miércoles, 5 de marzo de 2025

Del sentido de la vida

 





«En tiempos en que el sentido de la vida parece no quitar el sueño a nadie, los problemas de insomnio se multiplican», afirma el autor del texto en la revista Ethic [El sentido de la vida, una pregunta apremiante, 18/02/2025] el lingüista Manuel Casado Velarde. 

Desde la filosofía, desde la poesía, desde la psicología o, sencillamente, desde que se levanta por las mañanas, el ser humano se plantea la cuestión del sentido de su vida. Para qué o cómo puedo vivir son las grandes cuestiones que ocuparon a los filósofos, y muy especialmente a los filósofos romanos. Las reformuló Kant con sus preguntas «qué puedo saber, qué debo hacer, qué me está permitido esperar». En este artículo, Manuel Casado repasa una buena nómina de nombres y obras de ayer y de hoy que declinan la pregunta por el sentido de la vida de forma directa o no tanto. Imposible no comenzar por Viktor Frankl, al que se unen Miguel de Unamuno, Rubén Darío, Etty Hillesum y los contemporáneos Francesc Torralba, Remedios Zafra, Josefa Ros… Así, este texto configura una pequeña (gran) biblioteca alrededor de la pregunta por el sentido de la vida.

Pero más allá de lecturas introductorias o que centran la pregunta por el sentido, lo esencial de dicha cuestión es que es algo personal, propio de cada uno: un aro por donde es necesario pasar. Y no se trata de disquisiciones metafísicas o teóricas. Es posible que tenga ese lado, pero la pregunta por el sentido de la vida es una cuestión de índole práctica, con consecuencias tangibles. Y es que sin la pregunta por el sentido de la vida este se aleja —o ni se plantea—. La vida se instala en el modo piloto automático y con él llega, como poco, la rutina, si no el aburrimiento, el tedio, el nihilismo… ¿Tendrá esto que ver con la explosión de trastornos de todo tipo relacionados con la salud mental? «Quien teme a la nada, lo necesita todo», escribió Savater. Preguntarse por el sentido de la vida actúa en ambos frentes: ayuda a temer menos y a necesitar menos, sobre todo lo que es innecesario. A la hora de la verdad, lo verdaderamente necesario son muy pocas cosas y la pregunta por el sentido ha sido, es y será una de ellas.

De un tiempo a esta parte, la pregunta por el sentido de la vida surge con frecuencia como tema de reflexión. Y no solo en el discurso subjetivo, autobiográfico, más o menos problematizado, de quien se encuentra perdido en una maraña emocional de la que no acierta a ver la salida. También en el discurso público se invoca la cuestión del sentido —por lo común, su ausencia— como causante de diversas disfunciones o enfermedades mentales.

Recientemente, al conmemorar el 80º aniversario del campo de exterminio nazi de Auschwitz, ha saltado de nuevo a la actualidad el libro de uno de los más famosos supervivientes del Lager: el psiquiatra vienés Viktor Frankl y su obra El hombre en busca de sentido. Resulta asombroso cómo un libro publicado en 1946 siga figurando en las listas de superventas, en diferentes lenguas, tantos años después. Se trata, como se sabe, de un relato estremecedor, en el que el autor nos narra su experiencia en varios campos de concentración. Después de haberlo perdido todo, de las mil penalidades que sufrió, de encontrarse tantas veces a punto de ser ejecutado, pudo reconocer que, pese a todo, la vida es digna de ser vivida, y que la libertad interior y la dignidad humana son indestructibles. Tan profundamente arraigada tenía esta convicción que, hasta su muerte en 1997, Frankl no tuvo otro objetivo en su existencia que «ayudar a la gente a encontrar el sentido de sus vidas».

Panorama de autores. El tema del sentido de la vida ha seguido dando lugar, en los últimos años, a libros y monografías de diverso alcance y finalidad. Unos, más cercanos a la autoayuda. Otros, de carácter más teórico o filosófico. Entre estos últimos, cabe citar el ensayo de Francesc Torralba titulado precisamente El sentido de la vida (2011). Pero hay otras obras en las que se abordan, aunque de manera menos monográfica, cuestiones relativas al sentido de la existencia. Me refiero, sin afán de ser exhaustivo, a libros como los de Juan Alfaro (De la cuestión del hombre a la cuestión de Dios, 1988), Fernando Savater (Las preguntas de la vida, 1999), Jean Grondin (Del sentido de la vida: un ensayo filosófico, 2005), Remedios Zafra (El informe.Trabajo intelectual y tristeza burocrática, 2024), así como a varios ensayos de Byung-Chul Han, entre los que destacaría La sociedad del cansancio (2022) y El espíritu de la esperanza (2024). El ensayo de Josefa Ros Velasco, titulado La enfermedad del aburrimiento (2022), aunque aparenta tratar una cuestión tangencial, resulta decisivo para tener una visión histórica de una de las consecuencias de la falta de sentido.

Asunto, por otra parte, nada nuevo, como se han encargado de manifestar, a lo largo de los siglos, especialmente las sensibilidades poéticas. Rubén Darío, por ejemplo, en su famoso poema Lo fatal, expresa así el desasosiego existencial que le lleva a envidiar a los seres que carecen de consciencia:

Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,

y más la piedra dura, porque ésa ya no siente,

pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,

ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,

y el temor de haber sido y un futuro terror…

Y el espanto seguro de estar mañana muerto,

y sufrir por la vida y por la sombra y por

lo que no conocemos y apenas sospechamos,

y la carne que tienta con sus frescos racimos,

y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,

y no saber adónde vamos,

¡ni de dónde venimos!…

(Antología poética, prólogo y selección por Guillermo de Torre, Buenos Aires, Losada, 1966, pp. 181-182).

También la atormentada conciencia de Miguel de Unamuno se hace eco, en diversos pasajes de su obra, de la cuestión del sentido. He aquí uno de ellos:

«Todos esos miserables están muy satisfechos porque hoy existen, y con existir les basta. La existencia, la pura y nuda existencia, llena su alma toda. No sienten que haya más que existir. Pero ¿existen? ¿Existen de verdad? Yo creo que no; pues si existieran, si existieran de verdad, sufrirían de existir y no se contentarían con ello. Si real y verdaderamente existieran en el tiempo y el espacio, sufrirían de no ser en lo eterno y lo infinito».

(Miguel de Unamuno, Vida de Don Quijote y Sancho, I, Madrid, Cátedra, 1988, p. 141).

El teólogo Josef Ratzinger identificaba la falta de sentido para la propia vida como «la pobreza más radical que puede padecer una persona». Justo lo contrario de lo que acontece a quien tiene en sí motivos que le surten de sentido: «El mundo nada puede contra un hombre que canta en la miseria» (Ernesto Sábato). La sabiduría popular lo sedimentó en el refranero: «No hay hombre más opulento que aquel que vive contento».

Jenofonte, discípulo de Sócrates, decía que el dinero no servía de nada si no ayudaba a llevar una vida lograda. De su maestro afirmaba que era el hombre más rico de Atenas, aunque fuera descalzo y vistiera pobremente. Y es que «ser rico significaba no solo ganar dinero, sino saber qué hacer con tu vida» (Th. Zeldin).

Una cuestión práctica. La pregunta por el sentido, como se ve, viene de lejos, interpelando a todo ser humano con mayor o menor apremio, según la edad y circunstancias de cada existencia. Desde luego, que cualquier crisis, acontecimiento interno o externo que nos afecte, nos «descoloque», remueva el terreno que pisamos, «puede ser una ocasión no buscada, pero valiosa, para descubrir la verdad de uno mismo, para reconocer dónde está su consistencia, y de este modo establecer un fundamento adecuado para afrontar la situación presente o futura, el difícil desafío que tenemos ante nosotros» (Julián Carrón).

Forma parte de nuestra naturaleza el deseo de conocer. Y una de las preguntas que nos hacemos, quizá la más radical de todas, es la pregunta por el sentido de nuestra propia existencia: la cuestión «que más hondamente nos afecta y más vivamente nos interesa. […] Qué soy yo» (Alfaro). El sujeto y el objeto de la pregunta coinciden. Un sujeto, por lo demás, que experimenta la vida marcada por unos límites precisos: mi existencia tiene un comienzo —no existo desde siempre— y un final con la muerte —no existiré por siempre—. Un final que hace de nuestra vida un enigma: ¿qué hay después?, ¿para qué vivir?, ¿qué sentido tiene mi vida? No es una cuestión meramente teórica, sino también, y sobre todo, práctica. De la respuesta que le demos dependerá cómo decidamos vivir. La premio Nobel de Literatura polaca cinceló en estos versos lo perentorio de la pregunta:

Cómo vivir, me preguntó por carta alguien

a quien yo pensaba formular

la misma pregunta.

De nuevo y como siempre,

según lo dicho anteriormente,

no hay preguntas más apremiantes

que las preguntas ingenuas (Wislawa Szymborska).

Ahí siguen, pues, vigentes e interpelantes las preguntas de Kant: qué puedo saber, qué debo hacer, qué me está permitido esperar. Dicho de otra manera: qué sentido tiene la vida, mi vida.

No una pregunta sino la pregunta. Ante estas preguntas caben diferentes actitudes: hoy quizá predominan la indiferencia, el desinterés, el rechazo… Pero contentarse con «vivir por vivir», con «un mero vivir, sin un por qué y para qué de la vida, sería una degradación de lo más humano del hombre» (Alfaro). Como ha escrito el citado Viktor Frankl, «es una prerrogativa y un privilegio del ser humano no solo buscar sentido a su vida sino incluso el hecho de preguntarse si existe tal sentido. Ningún otro animal se plantea esa cuestión».

Aunque el ritmo vertiginoso de la existencia actual no lo facilite, quizá compense pararse a pensar sobre ese argumento. La vida ganará en riqueza y profundidad, pues no se trata de una cuestión más, entre otras muchas. Es la cuestión, la que funda y a la que se refieren todas las demás, la que puede dar respuesta a la inquietud radical del ser humano. Acertar con la respuesta —y esto depende de cada cual— es hacer diana con la propia vida; convertirla en una vida lograda, pues afecta a todas las dimensiones fundamentales de la existencia (A. Llano, La vida lograda).

Etty Hillesum (1914-1943), ante el espectáculo de los arrestos y traslados a campos de concentración de judíos en Holanda, intuyendo su propio futuro, escribe en su Diario (14.6.1941): «Buscamos el sentido de la vida, preguntándonos si aún queda algún resto del mismo. Pero esto es algo que cada uno debe resolver consigo mismo y con Dios». «Creo que para demasiadas personas la vida sigue estando formada por momentos bastante desconectados, accidentales»; faltos de un relato que les otorgue significado.

En efecto, «el sentido de la vida ya no está tan claro como se suponía que tendría que estar. Nunca ha habido tanta gente que se pregunte por el propósito de la existencia, más allá de las pequeñas luchas y los placeres cotidianos. Las viejas creencias se están derrumbando y amenazan con dejarnos desnudos. Muchos son los que ya se sienten desprotegidos, sin ninguna certidumbre personal a la que aferrarse» (Theodore Zeldin, Los placeres ocultos de la vida, 2015).

Consecuencias de una vida sin sentido. Desde luego, «la cultura de masas, con su perfecta indiferencia hacia las preguntas fundamentales» (Adam Zagajevski), parece no solo haber cancelado, sino incluso haber prohibido, plantearse preguntas de ese tipo. La cultura es hoy una forma de entretenimiento, de «llenar la nada», de ahuyentar el aburrimiento, como de forma certera diagnosticó hace años Rafael Sánchez Ferlosio: «El gigantesco auge del deporte, singularmente del fútbol, procede de un estado de hastío, de nihilismo; es como la sustitución de todo designio por una expectativa recurrente, rotatoria, sin fin: lo siempre nuevo siempre igual garantizado».

La sed humana, sin embargo, no se calma fácilmente. La floreciente industria del entretenimiento, con sus mil y una ofertas, no apacigua el hastío: lo disfraza de actividad y de vértigo, llenando nuestro día de insignificancias. Es la otra cara del tedio y el bostezo. Pero la íntima desazón sigue intacta. Como ha explicado Ros Velasco en su citada monografía sobre el aburrimiento, «lo más normal es que [el aburrimiento] al final se traduzca en comportamientos disfuncionales, desadaptativos, perjudiciales para uno mismo. Casi siempre vamos al consumo de drogas, consumo de alcohol, reacciones violentas, autolesiones y toda esta ristra de comportamientos nocivos que se asocian al aburrimiento».

Si hoy, aunque ya desde hace tiempo, el aburrimiento es epidemia en las sociedades occidentales, quizá tenga que ver con el derrumbe de las creencias que nos han dejado sin anclaje, sin identidad sobre la que construir el relato de la propia biografía. ¿Tiene esto algo que ver, como apuntaba Ros Velasco, con los aumentos de enfermedades mentales, disfunciones alimentarias, comportamientos autolesivos y consumo desmadrado de psicofármacos? En tiempos en que el sentido de la vida parece no quitar el sueño a nadie, los problemas de insomnio, en cambio, se multiplican.

La ansiedad e inquietud que nos llevan a deslizarnos por el carnaval infinito y banal de las redes sociales, a la ingesta bulímica de informaciones inútiles (ese parte diario de meniscos y abductores, de compraventa de jugadores) o a cuantificar con precisión narcisista nuestros pasos, latidos o quema de calorías, son síntomas de profunda insatisfacción y de vacío. Y es que, como dice Fernando Savater, «quien teme a la nada, lo necesita todo». Y si no atisba un más allá, necesitará «prótesis de inmortalidad», llámense fama, prestigio, imagen, influjo… o simplemente llamar la atención.

Es posible que los revolucionarios sean hoy quienes tengan la capacidad de pararse a pensar y a plantar cara a tanta avalancha de fuegos de artificio virtuales, vacíos de cosas (B.-Ch. Han), sin materia ni cuerpo, y se atrevan a contemplar la realidad real (no la virtual ni la aumentada), esa realidad que nos hace reales a nosotros mismos (R. Spaemann); y tengan el coraje de preguntarse por el sentido de la propia vida. Pensar, y más ahora con la sedicente inteligencia artificial, se ha convertido en un verdadero acto subversivo. Gran parte de la industria del entretenimiento va dirigida precisamente a evitarlo; a crear zombis. Pero si «el secreto de la existencia humana consiste en saber para qué se vive» (F. Dostoievski), quizá compense pararse a pensar de vez en cuando para tratar de averiguarlo. Manuel Casado Velarde. Catedrático emérito de la Universidad de Navarra y académico correspondiente (desde 2004) de la RAE. ​Durante una década (2010-2020) fue investigador principal del proyecto «Discurso público» del Instituto Cultura y Sociedad (Universidad de Navarra). Socio Fundador de la Sociedad Española de Lingüística, ha impartido docencia en la Universidad de Sevilla, Universidad Autónoma de Barcelona y Universidad de La Coruña. La imagen que ilustra el texto es de Gerd Altmann/geralt y forma parte de Pixabay. 











[ARCHIVO DEL BLOG] ¿De dónde soy? Publicado el 28/02/2020

 







El filósofo y escritor, andaluz errante, se planea el concepto de identidad a través de la memoria, escribe en El País [Salteras y el patio de madrina desde el exilio, 28/02/2020] el filósofo y miembro de la Real Academia Española,  Emilio Lledó.

Desde los seis años he vivido fuera de Sevilla, de Triana, donde nací. La distancia en el tiempo me ofreció, en cambio, otros espacios donde asentar mis experiencias. Esos lugares de mi vida fueron Vicálvaro, un inolvidable pueblo, a pocos kilómetros de Madrid, incorporado ya, por la furia inmobiliaria, a la capital. En Vicálvaro, a cuyo regimiento de Artillería estaba destinado mi padre, pasé los años de la Guerra Civil, y en el fondo de mi memoria, laten siempre sus recuerdos. Cuando terminó la guerra nos vinimos a Madrid donde hice los estudios de Bachillerato y universitarios. Al acabar la carrera y el servicio militar, que entonces era obligatorio, me fui a Alemania, a Heidelberg, donde pasé 10 años preparando mi doctorado y dando clase en el departamento de Filología de la Universidad. Después, tres años de catedrático de instituto en Valladolid, y otros tres en la Universidad de La Laguna. A continuación, 11 años en la Universidad de Barcelona y muchos más en Madrid. Pero entre esos años de Madrid estuve, también, cinco en Berlín, donde viví la caída del muro en 1989, y pude percibir la pasión de los alemanes por unirse, de nuevo, en aquellas dos Alemanias, aparentemente, tan distintas.

Muchas veces me he preguntado: ¿De dónde soy yo? Porque todos esos sitios a los que mis estudios y mi trabajo me llevaron han sido parte esencial de mi vida y de mi posible enriquecimiento personal. En todos esos lugares he sentido una profunda identificación con ellos y, ahora, en la historia de mi particular memoria, una cierta forma de solidaridad.

Precisamente, por ello, me he visto siempre impulsado a reflexionar sobre ese importante y maltratado concepto de identidad. Identidad que ha servido, tantas veces, para construir supuestas teorías, que nada tienen que ver con ese fondo íntimo de la persona, fruto siempre de una educación en libertad y de esos ideales de solidaridad para los que los filósofos griegos inventaron esa hermosa palabra: filantropía.

Pero, en el fondo, la propia identidad está llena de memoria y del surco del tiempo: ese río colectivo en el que nacemos, en el que navegamos, y en el que vive el ser que somos. En esa identidad se encuentran los recuerdos que forjan nuestra existencia. Es verdad que soy un andaluz en el exilio, aunque esa distancia se ha ido acortando, año tras año, a lo largo de mi adolescencia y juventud.

Todos los veranos, al acabar la Guerra Civil, los he pasado en Salteras, ese pueblo de Sevilla en el que nacieron mis padres y que llenó de alegría aquellos tristes años de la posguerra. Allí vivía mi madrina Fernanda, viuda desde muy joven de un tío de mi padre, y para la que fui el hijo que ella no pudo tener. Por ella, por su casa, por el patio que perfumaba aquel jazmín, por sus palabras y su amor, por su inteligencia y sensibilidad, empecé a percibir un horizonte de esperanza en el que habría de reencontrarse mi futuro. Y ese maravilloso pueblo y esa extraordinaria mujer alentaron el reencuentro con el río de mi existencia en el que empezaba a fluir ya mi persona.

Porque allí aprendí, en el trato con mi madrina, algo que me ha llevado, muchas veces a reflexionar sobre el contenido del lenguaje y la inteligencia humana. Creo que madrina, con excepción de algunos viajes a Sevilla, nunca salió del pueblo; pero su innato talento me hizo pensar que, a través de su lenguaje, de sus palabras, latía mucho de lo que habría de aprender, años después, al estudiar la historia de Andalucía y de su cultura.

Y en este momento tengo que rememorar a ese andaluz genial, a Casiodoro de Reina, el fraile jerónimo del monasterio de San Isidoro del Campo que, en el siglo XVI y en un estilo y belleza admirable, tradujo la Biblia. Esa obra le costó verse obligado a abandonar su tierra, por la persecución y condena inquisitorial a la que fue sometido. Como él, otros muchos tuvieron que abandonar Sevilla, que empezaba a ser una de las ciudades más interesantes y cultas de Europa. Doris Moreno, una profesora de la Universidad Autónoma de Barcelona ha escrito una magnífica biografía de Casiodoro, publicada por el Centro Andaluz de las Letras.

Cuando después de las vacaciones veraniegas regresaba a Madrid, mis padres me decían siempre que volvía “como nuevo”. Esa supuesta novedad me permitía, desde mis resonancias saltereñas, descubrir el ingenio y la gracia de mi madre y el interés cultural de mi padre. Y no puedo evitar el recuerdo de aquel día en que, poco después de la guerra, paseando casualmente por la calle de la Real Academia, me dijo mi padre: “Niño, mira que si tú, alguna vez...”. Yo no sabía lo que significaban sus palabras, ni qué era ese edificio al que señalaba, pero quedaron siempre en mi memoria: ¡Era el jazmín del patio de madrina; era Salteras, Sevilla, Andalucía!










Del poema de cada día. Hoy, Elca, de Francisco Brines

 





ELCA


Ya todo es flor: las rosas

aroman el camino.

Y allí pasea el aire,

se estaciona la luz,

y roza mi mirada

la luz, la flor, el aire.


Porque todo va al mar:

y larga sombra cae

de los montes de plata,

pisa los breves huertos,

ciega los pozos, llega

con su frío hasta el mar.


Ya todo es paz: la yedra

desborda en el tejado

con rumor de jardín:

jazmines, alas. Suben,

por el azul del cielo,

las ramas del ciprés.


Porque todo va al mar:

y el oscuro naranjo

ha enviudado en su flor

para volar al viento,

cruzar hondas alcobas,

ir adentro del mar.


Ya todo es feliz vida:

y ante el verdor del pino,

los geranios. La casa,

la blanca y silenciosa,

tiene abiertos balcones.

Dentro, vivimos todos.


Porque todo va al mar:

y el hombre mira el cielo

que oscurece, la tierra

que su amor reconoce,

y siente el corazón

latir. Camina al mar,

porque todo va al mar.



