; para ello hacía falta un nuevo sujeto superador de la clásica foralidad: se creó. Estableciendo enfáticamente, además, que no renuncia a ninguno de los derechos que le corresponden por la historia (Disposición Adicional del Estatuto). El fuero y el huevo, aunque el fuero sea nuevo y no se corresponda con la historia cierta del sistema foral.
Y es que, como concluye irónicamente Portillo, «la historia aquí no pintó mucho, como suele ser norma en los discursos historicistas. Se trata, se ha tratado siempre, de otra cosa, de la magia de la política, de su capacidad para, cual Penélope, tejer y destejer la historia». De la política y de los tiros, recordaría yo. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt











martes, 26 de septiembre de 2023

De la democracia y la amnistía

 








Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes. Mi propuesta de lectura para hoy, del sociólogo José María Maravall, va de la democracia y la amnistía. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com










La democracia y la amnistía
JOSÉ MARÍA MARAVALL - El País
22 SEPT 2023 - harendt.blogspot.com

Vivimos tiempos políticos esperpénticos. En estos días, el candidato cuyo partido obtuvo más votos en las elecciones del pasado 23 de julio acude a una investidura. Al reclamarla, olvidaba que el sistema político español no se rige por reglas mayoritarias, pues afortunadamente se desechó la ocurrencia de Manuel Fraga en el debate constitucional (cabe imaginar cuáles hubieran sido sus desastrosos resultados para la estabilidad democrática en circunscripciones como Gipuzkoa, Lleida o Girona). Nuestro sistema es proporcional y quien ocupe la presidencia del Gobierno dependerá de la decisión de una mayoría de diputados en el Parlamento.
Sabemos que Alberto Núñez Feijóo dispone del respaldo de Vox y suponemos que el del conjunto del PP. Con ese número de escaños no puede formar Gobierno. Él, sin embargo, exigió tener la iniciativa para intentar ser investido. Ese derecho, legítimo, le fue concedido. Desde el 23 de julio, sigue contando tan solo con el apoyo de PP y Vox (además de UPN y Coalición Canaria). Pero no consta ninguna propuesta relevante sobre qué haría en el caso de ocupar el poder. No conozco ningún precedente digno de un candidato a ser presidente que no presente las propuestas de un programa de gobierno.
De vez en cuando, lanza insinuaciones de forma avergonzada. Por ejemplo, tender la mano a tránsfugas del PSOE o afirmar que quiere dialogar con Junts per Catalunya. Tendría que explicar cómo quiere corromper a diputados socialistas o qué reivindicaciones del independentismo catalán está dispuesto a conceder.
Existen precedentes poco estimulantes en la historia política del PP. Siendo presidente de un Gobierno minoritario, José María Aznar calificó a ETA como “Movimiento Vasco de Liberación Nacional” en noviembre de 1998, permitiendo el acercamiento a Euskadi de más de 180 presos de la organización terrorista. Por detrás estaba su búsqueda del apoyo del PNV. Asimismo, para adornar de forma exótica el apoyo de CiU (la organización precursora de Junts per Catalunya) a su Gobierno, Aznar declaró que “hablaba catalán en la intimidad”. Convergència i Unió había apoyado con anterioridad a Adolfo Suárez en la construcción del sistema autonómico. Y, posteriormente, a Felipe González cuando el PSOE ganó las elecciones en 1993 sin disponer de mayoría en el Congreso.
Echando la vista atrás, no cabe olvidar que el 90,5% de los catalanes respaldó la Constitución en el referéndum del 6 de diciembre de 1978 (un porcentaje superior a la media en España, un 87,9%). Asimismo, un 88,5% de los catalanes apoyó el Estatuto de 1979. En el marco de la Constitución, Cataluña se ha regido por dos Estatutos: uno, de 1979; otro, de 2006.
Un índice de autoridad regional (Assessing Regional Authority, Oxford University Press, 2010) mostraba que España es el Estado más descentralizado del mundo, tras Alemania. Cuestión distinta es la autonomía en términos comparados. La Constitución de 1978 distingue entre “nacionalidades” (supuestamente, el País Vasco Cataluña y Galicia) y “regiones” (las 14 restantes comunidades autónomas). La asignación de competencias siguió las líneas de lo que se ha denominado “café para todos”. Cabe sospechar que parte del descontento catalán no deriva solo de sus niveles absolutos de autogobierno, sino de sus niveles “relativos”: es decir, de exigir más autogobierno que las “regiones”. No solo se reivindican derechos, sino también que los demás no los tengan. Es verdad, sin embargo, que en Alemania Baviera tiene mayor autogobierno que los demás länder.
