viernes, 10 de enero de 2020

[A VUELAPLUMA] Personalizados



Fotografía de Getty Images


'Share' y tendencias nos esclavizan, comenta la escritora Marta Sanz en el habitual A vuelapluma de hoy viernes, y es que no se puede mantener una conversación con casi nadie si no se han visto las últimas series de Netflix...

"¿Los Reyes Magos -comienza diciendo Sanz- les han traído fetiches personalizados?, ¿botes de crema de cacahuete con su nombre?, ¿camisetas en las que se lee “Soy gilipollas”?, ¿gafas con la graduación correcta?, ¿coches tuneados con carrocería modelo Starsky y Hutch? La última pregunta delata mi condición de boomer; no, no pertenezco a la generación del Milenio. También sé, gracias a la mexicana Shaday Larios, que la gentrificación es capitalización de la nostalgia. Me lo temía: por eso, publiqué Vintage, un poemario sobre la memoria y sus comercializaciones. La personalización es maravillosa cuando se sufre un accidente y han de realizarte un injerto de piel. Si la piel que te injertan en la cara estaba en tu propio muslo, mejor que mejor, porque se evitan los rechazos. La personalización es maravillosa: los colchones tienen personalizada memoria del perfil de nuestro cuerpo; en el gimnasio se elaboran planes de entrenamiento personalizados —para ti, sentadillas; para ella, bicicleta estática—; y en el banco siempre encontramos una cuenta personalizada según nuestras necesidades. En la academia de inglés personalizan horarios y currículos en función de nuestros intereses y, cuando comemos fuera de casa, nos personalizan un menú, sobre todo si padecemos alergia, intolerancia o sencillamente no nos da la gana comer gluten. La personalización, como su propio nombre indica, nos hace sentir personas. Personas singulares. Importantes. Personas con criterio que pueden elegir entre 70 marcas de cereales distintas en la línea del supermercado. La personalización nos convierte en individuos y nos hace grandes y libres. No somos masa. No somos borregos. No hacemos lo que hace todo el mundo y, sin embargo, en el país de las maravillas de la personalización nuestros gustos cada vez son más homogéneos, sharey tendencias nos esclavizan y no se puede mantener una conversación con casi nadie si no se han visto las últimas series de Netflix…

En estas condiciones, leo Retina, suplemento de EL PAÍS en el que aprendo cosas: entrevistan a Renata Ávila, jurista guatemalteca, especialista en derechos civiles, que lucha contra la dominación política a través de Internet. Habla de nuestra dieta informativa personalizada. De cómo accedemos a la información a través de aplicaciones del smartphone. De por qué en mi teléfono aparecen las noticias que, en principio, me interesan —que el algoritmo decida que a mí me puede interesar algo de Okdiario me espeluzna— y de cómo esa selección “reduce infinitamente la variedad de nuestra dieta informativa y nos hace mucho más pasivos. El consumo se vuelve más adictivo, mucho más intrusivo, y lo más peligroso, hiperpersonalizado. Las apps hacen que, aunque vivamos en el mismo país, la misma ciudad y hasta la misma casa, se nos muestren universos distintos”. De ahí a la manipulación del voto y al desmoronamiento de los hábitos democráticos en una sociedad que confunde práctica de libertad y exaltación del individuo con vigilancia y propaganda personalizada hay un paso. Necesitaba compartir con ustedes las palabras de Ávila. Ella cierra la entrevista comentando que la tecnología quizá no funciona como herramienta de exclusión social, pero sirve para “monitorizar” a los pobres. Muy pronto los Reyes sacarán los smartphones de sus sacos mágicos".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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Entrada núm. 5624
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

[NUESTRA EUROPA] ¿Puede confiar Europa en Estados Unidos?



Dibujo de Nicolás Aznárez para El País


Las políticas europeas sobre Washington, escribe Ivan Krastev, presidente del Center for Liberal Strategies, han oscilado entre la grandilocuencia sobre nuestra capacidad para arreglárnoslas solos y la actitud de fingir, aterrados, que todo está como antes, y así, es difícil para Europa volver a confiar en Estados Unidos. 

"En 1991 llegué a Detroit para realizar mi primera visita a Estados Unidos. Mis anfitriones, -comienza diciendo Krastev- de la ya extinta Agencia de Información de EE UU, estaban decididos a mostrarme a mí y a los demás búlgaros del grupo no solo el sueño americano, sino sus puntos débiles. Antes de recorrer la ciudad, nos dieron instrucciones sobre cómo conducirnos en lugares supuestamente peligrosos. Nuestros anfitriones dejaron claro que, si no queríamos convertirnos en víctimas, no debíamos actuar como tales. Caminar por en medio de la calle y mirar nerviosamente a nuestro alrededor con la esperanza de encontrar un policía solo aumentaría la probabilidad de un atraco. Insistían en que no había que olvidarse del terreno que uno pisaba.

Desde la llegada a la presidencia de Trump en 2016, los europeos nos hemos atenido al mismo consejo en materia de política exterior. Nos empeñamos en no parecer víctimas, con la esperanza de evitar así que nos atraquen en un mundo abandonado por el sheriff en el que antes confiábamos.

Mientras Trump insultaba a las instituciones internacionales y abandonaba a sus aliados en lugares como Siria o la península de Corea, los políticos de esta orilla del Atlántico se veían caminando por la cuerda floja: por una parte, quieren protegerse de Washington, que da la espalda a Europa; por otra, no quieren que esa protección aleje todavía más a la Administración de Trump.

En consecuencia, las políticas europeas respecto a Estados Unidos han oscilado entre la grandilocuencia sobre nuestra capacidad para arreglárnoslas solos y la actitud de fingir, aterrados, que todo está como antes. Véase, por ejemplo, cuando el presidente francés Emmanuel Macron proclamó hace poco que la OTAN estaba en situación de “muerte cerebral” y cuando la canciller alemana Angela Merkel no tardó en responder, insistiendo en que la “Alianza sigue siendo vital para nuestra seguridad”.

Durante la reunión de los líderes de la OTAN esta semana en Londres, gran parte de la atención se habrá centrado en los desacuerdos entre Macron y Merkel. Sin embargo, bajo la superficie está surgiendo un nuevo consenso europeo sobre las relaciones transatlánticas que representa un enorme desafío. Hasta hace poco, gran parte de las esperanzas de los líderes europeos iba ligada al resultado de las elecciones presidenciales estadounidenses. Si Trump perdía en 2020, creían, el mundo prácticamente volvería a la normalidad.

Todo eso ha cambiado. Aunque Gobiernos europeos afines a Trump como los de Polonia y Hungría siguen pendientes de las encuestas y cruzan los dedos para que Trump se mantenga cuatro años más en la presidencia, los progresistas europeos están perdiendo la esperanza. No es que ya no les apasione la política estadounidense. Al contrario, siguen con fervor las sesiones del impeachment en el Congreso y rezan por la derrota de Trump. Sin embargo, por fin han comenzado a comprender que una política exterior europea digna de tal nombre no puede basarse en quién ocupe la Casa Blanca.

¿Qué explica este cambio? Puede que a los progresistas europeos no les convenza la concepción de la política exterior de los aspirantes demócratas y que también detecten en su partido tendencias aislacionistas. A los europeos les sigue costando comprender cómo es posible que Barack Obama —quizá el presidente estadounidense más proeuropeo y uno de los más queridos en el Viejo Continente— también fuera el que menos interés tuviera en Europa. (Por lo menos hasta que llegó Trump.)

A los europeos también les da miedo que pueda producirse una confrontación, como las de la Guerra Fría, entre Estados Unidos y China. Según una encuesta reciente del European Council on Foreign Relations, en los conflictos entre EE UU y China, la mayoría de los votantes europeos prefiere mantenerse neutral, sin optar por ninguna de las dos superpotencias. Hay una buena razón: parece que Washington no acaba de apreciar los vínculos económicos entre Europa y China, algo que ha dejado patente el reciente rifirrafe por los planes que tiene el gigante chino de las telecomunicaciones Huawei de construir redes de 5G en el continente europeo.

Sin embargo, dejando a un lado este asunto, yo creo que hay un cambio todavía más fundamental: los progresistas europeos han llegado a la conclusión de que la democracia estadounidense ya no genera consensos de los que emane una política exterior predecible. El cambio de presidente no solo conlleva la presencia de alguien nuevo en la Casa Blanca, sino que, en realidad, también supone la llegada de un nuevo régimen. Si los demócratas triunfaran en 2020 y el timón fuera a parar a un presidente proeuropeo, no hay ninguna garantía de que en 2024 los estadounidenses no eligieran a otro que, como Trump, vea en la Unión Europea un enemigo y que se empeñe en desestabilizar las relaciones con Europa.

La autodestrucción del consenso estadounidense en materia de política exterior ha quedado enormemente de relieve, no solo durante las últimas sesiones relativas al proceso de destitución de Trump, donde se ha asistido a la politización de la política respecto a Ucrania, sino al comprobarse que el espectro de la subversión rusa no provocaba una reacción alérgica en los dos partidos estadounidenses. Cuando a los votantes de Trump se les dijo que el presidente ruso Putin era partidario de su candidato, en lugar de abandonar a Trump comenzaron a admirar a Putin.

Durante los últimos 70 años, los europeos estaban seguros de que, independientemente de quien ocupara la Casa Blanca, la política exterior y las prioridades estratégicas de EE UU serían consecuentes. Hoy en día, puede pasar de todo. Aunque a la mayoría de los líderes europeos les horrorizaron los despectivos comentarios de Macron sobre la OTAN y Estados Unidos, muchos coinciden con él en que Europa necesita una política exterior más independiente. Quieren que el continente desarrolle sus propias potencialidades tecnológicas y su capacidad para realizar operaciones militares al margen de la OTAN.

¿Es posible que la cumbre de la OTAN cambie la actitud de Europa respeto al futuro de las relaciones transatlánticas? En este caso, es más fácil esperar que así ocurra que apostar por el cambio. Inmediatamente después de la Guerra Fría, el vicepresidente estadounidense Dan Quayle prometió a los europeos: “Mañana habrá un futuro mejor”. Se equivocaba. Y los líderes europeos ya están comprendiendo que, en realidad, el futuro era mejor ayer".




La Victoria de Samotracia, Museo del Louvre, París


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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

[SONRÍA, POR FAVOR] Es viernes, 10 de enero




El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...


















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jueves, 9 de enero de 2020

[A VUELAPLUMA] Quiero destruir un picasso



Busto de mujer. Pablo Picasso (1944)


El ansia de exhibir la victoria, comenta la escritora Berna González Harbour en el A vuelapluma de hoy jueves, o la acción de simples perturbados sin causa han dejado muchos escombros de arte en la historia.  

"Sin llegar al nivel criminal que alcanzó hace un año un hombre que arrojó a un crío al vacío desde la Tate Modern, comienza diciendo González Harbour, otro joven londinense se ha convertido en noticia al atacar un cuadro en el mismo museo. Shakeel Massey, de 20 años, está detenido desde el sábado por intentar romper un Busto de mujer en el que Picasso representó a su musa, Dora Maar, en 1944.

La ambición de poder y el ansia de exhibir la victoria ha dejado demasiados escombros de arte a lo largo de la historia: los vándalos destruyeron todo el arte que pudieron al invadir Roma, los luteranos destruyeron esculturas, imágenes y arte de las iglesias católicas en toda Europa; los talibanes volaron los budas de Bamiyán para demostrar la potencia de su nueva era; el Estado Islámico hizo trizas restos arqueológicos de Palmira y así, sucesivamente, los vencedores han dejado su huella derribando símbolos de los vencidos. Aunque el arte se lo pierda. Aunque la historia sufra. Coleccionamos ejemplos.

Pero volvamos a Londres. El caso de los atacantes individuales como Massey no cumple el mismo patrón que los asaltos colectivos, pero en ellos hay también un punto de exhibición, de convertirse en el centro de la noticia o de contagiarse por un momento de la fama del genio agredido. A excepción tal vez de la Venus del espejo de Velázquez, que fue acuchillada por una sufragista en 1914, grandes obras emblemáticas han sido masacradas o atacadas por simples perturbados sin causa que vieron en el David o La Piedad de Miguel Ángel, la Gioconda de Leonardo, La ronda de la noche de Rembrandt (tres veces), un mural de Rothko (también en la Tate Modern) y otras de Duchamp unos enemigos a batir. Con ácido, con cuchillos, con martillos.

Medirse con el genio, mirarle de tú a tú, destruir en lugar de crear ha movido a esos agresores, en general hombres frustrados, algunos escapados de psiquiátricos, otros diagnosticados con trastornos, a levantarse contra las obras del genio con un narcisismo enfermizo. Dario Gamboni lo cuenta en La destrucción del arte (Cátedra), un libro fundamental sobre el motor de esa extraña patología que convierte al arte en víctima y, al museo, en templo de iconoclasia.

El atacante de La caída de los condenados, de Rubens, en Múnich (1959), por ejemplo, arrojó ácido al cuadro y declaró al juez que necesitaba "sobresaltar al mundo" para comunicar algo extremadamente importante para el futuro de la humanidad. No lo habría conseguido, dijo, con un incendio forestal. (De aquel mensaje tan importante, por cierto, no recordamos nada). El agresor de la Piedad de Miguel Ángel combinaba "desarraigo, narcisismo herido y ansia de reconocimiento", algo parecido al de la Gioconda (1956). Radovan Karadzic, psiquiatra además de criminal de guerra serbio, hizo poemas alabando la destrucción. Hitler, mediocrísimo artista antes que dictador, acabó disfrutando de la destrucción de ciudades y poblaciones, según las citas de Erick Fromm recogidas por Gamboni. Los atacantes de la Piedad (1972) y y la Ronda de la noche (1975) declararon ser hijos de Dios. Y el agresor del David de Miguel Ángel en Florencia (1991) era un pintor frustrado que declaró su envidia ante el genio italiano. Perturbados, siempre, incapaces de aceptar la genialidad ajena.

La iconoclasia, en suma, es tan vieja como el arte, y el afán de destrucción emerge en ocasiones con más fuerza que la creación. Y lo peor es que sucede, lo sabemos, no solo en el arte, no solo en los museos, sino allí donde pueda nacer cualquier forma de belleza y emoción".


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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[ARCHIVO DEL BLOG] Una valona en Japón. (Publicada el 11 de junio de 2009)



La escritora Amélie Nothomb


Leer la autobiografía sentimental de alguien siempre resulta estimulante. Si encima esta bien escrita, es divertida, y tiene su punto de exotismo, miel sobre hojuelas. Me ha pasado con el libro de Amélie Nothomb, una novelista belga, hija de diplomáticos, nacida y criada en Japón, titulado Ni de Eva ni de Adán (Anagrama, Barcelona, 2009). La compró el lunes pasado mi hija Ruth, que la leyó de un tirón ese mismo día. Me la comentó el martes por la mañana, durante el trayecto desde su casa hasta la ciudad donde trabaja, que realizamos juntos a diario, y durante el cual nos ponemos al día sobre lecturas, chismes familiares y le sacamos punta a la actualidad, y me la dejó ayer miércoles mientras repetíamos viaje. Comencé a leerla por la tarde, a la seis y media, en nuestra casa de Maspalomas, mientras mi mujer y dos de sus hermanas departían amigablemente bajo el porche, y yo saboreaba un güisqui con hielo. La lectura no duró más allá de media hora, porque me parecía de mala educación quedarme al margen de la conversación familiar. A las once de la noche estábamos de vuelta en Las Palmas. Justo al comenzar el día de hoy, mi mujer se fue a dormir, así que, desvelado por la preciosa siesta que me había echado de tres horas y media en Maspalomas, retomé su lectura. Sin cortes publicitarios, acabo de terminarla a la una y media de la madrugada. Sigo desvelado, asi que, supongo, lo mejor es ponerme a escribir sobre ella para que me venga el sueño...

¿Hasta que punto es autobiografía o novela? Me resulta imposible saberlo. Desde luego está escrita como autobiografía: Dos años y medio en la vida de una joven belga, nacida y criada en Japón, que vuelve a ese país con veinte años para aprender japonés, y que pretende ganarse la vida dando clases de francés a nipones. Pone un anuncio en un periódico e inmediatamente es contratada por un joven de una buena y tradicional familia japonesa, un año menor que ella, admirador de la cultura y la lengua francesa. Que la relación acabe siendo algo más que la apropiada entre un alumno y su profesora, entra dentro de lo normal. Que los dos años que dura esa relación le sirvan a la autora para hacer una divertida y, al mismo tiempo, emocionada y entrañable disección de la sociedad japonesa, su cultura y su modo de vida, resulta estimulante. Desde luego, yo la he leído de un tirón, como mi hija, y me ha sabido a poco. Tendré que volver sobre otros títulos de esta autora. Se la recomiendo encarecidamente; estoy seguro que la encontrarán interesante. En el archivo histórico de Revista de Libros pueden leer si lo desean varios artículos comentando algunos de sus títulos más famosos. HArendt







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[SONRÍA, POR FAVOR] Es jueves, 9 de enero





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...



















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miércoles, 8 de enero de 2020

[A VUELAPLUMA] Pedofilia consentida. El genio y la niña.



El escritor Gabriel Matzneff. Getty Images


Habrá quien considere, afirma la escritora Elvira Lindo en el A vuelapluma de hoy miércoles, que esto es una denuncia a destiempo, pero se trata del tiempo que ha necesitado la sociedad para que los abusos vean la luz y que la pedofilia consentida sea considerada una lacra execrable. 

"Un escritor de renombre, -comienza diciendo Lindo- un intelectual al que los presidentes de la República francesa halagan con honores oficiales y protegen económicamente, un tipo al que en los círculos culturales se tiene por transgresor, un hombre atractivo, de 50 años, Gabriel Matzneff, engatusa a una niña de 14 años. No le hace falta merodear por la puerta de un colegio: la encandila en casa de la madre de la niña, y esa madre siente la vanidad perversa de permitir y observar un affaire desequilibrado. Nos situamos en el París de los 80, donde el eco del prohibido prohibir del 68 continua favoreciendo a los intelectuales, hombres, permitiéndoles vivir en un universo paralelo donde la ley no les roza: las acciones que protagonizadas por ciudadanos anónimos podrían ser calificadas como aberrantes o definidas como delito, en ellos se enmascaran con la palabra mágica que tanto se aplaude en el terreno cultural: transgresión. Mientras el hombre de a pie delinque, el intelectual de peso transgrede.

Gabriel Matzneff se pasó la vida pregonando sus transgresiones a los cuatro vientos. Publicó ensayos sobre su afición irreprimible por los y las menores de 16 años y acudió a programas de enjundia como el Apostrophes de Bernard Pivot, donde se le celebró su vicio como si fuera un mérito. Nadie catalogaba su discurso como una apología del pedofilia. Una de las menores que pasaron por la cama del depredador, Vanessa Springora, hoy editora, ha escrito un libro, Le Consentement (El consentimiento), en el que reflexiona sobre cómo el mundo cultural ha eximido a los intelectuales de cualquier responsabilidad o culpa. La célebre y aplaudida protección del estado francés a sus artistas era extensible a sus actos, aunque fueran punibles.

No tiene tanto interés Springora en cargar las tintas contra el escritor como en detallar todos los mecanismos de protección que fallaron para que ella fuera víctima durante un año de la manipulación de un adulto. Comenzando por su madre, los colegas del escritor, los vecinos, por el médico que la observó, por el padre que lejos de reaccionar se quitó de en medio, y siguiendo por todos aquellos medios que consintieron y celebraron el placer que sentía Matzneff por niños y niñas que respondían a sus deseos, según el escritor, dócilmente.

Habrá quien considere que esto es, una vez más, una denuncia a destiempo, pero simplemente se trata del tiempo que ha necesitado la sociedad para que los abusos vean la luz y para que las víctimas alcancen la madurez precisa para contarlos. Si el escritor francés disfrutó durante décadas de la libertad de contar lo que su público consideró travesuras y vicios propios de un artista, las niñas y niños que cayeron en sus redes también deben gozar hoy del mismo derecho y ser escuchados en los mismos platós en los que Matzneff provocaba sonrisitas pícaras narrando su afición por esos menores a los que vulneró la inocencia. Vanessa Springora lamenta no haber estado protegida contra una experiencia que la marcó para siempre. Esto no tiene nada que ver con la censura a la creación, afirma Springora y así pienso yo, sino con la permisividad social a las acciones de los hombres poderosos. En la cultura, ese poder se ha ejercido con una buena coartada: la de que el genio había de ser libre y moverse a sus anchas por la vida sin reparar en las víctimas que dejara por el camino".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 







La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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[HISTORIA] Leer a Galdós para entender la España de hoy



Galdós en Gran Canaria, 1894


Cien años después de su muerte,  comenta la escritora Almudena Grandes en el  A vuelapluma de hoy miércoles, la obra del autor de los ‘Episodios Nacionales’ no solo explica lo que nos ha pasado a los españoles sino las claves de lo que nos está pasando ahora. 

En febrero de 1897, Benito Pérez Galdós leyó su discurso de ingreso en la Real Academia Española. En aquel texto, titulado La sociedad española como materia novelable, expuso lo que ahora llamaríamos su poética, su manera de entender la novela como género, las ambiciones y propósitos que guiaron su escritura. Una de las frases de aquel discurso se convertiría en un lema galdosiano. Imagen de la vida es la novela, dijo entonces, y al contar la de los españoles, sus libros fueron trazando la imagen de un país que se llamaba igual que el nuestro, aunque ya no son el mismo. Pero más allá de la emoción, de la admiración, del placer, el mejor motivo para leer hoy al otro gran narrador español de todos los tiempos es su asombrosa capacidad para explicarnos lo que nos ha pasado, lo que nos está pasando todavía.

Galdós nunca fue neutral, y en el principio alienta una flamante ilusión democrática. La Fontana de Oro, su segunda novela, se publicó en 1871, un año antes de que apareciera el primero de los Episodios Nacionales, que la toman como modelo. En La Fontana, Galdós retrocede hasta el Madrid de 1821, donde los liberales han recobrado la esperanza. El odioso Fernando VII ha jurado la Constitución. La felicidad pública, el progreso, el nacimiento de una España más moderna e igualitaria se adivina en el horizonte. Así disculpa el joven Bozmediano a los exaltados que han atropellado en la calle a quien parece un pobre anciano. No hay revoluciones sin excesos, le dice mientras le acompaña a casa, pero el Gobierno pondrá fin a estos altercados. Mientras tanto, el anciano calla. Bozmediano no puede saber que es precisamente él quien, con dinero de Fernando, paga a los agitadores, a los incendiarios, a los energúmenos destinados a asustar al pueblo, para convencerle de que solo el poder absoluto de un rey tiránico labrará su paz y su felicidad.

A lo largo de los Episodios Nacionales, Galdós desarrolla este amargo principio en un trágico rosario de esperanzas frustradas, revueltas armadas y guerras civiles que comienzan siempre de la misma manera. En las regiones más ricas de España, el País Vasco, Navarra, Cataluña, la vieja aristocracia y la pujante burguesía que no tienen nada que ganar con los planes modernizadores de los gobiernos liberales de Madrid, levantan ejércitos bajo la bandera de Dios, la Tradición y el Rey absoluto que identifican con don Carlos, el hermano menor y aún más reaccionario, de Fernando VII. A partir de 1833, los carlistas siempre pierden las guerras que empiezan pero son, también siempre, tan generosamente perdonados por los vencedores que están en condiciones de volver a conspirar en el instante mismo de su derrota. Así, en 1840, en 1849, en 1876, cuando en la superficie parece que todo ha terminado, en el subsuelo todo vuelve a empezar.

Los lectores de Galdós tenemos una perspectiva más amplia de lo que estamos viviendo que los españoles que nunca lo han leído. Sabemos por qué el independentismo catalán suprime el siglo XIX en un relato que insiste machaconamente en el XVIII, como si este estuviera más cerca que aquel. Sabemos que los partidarios de la mano dura se llamaban a sí mismos moderados, igual que la ultraderecha se beneficia hoy de términos como centroderecha o constitucionalismo. Sabemos que el republicanismo no fue un virus extranjero inoculado a traición en el ignorante pueblo español de 1931, sino una aspiración sólidamente instalada en el pensamiento progresista nacional desde las Cortes de Cádiz. Sabemos por qué el término “liberal”, que existe en casi todas las lenguas del mundo, es una palabra española y que, precisamente por eso, Franco se esforzó por extirpar la memoria del siglo XIX de “su” España, condenándolo a un limbo del que no ha sido completamente rescatado todavía. Sabemos además, quizás sobre todo, que la única Guerra Civil que conocemos por ese nombre —como si las carlistas no lo hubieran sido— fue el desenlace de un conflicto que duró más de un siglo. Desde 1812, dos Españas lucharon entre sí bajo banderas antagónicas. La libertad, el progreso, la igualdad, combatieron a la tradición, al clericalismo, a la reacción, y ni siquiera venciendo en tres guerras seguidas lograron ganar el futuro. El país donde yo nací aún era producto de su derrota.

Galdós nunca fue neutral, y en el final la desolación es casi absoluta. En 1897, Misericordia certificó el naufragio de todos los sueños. La Restauración había asfixiado las ilusiones de Bozmediano, los intentos de modernización del país agonizaban cubiertos de polvo. La burguesía, que debería haber sido el motor de la transformación social, imitaba el proverbial egoísmo de la aristocracia en lugar de liderar el Estado democrático. Las clases medias solo aspiraban a subir en el mismo ascensor, desentendiéndose de los más pobres, que se dejaban morir en el arroyo.

Un milímetro más acá sobrevive Benigna, la señá Benina, Nina, tres nombres diferentes para un personaje que encarna la dignidad del pueblo español en el contexto de la crisis más feroz. Benigna pide limosna en la puerta de una iglesia para alimentar a su señora, la dama arruinada que come lo que su criada le da. La señá Benina corre, va, viene, pide un duro prestado, empeña, rescata, se agota en una lucha implacable y todavía socorre a quienes tienen menos que ella. Su único patrimonio es su amigo Almudena, un mendigo moro, ciego, más marginal que miserable, que la quiere bien. Galdós, creador de personajes femeninos extraordinarios, a través de los cuales contó el mundo con tanta ambición como la que desplegó en sus personajes masculinos, deposita en Benigna, en su nobleza, en su generosidad, en su ternura, la última de sus esperanzas. Ella representa la frágil hebra de vitalidad que conserva el imperio moribundo, ensimismado y mohoso, que tal vez aún merezca la oportunidad de renacer. Leer a Galdós es entender España, naufragar con ella, encontrar motivos para seguir creyendo. También por eso es un escritor imprescindible".



La diosa Clío, musa de la Historia



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