Los creyentes denominan divina providencia a lo que nosotros llamamos, sencillamente, azar. De todas maneras, creyentes o no creyentes, no hace falta ser un experto en física cuántica para darse cuenta de que el azar rige todas las facetas de la existencia, de la humana y de la del universo en su conjunto. De ahí la frase que sirve de frontispicio a este blog bajo la imagen de la diosa Minerva.
Los veranos de 1967 y 1977 han quedado marcados indeleblemente en mi existencia por tres hechos: una guerra, una boda y un libro. No los cito por orden cronológico sino por lo que significaron en mi vida.
El primero, mi boda, a finales del mes de junio de ese año, con la que aún hoy sigue siendo mi esposa y madre de mis hijas, a los dos meses y veintiún días de conocernos. Ha sido, es y seguirá siendo la mujer de mi vida. Todavía no nos hemos arrepentido.
El segundo, ha pasado a la historia como la Guerra de los Seis Días. Enfrentó a Israel y una coalición de estados árabes formada por Egipto, Jordania, Iraq y Siria, entre los días 5 y 10 de junio. Seguí sus vicisitudes con especial emoción, en parte por que estaba en edad de ser movilizado militarmente si el enfrentamiento bélico hubiera ido a mayores e implicado a más contendientes, pero sobre todo porque era decidido partidario de uno de los dos bandos contendientes. Sus consecuencias marcaron la región hasta hoy mismo.
El tercero, fue la lectura de una novela, diez años después, de la escritora israelí Yael Dayán. Me impactó profundamente, y me crean o no, y de ahí mi apelación inicial al azar, la reencuentro en un rincón perdido de mi casa a los treinta y cinco años de haberla leído, el mismo día en que celebramos mi esposa y yo el cuarenta y cinco aniversario de nuestra boda. Y, encima, está escrita por una israelí.
La novela se titula "La muerte tenía dos hijos" (Plaza y Janés, Barcelona, 1977). Su autora, Yael Dayán (1939), es hija del mítico Jefe del Estado Mayor del ejército israelí, el general Moshé Dayán (1915-1981). Dayán fue el artífice indiscutible de la victoria de las armas de su país en la Guerra de los Seis Días. Posterior ministro de Defensa y de Asuntos Exteriores de Israel, fue, sin embargo, un decidido partidario de la devolución incondicional de los territorios ocupados en esa guerra a Egipto, Jordania y Siria.
La leímos al unísono mi mujer y yo recordando conmocionados los acontecimientos vividos diez años antes. Sin duda alguna fue un libro que nos dejó una profunda huella. De él hemos hablado a menudo a lo largo de todos los años transcurridos desde entonces, aunque lo dábamos por perdido para siempre en alguno de los continuos trasvases de libros de la biblioteca familiar entre Maspalomas y Las Palmas.
La novela transcurre en el Israel de mediados de los años 60. Está centrada en las reflexiones, soliloquios y recuerdos del protagonista, Daniel, un joven soldado israelí de origen polaco, evacuado a Israel siendo un niño aún, desde Europa, al finalizar la II Guerra Mundial. Reflexiones, recuerdos y soliloquios, que preceden al reencuentro del mismo con su padre, del que no sabía nada desde que fuera separado de él y de su hermano menor en un campo de concentración nazi, y ahora internado en trance de muerte en un hospital de Israel. Es en esos momentos de reencuentro entre padre e hijo, en el que el protagonista rememora angustiado la horrible herida que le ha atenazado durante todos los años transcurridos desde el momento en que su padre se vio obligado a elegir entre su vida y la de su hermano.
No me resisto a reproducir los párrafos finales del primer capítulo, en el que cobra sentido el título de la novela: "No lloraste cuando vinieron por tí. Cogiste a los muchachos de la mano, y cuando el más pequeño te preguntó como podría saber su madre dónde estaría, le dijiste que ya se enteraría y que no llorara.
Después llegó aquel día de invierno. Se te apartó de la fila con los dos muchachos y fuisteis llevados a un patio que había detrás de los barracones.
Llevabas de la mano a tu hijo mayor, el cual, a su vez, daba la suya al más pequeño, y tú seguías vistiendo tu mejor traje, como si fueras a dar un paseo por el parque Lazienki. Los oficiales iban armados y te dijeron que te detuvieras. Todos hablabais "yiddish" en casa, deforma que pudiste entender su alemán cuando te dijeron lo encantadores que eran tus hijos. Tú les devolviste su sonrisa -la sonrisa estaba llena de horror- y acariciaste la cabeza de Shmuel, que era el que tenías más cerca.
Te dijeron que eran encantadores y que tú deberías hacer la elección.
¿Entendiste realmente lo que querían decir? Les dijiste que no. Te replicaron que no había tiempo que perder. Debías elegir el que había de ser fusilado y te quedarías con el otro.
Tú no podías creerlo. ¿Cómo es posible creer una cosa así? Sin embargo era un cerebro humano el que había inventado tan sencilla tortura y te habían dado una oportunidad. ¿Que pasó en aquel momento por tu corazón? ¿Qué podías hacer? Te separaste de los muchachos, te cubriste la cara con las manos y te pusiste a gritar. Te dijeron que se llevarían a los dos, a menos que te decidieses, y cuando te volviste a mirarlos -fue cuestión de segundos- ya nunca volviste a ser el mismo hombre. Estabas temblando y eras Abraham, y eras Dios. Podías dar o quitar una vida y te agarraste a Shmuel, que estaba llorando y que no podía mirar a su hermano, que no hizo nada por acercarse a ti, o por hablar, o por comprender, mientras tú te volvías de espaldas.
¿Por qué no me besaste entonces, padre?
¿Creíste que me iban a matar allí inmediatamente? ¿Fue por esto por lo que te apresuraste?
Aquellos hombres, entre charlas y risas, se me llevaron, y me dieron una barrita de chocolate".
Como complemento de la entrada les invito a ver los tres vídeos elaborados por el canal televisivo Historia sobre la "Guerra de los Seis Días" que he incorporado a la misma. Espero que les resulten interesantes.
Y sean felices, por favor, a pesar del gobierno. Tamaragua, amigos. HArendt.