miércoles, 19 de octubre de 2022

De la magia de las bibliotecas públicas

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va sobre la magia de las bibliotecas públicas, de las que la escritora Irene Vallejo dice en ella que con intolerable osadía cobijan en su silencio la algarabía de las innumerables voces del mundo. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.





Leer libros prohibidos
IRENE VALLEJO
15 OCT 2022 - El País
Mil veces te dijeron que las bibliotecas son lugares aburridos, embalsamados, donde nada sucede ni se mueve. Rincones petrificados donde el tiempo y las palabras se han detenido. Contra el tópico, la realidad es que siempre fueron espacios sitiados, escenarios de conflicto. Recientemente las bibliotecas norteamericanas han denunciado los crecientes intentos de vetar o eliminar obras polémicas, sobre todo en pequeños centros rurales y educativos.
El peligro acecha desde posturas opuestas, como fuego cruzado. A un lado, quienes sostienen que algunas obras clásicas deben ser apartadas o reescritas porque reflejan comportamientos racistas, la exclusión de las mujeres o trillados estereotipos y misantropías. En frente, quienes se oponen a la literatura que cuestiona valores tradicionales y religiosos por considerarla nociva e inmoral.
Desde la mítica Alejandría hasta los códices aztecas, la crónica de la destrucción de los libros es una historia interminable, con incontables rostros. Los imperios y el colonialismo son propensos a esta lamentable costumbre: convierten en botín de conquista la memoria y los sueños del vencido. Son bien conocidas las hogueras nazis y de la guerra civil española, contemporáneas de las purgas soviéticas. Después llegarían la Revolución Cultural china y los Jemeres Rojos de Camboya. Pol Pot, maestro de literatura francesa, ordenó una feroz persecución contra la letra escrita y, entre otras atrocidades, represalió a sus colegas profesores, a quienes sabían un segundo idioma y a toda la gente provocadora que usaba gafas —síntoma de veleidades intelectuales­—. Poco antes, horrorizado por las soflamas anticomunistas del senador McCarthy, Ray Bradbury había escrito Fahrenheit 451 en la biblioteca universitaria de Los Ángeles, “entre los estantes, perdido de amor, volviendo páginas, tocándolas”.
Proscribir un libro, cualquier libro, es una forma particularmente ingenua de barbarie. Necesitamos los textos malignos, incluso aquellos que detestamos. Al extirpar palabras ofensivas o suprimir la memoria de acontecimientos terribles, nos negamos a mirar cara a cara nuestro pasado. Si lo embellecemos o edulcoramos, los errores pretéritos caerán en el olvido y se cerrarán las puertas a otros posibles futuros, quizá mejores. Ante lo perturbador, no sirve el eufemismo ni el escondite. Encubrirlo implica sobrevalorar los poderes purificadores del silencio y confiar en la ignorancia como talismán protector: puro pensamiento mágico.
En el siglo III a. C., mientras Alejandría intentaba reunir el conjunto de los libros del mundo, el emperador chino Shi Huangdi ordenó destruirlos todos. Además, prohibió mencionar la muerte, persiguiendo la inmortalidad por elipsis. En sus delirios solo existía un presente interminable en el que siempre tenía razón. Sin embargo, seguidores del taoísmo y el confucianismo memorizaron y escondieron las obras prohibidas, como los protagonistas de Fahrenheit 451. En sus ensayos, Fernando Báez evoca a bibliófagos que engullían rollos de papiro a fin de digerir sus enseñanzas.
Para evitar estas clandestinidades e indigestiones existen las bibliotecas, zonas de promiscuidad que algunos quisieran cinceladas a su imagen y semejanza. El fuego sigue acechando: se ha editado una versión ignífuga de El cuento de la criada, de Margaret Atwood, capaz de soportar las llamaradas más voraces. Los libros quemados son el detonante de graves acontecimientos en El ferrocarril subterráneo, de Colson Whitehead, mientras que un personaje de la serie The Wire, el respetado Brother Mouzone, exclama: “¿Sabes qué es lo más peligroso en América? Un negro con una tarjeta de biblioteca”.
Tras siglos de resistencia, son espacios ­—no hay tantos— donde todo el mundo es bienvenido y acogido sin cobrarle nada. Este asombroso logro es fruto de un camino lleno de recovecos. Nunca fueron refugios tranquilos, sino asediados territorios de frontera. Con intolerable osadía, las bibliotecas públicas cobijan en su silencio la algarabía de las innumerables voces. Proponen un pacto que protege todas las disidencias: tenemos derecho a elegir lo que leemos, pero no a imponer qué libros eligen libremente los demás.




















Del pasado, presente y futuro del socialismo

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va del pasado, presente y fututo del socialismo. Porque como dice en ella el analista político Joaquín Estefanía, ha pasado de querer acabar con el capitalismo a tratar de hacerlo más justo y sus valores clásicos son defendidos tanto por socialistas como por los partidos a su izquierda, y entonces se pregunta, ahora, cuando se cumplen 40 años de la victoria del PSOE en España, ¿hacia dónde se dirigen la socialdemócratas? Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.






En qué se ha convertido la socialdemocracia
JOAQUÍN ESTEFANÍA
16 OCT 2022 - El País


Año 1976: un Felipe González que todavía casi es Isidoro (su nombre en la clandestinidad) define el socialismo de un modo heterodoxo: “El socialismo es la profundización de la democracia”. Probablemente hoy sigue pensando lo mismo. Tres años después, en 1979, el PSOE abandona el marxismo como ideología oficial. A partir de entonces el marxismo será considerado tan solo como “instrumento teórico, crítico y no dogmático dentro del programa político”. Una doctrina más dentro del armazón ideológico de los socialistas españoles.
En el congreso extraordinario en el que se aprueba el cambio, González lo desarrolla: “Que no se tome a Marx como la línea divisoria entre lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto porque [ello] está contribuyendo a enterrarlo, y mucho más profundamente que lo entierra la clase burguesa o reaccionaria de este país y de todos los países del mundo. No se puede tomar a Marx como un todo absoluto, no se puede, compañeros. Hay que hacerlo críticamente, hay que ser socialistas antes que marxistas”.
Noviembre del año 2021: el Partido Comunista de España celebra su centenario. Aimar Bretos (Hora 25, cadena SER) entrevista a su secretario general, Enrique Santiago. “¿Qué es ser comunista hoy?”, le pregunta: “Ser comunista hoy es garantizar todos los derechos humanos para todas las personas, para todos: los derechos civiles, políticos y sociales. (…) los derechos colectivos como son el derecho al trabajo, a la seguridad social, a la educación, el derecho a la vivienda, no son tan exigibles. Ahí, en algún momento, nos han engañado. Los comunistas debemos defender que todos los derechos son iguales para todas las personas (…).
El entrevistador insiste: “La socialdemocracia hace la misma definición que ha hecho usted ahora…”. Santiago responde: “No creo, porque la socialdemocracia siempre ha sido muy connivente con las políticas neoliberales, con recortes, entiende que no es necesario redistribuir tanto, no tiene sistemas fiscales absolutamente progresivos…”. Y Bretos remata la entrevista: “Pablo Iglesias dijo el lunes, en la misma silla en que está usted, que ellos hacen políticas socialdemócratas…”.
Octubre 2022, El HuffPost: ¿Qué es una política de izquierdas en el siglo XXI? Contesta Íñigo Errejón, de Más País: “Es hacer de los débiles, fuertes. Hay que cuidarlos con derechos, instituciones, afectos, comunidad, tejido asociativo…” No se puede decir que haya un exceso de acumulación ideológica.
En términos programáticos —no de práctica política— ¿qué diferencia a un socialdemócrata de la izquierda a su izquierda? Ahora, en la tercera década del siglo XXI, el debate sobre el peso exacto del marxismo en el proyecto socialista está casi totalmente diluido. El socialismo se presenta como un proyecto con vocación mayoritaria, que sigue aquella máxima de Octavio Paz: “El hecho de que haya habido respuestas equivocadas no quiere decir que las preguntas no sigan vigentes”.
Los comienzos. En un principio, siglo XIX, la socialdemocracia fue una tendencia revolucionaria difícil de diferenciar del comunismo, que pretendía acabar con la división de la sociedad en clases, terminar con la propiedad privada de los medios de producción y, en definitiva, destruir al capitalismo; la democracia y la vía parlamentaria para conseguirlo eran “trampas de la burguesía”. En los años veinte del siglo actual se semeja muy poco a aquello: la socialdemocracia ha devenido en sinónimo de socialismo democrático. En Homenaje a Cataluña, George Orwell escribe que “lo que atrae a las personas corrientes al socialismo y hacen que estén dispuestas a arriesgar la vida por él es la mística del socialismo, la idea de igualdad”. En ello coinciden ahora progresistas de todos los colores y graduaciones.
Hasta tal punto se ha contaminado el concepto de “socialismo” por su asociación con las distintas dictaduras del siglo XX (nacionalsocialismo, socialismo real,…), que en muchas ocasiones se le va excluyendo de la discusión pública y se habla de socialdemocracia. Ésta representa un compromiso que implica la aceptación de un capitalismo de rostro humano y de la democracia parlamentaria como marcos en los que se van a atender los intereses de amplios sectores de la población.
La edad de oro de la socialdemocracia coincidió con la edad dorada del capitalismo, “los treinta gloriosos” (desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta la primera crisis del petróleo): aquellos en que más creció la economía, hubo pleno empleo y disminuyeron las desigualdades a través del welfare state. Son los años en que la socialdemocracia se hace fuerza hegemónica. Tuvo más influencia y más porcentaje de votos que en cualquier otro momento de la historia.
En el año 1959, las ideas con las que habían estado gobernando los socialdemócratas se institucionalizan. En Bad Godesberg, el todopoderoso Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) abandona el marxismo y se transforma en una formación partidaria de la economía social de mercado, identificando directamente al socialismo con la democracia. El SPD propone crear un nuevo orden económico y social conforme a los “valores fundamentales del pensamiento socialista, la libertad, la justicia y la mutua obligación derivada de la común solidaridad”. La consigna central de Bad Godesberg será: “competencia donde sea posible, planificación donde sea necesaria”.
Los valores de la Revolución Francesa. A partir de ese momento, a la socialdemocracia le bastan los principios de la Revolución Francesa —libertad, igualdad, fraternidad— al que añade la responsabilidad. La gran pasión socialdemócrata será la universalización: de las pensiones, la educación, la sanidad. Lo que en algún momento se denominará sus principios inmutables son el compromiso con la democracia, las medidas de distribución de la renta y la riqueza, la regulación de la economía, y la extensión del Estado de Bienestar “desde la cuna hasta la tumba”. La herramienta fundamental será un Estado democrático fuerte para moverse dentro de la economía de mercado, incluso para garantizarla. Hay dos ingredientes básicos en la naturaleza de la socialdemocracia: el reconocimiento de que el capitalismo es un sistema inestable en su funcionamiento y poco equitativo al distribuir sus resultados entre los ciudadanos, y que ambas características negativas podrían corregirse mediante una adecuada intervención del Estado. Esa intervención la han de decidir los políticos, no los economistas. Contra lo que a veces se cree, las nacionalizaciones no son una de las señas de identidad principales de la socialdemocracia, aunque fueron aplicadas en algunos países como en el Reino Unido de Clement Attle o la Francia de Mitterrand.
A partir de los años setenta del siglo pasado, la socialdemocracia pierde muchos apoyos electorales. En primer lugar, por su ineficacia en la lucha contra la inflación motivada por las dos crisis del petróleo: los que habían domado el paro eran incapaces de hacerlo con los precios. Pero más allá, por una serie de cambios sociológicos profundos que alterarán las circunstancias vitales: un progresivo decaimiento de la clase obrera tradicional —que era su base electoral objetiva— y la aparición de una emergente clase media; como consecuencia de ello y de la revolución tecnológica, el declive de la afiliación sindical; la transición demográfica (de una sociedad de jóvenes a una sociedad de viejos), que pone en peligro la viabilidad del Estado del Bienestar; la ruptura del equilibrio entre el capital y el trabajo que se había establecido en los “treinta gloriosos”, etcétera.
Dos acontecimientos en el último medio siglo resucitan la idea de la crisis de la socialdemocracia: la revolución conservadora de los años ochenta y la Gran Recesión del año 2008. Ante la fortaleza de los postulados ideológicos de Thatcher y Reagan, una parte de la socialdemocracia pone en circulación la llamada “tercera vía”. Sus principales protagonistas eran poderosos: el americano Bill Clinton, el británico Blair y el alemán Schöder. Trataron, básicamente, de reconciliar la política económica de la derecha conservadora con la política social de la izquierda, para buscar el centro, que es donde, se suponía, se ganan las elecciones. Punto medio entre el socialismo y el liberalismo, la balanza se inclinó más hacia el último: leves pulsiones de socialismo reformador en medio de un movimiento desregulador, con rebajas de impuestos y una participación menor del Estado en la economía social de mercado. En el mejor de los casos, se hablaba de centro-izquierda. Cuando le preguntan a Thatcher cuál es su herencia intelectual, responde: “Mi mejor legado es Tony Blair”. El préstamo que la izquierda socialdemócrata había tomado de la obra de Keynes se diluye. El economista de Cambridge era un liberal que había dejado escrito: “Cuando se llegue a la lucha de clases como tal [ella] me encontrará del lado de la burgeoisie ilustrada”.
La tercera vía generó un intenso debate en el seno de la socialdemocracia: si fue su excesivo centrismo el que la llevó a resultados electorales flácidos o es al revés: si la disminución de los apoyos electorales es la que explica el giro al centro en muchos países. Ello se acentuó con la Gran Recesión que comenzó en 2008. En el momento en que se hizo evidente que la economía mundial había entrado en una crisis general muy profunda fueron muchos los analistas que creyeron que había llegado incluso la hora final del capitalismo, cuando en realidad lo que se estaba anunciando era otra crisis de la socialdemocracia, con fenómenos desconcertantes como trabajadores de baja cualificación votando a la extrema derecha, o profesionales de alta cualificación haciéndolo a la izquierda del socialismo.
Las políticas de austeridad regresivas, propias de partidos conservadores pero con el seguidismo gregario de los socialdemócratas europeos, acentuaron el declive de estos últimos. Parecería que la caída del Muro de Berlín, y su réplica económica a partir del año 2008 no solo supusieron la crisis terminal del comunismo sino una avería considerable en la credibilidad y en la efectividad para arreglar los problemas de los ciudadanos de la otra familia ideológica de la izquierda. Su ausencia de protagonismo en la lucha radical contra la desigualdad puede estar en el origen de su crisis de representación política. Alguien ha dicho que desde los años noventa, los conservadores y los socialdemócratas semejan a Tweedledum y Tweedledee, los gemelos de Lewis Carroll en Alicia a través del espejo, que eran iguales en su apariencia externa aunque no tanto en su comportamiento. Si las recetas son similares o se distancian tan solo un centímetro ideológico, muchos de los antiguos votantes prefieren el original a la copia.
Hacer el capitalismo más justo. En este recorrido, la socialdemocracia ha pasado de querer acabar con el capitalismo a tratar de gestionarlo para hacerlo más justo. Ahora, los valores clásicos de aquella son defendidos también por los partidos a la izquierda de la izquierda. Son la única utopía factible, ya que el comunismo es algo residual en el mundo. Si se examinan los programas de esas fuerzas políticas que se autodenominan de “izquierda consecuente” proponen en general el regreso a la edad dorada de la socialdemocracia (keynesianismo, impuestos progresivos, regulación, servicios públicos, universalidad de las pensiones, la educación y la sanidad, etcétera), con las adendas importantes del feminismo y el ecologismo. Lo que demandan es una oportunidad para aplicarlo. La gran cuestión es cómo ganar las elecciones sin renunciar a sus medidas reformistas. En la medida en que la socialdemocracia tiene que conquistar la mayoría más allá de sus graneros habituales y buscar alianzas, ha de desistir de aplicar su programa máximo, el que la identifica. Por ello es por lo que se acusa de ser pragmática en el poder e izquierdista en la oposición.
La llegada de la pandemia global de la covid y el inicio de una guerra en territorio europeo han cambiado las condiciones y han logrado que la socialdemocracia se dé otra oportunidad. Los partidos que la representan no quieren que se repita la experiencia adocenada de la Gran Recesión y ensayan nuevos escudos sociales para completar el Estado de Bienestar y un intervencionismo selectivo. En el caso de España se ha formado un gobierno de coalición entre los socialistas y su izquierda, y su presidente aspira a ser el presidente de la Internacional Socialista. La cuestión principal sigue siendo si podemos permitirnos todavía sanidad y pensiones públicas y universales, seguro de desempleo, una educación que no sea prohibitiva, etcétera, o todos estos beneficios y servicios son demasiado caros. ¿Es un sistema de protecciones y garantías “de la cuna a la tumba” más útil que una sociedad impulsada por el mercado en la que el papel del Estado se mantiene al mínimo? ¿Tiene futuro la socialdemocracia?
 

















martes, 18 de octubre de 2022

Del fin de la historia

 




Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va del fin de la historia, pero como dice en ella la escritora y catedrática universitaria Selena Millares, el despertar del sueño conservador del fin de la historia ha sido brutal, y les debemos a nuestros muertos y pobres el regreso a la diplomacia y a la utopía pacifista de Erasmo. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.







La Europa de la rama de olivo
SELENA MILLARES
13 OCT 2022 - El País


Durante mucho tiempo nos quisieron convencer de que había llegado el fin de la historia. Para qué soñar con un mundo mejor: era más cómodo rondar como polillas ante la luz de las pantallas y su hipnosis adictiva, consagrarnos extáticos a ese altar del consumo, a su escaparate interminable y sin fondo. O con un fondo oscuro que no veíamos, que no queríamos ver. Y para qué anhelar ya utopías imposibles, eso eran antiguallas, ridículo romanticismo, si teníamos la felicidad ahí, al alcance de la mano.
Desde que la guerra estalló en el corazón de Europa, el hechizo se ha evaporado de golpe. Y ha vuelto a despejarse ante nosotros esa vieja utopía europea que se resume en la palabra paz. Fue el sueño de aquel héroe llamado Ulises que se negó a alistarse cuando vinieron a reclutarlo, tras el rapto de Helena. Él sembró de sal los campos que araba para aparentar locura, para que se olvidaran de él. Pero entonces arrancaron a su hijo de los brazos de Penélope y lo pusieron ante el arado, y Ulises tuvo que claudicar. Y fue a la guerra.
Su papel fue sobre todo de diálogo y estrategia, intentó anteponer la astucia a la violencia, y así engañó a Troya con un caballo de madera y a Polifemo con los vapores del vino. Buscó por todos los medios regresar a su Itaca como lo que era: un hombre que renunciaba a la inmortalidad que le ofreció Calipso, y que rechazó las flores narcóticas de los lotófagos porque necesitaba conservar su memoria. Logró al fin su anhelo con ayuda de Atenea —diosa de la paz y de la guerra justa— cuyo emblema es una rama de olivo, que es también símbolo de ese ideal europeo de un continente sin enfrentamientos bélicos.
Después, otros recogieron ese testigo, como Aristófanes, que desde sus obras cuestionó la ambición expansionista de los poderosos que lanzaban a sus pueblos a la muerte: la más famosa es la comedia donde Lisístrata arrastra a las mujeres a una curiosa huelga sexual que no ha de cesar mientras no llegue la paz. Al final triunfa la cordura, pero eso solo ocurre en la ficción. Y ese sueño sigue quedando a la deriva al paso de los siglos.
Volverán a él otros pacifistas, y de entre todos destaca Erasmo, que fue para Zwinglio la encarnación del Ulises homérico, y que pasó su vida huyendo de las epidemias de peste y de sus enemigos, mientras luchaba contra la barbarie alentada por fanatismos y nacionalismos. Defendió que el mundo entero era nuestra patria, concibió una Europa unida como alianza de la cultura y abogó por la abolición de la guerra. Su arma era la luz frente a la sombra, la inteligencia frente a las armas, el diálogo frente al ruido y la furia. Para él Europa era una idea moral y su bandera, la paz, la diversidad, la tolerancia y el universalismo.
Erasmo fue el ídolo intelectual de su tiempo, pero también fue un derrotado. Como lo fue su amigo Tomás Moro, inventor de esa isla llamada Utopía donde estaba desterrada la violencia, y que murió decapitado por orden de su rey, Enrique VIII. Luego la semilla de la concordia siguió germinando, con otras formas. Ese ideal lo retomó Cervantes al crear la primera novela moderna, protagonizada por un hombre bueno y ridículo, con sus gestos inútiles. Lo recogieron además ilustrados como Voltaire, con su tratado sobre la tolerancia, o Kant con su propuesta de “paz perpetua”. Y después el quijotesco príncipe Mishkyn de Dostoyevski, escritor ruso vetado por una universidad italiana al comienzo de la invasión rusa de Ucrania, como si pudiera ser culpable de la infamia de Putin.
Cuando el pensamiento conservador decretó el final de la historia, no solo disolvía las utopías del horizonte futuro sino también las enseñanzas de la vieja Clío, musa de la historia. En esa ficción de tiempo detenido íbamos olvidando, mientras una densa niebla borraba del pasado la ignominia y los crímenes. Nos instalábamos en un cómodo nirvana, como los lotófagos del relato de Homero. Los antiguos protagonistas del horror perdieron así sus complejos y volvieron envalentonados a escena, con sus sinuosos fanatismos nacionalpopulistas y ultraconservadores.
El despertar del sueño ha sido atroz, pero aún nos hermana esa utopía poderosa que cabe en una sencilla rama de olivo. Y hace tiempo que reclaman el regreso a la diplomacia intelectuales de distintos ámbitos e ideologías —como Noam Chomsky o Mario Vargas Llosa—, por mucho que a la OTAN no le venga bien. Se lo debemos a los muertos, heridos y mutilados de la guerra. Y a los condenados al hambre y la pobreza en el mundo. También al planeta, convulsionado por la crisis climática. Y a todos los niños que junto al resto de la población pagarían por una catástrofe nuclear. Europa tiene su propia voz y su camino.



















domingo, 16 de octubre de 2022

De la izquierda y el placer





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de la izquierda y el placer. Porque como dice en ella el filósofo político y catedrático de universidad Daniel Innerarity, el gozo del que el progresismo hace bien en desconfiar es aquel vinculado al abuso, a la ausencia de límites, según la definición clásica de la propiedad que otorga al propietario el derecho de hacer lo que quiera con ella. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.






La izquierda y el placer
DANIEL INNERARITY
12 oct 2022 - El País


La confrontación política se juega hoy básicamente en el terreno de los afectos. Las narrativas dominantes no son tanto teorías como aspiraciones emocionales. En este espacio parece estar triunfando el relato según el cual la izquierda es moralista, prohibicionista, nos quiere infelices, mientras que la derecha nos dejaría disfrutar haciendo lo que queramos. Obviamente, este relato es falaz, pero los relatos no son teorías científicas sino estados de ánimo que terminan imponiéndose y resultan más decisivos para configurar la opinión pública que cualquier evidencia. La izquierda contraataca acusando de negacionistas a quienes parecen olvidar la gravedad de las crisis que tenemos que afrontar. Esa acusación es tan correcta como estéril porque no se trata de un fenómeno con pretensiones de validez científica sino de un estado de ánimo colectivo que recoge el hartazgo ante la larga lista de prohibiciones que parecen la única receta para resolver los problemas sociales, desde la pandemia a la crisis energética.
Aquí tendríamos una posible respuesta a la pregunta acerca de las razones de que una parte de los trabajadores vote a la derecha o por qué la acción de gobierno volcada en la protección de los más vulnerables no es recompensada en las encuestas o en las urnas. Los cambios de ciclo no se producen por cálculos precisos o razonamientos sofisticados, sino por motivos que tienen que ver con el estado de ánimo, como el cansancio, el miedo o el pesimismo. La izquierda solo podrá hacerse valer en un escenario que no le es muy favorable si acierta a modificar sus términos emocionales.
La alta estimación que buena parte de la izquierda muestra hacia el sacrificio como motor de transformación histórica tiene su cumbre en aquella célebre afirmación de Marx de que la vergüenza es un sentimiento revolucionario. La vergüenza ha sido, de hecho, un sentimiento positivo y transformador cuando se ha convertido en testimonio, como hemos visto recientemente en la ruptura del silencio por parte de las víctimas de abusos sexuales. El problema es que la reiteración de este tipo de discursos lo tiñe todo de negatividad: no se habla más que de malas experiencias, de quejas, la narrativa política es de abnegación y la acción de gobierno se traduce en un catálogo de prohibiciones. Frente a esto, un discurso positivo por parte de cierta derecha puede ser irresponsable, pero traslada un mensaje que encuentra resonancia en tantos abatidos por las crisis que atravesamos.
Esta visión sacrificial de la historia tiene además sus limitaciones. De entrada, no toda humillación pone en marcha un proceso de emancipación; hay una humillación que paraliza e individualiza, que se convierte en cólera improductiva o en simple tristeza de la que no se sigue nada operativo contra la iniquidad del mundo. Hay también una dialéctica muy elemental en esta concepción del cambio social; la historia pone de manifiesto que, con mucha frecuencia, la represión no es el preámbulo de la liberación sino de una mayor represión. Convertir “las contradicciones del capitalismo” en el presagio de su desaparición es pura superchería. En su libro El día en que el triunfo alcancemos, José Andrés Torres Mora ha dedicado unas páginas gloriosas a desmentir esa expectativa de que el sufrimiento sea el medio a través del cual se realizan los ideales políticos: profundizar en el sufrimiento no suele alumbrar necesariamente un régimen en el que el sufrimiento cambie de bando, sino la perogrullada de que sufran todavía más los que ya sufrían antes. Lo de “enseñar al pueblo a asustarse de sí mismo a fin de infundirle ánimo” es mera retórica panfletaria de aquel joven Marx que pretendía criticar a Hegel. Contra sus intenciones, el lenguaje negativo de la crítica puede servir para afianzar el abatimiento. Con esta concepción sacrificial de la transformación social se comunica una concepción del cuerpo como receptáculo de las injusticias sociales, el abuso, la dominación, el control, como si despreciara el cuerpo gozoso y su potencia de emancipación.
La izquierda rousseauniana parece haberse impuesto a la izquierda volteriana, contribuyendo así a un crear un campo de antagonismo que puede resultarle muy desfavorable. La izquierda manda, regula y prohíbe, mientras la derecha reivindica una vida más despreocupada y espontánea. Una se preocupa por la vida buena, mientras la otra se dedica a la buena vida. En la trifulca política son los límites al aire acondicionado, el consumo de carne o la corrección del lenguaje, frente a las terrazas, la ciudad iluminada y la desregulación. En medio de este marco es inevitable que la izquierda parezca cursi y moralizadora, que para amplios sectores de la población no esté consiguiendo aparecer como mejor, sino simplemente como más mandona. ¿Habremos de concluir que el sufrimiento es el único método que conoce la izquierda y que la derecha tiene el monopolio del placer? ¿Explicaría esto la diferente valoración que la opinión pública hace de la diversión de unos y de otros, de las fiestas de Boris Johnson y de Sanna Marin? Al margen de otras diferencias relevantes, puede que esa distinta calificación se deba a que asociamos a la derecha con el disfrute y a la izquierda con el sacrificio, por lo que en un caso no vemos ninguna incoherencia y en el otro sí.
No superará la izquierda este antagonismo que le es tan desventajoso mientras no formule una idea diferente del placer, al que ha venido considerando como algo individualista y burgués. En un marco dominado por el consumo, el placer solo aparece como un principio de confirmación del orden social. Pero la izquierda podría pensar el placer como un placer consciente de sus límites y que encuentra su autenticidad e intensidad en el compartir. No cualquier placer equivaldría a imposición o conformismo, sino aquel placer corto de vista, rudo, que desconoce el gozo del respeto y el disfrute compartido; el placer del que la izquierda hace bien en desconfiar es el placer vinculado al abuso, a la ausencia de límites, según aquella definición clásica de la propiedad que otorga al propietario el derecho de hacer lo que quiera con ella (el derecho de “usar y abusar”), una disposición absoluta y exclusiva, sean las riquezas naturales, pero también los cuerpos de las mujeres.
En la vieja idea de suprimir la propiedad privada lo más valioso no era la vacua pretensión de una propiedad colectiva que es completamente irreal, sino la apelación a un modo diferente de poseer. El placer de los cuerpos puede entenderse como una apropiación recíproca que no carece de límites, fundamentalmente el señalado por la idea del consentimiento. No se trata de que las cosas carezcan de dueño, sino de que no haya formas de propiedad que impliquen una dominación directa sobre otros o aquella dominación indirecta que supondría desentenderse de los efectos que el abuso de lo propio puede tener sobre los otros. El consentimiento sexual y la ecología tienen en común ser formas de entender el placer como realidades compartidas, entre las personas y entre las generaciones.
Es posible pensar de otro modo el placer y la propiedad, como gozo compartido. Lo común es un modo de apropiación que se pone como límite el abuso. Los placeres pueden aumentar cuando se comparten de manera igualitaria. Gozar en la igualdad, la satisfacción de formar parte de una sociedad justa son formas de placer que podrían ser una alternativa positiva a su reducción individualista.