Francisco Brines (1932-2021)

poeta español



















De las viñetas del blog de hoy miércoles, 5 de marzo de 2025

 



































martes, 4 de marzo de 2025

De las entradas del blog de hoy martes, 4 de marzo de 2025

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz Martes de Carnaval, 4 de marzo de 2025. La lógica de Trump, se dice en la primera de las entradas del blog de hoy, es la del negocio, no la de la paz, y quiere forzar el acuerdo por los minerales de Ucrania sin dar garantías a Zelenski, y así, no se va a llegar a ningún acuerdo de paz. La segunda del día es un archivo del blog de tal día como hoy de 2018, en el que se hablaba de ‘trending topics’, chats y muros virtuales y de que había que irse de ellos, sino de ayudar a cambiarlos, pues para muchas personas en el mundo ese modo de comunicación representaba un paraguas para evitar la represión. El poema del día, en la tercera de ellas, comienza hoy con estos versos: Con el círculo ecuatorial/ceñido a la cintura como a un pequeño mundo/la negra, mujer nueva,/avanza en su ligera bata de serpiente. Y la cuarta y última, como siempre, son las viñetas de humor, pero ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν" (toca marchar); volveremos a vernos mañana si las Euménides y la diosa Fortuna lo permiten. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt










Del reino, el poder y la fuerza

 







La lógica de Trump es la del negocio, no la de la paz, quiere forzar el acuerdo por los minerales de Ucrania sin dar garantías a Zelenski, escribe el filólogo y crítico literario de El País, Jordi Amat [Del reino, el poder y la fuerza, 02/03/2025]. ”El presidente Trump, el negociador y el pacificador, se está exhibiendo”. Este fue el mensaje que el senador republicano Lindsay Graham quiso compartir a primera hora del viernes. Donald Trump lo había invitado a la Casa Blanca para asistir a la firma del acuerdo entre Estados Unidos y Ucrania porque Graham estaba comprometido para hacerlo posible desde hacía medio año. A Graham, agradecido y feliz, se le ve en alguno de los selfis que otros senadores, demócratas y republicanos, se hicieron con Volodímir Zelenski antes de la reunión entre los dos mandatarios en el Despacho Oval. Durante esos minutos previos, Graham, que ha viajado en diversas ocasiones a Kiev desde el inicio de la invasión rusa y que fue uno de los puntales del proyecto de ley Stand With Ukraine Act, le recomendó al presidente ucraniano que no presionase a Trump para obtener garantías de seguridad y que, sobre todo, se mostrase agradecido. Minutos después, tras ver en directo ese diálogo durísimo que revela la brutalidad del poder y cómo ha decidido ejercerlo de manera impúdica el comandante supremo del primer ejército del mundo, Graham, devastado, elogió a Trump y afirmó que no sabía si Estados Unidos podía hacer negocios con Zelenski.

A mediados del pasado mes de agosto, Graham y el demócrata Richard Blumenthal ―miembro del grupo de senadores que abordan las relaciones con Ucrania desde 2015― estuvieron en Kiev. En esos días la inesperada Operación Kursk había llevado a las tropas ucranias a ocupar territorio del enemigo. “La noticia más importante es que Ucrania está luchando contra Rusia en Rusia”, afirmó Blumenthal. Los senadores pidieron a la Casa Blanca de Biden que levantase las restricciones para que fuese posible el uso del armamento estadounidense sobre territorio ruso. Se reunieron con Zelenski y pusieron las bases de un futuro acuerdo sobre minerales de tierras raras, un acuerdo a través del cual Estados Unidos aumentaría su autonomía con respecto a sus rivales. “China controla el 70% de la capacidad mundial de extracción de tierras raras y el 90% de la capacidad de procesamiento”, leo en un reportaje del periodista económico Dominic Culverwell. Se utilizan para industrias de defensa y aeroespacial, para motores eléctricos o para los imanes de los generadores de turbinas eólicas. “Ahora es el momento de formar una asociación estratégica con Ucrania”, dijeron los senadores. “Puede tener enormes beneficios económicos para Estados Unidos y conducir a la estabilidad en Europa”.

Dos semanas después de la victoria de Trump, Graham fue entrevistado por la Fox. “Esta guerra es sobre el dinero”, recordó. La parte ucrania entendió que podía ser una buena táctica posponer la firma del acuerdo a la investidura para que el nuevo presidente pudiese venderlo como una victoria. El 3 de febrero ya se refirió a las negociaciones. El día 12, el secretario del Tesoro, Scott Bessent, entregó a Zelenski una primera propuesta de acuerdo sobre la minería ucrania. Durante los días posteriores las negociaciones, tensas, continuaron. Las reuniones han sido privadas, la información no es clara. La clave era la creación de un Fondo de Inversión para la Reconstrucción de propiedad estadounidense que Ucrania cofinanciaría a través de sus recursos (los minerales de tierras raras, los puertos…). “El acuerdo debe firmarse”, afirmó el expremier Johnson en Kiev el 24. El día después Ucrania dijo sí. La condición de Zelenski para firmarlo había sido lo que Graham le pidió que no reclamase, lo que planteó en la rueda de prensa en el Despacho Oval: garantías de seguridad. Trump no está dispuesto a darlas. ¿Por qué? Su lógica nacionalista es la del mundo posliberal: el reino oscuro del poder y la fuerza.








[ARCHIVO DEL BLOG] De carnes rojas y redes sociales. Publicado el 04/03/2018]

 








De ‘trending topics’, chats y muros virtuales no hay que irse, sino ayudar a cambiarlos. Para muchas personas en el mundo, ese modo de comunicación representa un paraguas para evitar la represión, escribe en El País [De carnes rojas y redes sociales, 04/03/2018] la filóloga cubana Yoani Sánchez, galardonada con el premio al mejor blog en español del mundo.

La primera vez que vi a un vegano explicar a un cubano por qué no comía carne la situación no podía ser más absurda. Aunque el turista insistía en los efectos negativos de ciertos alimentos, mi compatriota no entendía el rechazo a lo que consideraba un añorado manjar en medio de la crisis económica de la isla.

La escena ha vuelto a mi mente por estos días, cuando leo la embestida contra las redes sociales hechas, fundamentalmente, por usuarios que viven en sociedades hiperconectadas. Facebook se ha convertido en la nueva carne roja de los que se declaran preocupados por la adicción de estar pendiente del muro, los “me gusta” y las publicaciones de otros.

Es una postura respetable, pero que pasa por encima de cuestiones que van más allá del quedarse pegado a una pantalla a la espera de un like. Los promotores de esta actitud obvian la importancia de estas plataformas para la denuncia, difusión y protección de innumerables movimientos y personas en este planeta.

Escapar de las redes sociales porque en ellas se comparten noticias falsas, abunda la frivolidad, los mensajes de odio y hasta peligros más graves como el acoso sexual, es una forma de dejarle el terreno libre a quienes promueven esas prácticas y hacen de Internet un lugar cada día menos seguro. Es una actitud similar a la del ciudadano que no va a votar.

Las redes sociales son un territorio virtual del que surgen muchas de las matrices de opinión que después influyen en las urnas, como se ha visto en varios procesos electorales de los últimos años. No participar en sus debates, sus interacciones y hasta en peleas es perder una parte de nuestro espacio cívico.

Como toda plaza pública las redes sociales son también un campo de batalla. Uno de los fundadores de Facebook, Sean Parker, que fue el primer presidente de la empresa, ha mostrado públicamente su preocupación por cómo puede afectarnos el permanecer demasiado tiempo en esa sopa de emoticones, selfies y mensajes.

Cabe preguntarse si quienes hoy critican las redes intentaron antes influir en sus tendencias

Parker señala que la red social explota algunas vulnerabilidades psicológicas humanas, especialmente esas que marcan nuestra necesidad de aprobación y atención. El creador de Napster se considera a sí mismo como un “objetor de las redes sociales”, y apenas se le ve en alguna de ellas. Vale la pena aclarar que su evaluación del fenómeno está cimentada en una experiencia muy estadounidense e influida por el trasiego de Silicon Valley. Para muchos suena como ese vegano que intentaba convencer a un famélico habanero de que el alimento con el que soñaba no era una buena idea para su salud ni para el medio ambiente.

Cabe preguntarse si quienes hoy lanzan críticas contra estos servicios intentaron en un momento influir en sus tendencias y derroteros. La mayoría de los internautas pocas veces denuncia una noticia como falsa o le cuesta escribir a los servicios técnicos para proponer mejoras o alertar de malas prácticas. A las redes se ha trasladado parte de esa pasividad de la que adolecen las sociedades modernas, donde la gente acepta las cosas tal y como están o se refugia en su vida personal, mientras asegura que “la política es cosa sucia” y es mejor permanecer al margen de ella.

La llamada a cancelar las cuentas de Twitter, Facebook o Instagram como estrategia para salvarse de la marea de injerencias en la vida privada, o del poderoso ojo de las empresas que recopilan información personal, es un camino que lleva irremediablemente a abandonar a quienes más necesitan ser leídos y escuchados en esos espacios. En América Latina las redes sociales han plantado cara en más de un caso a las ansias de los gobiernos autoritarios de la región. Sin esos canales, las imágenes de la represión contra las revueltas populares en Venezuela se hubieran quedado atascadas en el férreo muro de control que Nicolás Maduro ha levantado en los medios nacionales. Con la expulsión de cadenas informativas, el cierre de canales de televisión o la abducción oficialista de otros, el Palacio de Miraflores cerró la mayoría de las posibilidades de narrar un país que ahora se narra tuit a tuit o a través de las cuentas de Facebook de quienes se mantienen reportando desde adentro. Otro tanto ocurre en Cuba, donde la gran telaraña mundial ha marcado un antes y un después en temas como la censura, el alcance de las denuncias sobre violaciones de derechos humanos y la difusión de plataformas opositoras.

¿Vamos a tirar la puerta de las redes sociales dejándolos solos? ¿Por qué, en lugar de una estampida, no se propone una actitud más cívica de los usuarios de estos servicios? Una mayor implicación para denunciar las fake news o esas cadenas basura que ahora inundan el ciberespacio.

Los argumentos de quienes promueven el ascetismo digital incluyen el evitar que los grandes consorcios al estilo de Google o de la criatura creada por Mark Zuckerberg se adueñen de información personal para vendernos productos. Una especie de comercio teledirigido donde el usuario es visto como un conglomerado de fobias que evitar y filias que satisfacer.

Sin esos canales, las imágenes de la represión en Venezuela se hubieran quedado atascadas

Pero ese motivo solo le sirve a cierto número de personas en este mundo, donde también hay una gran parte de habitantes que jamás han comprado algo online y a quienes no les sirve de mucho hacer un clic sobre un anuncio publicitario creado a partir de sus intereses, porque ni siquiera tienen tarjeta de crédito.

Pensar que es universal el temor a que las empresas husmeen las fotos que publicamos o los contactos que tenemos es un error que peca de “ombligo del mundo”. Una porción significativa de la población del planeta tiene más miedo de que la policía política, los cuerpos parapoliciales o la dictadura de turno lo vigile en el mundo real.

Hay que advertir también que otras fobias circunstanciales, hijas de la sobresaturación, ya aparecieron cuando el teléfono permitió conversar sin visitarnos y se pronosticó el fin de la amistad o de las relaciones personales.

Coincidentemente, son esas personas para quienes las redes sociales constituyen no solo el camino para contar lo que les ocurre sino una especie de paraguas protector para guarecerse de la represión.

Como en tantas cosas nos hemos ido a los extremos. Desde la ilusión de creer que a través de las plataformas digitales se iba a lograr derrocar regímenes, reconstruir países y alcanzar la democracia, a esta promoción de un idílico estado de desconexión, donde en teoría somos más felices, menos controlados y estamos más atentos a nuestros hijos.

Creer que podemos refugiarnos en una burbuja sin trending topics es una fantasía. Incluso aunque no nos asomemos a esa intrincada cosmogonía que forman foros, chats y muros virtuales, nuestra vida está determinada en gran medida por lo que ahí se publica. Alejarse solo hace que estemos al margen, pero no nos protege de lo que se cocine en el ágora digital. De las redes sociales no hay que salirse, sino ayudar a cambiarlas. Yoani Sánchez es periodista cubana y directora del diario digital 14ymedio.









Del poema de cada día. Hoy, Mujer nueva, de Nicolás Guillén








MUJER NUEVA


Con el círculo ecuatorial

ceñido a la cintura como a un pequeño mundo

la negra, mujer nueva,

avanza en su ligera bata de serpiente.


Coronada de palmas,

como una diosa recién llegada,

ella trae la palabra inédita,

el anca fuerte,

la voz, el diente, la mañana y el salto.


Chorro de sangre joven

bajo un pedazo de piel fresca,

y el pie incansable

para la pista profunda del tambor.



Nicolás Guillén (1902-1989)

poeta cubano