domingo, 10 de diciembre de 2023

De la melancolía incurable

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura para hoy, del escritor Jordi Gracia, va de la melancolía incurable. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com












No es la edad, es el poder
JORDI GRACIA
03 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Revoltosos e imprevisibles, contradictorios e hirientes, rebeldes y sobreactuados. Así han sido desde que nacieron la mayoría de intelectuales en su acepción más moderna y seductora pero también remota, es decir, desde Montaigne mismo, o desde Voltaire, o desde nuestro Larra o incluso el bendito Benito Jerónimo Feijóo: atrevidos en el juicio y en la rapidez de emisión, vibrantes en sus convicciones, indisciplinados a menudo pero a menudo también ciegos para esta o aquella causa, y casi siempre taxativos en sus juicios, como si tuviesen algún órgano suplementario del que carecemos los demás para erradicar el mal, suscitar el bien y corregir el rumbo errado de la nación, de la sociedad o de la mismísima era geológica. Javier Pradera ironizaría llamándoles sermoneadores, como decía de sí mismo ironizando.
Lo que la sociedad española ha empezado a padecer en los últimos años, desde el inicio del siglo XXI, es la propensión precisamente díscola y altanera, provocadora y desafiante no solo de sus nuevas huestes juveniles sino de los antiguos bastiones de la autoridad intelectual, los responsables activos de la transformación civil y moral que vivió tras el franquismo la vida intelectual española en su sentido más amplio. Eso mismo, sin embargo, parece estar llevándola a lo peor de sí misma si atendemos a los artículos, ensayos, declaraciones y hasta procacidades de un puñado de escritores íntima e históricamente identificados con la izquierda de este país a distintas distancias y con énfasis cambiantes.
Fernando Savater es el caso más potente e incuestionablemente tenaz, entre otras cosas porque ha sido el mejor exponente en la segunda mitad del siglo XX de la libertad de la imaginación y la filosofía moral con prosa imbatible. Solo Savater en la transición larga ―hasta el fin de siglo― está a la altura del significado intelectual que tuvo Ortega y Gasset un siglo atrás, hasta los años veinte. Pero no es el único escritor que ha emprendido una deriva netamente conservadora; los autores que han ido exhibiendo su disonancia con los nuevos liderazgos progresistas son bastantes más, desde Jon Juaristi o Félix de Azúa hasta algunos pioneros como el vuelco total que dio mucho años antes Gabriel Albiac, determinadas posiciones fuertes de ensayistas como José Luis Pardo, la evolución inequívocamente conservadora de Juan Luis Cebrián o la marcada adhesión de otros, como Andrés Trapiello, a los equipos de resistencia articulados en torno a Cayetana Álvarez de Toledo, como la plataforma Libres e iguales. La radicalidad de su encono contra las izquierdas del siglo XXI, incluso anteriores a la emergencia de Podemos (lo que incluye por tanto la etapa de Rodríguez Zapatero) no ha hecho más que crecer en los últimos tiempos hasta colonizar uniformemente sus opiniones.
Se sintieron muchos de ellos agredidos y ofendidos con el cuestionamiento del relato beato y triunfal de la Transición que apadrinó Podemos de forma simplista y maniquea, sin digerir algunos de los sabios de la tribu que todo relato triunfal es falso por definición, y también lo es el de la Transición. Tampoco hay nada muy verdadero en el catastrofismo derogatorio antritransición ni en las andanadas contra sus intelectuales más reconocidos. La emergencia del independentismo catalán como movimiento de masas dio la puntilla contra la paciencia de muchos de quienes ostentaron el poder de la opinión durante décadas. La militante movilización feminista, los excesos de la corrección política, la evidencia cruda de la emergencia climática y la alocada vida de urgencias que imponen las redes sociales se confabularon para que casi todo pareciese estar rodando hacia el infierno mientras fue declinando día a día su capacidad de influencia y de impacto, cada vez menos escuchados y menos aun secundados por buena parte de los nuevos titulares del poder político y de la mayoría de una sociedad que parece haberse desvanecido o extinguido. La renovación generacional que vivieron los partidos políticos los fue desplazando hacia la irrelevancia y muy lejos de una capacidad de influencia a la que estuvieron acostumbrados durante años y a la que no han sabido desacostumbrarse.
El efecto de ese proceso de debilitamiento ha forzado en sus columnas y tribunas de los últimos tiempos la propensión sistemática a la exageración y el ángulo dramático, al poso tóxico de un rencor difuso, a la magnificación nerviosa alimentada por un concentrado de patriotismo encendido y resistencialismo conservador. Un sábado cualquiera (por ejemplo, el 18 de noviembre y ya votada la investidura de Pedro Sánchez) basta para delatar la incontinencia de Savater cuando deplora los asesinatos masivos de ETA durante décadas, los asesinatos selectivos en España, Francia y otros lugares del terrorismo yihadista y considera indispensable situar en medio de ese sándwich atroz el queso fundido del drama de los niños catalanes sin enseñanza en castellano (que es la lengua hegemónica de los escolares en Barcelona, evidentemente). El desafuero de equiparar los asesinatos de cualquier terrorismo con el terrorismo lingüístico de la Generalitat está en el hit de las aberraciones que la pasión patriótica ha inducido a Savater.
Pasados conservadores. Claro que no es del todo nueva una parecida deriva conservadora. La percepción de ese desplazamiento tiene antecedentes ilustres en la historia intelectual española, aunque no haya norma alguna. ¿Qué tendrá que ver el primer José Martínez Ruiz, ubicado en la extrema izquierda e instalado en la denuncia del hambre y la opresión, con el sucinto sujeto de los años diez plenamente identificado con el rotundo conservadurismo político, ya subido al seudónimo más cursi de las letras españolas, Azorín, y encima miembro de la Real Academia Española? La viveza espontaneísta, medidamente arbitraria y un tanto anárquica de Pío Baroja desde la última década del XIX siguió impertérrita casi hasta el final de sus días, ya en los años cincuenta del siglo siguiente, o al menos hasta el estallido del trauma de una guerra que revienta trayectorias intelectuales muy mal pertrechadas para hacer frente a una división tajante entre unos y otros. Y sí, Unamuno es otro de los ejemplos de adicción compulsiva a la efusividad pública y, casi necesariamente, a la contradicción viciosa: por eso su articulismo y su ensayo de ideas es siempre tan atractivo, porque cree con la misma convicción y capacidad argumental ―emocional, tiránica, impetuosa― en una cosa y en la contraria, encastillado en la defensa de la incontinencia como función del pensamiento.
La pérdida de poder e influencia de los intelectuales históricos los ha hecho propensos a la exageración y al ángulo dramático, a la magnificación nerviosa alimentada por un concentrado de patriotismo encendido y resistencialismo conservador
Pero no fue un sarampión forzoso la derechización ideológica de las mejores cabezas del siglo XX. ¿Se hizo más conservador Unamuno con los años, como le pasó a Azorín? No estoy nada seguro. La pulsión patriótica sí expulsó a Ramiro de Maeztu de la radicalidad subversiva del fin de siglo, tan entusiasta y tan nieztscheano en su juventud y tan ortodoxamente católico desde su primera y dogmatizada madurez. En cambio, a Antonio Machado no le sobrevino nada parecido, más bien al contrario, y tampoco Manuel Azaña vivió un retroceso a posiciones conservadoras ni durante la dictadura de Primo de Rivera –que tuvo en Unamuno a uno de sus más potentes adversarios–, ni durante la Segunda República, ni desde luego durante la desolación de la guerra. Tampoco un personaje como Juan Ramón Jiménez, tan irritantemente almidonado y aparentemente ajeno a la rebatiña político-social, padeció una retractación de sus fundamentos liberales con el advenimiento de la República, a la que respaldó. El golpe de Estado de 1936 lo lleva fuera de España (a instancias entre otros de Azaña) pero precisamente para ser más útil a la República en el exterior que arriesgando absurdamente la vida en el interior. ¿Fue María Zambra- no una neofascista por coquetear durante un breve tiempo con quienes después iban a ser ideólogos del falangismo? Claro que no. ¿Fue Unamuno profranquista por haber mantenido la misma incontinencia de toda su vida, sin darse tiempo a entender lo que pasaba y saber qué significaba la sublevación militar de la iglesia y el reaccionarismo más compacto contra la Segunda República? Tampoco.
No, no existe ley alguna que obligue al intelectual de primer nivel a evolucionar hacia posiciones conservadoras. El advenimiento en Europa de los totalitarismos sedujo a un buen número de escritores y mientras unos mantuvieron una fidelidad indestructible a su nazismo nativo, como Ernst Jünger o Carl Schmidt, otros se redimieron de sus infiernos ideológicos y escaparon de ellos, como hicieron Ignazio Silone en Italia o Dionisio Ridruejo en España.
No es la edad, es el poder. Lo que quizá explica esta evolución no es tanto la edad como la percepción de la pérdida de poder e influencia en el mapa de la opinión pública. No es una hipótesis intuitiva sino descriptiva: la vieja y puritana aseveración de Lord Acton de que el poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente, tiene un correlato verosímil en otras formas de poder no político: el intelectual, el cultural, el musical o el literario. Ortega y Gasset es el caso paradigmático porque reúne en su nombre y en su familia los dos poderes, el intelectual y el político. Esa inteligencia superdotada de la cultura española nace sobre la mesa del periódico más influyente del momento y sobre la mesa del consejo de ministros, donde están la familia Ortega o la familia Gasset (o las dos). Su irrupción como intelectual bautiza con un nombre propio y capitán a las nuevas huestes jóvenes ―en la treintena muchos de ellos― de la España del siglo XX, dispuestas a barrer el pasado sin contemplaciones y sin piedad; nada había de quedar en pie de un tiempo de miseria cultural, intelectual y política, un tiempo de derrota de una nación herida en su autoestima (o la de sus jóvenes intelectuales) al que se atrevieron a llamar Restauración. Por eso siguieron todos a Ortega en su discurso sobre Vieja y nueva política en 1914, antecedente conceptual y estilístico de la irrupción de Podemos como fuerza de ruptura cien años después.
La insubordinación incomprensible de las mayorías ignaras ante los dictados de la inteligencia superior es la causa de la debacle que llega a España una década después. El diagnóstico de Ortega brota en 1920 como una herida sangrante en los argumentos perfectamente caprichosos e infundados de España invertebrada, el ensayo más influyente y menos convincente de las letras españolas del siglo XX. Tres o cuatro años de inmersión como ideólogo en la vida periodística y política del periódico El Sol desde 1917 no habían surtido el menor efecto en el rumbo histórico del país, según él, aunque no fuese verdad ese pesimismo de un hombre siempre con prisas y dañado en el corazón de su orgullo patriótico. El lento efecto de una nueva clase intelectual moderna y europea en torno a Ortega (y a veces contra Ortega, como es el caso de Azaña) es corresponsable activo de la llegada de la Segunda República y la mejor herencia que dejaron al futuro, pese a su sentimiento de fracaso generacional.
Para entonces Ortega ya no tiene cura. Lo que parecía la ocasión histórica para ejercer el liderazgo de la nación desde su autoridad indiscutida pasa a ser solo otra oportunidad perdida y será ya la última: desiste de la República porque vuelve a ser desobediente e insumisa al dictado de su primera cabeza en la calle y en el parlamento (porque fue diputado los dos primeros años). No fue la edad la causa determinante de su rechazo herido a la República: fue la frustración por un poder insuficiente, la impotencia ante las demandas de una realidad más ingobernable de lo que creyó y cuyos laberintos de matices y motivaciones se le escaparon a Ortega por una mezcla de egolatría, soberbia, impaciencia y complejo de superioridad anquilosado.
Escatología política y pánico patriótico. La tentación se me cae del párrafo anterior hasta el principio de este: ¿las mejores cabezas, las más sugerentes y emancipadoras, las más brillantes y fecundas de las dos o tres primeras décadas de la democracia han vivido una semejante desesperación ante el curso de la historia de los últimos veinte años? Cuando sus lectores históricos les leemos hoy aventando coléricos las alarmas del apocalipsis por la felonía de una amnistía, por un gobierno con una izquierda populosa (pero nada más que socialdemócrata) o por la extensión de derechos civiles a minorías maltratadas con ferocidad, resulta imposible encontrar la ruta que los saque de la trinchera de la guardia patriótica y los devuelva a quienes fueron. Sublevados hoy ante la escatología política del fin del mundo, escriben inmersos en la amenaza existencial de la nación, o arrastrados por una fobia maníaca contra un gobierno de izquierdas como monocorde maldición política sin matices, entregada, sumisa y obediente a la derecha y a veces la ultraderecha.
La hegemonía de algunos de ellos durante décadas puede haber sido precisamente la causa inocente y a la vez necesaria para una deserción de la izquierda y sus demandas mejores o peores, e incluso abiertamente cuestionables, sin que hayan vivido una evolución semejante figuras como Victoria Camps, Maruja Torres, Rosa Montero, Rosa Regàs. Pero la cólera que prodigan en sus colaboraciones en medios clásicos y medios nuevos ―desde EL PAÍS a El Mundo o la nueva época de The Objective― ha dejado de ser contingente y analítica para ser esencialista y compulsiva: el brillo del sarcasmo o el machetazo verbal llegan dictados por la furia defensiva más que por la alegría contagiosa de difundir una perspectiva impugnadora o una dislocación conceptual y luminosa, como tantas veces sucedió décadas atrás. La invocación frecuente de un pasado idealizado (y liofilizado) delata un desorden presente que a menudo está fundado en la frecuentación de entornos herméticos que retroalimentan su misma desesperación ante el rumbo catastrófico, milenarista, de los nuevos tiempos.
El atrincheramiento en la vieja razón política y sus argumentos es quizá la madre del cordero de una intransigencia que unos vemos como resistencia acorazada contra una realidad cambiante y ellos visten de resistencia cabal a la banalidad de las nuevas gentes y sus discursos adanistas o, peor, radicalmente desnortados. El encastillamiento así se fabrica con intolerancia y desprecio combinados con la arrogancia de quienes se ganaron una autoridad que se disuelve hoy en un magma mediático sin control y a menudo también sin audiencia. El enfado crónico que destilan les hace encarnar a ojos de muchos a una vieja élite destronada y refugiada hoy sobre todo en un paradójico cantonalismo irredento. El sentimiento conmocionado de vivir en un país en quiebra ha colonizado las antenas y los sensores y los ha in- sensibilizado para captar, tasar y valorar los matices, las diferencias, la diversidad que incuba el profuso ruido de la calle, a menudo sin nada que ver, ni de cerca ni de lejos, con el fantasma de una nación rota.
Hoy puede ser esta la auténtica causa emocional de una visceralidad estilística que resuena inevitablemente como coletazo de un españolismo temible e induce invenciblemente una melancolía incurable. Quizá porque las paternidades intelectuales son en sí mismas malas de necesidad, y a veces conducen quieras que no al desengaño. Pero nadie pudo pensar hace décadas que se reencarnaría esa pasión viciosa del españolismo en quienes hicieron a pulso ―casi todos los nombrados al principio― la labor de desnacionalizar y desespañolizar a varias generaciones de lectores que aprendimos con ellos que primero éramos ciudadanos y después, quizá, españoles.



































[ARCHIVO DEL BLOG] Golfus de Hispania: Banqueros. [Publicada el 10/02/2014]









Hace unos días escribía una entrada dedicada a la primera división de los "golfus hispaniae", es decir, a los políticos en general, y los del PP, por merecimientos propios, en particular. La de hoy (la número 1100 de esta segunda etapa de Desde el trópico de Cáncer), y espero que la serie tenga continuación, va dedicada a la segunda división de nuestros "golfus hispaniae": los banqueros.
Una fuente tan solvente como la agencia Europa Press publicaba a finales del año pasado un informe con los sueldos, remuneraciones, bonus y privilegios económico-financieros de la élite bancaria de este país nuestro llamado España. En esencia, y para abreviar, que un total de cien banqueros españoles cobraron de sueldo más de un millón de euros anuales cada uno. A una media de 2,16 millones por barba se repartieron 100 millones de euros entre ellos. Los mejor retribuidos de la Unión Europea después de los banqueros chipriotas... Así se explican muchas cosas...
"Al principio los bancos sabían lo que vendían, y los clientes lo que compraban. Después pasamos a una fase en la que los bancos sabían lo que vendían pero los clientes no sabían lo que compraban. Y desde hace tiempo ni los bancos ni los clientes tienen idea de nada". Quien pronunciaba tan irónica (o sarcástica) frase hace ya cinco años era nada menos que Pedro Solbes, vicepresidente en aquel momento del gobierno español y ministro de Economía y Hacienda. La cita salió en el blog La Economía de los No Especialistas, en un artículo firmado por J.G., titulado "Nacionalización o bancarrota". Les invito a su lectura. Y lo mismo les recomiendo sobre este otro, publicado en El País por David Fernández, titulado "Regla núm. 1: No compre nada que no entienda".
No hace falta ser Charles Darwin para darse cuenta de que la vida es "cambio". Tampoco hace falta ser muy listo para percibir que esos cambios unas veces salen bien y otras salen mal. Hace cincuenta años en las oficinas bancarias no había calculadoras electrónicas, ni fotocopiadoras, ni ordenadores. Todo se hacía a mano o con unas impresionantes máquinas de escribir, que no fallaban nunca. Iban todos al trabajo con chaqueta y corbata, se trataba a los clientes de usted, se les respetaba porque eran de quiénes se comía, se les vendía lo mejor que se tenía y no se les engañaba jamás. Se pagaban las horas extras que se hacían (mal, pero se pagaban). Y cuando se entraba a trabajar a un banco, sabías que era para toda la vida a menos que metieras la mano en la "caja"... ¡Qué tiempos! Los empleados de una oficina eran como una gran familia. Claro, como en todas las familias, había algún cabrón que otro, pero se podía lidiar con ellos...
El cambio llegó, pero no fue con las calculadoras electrónicas, las fotocopiadoras multifunción o los ordenadores y las pantallas de última generación: llegó cuando se estableció la convicción que el cliente estaba para explotarle, el personal para estrujarlo, las oficinas para vender vajillas y electrodomésticos, los directivos para manipularlos con las retribuciones por objetivos, y los jefes y jefecillos para hacer cualquier tarea, reconvirtiéndolos en "oludis" (Objetos Laborales de Uso Discrecional). El caso era ganar dinero como fuera, con buenas prácticas, malas prácticas, o mediopensionistas prácticas. La más usual, hacer creer al cliente que lo que el banco le ofrecía era lo mejor para él... Y lo era: para el banco, por supuesto; no para el cliente. Si salía bien, y colaba, ascendías un puesto; si salía mal, y no colaba, a la calle. Recursos Humanos y Dirección Comercial miraban para otro lado y se ponía a buscar otros mirlos (entre el personal y entre los clientes). Ellos nunca eran responsables de nada. Supongo que era de esperar que aquellos lodos trajeran estos barros... Y luego llegó la Tercera Fase que enunciaba Pedro Solbes . Y ya ni Dios supo preveer lo que iba a pasar. Algunos siguen pensando que la nacionalización del crédito (de los bancos) es la única solución; otros, que es la mejor, además de única. 
Personalmente pienso que la nacionalización no garantiza que la banca se gestione mejor; quizá que se corrompa más aún. Pero pase lo que pase, espero que sea para bien y que volvamos a la Primera Fase. La vida no es más que un eterno retorno. No creo que los banco vayan a escapar a esa ley. Sean felices, por favor. Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt












sábado, 9 de diciembre de 2023

De los afrodisíacos de Kissinger

 






Los afrodisiacos de Henry Kissinger
ANTONIO MUÑOZ MOLINA
09 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

A algunas personas que acumulan desmedidamente el dinero o el poder sus admiradores más abyectos llegan a atribuirles cualidades inauditas. De Henry Kissinger decían algunos de sus cortesanos y cobistas que no solo era un estratega magistral en los asuntos internacionales y un erudito de profundo saber en la historia de la diplomacia, sino que además, cuando se lo trataba de cerca, tenía un excelente sentido del humor. Algunas pruebas han llegado documentalmente a nosotros. En Nueva York o en Washington, en las fiestas de alta sociedad a las que era tan aficionado, decía a veces, con una sonrisa radiante de descaro y astucia, cuando le presentaban a un desconocido: “¿Usted también piensa que soy un criminal de guerra?”. Pequeño y regordete, con su cara y sus gafas de empollón, se complacía en exhibirse del brazo de actrices siempre más altas que él, y repetía la misma explicación de sus habilidades seductoras: “El poder es el gran afrodisiaco”.
Pero su presunto humorismo no disminuía cuando hablaba de alguno de aquellos tiranos matarifes a los que garantizó siempre el apoyo de Estados Unidos. Uno de los más crueles, y de los menos recordados ahora, fue el general Yahya Khan, que en 1971, como presidente de Pakistán, dirigió una masacre de más de 300.000 personas, hombres, mujeres y niños, en lo que hoy es Bangladés, y provocó un éxodo hacia la India de unos 10 millones, con pleno conocimiento y apoyo del presidente Nixon y del propio Kissinger, consejero de Seguridad Nacional. Ninguno de los dos hizo caso de las advertencias de sus propios diplomáticos destinados en Pakistán. Incluso facilitaron clandestinamente el envío de aviones de guerra americanos que aceleraban la destrucción y la matanza. El general Yahya Khan tenía para ellos el valor inestimable de que estaba sirviéndoles como intermediario en los preparativos secretos para el viaje de Nixon a China un año después. Como al dictador paquistaní se lo veía tan envanecido de sus habilidades como mediador, Kissinger dijo de él, según consta en una de las grabaciones de la Casa Blanca: “Khan disfruta todavía más haciendo esto que masacrando hindúes”.
En las encuestas de 1973 y 1974, Kissinger era el personaje político más popular en Estados Unidos. En un dibujo en la portada de la revista Newsweek aparecía volando con la capa y la malla azul de Superman y con un titular que proclamaba: “IT’S SUPER K!”. En los años cincuenta, era un profesor de Harvard que se hizo célebre de la noche a la mañana al publicar un libro en el que argumentaba la conveniencia de que Estados Unidos tomara la iniciativa en una “guerra nuclear limitada”. Era uno de esos temibles profesores universitarios que, cuando alcanzan el poder político, sucumben a una euforia en la que puede desbordarse la insolencia intelectual que hasta entonces estuvo confinada en los despachos y las aulas. Según se hacia viejo, y luego viejísimo, en su presencia física se iban notando más las deformaciones gradualmente monstruosas a las que induce el ejercicio prolongado de la influencia y la riqueza: el cuerpo abotargado y ensanchado por las grandes comilonas y por las largas reuniones y audiencias en despachos; el cuello poco a poco hundido entre los hombros, de tanto sentarse en sillones muy profundos de cuero, con los brazos muy altos, durante conciliábulos de tono confidencial en salones de esos clubes exclusivos, con chimeneas y panelados de maderas sombrías, donde la presencia de mujeres sigue siendo una rareza y en los que predominan rumores de voces que dirimen confidencialmente el porvenir del mundo y dictan sentencias de vida o muerte sobre millones de personas.
Alguien que lo trató en sus años finales me dice que, a punto de cumplir un siglo, Kissinger mantenía la cabeza lúcida, pero estaba ya tan gordo y tan torpe que hacían falta dos personas para moverlo. Estaba como embalsamado en vida en una vejez extrema de galápago, protegido por el caparazón de una celebridad reverencial —hasta Hillary Clinton lo llamaba “mi maestro”— y también, sin la menor duda, de una frialdad moral tan absoluta como su indiferencia humana. Haber escapado de la Alemania nazi en la primera adolescencia y perdido en los hornos crematorios a una gran parte de su familia no parece que le dejara ni el menor rastro de sensibilidad hacia los sufrimientos de los perseguidos ni un rastro de desagrado hacia la criminalidad de un poder sin límites. Que los ciudadanos de Chile hubieran cometido en 1970 la irresponsabilidad de elegir a un presidente socialista le producía el mismo desconcierto indignado que la obstinación de Vietnam del Norte y de los guerrilleros del Vietcong en no capitular por mucho que los bombardeos de las fortalezas volantes B-52 les arrasaran el país.
Había otra broma que le gustaba repetir, subrayándola con una carcajada: “Las cosas ilegales las hacemos muy rápido; las inconstitucionales tardan más tiempo”. Ilegalmente, sin notificarlo siquiera al Congreso, Richard Nixon y Henry Kissinger decidieron en 1969 que para detener los canales de suministro desde Vietnam del Norte hasta los guerrilleros del Sur había que bombardear Camboya, país limítrofe que se había mantenido en paz. Camboya era hasta entonces una tierra apacible, con agricultura próspera e inmensa riqueza natural, de una extensión que es algo menos de la mitad de España. Entre 1969 y 1970, la aviación americana, bajo las órdenes directas de Nixon y Kissinger, lanzó sobre Camboya más bombas que sobre Alemania en toda la II Guerra Mundial. El sonriente estratega buscaría con sus gafas de miope las pequeñas señales de los bombardeos sobre el mapa en colores de un país tan pequeño que costaba distinguirlo en la bola del mundo. El número de muertos y la escala de la destrucción fueron incalculables. Del trastorno y el desorden provocados por los bombardeos derivó luego la toma del poder de los jemeres rojos, que en dos años, y ante la indiferencia internacional, impusieron un régimen de alucinado fanatismo comunista que costó dos millones de vidas, entre una quinta parte y el tercio de la población, según los cálculos de Amnistía Internacional.
Nixon, manchado por la vergüenza del Watergate, abandonó la presidencia en 1974, pero Kissinger, sin perder ni el prestigio ni la sonrisa, siguió como consejero de Seguridad Nacional y secretario de Estado con Gerald Ford, de modo que tuvo tiempo para favorecer otra masacre, también ya olvidada, en otro lugar difícil de distinguir en los mapas. En 1975, con su autorización expresa, el régimen militar de Indonesia invadió la antigua colonia portuguesa de Timor Oriental, con el ya conocido pretexto de que se avecinaba en ella una revolución comunista, y con un balance aproximado de cien mil muertos, muchos de ellos por hambre, la mayor parte ejecutados a sangre fría.
El poder, sin duda, es el mayor afrodisiaco. También proporciona los grandes beneficios de la impunidad y de la amnesia. Hombres de cierta edad que visten muy parecido, tienen aficiones semejantes y se conocen desde hace mucho tiempo conversan en voz baja y hasta se dicen cosas al oído, y al otro lado del mundo un país entero es arrasado por las bombas, y hombres y mujeres inocentes son pasados a cuchillo o torturados hasta la muerte en prisiones clandestinas. Jefes de gobierno y presidentes de corporaciones acudían sigilosamente a la oficina particular del viejo Henry Kissinger y le pagaban millones a cambio de consejos para sus maniobras internacionales, murmurados como oráculos en el acento alemán que no perdió nunca.
Si le dieron el premio Nobel de la Paz, no será inverosímil que alguna vez se lo den también a Benjamín Netanyahu. Antonio Muñoz Molina es escritor y académico de la RAE.













De la película del presidente

 






Entre Pedro Sánchez y Peter Sellers
BERNA GONZÁLEZ HARBOUR
09 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Si hubiera que poner nombre a la película que Sánchez acaba de estrenar, podríamos tirar del último fenómeno que conquistó siete Oscar: Todo a la vez en todas partes, título espléndido (el título) al que aún podemos (¿podemos?) dar un giro: Todo (puede fallar) a la vez en todas partes. El presidente parece protagonizar uno de esos filmes de barullo y líos en los que hay tantos factores en juego y tanta gente en danza que caben todas las posibilidades: O todo puede salir mal y estallar en varios frentes a la vez. O todo puede estallar, sí, pero acabar saliendo bien. Pienso en Peter Sellers en El guateque, o en los hermanos Marx en Una noche en la ópera.
Ese humor es arriesgado, no siempre gusta, a muchos irrita. En esas películas siempre hay circunstancias objetivas que hacen la vida más difícil al protagonista: aquí sería el poder repentino de Junts, el suicidio en diferido de Podemos y la dispersión de votos. A lo que también se añaden los errores del propio sujeto: aceptar reuniones en Suiza con el quinto partido de Cataluña como si fuéramos Rusia y Ucrania, nombrar a un obsecuente periodista al frente de Efe, como antes poner a ministros en la Fiscalía General del Estado o el Tribunal Constitucional. Estoy viendo a Peter Sellers lavar en la fuente el zapato mientras el público rabia y grita: “¡Así noooo, lo vas a perder!” Y lo pierde.
Pero el guionista no nos oye. Porque lo que busca es exactamente irritar. Hoy, y sin necesidad de la derecha, los factores de implosión que aporta el propio Gobierno y sus aliados son tantos que solo cabe sentarse a mirar. Hemos entrado en el cine, se siente, no hay marcha atrás. Peter Sellers sigue metiendo la pata y no digamos los Hermanos Marx. En las últimas escenas, los cinco diputados de Podemos se han largado al Grupo Mixto, para ayudar. Y Puigdemont nos da lecciones de democracia desde “un país neutral”. El potencial de riesgos escala por el lado de los errores propios, y no los ajenos.
Sánchez ha demostrado tantas veces su capacidad de resistencia que se ha acostumbrado a ignorar sus propios límites. Pero esta vez es la segunda fuerza más votada, no la primera, depende de más partidos y la capacidad de cometer errores se multiplica. Haría bien en contener los suyos.
Porque la suerte no es eterna. Y porque lo malo de esas películas es que, aunque acaben bien y el zapato de Peter Sellers acabe volviendo a él en bandeja, a muchos no les hacen gracia. Berna González Harbour es escritora.













De la palabra igualdad

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado. Mi propuesta de lectura para hoy, del escritor Martín Caparrós, va de la palabra igualdad. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com











La palabra igualdad
MARTÍN CAPARRÓS
02 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Sí, hay palabras así: que se divierten confundiéndonos. Que consiguen un lugar de privilegio y se pronuncian y se repiten con denuedo y, sin embargo, nadie sabe bien qué dice cuando va y las dice; nadie, menos aún, cuando las oye. En ese juego la palabra igualdad no tiene igual.
Seamos francos, es francesa: igualdad también empezó allí, 1789. Era el jamón del sándwich: entre liberté y fraternité había algo que parecía indispensable, la famosa égalité. Entonces estaba claro lo que significaba: la igualdad de los burgueses parisienses de la Revolución era la igualdad ante la ley, que ningún hombre tuviera más derechos que otro por su mero nacimiento, que desaparecieran los privilegios feudales medievales y todos los hombres fueran dizque iguales. Decía hombres y debería haber dicho hombres blancos: al principio ni se les ocurrió que los negros esclavos tuvieran esos derechos, ni que las mujeres los tuvieran. Pero era una idea fuerte y empezó a difundirse.
Medio siglo después la Revolución Francesa parecía haber fracasado y había, en cambio, movimientos que pedían otra igualdad: aquellos socialistas pretendían que todos los hombres fueran iguales social, económicamente. Que no hubiera unos pocos potentados y millones de pobres, que cada cual pudiera disfrutar por igual de su vida, que cada quien aportara lo que podía y recibiera lo que necesitaba.
La idea fue locamente seductora: durante buena parte del siglo XX, millones murieron con la esperanza de que sus muertes sirvieran para concretarla. Pero, ya hacia fines, fue evidente que sus concreciones eran sus fracasos, que esa supuesta igualdad era el disfraz para el poder concentrado de unos pocos, radicalmente desiguales.
Tras ese fracaso —”el fin de la historia”— la igualdad perdió toda defensa y las grandes fortunas se apoderaron de más y más y conocimos —conocemos— una de las épocas más desiguales que se recuerden. Era tan exagerado que muchos empezaron a preocuparse: los grandes capitalistas dijeron que esa desigualdad no era buena para los negocios; los bienintencionados dijeron que era intolerable para la moral. De distintas maneras muy distintos sectores empezaron a condenar la desigualdad. El problema es que no saben cuál es su contrario.
Sería obvio decir que lo contrario de la desigualdad es la igualdad: tras el fracaso de los sistemas “igualitaristas”, casi nadie lo dice. Entonces, para el ala derecha, la igualdad ha recibido un apellido con ínfulas: “De oportunidades”. Lo que reclaman y proclaman es la “igualdad de oportunidades”, una entelequia inverosímil. Esa igualdad debería consistir en que, al principio, todos tengan las mismas chances: que la línea de salida sea una para todos. Para empezar, la metáfora de la carrera es triste: supone que su partida es igual solo para legitimar las desigualdades que se puedan ir produciendo en ese recorrido. O sea: que el fin de esa igualdad es legitimar la desigualdad resultante. Y, por otro lado, esa supuesta igualdad de inicio es falsa: por más que un joven acceda a escuelas públicas o becas o ayudas nunca podrá recuperar la ventaja de quien tenga unos papás educados y ricos, libros y contactos, charlas y viajes y acomodos —los productos de la desigualdad.
Para el ala ¿izquierda?, en cambio, la igualdad se ha reducido mucho. Así como “memoria” se volvió el recuerdo de las atrocidades cometidas por alguna dictadura, “igualdad” es la necesidad de igualar el trato y las opciones entre mujeres y hombres. Es indispensable; es reductor. En España, sin ir más lejos, hay un “Ministerio de Igualdad” que se ocupó básicamente de eso: no de la igualdad de los obreros con sus patrones, no la de los parados sentados en un banco con los dueños y dueñas de los bancos; no, casi todo se ha vuelto una cuestión de género. Es lógico que, siendo las mujeres la mitad de la población, ocupen la mitad de los sillones parlamentarios. Sería lógico, entonces, también, que siendo los inmigrantes el 10%, uno de cada diez fuera para ellos. Y lo mismo para los obreros, los ancianos, los ensillados y demás comunidades nada autónomas. El Congreso estaría lleno de miembros y, para reducirlo y que cupieran, habría que trabajar los cruces: una mujer gitana y coja de origen rumano que limpia casas tendría todas las chances de ser diputada, como bien sabemos.
O quizá no. Entre géneros y oportunidades, el resultado es que nunca, desde 1789, la palabra igualdad fue tan poquito. Si no conseguimos recargarla, volver a darle un valor fuerte, terminará por no significar casi nada. Y el problema no será suyo sino nuestro.





































[ARCHIVO DEL BLOG] Las Lolitas nuestras de cada día. [Publicada el 02/03/2018]











La obra de Vladimir Nabokov debe ser leída, analizada y utilizada para entender cómo el patriarcado manipula en su beneficio, y para nuestra desgracia, la cultura. Pero en ningún caso la novela debe ser sacralizada, escribe en El País la novelista y ensayista Laura Freixas.Miedo y hostilidad: es la reacción de muchos ante el movimiento #Metoo, es decir, ante el feminismo aplicado a la cultura, comienza diciendo Freixas. Creadores, intelectuales, se inquietan por la libertad de creación; temen que la ideología se imponga a la calidad como criterio supremo; y afirman el derecho del arte de representar el mal.
Este último argumento me parece el más interesante y en él me voy a concentrar. No podemos exigir, nos dicen quienes así piensan, a las novelas, películas, óperas... que pinten un mundo edulcorado, políticamente correcto, con personajes positivos y acciones moralmente irreprochables. El arte que así lo hiciera sería falso. Tomemos, por ejemplo (es de hecho su ejemplo favorito) Lolita: la historia de un hombre maduro, Humbert Humbert, al que le gustan las niñas. El mundo, nos dicen, está lleno de Humberts. ¿Qué ganaríamos censurando su reflejo literario?
Acepto el reto: tomemos Lolita. Y lo primero que veo es que es una historia de violencia ejercida por un hombre contra una mujer. Qué curioso: quienes defienden la legitimidad de representar artísticamente el mal, nunca reparan en el detalle de que el mal en cuestión suele ser el de los poderosos (varones, occidentales, blancos, de clase media o alta) contra los subalternos (mujeres, colonizados, de otras razas o pobres). ¿Quizá si esos intelectuales tan preocupados por la libertad del arte para mostrar la violencia, no pertenecieran al grupo de los potenciales artistas sino al de las potenciales víctimas, lo verían de otra manera?... Pero Dios me libre de ser tan mal pensada. Sigamos con el argumento: es necesario que el arte hable del mal.
Por supuesto, estoy de acuerdo. El mal existe y el arte debe reflejarlo. La cuestión es cómo. Comparemos, por ejemplo, dos cuadros que nos muestran la violencia de un hombre contra una mujer. En el de Tiziano La violación de Lucrecia, un hermoso joven, ricamente ataviado, blande un puñal ante una hermosa mujer, sugestivamente desnuda y enjoyada. Es un cuadro muy bello, que evita lo escabroso (no hay sangre, ni la violación es explícita)... y muestra una constante de la cultura patriarcal: la que consiste en estetizar, erotizar, edulcorar, la agresión masculina y el sufrimiento femenino, desde los bellos raptos, violaciones y suicidios mostrados en pintura y escultura (Dido, Lucrecia, las sabinas...), hasta la modelo semidesnuda con una soga al cuello en un desfile de David Delfín, pasando por las heroínas suicidas del belcanto y los simpáticos violadores de Almodóvar. Muy distinto es Unos cuantos piquetitos de Frida Kahlo, en el que un hombre sonríe satisfecho ante el cadáver desnudo (solo lleva un zapato) de una mujer. La fatuidad de su sonrisa, el baño de sangre, la incongruencia del zapato... todo provoca en el espectador un escalofrío que no suscita la obra de Tiziano.
En su novela, Nabokov nos presenta la violación de Lolita como Tiziano la de Lucrecia en su cuadro. ¡Qué atractiva es Lolita, qué erótica su indefensión! ¡Qué seductor es Humbert! ¡Qué enamorado está! Pobre, no le queda más remedio que casarse con la (insoportable) madre de Lolita para acercarse a su amada, y cuando por fin la madre muere, él rapta a la niña y la viola cada noche. Es reprobable, claro, pero el pobre Humbert está tan enamorado... (Sí, ya sé. Nabokov condenaba a Humbert. Pero aquí no analizo las opiniones del ciudadano Nabokov, sino la novela, fuera cual fuese la intención consciente de su autor). Hasta la Providencia parece estar de su lado: él planea asesinar a la madre de Lolita, pero no necesita mancharse las manos, pues el azar la hace morir atropellada; es detenido y juzgado, pero un oportuno infarto le hace escapar a la humillación de una condena... Humbert resulta, en fin, un caballero encantador, y quienes se oponen a sus designios, intentando proteger a la niña, nos son descritas (se trata siempre de mujeres mayores) como personajes odiosos y ridículos. O aunque no intenten proteger a nadie: en Lolita, las mujeres mayores, especialmente si tienen algún poder, siempre resultan ridículas y odiosas. Otra constante de la cultura patriarcal.
¿Lolita representa el mal, pero en nombre de la libertad y de la calidad artística (nadie niega que sea una gran novela), debemos abstenernos de criticarla, como nos piden sus defensores? Ay, qué pena, hay un problema: la novela está escrita de tal modo que consigue hacernos olvidar que está mal violar niñas. No es casual que haya sido y siga siendo casi unánimemente definida como “una historia de amor”. Recordemos que claramente, Lolita no desea tener relaciones sexuales con ese hombre que cuadruplica su edad y que ha sido el marido de su madre. Recordemos que él la tiene en su poder (es su tutor legal), la vigila, impide que pida ayuda y la somete a violencia física. Recordemos que Lolita llora amargamente cada noche después de que él la viole. ¿“Amor”?...
Llegados a este punto, no puedo evitar formular una pregunta que sonará a provocación, pero que me parece pertinente: quienes defienden Lolita, ¿lo hacen porque es una obra de arte y a pesar de que muestra, e implícitamente justifica, la violación de una niña, la reducción del ser humano femenino a la condición de objeto para el placer masculino, la ridiculización y burla de cualquier mujer no sometida... o lo hacen porque su condición de obra de arte la sacraliza y nos prohíbe por lo tanto criticar todo lo anterior? (como piensa Lola López Mondéjar: véase Cada noche, cada noche, su interesante novela-ensayo sobre Lolita). Por cierto, quizá no está de más recordar (es este otro detalle en el que los defensores de Lolita raramente reparan) que el mundo está lleno no solo de Humberts, sino de Lolitas: de niñas y mujeres maltratadas y violadas. Que esto preocupe solamente al 1,8 % de los españoles algo tendrá que ver con una cultura, de la que Lolita no es más que un ejemplo, que banaliza esa violencia. Y que del 1,8 hayamos pasado en unos meses al 4,6 % (última encuesta del CIS), algo tendrá que ver a su vez con la campaña #metoo.
Retomo la pregunta del título: ¿qué hacemos con Lolita? A la luz de lo que llevo dicho, se comprenderá mi conclusión: leerla, sí, porque es una gran novela. Pero también analizarla. Criticarla. Usarla para entender cómo el patriarcado manipula en su beneficio, y para nuestra desgracia, la cultura. Buscarle alternativas: leer y dar a leer otros textos, que en vez de reproducir ad nauseam la visión patriarcal del mundo, nos ofrezcan un nuevo punto de vista, como hace Frida Kahlo. Cualquier cosa, en fin, menos sacralizarla. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt












viernes, 8 de diciembre de 2023

De la incomprensión lectora

 






El incordio de no enterarse de nada
JOSÉ ANDRÉS ROJO
08 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Todavía se lee mucho en el metro y en los trenes. Los vagones van de una estación a otra, y los que se han sumergido en un libro o, ahora con más frecuencia, en el móvil, realizan al mismo tiempo otro trayecto. El mundo ha quedado suspendido ahí afuera, no hay manera de seguir interviniendo en lo que toca (el trabajo, llevar a tus hijos al colegio, hacer la compra, ir al médico), así que hay un paréntesis, vas solo, te enganchas a las palabras. En una exposición que se pudo ver hace unos meses en Madrid en la Fundación Mapfre había un montón de fotografías de Louis Stettner de gente que viajaba en el metro o en el tren en los años cincuenta, y en alguna de ellas muchos leían. Tenían delante esos antiguos y enormes periódicos que obligaban a hacer una verdadera pirueta para pasar de una página a otra sin descomponer el artefacto, y estaban totalmente absortos. Vaya usted a saber lo que había llamado tanto su atención: una guerra, la crónica de un crimen, el resultado de un partido de béisbol, los anuncios de pisos vacíos. Iban de camino para hacer una gestión trivial o quizá se dirigían a una cita más importante: repartirse una herencia, conseguir un empleo, hacer el amor. Y, mientras tanto, abrieron el periódico, y desconectaron.
Tratamos con la realidad de esa manera. A veces resulta que hay que implicarse y otras, simplemente dejar que pase el tiempo. La lectura está con frecuencia en ese terreno de nadie. Muchas veces no es una obligación, pero tampoco necesariamente un placer (por lo menos, en ese momento). Digamos que te pones a leer porque no hay más remedio: vas en el metro, quedan unas cuantas paradas. Sería francamente un incordio que no comprendieras, pongamos por caso, lo que cuenta esa noticia sobre el resultado de la negociación de los sindicatos con una poderosa multinacional que va a dejar a algunos miles de empleados en la calle. Pues en esas andamos: los resultados del informe PISA no han dejado bien a España, hemos bajado de nota en comprensión lectora (va a resultar más cómodo quedarse como un pasmarote que entretenerse con la lectura).
No es una buena noticia, porque seguramente lo más importante de una buena formación es que te enseñe a leer y que te entrene a hacerlo. Y a hacerlo bien, comprendiendo lo que las palabras dicen y, de paso, la realidad a la que hacen referencia. Lo que cuenta es que al final leer te resulte casi tan fácil como respirar, que en ningún caso vayas a atorarte al hacerlo, que fluyan las letras y que fluya tu entendimiento de las cosas. Al cabo, gracias a la lectura se echan raíces en la tierra, pero incluso te ayuda a tratar con tus propios demonios, a mirar las estrellas o a abrirte a otros mundos.
En los cincuenta se leían esos periódicos inmensos y hoy ya casi solo se utilizan los teléfonos móviles. Levantas la vista en el metro y todo el mundo está absorto en sus pantallas. Muchos leen, e inician así otro tipo de trayecto que los lleva a un sitio distinto de aquel al que los está conduciendo el tren en el que se desplazan. Otros caminos, otras realidades, otras ventanas desde las que mirar lo que está pasando. Y por eso es un desastre que las cosas vayan mal en comprensión lectora. La vida se nos escapa. José Andrés Rojo es escritor.















De la normalización política vasca

 






El aviso de Bildu sin la ‘generación Otegi"
ESTEFANÍA MOLINA
8 DIC 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Bildu podría ganar las elecciones vascas de 2024 y, al día siguiente, habría voces afirmando que la sociedad vasca es filoetarra. Algunos no han entendido aún la evolución de las actuales Cataluña o Euskadi. La realidad es que la renuncia de Arnaldo Otegi como candidato a lehendakari demuestra que Bildu está dispuesta a soltar símbolos del pasado en aras de su normalización política. Y ello no solo tendrá implicaciones autonómicas a corto plazo; también lanza un aviso a Pedro Sánchez y a la derecha en España.
La coalición abertzale vivía hasta la fecha entre dos aguas, fruto de la brecha generacional que atraviesa ese espacio. De un lado, estaban los viejos cuadros como Otegi, que apelaban a asuntos como el acercamiento de los presos de ETA, algo que evocaba los años de plomo. Del otro, está esa Bildu a la que votan las nuevas generaciones vascas: su referente es Oskar Matute hablando de frenar a la ultraderecha o apoyando en el Congreso medidas relativas al salario mínimo o a los alquileres. No es que toda la juventud vasca actual desconozca el horror del terrorismo etarra, sino que, por edad, no pueden darle las mismas implicaciones que sus padres. Para ellos, la izquierda abertzale es su opción nacionalista, con un Podemos hundido y un PSE que actúa como la muleta del PNV, la derecha nacionalista vasca.
Así que Bildu tenía que elegir si futuro u Otegi y ha elegido dar un paso decisivo para llegar alguna vez a ser el partido de gobierno en Euskadi. A la pujanza de la coalición abertzale en las elecciones municipales —superó al PNV en concejales—, se sumaba el haberse quedado el 23-J a 1.100 votos de los peneuvistas en el Congreso. Bildu se ha convertido en una eficaz máquina electoral, capaz de mimetizarse con el cambio sociológico tras el fin de ETA. Cabe preguntarse, pues, cuándo desembarcará en la Lehendakaritza.
A corto plazo, hay teorías sobre que la renuncia de Otegi facilitaría un acuerdo con el PSE si lograran sumar tras los comicios del año que viene. De lo contrario, el riesgo para los socialistas vascos sería el desgaste por sus alianzas con el PNV, dado que hay corrientes jóvenes de Bildu que son en la actualidad incluso más comunistas que nacionalistas en sus postulados. Es decir, remesas de votantes que empujan hacia la izquierda en lo económico, por encima de lo identitario.
Sin embargo, la estrategia de Bildu se perfila de más largo alcance. La coalición es consciente de que el PSE está cautivo del PNV en esta legislatura, debido a sus acuerdos en varios municipios o en las diputaciones forales, lo que hace más probable que acaben reeditando el Gobierno autonómico. Por eso, la estrategia abertzale podría ir más allá, buscando rentabilizar esa decadencia asistida de los peneuvistas. No sería raro ver a Alberto Núñez Feijóo apoyando externamente un acuerdo entre el PSE y el PNV para impedir el ascenso de los abertzales, como ya hizo el PP tras los comicios municipales y forales del 28-M. Frente al triunvirato de peneuvistas, socialistas y populares, partidos bunquerizados en torno al viejo sistema, Bildu podría aparecer a cuatro años vista como opción renovadora, a la contra, que movilizara más activos ante la voluntad de un cambio.
El caso es que Bildu no tiene prisa para alcanzar el poder: su único afán en esta fase es institucionalizarse. Prueba es que aupara a María Chivite como presidenta de Navarra, aun siendo excluida de las negociaciones de gobierno y después de que el PSN hubiera negado semanas antes a los abertzales la alcaldía de Pamplona. Eran los tiempos del “que te vote Txapote”: el PSOE no podía aparecer de la mano de quien venía de incluir a candidatos con delitos de sangre en sus listas, pese a que luego rectificaran ante la indignación desatada.
La figura de Otegi ha cumplido una función en estos años, pese al lastre que supone para Bildu en términos de imagen: cerrar filas en el espacio de la izquierda abertzale ante el miedo a que algunas facciones radicalizadas se escindieran y se presentaran a las elecciones por su cuenta. De ahí los equilibrios de su coordinador general: unos días, atacando al “Estado español”; otros, apoyando al Gobierno en varias votaciones parlamentarias.
Con todo, la jugada de Bildu lanza varios mensajes a la política española. De un lado, su completa normalización seguirá allanando la relación con Pedro Sánchez, pero obligará al PSOE a darle a la izquierda abertzale algo más que reconocimiento a cambio de sus votos, tanto en Navarra como en el Congreso o en Euskadi. No es casual que el grupo vasco apoyara la reciente investidura del líder socialista solo a cambio de una foto con Mertxe Aizpurua, fruto de su todavía necesidad de legitimación política. Del otro lado, una formación que deje atrás a la generación Otegi planteará a la derecha el desafío de dejarle de considerar un partido paria. Aunque el afán de Bildu de mirar hacia las generaciones futuras, asumido que hoy le pesa más mantener en primera fila a sus viejos cuadros que apartarlos, solo puede entenderse ya como otra victoria de la democracia en España. Estefanía Molina es politóloga.