lunes, 29 de mayo de 2023

De la literatura como reflejo de la vida

 








Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz lunes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del escritor Andrea Rizzi, va de la literatura como reflejo de la vida. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. 








Las uvas de la ira siguen engordando
ANDREA RIZZI
27 MAY 2023 - El País

Observando el panorama contemporáneo, viene a la cabeza el poderoso mensaje de justicia social y cuidado medioambiental de esa catedral de la literatura que es Las uvas de la ira (1939), de John Steinbeck. Todo suena tan vigente. Viene a la cabeza la plaga de las tormentas de polvo propiciadas por una explotación absurda de las tierras con el cultivo de algodón. Los representantes de los propietarios que llegan en coche a las plantaciones hablan con los arrendatarios sin bajarse del vehículo, terrible gesto de superioridad, para comunicarles que se tienen que marchar. Los tractores, que pueden más que 20 pares de brazos, que trabajarán la tierra. Y la frustrada voluntad de pelear. El que quería ir a golpear al responsable de la decisión no sabe adónde ir, porque el banco en cuestión es complejo, y hay capas y capas de mando y desde un campo de Oklahoma no se llega a ver el punto final. La voluntad de resistir también es frustrada. El tractor abatirá las chozas de los agricultores. Lo que sigue es la emigración, con sus riesgos de abuso y explotación, en el viaje y en la llegada.
Las tormentas de polvo de Steinbeck son hoy un, mucho peor, cambio climático. Después de meses en los que la sequía ha azotado grandes partes de Europa, asistimos a la llegada de lluvias torrenciales que han provocado daños catastróficos en Italia y quizá puedan causar muchos problemas en España también. La sequía y los brutales fenómenos adversos cada vez más frecuentes son dos caras de la misma moneda: el cambio climático provocado por el hombre. Migraciones forzosas por estos motivos ya se producen en muchos lugares del mundo, y quizá no es lejano el día en el que empiecen en la misma Europa. Mientras, toca constatar ciertas reticencias de populares y liberales europeos en la lucha sin cuartel a las emisiones dañinas.
El tractor de Steinbeck es hoy el avance tecnológico, sobre todo la inteligencia artificial. Puede que acaben creando más nuevos puestos de los que destruyan. Pero incluso si es así, los nuevos no serán para aquellos que perdieron los viejos. Como dijo un experto en una reciente conferencia del Foro Económico Mundial, lo más normal no será que la inteligencia artificial arrebate un puesto de trabajo. Será que candidatos que sepan usarla desplacen a los que no. Toca ayudar a grandes segmentos del mercado laboral a prepararse para el nuevo entorno y perfilar mecanismos de respaldo para los perdedores. Conviene empezar ya.
Y los problemas socioeconómicos que señalaba Steinbeck también persisten. Como es notorio, las rentas de trabajo han perdido mucho peso en la tarta del PIB en las últimas décadas en la UE, mientras que los beneficios lo han ganado. La crisis de 2008 la pagaron en enorme medida las clases menos prósperas. Eso, y los efectos colaterales, crearon una gran bolsa de descontento que explica en gran medida las victorias, años después, del Brexit, de Cinco Estrellas y Liga, o de Trump al otro lado del océano.
La UE aprendió la lección y afrontó de manera muy diferente la crisis pandémica, con políticas expansivas. Hoy, se ha evitado el descalabro económico que muchos temían por el impacto de la guerra en Ucrania. Pero la erosión del poder adquisitivo ha dado otro gran salto y las cuentas justas tienden a crear malestar.
Evitar catástrofes medioambientales, desgarros sociales o peligrosas dependencias geopolíticas, todo a la vez, requerirá grandes esfuerzos. Hará falta mucha inversión pública y una actitud del sector privado con altura de miras, en su propio interés. En nombre de principios de justicia social o incluso solo porque la estabilidad del proyecto común y la prosperidad dependen de que no estalle más adelante una ira que dé alas a extremos. El New Deal de Roosevelt, que apoyaba Steinbeck; la gran construcción del Estado de bienestar en Europa; el plan pospandemia de la UE; episodios de nobles cooperación de las partes sociales. Hay ejemplos de la senda que deberían seguirse sin titubeos. Hay que buscar ese “término medio de la sensatez que haga habitable el porvenir”, como escribía Antonio Muñoz Molina en estas páginas, en referencia a la cuestión medioambiental. Lo mismo vale para las socioeconómicas. La historia nos lo explica. La gran literatura nos lo hace sentir.
—¿Hay mucha gente que siente lo mismo?, preguntó Tom Joad a su madre, en referencia al sentimiento de ira por la injusticia.
Varias elecciones de la última década muestran que hay bastante. Hay que evitar que sea demasiada, y eso no lo logrará el libre mercado por sí solo.
Andrea Rizzi es corresponsal de asuntos globales de EL PAÍS y autor de una columna dedicada a cuestiones europeas que se publica los sábados. Anteriormente fue redactor jefe de Internacional y subdirector de Opinión del diario. Es licenciado en Derecho (La Sapienza, Roma) máster en Periodismo (UAM/EL PAÍS, Madrid) y en Derecho de la UE (IEE/ULB, Bruselas).





























