lunes, 11 de marzo de 2024

[ARCHIVO DEL BLOG] Las dos caras de España. [Publicada el 04/11/2017]












Las imágenes interesantes y con frecuencia contradictorias de España presentadas en la prensa europea como resultado de los problemas en Cataluña, nos llevan a admitir que los europeos nunca han estado seguros de lo que realmente piensan sobre la Península Ibérica. "¡Qué difícil es entender debidamente a los españoles!", dijo una vez el duque de Wellington, basándose en sus experiencias durante la Guerra de Independencia, comenta en el diario El Mundo el historiador británico e hispanista Henry Kamen (1936), profesor en las Universidades de Edimburgo, Warwick, Wisconsin-Madison y del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) en Barcelona desde 1993 hasta su jubilación en 2002. 
En realidad, comienza diciendo, a los europeos a menudo les resulta fácil volver a caer en las perspectivas clásicas y desfavorables que eran comunes en siglos pasados, cuando España parecía representar una amenaza para la seguridad de Europa. Son estas imágenes las que han resucitado por razón de la propaganda populista sobre los acontecimientos en Cataluña, que presentan a España como una amenaza violenta para la vida y la propiedad de la gente común y, de hecho, de todos los europeos.
El hecho sencillo es que la historia se repite. Cuando la reina Ana de Inglaterra en 1705 inició negociaciones con los secesionistas catalanes, declaró que había sabido que ellos estaban tratando de luchar contra las cadenas de la esclavitud española, "y que ustedes intentan, como hombres valientes, liberarse de ella". Más de un siglo antes, la misma imagen de la opresión española circulaba en Inglaterra y en Holanda. Se afirmó que España deseaba imponer la Inquisición a los pueblos de Europa. El juego de mentiras y exageraciones se puso en marcha. La diferencia ahora es que los propagandistas saben muy poco de ese lejano pasado histórico, por lo que hoy intentan identificar la opresión que perciben con los acontecimientos de los años 1930. Los periodistas extranjeros a veces sufren del mismo desconocimiento de la Historia de España, y están dispuestos a aceptar una información manipulada que parece estar de acuerdo con la imagen tradicional de torturas y opresión.
Recordemos, sin embargo, que la imagen desfavorable no era la única cara de España que se veía en Europa. También había otra cara, de la que los españoles mismos rara vez son conscientes. ¿Cuántas personas saben que los holandeses y los ingleses, que lucharon durante tanto tiempo contra la amenaza militar de España, se convirtieron rápidamente en los admiradores y amigos más fuertes de España? Por coincidencia, esta semana he estado leyendo una de las mejores guías turísticas escritas sobre España, la del escritor inglés Richard Ford en el siglo XIX, cuyas páginas revelan claramente la dualidad de imagen que los europeos educados siempre abrigaban acerca de un país que, de hecho, pocos visitaron. Ford criticó a algunos escritores europeos que "han dado a España un nombre peor del que merece" y que presentaban una mera "caricatura" del país. Reconoció el sorprendente atraso tecnológico del país, pero al mismo tiempo estaba dispuesto a expresar su admiración: "Cuán agradable ha sido escribir sobre los logros de habilidad y de valor, de señalar las muchas bellezas y excelencias de esta tierra altamente favorecida, y de hablar de la gente generosa e independiente de España".
Ford identificó algunas debilidades importantes en el país. Por un lado, su falta de unidad. "España es hoy, como siempre lo ha sido, un conjunto de pequeños cuerpos atados por una cuerda de arena que, al carecer de unión, tampoco tiene fuerza". También comentó sobre la propensión al populismo. "Compuestos de contradicciones, los españoles habitan en una tierra de lo imprevisto, donde el accidente y el impulso del momento son los poderes móviles y donde los hombres, especialmente en su capacidad colectiva, actúan como mujeres y niños. Una chispa, una bagatela, pone a las masas impresionables en acción". Las líneas fueron escritas hace casi 200 años, pero la realidad que describen ha cambiado muy poco, incluso hoy en día.
Después de la era del imperio español, los europeos empezaron a compensar la imagen desfavorable que habían creado. En las décadas posteriores a la Guerra de Independencia, quizás por primera vez, España fue descubierta y apreciada por el público europeo culto. El aspecto que atrajo la imaginación fue, sobre todo, la España del islam, su cultura y su música, que parecían haberse desvanecido, pero que los visitantes europeos ansiosamente descubrieron. A finales del siglo XVIII, el poeta alemán Johann Herder incluyó canciones sobre Granada en una colección de canciones folclóricas europeas que publicó. Los británicos ya tenían algún conocimiento del pasado musulmán romántico de España, gracias al poema de Byron Don Juan (1819). Los europeos que visitaban el Mediterráneo a finales del siglo XVIII y principios del XIX también se inspiraron en temas "clásicos", es decir, griegos y romanos, en el arte y la música, y en las ruinas de la civilización clásica romana.
Este rostro favorable de España significaba que los europeos y los estadounidenses comenzaban a comprender las características positivas del país, pero el nuevo semblante también era en sí mismo una exageración, porque adoptaba una visión romántica que no coincidía satisfactoriamente con la realidad. En tiempos de crisis, y más notablemente durante los años 1930 y 1940, la imagen favorable de España se colapsó y tanto europeos como españoles tuvieron que aceptar muchas realidades desagradables. Tuvieron que penetrar debajo de la superficie de las dos caras, la favorable y la hostil, que hasta ahora habían estado asociadas con España.
Entre los que visitaron la península durante los años de la guerra civil se encontraban dos periodistas que tenían enfoques sustancialmente diferentes, Ernest Hemingway y George Orwell. Al igual que Hemingway, Orwell vino a España para defender la justicia. A diferencia de Hemingway, tenía una ardiente dedicación para buscar la verdad. Un hombre que iba en busca de la verdad estaba obligado a reaccionar con fuerza cuando su propio lado decía mentiras, no solo contra sí mismo, sino también contra su esposa y sus camaradas. Orwell se sintió destrozado por la España republicana. Él y su esposa escaparon por poco de Barcelona, y una vez en Inglaterra, inmediatamente comenzó a escribir el relato clásico de lo que había visto allí. Hoy es una práctica común elogiar su libro Homenaje a Cataluña, porque fue una declaración honesta de un hombre que había venido a luchar por la democracia y la libertad. Con demasiada frecuencia, sin embargo, este elogio es hipócrita, porque en realidad Orwell descubrió que la traición de la libertad por la izquierda no era menos terrible que la perpetrada por la derecha.
Sus experiencias, sobre todo, le llevaron a demostrar el corrosivo peligro del nacionalismo, "el hábito de identificarse con una nación u otra unidad, colocándolo más allá del bien y del mal y reconociendo que no hay otro deber que el de promover sus intereses". Orwell comentó sobre la propensión de los nacionalistas a crear un pasado de fantasía para proyectar un futuro de fantasía. "Cada nacionalista está obsesionado por la creencia de que el pasado debe ser falsificado. Pasa parte de su tiempo en un mundo de fantasía en el que las cosas suceden como él cree que deberían hacerlo, y transferirá fragmentos de este mundo a los libros de historia siempre que sea posible. Gran parte de la escritura nacionalista de nuestro tiempo equivale a una simple falsificación". Orwell, en efecto, había ido más allá del hábito tradicional y a menudo superficial de contemplar los aspectos positivos y negativos de la civilización española, esas dos caras que parecían ofrecer a los europeos visiones alternativas de España. En el nacionalismo identificó una amenaza que en la década de 1940 ya estaba destrozando toda Europa, y que mas adelante en el año 2017 parecía decidida a destruir la unidad de España. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt















domingo, 10 de marzo de 2024

Sobre el mundo de ayer

 







El desvanecimiento del mundo de ayer
FERNANDO VALLESPÍN
10 MAR 2024 - El País - harendt.blogspot.com

“Actualmente, todo a lo que había dedicado mi vida se está perdiendo paso a paso”. Esta frase es de Jürgen Habermas y se contiene en un recién aparecido libro de Philipp Felsch en el que el autor indaga sobre la dimensión de este autor como intelectual público, intercalando algunas conversaciones entre ambos en su casa de Starnberg. En ellas aparece la famosa Zeitenwende proclamada por el canciller Olaf Scholz como la gran cesura que ha acabado de alienar al nonagenario filósofo respecto del espíritu de nuestro tiempo, esta oscura nueva época de la decadencia de Occidente y sus valores, de retorno de los nacionalismos y de las nuevas amenazas bélicas. Y dice Felsch: “Es desolador ver a Habermas, el último idealista, con una actitud tan fatalista. Al final, ¿acaso no le queda ya más que el papel de ‘escritor helenístico’ que conserva la memoria de las ‘promesas incumplidas de su declinante cultura’ para los nacidos después de él?”. Recordemos que Habermas siempre, bajo cualquier circunstancia, había mantenido viva la antorcha del optimismo ilustrado y nunca cejó en su apuesta por revitalizar la democracia, fortalecer un europeísmo anclado en valores universalistas y repositorio de un cosmopolitismo que habría de acabar conduciendo a una “política interior mundial” (Weltinnenpolitik). Y, desde luego, la paz. Todo esto es lo que “paso a paso” parece estar desvaneciéndose.
Mi intención no es proceder a una reseña de dicho libro. Pero coincidirán conmigo en que hay algo estremecedor en esta desmoralización de alguien cuya biografía coincide con todo el periodo que abarca desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros días; alguien a quien la edad no le ha quitado la lucidez y que siente que estamos ante el final de los logros por los que tanto había luchado. El verdadero culpable puede que sea Putin, pero el propio Habermas señala la erosión de las instituciones políticas de Estados Unidos, la disolución de su sistema de partidos y sus antagonismos internos, como la principal causa de la pérdida de credibilidad de Occidente, y cómo su más que probable retirada del apoyo a Ucrania acabará de liquidar nuestra autoridad en el mundo. Y eso que aún no le había dado tiempo a poder introducir la guerra de Gaza en su evaluación general. Los estadounidenses han dejado de ser aliados fiables, pero tampoco cree que sea factible ya la autonomía estratégica de Europa, algo que apoyó desde que comenzara a plantearla Macron.
Quedémonos con esto último, Estados Unidos y Europa y el fantasma de la guerra de Ucrania. A pesar de la descorazonadora evaluación de Habermas, todavía quedan algunas partidas por jugar, aunque no tengamos las mejores cartas. El entusiasta discurso de Biden sobre el estado de la Unión debería haber tenido un efecto positivo de no ser por la imagen de anciano que transmitía el presidente. Se hace difícil verle salir airoso de lo que se presenta como una durísima batalla electoral con Trump. Es el peor candidato para el momento más delicado. Y en el caso de nuestro continente, las próximas elecciones europeas penden de que no las reviente la extrema derecha. Con todo, es importante tomar conciencia de que el responsable último de nuestro nuevo malestar tiene nombre y apellidos, Vladímir Putin, y que solo atiende al lenguaje de la fuerza. Más que refocilarnos en nuestras divisiones internas, esas que tan bien supo aprovechar, deberíamos sacar fuerzas de flaqueza para dotar de nueva vida a todo lo que Habermas veía desvanecerse. El tiempo apremia, pero no queda otra. Esperemos que, por una vez, el viejo filósofo no tenga razón. Fernando Vallespín es catedrático de Ciencias Políticas.









[ARCHIVO DEL BLOG] 11-M: La mañana más larga y oscura. [Publicada el 09/03/2013]










Asumo el riesgo con esta entrada de hoy de no ser entendido. Y en el peor de los casos de molestar a algunos de los lectores habituales de "Desde el trópico de Cáncer". Todo, por unir en un mismo comentario los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid, cuyo aniversario recordamos en unos días, y una excelente película, ¿de ficción?, "La noche más oscura" (2012), de la cineasta estadounidense Kathryn Bigelow, sobre los hechos que llevaron a la localización y muerte en Pakistán de Osama Bin Laden, el 2 de mayo de 2011, en una operación de tropas de élite de la marina norteamericana. 
Hay un vídeo en YouTube, con las fotografías de la mayor parte de las víctimas de los atentados de Madrid, es mi sincero homenaje en su recuerdo. Como todas las víctimas de actos terroristas, sean estos del color que sean, fueron víctimas inocentes. El terror es un arma criminal siempre, inadmisible en una sociedad democrática, venga de quien venga y se alegue la pretendida excusa que se quiera para llevarlo a término.
Sobre los atentados del 11 de marzo en Madrid ya está todo dicho. A pesar de ello, algunos pretendan seguir manipulando lo ocurrido bajo pretextos, inconfesables, de mero oportunismo político. Lo mismo ocurre con los del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, o, por citar un solo ejemplo más, los acontecimientos relativos al intento de golpe de estado en España del 23 de febrero de 1981. Son ya historia; dejemos pues a los historiadores que diluciden las controversias que pudieran existir. Los hechos son los hechos y las opiniones son opiniones. A mí, personalmente, el antiguo adagio latino "Fiat veritas, et pereas mundus" (que se haga justicia y perezca el mundo), me resulta bastante hipócrita.
En uno de los ensayos incluidos en su libro "Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política" (Hannah Arendt: Península, Barcelona, 2003), que lleva el título de "Verdad y política", escrito a raíz de la controversia surgida en torno a la publicación de "Eichmann en Jerusalén", dice la gran pensadora estadounidense: "nadie ha dudado jamás que la verdad y la política nunca se llevaron bien, y nadie, por lo que yo sé, puso nunca la veracidad entre las virtudes políticas. Siempre se vio a la mentira como una herramienta necesaria y justificable no solo para la actividad de los politicos y los demagogos sino también para la del hombre de Estado. [...] Nuestra habilidad para mentir -añade más adelante- pero no necesariamente nuestra habilidad para ser veraces, es uno de los pocos datos evidentes y demostrables que confirman la libertad humana."
No puedo saber lo que ustedes recuerdan haber sentido ese 11 de marzo de hace nueve años. Las anotaciones de mi agenda de ese día, que he revisado para confeccionar esta entrada, me han resultado tan asépticas que me han provocado rubor y una sensación incómoda de  malestar:

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07:30 = Atentados en Madrid. Se habla de 201 muertos en Atocha.
08:00 = En guagua, a UGT.
09:00 = Inicio del curso de formación para nuevos delegados de FeS. Tenemos 13 alumnos. Lo damos María Teresa Bernardo y yo.
12:00 = Manifestación silenciosa de 10 minutos en la puerta de UGT.
14:00 = Fin del curso. Vuelvo a casa en guagua.
17:00 = Al Sur, con Paqui, Myriam y Concha.
19:30 = Café en casa de Juana.
21:00 = De vuelta en Las Palmas
Hablamos con Ruth y el resto de la familia en Madrid. Todos están bien.
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Escritas, como hago siempre, al finalizar el día, parece que para esa hora la mayor parte de los medios de comunicación y de los españoles ya tenían claro que se trataba de un atentado de una célula islamista de Al Qaeda, contra la opinión sostenida por el gobierno de que se trataba de un atentado de ETA. De lo que no tengo duda es de que, al contrario de lo que sentí con los sucesos que dieron origen al 23-F: vergüenza y rabia, aquel 11 de marzo lo que me se agolpó en el alma, conforme se conocía y confirmaba el alcance de los atentados, fue un inmenso dolor y estupor por la muerte absurda de tantas víctimas inocentes. Perdónenme si confieso que no sentí lo mismo cuando abatieron a Osama Bin Laden. Sean felices, por favor, a pesar del gobierno. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt












Sobre las figuras retóricas de la intransigencia

 






Las figuras retóricas de la intransigencia
LEOPOLDO A. MOSCOSO
03 MAR 2024 - Revista de Libros - harendt.blogspot.com

Reseña del libro Retóricas de la intransigencia, de Albert O. Hirschman. Fondo de Cultura Económica-Libros de la Catarata, Madrid, 2023
Siempre que estamos frente a un reaccionario, podemos distinguirlo enseguida por sus argumentos, aparentemente llenos de prudencia, pero, en el fondo, no muy amigos de la verdad. Tal parece ser la tesis del economista Albert Hirschman (1915-2012). Cuando el progreso, la expansión de los derechos y las mayores cotas de igualdad llaman a la puerta de nuestras sociedades, el conservadurismo reacciona diciendo que lo que queremos hacer es inútil, que es contraproducente, o que pone en peligro algunas otras cosas que ya tenemos. A las fuerzas de progreso se les recita siempre la misma letanía: vuestra propuesta es fútil, vuestra propuesta es perversa, vuestra propuesta es un peligro para la nación, la constitución, la democracia, el estado de derecho… Así ha sido en Europa desde la resaca de la Ilustración y de la Revolución Francesa. Del carácter no ya sacrílego, sino incluso satánico de la revolución, llegarán a escribir Joseph Marie de Maistre (1753-1821) o Louis-Ambroise de Bonald (1754-1840), apoyados en una filosofía pesimista de la historia que cree que los procesos históricos son todos ellos vehículos de expiación. Los profetas del pasado ven todos los acontecimientos de su época como catástrofes y por eso, al final, optan incluso por salir del juego democrático: «Si la legalidad basta para salvar la sociedad, la legalidad; si la legalidad no es suficiente, entonces la dictadura», proclama Juan Donoso Cortés (1809-1853) en su célebre Discurso sobre la Dictadura ante el Congreso de los Diputados (1849), un discurso aclamado por todas las fuerzas reaccionarias de la Europa burguesa del momento.
En su famoso texto de 1991 (The Rhetoric of Reaction. Perversity, Futility, Jeopardy, Cambridge (Mass.): Harvard University Press), Albert Hirschman busca presentar el retrato de familia de todos estos reaccionarios (esquema-resumen en pág. 182 de la edición castellana que estamos presentando): los que se opusieron a la Revolución Francesa alegando que se trataba de un esfuerzo contraproducente (Burke y De Maistre) o inane (Tocqueville); los que se opusieron a la democracia y al sufragio universal alegando inanidad (Mosca y Pareto) o perversidad (Le Bon y Spencer); y los que se opusieron a los derechos sociales y al estado del bienestar alegando futilidad (Tullock), perversidad (como los opositores a las Poor Laws) o riesgo (como hizo la utopía reaccionaria de Hayek). Como había visto el aristócrata Giuseppe Tomasi di Lampedusa en su célebre novela, los privilegiados no gustan de los cambios. Para oponerse a ellos, usarán siempre de la fuerza como última ratio, pero antes siempre intentarán concitar un nuevo consenso con los desposeídos (mucho más barato y menos impopular que el uso de la violencia) que blinde los privilegios de las clases dirigentes.
Las tres tesis juntas expresan una profunda desconfianza ante las masas, a las que presentan como acientíficas, supersticiosas, conformistas y crédulas, mientras que serían solo las minorías las que mueven el mundo. La genealogía de esta tesis elitista en la filosofía política europea se remonta no ya a los críticos victorianos de la democracia (Carlyle, Ruskin, Arnold, Stephen) o al conservadurismo post-victoriano (Taine, Mosca, Pareto, Hayek, Ortega y Gasset, Croce o Spengler), sino mucho más atrás, al neo-estoicismo de los pensadores más inmovilistas del Imperio Español. Nos baste recordar aquellas páginas memorables sobre la multitud escritas por Justus Lipsius en su Politicorum, en las que el vulgo es presentado como inconstante, irracional e incapaz de controlarse a sí mismo.
La cuestión es que el lector de habla castellana dispone ahora de una nueva edición de este texto ya clásico de la teoría política. Que Albert O. Hirschman no fue un reaccionario se detecta en su propia biografía. Es cierto que nació en Berlín, pero toda su obra fue escrita en inglés y casi toda su vida residió en los Estados Unidos de América con nacionalidad norteamericana. Creo que no merece la pena insistir en el origen germánico del profesor. Su trayectoria no se parece a la de Hannah Arendt, que nunca dejó de ser una filósofa alemana en Nueva York, sino que es mucho más parecida a la de André G. Frank (1929-2005). Hirschman y Frank se enfrentaron a las mismas preguntas sobre el desarrollo. Frank las afrontó de una forma progresista, Hirschman de una manera conservadora, y ahí, creo yo, están la mayoría de las claves. Ambos fueron alemanes apátridas que acabaron sus peripecias vitales (Frank en Holanda, Hirschman en los Estados Unidos) después de haber rodado por América Latina. Como las tesis de Retóricas de la Intransigencia son bien conocidas, intentaré mejor un semblante del autor.
En efecto, Hirschman saltó desde la guerra de España, en la que combatió en defensa de la república desde 1936, a los países latinoamericanos en los que llevó a cabo su peculiar reflexión sobre el desarrollo. Esa fue la parte de la obra de Hirschman más estrictamente relacionada con la Teoría Económica y, sorprendentemente para un académico que fue, en primer lugar, economista, también la parte menos conocida y peor comprendida. El campo de esa reflexión, urdida en medio de sus intervenciones sobre el desarrollo latinoamericano entre los años 50 y los 80, puede explicar algunas de las contradicciones más sobresalientes de Hirschman: un progresista político, pero un conservador económico que llega a pronunciarse partidario del Planeamiento del Desarrollo, aunque no del planeamiento en sentido «socialista» alguno. The Strategy of Economic Development (1958) en modo alguno puede verse como la respuesta a una cuestión histórica puntual, de coyuntura, sino que fue una forma de enfocar uno de los grandes problemas planetarios del siglo XX: la cuestión del desarrollo (o del desarrollo del subdesarrollo, que fue la respuesta que le dio André Gunder Frank). Ahí radica la creatividad conservadora de Hirschman, porque, donde Frank planteaba que era el primer mundo el que había «subdesarrollado» África, Asia y Latinoamérica, Hirschman trata de buscar una salida en el denominado unbalanced growth, una teoría completamente opuesta no solo a los marxistas, que propondrían el teorema de la dependencia y de las relaciones centro-periferia, sino también a los liberales que creyeron (como la célebre teoría del take-off) que, antes de alcanzar el desarrollo, todo el planeta debía pasar por un estadio parecido al de la economía británica del siglo XIX. Hirschman estaba completamente solo en eso, y en eso fue también el mayor de los heterodoxos, mucho más heterodoxo que Gunnar Myrdal y otros economistas que gozaron, en aquella época, de mayor popularidad. En un mundo en el que las guerrillas latinoamericanas se estrellaban una y otra vez contra una realidad campesina; en la que los partidos comunistas de matriz estalinista desempeñaban un papel contrarrevolucionario; y en donde (como en Bolivia en 1952, o en el Perú bajo la administración militar de Velasco Alvarado y Morales Bermúdez) las reformas agrarias las hacían las dictaduras militares… en ese mundo Hirschman se atrevió a caminar en solitario. No le faltaban razones para sospechar que algo no funcionaba bien con las teorías convencionales sobre el desarrollo económico. Hoy ya nadie tiene que convencernos de eso.
En solitario, Hirschman fue capaz de pensar en una teoría del desarrollo completamente propia. A mi juicio no pensó, en cambio, con igual perspicacia y destreza en otros asuntos igualmente apremiantes. Consideremos una de sus obras más conocidas (Exit, Voice and Loyalty, publicada en 1970). Exit, Voice and Loyalty dejaba claro que la «voz» es la forma más activa y más conflictiva de relación de individuos y grupos con su sistema político de referencia (movimiento, partido, estado… o incluso las empresas privadas), y dejaba igualmente claro que la «lealtad» es una forma activa pero menos conflictiva de relación. Los problemas están en el exit. En efecto, pues si la «salida» es una forma poco activa de conflicto frente al sistema político de referencia, entonces hay una casilla vacía: tiene que haber una forma de relación que, a la vez que poco activa, sea también poco conflictiva. Como se sabe, esa forma de relación es la apatía o la desafección: es el consenso pasivo que ha sostenido no solo la desarticulación del movimiento obrero y sus organizaciones, sino el desmantelamiento del Estado Social durante el último medio siglo. La gente que no es ni radical ni reaccionaria, sino refractaria a cualquier forma de compromiso o lealtad, integra ya hoy una legión, y contribuye a la legitimación del sistema por medio de esa particular mezcla de narcisismo, descreimiento y cinismo. Sorprende que alguien que fue un activista en los años treinta y cuarenta prestara tan poca atención en los años setenta y ochenta a la pregunta de qué sucede cuando no hay ni salida, ni voz ni lealtad, especialmente cuando en aquellos años se estaba cocinando el mejunje del neoliberalismo que hoy sufrimos.
El consenso pasivo es lo que está en las antípodas del consenso activo (lealtad), y la lealtad es lo que explica, según Hirschman, la mayor parte de la acción pública. Aunque Hirschman especifica el mecanismo que permite pasar del interés privado a la acción pública (podríamos decir, la utilidad marginal decreciente del consumo privado, tal como esta había sido descrita por Tibor Scitovsky y otros), en realidad la descripción de los «compromisos cambiantes» (Shifting Involvements, obra publicada en 1982) no deja de ser una descripción dualista de lo social, pero los dos estados de lo social, interés privado y acción pública, afloran en el librito de Hirschman como si ambos obedecieran a la misma lógica de la maximización de funciones (privadas) de utilidad, una lógica que no se abandona en ningún momento. Ello conduce a Hirschman a enfrentarse a no pocas dificultades a la hora de explicar no tanto el mecanismo de decepción del interés privado (que es el que explica, tantas veces, la defección del consumidor defraudado) sino el mecanismo de decepción de lo público (que es el que explica la defección del ciudadano como sujeto en la esfera pública). En otras palabras, Hirschman tenía dificultades para explicar el paso de la lealtad a la desafección, del consenso activo al consenso pasivo, así como para explicar la decepción de lo público y el fin del entusiasmo, el abandono de las pasiones públicas y el repliegue de vuelta hacia los intereses privados.
Con nuestra perspectiva de hoy, estos dos estados de conciencia tal vez podrían explicarse en términos de la contraposición entre las pasiones y los intereses, pero esa contraposición está lejos de ser tan sólida como parece. En su también muy célebre obra The Passions & The Interests, Political Arguments for Capitalism before its Triumph (1977), el propio Hirschman reconoce que la psicomaquia entre las pasiones y los intereses solo pudo superarse llamando intereses a lo que no eran más que pasiones o empleando ciertas pasiones para someter otras que se consideraban aún más perniciosas: el patriotismo sirvió así para domeñar el fanatismo religioso, y el miedo a la muerte fue empleado para poner coto a la codicia o a la libido dominandi, y poder así asegurar la paz. La popular idea de que «los intereses no mienten» pronto tuvo que dejar paso a la noción de que hay intereses apasionados y pasiones interesadas. Hubo, es verdad, quienes insistieron en que, frente al carácter destructivo de las pasiones y a la endémica ineficacia de la razón, era mejor pensar en un mundo moral gobernado por las leyes del interés, pero enseguida volvieron al primer plano los argumentos que señalaban que los intereses con frecuencia no están gobernados por la razón sino por los apetitos y las pasiones y que, por este motivo, incluso uno mismo puede identificarlos incorrectamente. El asunto parecía quedar resuelto solo cuando el capitalismo reconoció que, por ser constantes y predecibles, un mundo gobernado por los intereses era preferible a un mundo gobernado por la virtud, que es un milagro y, como tal, contingente e impredecible. Aunque la de hacer dinero pasó a ser vista como una pasión inocua, pronto nos dimos cuenta de que el amor por el dinero era también, como el amor a secas, una pasión impaciente que podía destruir la sociedad. Incluso con el doux commerce había que andarse con cuidado.
Basten estas pocas referencias a la opera omnia de Hirschman para convencernos de que, con todas sus ambigüedades y posibles errores, estamos ante uno de los pensadores más originales del pasado siglo, lo que probablemente explique por qué el profesor germano-norteamericano, con su innegable aura de luchador por la democracia, continúa pasando como un pensador independiente y heterodoxo. No es para menos. Los integrantes de las siguientes cohortes de académicos (pensemos, por ejemplo, en John Rawls, 1921-2002, o Amartya Sen, 1933) se pasaron al liberalismo con armas y bagajes, y la academia es un mundo en el que resulta muy difícil comprender e integrar a los que piensan fuera del redil, a los tresspassers que gustan de saltarse los linderos entre disciplinas. Hirschman era sin duda uno de ellos.
Es verdad que las retóricas de la reacción nunca dejaron de tener en frente a los profetas del progreso, que no cesarían de reeditar esa visión whig de la historia que habíamos heredado de la Revolución Inglesa y de la Ilustración. Un hombre como Thomas H. Marshall no fue simplemente un optimista ingenuo, como algunos de sus detractores han querido presentarlo, sino que fue también el correctivo que vino a contestar el argumentario de un Friedrich von Hayek que acusaba a la izquierda de confundir libertad con poder y de querer transformar necesidades en derechos.
Para el pensamiento progresista del fabianismo de Harold Laski o del propio Marshall, la historia, lejos de ser una herramienta de expiación, estaba indudablemente de nuestro lado. Se trata de una posición que funcionaba bien como antídoto contra las retóricas de la reacción, pero ciertamente corría el riesgo de ser empleada para justificar cualquier cosa en función de un eschaton que se daba por descontado. Dicho de otro modo: afirmar que la historia está de nuestro lado es olvidar que esta enseña siempre su a posteriori a todos los necios que creen haber comprendido su rumbo.
Se ve aquí con claridad que el pernicioso consecuencialismo moral ha estado siempre en el lado de la reacción (la de las derechas, y la de las izquierdas), y que «el fin que justifica los medios» también ha estado presente en el pensamiento progresista. El propio prologuista de esta nueva edición de la obra parece asumir este mismo sesgo cuando escribe en el estudio crítico que hace de prefacio: «sin la presión de la izquierda durante el siglo XX, nunca hubiera existido el Estado social ni tampoco el sufragio universal ni mucho menos los derechos civiles se habrían extendido a toda la ciudadanía» (pág. 35). Buena es la lucha de clases si lo que trae es el Welfare State. Lo dice el prologuista como si el estado social no hubiera existido también en lugares en los que no se luchó, o peor, como si hubiera existido en todos los rincones del planeta en los que (como en los Estados Unidos de América) los desvalidos lucharon a degüello y fueron derrotados.
Es indudable que el librito de Hirschman debería aún hoy servir para volver a pensar estas cosas mejor, pues, en efecto, puede que el teorema consecuencialista de la «utilidad pública de la barricada» sea otro de esos errores que la izquierda debería revisar. El pensamiento progresista tal vez habría debido poner más cuidado al sugerir algo así como una explicación intencional que dijera que el Estado del Bienestar existió porque los obreros lucharon por él y conquistaron los derechos sociales. Los obreros lucharon, indudablemente, en muchos momentos y lugares; pero tal vez no lo hicieron por conseguir un «estado capitalista del bienestar». El Estado del Bienestar es lo que obtuvieron, pero ese desenlace no puede ser descrito (como se desprende de mucha retórica de los partidos comunistas convencionales) como el precipitado de una acción colectiva intencional. So pena de caer en un caso de manual de la falacia de la afirmación del consecuente, tendremos que reconocer que el consecuente (el Sozialstaat) puede ser el precipitado de muchas otras causas que no son «las luchas de clases». Lo que quiero decir es que de p → q, no puede inferirse q → p. Que la lucha de clases haya traído el Estado del Bienestar (aunque no fuera esto lo que los obreros buscaban) no nos permite inferir que el Estado del Bienestar existió como consecuencia necesaria de la lucha de clases.
Indudablemente también, es en Retóricas de la Intransigencia donde se produce una reflexión crucial sobre los abusos políticos de un concepto fundamental de las ciencias sociales: las consecuencias imprevistas o no buscadas de la acción social, sus efectos emergentes o contra-finales. Algunas consecuencias no buscadas de la acción social, como el Estado del Bienestar, son inconfundiblemente buenas. Otras, como el cambio climático, no lo son. El libro de Hirschman nos pone frente a la retórica reaccionaria de los efectos emergentes y nos enseña que la reacción siempre los ha descrito como efectos sub-intencionales o supra-intencionales, y nunca ha reconocido la intencionalidad de la acción por parte de las fuerzas reaccionarias. De modo que donde los progresistas tienden a ver intenciones donde solo había efectos emergentes, los reaccionarios insisten en ver solo efectos perversos donde indudablemente hubo intenciones, y a veces solamente eso.
Pero nadie tiene inmunidad aquí. Como dice —con razón— el prologuista de esta nueva edición, hay un pensamiento de izquierda huraño, hosco y atrabiliario, y es un deber ponerlo al descubierto «porque el intelectual que calla por creer que así no daña las posiciones políticas de su grupo está traicionando su juramento hipocrático de defender la verdad, además de que está colaborando a su deterioro y a su desaparición» (pág. 32). Hirschman nos enseña que los defensores del progreso tampoco están inmunizados contra este tipo de errores. Por eso es bueno saltarse las vallas y traspasar las lindes. Hagamos como Hirschman: seamos intrusos. Leopoldo Moscoso es sociólogo y politólogo independiente, especialista en conflicto industrial y profesor de filosofía política en la Universidad Pontificia de Comillas.












Sobre la Historia como pasado en construcción

 






El pasado en construcción. Disculpen las molestias
IRENE VALLEJO
10 MAR 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Somos la única especie que conoce el mundo anterior a nuestro nacimiento, las únicas criaturas capaces de asomarnos al misterio de los milenios antiguos. Un caballo, un gato o una pulga ignoran las peripecias de sus antepasados. Nosotros podemos reconstruir las nuestras —y las suyas—. Heródoto, inventor del género, tituló en plural sus Historias; en griego significaba “investigaciones”. Nos encanta indagar en el ayer, reinterpretarlo desde la mirada del ahora. Viajamos por los meandros de la nostalgia, las falsificaciones, las raíces, los asideros, la curiosidad y las coartadas. Nuestra relación con lo que fue es apasionada: el pasado pesa, y eso es lo que nos pasa.
Las ansias del presente modelan también nuestra memoria íntima. La palabra “recordar” incluye en su interior la raíz latina de “corazón”; en ella suena la sístole y la diástole de las emociones, es un juego de constante de demolición y reconstrucción. Como escribió Gabriel García Márquez en sus memorias: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda”. Casi sin querer, la fantasía empieza a rellenar los huecos excavados por los remordimientos y el olvido: por eso nuestro relato vital puede ser completamente imaginario, pero nunca totalmente verdadero.
Cuando los intereses del presente se apoderan de la mirada, la historia de los países deriva ya no en crónica de acontecimientos sucedidos, sino en antología legendaria de aquello que sus miembros quieren o pueden recordar. Con un hábil manejo del pasado podemos manipular y ser manipulados. En la antigua Roma, el inquietante Augusto fue pionero de esta propaganda. Siempre se presentó como paladín de las costumbres de los ancestros —mores maiorum—, símbolo del orgullo de ser ciudadano romano y heredero de la grandeza patria, frente a las costumbres extranjeras, que hacían peligrar la integridad moral autóctona. Astutamente, tras el parapeto tranquilizador de esas tradiciones, transformó la República en algo diferente y nuevo: un régimen más autoritario, dominado por la figura providencial del emperador. El historiador Suetonio cuenta que Augusto, ya muy enfermo, mandó llamar a sus amigos. Cuando rodearon la cama donde agonizaba, les preguntó: “¿Os parece que he representado bien esta farsa de la vida?”. Y cuando presintió la muerte, exclamó, bromeando con gran seriedad: “Aplaudid. La función ha terminado”.
Investigar la historia —una tautología, según Heródoto— es tarea lenta, paciente, ardua, en perpetua tensión con lo trillado y consabido, solo apta para temperamentos serenos. Precisa mentes sabias y vigilantes, capaces de preguntar a las fuentes sin tergiversarlas con una humareda de prejuicios. Sin embargo, en tiempos precarios y cambiantes, ciertos discursos políticos apelan al mito colectivo de la autenticidad, una ficción tan ilusoria como las farsas de Augusto. Anhelan recuperar grandezas perdidas, el brillo de imperios derribados y halos de pureza desvanecida. Desde la atalaya de su conveniencia, seleccionan determinadas etapas de la historia nacional para encarnar las esencias, como si otras épocas históricas del mismo país fueran solo impureza y simulacro. Ante la fragmentación de un hoy convulso y un mañana incierto, ese ayer soñado parece más íntegro, firme y sólido.
Las naciones son creaciones modernas, pero presumen de raíces remotas. Nos encanta creer que alguna vez fuimos genuinos. Hay quien afirma que el término proviene del latín genu, “rodilla”, porque los paterfamilias romanos admitían a los recién nacidos como hijos legítimos cuando se los colocaban sobre las rodillas. Lo que ahora es un juego inocente con el bebé dando pequeños brincos —al paso, al trote, al galope—, antes era cuestión de vida o muerte. Desde la Antigüedad, por convención, el órgano que reconoce el rango ajeno es la rodilla, con sus reverencias y genuflexiones.
Todas las sociedades tienden a ver tradiciones ancestrales donde en realidad hay grandes dosis de leyenda, influencias cruzadas y mestizaje. El antropólogo Richard Dorson acuñó la expresión fakelore, “folclore de pega”, para referirse a la mitología y los espectáculos acerca de héroes del Oeste que solo existieron en novelas. El western clásico edificó un imaginario de aguerridos vaqueros, siempre blancos, ocultando que un tercio de los cowboys fueron mexicanos y un cuarto negros; cuidar el ganado era un trabajo duro, propio de pobres y antiguos esclavos. Las fantasías creadas en torno a las esencias de cada cultura se denominan “efecto pizza”. La pizza, inventada en Nápoles, alcanzó su forma más conocida entre la emigración estadounidense. A través de parientes de visita, regresó a Italia, donde se expandió conforme a las ideas de los turistas sobre su autenticidad. Algunas de las especialidades gastronómicas europeas más típicas, como el gazpacho español, el café italiano o el chocolate suizo, serían imposibles sin ingredientes traídos de otros confines.
Lo que consideramos auténtico es, casi siempre, producto de una nostalgia o de un malentendido. Nada hay que en su origen no fuera una novedad ante la que refunfuñaron los vigías de la tradición. Muchas de nuestras ideas más afianzadas son, a decir verdad, invenciones: las leyes y leyendas, la patria y las palabras, los derechos y las desigualdades, las hipotecas y las discotecas, el dinero, las dinastías, las fronteras, los sistemas políticos o incluso los domingos por la mañana. Como especie, nos caracterizamos por creer con pasión en cosas imaginarias. Asumirlo no las vuelve más frágiles, sino, al contrario, adaptables y resistentes a los embates del tiempo. Entre nuestras ficciones hay algunas maravillosas; las mejores serán las que nos ayuden a vivir en comunidades más unidas y humanitarias.
Al recibir el Premio Cervantes, Ana María Matute recordó a la hija de un compositor que, siendo niñas, le dijo: “La música de papá, no te la creas: se la inventa”. La futura escritora se rebeló ante la idea de que las creaciones no merezcan confianza. Terminó su discurso expresando un ruego: “Créanse mis historias, porque me las he inventado”. Solemos pensar que las ficciones son etéreas, ingrávidas y dudosas, mientras las verdades rotundas y las certezas nos fortalecen. Sin embargo, como explica la filóloga Mamen Horno en Un cerebro lleno de palabras, la terminología drástica —como “nunca, siempre, todos, nadie, jamás, odiar”— es peligrosa para la salud. El lenguaje absoluto tiende a provocar ansiedad y depresión. En cambio, resulta sanadora la habilidad de matizar una opinión tajante o rebatir racionalmente ideas simplistas —”nos roban, nos odian, nos invaden”—. Las investigaciones prueban los beneficios de dejar resquicios a la duda y ser capaz de cimbrear. Eso ya lo sabían los antiguos maestros. Lao Tse escribió: “Los hombres nacen suaves y blandos; muertos son rígidos y duros. Quien sea inflexible es discípulo de la muerte. Quien sea suave y adaptable es discípulo de la vida”. Hay que evitar a toda costa formular opiniones radicales e imperiosas; es decir, desconfíen de frases como la que ahora mismo están leyendo.
Lo genuino no es agachar las rodillas para reverenciar y añorar imperios extintos o conceptos inamovibles, sino usarlas para caminar y avanzar. Como articulaciones, simbolizan nuestra flexibilidad y ligereza andariega. El estudio de la historia nos demuestra que gran parte de lo que hemos construido se apoya en ideas, que son aire, vaho, niebla y pálpito. Al reivindicarlas, paso a paso, nuestras creaciones más valiosas amplían el mundo. Esa constatación nos invita a inventar: confíen en nuestros mejores hallazgos, porque son ficciones. Irene Vallejo es filóloga y escritora. 












Sobre las lecciones del liberalismo político

 






Lecciones liberales para una época iliberal
RICARDO DUDDA
04 MAR 2024 - Ethic - harendt.blogspot.com

Vivimos una era iliberal. En realidad, pocas veces en la historia de Occidente se ha podido decir lo contrario. El liberalismo no es una ideología per se, sino una serie de recetas para la convivencia. Y la historia de Occidente ha sido, durante siglos, lo contrario a la convivencia: el liberalismo surgió, oportunamente, como una respuesta a las guerras de religión en Europa. Hoy, a pesar de que parece una ideología anticuada, sigue estando vigente: siempre y cuando exista el poder, habrá que limitarlo y controlarlo. Siempre y cuando exista la ideología, habrá que enfrentarse a sus dogmas.
En un texto reciente, Manuel Arias Maldonado esbozaba algunas de las preocupaciones del liberalismo: «la separación de poderes, el respeto a la privacidad, la distinción entre Derecho y moralidad, la aspiración universalista de la ley común, el principio del gobierno limitado, la aceptación de los organismos contramayoritarios, la cautela ante la ideología». No son, como puede observarse, muy rígidas: son más unas reglas de juego que una doctrina. Para muchos críticos del liberalismo, esa supuesta neutralidad es una manera de ocultar otro tipo de opresiones. No se quedan con las ideas sino con su aplicación: se critica mucho, por ejemplo, que pensadores ilustrados del siglo XVIII y XIX tuvieran ideas muy poco «liberales» con respecto a determinadas minorías. Es algo injusto: si se han cometido cosas malas en nombre del bien, el bien no deja de ser algo a lo que deberíamos aspirar.
En su célebre Liberalismo, el filósofo John Gray expone las que considera que son las cuatro patas del liberalismo. Su visión es más moral que práctica, pero sus ideas siguen siendo muy amplias. En primer lugar, considera que es individualista, en el sentido de que pone por delante al individuo frente a las pretensiones de cualquier colectividad. En segundo lugar, es igualitario, «en la medida en que confiere a todos los hombres el mismo estatus moral y niega la relevancia para el orden jurídico o político de las diferencias de valor moral entre los seres humanos». En tercer lugar, es universalista, porque defiende la «unidad moral» de la especie humana frente al esencialismo y los particularismos culturales o históricos. Y, finalmente, es meliorista, porque cree en la corregibilidad y la perfectibilidad de todas las instituciones sociales y acuerdos políticos.
El liberalismo político es una especie de acuerdo de mínimos. Es un intento de garantizar la coexistencia pacífica y la mutua tolerancia. Asume que la sociedad y la vida pueden mejorar, pero nunca alcanzar la perfección. Y, sobre todo, que el ser humano siempre será imperfecto: los intentos por construir una sociedad y un ser humano ideales suelen conducir a la tiranía. Estas bases tan obvias son hoy, en una época de autoritarismos, populismos y nacionalismos, algo muy heterodoxo. ¿Por qué mi líder debe abandonar el poder, si lleva la razón y además está haciendo las cosas bien? ¿Por qué la ley no debería estar hecha a medida de mi tribu, si somos el pueblo elegido? ¿Por qué tengo que esperar a que un juez decida quién es culpable, si la masa ya lo tiene claro? El liberalismo nunca será muy popular y por eso será siempre necesario. Ricardo Dudda es escritor












De renegados y héroes

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo. ¿Quién de nosotros, llegado el momento, se pregunta en El País el escritor Antonio Muñoz Molina, elegiría la vergüenza pública antes que la conformidad que nos abriga y al tiempo nos convierte en cómplices de los crímenes contra los que casi nadie levanta la voz? Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com











El renegado y el héroe
ANTONIO MUÑOZ MOLINA
09 MAR 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Lo que distingue a las víctimas de quienes dicen serlo es que jamás incurren en el victimismo. Quizás la prueba de que alguien es de verdad un héroe y no un farsante o un bocazas es un cierto aire entre de modestia y serenidad. Ni la víctima exhibe impúdicamente su condición ni el héroe, la heroína, hace ostentación de su coraje. Rosa Parks se mantuvo sentada en su autobús de Montgomery, en Alabama, con la misma templanza con la que se sentaría en la iglesia baptista de la que era muy devota, con su sombrero y sus guantes, el bolso sobre las rodillas juntas, las gafas que acentuaban su expresión pensativa. Energúmenos con y sin uniforme le gritaban tan cerca que le mancharían la cara de saliva, pero ni los malos modos con que la hicieron bajar del autobús y la llevaron presa por el delito de ocupar un asiento reservado a los blancos lograron alterar su presencia dignísima. La expresión serena de Rosa Parks se parece a la de la viuda de Alexei Navalni cuando habla mirando a una cámara con la misma fijeza acusadora que si mirara a los ojos de Putin; y también a la de esos hombres con abrigos negros y guantes que llevaban a hombros el ataúd con los restos martirizados de Navalni y sabían que ese simple gesto los estaba marcando a cada uno de ellos como una mira telescópica.
Decía John le Carré que hace falta pensar como un héroe para actuar con algo de decencia en la vida diaria. Quizás cuando más necesario es el heroísmo es cuando lo que se tiene enfrente no es un poder político tiránico, que por su propia brutalidad despierta el espíritu de rebeldía, sino la inmensa mayoría de la comunidad en la que uno vive; no un invasor extranjero, al que se identifica fácilmente, sino los propios compatriotas, los vecinos de al lado, hasta los familiares más cercanos, los padres, los hijos. Eugène Ionesco, que había asistido durante su primera juventud en Bucarest a la transformación monstruosa de muchos de sus amigos literatos en fascistas, inventó la fábula de un pueblo donde las personas, sin que se sepa el motivo, se van convirtiendo en rinocerontes. Solo un vecino, un donnadie borrachín, resulta ser inmune a esa metamorfosis. A diferencia de la mayor parte de esos amigos —entre ellos, tristemente, E. M. Cioran—, Ionesco no se contagió nunca del desvarío colectivo, y en cuanto pudo se escapó a París, quizás intuyendo que es más saludable y menos peligrosa la extranjería cuando uno la sufre lejos de su propio país. Con ciertas mañas uno puede eludir la vigilancia de la policía secreta, pero no la de un vecino o un amigo que se da prisa en delatarlo. En Rusia, en San Petersburgo, en los días siguientes a la invasión de Ucrania, cuando usar la palabra “guerra” para nombrar la guerra era de pronto motivo suficiente para que lo enviaran a uno a la cárcel, una activista joven y su novia aguzaron su ingenio e inventaron una forma inusual de protesta: imprimían falsas pegatinas de precios para las estanterías en los supermercados, y en cada una de ellas, con la misma tipografía que designaba los productos, incluían mensajes breves y rotundos contra la guerra. Una de las dos, que se llama Sasha, fue denunciada por un amable jubilado que la vio de soslayo cambiando pegatinas. Se sabe que en los regímenes opresores la cooperación voluntariosa es más eficiente que la vigilancia policial. A Sasha la delación de su vecino la llevó a la cárcel, donde ha pasado no se sabe ya cuánto tiempo esperando juicio y solicitando en vano la libertad provisional. Veo su cara y la de su novia, las dos igual de jóvenes, en un documental de Gesbeen Mohammad que aquí se ha titulado Desde Rusia contra Putin: las dos miran con el sereno fatalismo de quien se sabe destinado a la desgracia y sin embargo no renuncia a la esperanza ni claudica del coraje.
Hay varias historias parecidas en el documental, casi todas de mujeres, salvo la de un hombre, un profesor de Derecho que lo ha perdido todo porque debajo de la foto de su perfil en una red social escribió en grandes letras: “NO A LA GUERRA”. De un día para otro lo que era normal se convertía en delito. A este hombre de aire calmado y más bien melancólico lo echaron de la universidad, pero no solo fue repudiado o evitado como un enfermo contagioso por sus excolegas: su hija, que tiene 13 años, es uno de tantos niños y adolescentes rusos enajenados por la propaganda, vestidos con uniformes, exaltados por las coreografías de himnos, banderas y desfiles en las que participan. Para la hija de este hombre, Putin es un héroe y su padre un ser equivocado y débil, que ha traído la ruina sobre sí mismo. Por su culpa ella será señalada.
Quién de nosotros, llegado el momento, elegiría el ostracismo, la vergüenza pública, antes que la conformidad que nos abriga y al mismo tiempo nos convierte en cómplices de los crímenes contra los que casi nadie levanta la voz, no ya por miedo, sino por voluntaria ignorancia, por seguir la corriente, por la astucia de no abrir los ojos o de no ver lo que está frente a ellos. En el documental de Muhammad, una activista que se arriesga a diario a denunciar la represión en TikTok, utilizando su destreza tecnológica para sortear la censura, pasea una mañana de sol por un parque de Moscú en el que la gente perezosa y risueña juega o merienda sobre el césped, charla, bebe refrescos, monta en bicicleta. Ella es idéntica a los demás, pero se sabe distinta y excluida, y posiblemente vigilada. En ninguna parte se ve signo alguno de la guerra en Ucrania, ni de la persecución de los disidentes, ni de la corrupción y el miedo que pudren por dentro el país. Esta chica dice que su madre se ha transformado en los últimos tiempos y ahora solo ve durante horas y horas programas patrióticos en la televisión y piensa que Rusia está rodeada de enemigos.
El enemigo de repente eres tú. “No sabes qué terribles pueden ser / las gentes demasiado buenas”, dice una letra de bolero. No hacen falta jueces serviles ni policías con porras y pistolas cuando tus semejantes te señalan como traidor. El director de cine israelí Yuval Abraham dio un discurso de tres minutos en el festival de Berlín denunciando el trato inhumano al que el ejército y los colonos integristas someten a la población palestina de Cisjordania y ahora es un apestado que no puede volver a su país, no porque vayan a detenerlo, como a Navalni, sino porque centenares de sus compatriotas no paran de enviarle mensajes feroces de odio y amenazas de muerte. “Cuando vuelvas te estaremos esperando, hijoputa”. “Te daré caza en el aeropuerto”. En las fotos, Yuval Abraham no tiene cara de heroísmo, aunque sí de estupor, y determinación. Está solo frente a la inmensa mayoría de quienes ya no lo reconocen como uno de los suyos, los que prefieren no ver los crímenes contra la humanidad que está cometiendo su país, y los que los ven y los celebran. Un día vas por la calle y ves que todos tus vecinos tienen cabeza de rinoceronte, y te miran y te señalan como una anomalía escandalosa. En Rusia basta una palabra para enviarlo a uno a prisión. Con un simple gesto de decencia, con su voluntad de dar testimonio de la injusticia, Yuval Abraham se ha convertido en un renegado, y por lo tanto en un héroe. Antonio Muñoz Molina es escritor y académico de la RAE.


























[ARCHIVO DEL BLOG] Los conspiradores. [Publicada el 26/05/2008]












La persona que haya leído con más o menos continuidad la primera etapa de Desde el trópico de Cáncer (2006-2008), y ahora esta continuación, se habrá dado cuenta sin demasiado esfuerzo de mi nula simpatía por el PP. O por sus dirigentes, si quieren que matice un poco más. A mi me duele enormemente lo que le está pasando al PP. Como demócrata, y porque tengo memoria. Lo mismo que le están haciendo ahora a Rajoy, o algo muy similar, le hicieron antes a González y a Zapatero. Lo recordó el otro día, con bastante mala leche y muchas ganas, ironías aparte, el secretario de organización del PSOE, José Blanco. Y es que resulta que los conspiradores son los mismos en las tres ocasiones: La Santísima Trinidad de la Mentira: Federico Jiménez Losantos (el Padre), Pedro J. Ramírez (el Hijo) y Monseñor Rouco Varela (el Espíritu). Algo muy similar, pero con tintes dramáticos, lo dice en El Confidencial de ayer el periodista Federico Quevedo, en  su artículo Por qué Mariano sí, y la conjura no, una persona que no se ha distinguido precisamente por sus simpatías izquierdistas, sino por todo lo contrario. ¡Qué cosas tiene uno que ver, Señor, para creer en Tí! Les dejo con su artículo: Les podría dar un sinfín de razones, más o menos acertadas, y con las que ustedes podrían estar o no de acuerdo... Y a la vista de la visceralidad con la que muchos de los lectores responden en el foro a algunas de las cosas que escribo, sospecho que encontraría más rechazo que asentimiento, lo cual, les seré sincero, no me afecta en demasía pues si de algo estoy seguro es de que nada de lo que está pasando en torno a la crisis del PP responde a un análisis objetivo, sino que más bien es fruto de una perversa manipulación en la que ha caído inocentemente mucha gente. Eso es lo que de verdad me preocupa, por encima de los enfrentamientos personalistas y el falso debate sobre el supuesto giro de Rajoy. Verán, cuando el jueves por la mañana escuché en los micrófonos de la COPE a Pedrojota Ramírez llamar a la sublevación en el PP, y un poco más adelante incitar a Gustavo de Arístegui y a Juan Costa a presentarse en una lista alternativa a Rajoy en el Congreso, aunque perdieran, me di cuenta de la verdadera gravedad de la situación y, francamente, me alarmé.
El hecho de que un periodista se convierta en instigador de una sublevación, el hecho de que envíe a otros a dar una batalla propia e, incluso, a morir –políticamente hablando, se entiende- en ella en su nombre, mientras él observa la contienda alejado de los peligrosos mandobles, me hizo comprender el alcance de la sinrazón a la que estamos asistiendo, algunos absortos, otros encantados, sin darnos cuenta de lo que de verdad se esconde tras la misma. Miren, creo que Rajoy sí, creo que debe continuar y liderar el PP hasta que él o su partido decidan cuando debe dejarlo, por una cuestión de higiene democrática, porque de lo contrario habremos puesto en serio peligro el propio sistema, nuestra propia libertad, y habremos entregado nuestra soberanía al peor de los totalitarismos, ese que se teledirige a distancia por poderes que actúan al margen del propio sistema sin que muchas veces el sistema se de cuenta de que está siendo manipulado y condicionado por terceros.
A lo que estamos asistiendo, en escala partidaria pero como forma de ensayo de lo que podría ser un intento de otro tipo, es a un pequeño 23-F que, es verdad, afecta sólo a la vida interna de un partido. Pero, en la medida que desde determinados medios de comunicación se intenta condicionar la vida interna de ese partido sin participar de ella ni someterse al juicio de sus militantes, lo que se está haciendo se asemeja a una asonada de, por ahora, proporciones desconocidas. Ésta es la única razón de la crisis. No hay otra. Y esa fue la razón por la que entre la mañana del lunes 10 de marzo y la del martes 11, minutos antes de que Mariano Rajoy anunciara su continuidad, el líder del PP recibió cientos de llamadas en su móvil con un mismo mensaje: "Mariano, tienes que seguir porque no podemos permitir que nos hagan una crisis desde fuera".
Él dice que no, que no fue la actitud de los medios lo que le hizo cambiar de opinión porque no había opinión que cambiar, pero lo cierto es que sí hubo mucha gente en el PP que, en aquel momento, se asustó por la gravedad que suponía que a un partido político con 750.000 militantes y 10,3 millones de votantes, con mucho poder territorial y local, con una perspectiva evidente de poder ganar las elecciones generales, le hicieran la crisis desde los aledaños de su propia estructura. Y esa, señores míos, es una razón de mucho peso, de mucha envergadura, porque, en efecto, si el PP hubiera permitido, si Rajoy hubiera flaqueado y aceptado que le hicieran la crisis desde fuera, la democracia se habría resentido en su propia esencia, porque se habría vulnerado la voluntad popular y doblegado la soberanía nacional, y esos mismos que exigen democracia interna habrían dado un golpe de gracia a la misma democracia que dicen defender.
Sé que muchos de ustedes, llevados por una animadversión irracional, no van a querer reflexionar sobre esto que les digo, pero permítanme que les invite a rebelarse, a no dejarse manipular, a ser libres, a creer en una sociedad abierta e inteligente capaz de pensar por sí misma y no sometida a lo que piensan otros por ella. Déjenme que les invite a dudar, a sublevarse ante la sinrazón, a no tener miedo a decir que no a las consignas nacidas de un ilustrado despotismo, a mirar para otro lado, a no actuar como borregos siguiendo las directrices semibolcheviques de aquellos que viajaron de un extremo a otro de un ideologismo dogmático. Lo que está en juego es mucho más que el liderazgo de un partido político: lo que está en juego es la supervivencia de una estructura humana libre e independiente, pero cuyo futuro puede ser el de acabar sometida, esclavizada, a los que otros opinan desde fuera de la misma. (El Confidencial, 24/05/08). Sean felices si pueden; no corren buenos tiempos para la lírica. HArendt