miércoles, 6 de noviembre de 2024

Del nacimiento de las universidades y el pensamiento crítico

 










El pensamiento crítico pretende que los alumnos sean activos en su educación, capaces de hacerse con los pros y los contras de cualquier cuestión, escribe en Nueva Revista [El renacimiento del pensamiento crítico. Las clases en las primeras universidades, 21/02/2019] el filósofo Javier Aranguren. Esto ya fue propuesto por Sócrates y alcanzó un asombroso desarrollo con el nacimiento de las universidades durante los siglos XII y XIII. ¿Cómo? ¿de qué modo se practicaba este método educativo? Estas son algunas de las preguntas a las que se trata de responder en este artículo.

La universidad muestra su preocupación por la dificultad de muchos estudiantes para pensar sin servirse de prejuicios o lugares comunes. El pensamiento crítico pretende que los alumnos sean activos en su educación, capaces de hacerse con los pros y los contras de cualquier cuestión. Esto ya fue propuesto por Sócrates y alcanzó un asombroso desarrollo con el nacimiento de las universidades durante los siglos XII y XIII. ¿Cómo se recuperó el método socrático?, ¿de qué modo se practicaba este método educativo?, ¿se trataba de un fenómeno común en muchas universidades?, ¿servía como herramienta de avance real del conocimiento? Esas son las preguntas a las que trata de responder este artículo.

La universidad es una institución que levantó vuelo en el siglo XIII. Durante la centuria anterior fueron surgiendo las llamadas escuelas catedralicias, centros de formación que nacían junto a las catedrales de algunas ciudades principales con una finalidad neta: la formación intelectual del clero (filosofía, teología y derecho canónico) o de laicos deseosos de aprender leyes o el arte de la medicina. Tanto en estas instituciones como en las universidades, al principio no contaban con edificios ni aulas, sino que las clases tenían lugar donde se podía encontrar un espacio (desde la plaza de la ciudad hasta las salas de una iglesia o de un convento). No había aún preocupación por el espacio físico, pero sí por lo que se podría llamar «espacio espiritual», es decir, porque esas reuniones respondieran a un espíritu determinado. A ese espíritu es a lo que, en lo que sigue, llamaremos metodología escolástica o renacimiento del pensamiento crítico.

Y es que profesores y estudiantes se centraban en el debate de problemas que por aquel entonces preocupaban entre las clases cultivadas. La recepción de los clásicos (Platón, autores griegos y latinos, los Padres de la Iglesia, pensadores árabes como Avicena o Averroes, a partir del siglo XIII también Aristóteles) generaba temas de discusión que, aunque a menudo puedan parecer lejanos a los asuntos que nos ocupan hoy en día, encendían los ánimos y empujaban a los intelectos a buscar la comprensión.

Por ejemplo, la investigación y docencia científica y universitaria actual sobre las relaciones mente-cerebro (The Body-Mind Problem), o sobre la influencia de la neurología en los estados de ánimo y en el aprendizaje, se podría trasladar a lo que entonces se consideraba la pregunta central por el ser del hombre: la relación que guardaban alma y cuerpo entre sí, es decir, si son alma y cuerpo dos cosas distintas como el piloto y la nave (el dualismo de Platón), o si son los dos principios del hombre real, al que habría que definir como «cuerpo vivo» o «animal racional» (Aristóteles, al que siguió santo Tomás). La primera, el dualismo, se alineará en una línea de la historia de las ideas que va de Platón a los neoplatónicos, san Agustín, la escuela franciscana, etc. La segunda nace en la oposición de Aristóteles respecto de su maestro («Soy amigo de Platón, pero más de la verdad») y defiende tesis irreconciliables con él.

Esto, que sin duda es un asunto erudito y especializado, sirve para nuestro propósito en la medida en que muestra a las claras la existencia de un debate intelectual muy vivo en una ciudad universitaria como París en torno a 1270. En el seno de esa comunidad intelectual se discutía con pasión no sobre un asunto lateral, sino sobre el corazón mismo de la antropología, sobre lo que define radicalmente al ser humano.

¿Es el cuerpo algo que el hombre usa, o es parte de la esencia —y de la identidad— de lo que una persona es? Los debates contemporáneos sobre la identidad (si podemos identificarnos con nuestro sexo o basta con construir un género) o la pregunta de cómo es posible que una orden mental («Quiero mover el brazo») tenga una consecuencia física (de hecho, lo muevo) siguen teniendo esta temática como asunto de fondo.

Por tanto, en la universidad del siglo XIII había muchas cuestiones en las que los distintos maestros disentían de modo público. Además se invitaba a los alumnos a tomar parte en el debate, a elegir la postura que más les convenciera, a condición de que ese convencimiento viniera precisamente del uso lógico, justificable, de los razonamientos.

Por tanto, los debates intelectuales tenían cabida en la universidad desde el inicio de esa institución (podría decirse incluso que el ser de la universidad estaba en la discusión). Así, el que es considerado como principal pensador del siglo XIII (santo Tomás de Aquino) no duda en «enfrentarse» (dialogar) con otros pensadores sirviéndose siempre de estos presupuestos: el uso de la razón y de la experiencia. El diálogo, la confrontación, era el modo cotidiano de impulsar el conocimiento entre los maestros universitarios. Es cierto que a veces se aplicaron censuras, pero esas censuras venían propuestas desde ámbitos que no habían entendido a la institución, externos (al menos intelectualmente) a ella. En la Edad Media se defendía hasta tal punto la independencia universitaria que los papas exigieron que el régimen jurídico de las universidades fuera completamente libre del control del Estado, para que pudieran pensar y hablar en libertad.

«Los hombres de la ciudad fueron con frecuencia ambivalentes hacia los estudiantes universitarios (…). En este ambiente la Iglesia dio una protección especial a los alumnos ofreciéndoles lo que se vino a llamar los beneficios clericales. El clero en la Europa medieval disfrutaba de un estatus legal especial: era un crimen extremadamente serio ponerles la mano encima (…) (Woods, How the Catholic Church Built the Western Civilization).

»El papa intentó organizar una atmósfera justa y pacífica para la universidad creando un privilegio llamado cessatio, el derecho de parar las clases e ir a una huelga general si alguien abusaba de los alumnos. Entre las causas justas estaban incluidas “el derecho a establecer límites en el precio de los alquileres, la herida o mutilación de un estudiante por la que no se hubiera pagado satisfacción en el espacio de quince días, [o] la pena de prisión injustificada de un estudiante”.

»Era común que las universidades se dirigieran al papa de Roma con sus quejas. En muchas ocasiones el papa intervino incluso para forzar a las autoridades universitarias que se pagara sus salarios a los profesores. (…) No es por tanto de extrañar que algún historiador sostenga que «el protector más firme de las universidades era el papa de Roma. Él es el que fundó, aumentó y protegió el estado de privilegio de las universidades en un mundo en el que el choque jurisdiccional era frecuente».

Como pasa con todas las obras humanas, no siempre lo lograron: las condenas en París del obispo Tempier, la prisión de fray Luis de León o la persecución a Guillermo de Ockham, son ejemplos. Sin embargo, también hay claros contraejemplos: Siger de Brabante, el principal de los averroístas latinos, se refugió en el palacio del papa en Orvieto tras ser condenado por el obispo de París; su compañero Norberto de Dacia siguió siendo dominico y murió dentro de la Iglesia en Dinamarca.

La práctica del método socrático. Platón era discípulo de Sócrates, el filósofo que enseñó a pensar a los atenienses sirviéndose de un método novedoso. El método socrático no aceptaba las ideas de la autoridad, sino que usaba la ironía (preguntas capciosas pretendida- mente inocentes) para descubrir en qué medida el pensamiento comúnmente aceptado podía ser superficial, conducir a contradicciones, ser irracional. El método socrático, la mayéutica, hacía nacer el conocimiento cuando el interlocutor caía en la cuenta de su ignorancia. Al «saber que no sabe» se ponía en condiciones de aprender de verdad, de superar las apariencias. Este es uno de los motivos por los que Sócrates no escribía filosofía, sino que la practicaba: era un filósofo peripatético, esto es, que ejercía su tarea charlando durante los paseos en la plaza. Esta es también la razón por la que el legado de Platón ha llegado en forma de diálogos: lo escrito podía caer en manos de cualquiera que no haya pasado por el proceso que conduce a la comprensión.

«Enseñar a pensar» exige «pensar juntos». Y porque Platón entendió radicalmente a su maestro, fundó la Academia y proporcionó la clave para entender una de las dimensiones clave de lo académico: pensar juntos poniendo en crisis lo aparente para acercarse a lo realmente real, a la verdad.

Estas actitudes son constantes en el pensamiento medieval: el diálogo, la discusión, la disputa…, son las herramientas que usan para el conocimiento dentro de los ámbitos de reflexión filosófica y teológica. De hecho, la historia intelectual de la Alta Edad Media constituye un esfuerzo apasionante por establecer las bases del diálogo entre la razón y la fe, entre Atenas y Jerusalén. Pero apenas se practicaba un conocimiento reglado. Aunque tuvo peso el pensamiento de los Padres de la Iglesia (siglos II-VIII), el esfuerzo de conservación de la cultura desarrollado en el monacato (a partir del siglo vi) y el renacimiento carolingio (siglo IX), habría que esperar a la Baja Edad Media, a las escuelas catedralicias en el XII, para asistir al renacimiento estable —viene durando hasta nuestros días— de la formación intelectual.

El uso de la metodología de inspiración socrática adquirió un valor original durante los siglos XII y XIII. Así se ve en la figura de Pedro Abelardo y sus contemporáneos. Ese método llamado método escolástico, es decir, el camino que se sigue en la escuela, la vía adecuada para educar— se estandarizó en las instituciones que recibían el nombre de universidad (Bolonia, Oxford, Sorbona, Nápoles, Salamanca, etc.). Y en él importaba tanto la seriedad en el uso de las herramientas del aprendizaje como la preocupación por lo humano.

La dialéctica en la universidad. La rae define dialéctica como la «teoría y técnica retórica de dialogar y discutir para descubrir la verdad mediante la exposición y confrontación de razonamientos y argumentaciones contrarios entre sí». Este era el sentido de esta palabra entonces. Muchas veces en nuestros días se entiende más bien como mero enfrentamiento o discusión. En el significado medieval la clave del significado es la palabra verdad, y el objetivo de la discusión no era la lucha de contrarios, sino el descubrimiento de lo verdadero. Se puede decir que si no se llegaba a la verdad (a retirar los paños de apariencia que la ocultan, sin avance en el conocimiento) no habría ni dialéctica ni, propiamente, tarea universitaria. Régine Pernoud (1909-1998), la gran medievalista francesa, describe la metodología del pensamiento crítico y el ambiente de las escuelas catedralicias de inicios del XII en su ensayo histórico Eloísa y Abelardo.

Lo que pretendía un estudiante del siglo XII era sobre todo practicar la dialéctica. En el siglo XII los alumnos, que tenían entre 14 y 20 años, eran personas privilegiadas por el hecho ir a la universidad. Las razones que les movían al estudio, aparte del ejercicio del derecho o la carrera eclesiástica, tenían que ver tanto con el amor al conocimiento como con la fascinación por el juego de la inteligencia. Les gusta «discutir de forma interminable de tesis y de hipótesis, de mayor y de menor, de «antecedente» y de «consecuente»».

Cultivaban el arte de razonar. Lo que quería hacerse era aprender a pensar bien. La inteligencia como facultad y la verdad como objeto eran los intereses propios de la educación. Ambos inspiraban tanto a la investigación como a la docencia, dos actividades que en ese momento todavía iban siempre unidas.

Como se ha dicho, Sócrates y Platón dejaron claro que pensar es una actividad que no debe realizarse en solitario, sino dentro de una tradición común. Por tradición debe entenderse «conocer lo que han dicho otros»: discusión, controversia, intercambio. Participar de una tradición es lo mismo que formar parte de una gran conversación que puede venir durando siglos. Ejercitarse para poder hablar con fundamento era el principal objetivo.

La educación en la dialéctica —expresión fraguada por Platón en La República— buscaba un camino (eso es lo que significa methodos), personal y colectivo, de avance en el conocimiento. Para eso se servían el maestro y el alumno del uso lógico de la razón. Lo que la dialéctica pretende es el conocimiento del ser de las cosas. Y en ese sentido se enfrenta a las apariencias, las opiniones, las perspectivas, los puntos de vista o los prejuicios.

¿Cómo se aprende a usar la dialéctica? Por medio del arte de la discusión, es decir, aprendiendo a «plantear las premisas de una conversación, anunciar correctamente los términos de una proposición, establecer los elementos del pensamiento y del discurso», en fin, todo lo que permite que la discusión sea fecunda.

Entre los estudiantes se podía ver cómo algunos «animados con un celo más apasionado y ferviente, discuten entre sí de graves materias, y se esfuerzan por derrotarse unos a otros con gran despliegue de sutilezas y argumentaciones». Esa disputa era tan ambiciosa que podía terminar en una discusión abierta entre maestro y discípulo. Así le ocurrió a Pedro Abelardo, quien escribía en su Carta a un amigo: «me vi obligado a rechazar algunas de sus proposiciones [de su maestro] y a arremeter a menudo mis argumentaciones contra él». Para llegar a eso, el discípulo —auténtico «enano en hombros de gigantes»—, además de una inteligencia preclara, necesitaba una formación sistemática.

Esta era la principal diferencia de la escuela universitaria medieval con los sofistas de la antigua Grecia: los enfrentamientos dialécticos querían conocer la realidad antes que hacerse con el poder. La enseñanza sofística buscaba justo lo contrario: enseñar al alumno a convencer, a triunfar, sin importar qué era lo más justo. Sócrates detestaba esa actitud. Lo mismo ocurría con sus discípulos Platón y Aristóteles. E igual pasará con los maestros medievales. Por ejemplo, «Vicente de Beauvais (1190-1267) se quejaba del acaloramiento en los debates (…): ‘apenas se encuentra hoy día alguno que sea comedido en el debate; por el contrario casi todos se acaloran y porfían, y en consecuencia enturbian más que aclaran la verdad. A esto lleva sobre todo la ambición de vanagloria o la disimulación de la propia ignorancia’» (Vergara Ciordia, “Actualidad del método escolástico”).

«Hay que situarse en las condiciones en que tenía lugar la enseñanza en la época [siglos XII y XIII]. Nada que ver con el curso magistral tal como es práctica habitual en nuestras universidades, en la que el maestro habla y los alumnos toman apuntes (…). Por lo común existe entre maestro y alumnos lo que hoy denominamos el ‘diálogo’». Se puede imaginar algo parecido a los Diálogos de Platón. Para lograrlo se necesitaba la excelencia de un profesorado que debía estar en condiciones de responder argumentativamente a las preguntas más atrevidas de sus alumnos. Eso podía significar tanto atender a simplezas, como encontrarse con planteamientos capaces de contradecir —y desmontar— la propia doctrina.

La lectura de los textos. El aprendizaje partía de una base sin la cual faltaba la materia prima en la que esculpir el proyecto: la lectura de un texto. Se usaban textos clásicos, es decir, pertenecientes a la gran tradición del saber humano. Según avanzó la universidad en el tiempo, y dependiendo del objeto de los estudios —teología, filosofía, derecho…—, además de la Biblia y los clásicos grecolatinos, se fueron usando el corpus iuris civilis de Justiniano o el derecho canónico de la Iglesia. Con la lectio los maestros daban las lecciones durante las horas lectivas, de modo que los alumnos escuchaban directamente los textos de los grandes maestros. Esta lectura iba acompañada por los comentarios del lector (en inglés se usa todavía lecturer para hablar del profesor universitario).

Hay que recordar que en aquel entonces, siglos XII y XIII, las bibliotecas eran exiguas y transcribir un libro podía llevar de seis a ocho meses. Por eso se leía en común a los grandes autores en el aula. El uso de la lectio ya era común desde el siglo VI. Comenzaba con la introducción, que servía para presentar al autor, contextualizarlo y explicar su intención. A continuación venían las tres etapas de la explicación: la littera (lectura de los textos); el sensus (la interpretación literal de lo leído), y por último la sententia, la interpretación profunda del pensamiento del autor y del contenido del texto.

El universitario medieval era consciente de los distintos modos de aproximarse a un mismo pasaje. Lo resumía así un Distico (estrofa de dos versos que expresan un concepto completo): «Littera gesta docet, quid credas allegoria, Moralis quid agas, quo tendas anagogia» /«El literal enseña los hechos, el alegórico es para que creas, el moral para que actúes, el anagógico para que vayas [al Cielo]». (Agustín de Dacia, Rotulus pugilaris, I).

Al conjunto de comentarios en torno a un texto se le denominaba glosa. Estas quedaban muchas veces escritas en los márgenes y podían referirse tanto a la littera, como al sensus, como a la sententia. Un ejemplo de glosa al margen lo ofrecen los primeros vestigios del castellano en las llamadas glosas emilianenses.

Cada día se dedicaba la mañana a la lectio y al repaso de lo aprendido los días anteriores. La memoria era un elemento clave del método escolástico. A falta de libros, y de herramientas que permitieran una escritura ágil, se ejercitaba conscientemente la capacidad de la reminiscencia humana, sirviéndose de todo tipo de ingeniosas reglas de mnemotecnia, resúmenes, etc. «Marciano Capella recordaba la necesidad de ejercitar la memoria en un tiempo tranquilo para facilitar la meditación; a ser posible que fuese de noche, pues el silencio y recogimiento de la noche facilitan la concentración de los sentidos» (Vergara Ciordia, “Actualidad del método escolástico”).

Las cuestiones: comprender. La tarde, por su parte, era el momento de la enseñanza propiamente dicha. En ella se realizaba la collatio, es decir, un coloquio en común entre maestro y estudiantes. Para discutir temas más polémicos o difíciles se estableció la quaestio. Como su nombre indica, se trataba de plantear preguntas sobre los temas acerca de los que se había leído.

¿Qué tipo de cuestiones plantea un maestro medieval para discutir en sus clases? Se puede fijar la atención en la obra cumbre de la escolástica: la Suma Teológica de santo Tomás de Aquino. Escrita entre 1265 y 1274, quedó incompleta. Aun así, consta de cuatro partes y de un total de 512 cuestiones, cada una de ellas dividida en diferente número de artículos. La temática de la obra es amplísima, pues en ella se tratan de recoger todos los asuntos que debería saber un aspirante a bachiller. En buena medida está dedicada a cuestiones teológicas. Sin embargo, el fundamento filosófico está siempre presente, y cita tanto argumentos de los Padres de la Iglesia como de Platón, los filósofos estoicos, Cicerón y —sobre todo, ya que le consideraba el Filósofo por antonomasia— Aristóteles.

¿Algunas cuestiones que trata en el texto? Si Dios existe; si es simple o perfecto; si existe la verdad; si existe la falsedad; si Dios actúa con libertad; si se puede definir persona; si Dios es un ser personal; si Dios crea; si es la causa del mal; si podemos decir algo de los ángeles o los demonios; si el hombre es su alma; si el alma se relaciona con el cuerpo como forma; si la inteligencia es una facultad superior; si podemos conocernos a nosotros mismos; si podemos definir la voluntad; si podemos aspirar a la felicidad; si esta la puede alcanzar el hombre; si los actos humanos pueden ser calificados como buenos o malos; si debemos seguir a nuestras pasiones; si podemos amar; si podemos odiar; si cabe la pasión de la esperanza; si se puede remediar la tristeza; si podemos construirnos un carácter; si la justicia es dar a cada uno lo suyo; si se debe sus- pender a veces el acto de la justicia; si la ley se identifica con la justicia y si hay distintos tipos de ley; si el magnánimo es necesariamente orgulloso; si ser fuerte es especialmente resistir o atacar; y así 512 temas divididos en 2.669 artículos (preguntas más específicas). La sola lectura del índice de la Suma sirve para darse cuenta de la amplitud de miras de un maestro en la universidad medieval.

Pongamos ahora un ejemplo particular de cuestión, al que nos hemos referido al inicio de estas páginas: el de la relación del alma con el cuerpo. A la hora de cuestionar este tema, santo Tomás hacía un análisis comparativo de opiniones de autoridades con puntos de vista distintos. Esto no se hace nunca descalificando al contrario (lo que en retórica se llama «argumento ad hominem»), sino por medios estrictamente argumentativos: pone en valor todos los argumentos conocidos para seguidamente analizarlos, relacionarlos y —si fuera necesario— corregirlos o superarlos.

¿Qué se cuestiona? El autor de la Suma propone las siguientes preguntas: Si el principio intelectivo (el alma intelectual) se une al cuerpo como forma (aquí enfrenta a Platón, Avicena y Averroes con Aristóteles).

Si el principio intelectivo (el alma intelectual) se multiplica o no conforme se multiplican los cuerpos (aquí trata las posturas sobre el intelecto de Avicena y Averroes).

Si hay en el hombre otras almas además de la intelectiva (en discusión con algunos autores neoplatónicos y agustinianos).

Si es conveniente que un alma intelectiva se una a un cuerpo (analizando a los que consideran que un cuerpo material sería indigno de un ser espiritual como alma del hombre, postura habitual en los gnósticos).

Si la unión del alma intelectiva es por disposiciones accidentales (un nuevo tratamiento de si la unidad alma/ cuerpo es esencial o es accidental, como la del vestido con el cuerpo).

Si el alma se une al cuerpo mediante otro cuerpo (una idea que, curiosamente, reaparece en Descartes como en el debate contemporáneo sobre la relación mente/ cerebro y la hipótesis del homúnculo interior).

Si el alma está totalmente en cualquier parte del cuerpo (de nuevo, frente a la idea de que el alma ocupe algún punto material en el espacio).

Nuestra intención no es explicar estos temas, sino usar este ejemplo para iluminar algo central: las preguntas (las quaestiones) que maestros y alumnos se hacen abarcan la totalidad del saber y los debates de su tiempo. Y buscan positivamente en qué puntos hay contradicciones o qué soluciones no funcionan y por lo tanto tienen que ser declaradas falsas (esa es la parte irónica o destructiva del método socrático). Así es como ayudan al estudiante a avanzar en el conocimiento de la verdad (la parte de «nacimiento» o constructiva del método socrático).

Las disputas y la determinación. La disputatio era el método docente más original. Invitaba tanto a aclarar puntos difíciles del programa como a que los alumnos ejercitaran sus habilidades dialécticas (esto es, su «técnica retórica de dialogar y discutir para descubrir la verdad mediante la exposición y confrontación de razonamientos y argumentaciones contrarios entre sí»).

Las disputas solían celebrarse fuera del horario ordinario de las lectiones, en jornadas de fiesta. Podían tener lugar en el claustro del edificio o en la plaza pública. Era algo similar a un torneo, que en este caso usaba como arma la palabra.

Su funcionamiento seguía la siguiente estructura: el maestro elegía un tema, alguno de los bachilleres —alumnos de cursos avanzados, avisados con antelación— lo desarrollaban y planteaban los distintos argumentos citando a los autores de las lectiones y razonando su sentido. El público, casi siempre numeroso, lo componían profesores y alumnos. Los doctores y maestros podían preguntar o argumentar, pero no ser contendientes principales.

¿Sobre qué disputaban? En los siglos XII-XIV interesaban los problemas reales tanto de teología, de filosofía, casos jurídicos o problemas de política. Se puede imaginar el ambiente en las salas o claustros donde se llevaban a cabo esas reuniones: alumnos brillantes tratando de ganar la corona de la fama, discutiendo argumentativamente, y no solo por un motivo dialéctico sino para avanzar en un asunto que preocupaba a la comunidad universitaria.

El momento culminante llegaba al día siguiente con la determinatio. En ella el maestro que había presidido el encuentro presentaba una síntesis de lo que se había dicho en la disputa y daba su propia respuesta al punto en debate. Esta respuesta a veces favorecía alguno de los puntos de vista, otras adoptaba aspectos de las diversas corrientes matizando (en los problemas reales no todo es necesaria- mente blanco o negro, hay espacio para una amplia gama de grises). Sin embargo, en ocasiones su determinatio podía ser contraria a todo lo que se hubiera defendido la tarde anterior: y es que un verdadero maestro debía servir ante todo a la verdad.

Se puede imaginar la tensa espera cuando el magister (mucho más que un árbitro) analizara lo que se había expuesto y diera su propia respuesta. Aprovecharía para criticar el estado de la cuestión en el mundo académico. Un buen maestro sabía que constantemente se encontraba en el filo de la navaja pues lo que esperaba ese público ávido de conocimientos, no eran solo novedades, sino un auténtico avance en la cuestión sometida a discusión.

La determinatio era el momento más sublime, y difícil, de esa metodología. Tal y como ocurre todavía en el mundo jurídico, lo que hacía el maestro era aplicar la prudencia para valorar las propuestas de los contendientes y tomar una «decisión intelectual» sobre cuál fuera la más adecuada. Esa verdad no sería la que surge de la autoridad o del dogma, sino la conclusión de argumentos racionales sobre los que se había discutido abiertamente. Si no lo hacía así, si se dejaba llevar por prejuicios o falacias lógicas, se vería sin duda rebatido. La vida universitaria ponía en juego la pericia intelectual de profesores y alumnos. Ambos lo vivían como un encuentro que iba más allá de lo lúdico: en la disputatio se trataba de honrar a la verdad pues se andaba siempre en su busca.

Lo expresaba así el mismo santo Tomás de Aquino: «Una disputa es magistral en las escuelas no porque rechace el error, sino porque instruye a los oyentes para inducirlos a la inteligencia de la verdad que pretende; entonces es necesario dotarse de razones que investigan la raíz de la verdad y que hacen saber cómo es verdadero lo que se dice. Por el contrario, si el maestro determina la cuestión solamente con el procedimiento de autoridades, ciertamente el auditor podrá certificar que es así, pero no adquiere ninguna ciencia ni inteligencia, y se irá de vacío».

La verdad universitaria nacía del razonamiento y de la investigación, no de la autoridad o de una imposición externa a la institución (entonces la doctrina eclesiástica, en nuestros días la agenda de la corrección política). Todo un alarde de libertad académica. La dialéctica diluía la frontera entre enseñanza e investigación: se investigaba enseñando, en una constante situación de tensión que realmente se daba en la convivencia culta de docentes y discentes. Un ejemplo nos lo ofrece la Suma Teológica de santo Tomás de Aquino: en principio fue pensada como un manual para alumnos que se iniciaban en el estudio de la teología y acabó convertida en una de las obras cumbres de la historia del pensamiento humano. Investigación, grandes libros y docencia eran tres realidades siempre unidas.

Un ejemplo de método: «Sí y no». Eso no significa que la relación entre maestro y discípulos fuera horizontal: el maestro ejercía de guía. La experiencia dada por el estudio y los años de reflexión propios del maestro eran esenciales en el pensamiento crítico. «Nosotros sin guía vagamos errantes y por eso difícilmente alcanzamos la salud, porque no sabemos siquiera que estamos enfermos». El método escolástico no exigía la «eliminación de las tarimas» (Vergara Ciordia, “Actualidad del método escolástico”), ni implicaba el relativismo. En cambio sí distinguía poder (la imposición por la fuerza de una doctrina) de autoridad (la función de guía del docente sobre el estudiante hacia la sabiduría). En esto, una vez más, resultaba socrático. Entre otras, se ha conservado la que se puede considerar la gran obra de Pedro Abelardo: Sic et non (Sí o no, 1122- 1226), probablemente el libro más importante de todo el siglo XII, piedra de toque del método escolástico. En él somete «a consideración sentencias que la tradición había considerado verdaderas y que sin embargo la nueva cultura presentaba como insuficientes, vagas y aparentemente contradictorias. En el prólogo de su obra podía leerse: ‘Algunas afirmaciones (de los santos Padres) por la divergencia que parecen tener oscurecen la verdad y suscitan la pregunta’».

Algunos dedujeron de esta actitud que Abelardo era un escéptico, alguien que se atrevía a plantar cara a un su- puesto dogmatismo de la Iglesia. Nada más lejano en sus intenciones. Abelardo era un dialéctico. O, por decirlo en terminología actual, un pensador crítico. El «sí y el no», el «pro y el contra» son el objeto de su tratado. Se centra en 158 cuestiones relacionadas con la fe y el dogma, trazando «un catálogo metódico de las contradicciones que se pueden descubrir en la Sagrada Escritura y en sus comentaristas más calificados, los Padres y los Doctores de la Iglesia», las autoridades. El Sí y el no es la razón que instaura una confrontación entre las autoridades. (…) Se comprende que Abelardo provocara el entusiasmo entre sus alumnos: no había nada en él del comentarista mediocre que utiliza su habilidad para evitar las situaciones embarazosas». Al contrario: Pedro Abelardo en Sic et non sienta las bases de la educación escolástica: atreverse a enfrentar los contrarios, convencido de que la verdad está a la espera de ser descubierta. Y que ese camino se recorre con la razón, no con el prejuicio o el miedo.

No era la suya una docencia acomodada: buscaba poner contra las cuerdas los lugares comunes sirviéndose del debate para acercarse así a la verdad, sin miedo a que la seriedad de análisis le condujera al error. «Su obra es la de un investigador que utiliza la dialéctica para llegar a una verdad positiva». Quiere entender por qué hay interpretaciones contrarias, desvelar cómo cualquier contradicción a partir de los datos de la fe no puede ser sino fruto de la precipitación, de la flaqueza de nuestro conocimiento o del misterio.

En un momento de Sic et non Abelardo dice que «la primera clave de la sabiduría es la interrogación asidua y frecuente (…). Es dudando como llegamos a la búsqueda, buscando como percibimos la verdad». La metodología de Sic et non sienta las bases de lo que hoy entendemos que debe ser el pensamiento crítico. Como ya hemos visto, un siglo y medio más tarde santo Tomás de Aquino lo sigue aplicando. Sin duda resulta muy pertinente plantearnos en qué medida esta aspiración, enseñar a pensar, se encuentra o no presente en nuestro entorno de enseñanza y aprendizaje.

La universidad medieval y el avance científico. Una pregunta que es necesario plantearse al acercarse el final de esta exposición es en qué medida la universidad medieval, y el uso del método escolástico, sirvió para que avanzara el conocimiento. Primero es necesario «dimensionar» adecuadamente el tamaño de la institución. «En 1254 el claustro de profesores de Salamanca contaba con un maestro en leyes y otro en decretos, dos maestros en decretales y otros dos en lógica, en gramática y en física; junto a ellos había también un maestro en órgano y otro personal no docente como un estacionario, un «apotecario» y dos conservadores». El número de alumnos era parejo: a finales del XIV había en Salamanca 500 alumnos. Con datos similares en otros centros universitarios, no es fácil lograr una gran producción científica. Una excepción se encontraba en Bolonia: 10.000 estudiantes en el siglo XIII. Sí eran frecuentes los cambio de universidad entre el profesorado, de modo que el conocimiento de los grandes maestros se expandía, también gracias a la universalidad del latín (santo Tomás, proveniente de Nápoles, fue discípulo en París de un alemán, san Alberto Magno; en Salamanca los profesores de derecho de los primeros años eran gallegos formados en Bolonia; también contaban con profesores ingleses).

La división de los saberes y el sentido de la educación se entendían distintamente a la actualidad. Todos los alumnos pasaban por la escuela de artes, estudiando el trivium y el cuadrivium; la medicina se incluía en el estudio de la naturaleza. En medicina «los textos usados como autoridades eran los Aforismos y los Pronósticos de Hipócrates, algunas obras de Galeno y Constantino Africano, los tratados farmacéuticos de la Escuela de Salerno y, a partir de la segunda mitad del siglo XIII, los tratados de Avicena, Averroes y otros autores judeo-árabes. Estos textos (…) eran leídos y comentados de modo similar a los de derecho, filosofía o teología. Pero junto a esta enseñanza teórica existía también la práctica, fundamental para el ejercicio posterior de la medicina. De este modo, la cirugía acabó incorporándose a los estudios médicos y, a partir del siglo xiv, en diversas universidades se introdujo igualmente la práctica de la disección» (Barcala Muñoz, “Las universidades españolas durante la Edad Media”).

¿Cómo avanzó el conocimiento? Se desarrollaron enormemente los estudios de lógica, retórica, argumentación dialéctica…, es decir, todos los conocimientos instrumentales necesarios para desarrollar el conocimiento sapiencial (filosofía, teología) y jurídico. Puede sostenerse que el nivel que se alcanzó en estos campos no ha sido superado pues alcanzó la excelencia de lo clásico (tampoco puede superarse la calidad de la filosofía o la tragedia griega, o del derecho y la poesía romana): hay modos de saber que son, desde ciertas perspectivas, independientes del desarrollo tecnológico. La filosofía y teología de san Anselmo,  Pedro Abelardo, Hugo de San Víctor, san Buenaventura, santo Tomás de Aquino, Duns Scoto o Guillermo de Ockham, constituyen cumbres del intelecto humano, suficientemente variadas entre sí como para dar cuenta de la riqueza de enfoques de aquellos tiempos.

Algo similar ocurriría con el campo del derecho. La decadencia del feudalismo, el desarrollo de las ciudades y de la burguesía, o la pujanza de las escuelas de derecho (Bolonia, Nápoles o Salamanca), fueron los factores determinantes. Se le dio una segunda vida al Derecho Romano con la aparición de las Siete Partidas de Alfonso X el Sabio en Castilla o de la Carta Magna de 1215 en Inglaterra. El cultivo del derecho en las universidades, y la extensión de la formación jurídica, fueron elementos clave para la mejora del gobierno tanto de la Iglesia como civil.

La idea de ciencia era bien distinta: se basaba más en las autoridades (la Física de Aristóteles, por ejemplo, o en interpretaciones literales de la Biblia) que en la observación empírica. El uso de la lectio podría incluso parecer una atadura: seguir centrando el cultivo de la medicina en Hipócrates o en la biología griega parece sin duda un atraso. Sin embargo, gracias al uso del método escolástico se habían puesto las condiciones necesarias para el cambio de modelo. Para Copérnico (1473-1543) sus cuatro años en la Universidad Jagellonica de Cracovia serían claves en el desarrollo de sus capacidades críticas y de cara a iniciarse en el análisis de las contradicciones lógicas entre los dos sistemas oficiales de astronomía (Aristóteles y Ptolomeo). Podría decirse que la aplicación del método crítico fue una de las causas profundas de la revolución copernicana.

La universidad medieval ayudó al avance científico en otro sentido: este encontró el lugar donde cultivar el humus que le permitió desarrollarse. La existencia de la universidad como institución, y la apertura de pensamiento a la que invitaba el pensamiento crítico, fueron condiciones necesarias para la aparición de la idea moderna de ciencia. Ese ambiente de estudio y reflexión era un entorno mucho más aprovechable para la concepción de ideas geniales que el ejército, la agricultura o las cocinas. Así, Galileo despertó al espíritu de investigación en sus años de estudiante de medicina en Pisa; Kepler hizo lo mismo en Tubinga: sin la universidad difícilmente hubiera sido posible la revolución científica del XVII. Y se trataba —al menos en los casos de Copérnico, Galileo o Kepler— de una universidad que aún seguía el modelo medieval.

Accidentalmente, la universidad fue también un gran apoyo para la difusión del saber: aunque no todo gran pensador o científico pasó por ella (Descartes, Pascal, Spinoza), es gracias a ella como ese saber se universalizó y pudo expandirse.

¿Y los conocimientos técnicos? Tuvieron menor fortuna, pues no formaban parte de los estudios universitarios sino que se impartían en escuelas, muchas veces organizadas por los diferentes gremios, dada su finalidad directamente aplicada. La ingeniería estaba unida a la tarea militar, o al desarrollo civil (puentes, caminos), pero la primera escuela formal de ingeniería no se estableció hasta 1675, cuando Jean Baptiste Colbert fundó un Corps du Gènie por orden de Luis XIV. Habría que esperar hasta el siglo XIX para que se establecieran las primeras escuelas universitarias de arquitectura (la de Madrid es de 1844), de comercio o de empresariales: claro que ya se edificaba, o que había comerciantes, pero no se consideraba que fueran tareas propias de estudio universitario.

¿Qué queda de todo esto en el momento actual? Una analogía, aunque más reducida en el número de agentes que intervienen y en la atracción que ejerce sobre el público, sería la revisión por pares de artículos en revistas y de comunicaciones en congresos, así como los paneles de discusión que deberían seguir a esos artículos y presentaciones. Al menos es así sobre el papel, y los revisores esforzados dan realmente pie a un compartir racional que necesariamente mejora el trabajo de los equipos de investigación.

Otro ejemplo podrían ser los seminarios de profesores. Como la quaestio, en principio tratan de una pregunta que juega en la brecha del conocimiento. En el seminario un profesor presenta ante el claustro y los alumnos de una facultad o departamento los resultados o perspectivas de su investigación. El público que asiste, compuesto en parte por maestros, puede plantear objeciones, desvelar razonamientos poco rigurosos usados durante la exposición, ampliar las miras bibliográficas y el estado de la cuestión con aspectos que quizá el ponente no haya tenido en cuenta o desconozca. Y el ponente no lo tomará como una ofensa, sino como ayuda y ocasión de mejora y crecimiento tanto para él como investigador, como para el cuidado con que su trabajo hace justicia «de lo que hay», de la verdad.

El principal obstáculo contra la posibilidad de revitalizar la lectio, quaestio, disputatio y determinatio, es lo que Paul Boghossian ha llamado el miedo al conocimiento: si la verdad fuera un constructo social en el que debe dar- se prioridad a las modas, a lo que dictaminan el poder o la agenda política, no habría espacio para la discusión intelectual. El relativismo nihilista —que afirma que no podemos saltar más allá de nuestra subjetividad y, por tanto, que la verdad no existe—, corroe todo debate. A veces lo hace imponiendo un credo, un dogma, que califica cualquier planteamiento que lo ponga en duda con acto de fobia u odio. Y esto lo hace sin servirse de argumento racional alguno: el miedo al conocimiento renuncia a la verdad, al diálogo y a la razón. Le queda solo la ideología y el ejercicio del poder (como imposición, como censura, como amenaza). Si en la universidad contemporánea hay temas de los que no se puede hablar, o la verdad se limita a ser un constructo, se evapora la posibilidad de ejercitar el pensamiento crítico.

Por último, cada vez parece más complicado encontrar tiempo para celebrar encuentros así: la carga docente y de correcciones, la disparidad de horarios, los criterios de productividad dominantes, la necesidad de publicar o morir antes que de compartir y avanzar juntos, el interés solo por aquello que puntúe para las acreditaciones, y tantos otros problemas prácticos, hacen difícil encontrar el hueco necesario para que la academia siga siendo ese espacio sagrado en el que deberían darse las discusiones abiertas.










[ARCHIVO DEL BLOG] Y Dios, por desgracia, atinó esta vez. Publicado el 09/11/2016












Hace ocho años y medio, cuando Hillary Clinton y Barack Obama se disputaban la candidatura del partido demócrata a las elecciones presidenciales de noviembre de ese año, circuló por los mentideros políticos de Washington un chascarrillo que hizo gran fortuna.

Al parecer, el reverendo Jesse Jackson, un pastor negro de la iglesia bautista estadounidense, antiguo luchador por los derechos civiles junto a Martin Luther King, varias veces candidato a su vez en las primarias demócratas a la candidatura presidencial, y uno de los prebostes más significados y respetados del partido demócrata, indeciso y preocupado por la posible fractura interna del partido ante la elección del candidato a presidente, se había dirigido a Dios preguntándole cual de los dos candidatos, Hillary o Barack, tendría más posibilidades de convertirse en presidente de los Estados Unidos de América.

La respuesta de Dios al reverendo Jackson, según cuentan, fue más propia de la de la Sibila clásica que la de un Ser Supremo e Omnipotente, pero en fín, vamos a lo que vamos.

La primera pregunta de Jackson a Dios había sido:

-Señor mío y Dios mío: ¿Cuándo será una mujer presidente de los Estados Unidos de América?

La respuesta de Dios, clara y rotunda, no se hizo esperar:

-Eso no lo verás tú, hijo mío.

Asustado, el reverendo Jackson, preguntó de nuevo a Dios:

-¿Y un negro, Señor mío y Dios mío: Cuándo veremos a un negro presidente de los Estados Unidos de América?

Y la respuesta del Señor de los Cielos resonó de nuevo clara y rotunda:

-Eso no lo veré Yo, hijo mío.

Bueno, pues resulta que Dios se equivocó con lo del negro y ha atinado con lo de la mujer. Gracias, buen Dios, por ese sentido del humor tan extraviado que demuestras con los pobres humanos. Al menos no vamos a aburrirnos... Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



















El poema de cada día. Hoy, China, de Martín Barea Mattos (1978)

 






CHINA

 


Era una noche pequeña como una piedra en el recuerdo del sueño.


Era piedra pequeña durmiendo en el puño de la noche.


La noche tenía dos manos:


en una a Carlos Baúl del Aire que dormía como una piedra pequeña


y en la otra al despertar vacío:


la mano abierta ya sin piedra.


Así dejó ir Baúl del aire su máquina de escribir poemas.


Por una ventana abierta en manos ajenas.


Fue la brisa del sol nocturno y confiar en el cielo vecino,


más un litro de vino pensado en su cintura


que lo dejaron puteando y revolviendo


La puta madre. Debo tener respaldo en disquete,


en papel, en pendraiv,


en una cuenta de la Red Residual.


Nada.


Nada como una piedra.


Nada.


Como una idea.


Y a llorar al cuartito.


Como una piedra pequeña.


 


Martín Barea Mattos (1978)

Poeta uruguayo














De las viñetas de hoy miércoles, 6 de noviembre de 2024

 





























martes, 5 de noviembre de 2024

De pecados, delitos y linchamientos. Especial 1 de hoy martes, 5 de noviembre de 2024

 






Desde hace unos días asistimos a una especie de colapso moral que va mucho más allá del caso Errejón y afecta a los partidos, al crédito político en general, al Estado de Derecho y, sobre todo, al feminismo. Se llama linchamiento. Lo afirman en en una carta abierta en El País [Linchamiento, 04/11/2024] la periodista Itziar Ziga y varias personas más. A la espera de que se concreten y resuelvan las denuncias, nada se puede ni se debe decir sobre la culpabilidad penal de Iñigo Errejón porque nadie lo sabe aún. Hay algo que, sin embargo, sabemos ya todos. Incluso si se demostrara culpable de los delitos de los que se le acusa e incluso si un tribunal le impusiera los máximos castigos que nuestras leyes contemplan, ningún juez podrá imponer a Errejón una pena más severa que la que ya ha recibido. Estamos asistiendo, en efecto, a una muerte civil sin rehabilitación posible como resultado de un escarnio público en el que se han cruzado a veces todos los límites.

Errejón ha perdido ya eso que, al menos hasta hoy, habíamos decidido no arrebatar jamás a ningún miembro de nuestra sociedad, ni siquiera a los responsables de los crímenes más abyectos. Ha perdido para siempre cualquier posibilidad de vivir como un ciudadano más; tendrá que esconderse o exiliarse; nadie se atreverá a darle trabajo ni a frecuentar su trato, pues su baldón irreparable se contagiará a todo el que se le acerque, como las miasmas de la peste. Es, en efecto, un apestado, un monstruo, un engendro inhumano que parece autorizarnos a suspender todas las reglas y todas las garantías que cuidadosamente nos impusimos respetar. Socialmente, es ya un cadáver. Ya lo hemos matado. En medio de un sombrío panorama mundial, mientras avanza una extrema derecha cruelmente vengadora, mientras se justifican genocidios en nombre de víctimas de holocaustos, cuando parece más posible que nunca precipitarse en la barbarie, recordar los derechos humanos parece una extravagancia propia de locos y de ingenuos. O, peor aún, de traidores: quien no dispare hoy contra Errejón y no se sume a su linchamiento, quien no participe en su asesinato civil, quien evoque la presunción de inocencia o el derecho a la reinserción —dinamitado ya para siempre— deberán ser señalados, atacados y acusados de mancillar a las víctimas.

¿Es esa la sociedad que queremos? ¿Se trata de una gran victoria sobre el machismo? A juzgar por la reacción inicial de los medios, las redes y nuestros partidos políticos, podríamos pensar que sí. Las firmantes de este texto creemos, al contrario, que ninguna victoria feminista puede pasar por la destrucción de un ser humano y menos aún por la activación de tribunales populares al margen de la justicia y basados en dos principios peligrosos: la victimización radical de la mujer y la confusión entre pecado y delito. El “yo sí te creo”, nacido para invertir una relación de poder desigual, debe funcionar como una “ficción de combate” destinada a recordar el miedo de las mujeres frente a una justicia que históricamente nos ha considerado pérfidas y mentirosas. No debemos aceptar ser sospechosas por defecto y ello implica señalar todo poder e institución, toda política, toda ley y todo tribunal, todo policía y todo juez que parta de esa premisa.

Ahora bien, si no somos mentirosas por defecto es porque por defecto no somos nada: ni decimos siempre la verdad ni tenemos por qué decirla siempre. Contra la propaganda de la ultraderecha, es bueno recordar que el número de denuncias falsas por agresión sexual es insignificante, es decir, que, frente a esa sospecha patriarcal proyectada sobre las mujeres, estas no mienten más que los hombres. Por pocas que sean las falsas denuncias, en todo caso, su existencia residual demuestra otra cosa: que también mentimos y que para merecer justicia no tenemos por qué ser santas. Las mujeres no estamos obligadas a ser puras e inocentes, tenemos derecho a ser ambiciosas, interesadas, crueles, poco empáticas y mentirosas. Por eso, un análisis feminista que contemple a las mujeres al margen de estas categorías (ángeles o demonios) debe tomarse muy en serio las servidumbres del Derecho; es decir, si hay un espacio al que no puede llevarse el “yo sí te creo” es el de los tribunales, donde debemos imponernos la absoluta obligación de que, como bien explica la magistrada feminista Amaya Olivas, todos los castigos se desprendan no de crímenes creídos sino de crímenes demostrados. Por lo demás, por razones profundamente feministas debemos partir de la constatación de que ni para los hombres ni para las mujeres es fácil evitar estas pulsiones negativas en un marco capitalista neoliberal que fetichiza la imagen y obliga a disputar la visibilidad en condiciones de feroz competencia.

El fanatismo opera dividiendo el mundo entre quienes son esencialmente buenos y quienes son esencialmente malos, y ese suele ser justamente el indicio que precede a los abismos más oscuros de la historia. El feminismo, la izquierda, los defensores de los derechos humanos, debemos combatir cualquier forma de fanatismo y anticiparnos a él para prevenirlo y desactivarlo. Por esa razón es imprescindible defender a ultranza una justicia que descarte bulos y testimonios anónimos y decida en cada caso la veracidad de las denuncias conciliando la escucha atenta de las víctimas con el respeto a la presunción de inocencia del acusado. Jamás debería convertirse en un principio del sentido común la idea de que —según hemos oído repetir últimamente— “es una infamia cuestionar el testimonio de las víctimas”, porque ello entraña haber dictado ya sentencia sin piedad y sin derecho a la defensa. El “yo sí te creo” no puede convertirse en una invitación a la denuncia impune y sin nombre. Hay que tener mucho cuidado. Lo hemos visto estos días con inquietud: el peligro de aceptar como creíble una denuncia anónima verosímil es que obliga a dar credibilidad también a las inverosímiles, en una cascada de testimonios sin freno tanto más creíbles cuanto más visible y poderoso es el objeto de las denuncias. Frente a la pandemia digital, en la que la facilidad, la impunidad y la conspiración política se alimentan de manera exponencial y se contagian como un imperativo libidinal, la justicia es impotente para intervenir o no puede intervenir a tiempo. Como sabemos, un linchamiento digital es un linchamiento real, pues ha ocasionado a menudo el suicidio de los señalados, fueran culpables o no. El feminismo nunca —nunca— debería sumarse a estas dinámicas.

El caso Errejón ha confirmado un peligro que a muchas nos asusta desde hace tiempo; nos referimos al peligro de confundir el pecado y el delito; es decir, lo social o moralmente reprobable con lo penalmente condenable. Como bien resumía un extraordinario texto del Colectivo Cantoneras, “las relaciones de mierda no son agresiones machistas”. Y no porque no sean a veces machistas —pueden serlo— sino porque hay que elegir bien las palabras con las que nombramos los delitos. La falta de empatía, la ausencia de atención, la indiferencia, son un buen motivo para no volver a tener relaciones sexuales con un hombre. Son también, en un mundo machista, el reflejo de un problema estructural. Que tantas mujeres se encuentren en la cama con hombres con quienes el sexo es egoísta, descuidado, unilateral, desagradable e insatisfactorio pone sobre la mesa una cultura machista que debe someterse a examen. Ahora bien, más vale que distingamos el mal sexo de la violencia sexual, y el machismo de los crímenes penales. Cuando el feminismo que parece reinar en este apocalipsis linchador confunde los comportamientos machistas con la agresión sexual está, por un lado, banalizando la violencia, pero también tratando a las mujeres como menores de edad. Esa confusión (entre “pecados” y “delitos”) sirve para legitimar, contra la razón y contra la misericordia, la condena social, a veces despiadada, de cualquiera que no nos haya tratado como creemos merecer. Induce además el olvido de otras violencias (políticas o económicas) que también sufren las mujeres junto a otros colectivos vulnerables.

El espectáculo catastrófico de estos días revela, en fin, la toxicidad de nuestros partidos, la ruina de la izquierda y la destrucción que, en determinadas manos, se ha llevado a cabo del feminismo como promesa de otra sociedad. Ningún feminismo puede ser compatible con el linchamiento. Ninguno. Porque ninguna sociedad puede ser sensible contra el machismo si no es sensible en general; porque ningún feminismo puede combatir el maltrato de las mujeres si no combate todo maltrato; porque ningún feminismo puede denunciar el abuso de poder masculino si no denuncia todo abuso de poder y porque ningún feminismo cambiará nada para las mujeres si no puede transformar esta sociedad. Es en momentos como estos cuando decidimos si queremos o no desengancharnos de todos esos límites —principios éticos y garantías jurídicas— que nos hemos dado para protegernos del fanatismo, de la crueldad y la deshumanización. Nuestro presente político no nos permite olvidar la facilidad con que la humanidad puede precipitarse en todos esos abismos; y un linchamiento, que nos sitúa ante el precipicio, nos hace temer que hayamos decidido dar el último paso y saltar. Santiago Alba Rico es escritor. Itziar Ziga es periodista y activista feminista. Raque Ogando es periodista y activista feminista. También firman este texto Ana Castaño, psicoanalista y psiquiatra; María Navarro, psicoanalista y escritora; Fabiana Rousseaaux, psicoanalista y escritora; Nuria Sánchez Madrid, filósofa, y Jorge Alemán, psicoanalista. 














De las entradas del blog de hoy martes, 5 de noviembre de 2024

 








Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes, 5 de noviembre de 2024. El tiempo es un intangible de altísimo valor, se dice en la primera de las entradas del blog de hoy, marca los ritmos de nuestras vidas, influye en los estados de ánimo, nos permite reposo cuando necesitamos calma y es un recurso no renovable que no se puede guardar ni acumular. Desde el punto de vista científico, se comenta en la segunda de ellas, un archivo del blog de abril de 2019, el olfato es tal vez el sentido más enigmático del ser humano. La tercera, con el poema del día, comienza con estos verso: Quienes dicen que somos solo humanos / olvidan que todos somos animales. Y la cuarta, como siempre, son las viñetas de humor del día. Espero que todas ellas les resulten de  interés. Y ahora, como decía Sócrates, nos vamos. Nos vemos de nuevo mañana si la diosa Fortuna lo permite. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Tamaragua, amigos míos. HArendt