lunes, 6 de mayo de 2024

De las pausas intencionadas y el liderazgo consciente

 








Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes. Frente a un tecnocapitalismo cada vez más vertiginoso, escribe en El País la socióloga Olivia Muñoz-Rojas, la única manera de recuperar la sensación de control de nuestras vidas es parar un tiempo más o menos largo. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Y nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com













Pausas intencionadas y liderazgo consciente
OLIVIA MUÑOZ-ROJAS
02 MAY 2024 - El País -harendt.blogspot.com

Mucho se ha escrito ya sobre la decisión de Pedro Sánchez de tomarse una pausa para meditar su continuidad en la presidencia del Gobierno. Sin entrar a especular sobre sus verdaderas motivaciones (¿fue un pronto, una estrategia o ambas cosas?), la noticia inicial me llevó a indagar sobre las pausas estratégicas y los silencios conscientes como tendencia actual en el mundo del liderazgo, especialmente en el mundo empresarial. “¿Es la pausa la clave para convertirse en un líder consciente?”, se preguntaba Janice Marturano en la revista Forbes hace un par de años. Kevin Cashman, autor de varios best-sellers sobre liderazgo, es contundente: “Si los líderes de hoy no se toman un momento para detenerse, reflexionar, ganar perspectiva y elevar su liderazgo, seguiremos enfrentando crisis económicas, personales y colectivas”, escribe en The Pause Principle.
En respuesta a la presión que ejerce un mundo digital tan veloz como voraz sobre cada vez más personas en nuestras sociedades, en particular líderes y personajes públicos, numerosos coaches aconsejan tomarse pausas a diario para desconectar del ruido incesante de noticias, correos electrónicos y mensajes en las redes y reconectar con el momento presente. Marturano, autora de Mindfulness en el liderazgo (2017), describe las pausas intencionadas como “un momento en el día en el que percibes el caos interno y externo y decides prestar atención intencionadamente al momento presente… a menudo dirigiendo tu atención hacia una sensación física, como tu respiración o la sensación de tus pies enraizados en el suelo”. El resultado, explica, es que uno consigue “ver con mayor claridad lo que está sucediendo y cómo responder a ello”, en lugar de reaccionar en la inmediatez, desde emociones como la cólera, la frustración o el miedo.
A veces, no bastan pequeñas pausas diarias. A Buda se le atribuye la cita “para escucharte a ti mismo, necesitas días de silencio”. De Cristo se cuenta que pasó 40 días de ayuno y oración en el desierto. Numerosos líderes han experimentado históricamente con la meditación y el retiro como herramientas de autoconocimiento, a veces sin proponérselo: Nelson Mandela atribuía su apuesta por la política del perdón y la reconciliación a los años de silencio e introspección que vivió en la cárcel. Para Lao Tse, el silencio es una fuente de fortaleza. (Para Sun Tzu, incluso una herramienta política.)
En la actualidad, la neurociencia avala los beneficios de practicar el silencio y la meditación. Muchas empresas, deseosas de mejorar la productividad de sus asalariados, incorporan cada vez más rutinas de este tipo, desde las micropausas para remediar la fatiga ocular y muscular hasta pausas másprolongadas para la meditación, la desconexión tecnológica e incluso la formación. Para algunos críticos, estas prácticas no son sino una solución rápida, incluso un placebo, para asegurar la supervivencia de un sistema económico y social estructuralmente viciado e impedirnos realizar los cambios colectivos necesarios para vivir mejor de manera sostenible. Para los defensores de la meditación y la práctica de la consciencia (mindfulness), los efectos de estos pequeños ejercicios cotidianos pueden tener un gran impacto sobre nuestra manera de vivir y abordar los retos que se nos presentan, como individuos y como sociedad.
Es sintomático que la necesidad de presionar el botón de pausa se haya convertido en un tema recurrente en nuestra cultura popular. Cuántas películas de Hollywood no habremos visto —Trabajo basura, Camino salvaje, La vida secreta de Walter Mitty son solo algunos ejemplos— donde los protagonistas deciden interrumpir su vida o abandonar abruptamente sus carreras, porque ya no pueden más o no le ven sentido a lo que hacen. En algunos casos, regresan renovados a su vida anterior; en otros, inician nuevos proyectos. En casi todos, la pausa les permite (re)descubrir su verdadero yo, sus genuinos valores, pasiones e intereses, lo que les ayuda a alcanzar una vida más armónica. El fantasma o fantasía de la pausa forma parte de nuestro inconsciente colectivo como promesa de una vida libre, al menos momentáneamente, de las constricciones y preocupaciones que nos imponen nuestro entorno y la sociedad en su conjunto, evocando la posibilidad de (re)tomar nuestro propio camino.
Frente a un tecnocapitalismo cada vez más vertiginoso que todo lo permea, empezando por la política, aparentemente la única manera que tenemos de recuperar la sensación de control sobre nuestras vidas es sustrayéndonos a su rigor por un tiempo más o menos prolongado. Es posible, además, que, tras la experiencia inédita de los confinamientos y el parón de la mayoría de nuestras actividades sociales y públicas durante la pandemia, en nuestro inconsciente haya sedimentado la idea de que es posible darle al botón de pausa sin que el mundo se caiga. Quizá, como sugiere Cashman, deberíamos empezar por normalizar las pausas, quitándoles su aura de excepcionalidad. En el caso de los líderes políticos, hablamos de la oportunidad de retirarse discretamente, sin mayores explicaciones, de la presencia física y digital en momentos de especial tensión para reflexionar, decidir o responder con mayor clarividencia. Olivia Muñoz-Rojas es doctora en Sociología por la London School of Economics e investigadora independiente. 













[ARCHIVO DEL BLOG] USA. Mayo del 68. [Publicada el 07/05/2019]











París fue el foco de la conmoción de 1968 desde una perspectiva europea, comienza diciendo Giddens. Pero California fue más lejos. Si eras un radical tenías que serlo no sólo políticamente, sino en todos los aspectos de la vida cotidiana. Leer al sociólogo británico Anthony Giddens es siempre interesante. Y a veces, hasta entretenido. Hoy publica El País un artículo suyo sobre el mítico mayo del 68, en California, que vivió en primera persona como profesor de la Universidad de California-Los Ángeles. Merece la pena leerlo. Quizá comprendamos un poco mejor la diferencia de como se vivió y pervivió Mayo del 68 en América y Europa. 
Corre mayo de 1968. No estoy en París, comienza diciendo Giddens, sino a casi 10.000 kilómetros de distancia, en California, conduciendo de Vancouver a Los Ángeles. Acabo de poner fin a nueve meses de lectorado en la ciudad canadiense y voy a pasar un año y medio en un puesto similar en la Universidad de California-Los Ángeles. Dos días después de ponerme en camino, llego a mi destino a media tarde y me dirijo a Venice, una localidad costera en la que he alquilado un apartamento.
Al llegar al mar asisto a una escena como extraída de la Biblia. Hasta donde se pierde la vista, toda la playa está llena de personas con largas túnicas de múltiples colores, que sin embargo están gastadas y descuidadas. Todos son blancos, no se ven minorías étnicas. En lugar de respirarse aire puro, apesta a marihuana. Detrás de la multitud, sobre la acera, hay una fila de coches de policía y en cada uno de ellos un agente que saca su ametralladora por la ventana. En la atmósfera se palpa una incipiente violencia. Hasta ese día, del mismo modo que nunca me había topado con la marihuana, tampoco había escuchado la palabra hippies, que me dijo un transeúnte al preguntarle quién era esa gente. En ese momento, el término apenas se utilizaba en Gran Bretaña o Europa. Para mí fue la bienvenida a la revolución a la usanza californiana.
Desde una perspectiva europea podría parecer que París fue el foco principal de 1968, pero créanme que no fue así. En Europa los radicales eran bastante tradicionales. Se proclamaban heraldos de una nueva era, pero se comportaban de forma muy similar a la de los radicales de toda la vida. Eran estudiantes que asolaban todo a su paso y su radicalismo no profundizaba. En California, al menos para mucha gente, si eras radical tenías que serlo hasta el fondo, no sólo políticamente, sino en casi todos los aspectos de tu forma de vida. Incluyendo la educación. Lo que estaba de moda era no poner notas y concederle a todo el mundo la máxima calificación, porque cualquier otra práctica habría sido discriminatoria; mayormente, las lecciones se abandonaron y se optó por grupos de discusión abiertos.
Conocí a un estricto profesor de matemáticas, con su típica camisa de cuello abotonado, pelo bien cortado y saludable vida matrimonial, que desapareció del campus durante varios meses. Un buen día iba caminando a clase cuando una especie de Cristo apareció por encima de una colina. La melena rubia le caía por debajo de los hombros, lucía una larga barba y llevaba una túnica amplia y sandalias abiertas. Hasta que no se paró y me saludó no le reconocí. Había dejado las matemáticas y la universidad, también a su esposa y sus hijos, y se había trasladado al desierto de Nuevo México, donde trabajaba como artesano en una comuna. Muchos otros hicieron cosas parecidas.
Los experimentos con la forma de vida, la sexualidad, las relaciones, las comunas y las drogas también cundieron entre quienes pertenecían a grupos políticos más comprometidos. Sin embargo, en Estados Unidos los sesentayochistas eran un grupo muy diverso en lo tocante a sus credos o filiaciones de índole política. Fue una época en la que surgieron multitud de movimientos sociales; 1968 tuvo su origen en el movimiento sureño de defensa de los derechos civiles, iniciado unos años antes, y también en el que abogaba por la libertad de expresión, cuyo epicentro fue la Universidad de California-Berkeley, situada al otro lado de la bahía de San Francisco.
Esos movimientos se continuaron o fundieron con el de oposición a la guerra de Vietnam, catalizador de muchas propuestas radicales. Se solaparon con el de los hippies, aunque éstos estuvieran en su mayoría en contra del poder político y de toda clase de autoridad. Había también grupos de maoístas, aunque tenían menos influencia que en Europa. Estaban además los Panteras Negras y otros grupos disidentes negros, que en ocasiones se habían convertido al islam. Y por supuesto el feminismo, de una tendencia mucho más incluyente que las vistas hasta entonces. Fue más una derivación de 1968 que una parte de él. Varias de las feministas más destacadas de esta nueva vertiente se radicalizaron al contacto con los sesentayochistas, aduciendo que la revolución se estaba haciendo por y para los hombres.
Diez años después recibí una carta del conocido que había experimentado la conversión. Había vuelto con su esposa, a su corte de pelo de siempre y a su ropa pija, también a su antigua casa, y buscaba trabajo en su antiguo departamento. ¿Cómo fue posible que todo ese radicalismo y las grandes esperanzas de 1968 desaparecieran tan pronto como habían surgido? Las razones son tan diversas como el propio fenómeno. El fin de la guerra de Vietnam privó a la disidencia de una importante fuerza motriz. A los Panteras Negras los disolvieron las autoridades por las buenas o por las malas. Se conoció el carácter represivo y homicida del maoísmo. Y en cuanto a los hippies, muchos de sus experimentos personales y sociales acabaron mal. La explotación sexual continuó existiendo bajo el nombre de amor libre; las comunas se disolvieron y sus integrantes se enfrentaron entre sí, y las drogas generaron más adicciones que vías de liberación del espíritu.
Lo más importante es que los sesentay-ochistas pasaron por alto, o trataron de eliminar, algunos de los rasgos principales que hacen civilizada a una sociedad y, dentro de límites bastante amplios, también justa y equitativa. Se envolvieron en un manto antiburocrático (que, contra toda lógica, retomó después la derecha), pero en las sociedades complejas es indispensable cierto grado de coordinación administrativa. Las universidades caerían en el caos si los trabajos y exámenes no recibieran calificaciones justas y rigurosas, y sin la autoridad que tienen los profesores en sus especialidades. Ninguna sociedad puede funcionar amparándose únicamente en los derechos por los que entonces pugnaban multitud de movimientos sociales. Para que la solidaridad social no zozobre, los derechos siempre deben compensarse con obligaciones.
De los movimientos que sobrevivieron a 1968, el principal fue el feminismo, y ello se debe a que ese momento histórico, más que integrarlo en su seno, lo provocó. Lo importante de 1968 no fueron sólo sus movimientos, sino la amplitud de los cambios soterrados que la sociedad venía experimentando desde finales de la década de 1950 y de los que dichos movimientos eran un reflejo. Hoy apreciamos en toda su extensión la profundidad de dichos cambios y seguimos tratando de lidiar con ellos. Afectan a la naturaleza de la familia, que ha dejado de girar en torno al matrimonio para hacer hincapié en la calidad de las relaciones, y conceden una renovada importancia a la sexualidad, que ahora, al tiempo que entra en decadencia el doble rasero, es un aspecto cardinal del proceso de cambio. También se manifiestan en una entrada masiva de la mujer en el mercado de trabajo, en un descenso de los índices de natalidad y en el fenómeno del "hijo más deseado": los hijos ya no "vienen", sino que ahora elegimos si los tenemos y cuántos queremos. Por último, está no sólo la posibilidad sino la necesidad de elegir una forma de vida, y no de heredarla, junto a la aparición de la política de la identidad, el declive de la deferencia y un enfoque más crítico de la elección política.
Para la izquierda 1968 tiene una mística que no se merece, pero los derechistas que le echan la culpa de todos nuestros males también se equivocan. De todos sus movimientos, los de más éxito fueron los que tenían más claro su objetivo; fue muy importante, por ejemplo, que hubiera protestas bien articuladas contra la guerra de Vietnam. Podríamos optar por detenernos aquí y dejar de lado a quienes querían radicalizarlo todo, considerándolos románticos estériles o incluso peligrosos. Sin embargo, yo les tengo algo más que una ligera simpatía. Su liberación era falaz, pero cuestionaba la vida cotidiana, algo que la mayoría dábamos por sentado. Hasta los que, como yo, discrepaban de sus ideas se vieron obligados a pensar y discutir algunos de sus presupuestos, y con frecuencia para defenderlos, aunque de otra manera. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt












domingo, 5 de mayo de 2024

De los filósofos existencialistas

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo. El existencialismo es una de las corrientes de pensamiento más populares del siglo XX, escribe en Ethic la filóloga Dalia Alonso, y se ha ido transformando a través de nombres como Jean-Paul Sartre o Miguel de Unamuno hasta llegar a nuestros días. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com












¿Qué pensaban los filósofos existencialistas?
DALIA ALONSO
30 abr 2024 - Ethic - harendt.blogspot.com

Más que una escuela filosófica, el existencialismo es un punto de vista en el que tienen cabida corrientes variadas y manifestaciones de pensamiento de distinto tipo. Parte de una noción tan amplia como básica: ante la inmensidad de la existencia, no somos nada. Y es en no ser nada donde encontramos el punto de partida que nos enseñará cómo atravesar esa misma existencia. El primer documento que expone las principales ideas existencialistas es El existencialismo es humanismo, una conferencia de Jean-Paul Sartre en 1945 y que fue publicada más tarde.
En ella, el filósofo francés, uno de los referentes de esta corriente, critica que se hable del existencialismo como algo necesariamente pesimista o negativo, y lo plantea como la idea de que la existencia precede a la esencia. ¿Qué quiere decir esto? Pues que, antes que todo, existimos, sin que nadie nos haya pedido permiso y sin haberlo pedido nosotros. Luego viene la definición de nuestra esencia, que solamente se da a través de las decisiones que tomamos mientras existimos y que dan sentido a nuestra vida, pero siempre a posteriori de la existencia en sí.
Así lo expresa el pensador: «El hombre empieza por existir, es decir, que empieza por ser algo que se lanza hacia un porvenir, y que es consciente de proyectarse hacia el porvenir. El hombre es ante todo un proyecto que se vive subjetivamente […], nada existe previamente a este proyecto; nada hay en el cielo inteligible, y el hombre será, ante todo, lo que habrá proyectado ser». La vida es como un gran vacío: algo oscuro y de una amplitud indeterminada en su enorme tamaño. Pero ¿por qué ver el vacío como algo negativo?
Sartre plantea la vida como un gran camino sin pauta previa, para bien y para mal: no hay una idea predefinida sobre cómo debemos existir, solo existencia. En ella tendrán cabida tanto las resoluciones buenas como las malas, y su definición partirá exclusivamente de nuestros actos individuales. La libertad es nuestra condena y los responsables de lo que sucede, en última instancia, somos nosotros, lo cual inevitablemente nos producirá angustia, ya que asumimos que nuestro éxito o nuestro fracaso dependen enteramente de cómo afrontemos ese punto de partida. De ahí el sentimiento de desesperanza y angustia y el vernos superados por la idea de existir sin una naturaleza marcada y sin un sentido superior que guíe nuestras acciones.
Algunos artistas y escritores como Dostoyevski o el escultor Alberto Giacometti exploraron este absurdo y esta angustia en sus obras. También las ideas defendidas por Sartre encontraron eco en otros grandes pensadores como Simone de Beauvoir o Martin Heidegger, que en sus textos desarrollaron las ideas de la nada existencial y del ennui ante dicha nada.
Ahora bien, el existencialismo defendido por Sartre, el llamado «existencialismo ateo», no es el único camino para entender esta corriente: también podemos encontrar existencialistas cristianos, que, si bien compartían en esencia las mismas ideas, diferían del pensamiento del francés en tanto que sostenían la noción de un Dios que existe, valga la redundancia, por encima de la existencia. Pensadores como Kierkegaard o Miguel de Unamuno estuvieron de acuerdo en que, aunque el ser humano sigue siendo responsable de sus actos, existe un Dios que lo evalúa todo desde un plano superior, marcando así nuestra búsqueda de la esencia, aunque sin definirla del todo.
Por otro lado, y a medio camino entre los ateos y los cristianos, el existencialismo agnóstico también supo encontrar su lugar, a través de pensadores como el novelista Albert Camus. El autor francés, en su novela El extranjero, plantea que la idea o no de Dios es irrelevante, pues es el hombre quien sigue teniendo que enfrentarse a solas al camino ignoto de la existencia, sin solución externa a sus problemas.
El existencialismo vivió su época dorada en el siglo XX, particularmente después de las guerras mundiales. Estos sucesos traumatizaron al mundo y dejaron un amplio espacio de reflexión a propósito de la banalidad del mal y del daño que los seres humanos se hacen a sí mismos. Desde entonces, las ideas del existencialismo ateo, el más popularizado, han ido evolucionando hasta acabar formando parte incluso de nuestro lenguaje popular. Dalia Alonso es filóloga.





























[ARCHIVO DEL BLOG] Justicia: Cuando las cosas son lo que parecen. [Publicada el 13/06/2017]









Ignacio González Vega, portavoz de la asociación Jueces para la democracia escribía hace unos días que se precisa un poder judicial fuerte que aleje a la Justicia de toda sospecha de parcialidad. O lo que es lo mismo, y tantas veces repetido: Que la mujer del César no solo tiene que ser honesta sino parecerlo. Y la justicia española, desgraciadamente, puede que lo sea pero desde luego no lo parece.
Recientemente, comienza diciendo, la Comisión Europea ha publicado su informe anual sobre el estado de la justicia en los países de la UE, figurando España como el séptimo Estado donde menos jueces hay por habitante y como el tercero donde un mayor porcentaje de personas percibe que la justicia no es independiente, tras Eslovaquia y Bulgaria. Hasta un 58% de la opinión pública española tiene una imagen “mala” o “muy mala”. Cabe destacar que, según el citado estudio, son las “interferencias y presiones del Gobierno y políticas” el primer motivo de la percepción de la falta de independencia aducido por la ciudadanía.
Las sorprendentes revelaciones conocidas en los últimos días a raíz de las investigaciones judiciales en curso sobre casos de corrupción política, añade después, ponen en evidencia que estamos ante algo más que una mera percepción. En las conversaciones interceptadas a algunos de los principales investigados se habla de “chivatazos” por parte incluso de una magistrada de la Audiencia Nacional alertando sobre las escuchas a que estaban siendo sometidos. También aluden a quitar a un juez que está en comisión de servicios en el juzgado central de instrucción encargado de la investigación del caso para colocar a su titular, que se encuentra destinado en el extranjero por obra y gracia del Ministerio de Justicia. Sin olvidar los nombramientos en piezas claves de la fiscalía, como es el caso de la jefatura de Anticorrupción, con gran protagonismo en la instrucción del asunto en que aquellos están envueltos.
Tampoco ayudan, sigue diciendo, a desmentir aquella percepción negativa de los ciudadanos la facundia del ministro de Justicia que denunciara en este mismo diario el recién fallecido periodista Joaquín Prieto, opinando cuanto le parece sobre la actuación profesional de juezas y fiscales, elogiando a unas y censurando a otras. Dejando bien a las claras su férrea concepción jerarquizada y dependiente del ministerio público. O la colonización de los partidos políticos en las instituciones de control, colocando al frente del Consejo General del Poder Judicial, órgano que tiene por misión fundamental defender la independencia de los jueces, a quien ha ostentado durante ocho años un alto cargo en los Gobiernos del Partido Popular. Por no citar la designación de sus miembros por cuotas entre los diferentes partidos políticos.
A lo anterior podemos añadir, comenta más adelante, que los españoles no somos indiferentes ante esa lacra que es la corrupción y que acapara las portadas de los principales diarios. En las encuestas que periódicamente realiza el Centro de Investigaciones Sociológicas, a la hora de identificar los tres principales problemas que existen en España, los ciudadanos señalamos de forma repetida e invariable en los últimos años primero el paro y en segundo lugar la corrupción y el fraude, por delante de los problemas de índole económica.
Siendo por ello algo tan sensible para los ciudadanos, añade, estos necesariamente han de tener confianza en el sistema judicial como medio de luchar contra la corrupción política. Con la separación de poderes, en un Estado de derecho, los tribunales de justicia independientes e imparciales son claves en el control de los abusos del poder. Y no debemos olvidar que el ministerio fiscal, dotado de autonomía, tiene como función establecida en la Constitución, entre otras, la de velar por la independencia de nuestros tribunales. O como dice Perfecto Andrés, “la independencia del juez empieza a jugarse en el estatuto y la praxis del ministerio fiscal”.
Sorprende, a pesar de todo, sigue diciendo, que una mayoría de españoles conceda un sustancial grado de credibilidad y competencia a sus jueces, a los que en grandes líneas perciben como preparados, independientes —aun cuando estén presionados de forma generalizada por el poder político, los grupos económicos y sociales y los medios de comunicación—, imparciales en su actuación y honestos —el fenómeno de la corrupción es menor, según la percepción ciudadana, en la justicia que en otros ámbitos—. Y de hecho, diariamente, somos muchos los jueces que investigamos y juzgamos casos de corrupción política.
Ante este panorama, concluye diciendo González Vega, es imprescindible alejar a la justicia de toda sospecha de parcialidad o manipulación, reclamando un poder judicial fuerte e independiente y una fiscalía dotada de una autonomía funcional y sin dependencias externas que les haga inmunes a las injerencias y presiones del Gobierno o de los partidos políticos. Para ello hacen falta algo más que explicaciones de los responsables ministeriales, del Consejo General del Poder Judicial y de la Fiscalía General del Estado. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



















sábado, 4 de mayo de 2024

De las turbulencias de las democracias

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado. Siempre habrá chalados que irrumpan en la plaza y en el juzgado dando berridos, comenta en El País el escritor Sergio del Molino,pero ese es un precio desagradable que tendremos que pagar para que existan críticas y disensos. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Y nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com













La democracia debe ser turbulenta
SERGIO DEL MOLINO
01 MAY 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Aunque no creo que sea competencia de un presidente del Gobierno invitar a la reflexión sobre cómo nos conducimos en el debate ―lo ideal, para mí, sería lo contrario: que los ciudadanos motivasen reflexiones a los gobernantes sobre cómo ejercen el poder, no que los administrados se disciplinen y se comporten como si fueran niños revoltosos―, ya que el asunto está en el aire, acepto la invitación y reflexiono. Un poquito, lo que dé de sí esta columna.
La bronca tabernaria es un peligro para la democracia. Sin un decoro mínimo y una cortesía institucional por parte de los representantes de la nación, la convivencia se va al garete. Pero el extremo contrario supone salir de Málaga y meterse a pies llenos en Malagón: un exceso de aquiescencia lleva a la asfixia totalitaria. Quien calla por no molestar también renuncia a que su voz importe. Puestos a elegir, es muy preferible un exceso de bronca y mal gusto a que los discrepantes no se atrevan a hablar por miedo a ser tomados por hooligans.
Salman Rushdie ―que no es político, pero ha sufrido la denigración y el acoso en grados superiores a cualquier líder contemporáneo, incluido Pedro Sánchez― escribió en su autobiografía Joseph Anton: “La libertad residía en la discusión misma, en la capacidad de discrepar incluso de las creencias más preciadas de los demás; una sociedad libre no era plácida sino turbulenta”. En su nuevo libro, Cuchillo, se reafirma en este credo, que en su caso no es un brindis al sol, sino carne viva y cicatrices. En esta cita se refería a la libertad de los demás para insultarle, no a la suya para escribir.
La democracia no es la gestión del consenso, sino de la turbamulta. Siempre habrá chalados que irrumpan en la plaza y en el juzgado dando berridos (y en el Consejo de Ministros hay unos cuantos que no pueden tirar la primera piedra en ese sentido, pues se han revelado tan buenos fajadores como golpeadores), pero ese es un precio desagradable que tendremos que pagar para que existan críticas y disensos.
Una buena forma de empezar la nueva etapa sería predicar con el ejemplo y no permitir que los ministros entrasen a trapos tuiteros o anduviesen obsesionados por lo que publican sobre ellos. Creo que no pocos españoles estaríamos dispuestos a dulcificar mucho nuestra mirada crítica al Gobierno si este volviese a una agenda legislativa, no se apartara de su rol institucional e ignorase el ruido. No es fácil y el ambiente no lo propicia, pero los ciudadanos lo necesitamos, pues nosotros no podemos dimitir de españoles durante cinco días. Sergio del Molino es escritor.































[ARCHIVO DEL BLOG] La estructura política de la verdad. [Publicada el 02/05/2019]









Lo verdadero se reconoce porque obliga a cambiar de amigos y porque causa grave lesión a identidades, individuales o colectivas, escribe el profesor Antonio Valdecantos, catedrático de Filosofía en la Universidad Carlos III. Cuando aparece, es un episodio incómodo que se intenta ignorar.El camino que lleva a la justificación de la mentira propia, comienza diciendo Valdecantos, está inundado de mala fe, pero quien lo recorra actuará persuadido, hasta llegar a cierto trecho, de haber obrado en posesión de la virtud. El itinerario es sencillo y familiar. Se parte de la idea, muy fácil de adquirir y a menudo cierta, de que el enemigo (el individuo o grupo al que como tal se reconoce) es perverso y odioso, de modo que en su condición corrompida se incluirá, desde luego, la mendacidad. El siguiente paso es combatir tal perversión, lo cual implicará, no pocas veces, suspender provisionalmente la virtud: ¿acaso al mal absoluto se lo doblega comportándose como hermanitas de la caridad? Quien así proceda estará convencido de que actúa en legítima defensa y de manera controlada, deseando de todo corazón que vuelvan las circunstancias en que ya no sea necesario beber ni dar a beber tan amargo trago. Esta suspensión cautelar incluirá a veces —“por desgracia”, se añadirá, al principio con pesadumbre, pero pronto con hipocresía— la práctica de la mentira: ¿cómo no mentir, aunque sea un poco y a desgana, en un mundo de mentirosos?
El paso posterior consistirá en proclamar que uno, en realidad, no ha mentido, y que llamar “mentira” a sus palabras es una exageración o quizá una insidia. También puede ocurrir que la mala conciencia se pierda y que la mentira cobre plena justificación, pues —se dirá— todo lo que se haga contra los enemigos será mejor que lo que ellos acostumbran a hacer. Y cabe, desde luego, persuadirse de que tales preocupaciones son ociosas, ya que la cuestión de la verdad no tiene importancia ninguna: lo único relevante es ganar, porque a la victoria la admira todo el mundo y nadie le pone pegas ridículas. ¿Implica esto que ya no cabe acusar al enemigo de perversidad? De ningún modo: el adversario es malo de por sí, porque su esencia está viciada, hagamos nosotros lo que hagamos. Y, si todo en él es perverso, cualquier cosa que se le oponga merecerá la bendición. Quien derrota a cierta clase de gentes se hace un favor a sí mismo y se lo hace a la humanidad.
Estos deshonestos trucos forman parte de la astucia mundana de todas las épocas y lugares. Con quien dice despreciar la verdad cualquier cuidado es poco, pero también cuando a alguien se le llena la boca con esta palabra es aconsejable extremar las precauciones, pues no será raro que lo expresado constituya una estratagema para ganar prestigio o un resultado del autoengaño. No faltarán lectores que, dando la razón a la descripción que hasta aquí se ha hecho, la tomen como un cuadro realista de lo que a menudo se presenta ante nuestros ojos. Sin embargo, pocos serán, por regla general, quienes estén dispuestos a encontrar en ello un retrato de sí mismos y de sus amigos. Todas estas miserias abundan, se dirá, en tales o cuales individuos, partidos, tendencias o escuelas, de las que los míos y yo, de manera notoria, estamos muy alejados: si quieres convencerte de ello, no tienes más que vernos y tratarnos. Muy poco puede hacerse para disuadir de esta frecuente convicción.
