domingo, 9 de octubre de 2022

De los liberales en España

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de la ausencia de un partido sinceramente liberal en España, porque como dice en ella el politólogo y catedrático universitario Ignacio Sánchez-Cuenca, los intentos por establecer un partido que represente esta tradición política han fracasado en varias ocasiones, y en el caso de Ciudadanos, ha tenido mucho que ver el enfoque territorial sobre Cataluña. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.





El extraño liberalismo español
IGNACIO SÁNCHEZ-CUENCA
04 OCT 2022 - El País


El pasado 20 de septiembre, Vox presentó en el Congreso una proposición no de ley en la que solicitaba la aplicación del artículo 155 de la Constitución para resolver de una vez el “problema lingüístico” de Cataluña. No es la primera ocasión en la que Vox intenta reventar el modelo de inmersión lingüística mediante el uso de artillería pesada, ni más ni menos que el art. 155 que se activó en el otoño de 2017. Este tipo de excesos retóricos sirven, sobre todo, para retratar al rival, es decir, para afianzar la idea de que si el PP no vota a favor de la propuesta, es porque sigue actuando como la “derechita cobarde”. Según explicó en el Congreso la diputada de Vox Georgina Trías Gil, “es irresponsable y puede resultar ofensivo hablar —como hace el señor Feijóo— de moderación, serenidad, centralidad y hasta cordialidad lingüística, cuando la realidad que viven miles de españoles es de opresión lingüística”.
El Partido Popular no cayó en la trampa y, con buen criterio, optó por no respaldar la iniciativa de Vox, con la excepción de una diputada que rompió la disciplina de partido y votó a favor, Cayetana Álvarez de Toledo. Lo verdaderamente sorprendente es que Ciudadanos, un partido que se reclama liberal en sus planteamientos económicos y políticos, se pusiera del lado de Vox apoyando la activación del 155. Efectivamente, resulta extraño por un doble motivo: primero, porque, como indican los datos, lo habitual es que Ciudadanos vote lo mismo que el PP; y, segundo, porque de un partido liberal se espera que las soluciones a un problema complejo como el de la lengua vayan más allá de la simple imposición.
A Ciudadanos le ha pasado como a tantas personas que se consideran liberales pero que dejan sus principios a un lado en cuanto se plantea la cuestión nacional y sus múltiples ramificaciones. Adoptan un tono doliente y victimista, pero a la vez extraordinariamente agresivo, para tratar todo lo que afecta al núcleo de su españolismo. Les altera el ánimo la Ley de Memoria Democrática, las críticas a la Monarquía, el cuestionamiento de la Transición, el ataque a los símbolos nacionales… o el acercamiento de los presos de ETA a prisiones del País Vasco. Y, sobre todo, viven casi como una ofensa personal la existencia del independentismo en Cataluña.
Ciudadanos ha estado en primera línea a la hora de caracterizar la crisis catalana de 2017 como un golpe de Estado, ante lo cual la única solución aceptable pasa por el encarcelamiento de sus líderes. Recuérdese, por ejemplo, que Edmundo Bal dejó su puesto de abogado del Estado porque consideró una indignidad política que el Gobierno, a través de la abogacía del Estado, no acusara a los independentistas de rebelión, pues, a su juicio, era evidente que había habido una violencia “grave, intensa y planificada”. Esta forma de hablar de los problemas nacionales no responde al ideario liberal, sino más bien a un nacionalismo español primario e intransigente. Tan sólo así se entiende que Ciudadanos participara en la famosa foto de Colón junto al PP y Vox, en una concentración por la unidad de España celebrada en 2019. Por aquel entonces, recuérdese, Vox no había sido aún “normalizado” por la derecha política y mediática del país. Pero allí fue el líder de Ciudadanos, a mostrarse tan acérrimo defensor de España como el líder de la ultraderecha.
Que un partido liberal sea engullido por el nacionalismo español ya había ocurrido antes. Recuérdese que UPyD sufrió una deriva similar a la de Ciudadanos, aunque lo que hizo descarrilar a aquel partido no fue la cuestión catalana, sino la del terrorismo. Una oposición visceral y poco reflexiva al proceso de paz ensayado por el Gobierno presidido por José Luis Rodríguez Zapatero llevó a UPyD a apoyar las tesis más truculentas, como que el Ejecutivo se estaba rindiendo ante ETA o que ETA estaba más fuerte que nunca. En esa deriva, la líder del partido, Rosa Díez, quien fuera en los años noventa consejera en el Gobierno vasco de la coalición forjada por PNV y PSE, se ha convertido en portavoz de las ideas más ultramontanas, expuestas en un tono brutal e incivil (basta oírla en el programa de Federico Jiménez Losantos, donde suelta perlas como esta: “El Gobierno ha pasado de ser socios de golpistas y proetarras a defensores de la pederastia”).
Tanto UPyD como Ciudadanos, dos partidos que, por cierto, comparten el padrinazgo del mismo grupo de intelectuales y escritores, se situaron en una posición tan netamente nacionalista española que sus votantes terminaron marchándose a partidos de la derecha como el PP y Vox que no presumen de liberales pero que gozan de mayor credibilidad para propugnarse como los grandes defensores de la nación española ante las supuestas amenazas que se ciernen sobre ella (la leyenda negra propagada por los países protestantes, los “podemitas”, los independentistas, los enemigos de los toros, la caza y otras tradiciones españolas, etc.). Si una persona asume las ideas de dicho nacionalismo, ¿por qué iba a votar un partido que se pretende liberal? Tanto Rosa Díez como Albert Rivera fueron socavando su imagen liberal, de manera que, al final, se consumó el éxodo de sus votantes hacia opciones aún más derechistas que las que ellos encarnaban.
La tradición liberal española siempre ha tenido problemas serios para reconciliar las tesis del liberalismo clásico (la defensa a ultranza de las libertades y los derechos individuales, el consentimiento popular como principio de toda autoridad política, la resolución de los conflictos mediante procedimientos democráticos y respetuosos con las diferencias de opiniones y valores que hay en toda sociedad) con los problemas territoriales que España arrastra desde hace un par de siglos. Parecía que la Constitución de 1978 podía ofrecer un cauce eficaz y duradero para la convivencia entre sentimientos e identidades nacionales muy diversos, pero hace tiempo que esa esperanza se ha frustrado. Los sedicentes liberales de nuestros días consideran que los nacionalismos vasco y catalán son incompatibles con la democracia, que sólo la nación española puede organizarse democráticamente. Se produce así una curiosa confusión, pues el discurso legitimador del nacionalismo español se construye precisamente como baluarte de los valores democráticos frente a los nacionalismos periféricos, que califican de iliberales y retrógados; pero eso, me temo, no es más que una coartada para reafirmar una vez más la primacía de la nación española y la irrelevancia política de cualesquiera otros sentimientos nacionales. Es decir, se supone en última instancia que no pueden coexistir los distintos nacionalismos, habiendo de prevalecer el único que es auténticamente democrático, el español. A pesar de su apariencia liberal, ese planteamiento, a mi juicio, solo responde a convicciones nacionalistas y resulta tan arbitrario como toda afirmación de superioridad nacional.
Estoy convencido de que, en estos tiempos de fragmentación, la presencia de un partido auténticamente liberal haría mucho bien a la política española y contribuiría a romper las inercias de muchas de nuestras políticas públicas. Los liberales siempre han sido muy imaginativos planteando soluciones. Por desgracia, los intentos de establecer un partido liberal en España han fracasado estrepitosamente y la causa última, me parece, ha sido la misma: la contaminación del nacionalismo español.




















sábado, 8 de octubre de 2022

De la memoria democrática

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de la Ley de Memoria Democrática, ya definitivamente aprobada por las Cortes Generales, y como dice en ella el historiador y catedrático universitario Juan Sisinio Pérez Garzón, nos corresponde ahora construir un relato en el que de ningún modo se respalde o excuse cualquier asesinato, porque el dolor no es patrimonio exclusivo de ninguna ideología. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.








Kant, Negrín y la memoria democrática
JUAN SISINIO PÉREZ GARZÓN
01 OCT 2022 - El País


No hay ley que sea incontrovertible, máxime si esta quiere cerrar las heridas del mayor trauma experimentado por la sociedad española hasta el momento. Es el caso de la Ley de Memoria Democrática, pendiente de ser aprobada en el Senado. Se ha escrito mucho y de muy diverso signo sobre sus contenidos. Para reforzar el objetivo de reconciliación nacional que la sustenta, quizás no sobre apuntar otra posible lectura, surgida de la idea que lanzó Negrín en junio de 1938 y deducible del imperativo categórico de Kant (1785).
Ante todo, es justo subrayar que en el preámbulo de la ley se confirma la meta de “articular una respuesta del Estado para asumir los hechos del pasado en su integridad, rehabilitando la memoria de las víctimas, reparando los daños causados y evitando la repetición de enfrentamientos y cualquier justificación de violencia política o regímenes totalitarios”. Por eso se insiste en “fomentar un discurso común basado en la defensa de la paz, el pluralismo y la condena de toda forma de totalitarismo político”. Se subraya el afán de construir un horizonte común de “convivencia y conciencia ciudadana”.
En este sentido, la letra de la ley repite de modo constante en diversos artículos que atañe e incluye a “todas las víctimas de la guerra”, además de agregar lógicamente las posteriores víctimas de la dictadura. El significado de “todas” no excluye de ningún modo a cuantas homenajeó y reparó la dictadura en su día de modo sectario y repudiable. De igual modo, al establecer el “Censo Estatal de Víctimas de la Guerra y de la Dictadura”, no se exceptúa literalmente a las víctimas habidas en territorio republicano, pues en el artículo 1.2 se especifica que la ley se refiere a “quienes padecieron persecución o violencia, por razones políticas, ideológicas, de pensamiento u opinión, de conciencia o creencia religiosa” desde el 18 de julio de 1936, durante la “Guerra de España” (así se califica) y obviamente durante “la Dictadura franquista”. Se concreta en el artículo 3 dedicado a definir las “víctimas”. De nuevo se incluyen a cuantas personas sufrieron violaciones de los derechos humanos “durante el período que abarca el golpe de Estado de 18 de julio de 1936, la posterior Guerra y la Dictadura”. Se especifican 13 categorías de víctimas entre las que se reitera la inclusión de cuantas fallecieron o desaparecieron “como consecuencia de la Guerra y la Dictadura”.
Sin necesidad de exégesis jurídicas, en los usos habituales de la lengua el concepto histórico “guerra de España”, aunque parezca querer ocultar su carácter fratricida, no deja de ser guerra de y entre españoles. Es lo que ciudadanos de toda ideología y nivel educativo conocen como Guerra Civil. Y esta tiene unos límites cronológicos indudables: define históricamente el enfrentamiento armado ocurrido entre el 18 de julio de 1936 y el 31 de marzo de 1939. Así, cuando en el artículo 7 se establece un “día de recuerdo y homenaje a todas las víctimas”, se concreta de nuevo que son las habidas por “el golpe militar, la Guerra y la Dictadura”. Además, al disponer la creación del “registro y censo estatal de víctimas”, el legislador se remite de nuevo al citado artículo 3, lo que permite incluir a todas las víctimas habidas durante la “guerra de España”, esto es, en todo el territorio que, por más que se busquen vericuetos, geográficamente se reconoce como español. De ningún modo esa España se podría aplicar solo a las víctimas de uno de los dos territorios.
Por lo demás, en ningún momento la ley plantea la eliminación del catálogo de víctimas de aquellas que ya tuvieron “reconocimiento y reparación moral y económica” por el régimen franquista, por más que la dictadura las utilizara con criterio fanático para criminalizar a quienes defendieron la República. Por eso, es un acto de justicia plenamente legítimo y políticamente indispensable rehabilitar a todos los que sufrieron la persecución franquista. Sucesivas normas decretadas desde diciembre de 1975 han desarrollado este objetivo, que, sin embargo, se debe completar con la rotunda reparación moral y política planteada con esta ley.
Ahora bien, dicha reparación puede apuntalar sus fundamentos éticos y políticos con dos ideas que no sobra recordar. La primera se encuentra nada menos que en Kant, pensador cuyo imperativo categórico podría facilitar el consenso ético. Al dilucidar la frontera entre la bondad y la maldad, propuso como ley universal tratar a toda persona “siempre como fin y nunca como medio”. Esta ley no se cumplió en nuestra Guerra Civil. Se mató a personas como medio para alcanzar un fin político. Existe acuerdo entre historiadores sobre el balance global de víctimas: unas 55.000 en la zona del Gobierno republicano y en torno a 140.000 las ejecutadas por los sublevados y la dictadura desde julio de 1936 hasta 1945. Fueron muertes injustificables éticamente. Nos corresponde, por tanto, construir una memoria democrática en la que de ningún modo se respalde o excuse cualquier asesinato. Lo dice la ley claramente y no sobra repetirlo: hay que “fomentar un discurso común basado en la defensa de la paz, el pluralismo y la condena de toda forma de totalitarismo político”. Está en consonancia con el acuerdo de la Unión Europea de conmemorar el 23 de agosto a las víctimas del “extremismo, la intolerancia y la opresión”.
A esto se suma otra faceta profundamente humana: el dolor no es patrimonio exclusivo de ninguna ideología. Una memoria democrática debe comenzar por unir y recordar el dolor de, por ejemplo, los miles de maestros fusilados por sus ideas con el dolor de los miles de religiosos igualmente eliminados por sus creencias. Y aquí procede rescatar la autoridad moral y política de Negrín, nada sospechoso de equidistante ni derrotista. El 18 de junio de 1938, como presidente del Gobierno de la República en guerra, glosando su idea de paz, lanzó el siguiente reto: “El gobernante que, al cesar la contienda, no comprenda que su primer deber es lograr la conciliación y armonía que hagan posible la convivencia ciudadana ¡maldito sea!”. Concretó que, llegado ese momento, la máxima aspiración del hombre de Estado “deberá ser que, sin transcurrir muchos años, en las estelas funerarias de cada pueblo figuren hermanados los nombres de las víctimas de la lucha, como mártires por una causa de la que debe surgir una nueva y grande Patria”.
El Abc del 19 de junio reprodujo íntegro el discurso, no así La Vanguardia, que no transcribió la segunda frase. Lógicamente, el contexto de 1938 obligaría a desentrañar los distintos contenidos que abordó Negrín en una alocución expresamente dirigida a todos los españoles, no solo a los habitantes de la zona republicana. Lo importante fue su idea, que, por otra parte, no sería solo suya, tal y como Santos Juliá nos dejó investigado con extraordinaria consistencia en su libro Transición. Sobre tales raíles cabría encauzar la aplicación de la presente ley de memoria para, en efecto, construirla como democrática, sin exclusión de víctimas. Se cumpliría, al fin, la aspiración de Azaña: “Paz, piedad y perdón”.




















viernes, 7 de octubre de 2022

De la maldición de los optimistas

 




Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de la maldición que pesa sobre los optimistas, porque como dice en ella el escritor Javier Cercas, nuestro error consiste en estar a todas horas pendientes de lo que vendrá y no ser capaces de asentarnos en el aquí y ahora. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.







La maldición del optimista
JAVIER CERCAS
01 OCT 2022 - El País
Hace poco leí en estas mismas páginas una entrevista de Anatxu Zabalbeascoa al psiquiatra Luis Rojas Marcos en la que éste recomendaba el optimismo como elixir de una vida buena y regalaba un titular irresistible: “En España el optimismo está mal visto. El que está contento parece tonto”. Sólo entonces comprendí el porqué de mi pésima reputación.
Soy un optimista. El problema es que tengo una dilatada experiencia con el optimismo y mi opinión sobre él es menos positiva que la del reputado psiquiatra; dicho de forma más clara: no soy tan optimista sobre el optimismo como el doctor Rojas Marcos, tal vez porque soy una víctima de él (del optimismo, no del doctor Rojas Marcos); dicho de forma más clara todavía: me encantaría ser un pesimista, pero no hay manera. Porque lo cierto es que mi trayectoria vital de optimista recalcitrante me ha entregado una plétora de pruebas sobre la toxicidad de esa pasión nefasta. El optimista se levanta cada mañana eufórico, dispuesto a gozar de todas las bendiciones que, no le cabe duda, le deparará la jornada; así que, cuando la realidad le atropella con su cúmulo seguro de contratiempos, el optimista, incapaz afrontarlos con entereza, los vive como calamidades y termina infaliblemente valorando la conveniencia de arrojarse al vacío desde lo alto del pinácu­lo más alto de la Sagrada Familia (el de San Bernabé). El pesimista, en cambio, se levanta cada mañana resignado a todas las calamidades que lo acechan, así que, cuando el curso del día le proporciona alguna experiencia no del todo catastrófica, la vive como una bendición y, dado que su pesimismo ha previsto una amplísima gama de desastres y le ha puesto en guardia contra ellos, supera cualquier contratiempo sin despeinarse. Como soy un optimista furioso, me siento completamente identificado con Ambrose Bierce, que en el Diccionario del Diablo definió de esta manera insuperable la palabra año: “Periodo de trescientas sesenta y cinco decepciones”. A la inversa, siento una admiración sin límites por los pesimistas, cuyo lema deberían ser estos versos horacianos de Ricardo Reis, heterónimo de Fernando Pessoa. “Quien nada espera / cuanto le depare el día / por poco que sea / será mucho”. Por eso sostengo que el verdadero enemigo del género humano no es, como proclaman políticos, predicadores y papanatas, la desesperación, sino la esperanza. Al menos desde Marco Aurelio, nadie ha argumentado mejor esa verdad escondida que Michel de Montaigne. En un ensayo célebre, Montaigne argumentó en efecto que, como carecemos de poder tanto sobre el porvenir como sobre el pasado, nuestro error más común consiste en estar a todas horas pendientes de lo que vendrá y no ser capaces de asentarnos en el aquí y ahora, de afincarnos en él; ésta es la causa de todas las desdichas humanas, asegura Montaigne: nuestra propensión insaciable a vivir en la esperanza del futuro y no en la realidad del presente, que es la única realidad. En otro momento de la mencionada entrevista, Zabalbeascoa saca a colación la teoría psiquiátrica de la “bipersonalidad”, de acuerdo con la cual las personas bilingües poseen un carácter diferente según la lengua en que hablen, y, como soy bilingüe (y como cualquier excusa es buena para el optimismo), padezco un ataque brutal de optimismo y por un momento me digo que quizá haya salvación para mí, hasta que me rindo a la evidencia deprimente de que soy igual de optimista en cualquiera de mis dos lenguas y me entran unas ganas locas de hacerme el haraquiri en plaza pública. Pero, un momento, dirán ustedes, ¿cómo es posible que sea yo tan optimista y que, al menos en la edición digital de EL PAÍS, aparezca con una cara irrefutable de funeral en la foto que acompaña a esta columna? La respuesta es evidente, y es que, cuando empecé a escribir artículos, llevado por mi incurable optimismo, aspiré a que la gente me tomara en serio; por supuesto, fracasé (o tuve demasiado éxito, que es la peor forma de fracasar), pero ¿se imaginan qué hubiera pasado con mi reputación si hubiera aparecido con la permanente cara de contento que Dios me dio? En caso de duda, consulten con el doctor Rojas Marcos.



















jueves, 6 de octubre de 2022

De las palabras de la guerra

 




Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de las palabras de la guerra y la confrontación de personalidades, en la que, como dice en ella el escritor Juan Gabriel Vásquez, frente a la actitud y la voz de Zelenski, Putin parece cada vez más una bestia herida, un matón de barrio de pecho tan desnudo como su lenguaje, incapaz de comunicarse con nadie. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.







Ucrania y Rusia: las palabras de la guerra
JUAN GABRIEL VÁSQUEZ
29 SEPT 2022 - El País


En febrero de este año, cuando Putin lanzó su agresión criminal contra Ucrania, pocos pensaban que la guerra iba a durar tanto, y muchos menos habrán previsto lo que estamos viendo: que Rusia puede ser derrotada. Para todos los que repudiamos la invasión, que en sus inicios parecía ser una mera reedición de Georgia en 2008 y Crimea en 2014, esto es una buena noticia que llega desde nuestro atribulado presente. Pero a la vez es un mal augurio de lo porvenir, pues un hombre desesperado, aislado y paranoico (educado en la paranoia sin fin de la KGB) resulta siempre peligroso; y es más peligroso cuando la inseguridad y el desespero y la paranoia vienen con un arsenal nuclear; y es más peligroso todavía cuando el tiempo pasa y se va haciendo real la metáfora de Churchill: “Los dictadores andan de aquí para allá montados sobre tigres que no se atreven a desmontar; y los tigres tienen cada vez más hambre”. Con cada mes que pasa, Putin va comprendiendo que la única manera de bajarse del tigre es la victoria total. De cualquier otra forma, corre serios riesgos de que el tigre se lo coma.
Ha sido una guerra extraña. Todas las guerras están hechas en parte de palabras, porque es con palabras como se monta la propaganda, y en el arsenal de Putin eran tan importantes los tanques como las mentiras en Facebook. Pero en esta guerra han tenido un papel impredecible. Recuerden ustedes el enloquecido discurso de Putin en el Kremlin, cuando sostuvo que Ucrania no era un pueblo, sino una mera extensión de Rusia o del “Mundo ruso”; cuando habló de la necesidad de desnazificar Ucrania, un país tan nazi que estaba gobernado por un judío elegido por más de dos terceras partes de los votantes; cuando bautizó la invasión o la agresión, en fin, con ese eufemismo orwelliano: “Operación militar especial”. Ese día quedó claro que parte de su estrategia era construir un elaborado relato para acompañar o justificar la agresión; no quedó claro, o no me lo quedó a mí, por qué le parecía necesario. La superioridad militar de Putin era avasalladora, y en sus anteriores aventuras militares nunca le pareció necesario acudir a estos efectos retóricos. ¿Por qué ahora sí? ¿Y por qué así, con ese relato tan flagrantemente mentiroso?
El discurso de Putin me hizo pensar en esa anécdota que tanto le gustaba a Hannah Arendt: terminada la guerra de 1914, le preguntaron al presidente francés Georges Clemenceau cómo creía que el mundo juzgaría lo ocurrido. “No lo sé”, dijo Clemenceau. “Pero estoy seguro de que nadie dirá que Bélgica invadió Alemania”. Hannah Arendt notó que Clemenceau, evidentemente, no conocía los totalitarismos que vinieron después, que convirtieron la guerra contra la verdad (o por el dominio de la historia) en una manera de ser. Decir que Ucrania está en manos de un grupo de nazis, y que hay que invadirla para liberarla, es decir que Bélgica invadió Alemania; es, también, añadir una página al manual del autócrata perfecto, que tiene siempre que erigirse en historiador, pues la mentira sobre el presente está, en el mundo de Putin, ligada íntimamente a su obsesión narrativa con lo que llama la Gran Guerra Patriótica: la victoria de la Unión Soviética en la guerra contra los nazis. Ese relato es el que Putin trata de prolongar, pues remite a tiempos heroicos. Make Russia Great Again.
Cuando Putin habla de “genocidio” de los ucranios contra el pueblo ruso de Ucrania, cuando defiende su agresión apelando a las emociones profundas de tantos contra Occidente (la OTAN como humillación, un argumento que demasiados demócratas occidentales, patéticamente, le han comprado sin pestañear), lo que está haciendo es reeditar el relato del victimismo y el resentimiento que siempre les ha sido provechoso a los autócratas. Un analista militar, citado, si mal no recuerdo, por un periódico norteamericano, hablaba de los que creen que “se pueden limpiar los pies con Rusia”. En la retórica de los putinianos o putinitos, la idea de humillación aparece constantemente. Nos han humillado; nos han traicionado; somos el hazmerreír del otro (Occidente, la OTAN, los ganadores de la Guerra Fría). La estrategia no es nueva. Parte del éxito de Hitler fue el aprovechamiento de la leyenda de la “puñalada por la espalda” que surgió después de la Primera Guerra: en realidad, sostenía esta versión, la guerra no se perdió militarmente, sino que Alemania fue traicionada por la izquierda, los comunistas y los judíos, que persiguieron sus propios intereses en desmedro de los de la patria.
Hay que recordar, ahora que la muerte de Gorbachov todavía se siente y están en nuestra retina los desaires que le hizo Putin, que la razón principal del desprecio es esa acusación imprecisa: Gorbachov, según Putin, manchó la reputación de la Unión Soviética. ¿Cómo? Con sus esfuerzos por recuperar la verdad de la historia que el estalinismo había distorsionado o reescrito. Gorbachov se atrevió incluso a hablar de los pactos secretos entre Hitler y Stalin que permitieron, entre otras brutalidades, el ataque a Polonia; se atrevió a hablar de las decisiones secretas que condujeron al aplastamiento de la Primavera de Praga. No hay ninguna manera más resultona de desactivar los escepticismos de sus ciudadanos o de granjearse nuevas simpatías, pues siempre hay alguien que se siente humillado o pisoteado o ninguneado, y esas emociones etéreas son las que mueven el mundo. De eso se trató desde el primer día la campaña de Donald Trump: Make America Great Again hubiera sido imposible sin el rencor acumulado e impreciso de millones de votantes vulnerables, desinformados e incapaces de distinguir la verdad de la mentira.
Pero en su guerra de palabras, Putin no contaba con las de Zelenski. Son las palabras precisas y sencillas de un actor entrenado, un hombre que conoce los ritmos del lenguaje y los usa para lograr efectos meditados. El espectáculo sería fascinante incluso si las palabras de Zelenski no vinieran acompañadas de valentía genuina: incluso si no tuviera de su lado la razón y los valores de la libertad, la dignidad y la defensa de la vida. Pienso, por ejemplo, en las palabras que pronunció desde una pantalla frente a las Naciones Unidas: yo vi la transmisión por una cadena norteamericana, y ni siquiera la intérprete podía evitar que la voz se le quebrara. Impredeciblemente, este comediante (que llegó a la presidencia montado no sobre un tigre, sino sobre el unicornio de colores de la industria del entretenimiento) se ha convertido en un líder genuino. Por supuesto que una frase bien escogida, pronunciada con la emoción precisa, no defiende un centro comercial de un misil ruso, pero habría que ser muy cínico para no ver en la actitud y la voz de Zelenski una de las razones de la supervivencia de Ucrania.
Frente a él, Putin parece cada vez más una bestia herida, un matón de barrio de pecho tan desnudo como su lenguaje, incapaz de comunicarse con nadie y aislado de las comunicaciones con los demás. Acaba de decretar una movilización militar que implica el reclutamiento forzoso de miles de rusos, y lo que ve por la ventana es que los rusos —casi 300.000— huyen desesperados hacia otras partes, y los que no huyen, lanzan cócteles molotov contra los centros de reclutamiento. Se ve que el relato de patriotismo enseña graves grietas, y Putin lo resiente, o su silencio es resentido. Hace rato que no da declaraciones. Es como si se hubiera quedado sin palabras.