jueves, 5 de junio de 2025

[ARCHIVO DEL BLOG] Y ESPAÑA DEJÓ DE SER DIFERENTE. PUBLICADO EL 15/06/2017










Santos Juliá Díaz (Ferrol, 1940), articulista habitual del diario El País, es un historiador y sociólogo, doctor en Ciencias Políticas y Sociología, catedrático del Departamento de Historia Social y del Pensamiento Político de la UNED, y autor de numerosos trabajos sobre historia política y social de España durante el siglo XX. Fue profesor mío durante mi paso por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la UNED, y aceptó dirigir mi proyecto de tesis doctoral sobre "El papel del Senado en las democracias contemporáneas", que finalmente no realicé. 
Hace unos días publicaba en ese diario, su diario, un artículo sobre lo que se ha dado en llamar "la diferencia española". A la muerte de Franco, comienza diciendo, nadie daba un céntimo por lo que en España pudiera ocurrir cuando los partidos recuperaran la libertad. Y el 15 de junio de 1977, hoy hace cuarenta años, en las primeras elecciones democráticas postfranquistas, triunfaron las dos opciones sobre las que Europa construyó la democracia: el centro y el socialismo.
Era nuestra diferencia, señala, lo que nos convertía en caso excepcional en la historia de Europa: una demostrada y reiterada incapacidad para la democracia, una atávica necesidad de ser gobernados por un hombre fuerte. After he goes, what?, se había preguntado un distinguido hispanista, Richard Herr, temiendo que cuando He, o sea, Franco, desapareciera, los españoles, por naturaleza rebeldes y políticamente volubles, volverían a sus antiguos hábitos, solo temporalmente abandonados por la estricta y larga prohibición de meterse en política. 
No era el único que temía lo peor, comenta: a la muerte de Franco, nadie daba un céntimo por lo que en España pudiera ocurrir cuando los partidos políticos recuperaran la libertad destruida durante 40 años de dictadura. Y no se trataba del tópico del español ingobernable inculcado por la propaganda franquista. Alguien tan a resguardo de esa retórica como Giovanni Sartori sentenció en 1974, en las dos líneas dedicadas al caso español en su obra sobre partidos políticos, que los españoles volverían a la pauta de los años treinta dando vida de nuevo a un sistema pluripartidista y muy polarizado, directamente destinado, como en los años treinta, al caos.
Hombre fuerte que se impone sobre un sistema de partidos caótico como única garantía de paz y orden, continúa diciendo: esa era la diferencia española. Una voz, sin embargo, comenzó a desentonar en el coro de historiadores y científicos sociales y políticos que lucubraban sobre el futuro: la de Juan Linz cuando pronosticó en 1967 que cualquier sistema de partidos que se estableciera en el futuro en España tendría que girar inevitablemente en torno a dos tendencias dominantes: el socialismo y la democracia cristiana. Esa había sido la fórmula puesta en práctica al término de la II gran Guerra Mundial y sobre ella se construyó la nueva Europa de la que todos los españoles nacidos poco antes, durante y poco después de la Guerra Civil queríamos, más que formar parte, ser.
Ser como los italianos, dice más adelante, fue la gran expectativa del Partido Comunista bajo la dirección de Santiago Carrillo, que soñaba con repetir en España el compromesso storico de Berlinguer en Italia. No lo fue menos la de Adolfo Suárez cuando pretendía, como le dijo a Duran Farell, crear en España un partido que desempeñara el papel jugado por la democracia cristiana en Italia y Alemania, y fomentó en la izquierda una permanente y equilibrada división entre socialistas y comunistas. Que aquí ocurriera como en Alemania era lo que anhelaban los socialistas, dispuestos a ir a las urnas aun en el caso de que el PCE tuviera que esperar a una segunda convocatoria para presentarse bajo su propio nombre. Solo quedaba Manuel Fraga y sus siete magníficos azuzando al franquismo sociológico para que despertara de su sueño y mantuviera la diferencia española; al cabo, él había sido principal responsable del célebre reclamo turístico, Spain is different.
Al final, afirma, fueron las dos opciones sobre las que en Europa se había construido la democracia y el Estado social las que resultaron vencedoras el 15 de junio de 1977 con el nombre de centro y de socialismo. De las 80 candidaturas que obtuvieron algún voto, solo 13 consiguieron escaños; de ellas, cuatro solo uno, mientras las dos primeras alcanzaron 293: una concentración de votos en UCD y PSOE algo superior a lo que habían pronosticado las encuestas que, en general, acertaron al predecir la enorme distancia que iba a separarlos de los dos segundos (PCE y AP) en votos y, más aún, en escaños. Y no tanto por el sistema D'Hont, aunque también, como por los dos escaños atribuidos de salida a todas las circunscripciones, cualquiera que fuese su población.
Con estos resultados, señala, se disolvió, aparte de la sopa de siglas, el proyecto de reforma política aprobado seis meses antes en referéndum, que en su artículo tercero establecía que la iniciativa de reforma constitucional correspondía al Gobierno y al Congreso de los Diputados. Para empezar, nunca más se volvió a hablar de “reforma constitucional”, una manera perversa de referirse a las Leyes Fundamentales de la dictadura; además, el Gobierno abandonó sin ofrecer resistencia su última trinchera: encargar a una comisión de expertos un anteproyecto de Constitución a su gusto y medida. Los diputados se declararon constituyentes y decidieron poner en marcha la principal y nunca abandonada reivindicación de la oposición desde el acuerdo alcanzado entre socialistas y monárquicos en 1948, reiterada en todos los planes de transición alumbrados en las décadas siguientes: la apertura de un proceso constituyente.
El Gobierno, dice, con un presidente ratificado sin contar con mayoría absoluta y sin haberse sometido a ninguna sesión de investidura y, por tanto, sin saber con cuántos votos contaba en la Cámara, se sumó de buena gana a una corriente a la que él mismo había dado curso sin prever exactamente hasta dónde lo llevaría. Situado, por talante y por apoyos, en el polo opuesto al del hombre fuerte al modo español, su doble acierto consistió en no intentar siquiera poner puertas al campo abierto por las elecciones y en sustituir la práctica del decreto-ley por una política de pactos a derecha e izquierda, con nacionalistas catalanes y vascos incluidos, sobre las cuestiones pendientes: la Constitución, desde luego, pero también la política económica y social y las reivindicaciones de autonomía sostenidas en títulos históricos. En conjunto, lo que muy pronto recibió el nombre, luego tan denostado, de política de consenso.
Y esa sí que fue la gran diferencia que liquidó todas las diferencias, comenta. Políticos españoles y políticas de pacto parecían excluirse mutuamente en nuestro discurso político y en nuestra historia desde los orígenes del Estado liberal. La tradición más arraigada exigía un hombre fuerte al mando tras los reiterados fracasos, por múltiple fragmentación, del sistema de partidos, lo que en definitiva quería decir: un país escindido por más de una línea de fractura en cuestiones relativas a los fundamentos de su convivencia política. Que ni la tradición ni la historia determinarían el futuro y que era posible construir un Estado tramando acuerdos: eso fue lo que indicaba el mandato de los electores cuando, rompiendo lo que tantos observadores extranjeros consideraban como berroqueña excepcionalidad española, depositaron sus votos mayoritariamente en dos partidos a los que empujaron a entenderse.