[ARCHIVO DEL BLOG] Una revolución de clase media. [Publicada el 31/01/2019]











Lo de París del 68 fue una revolución de clase media, escribe el historiador Luis Arranz reseñando La revolución imaginaria. París 1968. Estudiantes y trabajadores en el Mayo francés (Madrid, Alianza, 2018) de Michael Seidman. Un trauma sobre el que las facultades de Ciencias Humanas, Letras e Historia de todo Occidente siguen abismadas.
Michael Seidman publicó entre nosotros, en 2012, un análisis sagaz de la política económica de Franco durante la Guerra Civil, La victoria nacional, que hizo honor al esclarecimiento de algunas de las razones de ésta última no siempre ponderadas, sobre todo vistas en un análisis comparativo con la suerte adversa de otras contrarrevoluciones. Por la información que proporcionaba y su modo de remover clichés con ella, constituye una lectura estimulante. Esta obra, y la dedicada a valorar el Mayo francés en su quincuagésimo aniversario, muestran un claro parentesco metodológico. Aunque el autor demuestra en la introducción conocer bien los enfoques inspirados por la psicología social y la filosofía que han tratado de dar cuenta de aquellos sucesos, prefiere atenerse a los datos de la sociología empírica y al proceso mismo de aquellos dos meses (mayo y junio) para extraer al final sus conclusiones.
Nos encontramos así, para empezar, con lo que podríamos llamar la plétora de Nanterre, esto es, con el problema del crecimiento exponencial de número de estudiantes de todos los niveles, incluido el universitario: de sesenta mil, en 1938-1939, a seiscientos cinco mil en 1967-1968, nada menos. Eran los efectos del baby boom posterior a la Segunda Guerra Mundial y a la creciente e inaudita prosperidad que le siguió, pese a que entre 1945 y 1948 el futuro de Europa Occidental parecía negro (el de la Oriental lo era, efectivamente). Estos estudiantes, sobre todo de clase media y media-baja, pues sólo en un 10% provenían de los medios obreros, se hacinaban, sobre todo los de Letras y Ciencias Humanas, en aulas superpobladas con un excesivo número de alumnos por profesor. Y eso que éstos habían pasado de dos mil en 1945 a veintidós mil en 1967, y que el gasto total del presupuesto del Estado en educación hubiera saltado de 605 millones de francos al comienzo de la Quinta República, en 1958, a 3.790 diez años después. Una enseñanza humanista pensada para una elite motivada se adaptaba mal a estas muchedumbres y hacía muy difícil que los profesores encontraran el modo adecuado de enfrentarse a su difícil situación.
Sobre la actitud del profesorado en aquellas circunstancias, Seidman nos precisa algunos aspectos importantes. Para él, «la naturaleza liberal de la educación superior la volvía incapaz de combatir las protestas violentas sin renunciar a su propio liberalismo» (p. 129). Esto significa que el grueso del profesorado trató denodadamente, pero en vano, de hacer compatible la protesta con el normal trascurrir de clases y exámenes. Sin embargo, la violencia estaba allí: a los profesores se les tuteaba, se les insultaba, se les hacía juicios críticos, y su autoridad se desconocía. Clases, seminarios y exámenes estaban a merced de las exigencias de la agitación y la «lucha». O, mejor, la autoridad académica la reconocían sólo las fuerzas policiales que, inicialmente, se vieron desautorizadas por la denostada violencia de su represión; no sólo por el profesorado, sino también por la opinión pública. Una distancia y un conflicto que iría disminuyendo progresivamente entre mayo y junio, cuando eminencias académicas como los premios Nobel François Jacob y Jacques Monod, al principio muy comprensivos con los radicales y críticos con la represión, denunciaron el unilateral espíritu de barricada de las vanguardias estudiantiles (p. 402).
Como es lógico, el grueso de la investigación de Seidman se centra en la condición y acción de los estudiantes, pero también en sus relaciones con los obreros y las actitudes de éstos. En el microcosmos de Nanterre, en la banlieu parisiense, en una zona más bien triste, pobre y empeorada por unos edificios típicos de la arquitectura «brutalista», un 54% de los estudiantes se decían interesados en la reforma de la universidad; un 31%, únicamente en aprobar los exámenes, y sólo un 12% exhibían convicciones revolucionarias (p. 65). Por tanto, y esto es lo más significativo de Mayo del 68 y lo que incita una y otra vez al análisis, que una minoría impusiera la ideología, a menudo delirante y profundamente reaccionaria en su radicalidad, como bandera del conjunto de los estudiantes frente a toda la sociedad resultaba y resulta asombroso. Hubo, no obstante, mediaciones. Seidman señala que, dada una vida cultural mínima en Nanterre, los problemas de la considerada miseria cotidiana de los estudiantes hicieron de receptáculo de la ideología. La agitación empezó así con la denuncia de la represión sexual y el derecho de los varones a entrar en cualquier momento del día en las residencias de las chicas sitas en el campus. Aunque la masificación había comportado una evidente feminización de las universidades, no parece que la actual ideología feminista del «me too» desempeñara papel alguno en aquella primavera parisiense. Si hubo violaciones o abusos durante las ocupaciones, no lo sabemos. El caso es que, ya en 1967, la situación de las residencias universitarias se caracterizaba por el caos, la degradación del medio, el consumo de drogas y el ruido permanente (p. 101). Un estilo de total informalidad, libertad sexual y la normalización del robo como alternativa al «prejuicio burgués» de la propiedad privada hicieron del estilo anárquico una suerte de pecera, dentro de la cual se movían incansables y minoritarios los obreristas fanáticos, sobre todo los maoístas y, en menor medida, los trotskistas. Asimismo, Seidman llama la atención sobre el marcusiano y situacionista desprecio al trabajo y su sustitución o asimilación por el placer (sobre todo sexual) y la diversión.
Esta mezcla de ideología y modo de vida se prevalía de elementos de gran peso para cerrar toda posibilidad a una política reformista por parte de los estudiantes: el coste de las reformas de los estudios superiores: no tanto económico, sino referido al nivel de exigencias. Los ministros de los gobiernos de Georges Pompidou, Christian Fouchet (1962-1967) y Alain Peyrefitte (1967-1968), como luego, bajo la presidencia de Couve de Murville, el veterano Edgar Faure, trataron de introducir por decreto una mayor selectividad por parte de las universidades y una mayor exigencia de estudio con la limitación de convocatoria de los exámenes a que era posible presentarse en el tiempo para aprobar las asignaturas. Todo lo cual hubiera llevado a diversificar y jerarquizar la oferta de la educación superior. Y, ante estas exigencias, padres y alumnos manifestaban la más rotunda negativa. Una hostilidad que, como la exigencia de libertad sexual, caldeó el ambiente. La denuncia de los «intereses de clase» y el «clasismo» venían muy bien para desentenderse con una abrumadora conciencia de superioridad de las inevitables exigencias personales que comportaba la calidad educativa ante la demanda de una sociedad en la que las oportunidades se habían multiplicado exponencialmente. No podía ser que el acceso a la universidad supusiera pasarse el día de clase en clase, de seminario en seminario o estudiando en bibliotecas que, a veces, faltaban o eran insuficientes. De modo que es posible colegir de todos los elementos de juicio que Seidman proporciona la conclusión de que la ideología revolucionaria constituía, en definitiva, un modo brutalmente eficaz de bloquear toda reforma que cuestionara (como ocurría también en Italia y España) el hecho de que la sociedad entera proporcionase a los estudiantes, a muy buen precio, sus estudios superiores. Así las cosas, su origen de clase media quedaba púdicamente disimulado con las fantasías y el sectarismo revolucionario. Seidman cita, en ese sentido, a uno de los grandes renovadores de la historia política, René Rémond, que llegaría a ser rector de la Universidad de Nanterre, cuando éste señalaba que la ideología revolucionaria penetraba con tanta más facilidad cuanto más acomodado era el origen social del estudiante, dispuesto incluso a «proletarizarse» (p. 64).
Hay dos puntos a abordar que centran, asimismo, la atención de Seidman: la violencia estudiantil y la correspondiente acción policial contra ella, por un lado, y la relación entre los estudiantes y los obreros, por otro. En cuanto al primer punto, el autor sigue minuciosamente la secuencia de manifestaciones; enfrentamientos cada vez más violentos con la gendarmería y los antidisturbios; ocupaciones y nuevas manifestaciones y disturbios. Puesto que toda acción por cauces representativos y con objetivos de compromisos en pro de reformas estaba descalificado y excluido e imperaba la dictadura de la asamblea; puesto que los estudiantes no ocultaban su desprecio y su deseo de destruir la «universidad burguesa», degradada a simple escenario revolucionario, la acción estudiantil fue ahogándose cada vez más en sí misma. Si, en sus comienzos, tuvo muy amplio apoyo de la opinión y todas las denuncias recayeron en las fuerzas de orden público, el autocontrol de éstas, pese a su dureza, la evitación de poner fin a las bravas a las ocupaciones de Nanterre, la Sorbona o el teatro Odeón cambiaron poco a poco las tornas. En lo esencial, los estudiantes (acompañados por un porcentaje muy significativo del lumpen) no consiguieron salir del Barrio Latino de París, salvo en algunas manifestaciones, en una de las cuales trataron de orinarse en la tumba del soldado desconocido bajo el Arco del Triunfo. Los obreros no los recibieron en las fábricas ni cuando ocuparon algunas de automóviles a las afueras de París, ni tampoco pudieron participar en las huelgas de correos, la televisión o los ferrocarriles. Cuando a los bulldozers policiales que derribaban sus barricadas los estudiantes opusieron más y más el fuego, y éste afectó a los automóviles aparcados en las calles de los disturbios, comenzaron los problemas con el abastecimiento de gasolina, los comerciantes vieron arrasados una y otra vez sus escaparates y los estudiantes se plantearon ocupar Les Halles y colapsar el abastecimiento de París, la benignidad y comprensión del público fueron apagándose. De las ocupaciones del Odeón o la Sorbona no queda memoria de ninguna efeméride cultural, pero sí la peligrosa acumulación de litros de gasolina en su interior y algunos incendios que no acabaron con los edificios gracias a los bomberos. «Los edificios de la Sorbona estaban invadidos por las ratas y apestaban a orina podrida», resume Seidman (p. 405). En cuanto a los trabajadores, Seidman, buen conocedor de esa sociología, comprueba que éstos no tenían la menor motivación revolucionaria. Toda la retórica de la Confédération Française Démocratique du Travail sobre la autogestión caía en el vacío, y acertaba mucho más la Confédération Générale du Travail comunista, concentrada en reivindicar la disminución de la jornada y el aumento de salarios. Para una clase obrera metida en la sociedad de consumo y en créditos, ésta era una cuestión esencial. Ante la paralización de Francia por las huelgas, que movilizaron a más de cinco millones de trabajadores, Pompidou en persona negoció con los sindicatos (que en ningún momento perdieron el control de sus bases) los acuerdos de Grenelle, en la sede del Ministerio de Trabajo de la calle del mismo nombre, sita en el Barrio Latino. Dichos acuerdos incluyeron una subida salarial del 35%, pese a lo cual los trabajadores los rechazaron en asambleas de fábrica. Pareció que, al fin, la revolución llamaba a la puerta. Decepción total. Las bases sindicales querían más concesiones en horas de trabajo y salarios que las obtenidas por sus jefes. No mostraron, sin embargo, el menor interés en sustituir el mercado «por una red mundial de comités obreros encargados de cancelar la diferencia entre diversión y trabajo», como propugnaban los «situacionistas» que, por lo demás, no creían en el carácter revolucionario de la «clase obrera» (p. 77).
La evolución política de los acontecimientos no ocupa un lugar central en el análisis de la crisis, pero las indicaciones del autor permiten extraer algunas conclusiones a modo de corolario. La posición política de la izquierda más o menos reformista se asemejó sobremanera a la que padecieron la mayoría de los profesores universitarios y de secundaria del sí, pero... La violencia y el fanatismo estudiantil de los anarcos, situacionistas, trotskistas y maoístas duplicó el efecto K que el Partido Comunista Francés, por su propia naturaleza y significación internacional, creaba en la política francesa, al igual que en la italiana: bloquear la alternancia en el gobierno. Que los estudiantes afirmaran con desbordante entusiasmo su apoyo al modelo cubano o maoísta frente a la Quinta República acabó desahuciándolos. Así pudo parecer cuando la gran concentración del estadio Charléty del 29 de mayo en París, donde confluyeron toda la gama de grupúsculos, el Parti Socialiste Unifié y la Union Nationale des Étudiants de France con la izquierda no comunista, marcaba el comienzo del fin de la Quinta República. Los acuerdos de Grenelle habían sido rechazados y el presidente de la República había desaparecido sin dar explicaciones. Pero lo que siguió no fue la caída de éste, como se esperaba, sino que reapareció con un discurso determinado y electrizante que puso en pie una marea de más de trescientas mil personas que descendió por los Campos Elíseos, a la que siguió la aplastante victoria electoral en las elecciones legislativas del 23 y el 30 de junio, que, como subraya Seidman, representó uno de los grandes triunfos por el sufragio universal de la derecha francesa. Un lúcido Pompidou había impuesto el recurso a las urnas frente al referéndum sobre la «participación», de la que ni el general entendía el significado ni el alcance. De este modo acabó tristemente la carrera del honrado y valioso Pierre Mendès France, mientras que el sinuoso François Mitterrand hubo de esperar quince años para cumplir sus ambiciones, para lo que hubo de pagar el precio de pactar un Programa Común con el Partido Comunista Francés. En las universidades de Occidente, las facultades de Ciencias Humanas, Letras e Historia siguen abismadas en aquel trauma. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 














domingo, 28 de mayo de 2023

De la prensa diaria

 






Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del periodista Íñigo Domínguez, va de la prensa diaria. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. 










Guía al artículo tonto de nuestro tiempo
ÍÑIGO DOMÍNGUEZ
Madrid - 27 MAY 2023 - El País
harendt.blogspot.com

Hablar de política en víspera electoral es raro, solo puedes exaltar la democracia. Este ambiente es ideal para hablar de cosas intrascendentes, como algunos artículos en boga. Veamos.
1. Un estudio dice que. Es tendencia poner en duda el sentido común, tratado como prejuicio o estereotipo, bajo sospecha (la idea de lo normal, en general), y lleva a presentar obviedades que sabe todo el mundo como certezas, pero que ahora lo son oficialmente, porque ya lo dice un estudio. La humanidad lo descubre por primera vez. Ejemplos: un estudio demuestra que cuando suena el despertador a las 7.00 uno se deprime. A veces son de tipo sentimentaloide, con autocompasión, en una regresión adolescente colectiva: por qué te sientes mal si te ponen los cuernos. Como si no lo supiéramos.
2. Usted hace todo mal. Del género de artículos que riñen (por qué no deberías hacer no sé qué…), y convive extrañamente con la autocompasión que decía antes. Entra en una concepción mecánica de la felicidad, como si fuera cuestión de recetas o instrucciones. Proliferan consejos para hacer todo del modo correcto. Desde cómo poner la cafetera a calcular las calorías del puerro. Haciendo todo eso la vida será perfecta, y eres feliz, y te haces fotos siéndolo.
3. Citar una serie y establecer una teoría. Se da por hecho que se debe conocer una serie, entre miles que hay, y entonces: hay una escena de la tercera temporada de la imprescindible Discordia (ni idea), spin off de la inolvidable Nebraska missing (ni idea) en la que Joe discute con Megan sobre las vacaciones, y es genial porque ves que están en crisis, y plantea qué modelo de pareja queremos. Sí, sí, pensemos sobre ello, mientras ponemos otra serie en busca del sentido de la vida.
4. Artículos para epatar a la burguesía (en 2023) y hacerte sentir que no eres moderno (y que no follas nada). Temas recurrentes: el poliamor; el amor no existe, es un cuento; la gente realmente desinhibida cena desnuda, a ver si te enteras; como mujer, tienes derecho a tirarte un pedo delante de tu pareja. Cosas así. Tiene que haber un montón de gente superavanzada por ahí.
5. Semblanza de cantante para ti desconocido, con millones de seguidores. Siempre en chándal. Te hace sentir mayor. Lo olvidas inmediatamente. No descarto que sea siempre el mismo, que cambia de chándal.
6. Micronaderías con suspense. “Atención a lo que le dice Manolín a Saray que deja seco a Rodolfito en directo”. Para ver si pinchas, pero es que ya picaste las cien primeras veces allá por 2007. Ves que se siguen publicando, que alguien seguirá cayendo. Y qué tipo de persona será, con qué inquietudes.
7. Refrito de autor. Wikipedia permite disertar de cualquier asunto (el asedio de El Álamo, la sordera de Beethoven) y puede ser noticia porque la gente ya no sabe de casi nada. La variante de aniversarios inanes es muy socorrida (65 años de la fanta limón). Lo hace un becario en una mañana, que pasa por experto.
8. Paridas de famosos nivel avanzado. Variante pop del anterior: la noche en que Rick Astley entró en un bar de carretera de Almendralejo.
9. Listas de cosas. Como esta columna, ya. Es otro artículo tonto.
Los adultos ya no transmiten certezas, la pérdida de autoridad es general, los diarios aspiran, como mucho, a influencer. Impera la frivolidad; hay que ver, antes los periódicos eran más aburridos y me gustaba. Ahora me abalanzo sobre las cosas serias. Lo difícil en periodismo es lo de siempre: dar una noticia. Íñigo Domínguez es periodista en EL PAÍS desde 2015. Antes fue corresponsal en Roma para El Correo y Vocento durante casi 15 años. Es autor de Crónicas de la Mafia; su segunda parte, Paletos Salvajes; y otros dos libros de viajes y reportajes.






























[ARCHIVO DEL BLOG] La Noche Triste. [Publicada el 06/07/2020]









Espero que recordemos esta efeméride, -escribe en ABC el economista Ramón Tamames- sin los prejuicios antihistóricos que están surgiendo. La memoria de Cortés se lo merece por lo que fue su tesón, su formidable capacidad organizativa y, también porque supo reconocer el gran valor y resistencia de sus rivales, los aztecas, llegados un día del norte de México, del Azatlán.
Hoy mismo, ya en la oscuridad, se cumplen 500 años de la Noche Triste de Hernán Cortés. La mayor crisis de toda su historia de la conquista de México, que sería la Nueva España.
Todo empezó cuando Don Hernán se reunió con el anunciador de la gran expedición de castigo, comandada por Pánfilo de Narváez, que había promovido Diego Velázquez Cuéllar, gobernador de Cuba, e irritado antiguo socio de Cortés, dispuesto a acabar con él.
Alfonso de Vergara, ese era el nombre del anunciador, fue invitado a todo un banquete por Don Hernán, que le regaló abundante oro. Asombrado por tanto agasajo y riqueza, el enviado de Velázquez se hizo gran amigo de quien iba a ser su enemigo; al que informó de todos los detalles sobre los 1.500 hombres que estaban por llegar.
El gran conquistador, temiéndose lo peor, quiso solucionar el problema de inmediato, en un lapso histórico de ya seis meses de buena relación con Moctezuma. Que era su prisionero, ciertamente, si bien seguía rigiendo a sus súbditos como tlatoani.
Con esa inusitada amistad con el emperador de los mexicas, Cortés no lo pensó más, y salió de Tenochtitlán el 28 de mayo de 1520, hacia la costa, dejando en la gran ciudad lacustre una menguada fuerza de sólo ochenta españoles; al mando de uno de sus lugartenientes, Pedro de Alvarado, y por medio de sus enviados y espías, fue asegurándose la complicidad de los efectivos de Narváez. Sobre todo, los artilleros, que no llegaron a disparar, resultando a la postre que el ejército recién arribado de Cuba se pasó por entero a las filas cortesianas. Narváez acabó preso en Veracruz, donde rumió su desdicha durante casi dos años, en tanto que sus mesnadas y navíos se incorporaron a los efectivos cortesianos.
Resueltos los problemas que iba a ocasionar Don Pánfilo de Narváez, a Veracruz llegaron noticias de Tenochtitlán de lo más alarmantes: había estallado una rebelión de los mexicas, teóricamente ya vasallos de Carlos V. De manera que al oír tan aciagas nuevas, Cortés partió apresuradamente para el altiplano, llegando a la gran ciudad lacustre el 24 de junio de 1520.
El caso es que durante la ausencia de Cortés tenía que celebrarse, en Tenochtitlán, una ceremonia en honor del dios de la guerra, Huitzilopochtli. Y para ello, los dirigentes mexicas pidieron permiso al lugarteniente de Cortés, quien otorgó lo que se le solicitaba. Pero revestido de una autoridad que no le daba mayor sensatez, Alvarado mandó cerrar las salidas del patio sagrado del templo mayor, donde se celebraba la fiesta; comenzando de inmediato la matanza de los reunidos. Lo que provocó la inevitable indignación y rebelión de los mexicas, espeluznados por lo sucedido.
Una multitud se agolpó ante el palacio de Axayácatl, residencia de Moctezuma y de los españoles principales: la rebelión ya no podía ser detenida, oyéndose gritos dirigidos al tlatoani: «¡Ya no somos tus vasallos!». Se sentían vejados por la matanza del templo mayor, y durante tres semanas, sitiaron el reducto de los españoles y sus aliados tlaxcaltecas, que malamente pudieron resistir los ataques.
Cortés llegó a la capital del lago, y concentró a todos sus hombres en el citado palacio Axayácatl y sus aledaños, arreciando entonces la furia de los atacantes, ya casi incontenibles. La artillería se llevaba por delante a diez o doce hombres de cada disparo, pero los huecos se cerraban otra vez por valientes guerreros a quienes ya no asustaba la pólvora.
En ese trance, Cortés, a fin de apaciguar la situación, solicitó a Moctezuma que desde la azotea del palacio pidiera a sus súbditos el cese de la lucha; y precisamente cuando estaba en ello, resultó herido por una de las piedras que arrojaban los furiosos manifestantes, y tres días después, murió.
Ante tan pavoroso escenario, Don Hernán decidió abandonar la ciudad en la noche del 30 de junio de 1520. La misma que, premonitoriamente, un soldado, llamado Blas Botello, nigromante y astrólogo, había recomendado dejar para no perecer todos.
En la retirada, Cortés llevó consigo a un hijo y dos hijas de Moctezuma, así como a algunos nobles nativos que le eran favorables; utilizando puentes de madera portátiles para cruzar fosos y canales. Al principio en el silencio de la noche, aunque pronto sonó el alarido de una mujer, que despertó a la ciudad, originándose así la masiva persecución de los españoles.
Se impuso la fuerza del número sobre las posibilidades de maniobra, y Cortés, acosado por todas partes, se esforzó para organizar su tropa lo mejor posible. Así las cosas, la huida se transformó en verdadera retirada táctica, y Malinche, a quien se dio por muerta en el trance, reapareció casi milagrosamente, cuando ya clareaba y el gran lago quedaba atrás.
Según un primer balance, en la Noche Triste, murieron ciento cincuenta españoles… amén de más de dos mil indios auxiliares, y varios hijos de Moctezuma. También sucumbieron cuarenta y cinco preciados caballos, y se perdieron muchas cargas de oro y plata. Y lo más importante, el posible acuerdo pacífico de cooperación entre españoles y mexicas quedó roto.
En esa trágica ocasión, Cortés se negó en redondo a darse por vencido: nada de vuelta a Cuba o incluso a España. Tenochtitlán tenía que ser reconquistada. Y así las cosas, siete días después de la Noche Triste, en su difícil andadura en busca de acogida en Tlaxcala, los españoles se vieron ferozmente alcanzados en su penosa marcha: «Creíamos ser aquél el último de nuestros días, según el mucho poder de los indios y la poca resistencia que en nosotros hallaban», comentó después el propio Cortés, en carta de relación al emperador Carlos V.
Pero la situación cambió dramáticamente: en Otumba, en medio de la más encarnizada batalla, un soldado de Cortés logró abatir al jefe de la nutrida tropa persecutoria, arrebatándole su estandarte. El soldado, Juan de Salamanca era su nombre, le pasó la enseña a su capitán general, y la acción se decidió plenamente a favor de los conquistadores. Un gran triunfo: seguía la vida y se renovó la esperanza. Nadie dijo que en la ocasión se apareciera el apóstol Santiago en su blanco caballo, quedando claro que el de Medellín sustituyó al de Compostela.
Del lado mexica, días después de la Noche Triste, se eligió al nuevo tlatoani como sucesor del malogrado Moctezuma; en la figura de Cuitláhuac, un hombre reflexivo y que tal vez hubiera negociado. Pero al poco tiempo, el recién elegido murió de viruela y fue sustituido por Cuauhtémoc, un adversario mucho más temible que el sosegado Cuitláhuac.
Recibidos en Tlaxcala hospitalariamente, Cortés, desde julio de 1520 hasta mayo de 1521, organizó su retorno para la reconquista de la gran ciudad; con una batalla que duró cien días con sus cien noches, para al final, el 13 de agosto de 1521, San Hipólito, alcanzar un triunfo más que costoso.
Espero que recordemos también esa efeméride, sin los prejuicios antihistóricos que están surgiendo. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt











sábado, 27 de mayo de 2023

De la superioridad moral

 






Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz sábado. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, de la escritora Carmen Domingo, va de la superioridad moral. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. 











El peligro de creer en la superioridad moral de la izquierda
CARMEN DOMINGO
24 MAY 2023 - El País
harendt.blogspot.com

Cada vez que estamos a las puertas de unas elecciones y las encuestas pronostican que, en más circunscripciones de las esperables, pintan bastos para los partidos de izquierda, surge un sinfín de opinólogos cercanos a esos partidos que no tardan en recordarles a los votantes que no deben cometer el error de votar mal, o sea, a un partido de la derecha.
¿Cómo es posible, se preguntan airados, que los privilegiados, que son una minoría en nuestro país, acaben ganando en las urnas gracias a los votos de aquellos que menos tienen? ¿Cómo recibirán más votos frente a nosotros, que tenemos un discurso que es moralmente superior y que solo pensamos en ayudarles? ¿Cómo puede ser que este o aquel candidato que a todas luces es un inepto, forma parte de un partido corrupto y suele gobernar para los suyos, vaya a recibir mayor soporte de la ciudadanía? En definitiva, ¿cómo están tan ciegos los ciudadanos como para no votarnos a nosotros?
Mientras escribo esto, recuerdo unas declaraciones que hizo un relevante líder de la izquierda poco antes de las anteriores elecciones a la Comunidad de Madrid, en las que señalaba a aquellas personas que, ganando el salario mínimo interprofesional (SMI), iban a acabar votando por Isabel Díaz Ayuso. “Alienados”, llegó a llamarlos. Y aclaró, si se os da el SMI lo mínimo que podéis hacer es votar a los que os lo han dado, o sea a la izquierda, y añadió que, a la larga, se darían cuenta de “que han hecho el imbécil”. Lo que, dicho de otro modo, sería: les damos el SMI para que nos voten, no para igualar las diferencias sociales. Vaya…
No negaré, yo soy la primera que lo creo, que hay una serie de ideas que son moralmente superiores a otras, más justas, más éticas. Defender la igualdad laboral, el antirracismo, el feminismo, la sanidad pública, el antibelicismo… Es cierto, también, que esas ideas, por lo general, se incluyen y defienden desde partidos de izquierda, sin embargo, como bien sabemos todos, eso no garantiza que el partido en cuestión vaya a acabar aplicando lo prometido en su programa. Todavía hay algo peor, la historia política de nuestro país está llena de ejemplos de personajes que militando en partidos de izquierda, con ideas extraordinarias en su haber y que aplaudiríamos sin dudarlo, acabaron comportándose de forma miserable. No basta, por tanto, con reclamar para sí la superioridad moral. Son los hechos, no las palabras, en lo personal y en lo político, los que harán de nosotros alguien que puede o no presumir de “superioridad moral”. Por eso, desde la izquierda, tanto sus representantes como los opinólogos de su órbita deben tener cuidado. Porque, en la medida en que la izquierda reclama superioridad moral, la derecha le recuerda que tiene que ser coherente. No olvidemos que si uno es o se considera moralmente superior al otro, ha de afrontar una autoexigencia estricta. Y eso, amigos, no dar de alta en la seguridad social a tu asistente, no renunciar al bono social térmico, negociar con tu escolta un dinero a cambio de retirar la denuncia…, también penaliza en las urnas.
No solo pasa aquí, ejemplos los hay en muchos otros países. Sumidos en la borrachera de la superioridad moral, algunos políticos descuidan los detalles prácticos que ponen en funcionamiento y se les escapan comentarios que los delatan y los invalidan. Como este que hizo Alexandria Ocasio-Cortez en una entrevista: “Creo que a mucha gente le preocupa ser preciso, fáctico y semánticamente correcto, mientras que para mí es mejor ser moralmente correcto”. “Y de todos modos”, continuó, “si me equivoco yo no es lo mismo que cuando el presidente (Trump) miente sobre los migrantes”. Frase que deja claro que una cosa es la superioridad moral de las ideas y otra, muy distinta, las personas que las aplican.
No sirve de nada enfadarse, quejarse desde la izquierda cuando no se gana y acusar a la sociedad de que tiene un problema. Igual sería más práctico plantearse qué nos puede ayudar a conseguir la confianza de esos votantes que, quizás, en lugar de pensar en superioridades morales, se fijan en coherencias.
La realidad es que hay muchas razones desde la izquierda para no votar bien: la falta de buenas alternativas, la falta de motivación por el descrédito que vive la política, el desencanto por promesas incumplidas... Ahí es donde se debería hacer hincapié, porque si no, tal vez llegue un día en el que se acabe consiguiendo que los ciudadanos crean que, como decía Ishiguro en Los restos del día: “La democracia es algo de otras épocas. El mundo actual es demasiado complicado para depender de antiguallas como el sufragio universal o esos parlamentos donde los diputados discuten eternamente sin decidir nunca nada. Son cosas que podían estar muy bien hace unos años, pero no ahora”. Y decidan no acercarse siquiera a las urnas. Carmen Domingo es escritora. Su último libro es '#cancelados. El nuevo macartismo' (Círculo de Tiza).