jueves, 13 de junio de 2024

El poema de cada día. Hoy, El amenazado, de Jorge Luis Borges (1899-1986)

 






El amenazado


Es el amor. Tendré que ocultarme o que huir. 

Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz. 

La hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre es la única. 

¿De qué me servirán mis talismanes: el ejercicio de las letras, 

la vaga erudición, el aprendizaje de las palabras que usó el áspero Norte para cantar sus mares y sus espadas, 

la serena amistad, las galerías de la biblioteca, las cosas comunes, 

los hábitos, el joven amor de mi madre, la sombra militar de mis muertos, la noche intemporal, el sabor del sueño? 

Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo. 

Ya el cántaro se quiebra sobre la fuente, ya el hombre se 

levanta a la voz del ave, ya se han oscurecido los que miran por las ventanas, pero la sombra no ha traído la paz. 

Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo. 

Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles. 

Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar. 

Ya los ejércitos me cercan, las hordas. 

(Esta habitación es irreal; ella no la ha visto.) 

El nombre de una mujer me delata. 

Me duele una mujer en todo el cuerpo.


Jorge Luis Borges, 1899-1986












Las viñetas de hoy

 
























miércoles, 12 de junio de 2024

Del fin de la democracia más antigua del mundo

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles, 12 de junio. No hay hipocresía alguna entre los fieles de Trump, escribe en El País el politólogo Fernando Vallespín, su mensaje es claro: no nos importa hundir la democracia, sus instituciones y procedimientos, con tal de que gane “el nuestro”; el partidismo por encima del sistema. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Y nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com
 









La democracia en la papeleta
FERNANDO VALLESPÍN
02 JUN 2024 - El País - harendt. blogspot.com

La expresión no es mía, es de Paul Krugman, que se plantea si esta puede ser “la última elección real” en Estados Unidos. Como es obvio, la duda obedece a la posibilidad de un triunfo de Trump, y eso que al articulista no le dio tiempo a incluir el fallo del jurado del tribunal de Nueva York. Desde el jueves pasado, la pregunta del millón de dólares ha pasado a ser cuál pueda ser el efecto de la sentencia cara al próximo 5 de noviembre. Hay respuestas para todos los gustos, pero yo me inclino por lo siguiente: movilización y prietas las filas entre las bases de Trump, dudas o deserciones entre quienes no estaban tan convencidos de votarle; pero, sobre todo, abandono de cualquier tipo de indecisión o escrúpulo entre los votantes potenciales de Biden. Como el resultado depende de un puñado de votos en determinados Estados decisivos, al final debería verse favorecido el actual presidente. Ahora este sí que debería contar con cualquier ciudadano demócrata. Y no me refiero al partido, sino a la forma de gobierno.
Observen que he utilizado un condicional, “debería”, no estoy seguro de que al final vaya a producirse dicha movilización a favor de Biden, pero me resisto a creer que los ciudadanos de la democracia más antigua del mundo vayan a ponerla en solfa no acudiendo a su rescate. La reacción del magnate al fallo del jurado ha sido, como suele ser habitual cuando algo no le favorece, que todo el sistema democrático de su país está “amañado” (rigged), y que él se siente como “un prisionero político”. Nada que no le hayamos oído con anterioridad, son sus soflamas de siempre, y del mismo modo que en su día puso en cuestión el resultado electoral, ahora lo hace con los procedimientos del poder judicial. Y, lo más grave, con amplio aplauso de sus fieles y un espectacular incremento de fondos para su campaña. Aquí, esto es en lo que quiero fijarme, no hay hipocresía alguna, el mensaje es claro: no nos importa hundir la democracia, sus instituciones y procedimientos, con tal de que gane “el nuestro”. El partidismo por encima del sistema.
Podrá decirse que esto es un efecto de la polarización o de la presencia de un personaje de la calaña de Trump; me temo, sin embargo, que el problema es más profundo y no exclusivo de Estados Unidos. Tiene que ver con la progresiva erosión de un intangible imprescindible para la política democrática, la cultura cívica. Esta presupone un exquisito seguimiento de las reglas, y no su cínica instrumentalización; la aceptación de la legitimidad del adversario y amplios niveles de tolerancia hacia quienes disienten de nuestras posiciones; atención a nuestros deberes cívicos y no solo a nuestros derechos; la predisposición a actuar siguiendo el interés general, no el estrictamente privado. Ahora, por el contrario, desfallece la alerta ciudadana, distraída en la persecución de lo propio cuando no atávicamente ligada a lealtades partidistas que se consideran por encima del fair play propio de la democracia cuando no de su mismo orden legal.
En suma, Trump como síntoma de algo más profundo; a saber, el eclipse de los presupuestos de ética pública sin los cuales no hay sistema democrático que funcione. Mucho se insiste en las reformas institucionales, pero estas sirven de poco si los ciudadanos no están dispuestos a defenderlas. Al final son el árbitro en última instancia del sistema. Lo fueron en Alemania en enero de 1933, cuando Hitler llegó al poder, y lo serán el próximo 5 de noviembre en los Estados Unidos. Ahora muchos piensan que la fiera podrá ser domada. Entonces también lo creyeron. Fernando Vallespín es politólogo.
 



















