Hannah Arendt, la amistad frente al totalitarismo
JUAN ARNAU - Revista de Libros
23 AGO 2023 - harendt.blogspot.com
Arendt es una figura excepcionalmente libre de la historia intelectual del siglo XX. Discípula y amante de Heidegger, estudia fenomenología con Husserl en Friburgo y, bajo la dirección de Jaspers en Heidelberg, escribe una tesis sobre la idea del amor en Agustín de Hipona. Cartografiará los males del siglo XX. Con el auge del nazismo, trabaja en favor del sionismo alemán, huye a Francia y, tras incontables dificultades, emigra a Estados Unidos. Enseña en la neoyorquina New School for Social Research y conferencia en las universidades más prestigiosas del país. Desacreditada en Alemania, sigue siendo una referencia fundamental para la filosofía moral y política. Su pensamiento conserva una actualidad desconcertante a la luz de los nuevos totalitarismos que asoman tras la dependencia tecnológica. Aunque su análisis de las fuentes del totalitarismo se centra en el comunismo y el nazismo, su lectura se adapta con facilidad al contexto actual de una sociedad dominada por la técnica.
Arendt tenía una idea firme de la libertad como realidad política viva, que ejerce el individuo. La libertad no es algo que pueda darse, la libertad hay que tomársela. Es algo que ella hará en numerosas ocasiones. La libertad es como la respiración, necesita de “espacio” entre las personas. El totalitarismo es el intento, por parte del Estado o de cualquier otro poder, de comprimir ese espacio. El terror total destruye el espacio entre las personas y no deja respirar. Una compresión del espacio mental que se opera mediante la uniformización del pensamiento. El individuo singular se convierte en masa uniforme. “Los totalitarismos no logran arrancar de los corazones el amor a la libertad, pero destruyen el único prerrequisito esencial de todas las libertades, que es la capacidad de movimiento, que no puede existir sin ese espacio mental”.
Las fuerzas de la naturaleza y de la historia son aceleradas por el totalitarismo y solo pueden ser frenadas mediante el ejercicio de la libertad. La libertad no es un derecho otorgado por otro (el Estado), la libertad es algo que ejerce cada cual, está en la raíz misma de la condición humana. Alienar esa condición libre y esencial de lo humano es el objetivo del terror totalitario. La gestión del miedo es aquí fundamental (lo hemos visto recientemente) y de ella se encargan los medios de información: la propaganda totalitaria.
Aunque su análisis de las fuentes del totalitarismo se centra en el comunismo y el nazismo, su lectura se adapta con facilidad al contexto actual de una sociedad dominada por la técnica
Ese freno de las fuerzas imparables de la naturaleza y de la historia es posible por el hecho de que las personas nacen. Cada individuo supone “un nuevo comienzo”. Esta es una noción fundamental de Arendt. La referencia al origen (aunque ella no lo llama así). La vida tiene eso. El origen está siempre presente. Cada nuevo comienzo es una fuente de libertad. Desde el punto de vista totalitario, cada nuevo comienzo es un obstáculo en su labor de adoctrinamiento. “El terror ejecuta las sentencias de muerte que se supone ha pronunciado la naturaleza sobre razas o individuos que no son ‘aptos para la vida’, o la historia sobre las ‘clases moribundas’, sin aguardar al proceso más lento y menos eficiente de la naturaleza o de la historia”. Los totalitarismos aceleran estos procesos. En este sentido se parecen a los laboratorios. Crean las condiciones de presión y temperatura que hacen posible la aceleración de los procesos naturales. Y se ciega a su origen, al hecho de que esa labor científica, cuando innova, se gesta gracias a un “nuevo comienzo”, que es el impasse del que, el genio investigador, saca su teoría.
Cada ciencia es un “aspecto” de lo real. Lo real es poliédrico. Cuando una ciencia reclama el monopolio de lo real (como hizo la Física), está haciendo propaganda y desbarra en sus ambiciones. Cualquier “teoría del todo” es una forma de totalitarismo. Forma parte de una retórica científica, resultado del imperialismo de una ciencia particular. La Física pretendió extender sus dominios sobre la Química, la Biología o la Psicología. Como si una sola ciencia, una única perspectiva, pudiera dar cuenta de lo real. Arendt, que ha leído a Alexandre Koyré, advierte la obsesión por la ciencia que caracteriza al mundo moderno desde el siglo XVII. Y cita a Eric Voegelin: “El totalitarismo parece ser la última fase de un proceso durante el cual la ciencia se ha convertido en un ídolo que curará mágicamente todos los males de la existencia y que transformará la naturaleza del hombre”. El cientifismo, como la propaganda totalitaria, trata de eliminar la imposibilidad de predecir las conductas individuales, ofreciendo certezas a las masas. Una idea que pertenece al sentido común decimonónico, primero positivista, luego conductista. Suponen que la naturaleza humana es siempre la misma, y que la historia es el relato de las cambiantes circunstancias objetivas. El ser humano solo hace que sufrir o encajar las leyes inmutables del proceso histórico o natural. Pero los hechos dependen del poder que pueda fabricarlos. Un mundo sometido al control totalitario puede hacer realidad sus mentiras, lograr que se cumplan todas sus profecías. En todo caso, nunca será un sistema “completo”. Como no lo son los veredictos de la genética de los nazis o la lógica de la historia de los bolcheviques.
La libertad es como la respiración, necesita de “espacio” entre las personas. El totalitarismo es el intento, por parte del Estado o de cualquier otro poder, de comprimir ese espacio uniformando el pensamiento
Arendt no habla de historia de la ciencia, pero su visión del totalitarismo encaja con nuestro propósito. “En un perfecto gobierno totalitario, todos los hombres se han convertido en Un Hombre”. Toda ciencia particular exige cierta uniformización del pensamiento. Los físicos piensan todos de forma parecida, también los psicólogos o los biólogos. Es la consecuencia de su formación. Pero es un abuso que un modelo particular se considere el único válido. De ahí que el propósito de la propaganda totalitaria, que no es tanto inculcar convicciones como la capacidad de destruir la formación de alguna.
Arendt no habla de la “teoría del todo”, pero sí de ideologías e ismos que lo explican todo. Para el pensamiento libre y creativo, una ideología es una simplificación inadmisible. Puede funcionar en los niveles más elementales y tiernos del pensamiento, constituir un horizonte único, pero en seguida se advierte que es una cárcel para el pensamiento. Y un truco mental para no pensar. Deducir todo a una única premisa tiene consecuencias políticas catastróficas, pero muy útiles para la dominación totalitaria. El instinto de Arendt, que carece de formación científica, advierte el peligro. “Las ideologías son conocidas por su carácter científico: combinan el enfoque científico con resultados de relevancia filosófica y pretenden ser filosofía científica. La palabra ideología parece implicar que una idea puede llegar a convertirse en objeto de una ciencia de la misma manera que los animales son el objeto de la zoología, y que el sufijo -logía en ideología, como en zoología, no indica más que las logoi, las declaraciones científicas sobre el tema. Si esto fuera cierto, una ideología sería una pseudociencia y una pseudo filosofía, trasgrediendo al mismo tiempo las limitaciones de la ciencia y la filosofía”.
Arendt conoce bien (lo ha sufrido) el fetiche de la ideología. La ideología es la lógica de una idea y su objeto es la historia, a la que aplica esa idea. “La ideología trata el curso de los acontecimientos como si siguieran la misma ley que la exposición lógica de su idea”. Las ideologías pretenden conocer los misterios de todo el proceso histórico, los secretos del pasado, las complejidades del presente, las incertidumbres del futuro, merced a la lógica inherente de sus ideas”. Quien se rige por la ideología pretende ser el más listo (lo explica todo) y acaba siendo el más ingenuo. La ideología, además, apantalla lo real. Lo tiene todo demasiado claro, nunca se interesa por el misterio de las cosas. Tiene vocación totalitaria. “La coacción puramente negativa de la lógica, es decir, la prohibición de contradicciones, se convierte en productiva”.” Ese proceso productivo no podrá ser interrumpido o desdicho por una nueva idea o una nueva experiencia. Esa es la cerrazón ideológica: “Cambiar la capacidad inherente de pensar por la camisa de fuerza de la lógica, nos fuerza tan violentamente como si estuviéramos forzados por un poder exterior”. Las principales ideologías totalitarias del siglo XX fueron el nazismo y el estalinismo. En el siglo XXI han cambiado de máscara y son la biotecnología (la idea de que el ser humano es solo un algoritmo biológico) y la tecnolatría o digitalización del mundo (la idea de que lo real es básicamente información). Ambas replican la idea de Derrida de que “no hay nada fuera del texto”.
El totalitarismo se consolida cuando es destruida la forma más elemental de la creatividad humana, que se suscita siempre en el origen, en el “nuevo comienzo”, al que la persona creativa regresa continuamente. Mientras existan personas creativas, que añadan algo propio al mundo común, podrá sortearse la amenaza totalitaria y su sistemática preparación de ejecutores y víctimas. La persona creativa, como decía Marco Aurelio, no es ni amo ni esclavo. O, en este contexto, ni ejecutor ni víctima. Ambos han renunciado al ejercicio de la libertad. La mayoría de los amos del mundo, ni siquiera saben que son esclavos.
Mientras que el totalitarismo pretende convertir al ciudadano en autómata., en nuestro momento presente, pretende convertirlo en algoritmo biológico: programable, jaqueable, prescindible
Arendt parece hablar del ātman cuando habla de la soledad y la distingue de la vida solitaria. “Lo que torna tan insoportable la soledad es la pérdida del sí mismo que puede realizarse en la vida solitaria. Cuando se pierde la confianza en el sí mismo como compañero del pensamiento y la elemental confianza en el mundo necesaria para tener experiencias. El sí mismo y el mundo, la capacidad para el pensamiento y la experiencia, se pierden al mismo tiempo”. Parece seguir al primer Wittgenstein cuando dice que la única capacidad de la mente que no requiere del sí mismo ni del mundo, que no necesita del pensamiento y la experiencia, es la lógica. La verdad de la lógica, tautológica, es una verdad vacía, que no revela nada, por lo que no es una verdad en absoluto. Y, entre paréntesis: “definir la conciencia como verdad, tal como hacen algunos lógicos modernos, significa negar la existencia de la verdad”. Esa es la última coacción, la negación de las contradicciones, que son la esencia de lo que está vivo. Esa autocoacción, extendida, “encaja en el anillo de hierro del terror”, haciendo que se desvanezca la posibilidad de que la soledad se transforme en vida solitaria y la lógica en pensamiento.
Mientras que el totalitarismo pretende convertir al ciudadano en autómata., en nuestro momento presente, pretende convertirlo en algoritmo biológico: programable, jaqueable, prescindible. “La dominación totalitaria porta los gérmenes de su propia destrucción”. El miedo y la impotencia son principios antipolíticos y “lanzan a las personas a una situación contraria a la acción política.” Hannah se despoja de fatalismo. Cada final en la historia anuncia un nuevo comienzo, y ese comienzo se identifica con la libertad humana. Heráclito ha regresado. Un conocimiento garantizado por cada nuevo nacimiento, por cada ser vivo.
Hannah Arendt niega ser filósofa, escribe ensayos, a veces con tono de manifiesto, que no son enteramente filosóficos, históricos o periodísticos, sino que navegan libremente entre los géneros. Aunque colabora con revistas norteamericanas de izquierdas, es difícil decir si es conservadora o progresista. Nació en 1906 en Hanover, la ciudad de Leibniz, en el seno de una próspera familia judía. Apenas conoce a su padre, que muere de sífilis cuando ella es solo una niña. Crece en la ciudad de Kant, cuya filosofía será una referencia constante. Un lugar seguro en el que refugiarse. Filosóficamente, se educa con Heidegger. Aunque el énfasis del maestro en el ser, lo dirige la discípula al actuar. Su vida recorre muchos de los episodios que han hecho del siglo XX el más despiadado de la historia.
Arendt pertenece a una familia judía acomodada, culta y liberal. Su abuelo Jacob Cohn es un lituano que ha hecho fortuna con la importación de té ruso. Hannah hereda el carácter de su madre: valiente, independiente y orgullosa. No sabe mentir y parece no temer a nada ni a nadie. Martha registrará en un diario la evolución de su única hija. Con tres años la familia se traslada a Königsberg, para que su padre sea tratado de su enfermedad. Martha y su marido son cultos y comprometidos. Afiliados al socialismo (entonces ilegal en Alemania), participan del ideal de un mundo más justo. En la biblioteca familiar encuentra los clásicos griegos y latinos, que comienza a leer con precocidad. Tras sucesivos trastornos, parálisis, delirios, su padre es hospitalizado. Hannah lo cuida y no permite que su madre le hable con dureza. Lo visita en el hospital, juegan a las cartas. Reza por él sin que nadie le haya enseñado a hacerlo. No es en su casa donde descubre que es judía. Sus padres no practican, pero permiten que los abuelos lleven a Hannah a la sinagoga. Su abuelo Max promueve la integración de los judíos en el Estado alemán y no renuncia a su germanismo, sin ceder a la asimilación o el sionismo. El judaísmo, más que una fe, evoca una historia. Hannah no recordará las lecturas del Talmud, sino los dulces del Sabbat, el aroma de las almóndigas de pescado y los cantos en la sinagoga. La muerte de su padre le lleva a buscar refugio en la filosofía y afianza el lazo entre madre e hija. Hannah buscará siempre amparo en su madre, enfermera y confidente. Algunos amigos cuentan que, incluso después de los cuarenta años, acude a acurrucarse junto a Martha y, hecha un ovillo, pasa con ella veladas enteras.
Su madre admira las convicciones y la firmeza de Rosa Luxemburgo. En Königsberg, asiste con su hija a las veladas clandestinas y manifestaciones del socialismo alemán. En 1918 verá el nacimiento del partido comunista alemán, tras los Consejos de Obreros y Soldados en el Reichstag. La guerra ha arruinado a Alemania. Pero no todo está perdido. Franz Rosenzweig, ha escrito en las trincheras del frente balcánico La estrella de la redención, Wittgenstein el Tractatus. Ambos dejarán su huella en Hannah. El rigor de la lógica se ahoga en su virtud: es tautológico. Arendt será siempre escéptica respecto a la posibilidad de cambiar la sociedad. Rosa Luxemburgo es asesinada un año después en el parque de Tiergarten y su cuerpo arrojado a un canal. En Königsberg, Martha lleva a su hija a la manifestación silenciosa en memoria de las víctimas del levantamiento de Spartakus. Tiene 13 años. Con catorce ya ha leído a Kant. A los diecisiete escribe sus primeros poemas. Jóvenes de excepcional talento se acercan a la filosofía. La primera gran guerra ha hecho madurar a Walter Benjamin, Hans Jonas y Gershom Scholem. Buscan comprender los tormentos que asedian sus vidas y su época: el fracaso de la revolución, el horror de la guerra, la delgada línea roja que separa el bien del mal. Hannah vive con ellos la crisis de inteligibilidad del mundo. En Berlín, Kierkegaard le distancia de Hegel. Reducir la filosofía a una forma de representación simbólica, a una ciencia puramente conceptual, es un error. Supone negar el ser y el valor del individuo en favor de totalidades abstractas como el pueblo o el Estado. Un sentimiento de angustia prepara su encuentro con Heidegger. El mago de Messkirch será el primero en sintonizar con su desasosiego, y en reconocer la fuerza intelectual de Arendt.
Una noche la alumna va a ver al profesor. La oscuridad reina en el despacho. Cuando se levanta para despedirse sucede algo insólito. “De repente se arrodilló delante de mí. Yo me incliné y él, desde su posición, alzó los brazos hacia mí y cogí su cabeza entre mis manos: medió un beso y yo se lo devolví”. El profesor tiene 35 años, ella 19. “Jamás podré atribuirme el derecho de quererla para mí, pero usted ya no saldrá de mi vida”. No se equivoca. Los encuentros se prolongarán hasta poco antes de la muerte de Hannah. Será una interlocutora privilegiada mientras redacta El ser y el tiempo. Una obra fecundada por la inmersión amorosa. Heidegger admira en ella su carácter libre y pertinaz, y su capacidad de compartir el silencio. Los encuentros son secretos. Ella se acomoda a la apretada agenda del profesor. Se intercambian poemas.
Conoce a un estudiante con el que traba una sólida amistad. Hans Jonas se enamora de Hannah y le confiesa su amor. Es rechazado, pero se convierte en su confidente. Ambos comparten el gusto por la teología. Jonas la describe como tímida y reservada, de sorprendente belleza y ojos solitarios. Admira su aplomo intelectual, su independencia, la intensidad de su búsqueda, su determinación absoluta para ser ella misma y su gran vulnerabilidad. Una combinación irresistible para el futuro investigador de los gnósticos.
Hannah conoce a Jaspers en Heidelberg en 1926. Jaspers es psiquiatra y filósofo. Le atrae su profunda bondad y su firmeza moral. Forjan una amistad de por vida. Él dirigirá su tesis sobre el concepto de amor en Agustín de Hipona. Conoce también a Günther Stern, su primer marido, que pone orden en su vida de estudiante atormentada. Aunque se seguirán escribiendo de por vida, ella nunca reconocerá públicamente su talla intelectual y omitirá las referencias a los trabajos que hicieron juntos. Los dos son judíos desasimilados. Comparten un mismo amor por la filosofía, un mismo origen, las mismas amistades y un apartamento en Berlín, que sólo pueden ocupar por la noche. Durante el día se alquila a una escuela de danza. Günter y Hannah se casan en una ceremonia sencilla en 1929. Hannah entra en contacto con el sionismo a través de Kurt Blumenfeld, que ha sido su mentor desde que era niña, y que se declara sionista por la gracia de Goethe. Hannah trabaja para una organización sionista reuniendo textos antisemitas que visibilicen el conflicto en el exterior. Es arrestada con documentos comprometedores. Pasa ocho días en una celda, sometida a interrogatorios a puerta cerrada. Cuenta historias absurdas al agente que la interroga y, mediante la astucia, logra finalmente quedar libre a la espera de juicio.
Tras una fiesta de despedida con los amigos, huye junto a su madre de la Alemania nazi. En mitad de la noche, cruza la frontera con Checoslovaquia por el bosque de Erzgebirge. Les guía una organización sionista. Praga, Ginebra y finalmente París, donde se reúne con su marido. Encuentra una Francia hostil con el inmigrante alemán y devastada por el paro. Solo algunos intelectuales como Raymond Aron les prestan ayuda. No encuentran trabajo y viven en la miseria. Emmanuel Levinas publica el primer un artículo contundente contra el hitlerismo, una nueva criminalidad erigida en doctrina legal, cuya lectura fascina a Hannah. Retoma el tema de la servidumbre voluntaria de La Boétie, del que ella se servirá cuando escriba Eichmann en Jerusalén.
Hannah encuentra trabajo como secretaria en una organización sionista. Recita a Baudelaire para mejorar su francés y lee a Kafka, cuyos libros le ayudan a superar la desesperación. En los cafés, donde siguen arreglando el mundo, conoce a Heinrich Blücher, un marxista dialéctico, autodidacta y culto, que pasa las noches jugando al ajedrez con Walter Benjamin. Heinrich prefiere el cine de vanguardia al catecismo leninista. Filosofan hasta la madrugada. Heinrich, que está casado, le declara su amor. Viven con angustia el auge del nazismo, con la culpabilidad de sentirse lejos de sus camaradas. Marxismo y sionismo se introducen en la alcoba. Amor significa respeto mutuo. Una eterna conversación que durará hasta el final de sus vidas. Ambos cuidan de “Benji”, que no tiene un céntimo y vive como un vagabundo. Intelectualmente agotado y asediado por la depresión, escribe el libro de los Pasajes.
En Francia, los enemigos de Hitler de origen alemán son internados en campos. A Heinrich lo envían al campo de Villemard, con el único pretexto de su nacionalidad alemana. El 23 de junio de 1940, Hannah ingresa en el campo de Gurs, donde convive en condiciones deleznables con nueve mil trescientas reclusas. Soldados franceses custodian las alambradas, sólo se permite la ducha cada quince días. Barro, suciedad y hambre. Piensa que Francia les ha encerrado para dejarles morir. En septiembre se inicia el censo de los judíos en la zona ocupada. El régimen de Vichy prohíbe a los extranjeros viajar. Hannah escapa a pie de Gurs, con un cepillo de dientes como única pertenencia. Encuentra refugio en la ciudad de Montauban, cuyo alcalde socialista acoge a evadidos de los campos. Está al borde de la desesperación cuando, de pronto, se encuentra a Heinrich por la calle.
Europa es un inmenso campo de batalla y de concentración. Marsella es Casablanca: la ciudad de la esperanza. Hannah viaja allí en busca de un visado que le permita emigrar a Estados Unidos. Los exiliados son arrestados cada día. Se mueve con precaución para no verse atrapada en una redada. Pasa días enteros en el consulado. Benjamin le confía el manuscrito con sus tesis sobre la filosofía de la historia. Finalmente, logran tomar un tren hacia Lisboa, donde los barcos son más numerosos y las gestiones para el visado menos draconianas. Logran embarcar. Heinrich viaja en la sala de máquinas, ella con las mujeres. En tres semanas divisan la isla de Ellis. Recuerdan a Kafka. Ninguno de ellos habla inglés. Heinrich descree de los soviets, pero no renuncia a su ideal revolucionario. Hannah tiene 36 años y no sabe qué hacer con su vida.
Walter Benjamin, desesperado, se quita la vida en Portbou. Su obra será rescatada por sus amigos: Bertold Brecht, Gershom Scholem y la propia Arendt
Walter Benjamin, desesperado, se quita la vida en Portbou. Su obra será rescatada por sus amigos: Bertold Brecht, Gershom Scholem y la propia Arendt, y publicada en América. Hannah aprende inglés y consigue trabajo cuidando a una pareja de ancianos. Luego como profesora en un college de Brooklyn. Publica sus primeros artículos, donde increpa a la opinión pública por su silencio ante el destino de los judíos europeos. Mientras arden los guetos en Europa, una sinagoga de Manhattan organiza una fiesta en honor de un actor. En junio de 1942, la conferencia nazi de Wannsee pone en marcha la “Solución final”. Hannah inicia sus reflexiones sobre el totalitarismo. Rechaza tanto a Hegel como a Marx y su idea de un provenir más brillante. Benjamin la inspira. Se libera de cualquier hipoteca sobre el futuro. La justicia y la libertad son un asunto del presente, una invención cotidiana, que se ha de reconquistar incesantemente. Se opone al concepto de “pueblo elegido”, sinónimo de aceptación de un sufrimiento eterno. Se declara sionista, pero ataca al sionismo oficial y fustiga el comportamiento de los extremistas judíos, a los que tacha de fascistas. Ser judío no es una singularidad o una carga, sino un deber moral, un compromiso con la dignidad y la libertad. Tiene la certeza de que el fundamento del nazismo es el antisemitismo. Rinde homenaje a los levantamientos judíos en el gueto de Varsovia y Vilnius.
La moral judía debe ser combate, no victimización. Los únicos judíos valerosos son los que toman las armas. La Shoah es una derrota de todo el pueblo judío. A partir de 1944, Hannah empieza a levantar el acta del fracaso del sionismo y se opone con más fuerza a sus políticas. Defiende un acuerdo con los árabes y un estado binacional. Denuncia acuerdos de los nazis con los sionistas y les culpa de haber hecho negocios con Hitler en 1933. Los nazis querían a los judíos fuera de Alemania, los sionistas que se instalaran en Palestina. El acuerdo de Haavara establecía que los judíos alemanes que emigraban a Palestina debían llevarse mil libras, que era la cantidad que exigían las autoridades británicas para que se instalasen en calidad de capitalistas con divisas extranjeras. Las compañías de seguros judías y alemanas se encargaban de las transferencias. Los beneficios se destinaron a la adquisición de tierras y la implantación de colonias. El sistema estuvo operativo hasta la mitad de la guerra. Veinte mil judíos alemanes lo utilizaron.
En 1945, Arendt publica “Reconsideración del sionismo” que cae como una bomba en los círculos sionistas y provoca una profunda herida en su amistad con Kurt Blumenfeld, que considera su postura agresiva y arrogante. No será el último desencuentro. Deja entrever su malestar con esa mentalidad judía que ha interiorizado su supresión en lugar de enfrentarse al antisemitismo. Todo comenzó cuando los judíos asimilados y acomodados de Alemania no salieron en defensa de los judíos de Europa del este. Hannah indaga en la responsabilidad de los judíos en el exterminio. El antisemitismo no es un problema de raza o de clase, sino una cuestión política. La definición de judaísmo es esencialmente externa. Los judíos son personas como las demás. La existencia de los campos es una advertencia, el experimento puede repetirse. Para Primo Levi, Hannah habla demasiado y demasiado a la ligera de la falta de resistencia en los campos. ¿Con qué derecho se permite juzgar a las víctimas? Lo exagera todo, es demasiado brillante y pasional, pero no convence. Arendt nunca renunciará a sus textos provocadores y a su capacidad de meter el dedo en la llaga. Desaprueba la política de Ben Gurion en Palestina. Lo considera un terrorista que expande los territorios israelíes mediante la iniciativa armada. Descree de los sueños de un estado modélico. Pelea porque los árabes reconozcan a Israel.
En 1951, apenas cinco años después del fin de la guerra, Arendt publica su obra fundamental: Los orígenes del totalitarismo. Un trabajo que, por diversas razones, tiene hoy una actualidad electrizante. Ella analiza el totalitarismo nazi y estalinista. Hoy podría escribirse su epílogo apuntando hacia el totalitarismo tecnológico. Pese a que las credenciales filosóficas del nazismo (chapuza neodarwinista y nietzscheana) y el estalinismo (bodrio cristiano y hegeliano) no son comparables; Arendt establece un paralelismo entre el genocidio del pueblo judío y el asesinato de los campesinos rusos a manos de los bolcheviques, la persecución y destrucción sistemática de todo movimiento democrático, la purgas internas dentro del partido, la desaparición de intelectuales, artistas y disidentes, y la supresión de una sociedad civil autónoma
La gran intuición de Arendt es que ve en el totalitarismo el culmen de la idea moderna del mundo que se empieza a gestar con el mecanicismo del siglo XVII. Un logro facilitado por la técnica y la ciencia aplicada, espoleadas por la idea fija de un crecimiento económico ilimitado. Tres impulsos estrechamente relacionados que culminan en la producción industrial de la muerte, la obsesión por el control y la gestión del miedo. Paradójicamente, la ciencia y la técnica desbocadas llevan a la sinrazón y a la negación de la dignidad y la libertad humanas.
Para Arendt la característica principal de las masas modernas es que no confían en la realidad de su propia experiencia (lo hemos visto recientemente). “No confían en sus ojos ni en sus oídos, sólo en sus imaginaciones… (configuradas por los medios de información). Las masas se niegan a reconocer el carácter fortuito que penetra la realidad. Están predispuestas a todas las ideologías porque éstas explican los hechos como simples ejemplos de leyes y eliminan las coincidencias, inventando una omnipotencia que lo abarca todo. La propaganda totalitaria medra en esa huida de la realidad a la ficción, de la coincidencia a la constancia”.
Hay en las masas un miedo general a la libertad, y un deseo de escapar de la realidad. Una ceguera voluntaria. Ese miedo es el que gestiona el proyecto totalitario, utilizando el anhelo de consistencia. Hitler afirmaba que en el Estado total no debía haber diferencia alguna entre ley y ética. “La dominación total aspira a organizar la pluralidad y diferenciación infinitas de los seres humanos como si fueran un único individuo, algo que sólo es posible si cada individuo particular es reducido a un complejo de reacciones nunca cambiante… El asunto es fabricar algo que no existe, un tipo de especie humana cuya única libertad consista en preservar la especie”. Darwin y el determinismo de Laplace (la tentación geométrica) se dan aquí la mano. Se trata de eliminar, mediante condiciones científicamente controladas, la espontaneidad como expresión del comportamiento humano y transformar a las personas en simples “perros de Pávlov”, regidas bajo la ley única del reflejo condicionado. Este es el primer paso para volver a todas las personas superfluas (i. e., prescindibles, jaqueables, programables).
Las ideologías preparan el terreno para el totalitarismo. Y lo hacen gracias a la “fuerza de la lógica”, a la reivindicación de la “validez total”. “En los sistemas lógicos, como los sistemas paranoicos, todo se deduce comprensiblemente e incluso obligatoriamente una vez que ha sido aceptada la primera premisa. La locura de semejantes sistemas radica no sólo en su primera premisa, sino en la lógica con la que han sido construidos. La curiosa cualidad lógica de todos los ismos, su confianza simplista en el valor salvador de la devoción tozuda sin atender a factores específicos y variables, alberga ya los primeros gérmenes del desprecio totalitario por la realidad y los hechos”. Ese desprecio esconde la ambición orgullosa de dominar el mundo. Un dominio que exige la creación de un individuo prefabricado (un autómata) y una fuerte devaluación de la realidad. Lo único que importa es ser consecuente. Arendt asocia ese impulso con los fines de la burguesía y del imperio. “Con estas nuevas estructuras, construidas sobre la fuerza del supersentido e impulsadas por el motor de la lógica, nos hallamos en el final de la era burguesa del incentivo y el poder tanto como en el final del imperialismo y la expansión”. El imperialismo, como la lógica, es una fuerza de coerción, ya sea de los pueblos o de la naturaleza.
Para Arendt la ecuación es sencilla: la idea de una lógica de la historia conduce al totalitarismo estalinista, así como la idea de unas leyes naturales universales conduce al racismo de los nazis. “Ninguna ideología que pretenda explicar todos los acontecimientos históricos del pasado o la delimitación de todos los acontecimientos futuros puede soportar la imprevisibilidad que procede del hecho de que los hombres sean creativos, que puedan producir algo que nadie llegó a prever.” Un sistema lógico, como un sistema ideológico, no puede ser creativo. Su naturaleza es tautológica. Imponerlo sobre el individuo es cercenar los más sagrado de la condición humana: la libertad y la creatividad. Y eso es lo que hace la propaganda totalitaria, que hoy, en el milenio de los prodigios tecnológicos, toma la forma del dataísmo o culto al dato. Lo que está en juego es la naturaleza humana como tal. Esa es la nueva manipulación global. El monstruo totalitario dice obedecer a leyes positivas, de las que obtiene su legitimación. Absolutiza la ley natural, que ha dejado de ser un constructo humano (un híbrido naturaleza-cultura), para convertirse en ley irrevocable. Los nazis hablaban de la ley de la naturaleza, los bolcheviques de la ley de la historia, los tecnócratas de la ley de la información, que el algoritmo hace efectiva tras la digitalización de la realidad.
Arendt, que ha sido sionista, no está contra el Estado de Israel per se, está contra algunas de sus políticas que reproducen las perversidades de una lógica racista. En una carta a su amigo Scholem, el gran estudioso de la mística hebrea, escribe lo siguiente: “Siempre he considerado mi cualidad de judía como uno de los hechos reales e indiscutibles de mi vida y jamás he querido cambiarlo o desmentirlo”. No le causa vergüenza ser judía, aunque tampoco un orgullo especial. Y, respecto a su falta de amor a Israel, deja escrita una frase que cualquier amante de la libertad suscribiría: “Tiene usted razón, no me anima ningún amor de esta clase, y esto por dos motivos: jamás en mi vida he amado a ningún pueblo, a ninguna colectividad; ni al pueblo alemán, ni al francés, ni al norteamericano, ni a la clase obrera, ni nada de todo eso, Yo amo únicamente a mis amigos y la sola clase de amor que conozco y en la que creo es el amor a las personas”. Se puede amar lo concreto, no lo abstracto. El amor a las ideas es tan ridículo como en amor a unos colores. Eso no quiere decir que no podamos ejercerlo, siempre y cuando seamos conscientes de nuestra propia ridiculez. Solo ese amor concreto puede ser profundo y radical.
Se puede amar lo concreto, no lo abstracto. El amor a las ideas es tan ridículo como en amor a unos colores
Cuando Hannah cumple 60 años, Heidegger le envía un poema de Hölderlin de felicitación. Le responde que su carta es la mayor alegría imaginable. El filósofo, al cumplir los 80, recupera sus honores universitarios. Hannah supervisa sus traducciones en América. En 1970, Heinrich muere de un ataque al corazón. Heidegger, con quien mantiene una correspondencia constante, le dará impulso y energía para seguir viviendo. Lee a Eckhart e Iris Murdoch. En 1975 tiene el último encuentro con el filósofo del Ser en Friburgo. Lo encuentra viejo, sordo, lejano e inaccesible. Ella sigue siendo una mujer profunda, humana, leal y con sentido del humor. Se burla de los que predicen el futuro, una costumbre arraigada en la historia profética de marxistas y judíos. La contingencia es el factor primordial de la historia. La lógica de la historia es una superstición. “A todos nos da miedo la libertad, pero no lo decimos”. Cada persona, al llegar al mundo, tiene la posibilidad de conquistar la libertad. Sigue fumando dos paquetes de cigarrillos al día. Tras un acceso se tos, se desploma sobre el sillón. Muere como ha vivido, junto a sus amigos, a los que ha preparado la cena, en su apartamento neoyorkino, claro y luminoso, frente al río Hudson. Cada muerte es un nuevo comienzo, una ventana abierta a la libertad.