El blog de HArendt - Pensar para comprender, comprender para actuar - Primera etapa: 2006-2008 # Segunda etapa: 2008-2020 # Tercera etapa: 2022-2024
domingo, 4 de febrero de 2024
De los males de Occidente
[ARCHIVO DEL BLOG] ¿Enseñanza o creatividad? He ahí el dilema... [Publicada el 14/04/2018]
La universidad española puede ser criticable pero, en mi opinión, tiene una ventaja: no es selectiva. Más del 90% de alumnos supera la prueba de acceso, mientras que el Gaokao chino lo aprueba el 40%. En Harvard entra el 6% de las solicitudes. Excepto en ciencias e ingenierías (donde hay que resolver problemas y no basta con plantearlos), la mayoría de las titulaciones en España tiene altos índices de aprobados con poco esfuerzo. En Comunicación, por ejemplo, acaba casi el 90% de los que se matriculan. Con sistemas donde los inspectores presionan para aprobar o donde los alumnos, a través de encuestas, deciden el salario o, incluso, la renovación de un profesor, está claro que la exigencia no es un valor en alza. Pero no es malo. Grandes transformadores del XXI -desde Steve Jobs a Zuckerberg o Gates, entre otros- no acabaron la universidad. La filosofía es que "la vida te aprobará o suspenderá". En Comunicación es habitual que malos estudiantes triunfen y que buenos no lo hagan. Y esto sucede porque es un área donde la creatividad, y no la erudición, es el valor. El periodismo robot redacta noticias simples, pero no grandes reportajes ni aporta ideas nuevas.
No he conocido a un periodista o cineasta -o pintor o escultor- a quien le exijan su título universitario. Y, desde luego, menos aún a alguien contratado por tener sobresaliente en Semiótica o Teoría de la Imagen. Se le contrata si sabe escribir. Si tiene entusiasmo y curiosidad y, sobre todo, creatividad. Y ahí sí sufrimos un grave problema. ¿Cómo se aprende, por ejemplo, a escribir si durante toda la etapa educativa estos chavales no han tenido profesores que lo hayan hecho? En las oposiciones de maestros se valora más conocer las implicaciones sociales de los cuentos (erudición) que crear un relato propio. En secundaria, los profesores prefieren corregir sintaxis y ortografía que sugerirles a los chavales que escriban ensayos, cuentos o capítulos de novelas. Entre otros motivos porque con qué autoridad suspendes la poesía que te entrega un alumno si el profesor jamás ha intentado una. Para ser poeta no hace falta ser culto; para detectar una oración subordinada, sí. Pero, ¿qué es más valioso en tiempos de la IA? La selectividad valora un comentario de texto, que no deja de ser una divagación erudita -como la crítica literaria o cinematográfica- de una cofradía de pedantes sobre lo que un autor quiso decir pero que seguramente jamás pensó. ¿Cuándo se exigirá un relato propio? En Harvard el requisito indispensable para entrar es redactar un buen ensayo (y publican un volumen anual con los mejores). El año pasado Harvard (la primera en los ránkings) doctoró a Obasi Shaw con una tesis en forma de álbum de música rap. Sería impensable en España doctorar con un reportaje, una novela o una película. La Inquisición del siglo XXI -la ANECA- lo impediría.
Todo lo que enseñamos ahora lo hará mejor la Inteligencia Artificial en unos años: desde escribir sin errores hasta estudiar historias clínicas para, a través de análisis químico-físicos, detectar enfermedades. Un algoritmo lo resolverá mejor. No se aprende a crear -arte, ideas nuevas- que es la única manera que tenemos, de momento, de competir con robots inteligentes que dominarán pronto. Un ordenador ya mejora la sintaxis de un texto; incluso redacta un comentario de texto tipo selectividad, pero aún se tardará para que pueda crear ideas originales. La LOGSE introdujo una asignatura - "Aprende a razonar"- que es lo que hacen los algoritmos. La que necesitamos es, parafraseando a Kant, una de "atrévete a pensar". ¡Y a crear!
La ventaja de la creatividad es que no conoce clases sociales. Los hijos de grandes escritores, artistas o científicos poseen cultura (es algo que las élites pueden comprar) pero no heredan su creatividad. Insistir en la ortografía perpetúa la separación de clases. Solo los estratos altos (ojo, no en lo económico sino en lo cultural; pues, a estos efectos, es más clase alta el hijo de humildes maestros que de constructores millonarios pero sin estudios) manejan un vocabulario rico y hábitos de lectura. Eso no los hace más creativos, ni más listos (Amancio Ortega no tiene titulo universitario pero tiene una gran creatividad empresarial); sino más cultos.
Lo que se valorará en unos años no es la erudición (que es lo que mide nuestra selectividad y las pruebas de acceso a profesor) sino la contextualización y, en definitiva, la creación de lo nuevo. Las carreras de letras y sociales han sido tradicionalmente elitistas, no porque cueste aprobarlas; sino porque la mochila cultural que traen de sus casas los alumnos de padres con estudios los hace destacar sobre sus compañeros. Todos alcanzan el título final, pero la selección que hace el mercado es implacable con la procedencia. Esto no pasa tanto en ciencias o ingenierías. Ninguna familia discute ecuaciones diferenciales en el desayuno. Las matemáticas es un talento que no depende tanto de la cultura del entorno. Aunque uno proceda de clase desfavorecida, sus padres pueden realizar un sacrificio y pagar clases particulares. Como hay mucho trabajo en matemáticas o ingeniería, estas titulaciones aún suponen un ascensor social. Pero no ocurre en letras o ciencias sociales. No he conocido a ningún alumno de Periodismo o de Audiovisual que necesite clases particulares para aprobar. Todos obtienen el título, pero solo trabajan los que tienen una mochila llena (de contactos, de libros leídos, de experiencias en el extranjero...). Y, sobre todo, los que demuestran creatividad. Pero en el caso español es innata y ha debido superar la experiencia castradora de la enseñanza. En la selección del profesorado (sobre todo en la ANECA) se valora más a quien estudia a Almodóvar que al propio Almodóvar. Pocos catedráticos de Periodismo o de Audiovisual se han ganado la vida (al menos un par de nóminas) en la profesión que enseñan. Y pocos alumnos pueden leer los reportajes o ver las películas creadas por sus profesores. Es un sistema burocrático encorsetado que lastra la selección de creadores. Dentro de una década se verá que la mejor tesis de Comunicación en la Complutense fue la de Amenábar (su película Tesis sobre sus profesores castradores). Pero ya será tarde para dar marcha atrás. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
sábado, 3 de febrero de 2024
De una UE en alza
De ¿y si los malos somos nosotros?...
De los abusadores y los abusos
De los miedos ajenos
Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado. La vida política se ha degradado hoy hasta tal punto, escribe en El País el filósofo Daniel Innerarity, que a falta de una esperanza creíble y movilizadora, resulta más fácil agitar el temor a los otros, y esa es una de las maniobras más torpes que cabe hacer en política. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com
DANIEL INNERARITY
31 ENE 2024 - El País - harendt.blogspot.com
Para entender a una sociedad es más útil examinar sus temores que sus deseos. Toda época de la historia se diferencia de las demás por haber conocido formas particulares de miedo, o mejor, por haber dado un nombre o un significado diverso a las angustias que desde siempre acompañan a la vida. También este año tendrá unos miedos diferentes de lo que nos preocupaban en el anterior. El paisaje ideológico de una sociedad se descubre observando a qué le tiene más miedo cada cual y cada grupo social o actor político. La confrontación política se lleva a cabo entre los miedos ajenos que nos resultan extraños y los miedos propios que nos parecen evidentes. Y la estrategia política elemental consiste en agitar el miedo a que se hagan con el poder aquellos cuyos miedos despreciamos. Hay conversación democrática allí donde, en vez de echar en cara a nuestros adversarios que teman cosas que nos parecen absurdas, tratamos de hacernos cargo de por qué pueden tener miedo a lo que juzgamos tan improbable.
Detrás de fenómenos políticos extremos (radicalismo, polarización, indignación, discursos del odio…) suele haber algún miedo intenso que por diversos motivos no conseguimos comprender. ¿Qué podemos y debemos hacer frente a él, especialmente cuando tenemos dificultades para entenderlo? Demasiadas veces achacamos opiniones o comportamientos que detestamos a la irracionalidad o la estupidez. Es cierto que muchos miedos tienen una base empírica y argumentativa muy endeble, como temer que el cielo pueda caer sobre nuestras cabezas, según el sentir de Astérix, o que con las vacunas se nos quiera introducir un chip para controlarnos. El escritor austriaco Robert Musil hablaba de un “analfabetismo del miedo” para describir ese sentimiento elemental que con frecuencia no valora correctamente el peligro ni sabe cómo gestionarlo. También podríamos hablar de un analfabetismo a la hora de comprender y relacionarse con los miedos ajenos, especialmente aquellos que, con o sin razón, nos parecen insólitos. Una de las obligaciones democráticas consiste en estar dispuesto a cambiar la perspectiva y examinar qué razones hay en los miedos de los demás y, a la inversa, si el miedo que les tenemos está plenamente justificado.
La vida política se ha degradado hoy hasta el punto de que, a falta de una esperanza creíble y que movilice positivamente, resulta más fácil agitar el miedo a los otros o ridiculizar los suyos. Además del desprecio declarado a los miedos ajenos, existe una condescendencia paternalista que no ayuda a entenderlos. Me refiero a la arrogancia implícita en aquello de que hay que comprender el miedo de los otros; se da así a entender que deberíamos esforzarnos para hacernos cargo de los falsos temores de las personas inseguras. En la recomendación de tomarse en serio los miedos de los otros se desliza un cierto menosprecio e incluso una devaluación moral. Los temerosos vendrían a ser los mal informados, los resentidos o los crédulos.
¿No podría ocurrir en muchas ocasiones que los demás no tienen miedos extraños sino preferencias políticas diferentes de las nuestras? ¿No estaremos haciendo un diagnóstico patológico de cuestiones políticas? Los miedos necesitan una terapia, mientras que las opiniones políticas son objetos de una discusión democrática. Y a veces queremos ahorrarnos este debate mediante una descalificación psicológica. Tratarles como a menores de edad que no saben que esos fantasmas no existen no es el mejor modo de hacerles frente, ni el más democrático. ¿Son esos miedos tan infundados como aseguran quienes disfrutan de tantas seguridades? ¿Quién es más razonable a la hora de ponderar los miedos, quien los padece o quien los observa, los más vulnerables o los mejor protegidos? En vez de echarse en cara unos a otros la irracionalidad de los miedos ajenos, nuestros análisis serían más certeros y nuestras decisiones más justas si los consideráramos como asuntos políticos, no de salud mental; si los abordáramos con una lógica política y renunciando a cualquier superioridad moral.
Esa condescendencia benevolente esconde un tono de superioridad que no va a ayudarnos a comprender nada y solo está dando lugar a diagnósticos perezosos. Se da a entender así que uno toma en serio los temores ajenos, pero no sus motivos, que considera completamente infundados. Los miedos ajenos pueden tener una causa insuficiente, pueden ser exagerados o estar agitados interesadamente por astutos manipuladores, pero son reales para quienes los sienten y eso es lo que deberíamos tomarnos en serio. Por supuesto que podemos —y en ocasiones debemos— discutir sus motivaciones, pero vencer el miedo no es conjurarlo con un mensaje tranquilizador que muestre lo absurdo de tenerlo sino, en muchas ocasiones, resolver aquellos problemas que lo originan.
Propongo que nos fijemos más en la realidad del miedo que en su fantasía o en su posible manipulación. El miedo es real, aunque no esté en proporción a sus causas; el entorno del que surge es real (la creciente incertidumbre, las transformaciones abruptas, la desprotección general), aunque muchas de las propuestas para conjurarlo sean engañosas. No basta con explicar a los temerosos lo exagerado de su miedo ante fenómenos cuyo verdadero impacto también nosotros desconocemos, como la digitalización, el incremento de la diversidad, el cambio de valores sociales o el desclasamiento.
Desde el punto de vista social es más real lo que sobrevalora la gente que lo que minimizan las élites. Estas argumentan que ciertas reacciones no son razonables ni ofrecen las soluciones adecuadas, lo que muchas veces es cierto, pero eso no nos exime de la responsabilidad de indagar en las causas de ese malestar. Insistir en que la política es representativa, que la globalización proporciona muchas oportunidades o el racismo es malo es algo que solo vale para tener razón, pero no sirve para hacerse cargo de por qué resulta tan irritante el elitismo político, qué dimensiones de la globalización representan una amenaza real para muchas personas o qué aspectos del conflicto multicultural deben resolverse con algo más que buenas intenciones. Tan cierto es que el capitalismo ofrece muchas oportunidades como que amenaza particularmente a un cierto tipo de trabajadores; el fenómeno multicultural es celebrado por quienes no experimentan más que sus beneficios en el bazar de la diversidad (en el consumo, la diversión o como mano de obra barata) y temido, tal vez en exceso, por quienes lo viven en sus dimensiones más conflictivas, pues sienten la inseguridad física en sus barrios o la precariedad en sus puestos de trabajo.
Los líderes de la nueva derecha pueden formar parte de esa misma élite, pero —como los dirigentes de la izquierda alternativa en otro momento— han captado bien una parte del descontento popular. Mientras tanto, existe un tipo de persona progresista que se siente cosmopolita y moralmente superior porque se eleva por encima de sus intereses cuando en realidad sus intereses no están en juego y los que son sacrificados son los intereses de otros, más vulnerables, más en contacto con las zonas de conflicto.
En la época de la indignación hubo quien aseguró que el miedo cambiaría de bando, sin adivinar que estaba agitando una munición electoral especialmente peligrosa. Se acaba generando así una cultura política en la que el miedo, con diferentes versiones, se generaliza e instala en todos los bandos. No hay nada más dañino que instalarse en aquel punto en el que, con palabras de Charles Taylor, el sueño de unos se convierte en la pesadilla de los otros. Es mucho mejor trabajar el miedo ajeno para disiparlo o aminorar su intensidad en la medida de lo posible, que producirlo. Como estrategia política, dar miedo es una de las maniobras más torpes. El miedo que atenaza a unos puede efectivamente cambiar de bando, pero en la dirección menos esperada y deseable, fortaleciendo una hostilidad que termina volviéndose contra cualquiera. Que otros tengan miedo no nos protege del nuestro. Sus miedos pueden alimentar en nosotros aquellos miedos de los que pensábamos librarlos al provocárselos. Tal vez lo más amenazante para nosotros sean esos miedos ajenos que, lejos de ofrecernos, por contraste, seguridad, nos conducen a una situación general de irracionalidad, desconfianza mutua, confusión, imprevisibilidad, en la que finalmente todos, no solo ellos, ni unos pocos, nos muramos de miedo. Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política.