[ARCHIVO DEL BLOG] Fidel. [Publicada el 27/11/2016]











Los medios de prensa y televisión andan atareados a estas horas con la noticia del fallecimiento de Fidel Castro, a los 90 años de edad. Guste o no guste, es un nombre sin el que no puede entenderse la historia del mundo actual, y sobre todo la de la América Latina de la segunda mitad del pasado siglo. 
Desde niño me interesó la política internacional. Más que la española, que no dejaba muchas opciones en los años de mi infancia. Mis primeros recuerdos se enmarcan en el apasionado interés que despertaron en mí las guerras de esa época: Indochina (1945-1954), Corea (1951-1953), y Argelia (1954-1962). Mi idealismo se puso de manifiesto con la Revolución cubana (1953-1959) y la guerra de los "Seis días" árabe-israelí (Junio, 1967), y cayó por los suelos con la guerra de Vietnam (1958-1973), ya superada con creces la adolescencia. Tardé en caerme del guindo, pero me caí con estrépito.
Sobre Cuba recuerdo haber vivido apasionadamente la entrada de Castro en La Habana. Sí, fue el primero de enero de 1959 y lo vimos por televisión en nuestra casa de Madrid, toda la familia, reunida para celebrar la comida de Año Nuevo. Recuerdo perfectamente que mis hermanos y yo, que solo tenía 13 años en esos momentos, hicimos apuestas sobre si aquella explosión de felicidad iba a durar o no. Yo apostaba por el sí y el resto de mi familia por el no. Para mí, la felicidad duró muy poco, justo el tiempo de saber que la revolución imponía sus criterios a sangre y fuego, con fusilamientos masivos de los disconformes. El segundo acontecimiento relacionado con la revolución cubana que me impactó fue el de la denominada "Crisis de los misiles" (octubre, 1962), provocando uno de los momentos más álgidos de la "guerra fría" soviético-americana. El último hecho, revelador del auténtico rostro de la dictadura castrista, fue justamente hace veintisiete años, el fusilamiento del general Arnaldo Ochoa, el militar más prestigioso del ejército cubano, tras una farsa de juicio sumarísimo, orquestada como respuesta a su "traición" a la revolución y el pueblo cubano.
Nunca he entendido muy bien la fervorosa y acrítica adhesión de buena parte de la intelectualidad de izquierdas española y europea a la revolución cubana. Lo curioso del caso es que todavía hay multitud de ingenuos que creen en el mito de la misma, cuyos desmanes justifican, aún hoy, con el recurrente discurso al intolerable bloqueo de la isla mártir por parte de los Estados Unidos.

Un profesor-tutor de la Facultad de Geografía e Historia en el centro asociado de la UNED en Las Palmas, un excelente profesor de Historia por otra parte, desbarraba a finales de los 80 ante nosotros, sus alumnos, en elogios a la "revolución" con lucubraciones tales como que Cuba era una auténtica democracia, donde el pueblo intervenía y decidía en los todos los aspectos de la vida política, y su Constitución, un ejemplo de libertades y democracia para todo Occidente...
No ha habido "isla mártir", nunca. Los únicos responsables de la situación de Cuba han sido los hermanos Castro y su régimen. Quien desee conocer la realidad del día a día de los cubanos solo tiene que darse una vuelta a diario por blogs como el de Yoani Sánchez, Generación Y, o el de Claudia Cadelo, Octavo Cerco, (ya desaparecido), ambos escritos desde Cuba, por dos jóvenes que no hablan de política más que indirectamente, ¿podía ser de otra manera?, pero con valor y deseos de libertad. Por cierto, el Blog de Yoani Sánchez ha recibido en varias ocasiones el premio al mejor blog de habla española. 
En julio de 2009 el que fuera corresponsal de televisión española y escritor Vicente Botín, publicaba un artículo sobre la ejecución del general Ochoa, veinte años antes, y la situación en Cuba en aquel momento. El artículo se titulaba Cuba: el sable del general Ochoa. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Cuba, decía al inicio del mismo, nunca han utilizado sus fusiles para reprimir a la población. El eficaz aparato policial de la dictadura ha hecho hasta ahora innecesaria su intervención. Pero el grado de insatisfacción de los cubanos es cada vez mayor. El Gobierno teme que se produzca una revuelta popular como el maleconazo de 1994, sólo que esta vez no sería para pedir democracia y libertad, sino el final del permanente periodo especial en que vive la isla desde el hundimiento de la Unión Soviética, y que se ha agravado en los últimos meses por la escasez de alimentos y los cortes de luz. En las calles de La Habana han comenzado a aparecer carteles con la leyenda "Abajo Raúl".
El dilema es cómo van a responder las FAR en el caso de que miles de personas se lancen a la calle para pedir alimentos, añadía. Salvo la cúpula militar que goza de las mismas prebendas que la nomenclatura, los oficiales del Ejército cubano y sus familias sufren las mismas penalidades de la población civil. Por si fuera poco, no se han recuperado todavía del malestar que les produjo el fusilamiento del general Arnaldo Ochoa, el militar más popular, el más condecorado, el vencedor de la guerra de Angola, distinguido con el galardón de Héroe de la República de Cuba, que fue ejecutado como un delincuente hace 20 años, el 13 de julio de 1989.
El general Ochoa y tres altos oficiales, seguía diciendo Botín, continuaba, el coronel Antonio de la Guardia, el mayor Amado Padrón y el capitán Jorge Martínez Valdés, fueron procesados en un juicio sumarísimo por el delito de alta traición a la patria y a la revolución y ajusticiados. La conmoción que produjeron aquellas ejecuciones y las subsiguientes purgas que se llevaron por delante, entre otros, al poderoso ministro del Interior, el general José Abrantes, permanece en el inconsciente colectivo. Con aquellas muertes, los hermanos Castro reforzaron su poder al matar dos pájaros de un tiro: por un lado, borraron las huellas que implicaban al Gobierno cubano en el narcotráfico; y por otro, se deshicieron de un rival en un momento muy peligroso para la revolución, tres meses después de la visita a la isla de Mijaíl Gorbachov, cuando la perestroika se discutía abiertamente en los cuarteles.
En 1975, Cuba desplegó el primer contingente de los más de 40.000 soldados que fueron enviados a luchar a la lejana Angola, añadía más adelante. La muerte del Che Guevara en Bolivia y el fracaso de la insurgencia apoyada por Cuba en América Latina llevaron a Fidel Castro a dirigir a otras tierras el concurso de sus "modestos esfuerzos". Las legiones cubanas se desplegaron en el Congo, Eritrea y sobre todo en Angola. Pero el Gobierno cubano, a pesar de la ayuda soviética, no contaba con los recursos necesarios para financiar esas guerras. El coronel Antonio de la Guardia dirigía entonces el Departamento MC (Moneda Convertible) del Ministerio del Interior. Desde Panamá, donde operaba, había tejido una compleja trama de sociedades comerciales para aprovisionar a Cuba de equipos y tecnología, difíciles de conseguir debido al bloqueo estadounidense. Todo ese entramado sirvió de sostén a las tropas expedicionarias en Angola, que se autofinanciaron con el contrabando de oro, diamantes, marfil y también con droga, algo común en las guerrillas de América Latina.
En su libro Dulces guerreros cubanos, sigue contando Botín, Norberto Fuentes asegura que Fidel Castro estaba al tanto de las operaciones de narcotráfico y pone en boca de su hermano Raúl estas palabras: "Fidel dice que en definitiva todas las guerras coloniales en Asia se hicieron con opio. Entonces nada más justo que los pueblos devolvamos la acción, como venganza histórica".
En 1983, continuaba más adelante, el presidente de Estados Unidos Ronald Reagan afirmó que funcionarios cubanos de alto rango estaban involucrados en el narcotráfico. Fidel Castro dio la callada por respuesta. Pero seis años después, a comienzos de 1989, la DEA, la agencia antidroga del Gobierno estadounidense, descubrió que el departamento MC del Ministerio del Interior cubano estaba implicado en una operación del cartel colombiano de Medellín, dirigido por Pablo Escobar, para enviar un cargamento de cocaína a Estados Unidos. La bomba tanto tiempo oculta podía estallar de un momento a otro. Fidel Castro podía ser acusado de complicidad en el tráfico de drogas. El comandante tenía que hacer algo sonado para despejar cualquier duda sobre su honorabilidad.
El 12 de junio de 1989, sigue diciendo, el general Arnaldo Ochoa y sus más próximos colaboradores fueron detenidos y acusados de narcotráfico. La sorpresa, sobre todo en los cuarteles, fue general. Sólo unos pocos enterados estaban al tanto de los hechos y se imaginaron que era una maniobra de distracción. Dariel Alarcón Ramírez, alias Benigno, superviviente de la guerrilla del Che en Bolivia, entonces muy cercano al poder, escribió en su libro Memorias de un soldado cubano. Vida y muerte de la Revolución que "corría el rumor por todo el Palacio de que iban a juzgar a Arnaldo (Ochoa), Tony (Antonio de la Guardia) y los demás para aplacar a los norteamericanos y, sobre todo, para sacar a Fidel del atolladero. Después los escondería en algún sitio, bien protegidos. Se habló mucho de Cayo Largo para Ochoa. La verdad es que no estábamos preocupados".
Durante el juicio, añade, retransmitido por televisión, el propio Ochoa se mostró despreocupado al principio y luego arrepentido. "Creo que traicioné a la patria y, se lo digo con toda honradez, la traición se paga con la vida", le dijo a su conmilitón, el general Juan Escalona Reguera, fiscal de la causa.
La autoconfesión del general Ochoa, señala, algo común en todos los procesos estalinistas, como ha ocurrido recientemente con Carlos Lage y Felipe Pérez Roque, formaba parte de la farsa. Pero contra todo pronóstico, Arnaldo Ochoa y sus compañeros de armas fueron condenados a muerte y fusilados. La sorpresa fue mayúscula. Brian Latell, analista de la CIA en temas cubanos, escribió en su libro Después de Fidel. La historia secreta del régimen cubano y quién lo sucederá que Fidel Castro urdió la crisis. "El único crimen de Ochoa -escribe Latell- fue cuestionar la autoridad de Castro (...) Fidel pensó que Ochoa debía ser condenado por crímenes realmente horribles (...) para así excluir toda posibilidad de alguna reacción violenta de los militares (...). Los cargos de narcotráfico eran una cortina de humo".
Durante los 20 años que han transcurrido desde aquellas ejecuciones, añade, los oficiales del Ejército cubano, principalmente los capitanes y comandantes educados en los ideales que encarnó el general Ochoa, han visto cómo los hermanos Castro y los altos oficiales de las FAR han seguido celebrando el banquete de la victoria, mientras el pueblo cubano iba de peor en peor. Ahora que la fiesta toca a su fin, los oficiales jóvenes temen perder su derecho de primogenitura sin la esperanza de poder ocupar las vacantes que inexorablemente van a dejar los viejos generales. Asisten, como el resto de la población, a los funerales de una revolución que les ha condenado a vivir miserablemente en casas ruinosas, castigados por los apagones y la falta de agua; padecen las deficiencias de un sistema de salud seriamente enfermo, y hacen largas colas en las bodegas para comprar los productos cada vez más escasos de la libreta de racionamiento. Y tienen también que resolver, es decir tienen que robar como los civiles para poder sobrevivir. En medio de esa debacle crece cada vez más la posibilidad de un estallido social o de un nuevo éxodo hacia Estados Unidos, y con ello la probabilidad de que les ordenen salir a la calle para "defender" a la revolución de las víctimas que ha creado la propia revolución.
El general Arnaldo Ochoa, concluía diciendo, murió fusilado hace 20 años, sin que su sable hubiera sido utilizado nunca contra la población civil. Los que llegado el caso se vean obligados a empuñarlo tendrán que decidir en qué dirección van a dirigir el mandoble.
Sobre el mismo asunto, y citando el artículo de Botín, escribía también ese día en su blog "Mira que te lo tengo dicho" el escritor y periodista canario Juan Cruz un post titulado "Cubana", en el que se mencionaba al también periodista y escritor canario Diego Talavera. Mi amigo Diego Talavera, cuenta Juan Cruz, uno de los grandes periodistas que ha dado Canarias, se empeñó en 1990 que fuéramos a Cuba, y fui con él. Era un tiempo complicado, como lo ha sido siempre, de la isla, pero nosotros aún disfrutábamos de ciertos arrestos juveniles y al menos yo quise reconstruir en mi memoria, viéndola, la fascinación que a muchos niños canarios nos había causado la Cuba que nos contaban durante nuestra infancia. Paseamos por la isla, conocimos a mucha gente, vivimos algunos incidentes, muchos parecidos a los que nos hubieran pasado en Canarias, cuya idiosincrasia tanto se parece a la cubana, y nos marchamos. Diego ha vuelto muchas veces, y ya había ido antes, pero yo decidí no volver más, hasta que no se acabara una lacra que a mi me pareció apestosa: que los cubanos no pudieran entrar a los sitios donde entrábamos los turistas. Había muchos más problemas, como todo el mundo sabe, pero ese me pareció simbólico de una discriminación que mucha gente explica pero que yo sigo sintiendo como inexplicable. Pero se quedó en mi memoria, sobre todo, un incidente que ahora nos da risa pero que entonces fue escalofriante, y que me ha venido a la memoria esta mañana cuando he leído en El País el artículo de Vicente Botín (ex corresponsal de TVE en Cuba, y autor de un estupendo libro sobre Castro y su sucesión) acerca del veinte aniversario de la ejecución de Ochoa, en un cuartel cerca de La Habana. La historia es muy conocida, y además Botín la cuenta muy bien, así que déjenme contarles por qué me ha venido a la memoria ahora este otro incidente. Estábamos Diego y yo admirando algunos paisajes cubanos, y concreto quisimos pararnos en un pequeño pueblo con muelle, cerca de la playa del Salado. Nos bajamos del coche, y uno de nosotros tomó fotografías; en seguida nos metimos de nuevo en el coche y uno de los dos comentó que no se percibía tanta seguridad en los sitios como algunos de nuestros amigos nos habían predicho. En ese mismo instante, por la ventanilla del conductor se metió un mosquetón, y la voz de un soldado muy joven nos mandó a salir otra vez del vehículo. Salimos. No se podían tomar fotografías en ese lugar, era un sitio militar, o militarizado. ¿Y dónde dice que está prohibido? La respuesta del soldado fue rápida, y en ese momento movía a risa, aunque luego se nos congeló la mueca. El soldado dijo: "Ahí hay un cartel, pero lo tapó la hierba". De inmediato, el soldado nos condujo, detenidos, a un cuartel, donde hubo todo tipo de escenas: yo traté de rebuscar en mi memoria números de teléfonos de amigos cubanos, Diego quiso que le prendieran si estábamos presos, cosa que no estaba muy clara, y el soldado se paseaba tan nervioso como nosotros, hasta que pasó alguien de una graduación mayor, hizo un gesto con la cabeza y facilitó nuestra marcha. Dos horas duró el cautiverio, pero en la memoria ha vivido mucho más el escalofrío que nos dio cuando supimos que aquel era el cuartel donde habían ajusticiado a Ochoa. Y hoy Botín me ha llevado a ese momento, casi veinte años después.
Querido Juan, respondía Diego Talavera a Juan Cruz: Tu blog de hoy me trae bellos recuerdos y han pasado ya 19 años. Tu no has querido volver a Cuba a pesar de mi insistencia. Yo he vuelto muchas veces y creo que me quedan muchas más en el futuro. Soy consciente de que el pueblo cubano padece una dictadura pura y dura, pero opino que nuestra presencia allí para compartir experiencias con tantos amigos cubanos que han escogido el exilio interior, igual que ocurrió con muchos intelectuales en la España franquista, es una bocanada de aire fresco. Para ellos y para los que seguimos viajando a la Isla. Un ejemplo: acompañé al Aeropuerto José Martí al poeta Manuel Díaz Martínez y a su esposa Ofelia Gronlier cuando abandonaron para siempre Cuba en medio de una situación muy tensa. Lo que para mí era un gesto de cortesía, para él fue algo más y así lo escribió en su excelente libro de memorias Solo un leve rasguño en la solapa. Y te podría contar muchas más anécdotas parecidas a ésta, pero la brevedad del comentario no lo aconseja. Lo hablaremos en tu próximo viaje a la otra Isla. Con el cariño de siempre, Diego. 
En fin, concluyo por hoy. Un tirano más que desaparece muerto por el simple paso de los años. ¿A cuántos más habrá que soportar? En cualquier caso, descanse en paz. Dejemos a los muertos que entierren a sus muertos (Lucas, 9, 60), y a los vivos con la esperanza de una pronta y definitiva libertad para Cuba y los cubanos. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt














martes, 11 de junio de 2024

El poema de cada día. Hoy, Sensibilidad, de Hannah More (1745-1833)

 







SENSIBILIDAD

¡Dulce SENSIBILIDAD! Tú, poder secreto
que derramas tus dones en la hora natal,
como los favores de las hadas; el arte nunca podrá alcanzar
ni afectar tu poder de agradar:
tu esencia sutil aún elude las cadenas
de la definición y vence sus dolores.
¡Dulce SENSIBILIDAD! ¡Tú, deliciosa entusiasta!
¡Moraleja espontánea! ¡Hosco sentido de la luz!
¡Percepción exquisita, simiente de la bella virtud!
¡Tú, rápida precursora de la acción liberal!
¡Tú, conciencia apresurada! ¡Sonrojado lamento de la razón!
A ti pertenece
la rápida reparación de los males no examinados:
ansiosa por servir, la causa quizás no probada,
pero siempre apta para elegir el bando que sufre;
para aquellos que no te conocen, ninguna palabra puede pintarte,
y aquellos que te conocen, saben que todas las palabras son vanas.
Sin embargo, ¿qué es el ingenio y qué es el arte del poeta?
¿Puede el genio proteger al corazón vulnerable?
¡Ah, no! Donde reina la brillante imaginación,
el espíritu bien forjado siente dolores más agudos;
donde el resplandor exalta el sentido y el gusto se refina,
la más aguda angustia aflige la mente;
allí, por todas partes el sentimiento se difunde,
se estremece en cada nervio y vive en todo el corazón;
y aquellos, cuyas almas generosas ocultarían cada lágrima
a los ojos de los demás, nacen ellos mismos para llorar.


Hannah More, poetisa inglesa, 1745-1833













De las calles y plazas como espacio común

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes, 11 de junio. Las decisiones urbanísticas tienen inmensas consecuencias escribe en  El País la filóloga Irene Vallejo, porque modelan las pautas de nuestros movimientos y definen los vínculos entre las personas. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Y nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com
 











El ágora de las ciudades errantes
IRENE VALLEJO
02 JUN 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Fui niña en un barrio de una gran ciudad. Alrededor de mi casa, en un misterioso perímetro, en una burbuja acotada por el rugido de las avenidas, la vida tenía las hechuras de un pueblo. Bandadas infantiles persiguiéndose. Tráfico escaso y lento, calles bajo nuestra entera soberanía. Una casa abandonada, con su jardín selvático, donde entrábamos a la caza de fantasmas o ruidos misteriosos por el puro placer de compartir el miedo. Un río del color del barro con riberas descuidadas y exuberantes, donde trepar a los árboles. Recuerdo el tedio, la impaciencia y la camaradería, sentada sobre el respaldo de los bancos en las plazas. Ese modo manirroto de gastar el tiempo durante esos veranos en los que fuimos eternos. El aprendizaje del deseo, los primeros enamoramientos descabellados. Salíamos a la calle, sin dinero, a pasear la sed y la confusión, a hablar y cantar bajo los aligustres mientras atardecía.
Hoy, pese a las proclamas verdes, las ciudades talan árboles, los parques menguan, y proliferan las plazas de hormigón. Desaparecen los bancos donde sentarse a dejar pasar las horas gratis, donde sentir la bienvenida de una convivencia improvisada. Su ausencia nos empuja a pagar la factura de la comodidad en terrazas, restaurantes o tiendas. Triunfa el urbanismo poco confortable, los desiertos de cemento, la intemperie sin doseles vegetales: la áspera hostilidad frente a la hospitalidad. El espacio público se parece cada vez menos a una extensión colectiva del hogar, y cada vez más a los fríos corredores de un centro comercial. Quien no quiere o no puede gastar, exiliado del consumo, solo puede circular, como peatón errante.
Ya tenemos asociada la palabra “banco” al dinero más que al asiento donde reposar y reunirnos con otras personas, sin la urgencia de comprar. En realidad, la primera acepción deriva de la segunda. Al final del medievo, apareció el banquero, un personaje que allí sentado recibía y prestaba dinero. Era una forma de ofrecerse a sus clientes, bien visible, en las plazas más concurridas. Algunos diccionarios y tratados comerciales del siglo XVII remontan ahí el término “bancarrota”: al perder el prestamista la solvencia o engañar a sus conciudadanos, era obligado a destruir públicamente su banco como señal de infamia. Otros tomaban su lugar, desbancándolos.
Aunque parezcan poco trascendentes, las decisiones urbanísticas tienen inmensas consecuencias porque modelan las pautas de nuestros movimientos y definen los vínculos entre las personas. En Muerte y vida de las grandes ciudades, la escritora y activista Jane Jacobs reflexionó sobre las calles como territorios de encuentro entre personas diversas. En una época presidida por corrientes opuestas, Jacobs defendió los barrios donde conviven, se entremezclan, chocan, juegan y se hacen favores mutuos personas de distintos orígenes. Defendía la complejidad organizada de las ciudades, el ballet de gentes que se cruzan y se descubren en sus itinerarios cotidianos.
Los bancos —para sentarse— y la celosía vegetal de los árboles favorecen los encuentros: alivian, templan, vuelven habitables y acogedoras las rutas de los días. Las conversaciones son más probables en lugares atractivos para detenerse. Las personas enfermas o ancianas necesitan asientos donde descansar en sus paseos. La vitalidad urbana pende de un hilo finísimo que nadie debería cortar. En 1923, la anarquista zaragozana Amparo Poch, una de las primeras mujeres licenciadas en Medicina, escribió en el periódico La Voz de la Región, tras una tala en los alrededores de su casa: “Yo he visto desaparecer los árboles que eran el collar y la vida de esta pobre calle. He llorado las muertes de mis compañeros árboles”.
Nuestros antepasados griegos inventaron el ágora como un espacio urbano para estar juntos. En origen no era el mercado, como muchas veces se traduce, sino un lugar de reunión donde los ciudadanos nacidos en libertad podían congregarse —en un primigenio Congreso— para escuchar los anuncios cívicos y conversar sobre política. Más tarde albergaría también a los tenderetes de los mercaderes. Las primeras representaciones de las tragedias y comedias clásicas sucedieron en la plaza de Atenas o sus alrededores. El sofista Protágoras enseñaba en los edificios públicos; Parménides, Anaxágoras y otros visitaban el ágora, donde compartían sus ideas con el público; allí Sócrates interrogaba sin rodeos a los conciudadanos sobre sus valores. Fuentes, arquitecturas, porches y jardines ofrecían protección frente al sol y la lluvia. De los pórticos atenienses —estoas— deriva el nombre del estoicismo, pues en ellos el filósofo Zenón de Citio impartía sus enseñanzas. El sabio Diógenes encontró a su sombra una buena solución para la vida de un exiliado con economía bajo mínimos. “Mirad el pórtico de Zeus y la avenida de los desfiles— decía el filósofo— parecería que los atenienses los han decorado para que yo tenga aquí mi casa”.
El ágora de Atenas fue un primer experimento de ciudadanía en la incipiente democracia. Allí se escuchaba el zumbido continuo de las conversaciones, las voces rotundas de los oradores, la música de los simposios, la polifonía constante de opiniones, controversias y conflictos. El ágora no era solo una exposición diaria de productos agrícolas y pescado fresco; era un mercado cotidiano de ideas, el lugar donde los ciudadanos creaban cada día un improvisado periódico, efervescente de titulares atrevidos, noticias de última hora, columnas y editoriales en voz alta.
Hoy el discurso se vuelve —a la par que las calles— duro y desapacible. La vida en común necesita expandirse por espacios amables, plazas que nutren el poso y la pausa, con cúpulas de árboles, fuentes refrescantes, bancos para descansar y descubrir al prójimo. Con sombras que resguardan el juego infantil, la lectura al aire libre, una espera anhelante, una cita, una comida veloz, un océano de tiempo. Abiertos a todos, sin necesidad de gastar. Allí, en la convicción de que juntos pensamos mejor, se edifica la conversación pública que nutre la democracia. Si perdemos esa confianza y esos lugares de confluencia; si, como advierte Jorge Dioni en El malestar de las ciudades, nuestros territorios de socialización son privados y basados en el consumo, corremos el riesgo de pensarnos solo en primera persona, sin contexto: autoayuda, autopromoción y autoexplotación. Al optar por la primacía de lo individual, transitaríamos el viaje inverso: del ágora al ego.
La forma de entender calles, plazas y edificios no persigue solo la funcionalidad o la belleza. Ejerce una poderosa influencia en nuestra forma de sentir y pensar; construye nuestra percepción de la seguridad; nos inclina a emprender ciertas actividades en vez de otras. Si los espacios colectivos no son acogedores, propician la incomunicación. La ausencia de árboles y la impotencia de los embotellamientos pueden ser detonantes de un sordo sentimiento de angustia y soledad. Los no lugares, los que transitamos al recorrer un centro comercial, conducir por la autopista o esperar nuestro vuelo en un aeropuerto, se alían con relaciones humanas fugaces. Así desembocamos en un pensamiento más individualista, menos comunitario. Sin parques ni bancos, separados y apresurados, en lugar de sentados y dicharacheros, contemplamos al prójimo como un estorbo para caminar rápido, o incluso como un adversario. La política, ciencia de la polis, es un arte que invita a imaginar plazas —ciudades, continentes, mundos— donde convivir, conversar y consensuar juntos. Un paisaje público árido, arisco y aislado nos conduciría a la bancarrota. Irene Vallejo es filóloga y escritora.
 


























[ARCHIVO DEL BLOG] Frankenstein en la política. [Publicada el 14/11/2019]











A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de las autoras cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellas tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy, escrito por la historiadora Isabel Burdiel, un relato que dedica al profesor Santos Juliá, recientemente fallecido, sobre la perduración aún hoy del mito de Frankenstein en clave política, cuyo origen se remonta al mismo momento de su creación por Mary Shelley.
Frankenstein vuelve a la política española de la mano de Pablo Casado -comienza diciendo Burdiel-. Sin ir más lejos, lo citó en el debate electoral del lunes. Con la utilización del mito creado por Mary Shelley en 1818 se trata de convocar, una vez más, todos los horrores contenidos en aquel monstruo que, casi en el momento mismo de nacer, se apropió del nombre de su creador. Esta lectura en clave política y conservadora no es un anacronismo. De hecho, fue la más cercana a la época en que nació el mito, mucho más que la lectura científica, popularizada sobre todo a finales del siglo XIX.
El mismo año de la primera versión teatral de Frankenstein, 1823, el ministro de Asuntos Exteriores británico, lord Canning, la utilizaba en un debate parlamentario sobre la abolición de la esclavitud. Con ella quería ilustrar el peligro de las buenas intenciones de un humanitarismo errado e irresponsable que amenazaba con conducir a una rebelión de consecuencias imprevistas: “Al tratar con el Negro estamos tratando con un ser que posee la forma y la fuerza de un hombre, pero cuyo intelecto es el de un niño. Liberarlo, con toda la fuerza física de su virilidad, sería como crear una criatura parecida a la de la ficción de un relato reciente”. Un relato que, mucho antes del cine, se hizo célebre a través de aquella adaptación dramática titulada significativamente Presumption, or the Fate of Frankenstein, que se mantuvo en escena hasta finales de siglo. Unos años después del discurso de Canning, Elizabeth Gaskell había publicado una novela de éxito titulada Mary Barton en la que —al tiempo que se iniciaba la confusión que aún hoy se mantiene entre el nombre del monstruo y el de su creador— se decía: “Las acciones de las masas iletradas me parecen tipificadas en las de Frankenstein, ese monstruo de tantas cualidades humanas y, sin embargo, sin alma y sin conocimiento de la diferencia entre lo bueno y lo malo”.
De esta forma, a lo largo de las grandes convulsiones políticas del siglo XIX, el uso político metafórico de Frankenstein se convirtió en recurrente enlazando, en una misma lectura, las inquietudes relativas al cambio social y político con la problemática derivada del desarrollo científico y tecnológico. En Victor Frankenstein, y en su empresa, ingeniería social, política y científica estarían estrechamente unidas en un proyecto común de alterar las bases de la antigua sociedad que algunos calificaron como aberrante, antinatural y monstruoso. Mary Shelley —hija de la pionera del feminismo anglosajón Mary Wollstonecraft y del filósofo radical William Godwin— se haría eco así de la convicción (posilustrada y posrevolucionaria) de que las fuerzas conjuradas para servir al proyecto del progreso, de la emancipación y de la ciencia se habían rebelado contra sus creadores, tornándose monstruosas, incontrolables e impredecibles. En esa lectura, Frankenstein contaría la historia del desencanto de los hijos de los radicales de la década de los años noventa del siglo XVIII respecto al proyecto ilustrado y revolucionario, a los sueños de la razón, que había animado a sus padres.
Esa lectura cautelar, sin embargo, no agota ni con mucho la complejidad (y la inquietud) del diálogo sin solución que se establece en las páginas del que su autora llamó “mi pequeño cuento de fantasmas”. De hecho, todo lo que ocurre y se dice en la obra de Mary Shelley cuestiona la posibilidad misma de establecer un juicio moral o político (respecto a la sociedad y sus individuos) que pueda considerarse, en algún sentido unívoco de la palabra, verdadero. Ahí reside, a mi juicio, su vitalidad y la profunda historicidad de los temores que suscitó y que, aún hoy, es capaz de seguir generando. ¿Qué ocurre cuando las utopías se convierten en distopías, cuando nuestros actos y las grandes esperanzas colectivas y personales tienen consecuencias imprevistas e indeseadas? ¿Qué ocurre —como escribió Isaiah Berlin hablando de la gran revolución romántica, a la que pertenece sin duda Frankenstein— con la posibilidad de que existan varias respuestas verdaderas, incompatibles entre sí, a una misma pregunta o a un mismo problema? ¿Acaso eso que llamamos Verdad o Identidad (cuando las pensamos con mayúsculas, absolutas y excluyentes) contienen inevitablemente un potencial monstruoso que convoca a la violencia?
Mary Shelley, como todos los románticos, estaba fascinada por el doble, por la idea misma de duplicidad, de indeterminación. En el análisis histórico de la situación política en España desde la Transición y, en concreto, del actual desafío independentista en Cataluña, habrá que hacer un elogio del Estado democrático español que creyó y cree posible combinar, y respetar, identidades diversas, cosiéndolas entre sí. También habrá que hablar del secuestro ideológico de una izquierda (a veces dudosamente democrática) que consideró y considera irrebatiblemente progresista apoyar con los ojos cerrados a ese nacionalismo alternativo que, en realidad, se ha convertido en el doble monstruoso del nacionalismo español excluyente y no democrático. La dispar composición social y política del movimiento —en las calles y en las universidades que se traicionan a sí mismas con la duplicidad más cobarde— demuestra que el proyecto de Artur Mas de evitar, agitando el fantasma de España, el colapso de Convergència ante la oleada de protestas populares por los efectos de la crisis económica, ha tenido éxito. Un partido corroído por la corrupción sistémica durante décadas de autonomía ha logrado desplazar la indignación social y las esperanzas frustradas hacia el espejismo interclasista y supuestamente armónico de La Nación como solución final.
Frente a ello, y a sus dobles políticos igualmente monstruosos, el relato de Mary Shelley vuelve de una manera que, probablemente, no es la que invoca el líder del Partido Popular. Vuelve para recordar que la utopía de las identidades excluyentes, fijas y delimitadas, como lugares de creación del orden, la armonía y la unidad, esconde el corazón de las tinieblas. La criatura sin nombre que creó Victor Frankenstein invocando las mejores intenciones —“una nueva especie me bendeciría como a su creador, muchos seres felices y maravillosos me deberían su existencia”— advierte que todos somos híbridos, mestizos, impuros, hechos de partes cosidas entre sí. Su voz acoge también las voces de los que se preguntan si acaso la identidad monstruosa no será aquella que se aferra a la unidad, a la pureza y a la armonía como únicas condiciones posibles de lo bello y de lo bueno. Frente a esa utopía (que inevitablemente convoca a la violencia) resuena todavía el eco de aquel que, cuando acaba la novela de Mary Shelley, “se pierde en la oscuridad y en la distancia”, pero no en el silencio". Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt