viernes, 2 de diciembre de 2022

Del legalismo de la ultraderecha

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va del legalismo de la ultraderecha española, del que como dice en ella el politólogo Víctor Lapuente, lo lógico es pensar que, si gobiernan, las políticas de Vox serán socialmente dañinas, terribles en muchos sentidos, pero transitarán dentro del carril constituciona. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.






La derecha y el Derecho
VÍCTOR LAPUENTE
29 NOV 2022 - El País

Hay dos razones para ser conservador: defender los valores de la comunidad o preservar el orden legal. Y nuestra derecha es muy legalista, por tradición y vocación. Tanto el PP como Vox están, en comparación con sus correligionarios europeos y con las derechas periféricas, abarrotados de personas que han estudiado Derecho, ya ejerzan en el sector privado o en los grandes cuerpos de la administración. Escasean los empresarios, activistas sociales o telepredicadores. Eso tiene efectos positivos, pero también negativos, y ayuda a entender la especificidad de la derecha española.
La principal ventaja es que nuestra derecha es poco revisionista. Le cuesta aceptar los cambios, como el divorcio, el aborto o el matrimonio homosexual. Pero, una vez incorporado un avance en la ley, no suelen tocarlo. El legalismo explicaría por qué, en relación con la derecha continental, a la nuestra históricamente le costó tanto aceptar el orden democrático y por qué creo que le costaría tanto romperlo ahora. Aun teniendo una de las ultraderechas más radicales de Europa, quizás la ideológicamente más cercana a Viktor Orbán, cuesta imaginar a Vox recortando las libertades civiles más que otros teóricamente más moderados, como Giorgia Meloni, Marine Le Pen o Donald Trump. Lo lógico es pensar que, si gobiernan, las políticas de Vox serán socialmente dañinas, terribles en muchos sentidos, pero transitarán dentro del carril constitucional.
La mayor desventaja es que nuestra derecha prefiere el pleito al acuerdo. Tienen una concepción sagrada de la ley, y casi más bien del Antiguo Testamento, de las tablas de la ley grabadas en piedra, que del Nuevo, del quien esté libre de pecado que tire la primera piedra. Su prioridad no es mantener los lazos de la comunidad, sino los renglones de la legalidad. Así, toda la derecha responde de forma hiperbólica a la reforma del delito de sedición, arguyendo que “rompe” la igualdad de los españoles ante la ley y “desprotege” el orden constitucional.
¿Toda? No. En las derechas de la periferia ibérica, incluidas algunas franquicias del PP, se combate a la izquierda con otros parámetros, anteponiendo la estabilidad social a la de la ley. No son ilusos ni tibios, sino pragmáticos y clásicos, fieles al lema del padre del conservadurismo, Edmund Burke: “un Estado sin medios para impulsar cambios es un Estado sin medios para su conservación”.





















jueves, 1 de diciembre de 2022

[ARCHIVO DEL BLOG] ¿De dónde vienen nuestras ideas políticas? [Publicada el 2/12/2019]






Nunca se sabe el origen de nuestras ideas y convicciones, señala el historiador José Andrés Rojo. De los cuadros y la literatura, sí, y hoy también del cine y las series, de la radio, la prensa, la televisión; y nos vamos haciendo políticamente gracias a esas historias que permanecen veladas en nuestra conciencia.
En alguna parte del tercer volumen de Tu rostro mañana, comienza diciendo Rojo, Javier Marías escribe: “Lo cierto es que nunca sabemos de quién proceden en origen las ideas y las convicciones que nos van conformando, las que calan en nosotros y adoptamos como una guía, las que retenemos sin proponérnoslo y hacemos nuestras”. Unas cuantas páginas después irrumpe en su relato una pintura, Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en Málaga, de Antonio Gisbert. Como ocurre a lo largo de toda la novela (unas 1.600 páginas), Marías salta de un lado a otro, se entretiene en múltiples digresiones, da vueltas sobre asuntos distintos. De la mano de un oscuro personaje, Tupra, que tiene unos cincuenta años y que trabaja en los servicios secretos británicos, el narrador de la obra de Marías se sumerge en las cloacas de la historia y descubre que lo que hay no es sino un rosario de chapuzas y traiciones, de violencias gratuitas, de daños involuntarios e irreparables. Ahí está el cuadro de Torrijos, con los cadáveres de los que ya han sido pasados por las armas y el noble porte de aquellos liberales que van a ser inmediatamente fusilados (y ese sombrero negro tirado en la playa, como un signo abrupto del desamparo de la muerte). No es casual que la prosa de Marías salte del cuadro de Gisbert a la Guerra Civil: “y también me acordé de los ejecutados sin juicio o con farsa en esas mismas playas de Málaga por quien la tomó más un siglo después con sus huestes franquistas y moras y con los Camisas Negras de Roatta o ‘Mancini”.
El Prado inauguró hace unos días una pequeña exposición que protagoniza el célebre cuadro del fusilamiento de Torrijos. Fue el primer encargo de una pintura que hizo el Estado destinado al museo y lo realizó el gabinete liberal de Práxedes Mateo Sagasta en 1886. Antonio Gisbert fue el elegido para su ejecución. Tenía que construir un símbolo que exaltara la lucha por la libertad en la construcción de la nación española. El 2 de diciembre de 1831, el general José María de Torrijos y Uriarte partió de Gibraltar con destino a Málaga acompañado de sesenta cómplices con el afán de provocar un alzamiento militar que restableciera el sistema constitucional. Las fuerzas de Fernando VII los detuvieron a los nueve días. Fueron fusilados, y se convirtieron en mártires de la larga batalla para derrotar al absolutismo. Espronceda, en el soneto que dedicó a Torrijos, ya subraya que esa sangre no había caído en vano: “Y los viles tiranos con espanto / siempre amenazando vean / alzarse sus espectros vengadores”.
Fue el historiador José Álvarez Junco el que recordó esos versos en su Mater dolorosa, donde trata de la idea de España en el siglo XIX. “Si la literatura había puesto palabras en la boca de nuestros antepasados, la pintura les dio forma y color, los imaginó de forma visible. Facilitó los ensueños sobre nuestro pasado”, escribe. Existían asuntos que tenían que prender en la imaginación popular. La entereza de Torrijos y los suyos ante la condena a muerte de los absolutistas era, para los liberales, uno de ellos.
Nunca sabemos de dónde proceden “las convicciones que nos van conformando”. De los cuadros y la literatura, hoy también del cine y las series, de la radio, la prensa, la televisión. Antonio Machado escribió en 1938: “Recordad el cuadro de Gisbert: la noble fraternidad ante la muerte de aquellos tres hombres cogidos de la mano”. Nos vamos haciendo políticamente gracias a esas historias que permanecen veladas en nuestra conciencia. No hay que olvidar que son construcciones y que, a veces, producen monstruos. Así que nunca está de más mantener frente a nuestras más íntimas certezas una saludable distancia irónica.

Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt






De la sensación de fin del mundo

 




Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de la sensación de fin de mundo que se experimenta ahora, y que como dice en ella la investigadora cultural Berta Ares, recuerda a la que se vivió en los años veinte, cuando la mentira y la manipulación de los ideales configuraron el nuevo orden tras la Gran Guerra. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.






En tiempos de confusión
BERTA ARES
29 NOV 2022 - El País


Sabemos por Soma Morgenstern que el autor que hizo de Joseph Roth un escritor fue Marcel Proust. El escritor francés y el galiciano representan dos estilos literarios contrapuestos, sin embargo, ambos trataron de forma admirable la cuestión del tiempo en relación con el ser, el primero buceando en la memoria personal, el segundo desafiando a su época y huyendo de sí mismo en continua búsqueda de refugio.
Cuando el novelista francés fallece, hace ahora un siglo, en noviembre de 1922, hacía poco que Joseph Roth se había instalado en Berlín con su esposa y, según escribe ella en una correspondencia, trabaja aplicado en su primera obra, La tela de araña. La novela se comenzó a publicar por entregas un año después y fue muy admirada por sus coetáneos porque daba muestras de una extraordinaria lucidez, pues planteaba algo similar a lo que poco después sucedería: el intento fallido del golpe de Estado de Hitler (Putsch de Múnich).
En esta demoledora novela, Roth retrata el período de humillación y vértigo en la Alemania de los primeros años veinte; describe cómo alguien puede decidir colaborar con el fascismo para aumentar el caos y precipitar la caída de Europa en el abismo, favoreciendo así el fin de la historia, y denuncia el peligro que suponen la confusión, la mentira y la manipulación de los ideales en la configuración del nuevo orden tras la Gran Guerra.
Joseph Roth nació en 1894 y falleció en 1939, meses antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial. Brody, la pequeña ciudad donde vino al mundo y pasó su infancia y juventud, estaba situada en el extremo oriental de la monarquía austrohúngara, en una región conocida como Galitzia, a pocos kilómetros del paso fronterizo con el Imperio ruso. Era uno de esos territorios del oriente europeo que se conocen como shtetl, un término procedente del yiddish con el que se denominaron las localidades con una población judía numerosa.
Estas tierras se caracterizaban por su enorme complejidad social y política, pues en ellas se asentaban numerosos pueblos sostenidos por señores feudales. Sus fértiles campos estuvieron en el punto de mira de las políticas imperiales rusa, alemana y austriaca, por lo que en numerosas ocasiones variaron sus lindes. Cuando Hitler y Stalin asumen el poder se convierten en tierras de sangre debido a los millones de muertes que provocan las políticas de ambos regímenes. Tras la caída de la monarquía dual en 1919, Brody pasó a formar parte de la Pequeña Polonia, luego de la URSS y actualmente de Ucrania. En los últimos meses, sobrevuelan la ciudad aviones de guerra. También misiles.
El escritor galiciano fue un “austrohúngaro de periferia”. A la cultura austríaca imperial sumó las locales polaca y ucrania, la próxima rusa, la judía que le corresponde por herencia, y luego la francesa, que eligió por afinidad: “Yo soy un francés oriental, un humanista, un racionalista con religión, un católico con cerebro judío”. Si buceamos en el conjunto de su obra, dotada de una prosa precisa, brillante y vibrante, podemos apreciar su apego por un humanismo cosmopolita forjado en Europa con el transcurrir de los siglos. Sin embargo, los acontecimientos que se suceden durante los años veinte y treinta del pasado siglo le confirman con angustiosa claridad el fracaso de lo humano.
Cada época tiene sus profetas, Roth lo fue de la modernidad. Supo leer su tiempo. No le salvó de morir refugiado y apátrida en París.
Nuestros tiempos, decimos ahora, recuerdan a aquellos. Vivimos una sensación de fin de mundo (ahora con el agravante nuclear y la crisis climática). Como entonces, hay una lucha por los recursos, las sociedades producen más técnica de la que pueden asimilar y el capitalismo progresa velozmente, homogeneizando todo a su paso mientras crea márgenes: refugiados climáticos, económicos, de guerra. Se fomenta el individualismo narcisista y la seguridad personal ante cualquier incertidumbre. El secuestro de palabras y la confusión se extienden en todas direcciones, solo en materia de género es delirante. La manipulación de ideales y la máscara moral que alienta la cultura de la cancelación avanzan como una peste.
Tampoco falta humillación. En las sociedades ricas asistimos a un aumento de niveles de resentimiento que, parafraseando a Cynthia Fleury en una reciente entrevista con este diario, produce un odio desmedido hacia el otro, una gangrena que pone en peligro las democracias. Señala esta filósofa política y psicoanalista de las democracias que hoy podemos identificar todos los ingredientes de una revolución o de un derrumbe, pero no el momento en que todo explota.
Ser en tiempos de tamaña confusión requiere humor y creatividad. Para Marcel Proust, el arte de la memoria permitió contemplar, aunque fugazmente, los paisajes del espíritu. Para Joseph Roth, el de la ficción despertó la nostalgia de un mundo que aún puede ser distinto. En ambos casos, la imaginación es un espacio de libertad, refugio en el diluvio apocalíptico, capaz de atravesar el tiempo, desafiarlo y resignificar el presente.




















miércoles, 30 de noviembre de 2022

[ARCHIVO DEL BLOG] Aprender a decir no: el gesto de Rosa Park. [Publicada el 1/12/2015]



Rosa Park (1913-2005)


El 1 de diciembre de 1955, hoy hace sesenta años, una mujer negra de 42 años llamada Rosa Louise Park, sube a un autobús de transporte público de la ciudad de Montgomery, Alabama (Estados Unidos) y se sienta en una de las zonas reservadas a los blancos. El conductor del autobús la requiere para que abandone ese asiento y se coloque en la parte del vehículo reservada a los ciudadanos de color. Rosa Park se niega a levantarse y ceder su asiento a una persona de raza blanca. El conductor del autobús la denuncia y Rosa Parks, tras pasar por el juzgado, es encarcelada por haber perturbado el orden con su conducta. Ese hecho, aparentemente trivial, es la chispa que pone en marcha el movimiento pro-derechos civiles de la población negra de los Estados Unidos.
En respuesta al encarcelamiento de Rosa Park, Martin Luther King, un pastor bautista relativamente desconocido en ese tiempo, organiza una protesta contra la compañía de autobuses públicos de Montgomery en la que colabora también la activista y amiga de la infancia de Rosa Parks, Johnnie Carr. En ella se convoca a la población negra a organizarse para moverse por la ciudad por sus propios medios y no tomar los autobuses urbanos. La huelga tiene un éxito fulgurante. La compañía de autobuses entra en déficit, y poco después las autoridades locales dan por acabada la práctica de la segregación racial en los autobuses. Este suceso provoca la generalización de protestas similares en otras ciudades del Sur de los Estados Unidos contra esa y otras prácticas segregacionistas.
Un año después de este suceso la lucha judicial contra la ley segregacionista de la ciudad de  Montgomery y del Estado de Alabama llega a la Corte Suprema de los Estados Unidos, que declara inconstitucional la segregación en los transportes públicos de todos los Estados Unidos. 
Rosa Parks se convierte en un icono del movimiento de derechos civiles. Se va a vivir a Detroit, Michigan, a principios de 1960, y comienza a trabajar para el famoso congresista negro del partido demócrata John Conyers, en una relación que durará más de veinte años. 
En 1999 recibe la Medalla de Oro del Congreso de los Estados Unidos de América. Muere a los 92 años, y sus restos son honrados en la Rotonda Central del Capitolio, en Washington, convirtiéndose en la primera mujer y la segunda persona de color en recibir este honor.
Ocho años después del gesto de Rosa Park, concretamente el 28 de agosto de 1963, veo emocionado por televisión pronunciar un memorable discurso a aquel casi desconocido pastor protestante de ocho años antes llamado Martin Luther King. Pero no es el discurso de Luther King lo que más me impresiona. A mis diecisiete años esas cosas se me escapan. El recuerdo que más persistentemente ha quedado grabado en mi memoria es el de una inmensa multitud de gentes, negros y blancos, hombres y mujeres, niños y ancianos, caminando hacia el "Lincoln Memorial" de Washington con pancartas y gritos, repitiendo una y otra vez el mismo eslogan: "Freedom, now!" (¡Libertad, ahora!). A mí, que era de "francés", se me quedaron grabadas a fuego en el alma.
No dejen de ver este vídeo: son los diecisiete minutos más trascendentales de la historia reciente de los Estados Unidos de América y tuvieron lugar ese 28 de agosto de 1963. Un discurso casi tan trascendental como aquel que otros hombres ansiosos de su libertad pronunciaron un 4 de julio de 1776 en la ciudad de Filadelfia, Pensilvania, aunque sus compatriotas negros tardarían aun 187 años en verlo convertido en realidad tangible.
Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt








De los desposeídos

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de los desposeídos del mundo actual, porque como dice en ella el geógrafo Christophe Guilly, las protestas actuales no se parecen a ningún movimiento social anterior porque no aspiran a un “mundo nuevo”, sino a la continuación del antiguo, un mundo en el que la mayoría, la gente corriente, seguía estando en el centro. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.







Los desposeídos

CHRISTOPHE GUILLUY

27 NOV 2022 - El País


Hace casi un siglo, en el verano de 1936, la clase obrera francesa consiguió los mayores avances sociales de su historia. Tras meses de huelgas, una coalición de partidos de izquierda, el Frente Popular, arrancó a la patronal aumentos salariales, protección sindical, la reducción de la jornada laboral y vacaciones pagadas. Todas estas cosas figuran entre las mayores conquistas sociales y materiales logradas en Francia, pero también tienen una dimensión profundamente simbólica e inmaterial, porque, por primera vez, los trabajadores pudieron ir junto al mar. El acceso al litoral, antes reservado a la burguesía, transformó las perspectivas de los más modestos, que hasta entonces se limitaban a los lugares en los que vivían: los barrios y municipios de las grandes zonas industriales para los obreros y el campo para los que todavía no se denominaban “población rural”. Gracias a este avance geográfico y cultural, las clases trabajadoras ampliaron sus horizontes, ampliaron el campo de visión y empezaron a ser visibles no solo como engranajes indispensables de la economía, sino también como un conjunto cultural ineludible.

Casi cien años después, esa victoria simbólica está haciéndose añicos. Desde la costa de Normandía hasta el País Vasco, las costas francesas están volviendo a cerrarse a las clases trabajadoras. En los últimos 20 años, los precios inmobiliarios se han disparado en todas las costas. No se salva ningún municipio. Hay que decir que, desde la crisis sanitaria de 2020, las clases altas han comprado mucho. Las cabañas de pescadores originales son hoy viviendas de ejecutivos urbanos que buscan un “refugio” en el que descansar o teletrabajar. Este encarecimiento de los inmuebles tiene en todas partes los mismos efectos sociales: una vuelta a la casilla de salida, al siglo XIX, porque las capas humildes se han quedado sin acceso al mar —que vuelve a ser coto privado de la burguesía— y los medios para vivir en la franja costera y están refugiándose en las áreas rurales. Como consecuencia, los jóvenes de las clases populares ya no pueden vivir en el lugar donde nacieron. Un dato que recuerda lo que soportan los más pobres de las grandes ciudades de los países occidentales desde hace varias décadas. De París a Londres, de Barcelona a Estocolmo, hay un mismo mecanismo que los ha expulsado de las grandes ciudades. Así que, por primera vez en la historia de Occidente, las clases medias y trabajadoras han dejado de vivir donde se crean el empleo y la riqueza.

La pérdida de esos lugares no es más que la punta del iceberg de la gran desposesión que sufre la mayoría, la gente corriente, no solo de lo que tiene, sino —lo que es más grave— de lo que es. Las clases medias y trabajadoras ya no están en el centro de la creación de riqueza en ningún país de Occidente; ese puesto lo ocupan hoy las clases altas, que están sobrerrepresentadas en las metrópolis. Las clases populares, al perder su papel crucial en la economía, han dejado de ser productoras para convertirse en consumidoras y, muchas veces, receptoras de ayudas sociales.

Y esa desposesión es todavía más violenta en la medida en que, al mismo tiempo, han perdido un estatus fundamental: el de referente político y cultural. Esa es la base del malestar democrático que sacude hoy todas las democracias y que explica las peculiaridades de la contestación política, social y cultural que viven los países occidentales desde hace 20 años.

Porque las protestas actuales no se parecen a ningún movimiento social de los siglos anteriores. No están dirigidas por ningún partido, ningún sindicato, ningún líder, sino por gente normal y corriente. Algunos las consideran protestas “sociales”, de izquierda, de extrema izquierda o marxistas y otros piensan que son “identitarias”, de derecha, de extrema derecha o populistas. Pero la verdad es que parece imposible etiquetarlas. Desde luego, esta contestación popular no pertenece a quienes se han olvidado del pueblo y lo han dejado de lado. Ni los políticos, ni los sindicatos, ni el mundo de la cultura, ni la intelectualidad. No es exclusiva de ningún bando, ni la izquierda, ni la derecha, ni los extremos. Tampoco defiende la cómoda “lucha de clases a la antigua”, nacida de un conflicto consciente entre categorías económica y culturalmente integradas y, por tanto, representadas en la política. No encaja en ningún marco sociológico ni ideológico preestablecido.

Esta revuelta no está impulsada por la conciencia de clase, sino porque a la gente se le han arrebatado sus prerrogativas, se la ha empujado poco a poco hasta el borde del mundo. Su fuerza y su serenidad derivan de su integración a largo plazo. Por eso, este movimiento descoloca a los defensores del presente perpetuo y la agitación permanente. Sus motivos de fondo —y esta es su especificidad— no son solo materiales, sino, sobre todo, existenciales. Su dimensión inmaterial la hace imparable e incomprensible para las clases dirigentes, acostumbradas a resolver todo de forma “material”, a base de cheques. En contra de lo que se dice, la protesta tampoco distingue entre los que luchan por “llegar a fin de mes” (la gente corriente) y los que se preocupan por “el fin del mundo” (los intelectuales).

Por el contrario, establece un drástico contraste entre quienes nos bombardean con la imagen ilusoria de un modelo benefactor al mismo tiempo que se protegen de sus efectos nocivos y los que verdaderamente afrontan la alteridad, tanto la exclusión social de un sistema que fomenta cada vez más la desigualdad y la vida precaria como la alteridad cultural.

Este nuevo “movimiento social” no es un refrito de Los miserables, no es un levantamiento de “pobres”. Tampoco pretende adquirir nuevos derechos sociales. No aspira a un “mundo nuevo”, sino todo lo contrario, a la continuación del antiguo, un mundo en el que la mayoría, la gente corriente, seguía estando en el “centro”. En el centro de la economía, en el centro de las preocupaciones de la clase política y en el centro de las representaciones culturales.

La peculiaridad de esta revuelta de las clases medias y trabajadoras es que no nace de ninguna ideología, sino de una fuerza primaria, vital, producida por la experiencia fundamental de la existencia, de una lucha cotidiana que permite afrontar la realidad con energía y no con sistemas. Este movimiento, que se basa en un acto original de rebelión (“no al relato dominante”), no puede circunscribirse a la estrechez del análisis tecnocrático. Así, al margen de los moralismos imperantes, la gente corriente ha forjado la base cultural, el punto de apoyo sobre el que reconstruir un modelo que tenga sentido.

Se acusa con frecuencia a las clases medias y trabajadoras de dejarse llevar por pasiones tristes y elaborar un discurso contra las élites. Este análisis simplista esconde la verdadera naturaleza de un movimiento que no está “en contra de”, sino “en otro lugar”. Autónomos, impermeables a las arengas de quienes los desposeen cuando les dicen cómo deben sobrevivir y comportarse, los desposeídos ya no se dirigen a las “élites”, a las que consideran impotentes y ridículas, sino a la sociedad en su conjunto. Impulsado por el instinto de supervivencia, este llamamiento existencial que hace saltar por los aires el relato de quienes nos prometieron el mejor de los mundos no tiene más que un objetivo: reconstruir todo mediante el regreso a las realidades sociales y culturales de la vida ordinaria.




















martes, 29 de noviembre de 2022

Del sentido de atentar contra el arte

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va del sentido de atentar contra las obras de arte, porque como dice en ella el escritor y académico de la RAE, Antonio Muñoz Molina, tras la epidemia de payasadas vandálicas en los museos actúa la inmemorial hostilidad puritana hacia las imágenes, mezclada con una simpleza ideológica muy de hoy, que no concede al arte y a la literatura otra legitimidad que la de la propaganda. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.







Arte del pasado
ANTONIO MUÑOZ MOLINA
26 NOV 2022 - El País

He vuelto al Museu de Arte Antiga de Lisboa con algo parecido a la ilusión de encontrarme con un conocido que estuviera de visita en la ciudad. La arquitectura del museo y la plaza que hay delante de él son un regalo anticipado de la visita. La plaza del 9 de abril da a una de esas altas barandas de Lisboa que dominan la anchura del Tajo y se abren hacia el puente 25 de abril y el horizonte del Atlántico. El jardín del museo da a esa misma vista, y en estos días del otoño tardío el número de visitantes suele ser inferior al de las estatuas blancas de dioses y ninfas.
El antiguo conocido con el que vengo a verme hoy es Poussin: uno de sus dos autorretratos, el de 1650, que suele estar en el Louvre, se encuentra ahora temporalmente en Lisboa, en una exposición más atractiva aún porque consiste en un solo cuadro. En la sobreabundancia y entre las multitudes del Louvre todo tiende a desdibujarse. En este museo de Arte Antiga de Lisboa, tan recogido y silencioso, el autorretrato de Poussin se distingue desde muy lejos, al fondo de la galería principal. Al entrar un vigilante me indica que abra las piernas y separe los brazos y me pasa a lo largo del cuerpo uno de esos detectores de metales con que lo amedrentan a uno en los aeropuertos. Un cartel terminante indica que todos los bolsos y mochilas sin excepción han de depositarse en el guardarropa. En este museo, en el que casi nunca hay mucho público, los vigilantes son escasos y suelen tener un aire ensimismado. Delante de la sala donde está el autorretrato de Poussin, en vez de un vigilante normal hay un guardia de seguridad uniformado y alerta.
El retrato posee una extraordinaria cualidad de presencia. Poussin, ligeramente de costado, mira a los ojos al espectador. Tiene una expresión a la vez severa y cordial. En la mirada hay reserva y confianza, una inteligencia muy adiestrada en la observación. En el contorno de los ojos hay un enrojecimiento como de fatiga y desvelo. De pronto, con el recuerdo del detector de metales a la entrada y las miradas de soslayo del guarda de seguridad, caigo en la cuenta de lo fácil que sería dañar irreparablemente este cuadro; de la fragilidad extrema que tiene siempre la pintura, empezando por los materiales de los que está hecha; un trozo de lienzo, unos pigmentos y aceites, un bastidor de madera, un marco. Es asombroso que algo tan precario haya sobrevivido tanto tiempo. Y más asombroso todavía es que, a partir de elementos tan pobres, el talento y la sabiduría técnica y la perspicacia psicológica de un pintor que lleva muerto varios siglos nos interpelen de una manera tan inmediata. Creo que es esa verdad rotunda y ambigua del arte lo que desata el recelo de los doctrinarios y los ideólogos y la ira destructiva de los iluminados. La nobleza objetiva de una causa lamentablemente no excluye de su defensa a algunos imbéciles, ni impide que se cometan desmanes en su nombre. Para reivindicar un derecho tan sagrado como el voto femenino, la sufragista Mary Richardson consideró necesario atacar con un cuchillo de carnicero la Venus del Espejo de Velázquez en 1914, en la National Gallery de Londres, no lejos de la sala en la que hace unos días presuntos activistas de una causa igual de legítima arrojaron un bote de sopa de tomate contra Los girasoles de Van Gogh. A finales de octubre, en el Museo de Orsay, una mujer fue sorprendida cuando intentaba restregarse la cara contra un autorretrato de Van Gogh, sobre el que declaró que también tenía pensado tirar un bote de sopa.
La tontería humana es inabarcable, y más en una época en la que sus ocurrencias pueden alcanzar una celebridad universal instantánea. Pero detrás de esta epidemia de payasadas vandálicas contra la pintura en los museos actúa la inmemorial hostilidad puritana hacia las imágenes, mezclada con una simpleza ideológica muy de ahora mismo, que no concede al arte y a la literatura otra legitimidad que la de la propaganda, y que aspira a una completa depuración redentora y policial del pasado, queriendo eliminar de él todo lo que no concuerde con las directrices oficiales del presente. La tradición literaria y las colecciones históricas de los museos se han convertido en abominables repertorios de sexismo, de misoginia, de homofobia, de colonialismo, de racismo.
No hay duda de que el sello de todas esas lacras es indeleble; tampoco de que la causa de la igualdad y de la justicia es tan perentoria como la movilización efectiva contra el cambio climático. En Irán, centenares de miles de mujeres se sueltan literalmente el pelo y se niegan con gallardía a seguir sometiéndose a los dictados tenebrosos de los clérigos. En el norte de Canadá, las comunidades indígenas se organizan para preservar los bosques boreales que fueron durante siglos el hábitat de sus antepasados. Museos importantes de Europa se comprometen a devolver a los países africanos obras de arte que fueron robadas a mano armada en los años del expolio colonial. Habrá mejores maneras de defender la limpieza del aire y el fin de los combustibles fósiles que tirar botes de salsa de tomate contra algunas de las obras más bellas, más perfectas, más estremecedoras que ha concebido la imaginación humana.
Sigo mirando el autorretrato de Poussin y me acuerdo de la calificación inapelable y más bien zoológica que descubrí por primera vez en una universidad americana en los primeros años noventa: Poussin es, desde luego, varón y blanco y europeo y muerto. Dead White European Male. En la Roma lujosa y corrupta del despotismo papal, Poussin labró para sí mismo una independencia de artista solitario, apartado del mundo clerical y cortesano, cultivando una cautelosa libertad de espíritu inspirada en los estoicos antiguos. No era, como Velázquez en la corte de Felipe IV, un sirviente cualificado, sino un pintor de prestigio que se trataba de igual a igual con los pocos clientes escogidos para los que trabajaba, como este Paul Fréart de Chantelou que quiso tener su retrato, y con el que se escribió cartas llenas de confianza y de viveza intelectual a lo largo de los años. Una obra maestra nos desconcierta y nos intriga porque pertenece a su tiempo, no al nuestro. No busca seducirnos ni persuadirnos con su ingenio o con su oportunidad. No sabe que existimos. Nosotros tenemos que hacer el esfuerzo de aproximarnos a ella. Es en sí misma una celebración de la sensibilidad y el trabajo que la hicieron posible. Su excelencia nos estimula, y también nos pone en nuestro sitio, y, por lo tanto, puede despertar nuestro resentimiento. No es el vehículo abstracto de un “contenido”: es un objeto material, hecho por el esfuerzo y la destreza de personas capaces, y su sentido es tan hondo y sutil que no puede ser reducido a ningún mensaje, ni siquiera a la intención explícita de quienes la encargaron. La mirada severa y serena de Poussin refleja nuestra común humanidad igual que la mirada de trastorno del último Van Gogh. Que a alguien se le ocurra reivindicar algo tirándoles un bote de sopa o de salsa de tomate a cualquiera de las dos sugiere una alianza muy de estos tiempos entre el fanatismo y la frivolidad. Y hasta es posible que algún teórico o experto califique esas hazañas de obras de arte radicales por sí mismas, performances rompedoras.