Poco tiempo después, concluye Santos Juliá, otro destacado hispanista, hablando sobre la democracia española, exclamaba, desencantado: puaf, qué aburrimiento, ya sois como los europeos.
Sobre esta misma efeméride escribe también hoy en El País el profesor de Derecho Constitucional, Francesc Carreras: Quisimos, pudimos, ¡lo hicimos!, dice. Hace hoy 40 años, se celebraron las primeras elecciones de la democracia. La conclusión al terminar el día fue que mucho más que los resultados, los españoles tenían muy asimilada la democracia. 
A principios de noviembre de 1976, comenta, semanas antes del referéndum sobre la Ley para la Reforma Política, el semanario catalán, y en catalán, Arreu, me encargó escribir una serie de artículos para explicar el contenido de la Ley para la Reforma Política que debía votarse en referéndum el 15 de diciembre de aquel año. Este semanario —excelente, aunque de corta vida— estaba en línea con el progresismo de la época, quizás más en el ámbito comunista que socialista, pero independiente de ambos.
En aquellos tiempos, añade, nadie perteneciente a este mundo creía en Adolfo Suárez y en su Gobierno. Se pensaba que la democracia debía llegar a través de la ruptura, nada debía esperarse de los intentos reformistas desde el interior del régimen. Suárez, por tanto, al que se le recordaba vistiendo camisa azul, sería un nuevo fracaso. Por tanto, en el encargo, iba implícito, sin decirlo, “espero que te la cargues”. También yo, que aún no había leído el proyecto, pensaba lo mismo.
Así pues, me puse a la tarea, sigue diciendo. Una ley tan corta, ¿daría para tres o cuatro piezas, tal como me pedían? Tenía mis dudas. Efectivamente, el texto estaba compuesto por cinco artículos, tres disposiciones transitorias y una final. Además, sin preámbulo. Pero empecé a leerla con detenimiento y lentitud, subrayando el texto, tomando notas, fijándome en sus remisiones a otras normas. La ley era breve pero de una enorme complejidad: había que enmarcarla en las leyes fundamentales franquistas, a las que yo siempre había prestado muy poca atención, y en su disposición final, sin derogar expresamente las anteriores, quedaba añadida también como Ley Fundamental. Estaba cada vez más asombrado. ¿Qué significaba todo aquello?
Lo entendido en una primera lectura, sigue diciendo, sucede también en otros textos, pero especialmente en leyes y sentencias, hay que dejarlo reposar. Hay que repasar las notas tomadas, reordenarlas, precisar el significado de ciertas palabras, encontrarles muchas veces una nueva interpretación de acuerdo con el contexto y así hacerte una completa composición de lugar. Una labor apasionante, como leer un buen poema críptico. Conforme iba trabajando, el asombro seguía. Y empecé a pensar que las posibilidades de avanzar hacia la democracia serían mucho mayores con esta nueva ley, aunque entonces pensar esto no fuera políticamente correcto. No recuerdo lo que escribí.
En efecto, añade más adelante, aquellos escasos preceptos estaban redactados con tan milimetrada sutileza que derogaban tácitamente todo el engendro institucional antidemocrático de las leyes fundamentales franquistas, en aplicación del principio de temporalidad según el cual una ley posterior deroga a la anterior siempre que sea de igual rango jerárquico. Por esa razón, la Ley para la Reforma declaraba tener el rango de Ley Fundamental.
A su vez, estableció claramente los principios básicos de un Estado democrático de Derecho: soberanía del pueblo, elecciones libres, democracia representativa y garantía de los derechos fundamentales.
Por un lado, dice, declaraba que el pueblo era soberano y que su voluntad se expresaba mediante leyes elaboradas y aprobadas por las Cortes (Congreso y Senado) elegidas por sufragio libre y universal. Por otro, reconocía que los derechos fundamentales de la persona eran inalienables y vinculaban a todos los poderes del Estado. No establecía, ciertamente, un catálogo de derechos fundamentales. Ahora bien, como España había ya suscrito los más importantes tratados internacionales en esta materia, no aplicables por carecer de su publicación en el BOE, sólo faltaba este sencillo requisito para quedar integrados en el ordenamiento jurídico español y así tener eficacia interna. En los meses siguientes tuvo lugar su publicación.
Finalmente, afirma, debe repararse en que la ley se denominaba “para” la reforma política, no “de” la reforma política. Es decir, era un instrumento para instaurar una democracia más plena y definitiva. Por ello, daba poderes a las Cortes para elaborar y aprobar una nueva Constitución, sin límite alguno, que debía ser ratificada por el pueblo en referéndum. Dado que hasta que llegara este momento aún subsistían instituciones del régimen anterior que podían entorpecer el previsible proceso constituyente, se otorgaban poderes al Rey, que afortunadamente no tuvo que utilizar, para convocar un referéndum sobre “opciones políticas de interés nacional”. Así se situaba al monarca como garantía última para que el proceso llegara a buen fin.
Landelino Lavilla, señala, uno de los grandes protagonistas de aquella etapa, que estaba junto a Suárez en la cocina de aquella operación, ya que era su ministro de Justicia, lo relata con detalle en sus brillantes memorias publicadas este invierno. “La transición —dice Lavilla— ha permitido pasar de un régimen autocrático a uno democrático sin quiebra formal de la legalidad”. Es exacto: sin quiebra “formal”. Pero también se deprende de sus palabras lo más sustancial: con la quiebra de todo lo demás ya que se pasa de una dictadura a una democracia.
En los meses siguientes a la aprobación de la Ley, dice a continuación, hasta que tuvieron lugar las elecciones previstas, se fueron aprobando las distintas normas que debían asegurar la regularidad democrática de los comicios: derecho de asociación política, ley electoral y libertad de expresión. Además, entraron en vigor los tratados internacionales sobre derechos humanos. El Gobierno de Suárez y la oposición democrática fueron, no exactamente pactando, pero sí consultándose, todas estas leyes. Se había establecido un grado de confianza entre unos y otros, a partir de la aprobación de la Ley para la Reforma Política, que no era previsible cuando yo me puse a comentarla en el Arreu.
Finalmente, afirma, el día 15 de junio de 1977, hoy hace 40 años, se celebraron las primeras elecciones de la democracia. Aquel día fue muy singular. Los ciudadanos estaban expectantes, los políticos más, los gobernantes inquietos, la prensa alborotada. Las elecciones podían ser limpias o sucias, no era descartable algún conato de violencia.
Al llegar la noche, afirma, ya se vio lo más importante, mucho más que los resultados: los españoles tenían muy asimilada la democracia, eran respetuoso con las reglas jurídicas, ejercían la virtud de la tolerancia con quien discrepara de sus opiniones, querían convivir en paz de una vez para siempre. La guerra civil se había superado hacía años, todas las lecciones de la historia se habían aprobado. Esta fue la gran victoria, para nada militar, de aquel día.
“Quisimos, pudimos, ¡lo hicimos!”, concluye diciendo. La conocida frase pronunciada por John Wayne en Río Rojo, la gran película de Howard Hawks, la podían repetir aquel día, con una leve sonrisa y gran satisfacción, millones de españoles.
Tercera y última ojeada por hoy a la conmemoración que celebramos este día. El franquismo se saldó con una traición a esas juventudes revolucionarias que construyeron el programa de un futuro sin contar con una población que votó masivamente a Adolfo Suárez y no soñaba con revolución alguna, señala el profesor, escritor y ensayista Jordi Gracia en un artículo con el que rememora las primeras elecciones democráticas celebradas tras la muerte del general Franco, tal día como hoy de hace cuarenta años.La palabra democracia, comienza diciendo, estuvo muy viva desde antes de la muerte de Franco, pero el sentido que cada cual le dio fue equívoco y hasta contradictorio, sin nada que ver con la base estable e incuestionada de la noción de democracia en la actualidad. Es precisamente la renovada exigencia democrática que auspició el 15-M y Podemos, lo que asfixia hoy a gobernantes con las vergüenzas expuestas a todos los plasmas imaginables, y no son las irrelevantes vergüenzas genitales.
El régimen (el verdadero Régimen), continúa, abusó obscenamente de esa imaginativa plasticidad cuando habló de democracia orgánica. La oposición, articulada y sin articular, hizo lo mismo. Para unos, muchos, democracia equivalía a democracia radical, que a su vez equivalía a revolución democrática. Para otros, escasos, dispersos y muy mal vistos, democracia empezó a significar desde 1976-1978 la sumisión voluntaria a las reglas del juego de la representación parlamentaria porque asumía la negociación política como tablero exclusivo y expresión legítima de la opinión de la calle, movilizada y no movilizada. La convencida ilusión revolucionaria que fraguó entre las juventudes universitarias más politizadas desde finales de los años sesenta no dio el menor crédito a la democracia como sistema de pactos, contrapesos y transacciones: eso era claudicación socialdemócrata y pequeño-burguesa, como poco.
El ideal era otro, comenta más adelante, porque la revolución no se pacta ni se negocia, se impone. La revolución vino a ser, así, un ideal del despotismo ilustrado sin respeto ni por las formalidades democráticas ni por la herencia presencial, biográfica, activa, de los equipos procedentes del franquismo. El sueño solo tenía cara A porque no había lugar para la cara B. La revolución democrática había de vencer a las fuerzas del franquismo reformista y a la vez a las formaciones políticas burguesas y pequeño-burguesas, tan alegremente dispuestas a plegarse a los enjuagues de una democracia parlamentaria a la europea.
No hay la menor duda, dice: la Transición constituyó una traición sangrante, despiadada, a aquellas juventudes revolucionarias que con la literatura, la ideología, los cómics, el ideario libertario, el comunismo maoísta o soviético, la cultura hippy y la contracultura entera habían construido el programa de un futuro sin contar con una población no exactamente adicta ni a Rimbaud, ni a Lautréamont, ni a Fidel Castro, ni a Janis Joplin, ni a Allen Ginsberg. La población real, cuantificable, votó masivamente a Adolfo Suárez, compró desatadamente los abyectos libros neofranquistas de Vizcaíno Casas e ignoró los ensueños de la grifa y la marihuana o los viajes de la psicodelia débil del principio y el jaco letal de los ochenta.
El fracaso fue estrepitoso, afirma, porque la población de una democracia en construcción no soñó con revolución alguna ni se adhirió a sus condiciones despóticas. Esa precaria democracia acabó con el aparato legislativo del franquismo y fundó otro nuevo desde 1978: hizo una ruptura democrática. El desnortamiento de la revolucionaria contracultura fue entonces descomunal porque la revolución empezaba a ser ya sólo una fantasía derrotada, pero no un objetivo viable con las cifras electorales y no electorales en las manos. Fue entonces cuando los lectores de la revolucionaria Anagrama abandonaron a Anagrama diez años después de su fundación: “De golpe y porrazo” —cuenta Jordi Herralde—, “buena parte de aquellos lectores inquietos que se interesaban por todo, dejaron de leer no sólo textos políticos sino también libros de pensamiento, de teoría, lo cual provocó la desaparición de la totalidad de las revistas políticas y el colapso de la mayoría de editoriales progresistas”. Los ideales de la minoría más politizada y progresista, más europeísta, culta y urbana, más asimilable a las vanguardias políticas radicales de la Europa de entonces, desembocaron en una funesta neurosis de autodestrucción por fallo general multiorgánico. Nada había sido como lo soñó Ajoblanco o Star.
Precisamente por eso, señala, Podemos no tiene nada que ver con aquella raíz hoy enterrada de la revolución: aquella lo era de verdad porque quiso cambiarlo todo. Hoy Podemos carece del gen revolucionario porque su biotipo democrático negocia, discute, amaga, recela, engaña, traiciona y marrullea como las demás fuerzas políticas. Los planes de la revolución se vinieron abajo en un santiamén pero sus víctimas fueron infinidad de jóvenes. No hay ninguna buena noticia en esas muertes con y sin apellido, sino un largo duelo ante la angustiosa lista de muertos en los años duros del caballo químico y del caballo ideológico: Eduardo Haro Ibars, Aníbal Núñez, Eduardo Hervás, Antonio Maenza, Marta Sánchez Martín, Carlos Castilla Plaza.
Pero es seguro, dice, que para la mayoría de la población fue una buena noticia el fracaso de la revolución: el demos no fue revolucionario, o fue democrático de acuerdo con las democracias realmente existentes en la Europa de su tiempo. La primera clase del curso de nueva democracia trataba del desengaño de las utopías revolucionarias y la segunda tocaba otro tema, también delicado: la democracia es imperfecta, torpona y algo cegata, además de no ser nunca ni pura ni inmaculada.
Pero la fantasía de la pureza siguió viva, añade, y la frustración también. Muchos de aquellos jóvenes no renunciaron a que la vida y la literatura fuesen lo mismo: es un ensueño fascinante y adictivo pero no le veo ejemplaridad alguna ni es siquiera un plan de vida compensador. Sí es en cambio un potente objeto de estudio antropológico y cultural, como el que ha emprendido Germán Labrador en un libro que contiene el más completo elogio y la más sentida elegía de la contracultura: Culpables por la literatura. Imaginación política y contracultura en la transición española (1968-1986). La demonización de sus protagonistas como bichos marginales y enfermos está ampliamente reparada en este libro, el mejor posible sobre aquel mundo y sus supervivientes.
Lo que no remedia, concluye diciendo, es el trágico error que anidaba en los planes líricos e ideológicos para una Transición que sin duda los traicionó, pero no se equivocó. Si el éxito de la Transición se mide sobre el romanticismo de la revolución democrática fue un gran fracaso, y es justo y hasta conmovedor evocar a las víctimas de sus propias utopías. Pero no ilumina cuáles fueron y dónde estuvieron las renuncias de la izquierda democrática y socialdemócrata desde 1978. Ese me parece el campo de maniobras más productivo para una crítica de la Transición, sin confundirla con una traición a las utopías trágicas o restitutivas del pasado de la Segunda República. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
















EL POEMA DE CADA DÍA. HOY, LA BASE DE LA SOCIEDAD , DE LUIS CHAVES

 






LA BASE DE LA SOCIEDAD



Daría lo mismo

que no hubiera nada en el refrigerador,

las cuatro o cinco cosas que lo ocupan

son incompatibles.

Mostaza, leche pasada,

tupper-ware vacío, película 135 mm.

Si su madre supiera

lo mal que se alimenta

sería lo de menos,

peor si supiera lo demás.


El sabor a gripe

que baja por la garganta

anuncia otra semana

de té, drogas legales y televisión.

Días en que, si no fuera

una frase tan cursi,

diría “no se dónde

ni cuándo empezó la tristeza”.


Su madre sabe lo mal que come

y lo demás también,

pero lo ve sin mirarlo,

mirando detrás de él,

hacia el pasado,

cuando abría su refrigerador

y de cada tupper sacaba

un bocado de familia funcional.



LUIS CHAVES (1969)

poeta costarricense






















DE LAS VIÑETAS DEL BLOG DE HOY JUEVES, 5 DE JUNIO DE 2025

 






































miércoles, 4 de junio de 2025

DE LAS ENTRADAS DEL BLOG DE HOY MIÉRCOLES, 4 DE JUNIO DE 2025

 




Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles, 4 de junio de 2025. Tras el final de la guerra en Ucrania, (cuando llegue, que llegará) volveremos a prestar atención a la crisis de confianza de nuestras democracias, al auge de los partidos populistas y a la polarización que ello ha conllevado. Lo dice en la primera de las entradas del blog de hoy, Núria González Campañá, profesora de Derecho Constitucional en la Universidad de Barcelona. En la segunda, un archivo del blog de marzo de 2013, el profesor de la Universidad de Yale y presidente de Metroscopia, afirma de que a pesar de la profunda crisis política que asolaba a todas las instituciones españolas la sociedad civil seguía viva y fuerte entre los españoles y había lugar para la confianza. El poema del día, en la tercera, se titulad Lied, está escrito por el poeta panameño Darío Herrera, y comienza con estos versos: No sé por qué presiento que las tranquilas/sonrisas de tus labios son dolorosas;/que hay duelos ocultos en las radiosas/noches estelares de tus pupilas. Y la cuarta y última, como siempre, son las viñetas de humor, pero ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν" (toca marchar); volveremos a vernos mañana si las Euménides y la diosa Fortuna lo permiten. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt


















DE LA UNIÓN EUROPEA FRENTE A LA POLARIZACIÓN

 








Ahora que Europa vive bajo una presión geopolítica desconocida en décadas y se habla de cambio de época (o incluso momento constitucional para la integración) por la previsible retirada del paraguas defensivo norteamericano, parece que los titulares de los principales medios europeos han abandonado, aunque sea temporalmente, la preocupación por otro de los grandes retos a los que se enfrenta la UE: el conflicto entre democracias liberales y autocracias iliberales o antiliberales. Sin embargo, tras el final de la guerra en Ucrania, volveremos a prestar atención a la crisis de confianza de nuestras democracias, al auge de los partidos populistas y a la polarización que ello ha conllevado. Lo escribe en Revista de Libros [La Unión Europea frente a la polarización, 25/05/2025] Núria González Campañá, profesora de Derecho Constitucional en la Universidad de Barcelona.

En la última década, en Europa ha habido un aumento significativo de partidos políticos populistas. Algunos de ellos han llegado a formar gobierno en Estados miembros de la UE. Otros, aun sin gobernar, condicionan la agenda y el discurso público de sus países y, en ocasiones, son necesarios para alcanzar pactos que den estabilidad a los gobiernos. Los resultados de las elecciones al Parlamento Europeo de junio de 2024 reflejan bien el aumento de las fuerzas populistas en toda Europa. Por ejemplo, las fuerzas de la nueva derecha o extrema derecha obtuvieron el 18% de los escaños en 2019, mientras que en las últimas elecciones alcanzaron ya el 24%. Y si pensamos en países en concreto, en Francia la Francia Insumisa lideró la coalición de izquierdas, el llamado Nuevo Frente Popular, en las elecciones legislativas de 2024. Más recientemente, en Alemania, en las elecciones federales del 23 de febrero de 2025, Alternativa para Alemania (AfD) obtuvo casi un 21% del total de los votos, aumentando su porcentaje en un 114% desde los últimos comicios.

El éxito de partidos populistas responde a un creciente descontento entre la población de las democracias de nuestro entorno. La decepción provoca que cada vez más ciudadanos rechacen el orden democrático liberal, esto es, las instituciones políticas tradicionales que han sustentado las democracias constitucionales tras la Segunda Guerra Mundial. Es por eso por lo que gobiernos de distinto signo erosionan dichos valores sin apenas coste electoral. Se pone en duda la independencia del poder judicial; se orquestan campañas mediáticas desde el poder contra determinados magistrados; se nombra a personas extremadamente cercanas al gobierno o a la mayoría para puestos en Tribunales Constitucionales o en autoridades que deberían ser independientes, etc. La pasividad de la ciudadanía frente a tales abusos ha permitido un deterioro grave del Estado de Derecho en Europa. La decepción ciudadana, sin embargo, no lo explica todo. El deterioro institucional lo provocan también las pulsiones autoritarias de algunos líderes, ávidos de poder y sin autocontención en el ejercicio del mismo y con un desprecio absoluto a sus límites. Vivimos, por desgracia, tiempos de liderazgo personalista (y no del mejor) más que de instituciones, sobre todo las contramayoritarias.

La crisis de confianza es amplia y presenta fundamentos que van más allá de lo político, alcanzando una dimensión social y cultural. No se trata de un rechazo a los contrapoderes liberales per se, sino de que dichas instituciones se identifican con un sistema que ya no convence, un sistema en el que se ha dejado de creer por ineficaz para resolver los problemas cotidianos (sobre ello ahonda Marc J. Dunkelman en Why nothing works, 2025). Por eso, su progresivo desmantelamiento no preocupa a una parte de la ciudadanía. Esta profunda desconfianza puede verse en la virulencia con la que se afronta el debate sobre la inmigración, la asfixia de la corrección política en temas morales o las llamadas guerras culturales, cada vez más intensas. Es la famosa polarización. Tal y como alertaba Fukuyama en Identidad (2019), las redes sociales han promovido la fragmentación de nuestras opiniones públicas al conectar a personas de ideas afines y aislarlas en burbujas que realimentan el propio discurso, en lugar de permitir un ágora más abierta y tolerante. Por el contrario, el anonimato de las redes elimina la contención cívica que existía antes.

Desde las instituciones europeas se ha puesto el foco en las consecuencias institucionales de esta polarización política, que se traduce en la erosión del Estado de Derecho, es decir, en el rechazo a los elementos liberales de nuestras democracias al que se aludía al principio. Los casos más conocidos de países con problemas sistémicos son Polonia (hasta el cambio de gobierno ocurrido tras las elecciones de octubre de 2023) y Hungría, pero otros países, como por ejemplo Eslovaquia, Rumanía e incluso España, tampoco son ajenos a esta erosión. El 18 de julio de 2024 la entonces presidenta electa de la Comisión Europea Ursula von der Leyen publicó el documento Political Guidelines para el nuevo ciclo institucional 2024-2029. El documento concreta las prioridades de la Comisión, entre las que se encuentra el fortalecimiento de la democracia constitucional en los Estados miembros: «La democracia en Europa y la economía descansan en el Estado de Derecho». Podría decirse que, al menos desde 2014, las instituciones europeas se han preocupado por diseñar herramientas con las que afrontar (revertir incluso) las derivas iliberales o populistas en Estados miembros de la Unión. Sin embargo, no está claro que se haya entendido bien el origen del descontento. Y mientras eso no suceda, cualquier estrategia que se ponga en marcha (aunque sin duda tenga efectos beneficiosos), estará coja. Veamos primero algunos de estos instrumentos de la UE y analicemos finalmente si sería necesario otro tipo de aproximación que tuviera en cuenta el origen del descontento.

Instrumentos de la Unión Europea para revertir la erosión iliberal. Entre los instrumentos promovidos por la UE, podemos diferenciar los políticos de los judiciales. Y dentro de los políticos cabría distinguir los sancionadores de los mecanismos de soft law o derecho blando, estos últimos sin consecuencias más allá de la denuncia y la presión política.

El primer mecanismo político sancionador se encuentra en el artículo 7 del Tratado de la Unión Europea (TUE), introducido en el año 1997, cuando se temía que la futura ampliación a países del Este de Europa pudiera suponer la entrada de nuevos miembros poco respetuosos con los valores fundacionales de la UE. El artículo prevé que, en caso de violación grave y persistente de los valores incluidos en el artículo 2 TUE (respeto a la democracia, igualdad, Estado de Derecho, derechos humanos, etc.), se pueda privar a un Estado miembro de sus derechos de voto en el Consejo (la institución comunitaria que reúne por materias a las diferentes formaciones de ministros nacionales para adoptar leyes y coordinar políticas). Para imponer dicha sanción se exige que el Consejo Europeo (donde se reúnen los jefes de Estado o de Gobierno de los países de la UE para definir una orientación política común), por unanimidad, constate la existencia de dicha violación. Este artículo se activó en diciembre de 2017 contra Polonia y en septiembre de 2018 contra Hungría, pero no hubo ningún avance. La unanimidad se antoja como difícilmente superable, puesto que en el seno del Consejo Europeo hay una tradición de respeto mutuo hacia la soberanía de los otros Estados. En mayo de 2024, la Comisión Europea, principal órgano ejecutivo de la UE, anunció que Polonia salía del mecanismo de control del artículo 7 (en el que sigue Hungría), ya que el nuevo gobierno de Donald Tusk había presentado un Plan de Acción con el que se espera superar algunos problemas surgidos con el anterior ejecutivo.

Otro mecanismo político sancionador es el Reglamento 2020/2092, aplicable a los Estados miembros cuando vulneren principios del Estado de Derecho que afecten o amenacen con afectar gravemente la buena gestión financiera del presupuesto de la Unión. Las medidas que pueden aplicar las instituciones son, entre otras, la suspensión de los pagos previstos a dichos Estados. Aunque la competencia para iniciar el procedimiento la tiene la Comisión Europea, la imposición y el levantamiento de medidas recae en el Consejo, por mayoría cualificada: aquí se excluye la unanimidad y, por tanto, la opción del veto. Esto es particularmente significativo y lo que diferencia a este mecanismo del previsto en el artículo 7 TUE. De momento, el Reglamento sólo se ha aplicado a Hungría y, a pesar de que ha habido algunas rectificaciones del gobierno húngaro, todavía no ha dado los frutos que se esperaban ni ha conllevado cambios estructurales. Está por ver si este instrumento financiero significa un verdadero paso adelante. Por ahora es un instrumento de disuasión.

Entre los instrumentos políticos de derecho blando encontramos dos: el mecanismo marco del Estado de Derecho y los informes anuales. El mecanismo marco fue presentado en 2014 y permite a la Comisión entablar un diálogo con un Estado miembro para prevenir amenazas fundamentales al Estado de Derecho. Se entiende como un instrumento previo y complementario (aunque no necesariamente) al mecanismo del artículo 7 TUE y, sobre todo, se ve como un ejercicio de transparencia, puesto que permite a la ciudadanía conocer la comunicación entre la Comisión y el Estado investigado. En enero de 2016 la Comisión europea anunció el inicio de un diálogo con Polonia (el único habido hasta el momento). El fracaso de este mecanismo (opiniones y recomendaciones de la Comisión que no fueron atendidas por el gobierno polaco de entonces) hizo inevitable la activación del procedimiento del artículo 7 TUE contra Polonia.

Los informes anuales del Estado de Derecho elaborados por la Comisión Europea se empezaron a publicar en el año 2020. Tienen un capítulo dedicado a cada uno de los Estados miembros en los que se identifican problemas relacionados con el Estado de Derecho. A menudo, sin embargo, las advertencias de la Comisión no obtienen respuesta. En otros casos pueden haber tenido algún efecto positivo, de denuncia pública al menos. El objetivo de la Comisión es que los informes, al señalar las deficiencias, eviten recurrir a los procedimientos de infracción como el artículo 7 TUE o el Reglamento citado más arriba. En cualquier caso, los informes usan un lenguaje diplomático excesivamente prudente. Se echa de menos una actitud más incisiva, sobre todo respecto a Estados que no están en el foco por vulneraciones de la independencia judicial, del ministerio fiscal o de autoridades de garantía pero que, sin embargo, sufren deterioros institucionales graves que convendría atajar antes de incurrir en erosiones sistémicas.

Todos estos mecanismos pueden servir como atalayas de observación, pero sin un soporte verdaderamente coactivo, carecen de capacidad efectiva de disuasión. Ahora bien, tampoco debe despreciarse sin más el efecto difuso que la publicación de este tipo de informes pueda tener en la opinión pública. Se trata de una munición valiosa para controlar al gobierno, que podrán usar los medios de comunicación o la oposición parlamentaria. En ocasiones, ni siquiera es necesario recurrir a estos mecanismos específicos. No hay que olvidar que, más allá de los informes anuales, la presión combinada de las instituciones europeas (por ejemplo, con las declaraciones a la prensa de los comisarios y las respuestas de la Comisión a preguntas de eurodiputados), ha tenido cierto impacto en el legislador español. Así, en el año 2021, gracias a la presión de las instituciones de la UE, se abortó una reforma del Consejo General del Poder Judicial que habría agudizado su politización al permitir el nombramiento de los vocales judiciales por mayoría absoluta, en lugar de 3/5 como hasta ahora. La Comisión también promovió en 2024 un pacto entre las dos grandes formaciones políticas de nuestro país para desencallar su renovación.

Finalmente, respecto a los instrumentos judiciales, las acciones ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), a través del recurso por incumplimiento y de la cuestión prejudicial, han sido, hasta el momento, los instrumentos más exitosos, aunque sin llegar a ser tampoco decisivos.

El recurso por incumplimiento lo promueve la Comisión Europea cuando percibe que ha habido alguna vulneración del derecho europeo por parte de un Estado miembro. Así, cuando Hungría decidió rebajar la edad de jubilación de los jueces y apartó a un diez por ciento de los magistrados, la Comisión activó un procedimiento de infracción alegando discriminación por edad (aunque, en realidad, la preocupación de la Comisión era el ataque a la independencia del poder judicial). El TJUE dio la razón a la Comisión, pero ello no sirvió para reincorporarlos en su anterior cargo, sino para que obtuvieran una compensación, con lo que la sustitución de jueces que había previsto el gobierno quedó incólume. Como se ve, las soluciones a un caso concreto no tienen por qué suponer un verdadero avance desde un punto de vista global.

Ante la duda sobre la compatibilidad de una disposición de derecho nacional con otra de derecho europeo, la cuestión prejudicial permite a los jueces nacionales solicitar una decisión vinculante del TJUE. Este tribunal ha establecido una conexión directa entre el derecho de la UE y el Estado de Derecho. De este modo, cualquier reforma normativa nacional que hiciera retroceder las garantías del Estado de Derecho iría contra el derecho de la UE y el TJUE así lo podría señalar. Aunque las acciones judiciales han servido para alertar de la situación de deterioro en países como Hungría y Polonia, e incluso algunas han provocado rectificaciones, no han podido frenar retrocesos generalizados. En efecto, los mecanismos ante el TJUE funcionan cuando, a pesar de los conflictos, se comparten consensos básicos y hay una voluntad decidida de continuar con el proceso de integración europea respetando sus valores fundamentales. Si esto falla, el TJUE muestra sus limitaciones, puesto que no está diseñado para abordar crisis extraordinarias.

El origen del descontento y la polarización. ¿Puede la UE abordar con los mecanismos que se acaban de describir la profunda crisis europea a la que se aludía en la primera parte de este artículo? Para responder a esta pregunta hay que analizar los orígenes del descontento y la polarización.

En 2019, el profesor Joseph H. Weiler ya alertaba de que Occidente se halla en medio de una crisis espiritual. Los principales valores europeos, incluidos en el artículo 2 TUE, aquellos en los que se hace hincapié desde las instituciones europeas, son esenciales para una vida buena, pero pueden ser insuficientes para muchas personas. Son conquistas históricas necesarias que ponen al individuo y sus derechos en el centro del debate, pero olvidan los deberes y las responsabilidades para con la comunidad y la consideración de la persona «enraizada» en una cultura, una tradición o en la historia. Es decir, lo que solían ofrecer el patriotismo o la identidad nacional y la religión. Frente a unas sociedades en las que se ahogaba al individuo, hemos pasado a un modelo en el que únicamente importan los deseos individuales. Y se exige que esos deseos se conviertan en derechos.

Es cierto que la vinculación al colectivo o a la comunidad puede convertirse en excluyente, pero no tiene por qué ser así. Hay también una tradición noble y republicana que permite al individuo sentirse copartícipe de un demos sin caer en tentaciones nacionalistas o autoritarias. La democracia no puede reducirse a elecciones periódicas, ni tan siquiera a poderes contramayoritarios. Debe también asumir y fomentar el sentido de pertenencia a una comunidad concreta. Así, mientras todos los países de la UE comparten (o deberían) los valores liberal-democráticos encapsulados en el artículo 2 TUE, cada uno de ellos tiene también una identidad propia que tampoco es uniforme. La integración europea ha ejercido cierta presión sobre dichas identidades nacionales, haciendo anidar en muchos ciudadanos europeos una nostalgia por la comunidad que creen haber perdido. Las identidades «de pertenencia» dan sentido a la vida de muchas personas desde una perspectiva intergeneracional. La religión, por su parte, supone también la introducción de un discurso de deberes y responsabilidades que hoy está ausente en nuestra cultura política secularizada. Y son estos deberes de cuidado los que tejen los vínculos de solidaridad con nuestros conciudadanos. Conviene encontrar un equilibrio entre derechos y deberes, entre deseos y responsabilidades. Fukuyama, coincidiendo con Weiler, también admite que la ciudadanía requiere compromiso y sacrificio y que el sentido de comunidad se vería fortalecido, por ejemplo, con el requisito universal de algún tipo de servicio nacional.

En una conferencia dictada el 22 de noviembre de 2024 en la Facultad de Derecho de la Universidad de Barcelona, organizada por el Club Tocqueville, la filósofa conservadora francesa Chantal Delsol señalaba precisamente algunas de estas causas para explicar el descontento y la polarización actuales. Así, el antiliberalismo actual consistiría en resistir la imitación obligatoria (de la que tanto hablan Krastev y Holmes en The Light that Failed, 2019). El rechazo al liberalismo político (y económico) sería entonces una revuelta contra la doctrina TINA (i.e. There Is No Alternative), la ilusión liberal sobre el fin de la historia. Diagnósticos similares han ofrecido pensadores que no se sitúan en el espectro ideológico conservador. Dos ejemplos: David Goodhart en The road to somewhere (2017) e Iván Krástev en After Europe (2017). La preocupación por encontrar un liberalismo encarnado es transversal.

El proceso de integración europea y el énfasis en el mercado interior han contribuido a priorizar la vida económica: se necesitan productos que consumir, no causas que defender. Y no debe por tanto extrañar que el antiliberalismo o populismo surgido en algunos Estados miembros se dirija también contra las instituciones europeas. La UE hace bien (y podría hacer más) en erigirse como un guardián de la democracia constitucional y el Estado de Derecho en Europa. Ahora bien, también debe ser consciente del descontento y del pluralismo europeo y no confundir el patrimonio constitucional común al que todos los Estados miembros se comprometieron en el momento de la adhesión (los valores propios del artículo 2 TUE, que pueden resumirse en la democracia constitucional) con la promoción de una determinada ideología en asuntos controvertidos (como la regulación del aborto, la eutanasia o el matrimonio entre personas del mismo sexo como derechos fundamentales, o el alcance de la libertad religiosa) que forman parte del núcleo de la identidad de los Estados miembros y al que estos no renunciaron al unirse a la UE. Una de las razones del descontento es, precisamente, el empeño desde las instituciones europeas por exportar y normativizar una visión única sobre cómo vivir nuestras vidas. Como señalaba Jan-Werner Müller (2015), la UE debe proteger las fronteras del pluralismo, no reducirlo y mucho menos abolirlo. Núria González Campañá es profesora de Derecho Constitucional en la Universidad de Barcelona. Es doctora en Derecho Europeo por la Universidad de Oxford. Ha publicado en 2024 la monografía Secession and EU Law. The deferential attitude (Oxford University Press). Forma parte del grupo de investigación GEDECO y de la cátedra Jean Monnet en Democracia Constitucional Europea, ambos en la UB. Es miembro de la Junta del Club Tocqueville.









[ARCHIVO DEL BLOG] 2013: ESPAÑA EN CRISIS. PUBLICADO EL 07/03/2013










Mi siempre admirada Elvira Lindo pone en su cita semanal conmigo y con sus lectores en "La marca Infanta" (El País, 7/3/2013) la guinda que le faltaba al pastel: "Si la verdad es inquietante, que todas las instituciones están tocadas, más peligroso sería ocultarla".
Es la misma opinión, en esencia, que José Juan Toharia, doctor en Derecho, sociólogo, profesor en las universidades de Yale (Estados Unidos) y Autónoma de Madrid y presidente de Metroscopia, el más prestigioso de los institutos de opinión pública españoles, mantiene en su artículo "Qué está en crisis y qué mantiene a España" (El País, 6/3/2013) en la que expresa que, a pesar de la profunda crisis política que asola a todas las instituciones españolas, desde la Corona y el gobierno, hasta los partidos y el parlamento como representación de la democracia, la sociedad civil sigue viva y fuerte entre los españoles y hay lugar para la confianza.
Leyendo ayer el fiasco en que ha acabado el proceso iniciado en Islandia en 2009: "La Constitución ciudadana de Islandia acaba congelada" (El Diario.es, 4/4/2013), que tantas semejanzas y disimilitudes guarda con el que estamos viviendo en España, me dio por pensar en lo que Hannah Arendt, que tanto y tan bien estudió los procesos revolucionarios de la era moderna en "Sobre la revolución" (Alianza, Madrid, 1988) hubiera podido escribir sobre este momento de cambio que estamos viviendo.
Pienso que la experiencia islandesa, la española, la crisis italiana, la de Chipre, la que acaba de abrir el Tribunal Constitucional portugués, y la que se cierne sobre las instituciones de la misma Unión Europea, deberían llevarnos a unas pocas conclusiones válidas desde las que partir de nuevo:
1. Que la democracia es perfectible pero que es, sin duda, el menos malo de los sistemas de gobierno.
2. Que la democracia es representativa o no es democracia. No ha lugar para la democracia directa, pero sí para profundizar en una mayor participación ciudadana en todas las instituciones que la conforman.
3. Que no hay democracia posible al margen de los partidos políticos y de una prensa libre (no sometidos a imperativos económicos, financieros o sociales ajenos a la propia ciudadanía) como instancias representativas.
4. Que si lo que no funciona son los partidos, la prensa o las instituciones representativas, son estas las que deben modificarse, abrirse y democratizarse por la fuerza de la ley, y no poner en cuestionamiento la propia esencia de la democracia, que no es otra que la expuesta.
Álvaro Delgado-Gal, escritor, físico, profesor de filosofía y director de Revista de Libro, en su artículo "¿Nos representan los partidos?", en el último número de la misma (marzo-abril, 2013) lo deja meridianamente claro.
Otro artículo, del escritor y abogado José María Ruiz Soroa: "¡Son las instituciones!" (El País, 14/4/2013) pone el punto de mira de la crisis institucional que vivimos en la irresponsable actitud de los partidos que colonizan, más que ocupan, las instituciones políticas y administrativas españolas, ajenos a reconocer la más mínima reponsabilidad en el desastre. Me temo que tiene gran parte de razón el articulista.
Como suelo recordar a menudo en el blog, lo más interesante (a mi juicio) de sus entradas no está en lo que yo escribo, meras opiniones personales que intento hilvanar con seriedad aunque la mayor parte de las veces no lo consiga, sino en lo escrito y expuesto por otras voces en los enlaces a los que remito. Por favor, no dejen de leerlos: es en ellos donde radica lo más importante de lo que "Desde el trópico de Cáncer" pretende. Y sean felices, a pesar del gobierno y del mundo. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt















EL POEMA DE CADA DÍA. HOY, LIED, DE DARÍO HERRERA

 





LIED



No sé por qué presiento que las tranquilas

sonrisas de tus labios son dolorosas;

que hay duelos ocultos en las radiosas

noches estelares de tus pupilas.


Que los dulces escorzos de tu estatuaria

tan sólo exteriorizan gestos escénicos;

y a través de sus ritmos, que son helénicos,

hay la actitud contrita de la plegaria.


Y pues son tus sonrisas tan dolorosas,

¿Por qué muestras en ellas dichas tranquilas?

¿E ignoras que esos duelos, en tus pupilas,

las harían más nobles por más radiosas?


¿Qué en vez de esos escorzos que son escénicos

y simulan los gestos de la estatuaria,

las actitudes tristes de la plegaria

serán triunfos más bellos, que los helénicos?


La verdad es sagrada, y el mundo finge;

la verdad, por divina, por buena, enorme,

con sus luces de soles hace ya informe

de los mitos la inerte, mentida esfinge….



DARÍO HERRERA  (1870-1914)

poeta panameño