lunes, 2 de octubre de 2023

Del circo político

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes. Mi propuesta de lectura para hoy, de la investigadora cultural Azahara Palomeque, va del circo político. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com










Paren el circo
AZAHARA PALOMEQUE - El País
29 SEPT 2023 - harendt.blogspot.com

De mis viajes cuando me llaman para algún acto cultural suelo recordar detalles que, la mayoría de las veces, tienen poco que ver con el libro que vaya a presentar o la charla encargada, y mucho con una preocupación social latente a la que, encerrada en mi estudio, no siempre logro acceder. Hace unos días, en Granada me sorprendió pillar a la recepcionista de la residencia donde me alojaron leyendo en Ideal que las listas de espera para una consulta médica sobrepasan las dos semanas. En Sevilla, el taxista que me llevó al aeropuerto se quejaba amargamente de los gastos que entraña ser autónomo, incluso cuando se facturan cantidades escasas, y yo, no sin cierta solidaridad, le confesé que lo entendía, pues hay meses que, como autora freelance, no alcanzo el tan aclamado salario mínimo. En Ibiza, me conmovió escuchar a una educadora poner el grito en el cielo porque, debido a la turistificación masiva, le era prácticamente imposible comunicarse en su lengua materna, el catalán, lo cual añade un desgarro cultural al vapuleo económico. Las historias van repitiéndose casi sin buscarlas: precariedad juvenil, clamores por el coste del aceite, de la gasolina… y, en general, una percepción de que las cosas van solo regular, y de que arriba, en los sillones pagados con dinero público, algunos no están haciendo su trabajo, más bien se dedican a azuzar una polarización que, en el peor de los casos, distrae de lo verdaderamente importante: cómo voy a llenar la despensa o por qué no me atienden cuando estoy enfermo.
“¡Esto no es un patio de colegio!”, gritó la presidenta del Congreso, Francina Armengol, cuando los insultos a Pedro Sánchez se fueron de madre en el debate de investidura de Alberto Núñez Feijóo. Por supuesto que no; los colegios son espacios educativos y los niños, seres con derecho al juego y sin las responsabilidades de un adulto. El hemiciclo parecía un circo, el escenario donde la desfachatez y la mentira tomaban las riendas en un alarde de irresponsabilidad frente a quien sufre y vota con la esperanza de que las cosas mejoren. El espectáculo, ya lo decía Guy Debord, no es un aderezo sobrepuesto al mundo, sino “el modelo actual de la vida socialmente dominante” y el patrón conscientemente elegido para un entramado democrático que cada vez crea más desafección. Que movilizar las pasiones ha sido desde tiempos inmemoriales la matriz de la política es sabido, pero quizá estemos rozando lo intolerable, pura performance para quien solo busca el titular y el tuit viral. Lástima que muchos exijamos más seriedad en momentos tan críticos de la historia atravesados, entre otras cosas, por crisis jamás vista, como la climática, que Feijóo desdeñó refiriéndose a la “dictadura activista”.
Aplausos. En el ring del divertimento parlamentario se escuchaban las palmas a un discurso incoherente con el ideario del PP e indigno para la ciudadanía. “Concordia”, por boca de quien ha sembrado innumerables dudas sobre un Gobierno legítimo; “igualdad”, después de que veamos incrementarse la desigualdad a partir de exenciones fiscales a los más ricos, o una promesa huera de “fortalecer el Estado del bienestar”, cuando somos testigos del desmantelamiento de los servicios sanitarios, la educación pública y hasta la gratuidad de los comedores escolares donde gobiernan. Esta suerte de farsa quedaba sellada por las citas a una Transición que se ha convertido en fósil del privilegio, como si se fuese un monolito irreformable. Pero había que perpetuar la función, como ya se hiciera frente a la polémica de permitir el diálogo —o el guiñol, según quien hable— en distintas lenguas peninsulares en la sede de la soberanía popular. La coreografía más sonada la ejecutó Vox con su desbandada, obviando que formamos un país plural. Yo, que no hablo ninguno de los idiomas cooficiales, pero que he sentido la discriminación en una nación, EE UU, con más hispanohablantes que España, no pude más que espantarme ante tal desprecio que proviene, otra vez, de la espectacularización de todo, hasta el odio más cerril.
No me son lejanos los días en que observaba, atónita, cómo un personaje televisivo ocupaba la Casa Blanca gracias a una popularidad lograda a base de escándalos. Ese hábito performativo se ha injertado en unas derechas españolas que reconocen su potencialidad de marketing, pero que tropiezan con la necesidad de moralizar cuando quieren atraer a un electorado no trumpista. Mientras, las izquierdas parecen debatirse entre una fidelidad a los hechos y los números, la lucha por liderazgos específicos en lugar de remar conjuntamente y las bambalinas que agitan los instintos. Me pregunto si no habrá manera de apagar las luces y que cada cual desempeñe el cometido para el cual ha sido elegido en las urnas, sin más ovación que la que otorga servir a quienes merecen ver sus derechos respetados: a un medio ambiente limpio y sostenible; al techo y el alimento; a la salud y a la información veraz. El resto no son más que superficialidades de unas lógicas capitalistas que minan la tan manoseada democracia, esa que pierde peligrosamente aceptación, sobre todo entre los más jóvenes. Sean serios, dense un paseo por la cola del supermercado, la de las urgencias hospitalarias, la de cualquier Administración para resolver el menor trámite y paren el circo, por favor, que no nos hace ninguna gracia. Azahara Palomeque es escritora y doctora en estudios culturales por la Universidad de Princeton. Su último libro es Vivir peor que nuestros padres (Anagrama). 


































[ARCHIVO DE BLOG] Asesinos y terroristas; no héroes. [Publicada el 09/06/2016]










Hay ocasiones en que llamar a las cosas por su nombre obviando el lenguaje políticamente correcto resulta la mar de saludable. Por ejemplo, a la hora de referirse a ETA y a sus siempre emocionados compañeros de viaje como Otegi y la denominada "izquierda patriótica". Una de esas ocasiones la encuentra el historiador y profesor de la UNED Santos Juliá en su artículo de hace unos días en El País, titulado Los que matan y los que son muertos, en la que recuerda la carta pastoral de los obispos católicos vascos, de 1978, en la que equiparaban a a asesinos y asesinados en la igualdad de su amor. 
Fue un caso particularmente inicuo de perversión del lenguaje, dice. Ocurrió en noviembre de 1978. ETA había subido dos meses antes varios peldaños en la escalada de terror iniciada tras la promulgación de la Ley de amnistía por el primer Parlamento elegido tras 40 años de dictadura. El horror que provocó aquella serie de asesinatos a mansalva movió a los obispos titular y auxiliar de San Sebastián, Jacinto Argaya y José María Setién, junto al administrador apostólico de Bilbao, Juan María Uriarte, con la colaboración del consejo de vicarios de la diócesis de Vizcaya, a publicar una carta pastoral en la que, tras una defensa genérica de “la vida del hombre”, contemplaban al pueblo vasco luchando, entre la esperanza y la frustración, por conseguir las fórmulas jurídico constitucionales que le permitieran “sobrevivir como tal pueblo”. No podía faltar la manifestación de un “profundo dolor por la sangre que se está derramando”, pero lo que golpea a cualquier lector de la pastoral es que, tras tanto dolor, mostraran los obispos su “sincero amor cristiano a los que matan y a los que son muertos”.
Fue inicua, pero no insólita, añade, esta equiparación de asesinos y asesinados en la igualdad del amor. Ellos, los que matan, eran ETA, una voz que será imposible encontrar en ninguno de los documentos emanados de la Conferencia episcopal española, o de cualquiera de sus portavoces, durante todos estos años de plomo hasta que aparezca mencionada por vez primera al término de la asamblea plenaria celebrada en abril de 1994, cuando ETA había acumulado ya varios centenares de muertos en su estrategia de terror. Pero esta golondrina no hizo verano: la conferencia episcopal se dio maña para condenar la “pérdida de la vida” de Francisco Tomás y Valiente (febrero de 1996), Miguel Ángel Blanco (julio de 1997) o Alberto Jiménez Becerril y su esposa Ascensión García Ortiz (enero de 1998), reiterando siempre su exquisito cuidado de no mencionar a ETA, una costumbre solo abandonada desde el año 2000 y que el prologuista de La Iglesia frente al terrorismo de ETA justifica con el farisaico argumento de que la Iglesia “no es nominalista en sus formulaciones” y sus condenas no responden al “efectivismo (sic) de un nombre”. Risible, si no fuera trágico.
No fue solo la conferencia episcopal la que rechazó señalar por su nombre a los asesinos, continúa diciendo. Parecida autocensura atenazó también a intelectuales, periodistas, artistas y demás personajes públicos cuando hablaban de violencia donde correspondía decir terror. Lo que importaba a los creadores de opinión durante los años de la transición a la democracia era entender, como pedía José Luis Aranguren en su comentario crítico a la amnistía decretada por el gobierno de Suárez en julio de 1976, “qué es lo que ha pasado con estos jóvenes; qué pasa, qué pasaba con estos muchachos”. Y lo que pasaba era que “estos chicos han estado, están aún en guerra abierta con el régimen”. Y en la guerra, como todo el mundo sabe, “se mata a cualquiera del bando contrario”. ¿La medicina para que esto dejara de ocurrir?: una amnistía total que, al coincidir con el ingreso real en la democracia, equivaldría a “una declaración de paz”.
Intelectuales, periodistas o artistas hablaban de violencia donde correspondía decir terror, añade más adelante. Los chicos mataban, pues, para obligar al Estado a pagar una deuda histórica que solo se saldaría con la amnistía total. Fue tan elevado el clamor, salió tanta gente a la calle, se pusieron en marcha tantas campañas, “Volved, volved, muchachos a casa”, que cuando pasó el día de año nuevo de 1977 y la amnistía total quedó en el cajón de la mesa del presidente, las manifestaciones arreciaron hasta que el primer Parlamento de la democracia promulgó, el 15 de octubre, la tan ansiada amnistía general. Hoy denigrada, aquella amnistía fue promulgada no porque ETA hubiera dejado de matar –el más reciente asesinato fue cometido el día 8 del mismo mes-, sino porque todos, desde el PNV a UCD, pasando por el PCE y el PSOE, estaban convencidos de que la amnistía “de todos para todos”, como dijo Arzalluz, era el fin de una guerra y los muchachos podrían, como hijos pródigos, retornar a la casa paterna.
La amnistía se promulgó, continúa diciendo, pero los muchachos, en lugar de volver a casa, marcharon a Francia, celebrados como héroes que habían ofrecido sus vidas en la guerra contra el Estado español infligiéndole una primera y gran derrota: la amnistía total, que se convirtió de inmediato en acicate para desencadenar el asalto final. Si en 1977, año de la amnistía, ETA asesinó a 11 personas, en 1978 la cuenta de asesinados subió a 68, que fueron 80 en 1979, año del Estatuto, y alcanzaron la cima de 98 en 1980 (Vidas Rotas, p. 1210). Los muchachos seguían matando y los historiadores, sociólogos, politólogos y ensayistas convocados por el Consejo General Vasco en enero de 1979 publicaron una “Declaración sobre la violencia” en la que se emplearon a fondo para dilucidar las raíces históricas de este fenómeno, atribuyéndolo, entre otra razones de similar índole, a la crisis de identidad cultural que sufría el pueblo vasco y a la adopción por la juventud vasca de planteamientos tercermundistas. A ninguno se le ocurrió mencionar a ETA en la declaración ni señalar como verdadera y determinante “raíz” de esta escalada de terror, eufemísticamente llamada “violencia”, la decisión libremente adoptada por los jefes de una organización con nombre propio de recurrir al asesinato como instrumento para la consecución de fines políticos.
Otegi conoce bien toda esta historia, añade a continuación: de ella procede el lenguaje perverso con el que se abordó, durante el primer gobierno de Zapatero, el llamado “proceso de paz” en el que él mismo desempeñó un papel destacado. Sin duda, Otegi habría deseado que “el conflicto” se hubiera cerrado con una solemne declaración de paz por la que dos campos en guerra reconocieran públicamente la parte de razón y legitimidad que correspondía al enemigo. Las cosas no sucedieron así, pero tal vez rebobinando la historia hasta el momento de la voladura del aparcamiento de la terminal 4 de Barajas, se podrá construir un “relato” que mueva a la izquierda abertzale a “superar la etapa de confrontación armada e instalarse en una etapa de confrontación política”. El terror quedará reducido, gracias al famoso relato, a la violencia propia de una etapa del largo proceso que, felizmente cumplida, sitúa hoy a esa izquierda en condiciones de adentrarse por la vía catalana a la independencia, ante el arrobo de unos anfitriones que, en los parlamentos europeo o catalán, reciben con aplauso a este antiguo dirigente de una organización terrorista transmutado en un “hombre de paz”.
¿Y qué pasa con las víctimas del terror diseminado durante décadas bajo la figura de “socialización del dolor” a base de asesinatos, secuestros, silencios, extorsiones, exilios?, concluye el profesor Santos Juliá: Nada, no pasa nada, excepto seguir mostrando, ya que no el amor cristiano, sí una pulcra equidistancia entre los que mataron y los que fueron muertos. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













domingo, 1 de octubre de 2023

De nombres y lenguas

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura para hoy, del historiador Carlos J. Hernando Sánchez, va de nombres y lenguas. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com





Nombres y lenguas: Juan de Valdés y el diálogo español en Nápoles
CARLOS J. HERNANDO SÁNCHEZ - Revista de Libros
01 SEP 2023 - harendt.blogspot.com

Imaginemos un jardín cerrado en las afueras de una de las ciudades más pobladas de Europa, bajo la sombra de un volcán que oculta las ruinas de otras urbes sepultadas por el aparente silencio de los siglos, pero intuidas como códices iluminados en la oscuridad de una biblioteca. Pensemos en quiénes podían recorrer las calles de ese vergel, entre las formas simbólicas de fuentes y parterres. Situemos en ese escenario a algunos de los protagonistas de una sociedad en transformación, envueltos por el misterio de identidades atisbadas en el aura de sus nombres. Soñemos con desentrañar el secreto oculto tras su apariencia ficticia e intentemos aprender las reglas de un juego que se sirve de las palabras como joyas escondidas en cofres sellados por la historia. Adentrémonos por ese jardín histórico que enmarca uno de los diálogos más sugestivos escritos en la lengua sobre la que trata. Ese viaje por el tiempo y el espacio ―el siglo XVI en Nápoles― es la aventura que nos propone un libro que es un desafío, un estudio que es un compendio y un ensayo desgranado como un relato. Como la ciudad que acogió aquel diálogo, los nombres y hombres evocados en el título de esta obra se nos revelan con la resolución de los retratos inmortalizados por tantos pinceles contemporáneos. Esas miradas superpuestas se dirigen a un mismo horizonte que ahora podemos vislumbrar mejor al desentrañar el equilibrio entre literatura y realidad. Tal es el objetivo del diálogo que a la lengua española dedicó en Nápoles Juan de Valdés y cuya plenitud de significados restituye Encarnación Sánchez García en un estudio modélico1.
La autora analiza palabras sepultadas por demasiados olvidos para recorrer un laberinto humano y conceptual de artefactos sociales. Ninguna dimensión historiográfica es ajena al diálogo napolitano de Juan de Valdés, ni tampoco a este libro que restaura su sentido primigenio. Los personajes de ese diálogo han deambulado por la historia atrapados en el texto, a la espera de una mirada liberadora que restituyera su identidad de carne y hueso. La trayectoria de Encarnación Sánchez García la predisponía a abordar de forma innovadora una obra de esa envergadura. Desde su cátedra de Literatura Española en la Università degli Studi di Napoli L’Orientale, ha desarrollado una producción historiográfica de horizonte interdisciplinar donde las letras se erigen en testimonio del análisis social y político. Sus estudios sobre la producción literaria española en Nápoles durante los siglos áureos, plasmados en varios volúmenes decisivos2, no podían ignorar el Diálogo de la lengua, objeto de recientes ediciones y comentarios deudores de los hallazgos que la profesora Sánchez García viene exponiendo en los últimos años3.
Consumado el tímido aniversario de la muerte de Nebrija, cobra mayor actualidad la reflexión sobre una obra de tal relevancia, vinculada tanto al maestro andaluz como a la proyección externa de la lengua castellana, ahora marginada en gran parte de España. El nombre del humanista lebrijano aflora en el Diálogo de la lengua envuelto en una polémica con intrincadas raíces sociales y clientelares, mientras el aprendizaje de la lengua de Castilla, ya de España toda, se asocia a la gentileza y galanía en Italia para condicionar la materia de la obra y la selección de sus interlocutores. El propio Nebrija había dejado constancia en su Gramática de esa difusión, al afirmar que el castellano se había extendido «hasta Aragón y Navarra, y de allí a Italia, siguiendo la compañía de los infantes que enviamos a imperar en aquellos reinos»4. Pero al contrario que el código normativo del maestro andaluz, deudor de las aportaciones latinas de Lorenzo Valla en la corte napolitana de Alfonso V de Aragón, Valdés parece inspirarse en el método dialógico desarrollado por Giovanni Pontano bajo los sucesores de ese mismo monarca.
El protagonismo del nombre en la corte constituye el eje de esta investigación, cuyo interés para cualquier historiador, más allá del ámbito estrictamente literario, procede de sus implicaciones políticas, renovadas por la dinámica expansiva de la Monarquía que el viaje ceremonial de Carlos V por Italia tras la conquista de Túnez en 1535 ―momento en el que se enmarca la obra valdesiana― estaba actualizando con nuevas y antiguas declinaciones imperiales. Una época de novedades exigía responder a realidades innombradas, como testimonia Gonzalo Fernández de Oviedo en su gran descripción de las Indias, publicada mientras Valdés escribía su Diálogo. Pero la lengua, compañera nebrijana del Imperio, no podía aspirar sola al mero dominio: su mejor literatura era inseparable de la sociedad política. Así lo reflejaron en tierras italianas autores cercanos a Juan de Valdés, como Garcilaso de la Vega y Juan Ginés de Sepúlveda. Uno de los nexos doctrinales del Diálogo puede encontrarse en la obra del conde mantuano Baltasar de Castiglione, rival diplomático del hermano de Juan, el secretario imperial Alfonso de Valdés. Aunque este fue un implacable fustigador del papa mediceo Clemente VII, cuyos intereses defendió Castiglione como nuncio pontificio en la corte imperial de España, la pugna política, lejos de impedir las influencias de criterios, pudo favorecerlas. De hecho, Castiglione se hizo eco del prestigio de la lengua castellana y de la conveniencia de su aprendizaje por las elites italianas, en paralelo con otros factores de socialización como la moda5. Ahora contamos con renovadores estudios tanto sobre la difusión del modelo de corte formulado por el nuncio, como sobre esos exponentes españoles del Imperio carolino en la Italia de la década de 1530: desde los trabajos de Eugenia Fosalba acerca del crisol napolitano donde se configuró la obra de Garcilaso y su distanciamiento de la corte imperial en el laberinto aristocrático del Nápoles virreinal de Pedro de Toledo6, hasta los análisis sobre el aristotélico Juan Ginés de Sepúlveda, embarcado en defender la compatibilidad de la milicia con la moral cristiana, en abierta polémica con Erasmo7. A estos estudios viene a sumarse la investigación de Encarnación Sánchez García, que enriquece de forma decisiva la biografía de Valdés publicada en 2008 por Daniel A. Crews8, y tiene muy en cuenta el panorama humanístico y literario de Nápoles, que desde hace años viene reconstruyendo Tobia Toscano9, junto a otras aportaciones sobre los usos imperiales de las lenguas en este período10.
El libro de la profesora Sánchez García nos permite leer con una nueva claridad esos procesos entrecruzados. En su búsqueda de la identidad de los interlocutores del diálogo valdesiano, la autora empieza por elaborar una teoría de los nombres a partir de las relaciones entabladas por Juan de Valdés con múltiples figuras españolas e italianas que gravitaban en los entornos de la corte imperial: la autora declara que su objetivo no es «proponer una lectura historicista del Diálogo, sino recuperar los datos “materiales” de la creación sobre los que fundó Valdés su representación de lo real»11. De esa forma, van desfilando los precedentes españoles e italianos, la impronta de Giovanni Pontano en un panorama napolitano donde Valdés se insertó plenamente, el eco de los debates sobre la lengua en Pietro Bembo y en diversos autores de un ámbito romano en estrecho contacto con el partenopeo ―escenarios de la trayectoria italiana de Juan, que debió abandonar la Urbe tras el difícil tránsito del pontificado de Clemente VII al de Paulo III Farnese―, para culminar con un sugestivo parangón entre «el arte de hacer retratos» y la descriptio personae de una técnica dialógica imbuida aún por la distinción ontológica entre res y nomina.
Asentados los fundamentos del edificio, irrumpen sus moradores, retratados con la fuerza sutil de sus nombres. El primero es el anfitrión, Bernardino Martirano, secretario del reino de Nápoles, letrado de la administración, capitán y poeta, enésimo ejemplo del diálogo de las armas y las letras. En virtud de su alto oficio en la corte virreinal, como hombre de confianza del virrey Pedro de Toledo, es el instigador del debate para dominar la lengua española, tan ineludible como la legislación que tramitaba cotidianamente y que ya había inundado las salas de los palacios para desbordarse por las plazas y las calles abigarradas de una ciudad donde convivían napolitanos y españoles de todos los estamentos con otras gentes de las más diversas procedencias. El castellano era también la lengua de muchos de ellos, soldados, comerciantes e incluso gente de sectores marginales, pero Valdés presenta su aprendizaje como una necesidad social de las elites. Es el idioma de una elegancia identificada con las buenas maneras de la corte que podía encarnar modélicamente el secretario del reino, letrado ennoblecido que desborda la dialéctica acartonada entre nobles y togados de cierta escuela modernista napolitana de impronta jurídica. El estudio pormenorizado de la trayectoria de Bernardino que lleva a cabo Sánchez García es un ejemplo magistral de análisis clientelar de las relaciones humanísticas y sus implicaciones literarias. Así, aparece su dependencia de Giovanni Paolo Parisio ―el Parrhasius de la academia romana de Pomponio Leto― a partir de los comunes orígenes calabreses que condicionarían la genealogía de sus intereses lingüísticos. El Martio hasta ahora misteriosamente celado con los demás interlocutores del Diálogo de la lengua, se revela un Marte digno de emular los modelos poéticos de Garcilaso ―como ese virrey Toledo «resplandeciente, armado…» de la Égloga I, al que ambos servían con la espada y la pluma―, para volcarse finalmente en el escenario deslumbrante de Leucopetra. Gracias al meticuloso escrutinio de la autora sabemos ahora que el escenario de la reunión desplegada en el diálogo no era Chiaia, la zona costera oriental en la que Valdés tenía su villa, sino Leucopetra, al otro lado de la bahía de Nápoles, lugar de legendarias implicaciones mitológicas y políticas, que el propio Bernardino cantaría en Il pianto di Aretusa, su gran «poema épico-erótico», compuesto entre 1535 y 154012. Se trata de la villa donde se alojó el emperador, la misma donde recibió a los dignatarios de la capital, mientras esta ultimaba los preparativos para su entrada triunfal. Leucopetra sumaría la auctoritas del episodio ceremonial a la condición de espacio natural y artificioso de recreo, siendo también la fuente de inspiración de un poema cuyo autor―y no Valdés― se revela como el verdadero anfitrión del diálogo.
Otras figuras secundarias se asoman a ese espacio donde se diluyen las fronteras de lo público y lo privado, desde los criados convenientemente alejados del coloquio hasta el escribano Aurelio, figura real, como ha conseguido documentar Sánchez García, a la par que recurso literario para dejar constancia de la conversación. Pero, sobre todo, Bernardino Martirano representa el estímulo institucional para convertir el castellano en lengua imperial, de acuerdo con una corriente iniciada por Nebrija ―al que invoca con insistencia frente a la displicente crítica valdesiana― y cuya consumación se produciría poco después en Roma, con el famoso discurso en español de Carlos V ante el papa Paulo III y el cuerpo diplomático13. De hecho, el interés por el uso de la lengua como instrumento de gobierno sería una constante en la plural Monarquía de España14 y se había visto expresado ya en obras como las Introductiones grammaticas, publicada en 1533 en Salamanca por Bernabé Busto para instruir en la lengua latina al príncipe Felipe, aunque en este caso asumiendo la doctrina tradicional del latín como medio universal de comunicación con todos los súbditos que textos como el de Valdés iban a empezar a sustituir, dada la reputación concedida al castellano15.
Sobre este trasfondo, la analogía del retrato, que la autora desarrolla para trazar su propia reconstrucción biográfica de los personajes, convierte a Valdés en pintor literario de una escena histórica en la que, al analizar su propia figura como protagonista, cabe aplicar la noción de autorretrato. Reconocido por la crítica como el Valdés histórico, el personaje que lleva su nombre en el diálogo es objeto de un exhaustivo estudio sobre su trayectoria hispano italiana y su rango social ―ni hombre de armas ni de haldas―, lo que le iba a permitir una notable versatilidad expresiva dentro de los cánones de un decoro conveniente tanto al ideal caballeresco, irrenunciable en el ámbito aristocrático de la corte, como a la práctica del letrado capaz de enriquecerse al tiempo que emprendía audaces reformas ―no rupturas― en la religión y la lengua. El caballero docto que se valía del castellano en su correspondencia con cuantos italianos quisieran comunicarse con él se presentaría así como intérprete de un acto de imperio. La idea de la conquista por la lengua, paralela a la de las armas, ya apuntada por otros autores, es recogida por Encarnación Sánchez para enriquecerla con nuevas referencias al contexto histórico napolitano y romano de un Valdés erigido en «intermediario entre dos comunidades bien definidas» ―la española y la italiana― pero entregado a una causa imperial cuyo sustento español resultaba ya incuestionable. En este horizonte político, Sánchez analiza sus cartas, los reflejos de su carácter en las alusiones del Diálogo y la idea de «la razón como fundamento de su vida interior» proyectada en el cuidado tanto del hablar como del escribir. De los surcos abiertos por Castiglione y, en último extremo, por Quintiliano, brotan el ingenio y el juicio como categorías supremas de una forma de expresión que apela a la naturalidad, desde un presupuesto de interioridad cuya raíz agustiniana quizás merecería ser analizada. Así, Valdés declara que «quando me pongo a escrevir en castellano, no es mi intento conformarme con el latín, sino explicar el concepto de mi ánimo…». De ahí procedería, en gran medida, «el rechazo valdesiano hacia Nebrija en su dimensión lingüística», al considerarlo, como el estilo de Amadís, exponente de un pasado que, aunque reciente, debe ser archivado para seguir avanzando hacia nuevas metas expresivas.
Las teorías de Valdés sobre el origen del español ―incluida su sorprendente y desproporcionada idea de la influencia arábiga, fruto quizás de un afán de originalidad frente a las otras lenguas latinas que pudiera resaltar su universalidad― son analizadas en relación con la tratadística italiana del período. Una y otra vez, el pasado se revela como referencia de un afán de superación que pretende fundar una nueva vía de comunicación imperial desde los presupuestos latinos trasladados a la realidad española. En ese sentido será decisiva la figura de Garcilaso, consagrado en el Diálogo «como máxima autoridad lingüística del castellano culto y cortesano, el que se habla en ese momento en la corte del emperador: es ese el único modelo de lengua que el conquense reconoce y es a ese modelo al que va a referir todo lo que diga a continuación»16. Sánchez García equipara el papel del poeta toledano en el modelo valdesiano de lengua ―signo «del instante sublime de la trayectoria del español en Nápoles»17― con el que tuvo Juan de Mena para Nebrija. Aunque el nombre de Garcilaso es evocado como autoridad externa y no como interlocutor en el Diálogo, su sombra se cierne como atisbo del futuro frente a un pasado insatisfactorio del que Valdés no puede desprenderse para dialogar con sus amigos napolitanos. Con el horizonte común de un modelo horaciano del estilo, ampliamente difundido en Nápoles, Valdés y Garcilaso compartirían con Sepúlveda la inquietud por sustentar con ideas y palabras renovadas la expansión imperial española, plasmada filosóficamente por este último en el diálogo latino Democrates primus, publicado en Roma en el mismo año en el que se compuso el Diálogo de la lengua.
Una vez analizados los dos protagonistas, el anfitrión Martirano y el invitado estelar Valdés, se presentan los dos personajes secundarios. En primer lugar, Coriolano, tradicionalmente identificado con el hermano menor de Bernardino, obispo culto y emprendedor que acabaría sucediéndolo como secretario del reino. La autora resalta que «los personajes napolitanos ―los dos hermanos― son siluetas, abocetadas pero muy nítidas» en las que los «personajes literarios y sus referentes históricos se iluminan mutuamente, de forma semejante a lo que ocurre con muchos de los interlocutores de los diálogos clásicos y en los humanísticos de Pontano, Bembo, Castiglione, Giovio y otros italianos modernos»18. Así lo demuestra el estudio de la trayectoria biográfica de Coriolano, sus amistades y relaciones clientelares en Roma y en Nápoles, el camino, en fin, de un cursus honorum que hallaba en el cultivo de las letras la culminación de una coherente política de reputación personal y familiar. La lealtad imperial se combina, como en su hermano, con la reelaboración de un saber clásico cuya lectura legitimadora del presente se extiende del ámbito público al de una privacidad de difusos límites. La condición eclesiástica de esta figura permite, además, que la autora se adentre por los sugerentes caminos donde confluyen los intereses religiosos y humanísticos de Valdés.
Finalmente, Pacheco es quizás la figura de más difícil identificación, aun siendo su retrato «el más natural del coloquio» y un ejemplo de «“realismo” representativo»19. La conocida vinculación de Juan de Valdés con la corte de este gran linaje castellano en Escalona brindaba un campo histórico semántico ineludible para individualizar al personaje, cuya extracción social elevada se deriva de las propias alusiones del Diálogo a su oficio militar, no exento de conocimientos en otros ámbitos. Tras proceder a un minucioso estudio de todas las posibilidades, la autora opta por Diego López Pacheco Enríquez, III marqués de Villena, a partir de la propia «lógica antroponomástica interna al Diálogo». Este apartado contiene algunas de las páginas más sugerentes de todo el libro. La hilación magistral entre análisis social y literario va tejiendo un retrato de las relaciones entre Juan y el exponente del linaje al que aquel le debía gran parte de su carrera, en un entramado de amistad y clientela. De su proyección en el mecenazgo aristocrático puede ser un indicio revelador la diferencia, apuntada por la autora, entre la actitud más conservadora de Pacheco al considerar a los autores castellanos de las últimas décadas merecedores de encomio y la crítica implacable a la que estos se ven sometidos por un Valdés erigido en portavoz de una vanguardia que, a la postre, acabaría asumiendo el conjunto de las elites españolas. Sobre ese proceso se extiende la sombra de la biblioteca del noble y el gobernante, que estaba sustituyendo a los antiguos espejos de príncipes.
El Diálogo encierra una biblioteca sometida a un riguroso escrutinio que antecede al conocido pasaje cervantino. No estamos ante una selección de lecturas recomendadas a una elite estamental, sino deudoras de un talante protonacional que, como demuestra Sánchez García, pretende buscar modelos comunes para una lengua en expansión, denunciando sus carencias con el objetivo de alcanzar la madurez inherente a su voluntad hegemónica. El proyecto de Nebrija, tan denostado, cobraba nueva actualidad bajo otros moldes más adecuados a los horizontes de un imperio sin límites aparentes. Encerrados bajo imágenes de virtud, en las alas del mito o el triunfo, se hallan los diversos géneros doctrinales o literarios, desde los libros de caballerías hasta la poesía encomiástica, profusamente cultivada en todas las lenguas durante el itinerario triunfal del César por Italia, pero aquí marginada a favor de anteriores obras castellanas que parecen asumir el carácter de antimodelos20. El personaje de Pacheco sirve para introducir reflexiones decisivas sobre estas y otras materias, desde el constante diálogo de las armas y las letras sobre el que disertó Sepúlveda hasta el protagonismo del ideal del decoro en la sociedad cortesana proyectada por la literatura.
Siguiendo la estela platónica, el Diálogo de la lengua erige a los personajes históricos en arquetipos del pensamiento y la acción social, síntesis diversas de la dialéctica entre vida activa y contemplativa, de permanente actualidad a partir de su reelaboración petrarquista. No son escuelas filosóficas, como en Platón, lo que representan los interlocutores, sino sensibilidades dispares, fruto de sus distintos orígenes y trayectorias. En este sentido, el eje del Diálogo lo constituye la contraposición entre dos parejas de personajes, unidas por lazos familiares o clientelares y contrapuestas por su origen nacional. De ahí que, como señala la profesora Sánchez García en las conclusiones de su estudio, «en la fuerte carga semántica de los nomina ficta de los italianos deposita el autor el sentido más recóndito y hondo del texto, cuya completa decodificación depende precisamente de la correcta interpretatio nominis de estos dos; a la dimensión metafórica del teónimo “Martio” corresponde la valencia metonímica histórico-legendaria del nombre propio de Coriolano y, en ambos casos, el mito se hace presente en el simposio de Leucopetra. Esta dimensión mítica se corresponde con el sosiego que estos dos personajes exhiben a lo largo de la actio, en contraste con el dinamismo dramático de los dos españoles»21.
Espejo de una conversación ideal, el Diálogo de la lengua escrito en español en Nápoles se despliega más allá de las debatidas opciones espirituales de Juan de Valdés, aún abiertas a las interpretaciones críticas que se contraponen a la obsesión heterodoxa de ciertas modas historiográficas22. La imagen esquiva del humanista de Cuenca, envuelta aún por el misterio, es fruto de una trayectoria que desborda las categorías historiográficas al uso, empezando por los dos grandes tópicos conceptuales de reforma y renacimiento. Frente a la visión convencional del heterodoxo empeñado en arcanas pugnas teológicas, Valdés se revela protagonista de una vida más activa que contemplativa. El predominio de la obra manuscrita (solo una, la primera, dada a la imprenta y en España: su debatido Diálogo de doctrina cristiana, editado en 1529 en Alcalá de Henares) junto a las lagunas biográficas en una documentación fragmentaria aumentan la dificultad de afrontar el análisis de la relación entre su dimensión política y religiosa. En ambas vertientes, la lengua como instrumento cortesano podría ser una clave decisiva. Así lo entrevemos al seguir los pasos del Diálogo de la lengua llevados por la mano experta de la autora de este memorable estudio. Cada tema tratado plantea una investigación inagotable, empezando por los círculos académicos que gravitan en torno a las principales cortes aristocráticas y a una corte virreinal en plena expansión bajo Pedro de Toledo. Son esos los ejes de un sistema cuyos espacios semánticos e iconológicos permiten entender el poder como lenguaje y el lenguaje como un poder capaz de reconstruir la gramática de la representación generada por textos e imágenes. En ese camino no cabe excluir ninguna lectura. El propio Diálogo como forma prioritaria de expresión para la sociabilidad cortesana remite a la impronta platónica de la corte como «idea» de una materia defectuosa en la sociedad política de su tiempo y se propone, desde la atalaya napolitana de esa villa junto al mar, como el tránsito del modelo de Pontano al de Castiglione en sus múltiples implicaciones políticas. Lo mismo sucede con el desarrollo de la lengua y con el uso del nombre. Esas cuestiones nos interrogan desde la conversación entre unos amigos en cuya intimidad el autor ―y su aventajada lectora actual― nos permiten irrumpir como invitados privilegiados. Bajo la forma de una conversación de sobremesa, antes de la puesta de sol, un fragmento de realidad sigue latiendo en un tiempo sin límites, pero solo una mirada ávida de conocimiento como la de Encarnación Sánchez García consigue despertar a sus personajes, al llamarlos con el nombre exacto de sus vidas, restituidas dentro y fuera del texto creado por aquel letrado conquense, tan lejano y tan próximo. Carlos J. Hernando Sánchez es doctor en Historia Moderna por la Universidad Complutense de Madrid.





























[ARCHIVO DEL BLOG ] Francia, crisol del debate intelectual europeo. [Publicada el 08/10/2017]











À mes amis français
A mis amigos franceses

"Intelectual", palabra derivada del latín intellectuālis: Perteneciente o relativo al entendimiento; espiritual, incorporal; dedicado preferentemente al cultivo de las ciencias y las letras. Y prácticamente la misma definición en francés: "Qui appartient à l’intellect, qui est dans l’entendement"; "chez qui prédomine l’usage de l’intelligence, par opposition à manuel"; "personne dont l’activité repose sur l’exercice de l’esprit, qui s’engage dans la sphère publique pour faire part de ses analyses".
Emmanuel Macron, el más intelectual de los presidentes recientes en Francia, mantiene una relación complicada con los intelectuales, una institución tan francesa como la torre Eiffel o el queso camembert, comenta en El País el periodista Marc Basset. Como mínimo, con los más conocidos y mediáticos. No le “interesan demasiado”: “Viven encerrados en viejos esquemas. Miran el mundo de ayer con los ojos de ayer. Hacen ruido con viejos instrumentos. Una gran parte de ellos hace años que no produce nada asombroso”.
Macron se lo cuenta a su amigo el escritor Philippe Besson en Un personnage de roman (un personaje de novela), una crónica de la campaña electoral que en mayo le llevó a la victoria. Se refiere a intelectuales como los mediáticos Michel Onfray y Alain Finkielkraut, al sesentayochista veterano, reciclado en mediólogo y estudioso de las religiones Régis Debray o el viejo maoísta Alain Badiou.
Todos tienen en común haber dedicado palabras poco amables al joven presidente. Coinciden en pertenecer a otra generación, la de los padres o los abuelos, en algunos casos. Y lo que es más significativo: pese a las enormes diferencias entre ellos, se adscriben en la tradición del intelectual que pontifica sobre lo divino y lo humano, una generación de pensadores generalmente maestros a la hora de elaborar teorías brillantes, enamorados de las volutas verbales y mentales, y poco proclives a trabajar con datos y con la realidad empírica. Este grupo y el de aquellos que, muy presentes en los medios franceses y en la industria editorial, hace unos años bautizó el ensayista Daniel Lindenberg como “los nuevos reaccionarios” contrastan con otra cuadra: la que podríamos llamar los intelectuales de Macron. No son forzosamente todos seguidores del presidente. Algunos son muy críticos con él. Y es difícil encontrar entre ellos nombres conocidos por el gran público, o traducidos a otras lenguas.
La llegada al Elíseo de un presidente con una sólida formación filosófica puede reavivar la discusión en Francia, donde la batalla política es una lucha de las ideas —desde la Revolución Francesa al affaire Dreyfus, de la Guerra Fría y las arengas callejeras de Jean-Paul Sartre a los debates sobre la inmigración y el islam—. Coincide, además, con la presencia de Francia como país invitado a la Feria del Libro de Fráncfort, que se inaugura el 11 de octubre, una plataforma para proyectar las letras francesas, que hasta hace unas décadas marcaban las tendencias intelectuales en buena parte del planeta.
Hace unos meses, durante un almuerzo en un café cerca de la plaza de la Bastilla, en París, el ensayista Frédéric Martel sacó una cuartilla y trazó una cartografía de la intelectualidad francesa en la era de Macron. Martel es el autor, entre otros libros, de Cultura mainstream y Smart. Internet(s). Una investigación (ambos en Taurus), que mezclan el ensayo con el reportaje y la claridad en el estilo con una forma más anglosajona que francesa. Es discípulo del historiador y politólogo Pierre Rosanvallon, uno de los intelectuales más rigurosos e influyentes en Francia hoy.
En un extremo de la cuartilla figuraban intelectuales de derechas (y allí estaba el superventas Éric Zemmour, estrella de la extrema derecha pop; o el propio Finkielkraut, otro viejo sesentayochista que ahora teoriza sobre la “identidad desdichada”). En el otro, intelectuales de izquierdas, como el citado Onfray —tan prolífico que solo en 2017 ya lleva publicados seis libros, uno de ellos, Décadence (Decadencia), de 610 páginas— o el demógrafo Emmanuel Todd, que acaba de publicar Où en sommes-nous? Une esquisse de l’histoire humaine (¿En qué punto estamos? Un esbozo de la historia humana), otra de estas obras densas y sistemáticas —496 páginas— que en Francia se venden por decenas de miles de ejemplares.
En el esquema de Martel saltaba a la vista que la divisoria izquierda/derecha no era la adecuada para entender el paisaje. Porque la batalla de las ideas en Francia, hoy, como la política, se disputa en otro terreno. Los soberanistas contra los europeístas. Los intervencionistas contra los liberales. Los de abajo contra los de arriba, según el vocabulario de los que dicen representar a los de abajo. O los partidarios del repliegue identitario contra los de la apertura al mundo, si se prefiere usar el vocabulario de estos últimos.
Si en política tenemos a Macron contra Jean-Luc Mélenchon, líder de una izquierda alternativa que, como Macron, quiere superar la divisoria izquierda/derecha, ocurre lo mismo entre los intelectuales. Y, puesto que se identifica al presidente con el liberalismo, palabra maldita en Francia, una etiqueta posible para sus detractores podría ser la de iliberales.
Catherine Audard, autora de Qu’est-ce que le libéralisme? Étique, politique, sociéte (¿Qué es el liberalismo? Ética, política, sociedad), explica la alergia francesa al liberalismo, y la tendencia a convertirlo en caricatura, por tres factores. Primero, la confusión entre el individualismo y el egoísmo, que ya detectó Tocqueville, padre fundador del liberalismo francés, y que tiene su origen en la Revolución Francesa. El segundo es el nacionalismo, que también tiene que ver con el rechazo al individualismo, con la idea de que “la nación no puede sobrevivir con individuos que sólo piensan en el interés particular”, dice Audard. El filósofo reac­cionario Joseph de Maistre, recuerda, decía que el liberalismo era “un protestantismo empujado hasta el individualismo absoluto”. El tercer factor es el apego a la autoridad. “En el mundo liberal el orden social es, como describe Tocqueville, horizontal y no vertical”, explica Audard.
Las características del iliberalismo francés que apunta Audard aparecen en los “nuevos reac­cionarios” que Daniel Lindenberg estudió en su ensayo Le rappel à l’ordre. Enquête sus les nouveaux reáctionnaires (La llamada al orden. Investigación sobre los nuevos reaccionarios). La seducción totalitaria de los intelectuales franceses tiene tradición: Charles Maurras es el modelo en la extrema derecha; Sartre en la izquierda. Tras un paréntesis en los años ochenta, en el que según Lindenberg se produjo una breve conversión de los intelectuales franceses a la democracia liberal, el iliberalismo regresó con fuerza con la bandera del rechazo tanto a lo que el autor llama la izquierda igualitaria como la derecha iliberal. El libro cita a novelistas como Michel Houellebecq o Maurice G. Dantec, pero también a los citados Finkielkraut o Zemmour. A muchos les une la crítica al Mayo del 68 y su herencia, la nostalgia de una Francia pretérita o el recelo hacia Estados Unidos, que ha encontrado su expresión más reciente en Civilisation, el ensayo en el que Debray intenta demostrar cómo los franceses se han convertido en americanos. El máximo ejemplo de esta americanización es, obviamente, Macron: liberal, exbanquero y europeísta, rasgos detestados por esta corriente transversal.
Lindenberg no lo cita, pero uno de los referentes de esta corriente, y uno de los más incisivos, es Jean-Claude Michéa. Culturalmente de izquierdas, intelectual antiprogresista admirado desde círculos conservadores (“a Marx nunca se le habría ocurrido inscribir sus combates políticos bajo el signo de la izquierda”, escribe), Michéa reclama ir más allá del eje izquierda/derecha. Promueve volver a “la divisoria anticapitalista que era la del socialismo, el anarquismo y el populismo originales”. Y cita a Orwell para recordar que no todo progreso es bueno, y que el “viejo mundo” no es solo el de “la guerra, el nacionalismo, la religión y la monarquía”, sino también el de “los campesinos, los profesores de griego, los poetas y los caballos”.
El estadounidense Mark Lilla constata en su ensayo La mente naufragada. Reacción política y nostalgia moderna, que durante décadas el pensamiento reaccionario estuviera proscrito de la vida pública por su asociación con el colaboracionismo en la II Guerra Mundial. “Hoy vuelve a ser permisible”, dice, y cita a Houellebecq y a Zemmour, autor del exitoso Le suicide français (El suicidio francés), ambos síntomas de un malestar, un pesimismo y una nostalgia que la victoria electoral de Macron desmentirían.
No existen en rigor los intelectuales macronianos, advierte Frédéric Martel, porque, “por definición, un intelectual digno de este nombre rechazará una etiqueta tan reductiva: hablar de intelectuales orgánicos como fue el caso de Aragon con el Partido Comunista, o Max Gallo y Debray con François Mitterrand, sería un poco anacrónico”. “Al mismo tiempo”, continúa, “hay intelectuales que sienten afinidad, proximidad con Macron: son los que se han reconocido en una trayectoria que bebe de la obra de Paul Ricoeur, pero también de un cierto catolicismo social que gira en torno, pero no sólo, de la revista Esprit y en parte de la fundación Terra Nova”.
Si miramos los referentes del presidente, encontramos pensadores que, sin ser exactamente liberales, se mueven en otro terreno que el de la tradición iliberal. Destaca Ricoeur, uno de los grandes filósofos contemporáneos en Francia, fallecido en 2005. Macron trabajó para él como ayudante cuando era estudiante, y Ricoeur le dedica una amable mención en el prólogo de uno de sus últimos libros, La mémoire, l’histoire, l’oubli (La memoria, la historia, el olvido). “Emmanuel Macron”, se lee, “a quien debo una crítica pertinente de la escritura y la puesta en forma del aparato crítico de esta obra”. Cuando Ricoeur confiesa en el libro que se siente “perturbado por el inquietante espectáculo que ofrecen la excesiva memoria por aquí, el excesivo olvido por allí, por no decir nada de la influencia de las conmemoraciones y los abusos de la memoria y el olvido”, es inevitable pensar en los ejercicios de memoria histórica del presidente sobre el régimen de Vichy o la guerra de Argelia. El presidente también se sitúa intelectualmente cerca del grupo de la revista Esprit, fundada en 1932 por el católico Emmanuel Mounier, a la que Ricoeur estuvo vinculado, y en la que él mismo colaboró.
La tercera pata del pensamiento Macron —además del liberalismo y del grupo de Esprit y Ricoeur— no es estrictamente macroniana, pero comparte afinidades. Se trata del grupo creado en torno a Rosanvallon, más próximo a la socialdemocracia que al liberalismo macroniano, y a la colección La República de las Ideas, que publica libros empíricos y técnicos sobre políticas públicas, a veces más próximos de documentos de think tanks que de las grandes teorías de los intelectuales de la vieja escuela. “Los intelectuales franceses hoy son personas más especializadas, quizá más serias, quizá menos que en otro tiempo ideólogos que defiendan una especie de catequismo intelectual”, dice Frédéric Martel. “Y se ha superado también la llamada french theory de Bourdieu, Derrida o Deleuze, una generación que ya está en la historia, el siglo pasado. Los intelectuales que forjaron sistemas han desaparecido”.
Régis Debray —uno de estos intelectuales veteranos también prolífico— acaba de publicar su segundo libro del año, Le nouveau pouvoir (El nuevo poder). Plantea la teoría según la cual Macron es la expresión, ya no sólo de la americanización de Francia, como planteaba en su ensayo anterior, sino de un neoprotestantismo que infiltra las culturas católicas. Debray dedica el último capítulo a lo que llama la “generación Ricoeur”. Explica que Ricoeur, que era protestante, asimilaba la izquierda a la confrontación, la derecha a la exclusión y el centro a la negociación. Y él se situaba en el centro, como el “gran reconciliador de las tradiciones de izquierda y derecha”. Habla de Ricoeur pero se aplica perfectamente a su discípulo más conocido, el presidente Macron. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos.  HArendt