Repárese, no obstante, en algo que seguramente afecta a la naturaleza más profunda de la verdad. La opinión popular, respaldada por algunos filósofos, según la cual la verdad es el acuerdo o correspondencia con algo que se llama “los hechos” está muy bien para tranquilizar las conciencias, pero, además de no tener demasiado que ver con hecho alguno, es un apresurado refugio de la pereza. Que la realidad se componga precisamente de “hechos”, aptos para su emparejamiento con juicios humanos verdaderos, implica una noción de lo real demasiado ordenada y limpia. Conforme a ella, los hechos fueron inventados para que nos dieran la razón y para que el mundo pudiese ser concebido como una inmensa estructura ajustable a nuestro entendimiento, aunque quizá dicho mundo no tenga nada que ver con este piadoso deseo. Lo que se llama realidad no se manifiesta dando respaldo a nuestras afirmaciones ni corrigiéndolas cortésmente, sino burlándose de nuestra confianza en ella y vapuleándonos sin ninguna clase de miramientos. Convencerse de que los hechos se han ceñido a las creencias de uno es una ilusión bien pueril: espere usted un poco más y verá cómo se portan con sus certidumbres, incluida ésa.
Si lo que se quiere es mantener las lealtades, con la rutina hay suficiente y la verdad no hace ninguna falta. Ni siquiera resulta muy oportuna, porque lo más destacable de ella es la amenaza de ruptura que siempre lleva consigo. Para conjurar este peligro, es frecuente aplicar al hábito el nombre y las galas de la verdad, pero el momento más característico en que la verdad entra en juego, unas veces de lleno y otras en forma de sospecha, surge cuando algún supuesto muy arraigado se desploma o da señales de ruina. Lo compartíamos con nuestros amigos, correligionarios y seres queridos, los cuales nos repudiarían si lo pusiésemos en duda, y por nada del mundo abjuraríamos de tan sagrada creencia. Ni imaginar podemos cómo nos las arreglaríamos en caso de que aquello que está en peligro dejase de ser verdad, y esto basta, de ordinario, para persuadirnos de que el riesgo es sólo aparente: lo que parece imponerse como verdad no lo es, y no lo es porque no puede serlo.
La verdad es un huésped inoportuno para el que no hay sitio en casa. Se la reconoce porque obliga a cambiar de amigos y porque causa grave lesión a identidades, individuales o colectivas, dispendiosamente alimentadas durante mucho tiempo. “Platón es amigo, pero más lo es la verdad”: así suelen parafrasearse las palabras que Aristóteles hubo de proclamar alguna vez. Nos juntamos para convencernos, entre todos, de la verdad de nuestras creencias, si bien la verdad consiste en destruir ese convencimiento y, llegado el caso, en dejar de estar juntos. Cuando aparece, es un episodio incómodo que se intentará ignorar, confiando en que las aguas vuelvan a su cauce y se olvide semejante pesadilla. Ésta es la estructura de la verdad, ciertamente política, aunque todavía falta un elemento importante en la descripción: a veces la verdad no obliga a cambiar de bando, pero, allí donde da razones para perseverar en el propio, tales razones no siempre serán aceptables por éste y a veces habrán de permanecer cuidadosamente ocultas. También cuando deja las cosas en paz resulta la verdad un agente inquietante. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt