jueves, 8 de septiembre de 2022

De los fallos en la lucha por la igualdad hombre-mujer

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de algunos fallos perceptibles en la lucha por la igualdad hombre-mujer, porque como dice en ella la psicoanalista y escritora Lola López Momdéjar, muchas mujeres entienden esa lucha por la igualdad como imitación, y para sobrevivir en un mundo donde nos exponemos como productos, consideran que ser iguales a los hombres consiste en imitar los peores rasgos de la masculinidad hegemónica. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.





Veinte centímetros
LOLA LÓPEZ MONDEJAR
03 SEPT 2022 - El País

En una de las ediciones de First Dates del pasado mes de junio, una mujer de 41 años, Eileen, aseguraba ante las cámaras de televisión: “No quiero a un hombre que la tenga pequeña; mínimo 20 centímetros”. El tamaño era para ella condición sine qua non para comenzar una relación. Nos inquieta el aburrimiento soberano que puede seguir cuando solo cuente Eileen con el tamaño de ese pene: ¿esos 20 centímetros serán un buen acompañante para ir al cine? ¿Resistirán una conversación? ¿Sabrán sostener sus eventuales momentos de debilidad?
Merece la pena que nos detengamos en este episodio como ejemplo de lo que desde hace más de una década algunas psicoanalistas y ensayistas con perspectiva de género hemos identificado como la progresiva masculinización de las mujeres, que bajo el paraguas de un supuesto empoderamiento, de una autoafirmación que refuerza su amor propio, imitan los comportamientos más patriarcales, aquellos en los que estaban tradicionalmente socializados los hombres. Pues, en paralelo a la denominada feminización del espacio público, en el que las mujeres han entrado por fin con pie firme, se está produciendo una masculinización del espacio íntimo que se expresa especialmente en las relaciones sexoafectivas.
En primer lugar, y por ceñirnos al ejemplo, Eileen nos muestra una fragmentación del cuerpo de los hombres idéntica a la que siempre efectuaron estos al referirse y ponderar el cuerpo de las mujeres. En 1975, la ensayista Laura Mulvey advirtió sobre la reiterada representación de la mujer en el cine como “un pedazo de carne con ojos”. Con sus exigencias hacia su potencial pareja, Eileen reduce también la totalidad del hombre a un órgano sexual, ese pedacito de carne, y el encuentro sexual al coito, en la mejor tradición machista. Solo la pornografía más habitual mantiene el coito como protagonista central del erotismo femenino, y lo hace, precisamente, porque está pensada para satisfacer a los hombres.
Además, Eileen se muestra tan empoderada que afirma que al hombre que la acompaña en esa primera cita televisiva le gustan más los chicos que las chicas, pues está convencida de que ella tiene una intuición especial, una supermirada radiográfica, como la de Superman, para detectar tanto el tamaño del pene a través de los pantalones como las inclinaciones sexuales de cualquiera que tenga delante, sin conocerlo de nada. La rotunda afirmación como hombre heterosexual de su acompañante no la disuade, porque ella posee una certeza inamovible que se coloca por encima de cualquier declaración del aludid; la misma certeza que ha asistido durante siglos a los hombres cuando afirmaban que nosotras queríamos cuando no queríamos, pues estaban seguros de conocer nuestros deseos e intenciones mejor que nosotras mismas. El consentimiento viciado, el tímido sí que no es tal sino pura sumisión, miedo a la pérdida, asunción del deseo del otro como propio, incapacidad para identificar y expresar lo que se quiere con autonomía, es el correlato de ese supuesto saber ancestral de los hombres sobre las mujeres que Eileen también posee ahora sobre el varón.
Y es que se ha producido un peligroso deslizamiento: muchas mujeres entienden la lucha por la igualdad como imitación. Para sobrevivir en un mundo donde se ha impuesto un modelo de relaciones sexoafectivas mercantilizado, donde todos nos exponemos como productos en un catálogo que siempre está abierto a nuevas y más atractivas ofertas, consideran que ser iguales a los hombres consiste en tener derecho a imitar los peores rasgos de la masculinidad hegemónica. El mantra es tan sencillo que da pavor: si ellos lo hacen, por qué nosotras no, se justifican. O, mejor, apenas se justifican, porque no hay reflexión previa, sino pura y triste mímesis.
Empoderarse es hoy para demasiadas chicas adoptar posturas pornográficas en los selfis y difundirlas en Instagram. En la playa, sin ir más lejos, no hay día que no observemos a adolescentes en tanga que se hacen vídeos entre sí, moviendo el boom boom como les ha enseñado Chanel a hacerlo, no sabemos si, también, para volver loquitos a los daddies. Las fiestas de despedidas de soltera de las jóvenes se han convertido en zafias performances hipersexualizadas, como siempre lo fueron las de los solteros.
La pornificación de nuestra sociedad que con tanto acierto describiera Ana de Miguel lleva a extremos tan absurdos como el de considerar educación sexual el conocimiento de las posturas del Kamasutra, como ha sucedido en la desafortunada yincana nocturna de Vilassar de Mar, donde en lugar de educar en el respeto al propio cuerpo (la necesaria autonomía corporal) y al del otro; en lugar de enseñar a los chicos y a las chicas a identificar sus deseos por fuera de la sumisión, la complacencia o la imitación de lo que ven en Pornhub, se les enseña cómo lamer un plátano o poner un preservativo.
Porque alcanzar la igualdad hombre-mujer no consiste en caer en una masculinización que nos homogeniza, sino en todo lo contrario. La igualdad por la que muchas mujeres luchamos desde el feminismo tiene que ver con corregir precisamente la cosificación del otro, sea hombre o mujer, a favor de unas relaciones personales profundas y ricas, donde el semejante no sea considerado un mero objeto, fragmentado, funcional, un producto diseñado para nuestro uso, sino un sujeto con un mundo interior propio que compartir. La igualdad es respeto por la diferencia, es caminar hacia una convergencia de géneros que trascienda los mandatos y los roles hasta subvertirlos. Cuando las jóvenes copian en sus gestos y en sus conductas, en sus retoques quirúrgicos, en sus demandas, la estética y el comportamiento de las actrices porno no lo hacen, como suponen, desde una afirmación positiva que las autoriza como sujetos, sino desde la ignorancia de que están imitando aquello que consideran lo más deseado por los hombres: una hembra hipersexualizada que reclama un pene de 20 centímetros, tal y como lo solicitase Eileen.
Liv Strömquist, en su ensayo gráfico No siento nada, advierte respecto al comportamiento amoroso lo mismo que señalamos aquí. Cito: “La RESPUESTA FEMINISTA a ser mal querida por hombres que son incapaces de amar no puede ser la idea adiestradora del empoderamiento que LAS VUELVA tan incapaces de amar como a ellos”. Por supuesto que no.
Sin embargo, los ejemplos de esta imitación son numerosos. Caminamos hacia un horizonte donde las bondades de la socialización patriarcal de las mujeres (el cuidado de los vínculos, la atención a los afectos, la empatía, la consideración del otro y la reflexividad afectiva), unos valores que pretendíamos universalizar y exportar a la educación de los hombres, se pierden a favor de una masculinización deshumanizante que homogeniza a la baja. Y se pierden, sencillamente, porque esta masculinización que cosifica es mucho más afín a los requerimientos que exige el capitalismo financiarizado y digital, que nos quiere meros productos, piezas reemplazables de un sistema que nos precariza afectiva y materialmente.
Resistirse al empuje de esa corriente homogeneizante es mucho más costoso en términos energéticos que dejarse llevar por ella, pero educar en la igualdad no es universalizar los peores valores patriarcales, sino transformarlos, oponernos desde el pensamiento crítico a ellos, crear imaginativamente nuevas formas de ser humanos que amplíen el espectro de las diferencias, sin renunciar al derecho inalienable a la igualdad.



















miércoles, 7 de septiembre de 2022

Del legado de Gorbachov

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va del legado de Gorbachov, porque como dice en ella el historiador Julián Casanova, la desaparición de la URSS estuvo inextricablemente unida a la disolución del imperio periférico del centro y este de Europa causada por las revoluciones de 1989. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.







Gorbachov y el derrumbe del socialismo de Estado
JULIÁN CASANOVA
02 SEPT 2022 - El País

Entre 1989 y 1991, el mundo contempló un acontecimiento extraordinario: la disolución pacífica de un gran poder multinacional y de su imperio. El final del comunismo en esos países hasta entonces satélites aceleró el proceso de desintegración de la Unión Soviética y estimuló movimientos patrióticos nacionales en los países bálticos y en Ucrania. Como han señalado diferentes autores, el poder comunista en ese amplio territorio desde la Unión Soviética a Hungría no fue destruido, “abdicó”.
El derrumbe del socialismo de Estado, de dictaduras de un solo partido, en Europa Central y del Este fue una transformación revolucionaria, pero sin mucha violencia ni muchos muertos que contar. En menos de 12 meses, se puso fin a tiranías de larga duración. Y, salvo en Rumania, de forma pacífica.
Los regímenes prosoviéticos se desmoronaron desde dentro. La pérdida gradual del compromiso ideológico entre las élites envejecidas y sin opciones de seguir legitimando su “misión de emancipación” de las clases trabajadoras aceleró el proceso de desintegración.
La violencia por parte del Estado se convirtió en ilegítima no solo a los ojos de amplias capas de población, sino también para la mayoría de los funcionarios del sistema. Fue una revolución comprometida con la no violencia y su ausencia y rechazo fue fundamental en su desarrollo y éxito.
Mijaíl Gorbachov, elegido secretario del Partido Comunista de la Unión Soviética en marzo de 1985, reconoció muy pronto que, si no se usaba la fuerza, el sistema no podría mantenerse. Rompió con la doctrina Breznev de soberanía limitada, formulada 20 años antes como justificación para aplastar la Primavera de Praga y, al contrario que todos sus predecesores, rechazó recurrir a los tanques como último argumento político, estableciendo la doctrina Sinatra: “Dejen que lo hagan a su manera”. Esa nueva política exterior, la percepción soviética de que el este de Europa ya no era una necesidad estratégica, un cambio de las “reglas del juego”, permitió unos años finales de disconformidad y movilización política.
Pero el factor Gorbachov por si solo no basta para explicar por qué esas élites dominantes no desplegaron sus fuerzas de seguridad y policía en una desesperada defensa de su poder y privilegios. Lo que se vio, excepto en el caso de Rumania y solo en el círculo atrincherado alrededor de Nicolae Ceausescu, fue la pérdida de confianza y fe de la élite en seguir gobernando. Algunos intelectuales habían anticipado el inevitable derrumbe del “sovietismo”, pero pocos pensaron que eso ocurriría de forma tan rápida y sin violencia. Así, uno de los más sorprendentes desarrollos de 1989-90 fue la disposición de las élites comunistas en Hungría y Polonia primero a compartir y después a dejar el poder. El modelo de “socialismo de cuarteles”, presente en Rumania, Alemania Oriental, Bulgaria y Checoslovaquia, no tenía posibilidades de triunfar, tirado por la borda por los acontecimientos ya iniciados en los otros dos países y por la negativa de Moscú a utilizar los tanques para imponerlo.
El objetivo conseguido en 1989 no fue ya la democratización del socialismo, sino, simplemente, la democracia, el libre mercado. La tercera vía entre el capitalismo y el socialismo de estilo soviético había sido ya enterrada. “La tercera vía lleva al Tercer Mundo”, declaró Václav Klaus, el promotor de las reformas económicas radicales para establecer el libre mercado. En 1987, cuando Mijaíl Gorbachov visitó Checoslovaquia y un periodista preguntó cuál era la diferencia entre la Primavera de Praga y la perestroika que había iniciado en la Unión Soviética, Gennady Gerasimov, portavoz del ministro de Asuntos Exteriores, contestó: “Diecinueve años”.
El proyecto de Gorbachov de mediados de los años ochenta para renovar el comunismo ya no encontró eco en los países dominados por los soviéticos. El comunismo había perdido su credibilidad. Las revoluciones de 1989 fueron un auténtico acontecimiento histórico mundial, un corte y división entre la historia anterior y posterior a esa fecha. Durante ese año, lo que aparecía como un sistema casi indestructible e inmutable se desplomó con una celeridad impresionante. Y no sucedió a causa de golpes externos —aunque la presión externa también contó—, como había sucedido con la Alemania nazi, sino como consecuencia de tensiones internas insuperables. Los diferentes sistemas comunistas estaban enfermos terminales y ya no podían autorregenerarse. Tras décadas de idas y vueltas con reformas, había quedado claro que el comunismo no tenía recursos para su reajuste y la solución no estaba dentro, sino fuera e incluso contra el orden existente.
La desaparición de la Unión Soviética, consumada ante la incredulidad de una parte del mundo en diciembre de 1991, estuvo inextricablemente unida a la disolución del imperio periférico del centro y este de Europa provocada por las revoluciones de 1989. Mijaíl Gorbachov no fue el liberador de esos Estados socialistas, porque su intención inicial era reforzar el sistema y no arruinarlo. Pero fue la figura clave para que no hubiera intervención exterior de la Unión Soviética y el cambio no se ahogara en sangre.


















martes, 6 de septiembre de 2022

De literatura y vida





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de literatura y vida, porque como dice en ella el escritor Juan Gabriel Vásquez, somos muy hábiles al poner máscaras entre nosotros y los demás, y quizá esa sería otra razón para frecuentar las grandes novelas, que en ellas tenemos la experiencia imposible de ver a los demás por dentro. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.







Javier Marías y los traductores de la vida
JUAN GABRIEL VÁSQUEZ
01 SEP 2022 - El País

Por razones que no viene al caso explicar, he vuelto a leer en estos días Fiebre y lanza, el primero de los tres volúmenes en que se publicó una de las grandes novelas de lo que va del siglo: Tu rostro mañana, de Javier Marías. Lo había leído hace 20 años, tan pronto como se publicó, y me ha alarmado esta vez darme cuenta de lo mucho que ha cambiado el libro. Esto es cierto siempre de las buenas novelas, que reflejan lo que llevamos a ellas, y por lo tanto se transforman en la medida en que nos transformamos sus lectores; pero hay novelas que cambian más que otras, y habría que pensar algún día con detenimiento en las razones por las que esto ocurre. Tengo la impresión de que Dostoievski cambia más que Tolstói, por ejemplo, sobre todo cuando la primera lectura se hizo en la adolescencia; y me parece claro que Faulkner cambia más que Hemingway, aunque no sabría decir por qué. Pero, como diría ese Tristram Shandy que tanto le gusta a Marías, me estoy desviando.
Tu rostro mañana es tal vez la novela más exigente de Javier Marías, aunque sólo sea por la intimidación o el desafío de sus 1.336 páginas, pero su exigencia es tanta como las satisfacciones que brinda, que son muchas y ocurren a muchos niveles. Los lectores recordarán seguramente la premisa de la novela: un español llamado Jacobo Deza —al que los demás a veces llaman Jacques y a veces Jaime y a veces Yago, y que los lectores de Marías habíamos conocido como narrador anónimo en Todas las almas— se ha separado de su mujer, se ha marchado de su casa en Madrid y ha vuelto a Inglaterra, a Londres y a Oxford, donde había vivido años atrás. Ahora trabaja en un edificio sin nombre para un grupo de gente misteriosa que tuvo o tiene una relación estrecha con el Servicio Secreto británico, y su tarea extraordinaria consiste en observar a los demás, observarlos con cuidado, y luego juzgar su carácter: juzgar si serían capaces de mentir, traicionar o incluso asesinar, y en qué circunstancias lo harían. Tiene, al parecer, un talento especial para esto: para fijarse en los otros y leerlos correctamente. En la novela como en la vida, se trata de un talento invaluable.
No sé de dónde me viene cierto gusto por las novelas que reflexionan, indirectamente, sobre lo que hacen las novelas. Tu rostro mañana pertenece a esta familia que comienza, como tantas otras cosas en el arte de la novela, con el Quijote. Son novelas en las cuales los personajes o las situaciones nos invitan a pensar en el funcionamiento de las novelas mismas: ficciones que son, también, una metáfora de la ficción. En el último tomo de En busca del tiempo perdido, el narrador, Marcel, llega a la conclusión de que “la verdadera vida, la vida por fin descubierta e iluminada, esa única vida, en consecuencia, que es vivida plenamente, es la literatura”. Y antes de que tengamos tiempo de recuperarnos del exceso (que para mí no lo es, pero eso es otro asunto), compara la vida que vivimos con un libro que está por escribirse. “Ese libro esencial”, dice entonces, “el único libro verdadero, un gran escritor no está obligado, en el sentido corriente del término, a inventarlo, pues ya existe dentro de cada uno de nosotros, sino a traducirlo. El deber y la tarea de un escritor son los de un traductor”.
A mí, que durante tantos años felices en Barcelona me gané la vida traduciendo literatura, la idea del novelista como traductor de un libro que llevamos dentro me parece extrañamente justa, inexplicablemente satisfactoria. Y no puedo no pensar en las traducciones de Marías, que nos ha entregado versiones bellísimas de aquel Tristram Shandy que he recordado antes, así como de El espejo del mar, de Conrad, y de otras obras diversas que van desde Thomas Browne a Isak Dinesen. Hace 11 años tuve con él una larga conversación acerca de, entre muchas otras cosas, el arte de la traducción y su relación con la escritura de novelas. “La del traductor es una tarea que se puede comparar con la del intérprete musical”, me dijo Marías. “Tiene muchas dificultades a la hora de interpretar una pieza, pero siempre tiene la partitura, sabe que la partitura no va a desaparecer. Así que me he dado cuenta de una cosa que me ayuda al escribir. Dado que yo soy un autor que no tiene un trazado de las novelas antes de empezar, sino que las averigua a medida que las hace, tener un primer borrador de una página, aunque sea escrito de cualquier manera, funciona como el texto original en las traducciones”.
He recordado esa conversación porque ahora, leyendo Tu rostro mañana tantos años después, me parece encontrar un eco en ella. Aunque tal vez sea más preciso hablar de un triángulo: un triángulo que va de la novela de Proust (el novelista como traductor del libro que llevamos dentro) a la conversación de hace 11 años (el novelista como traductor de sus propios borradores) a las páginas de Fiebre y lanza donde el narrador, ese Jacobo Deza, explica que su oficio consiste en “escuchar y fijarme e interpretar y contar”. En otra parte de la novela habla de sus “tareas de invención, llamadas interpretaciones o informes”, y, enseguida, de lo difícil que es no fiarse de nadie, ver a todos bajo la misma “luz suspicaz, recelosa, interpretativa”. Y he pensado que ésta puede ser una de las razones por las que me gusta tanto la novela de Marías: porque pone en escena lo que hacemos constantemente los seres humanos, que no es otra cosa que esa interpretación constante: ese esfuerzo por leer a los otros y saber quiénes son en realidad, de qué serían capaces, cómo actuarán en determinadas circunstancias.
¿No es ésta una de nuestras preocupaciones principales, todo el tiempo, en todas partes? Nuestra pareja, nuestros amigos, nuestros compañeros de trabajo, los políticos que nos lideran, las celebridades en cuyo frívolo destino perdemos tanto tiempo, las figuras públicas en las que invertimos tantas energías: ¿no nos gustaría siempre leerlos bien e interpretarlos con precisión? Bien lo sabe Jacobo Deza, cuyo padre sufrió durante la dictadura franquista una delación que trastornó gravemente su vida y estuvo a punto de arruinarla. El delator era un amigo íntimo, pero el padre no supo anticiparse a la traición. “¿Cómo era posible que mi padre no hubiera sospechado ni detectado nada?”, se pregunta Deza, que tiene en cambio el don de detectarlo todo: el don de ver con claridad a los otros. “¿Cómo puedo no conocer hoy tu rostro mañana, el que ya está o se fragua bajo la cara que enseñas o bajo la careta que llevas, y que me mostrarás tan sólo cuando no lo espere?”
Sí, a todos nos gustaría contar con esa lucidez o esa clarividencia: muchos problemas nos evitaríamos en la vida diaria si las tuviéramos. Pero nunca es fácil mirar a los demás con la atención o la concentración suficientes para saber quiénes son en realidad, y la verdad es que somos muy hábiles a la hora de poner disfraces o máscaras entre nosotros y los demás: sólo un desquiciado se presentaría ante este mundo tal cual es. Quizás ésta sería otra razón para frecuentar las grandes novelas: en ellas tenemos la experiencia imposible de ver a los demás por dentro, de traducir sus vidas para mejor leerlas.


















lunes, 5 de septiembre de 2022

Del Tribunal Constitucional

 




Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de la necesidad del Tribunal Constitucional en España, porque como dice en ella su expresidente, Pedro Cruz Villalón, la Ley Fundamental es más importante políticamente en nuestro país que en otros Estados de la UE, ya que su procedimiento de reforma en términos políticos resulta muy complicado, y la batalla se da en las instituciones. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.







Por qué necesitamos (más que otros) un Tribunal Constitucional
PEDRO CRUZ VILLALÓN
31 AGO 2022 - El País

En mitad de Los Buddenbrook (Thomas Mann, 1901), cuando las turbulencias de 1848 llegan hasta Lübeck, Johann Buddenbrook pasa a encararse con uno de los revoltosos: —¿Smolt, se puede saber qué queréis?
—Una república, señor cónsul, eso queremos.
—¡No seas simple, Smolt!, ¿no ves que ya tenéis una?
—Pues entonces queremos otra, señor cónsul.
Más allá de la hilaridad y del alivio de tensión que la respuesta de Smolt provoca entre los circundantes, la verdad es que se puede querer una república, aun teniendo ya una. Todo depende de la república que se tenga, y de la república a la que se aspire. En nuestra anécdota, es claro que al pueblo llano de Lübeck no le había pasado por la cabeza que lo que tenía era una república, hasta tal punto el régimen estamental de aquellas ciudades libres estaba alejado del imaginario que estaba suscitando la palabra república.
Comoquiera que sea, aquel lejano incidente viene a cuento en unos tiempos en los que, de forma parecida, puede tener sentido reclamar aquí un Tribunal Constitucional, siendo así que ya tenemos uno. Pues la triste verdad es que estamos pasando por un momento tan complicado en la ya larga vida de nuestro tribunal que no es un abuso de concepto expresarse en términos de alteridad, es decir, de reclamación de “otro”. A cuyo respecto conviene señalar que la urgencia de un tribunal distinto viene subrayada, más allá de la situación actual, por la que se vislumbra en un horizonte inmediato. No me voy a detener a este respecto en unas consideraciones de por qué, a mi juicio, esto es así, pues ya tuve ocasión de exponerlas meses atrás en estas mismas páginas.
La diferencia, sin embargo, entre nuestra situación y la narrada por el joven Thomas Mann es que aquí no hay muchedumbres por las calles clamando por la suerte de nuestro tribunal. Con lo que en estas circunstancias el problema es doble: al declive se suma la indiferencia. Hay que notar, sin embargo, que no todas las indiferencias son iguales. Sencillamente, unas son más irresponsables que otras, en función de donde se sitúen. Tal parece como si lo único urgente fuera renovar el tribunal a tiempo, con la mayor cuota de ventaja posible para los unos y los otros. Si así se obtiene una institución a la altura de su función, eso parece importar ya bastante menos.
En estas circunstancias, cuando casi todo está dicho, se plantea la oportunidad de recordar, no ya “lo importante” que es un Tribunal Constitucional para la mayoría de las democracias que integran nuestra Unión Europea, sino más en concreto por qué esa necesidad se agudiza extraordinariamente en el caso de nuestro régimen constitucional. Lo que a continuación sigue es todo bastante sencillo de entender; otra cosa es que haya disposición a ello. Con esta intención me limito a llamar la atención sobre los siguientes puntos.
En primer lugar, hay una razón de principio. En nuestro país la Constitución es políticamente más importante que en otros Estados de la Unión: no en términos jurídicos, sino políticos. Jurídicamente, no hay diferencias apreciables: la Constitución, como en todas partes, es aquí el culmen del ordenamiento jurídico, sin que en derecho se toleren actos públicos contrarios a ella. Pero políticamente sí las hay. La Constitución da fundamento a nuestro Estado, a nuestra comunidad política, de forma mucho más intensa de lo que es el caso en otros Estados miembros. Ello es así por la debilidad que, para desgracia nuestra, manifiestan aquí otros mimbres de construcción de la identidad de una nación. Baste fijarse en algo tan elemental como son los propios símbolos de un Estado: la bandera, el himno, la fiesta nacional, la dinastía reinante, en su caso. En estas condiciones, la Constitución, la de 1978, se erige en la gran piedra basilar de nuestra comunidad política. La afortunada fórmula del “patriotismo constitucional” se inventó para otros, pero, de no haber sido así, hubiéramos debido disponer introducirla para beneficio nuestro. En función de esto, no es necesario argumentar mucho para convencer de la urgencia de un defensor y garante de la Constitución que lo sea efectivamente.
La segunda de las razones es de índole procedimental, pero no menos evidente. El procedimiento de reforma de la Constitución es la válvula de seguridad de una Constitución que se quiera viva y actualizada. En los Estados de nuestro entorno las reformas de la Constitución son algo perfectamente normal, aunque no ocurran cada mañana. De esa manera, el respectivo Tribunal Constitucional queda en esas latitudes al margen de tales operaciones normativas fundamentales. Entre nosotros, en cambio, si bien es cierto que sobre el papel dichos procedimientos de reforma existen, es un hecho que, en términos políticos, nuestra Constitución se ha revelado irreformable: tenemos posiblemente la Constitución nacional más envejecida de la UE. La consecuencia es que no es raro que el legislador opte por otros procedimientos para introducir, sin derecho alguno, lo que materialmente son reformas la Constitución: por ley, por ley orgánica o por Estatuto de autonomía, que de todo ha habido. Con ello, decisiones políticas que en sí mismas pueden ser oportunas dan lugar a litigios constitucionales singularmente peliagudos que en otros lugares se hubieran obviado.
La última de las razones que traigo aquí a colación es de índole orgánica, pero no menos importante que las anteriores. De nuevo, asistimos al contraste entre el derecho y la política. Sobre el papel disponemos de un poder destinado a arbitrar y moderar el normal funcionamiento de las instituciones, el poder del Rey. La realidad política es, sin embargo, muy diferente. Por contraste con lo que ocurre en las repúblicas parlamentarias que nos rodean, aquí carecemos de una instancia equivalente a la presidencia de la República, políticamente capaz, llegado el momento, de poner orden en una trifulca de partidos que amenace con desestabilizar la vida pública. Se está viendo en estos momentos. Por las razones que sean, aquí esa función ha quedado en el papel, lo que siempre plantea la hipótesis de un comisario o mediador regio que, en nombre del Rey y con el reconocimiento de todos, asuma en la práctica esa función que, hoy por hoy, se encuentra frustrada. Lo que importa de nuevo señalar es que, a falta de esa magistratura, aquí se tiende con más facilidad a judicializar la política, lo que, dada la materia que nos ocupa, es tanto como trasladar el problema al Tribunal Constitucional. La conclusión es una vez más la misma: un tribunal llamado a ejercer de árbitro entre los poderes del Estado tiene una necesidad particular de encontrar el reconocimiento de las instancias involucradas y de la sociedad en su conjunto.
En pura teoría, estas simples razones, dejando de lado otras que pudieran aducirse, debieran despertar la inquietud ante el momento por el que nuestro Tribunal Constitucional atraviesa. En sí mismas, debieran tener el efecto de un llamamiento a poner fin al cada vez más insoportable traslado de la confrontación política al ilegítimo campo de batalla de las instituciones. Quizá, ojalá que no, sea excesivo esperar todo esto. Pero en tal caso ahórresenos al menos el rasgado de vestiduras ante los que clamen por otra Constitución.


Y ahora, las viñetas de hoy...