Pero en estos momentos las reivindicaciones políticas de los partidos catalanistas no tienen que ver solo con niveles de autonomía, sino, como todos sabemos, con demandas de gracia por los hechos cometidos durante el periodo 2016-2018. Pedro Sánchez concedió en el año 2021 un total de 50 indultos, entre ellos a los dirigentes catalanes con penas por el pronunciamiento independentista. La medida de gracia fue ampliamente criticada. Ahora bien, bajo el Gobierno de Felipe González se concedieron 5.944 indultos y bajo el Gobierno de José María Aznar otros 5.948. Habría que estimar si todas esas medidas de gracia tenían mayor justificación democrática.
En estos momentos, además, se discute si cabe una extensión de las medidas de gracia a más ciudadanos catalanes y a policías implicados en el conflicto provocado por la declaración unilateral de independencia. Se desconoce qué figura jurídica adoptarán tales medidas. Sabemos que un indulto general no cabe en la Constitución. Y se debate si cabe una amnistía.
La decisión, por supuesto, corresponde al Tribunal Constitucional. Este afirmó en 1983 que “debe ser el legislador el que determine el régimen jurídico de la amnistía, pues no hay restricción constitucional directa sobre esta materia”. Formaban parte de ese tribunal Francisco Tomás y Valiente, Francisco Rubio Llorente, Luis Díez-Picazo, Jerónimo Arozamena y Antonio Truyol.
Respecto de una medida de gracia que beneficiase a implicados en el conflicto del referéndum unilateral del 1 de octubre de 2017, sí se deben discutir los aspectos políticos. En primer lugar, la extrema judicialización del conflicto, algo que ha reducido mucho el espacio de la política. En segundo lugar, cuál es la disposición de los implicados. Es decir, ¿cuáles son las condiciones políticas para conceder medidas de gracia (amnistía u otra) a los todavía implicados aquellos hechos? Cabe pensar que los dirigentes catalanes independentistas tendrán en cuenta tres consideraciones.
La primera es que, sea cual sea, la medida de gracia no borrará la calificación legal del delito. Es decir, otra declaración unilateral de independencia volvería a generar serias consecuencias penales.
La segunda, que un Gobierno del PP con Vox sería una catástrofe para España y para Cataluña. Si su apoyo electoral ha caído de forma estrepitosa, cabe imaginar que sufriría mucho si Junts per Catalunya se convirtiese en el responsable del acceso de Vox al poder.
La tercera, que las políticas de Pedro Sánchez respecto de Cataluña han reducido de manera drástica el apoyo al independentismo. Es sabido que, en las elecciones de julio de 2023, tanto ERC como Junts obtuvieron siete escaños: una suma de 14 frente a los 19 del PSC. El Centre d’Estudis d’Opinió (dependiente de la Generalitat) ha mostrado que la independencia era apoyada en julio de 2023 por un 43,8% de los catalanes, mientras que un 53,4% lo rechazaba. El Institut de Ciències Politiques i Socials (ICPS) reducía el porcentaje de apoyo a un 39%.
Sin duda, las políticas de Sánchez han influido en estos cambios en Cataluña. Y, también, estos cambios sugieren que abordar de forma política y no estrictamente judicial el problema catalán ofrece más luz al final del túnel. La cuestión radica en si los dirigentes independentistas aceptan la Constitución que los catalanes respaldaron; en si entienden que romper con España es romper con Europa; en si comprenden que los demócratas españoles no aceptarán nunca una escisión de Cataluña.
Paso a la última cuestión. El CIS lleva mucho tiempo ofreciendo datos que muestran que, con independencia de los resultados electorales, desde los años noventa entre un 65% y un 75% de los catalanes desean ampliar sus cotas de autogobierno. Tal vez la vía política podría ser una reforma de un Estatuto probablemente obsoleto. Pero esa vía política afecta también a la relación entre el PP y el PSOE. Dejado atrás este periodo de enfrentamiento, es imprescindible que se vuelvan a establecer lazos entre el Gobierno y la oposición. Puentes entre los dos partidos que pueden gobernar España resultan imprescindibles. Deben respetarse el poder del PP y los intereses de los ciudadanos que lo han votado. Los dos partidos pueden, lentamente, empezar a considerar si acaso, por los intereses de la democracia y de los ciudadanos, no conviene plantearse la revisión de algunos puntos de la Constitución que pueden haberse vuelto obsoletos. En ese caso, el PSOE tal vez podría retomar la propuesta federalista diseñada por Alfredo Pérez Rubalcaba y Ramón Jáuregui.




























[ARCHIVO DEL BLOG] Algunas fechas de la Transición. [Publicada el 08/04/2017]











Mañana, 9 de abril, hace cuarenta años justos. Era el Sábado Santo de 1977, y el gobierno de Adolfo Suárez legalizaba, contra todo pronóstico y por sorpresa, al partido comunista de España. Lo han contado muy bien en sendos libros Joaquín Bardavío y Alfonso Pinilla. De ambos he escrito ya suficientemente en el blog. 
Es esa una fecha clave para entender la Transición española a la democracia. Las otras son, para mí al menos, el 22 de noviembre de 1975 (la proclamación de Juan Carlos I como rey), el 3 de julio de 1976 (la designación de Adolfo Suárez como presidente del gobierno), el 6 de diciembre de 1978 (la aprobación en referéndum de la Constitución), el 23 de febrero de 1981 (el intento de golpe de Estado), y el 28 de octubre de 1982 (la victoria socialista en las elecciones generales), hecho este con el que la Transición política española a la democracia, puede darse como culminada. Pero cada uno puede elegir las que prefiera; o ninguna, faltaría más. 
La intrahistoria de ese Sábado Santo de 1977, la contó antes que nadie Joaquín Bardavío en su libro Sábado Santo rojo (Ediciones V, Madrid, 1980), que leí con fruición en abril de ese mismo año, y Alfonso Pinilla la recrea de nuevo en su reciente libro La legalización del PCE. La historia no contada. 1974-1977 (Alianza, Madrid, 2017), que hace solo unos días terminé de leer. Ambos se complementan, la de Bardavío es más amplia a mi juicio, abarca más aspectos; la de Pinilla se centra más en lo que atañe a los contactos secretos entre Adolfo Suárez y Santiago Carrillo, que por encargo del primero llevó a cabo con absoluta discreción el periodista y director en aquellas fechas de la Agencia Europa Press, José Mario Armero, con cuyas notas reconstruye su historia Alfonso Pinilla. Ambos son magníficos y se los recomiendo encarecidamente.
Seis días después de ese Sábado Santo, el 15 de abril de 1977, en una abarrotada rueda de prensa, el máximo dirigente del PCE en aquel entonces Santiago Carrillo, dando pruebas de la madurez política de su organización, dijo que el cambio de toda la situación política de España, tras una detenida deliberación, les había llevado a considerar su actitud hacia los símbolos y emblemas del Estado que acaba de reconocerles, y que por eso, en tanto que representativa de ese Estado que les reconocía, habían decidido colocar aquel día allí, en la sala de reuniones del Comité Central, al lado de la bandera de su partido, que era y seguiría siendo la roja con la hoz y el martillo, la bandera del Estado español, la bandera bicolor. En lo sucesivo, en los actos del partido -añadía- al lado de la bandera de éste, figurará la bandera con los colores oficiales del Estado. La bandera -continuó- no puede ser monopolio de ninguna facción política, ni mucho menos podríamos abandonarla a los que intentan hacer uso de ella para impedir el paso de la dictadura a la democracia. Esa bandera -concluía- es hoy por hoy una bandera de todos los españoles, independientemente de las ideas políticas que profesen. 
Momentos después, Santiago Carrillo sacaba a colación el otro gran símbolo del Estado: "Si la monarquía continúa obrando de una manera decidida para establecer en nuestro país la democracia, estimamos que en unas próximas Cortes nuestro Partido y las fuerzas democráticas podrían considerar la monarquía como un régimen constitucional".
¿Mero oportunismo? Creo sinceramente que no. Creo que el PCE, por el que no siento especial simpatía, por el que nunca he votado y por el que no creo que vaya a hacerlo en ocasión alguna,  mostró con su actuación la moderación, la entereza y la madurez de una organización política democrática. No creo que se pueda decir lo mismo de otras organizaciones a la izquierda y la derecha de la política nacional de hoy. Pero es lo que hay... Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt