Es bien conocida la aptitud de los escritores británicos para la biografía. Seguramente, sin ella y sin los modelos que ha ido estableciendo a lo largo del tiempo, un libro como este sería impensable: un libro que no nos cuenta una vida, sino varias, pero que a través de ese relato pretende iluminar una doctrina filosófica, el existencialismo, cuya historia, según la autora, es en cierto modo la historia de todo un siglo europeo, comenta en el último número de Revista de Libros el catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, José Luis Pardo, reseñando el libro de Sarah Bakewell titulado En el café de los existencialistas. Sexo, café y cigarrillos o cuando filosofar era provocador (Ariel, Barcelona, 2016).
Estamos, pues, ante una biografía del existencialismo y no ante un ensayo o un manual acerca de esta corriente, comienza diciendo el profesor Pardo. Es un libro lleno de anécdotas, pero no es la degradación del concepto en anécdota, sino que aspira al rigor filosófico y, sobre todo, histórico, está lleno de detalles contextuales importantes y de fechas y lugares útiles para situar a los personajes y, además, nos presenta con habilidad y cuidado a los hombres y las mujeres que están detrás de las ideas, algo que no tiene por qué ser trivial ni reducirse a lo meramente superficial. De hecho, el libro cuenta muchas más cosas, y mucho más entretenidas, que las que yo podré evocar en esta reseña.
En este caso concreto, la inspiración confesa de Sarah Bakewell procede de Irish Murdoch, quien durante su propia historia de amor con el existencialismo forjó para él el término filosofía habitada, es decir, filosofía vivida, inscrita en la propia vida de los filósofos. No se trataría, por tanto, de una decisión literaria exterior a la cosa misma, que pretendiera contarnos el existencialismo en una envoltura más amena que la habitual y, en lugar de darnos «la tableta entera» de obras como Ser y tiempo o El ser y la nada, la cortase en mil pedazos para diseminarla «como pepitas de chocolate en una galleta»; si el existencialismo es una filosofía que se esfuerza por captar la vida en sus conceptos, se trataría de abordar esa filosofía de acuerdo con sus exigencias, es decir, a través de las vidas de quienes pensaron dichos conceptos, diluida en la experiencia vital de unos pensadores que, como el Dr. Jekyll, habrían probado en sí mismos la fórmula antes de convertirla en sistema para certificar su viabilidad, aunque ello les llevase a veces a convertirse durante algún tiempo en Mr. Hyde. Y esta es una decisión de escritura a la vez arriesgada y prometedora. Arriesgada porque supone apostar con el lector por una forma de desgranar el existencialismo que aspira a ser en cierto modo más «auténtica» que las exposiciones escolares, o –dicho con mayor modestia– al menos a enseñarnos un rostro del existencialismo distinto del que aparece en sus articulaciones más sistemáticas o académicas. Por este motivo, y aunque la autora reconoce desde el principio que «las dos figuras gigantescas de la historia, inevitablemente, son Heidegger y Sartre», por la amplitud de su complexión y de su significación filosófica, «quizá no son los pensadores que, a fin de cuentas, tienen más que decir». Y ello no sólo porque aparecen en esta historia una gran cantidad de “personajes secundarios” o colaboradores imprescindibles sin los que el relato carecería de sentido (Edmund Husserl, Raymond Aron, Karl Jaspers, Albert Camus o Emmanuel Lévinas, entre muchos otros, «han participado en una conversación multilingüe y múltiple que iba de un extremo al otro del último siglo»), sino porque algunos de ellos adquieren el rango de protagonistas aumentando su estatura por encima de la de las «figuras gigantescas», como sucede notoriamente con Simone de Beauvoir y Maurice Merleau-Ponty.
Y prometedora porque, con este planteamiento, y continuando la línea iniciada con su libro sobre Montaigne, Sarah Bakewell motiva al lector con la idea, siempre atractiva, de que, si se indaga con la adecuada sutileza en la presunta aridez de una doctrina filosófica, puede encontrarse en ella una respuesta a la pregunta de cómo vivir la vida, cómo enfrentarse a las grandes decisiones, cómo elegir el camino que debe tomarse en situaciones difíciles. Esta promesa también es en sí misma arriesgada: puede sonar demasiado a un intento de encandilar al usuario del libro con la propuesta de hallar en una teoría la solución para los problemas cotidianos, algo más propio del catecismo que del pensamiento crítico. Pero en justicia hay que reconocer que no es esa exactamente la ambición del libro. Lo que este promete es que, si comprendemos el modo en que estos pensadores habitaron sus ideas, es decir, el modo en que esas ideas se mezclaron en sus vidas y las transformaron o fueron transformadas por ellas, quizá comprendamos cómo podemos nosotros habitarlas (o, al menos, quedemos facultados para decidir que hoy son inhabitables) y, más en general, nos hagamos cargo del problema de la habitabilidad de las ideas filosóficas, e incluso de la posibilidad de utilizar esa habitabilidad como criterio de juicio de las mismas.
Así pues, aunque el café imaginario en el que se ubican todos los actores de este drama es, sin duda, un café parisiense, la conversación existencialista no se pone en marcha más que cuando resuenan en sus paredes los ecos de una consigna lanzada a principios del siglo XX por Edmund Husserl en la brumosa Friburgo: «¡A las cosas mismas!» Uno de los primeros en llevar a París noticias de esta consigna había sido Emmanuel Lévinas, pero Sartre y Simone de Beauvoir no tuvieron conocimiento de la fenomenología hasta comienzos de la década de 1930, cuando se lo comunicó de primera mano Raymond Aron, antiguo amigo y compañero de estudios que había pasado un verano en Berlín, cuyos pasos siguió el autor de La náusea en 1933. La fenomenología no es aún el existencialismo, pero no habría habido existencialismo sin la fenomenología. Quizá por ello, porque esta corriente filosófica actúa en el relato como «despertador» intelectual de quienes luego se convertirían en las «estrellas» del existencialismo –aquellos que, después de todo, son los que aparecen dibujados en la portada del libro–, la fenomenología irrumpe en el texto de Bakewell con un aire bastante misterioso, y no se convierte en algo verdaderamente interesante sino cuando Sartre la somete a su «audaz» interpretación.
Antes de ese momento, el perfil de Husserl en este ensayo es el de un oscuro y meticuloso profesor universitario que actúa en sus clases «como un relojero que se hubiera vuelto loco» (según la impresión de uno de sus estudiantes) y se hubiera propuesto desmontar pieza a pieza la maquinaria de la conciencia (después de todo, Hegel había definido la fenomenología como «ciencia de la experiencia de la conciencia»). La autora compara la fenomenología con la cata de vinos experta: en ella no se describen los elementos del vino que tendemos a considerar como «objetivos» (su composición química o su estructura molecular, su temperatura o su densidad), sino más bien su sabor, algo que nos hemos acostumbrado a imaginar como «subjetivo», en el sentido de «privado», «individual» e, incluso, «irreal». Sin embargo, el vino es genuinamente, y ante todo, su sabor, su color y su olor, su tacto en el paladar y su efecto en nosotros, y sólo a partir de esa experiencia originaria tiene sentido investigar su estructura molecular, su composición química o sus usos sociales como explicaciones de ese «ser»; y esto puede aplicarse a toda experiencia de algo, puesto que toda forma de conciencia es siempre conciencia de tal o cual objeto. Se nos dice que la fenomenología posee «un filo sorprendentemente revolucionario» por su capacidad para neutralizar todos los «ismos», que la «reducción fenomenológica» pone entre paréntesis todos los prejuicios ideológicos o religiosos, todos los supuestos abstractos o cientificistas e incluso todas las emociones «intrusivas» y nos entrega la realidad desnuda del fenómeno que hemos de describir en su pureza. Pero ni la narración de las desventuras de Husserl durante la Primera Guerra Mundial, ni la de sus manuscritos durante la Segunda, nos ayudan a comprender cómo, a partir de esa defensa de la «verdad de la experiencia de la conciencia», es posible traspasar el umbral de la psicología descriptiva y convertir la fenomenología en una «filosofía trascendental» o superar el solipsismo al que parece condenarnos, en palabras del propio Husserl:
Y un misterio aún mayor parece envolver la silueta del primer Martin Heidegger («el mago de Messkirch») en las páginas de Bakewell (y, a decir verdad, en muchísimas otras páginas de otros autores). El acento de la narración se pone en el enfrentamiento «edípico» de Heidegger con Husserl (que acabará proponiéndose como tarea «hacer imposible para siempre» una filosofía como la heideggeriana), en el carácter hipnótico de su oratoria (un «torbellino» imparable de preguntas, según los recuerdos de Hans-Georg Gadamer), en el clima de solemnidad en que sumergía a su auditorio («durante un breve instante me sentí como si pudiera atisbar los cimientos del mundo», confiesa uno de sus oyentes en 1929), pero de nuevo es difícil, más allá de la descripción psicológica (o psicopatológica), y de la psicoanalítica novela familiar, comprender estos «efectos escenográficos» a partir del resumen que en el libro encontramos de su idea filosófica central, la llamada «diferencia ontológica». La autora, advirtiéndonos de entrada de que no se trata de una distinción fácil, tiene que recurrir a la lengua alemana para explicarnos el contraste entre Seiende y Sein, porque en inglés no hay más que un solo término (being) para ambas cosas, y adopta para traducirlo una convención gráfica: «una forma de señalar la distinción es usando la mayúscula para el segundo». Una forma de señalar la distinción en inglés, naturalmente, porque en alemán los sustantivos se escriben todos con mayúscula, pero una forma que no es necesaria en castellano, ya que la terminología filosófica acuñada en nuestra lengua traduce desde hace mucho tiempo Seiende por «ente» y Sein por «ser», lo cual, aunque no deja de ser una convención, facilita enormemente la diferenciación (que es la principal motivación de Heidegger) entre lo «ontológico» y lo «óntico». Lo «ontológico» es aquello de lo que se ocupa la filosofía desde los tiempos de Platón y Aristóteles, y tiene que ver con la investigación sobre el horizonte de sentido en el cual adquieren significación las cosas que se nos aparecen en el mundo; lo «óntico», por el contrario, es aquello de lo que se ocupan las ciencias, es decir, la investigación de las cosas que se aparecen en ese horizonte de significación, pero no del horizonte mismo. Y aunque no habría cosas si no hubiera horizonte, es decir, aunque las dos investigaciones estén conectadas, no pueden confundirse (como tenemos la impresión de que ocurre en la página 82, donde se define la ontología como lo relativo «a lo que es»). No es, en efecto, una distinción fácil (el lector acaba de vernos fracasar al intentar explicitarla), pero sí es una distinción clara. Como la traducción castellana, siguiendo la versión inglesa, omite el doble uso de «ente» y «ser», el lector que no haya tomado alguna vez «la tableta entera» tiene muchas razones para perderse en las expresiones «el Ser y los seres» y acabar reafirmándose en la «oscuridad» de la que Heidegger tiene tanta fama y en el carácter «a la vez desconcertante e intrigante» y, en definitiva, irracional de su pensamiento, avivado por la afirmación de Bakewell según la cual, en Kant y el problema de la metafísica, Heidegger habría mostrado que la tesis de Kant es «que no podemos tener acceso a la realidad o al verdadero conocimiento de ningún tipo», cosa que resulta, cuando menos, harto discutible para quienes hemos leído esa obra. Pero dejemos la tableta y regresemos a las pepitas dispersas.
Como era de esperar, la intriga se vuelve mucho más animada a partir de 1933, que es en realidad cuando comienza la conversación, aunque el café quede ahora muy lejos. A diferencia de lo que podría sospecharse, la conversación no trata en principio más que de filosofía, porque Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, que estaban en Alemania para empaparse de fenomenología, no tenían más interlocutor que las ideas de Husserl, y en ese momento prestaron poca atención a la inquietante actualidad política centrada en el acceso de Hitler al poder. Quien no tuvo más remedio que prestarle atención fue Heidegger, cuyas implicaciones con el nazismo son bien conocidas. Bakewell narra este episodio con suficiente detalle, sin dejarse nada en el tintero, pero también sin conformarse con la censura moralizante, procurando retratar desde todos los ángulos posibles (la ambigüedad, la ingenuidad, la maldad, la estupidez, la ambición, etc.) los «compromisos», los desencuentros y los desequilibrios de Heidegger. Ella no toma partido en la controvertida (y acaso finalmente estéril) cuestión de si de las ideas de Heidegger se «deducía» o no esa manera de «habitarlas» que cristaliza en sus posiciones políticas, pero ofrece al lector un primer aviso de que la filosofía, incluso la más elevada y profunda, no es, al revés de lo que a menudo sostienen sus defensores más líricos, un seguro contra la majadería y el disparate, y de que no contiene la respuesta correcta a la pregunta acerca de cómo vivir la vida.
Pero Heidegger entró en conversación (sólo libresca) con Sartre algo más tarde y, en esa medida, también ingresó en el café de los existencialistas de un modo nada ortodoxo, en plena Segunda Guerra Mundial, cuando el segundo leía al primero (Ser y tiempo) en un campo alemán de prisioneros cerca de la casa natal de Karl Marx. Bakewell nos recuerda que, por mucho que Sartre estuviese inmerso en meditaciones metafísicas (pasó buena parte de la guerra escribiendo su «ensayo de ontología fenomenológica»), según le había escrito a Simone de Beauvoir, su lectura de Heidegger tuvo que tener componentes políticos e históricos: entendió el tratado del pensador alemán no sólo como una obra de ontología, sino también como una respuesta filosófica a la Alemania derrotada en la Primera Guerra Mundial, y empezó a tomar anotaciones para hacer algo parecido con respecto a la Francia (hasta ese momento) derrotada y ocupada en la Segunda. No puede explicarse El ser y la nada únicamente a partir de esta clave, pero sí es posible comprender gracias a ella, al menos en parte, el reconocimiento generalizado obtenido por esta obra (así como la oscuridad en que tuvo que desenvolverse el pensamiento del «segundo Heidegger»). El descubrimiento que Husserl no pudo perdonar a Heidegger fue, en definitiva, el descubrimiento de la existencia en su facticidad y, a la vez, en su libertad, algo que ninguna «reducción fenomenológica» podía poner entre paréntesis. Sartre hizo de ese descubrimiento –popularmente percibido con los tintes del «pesimismo», del «nihilismo» y de la «angustia existencial», por sus connotaciones de ateísmo– la revelación que la Europa destruida material y moralmente por la guerra necesitaba oír: la noticia de que el hombre era responsable de todo ese desastre, de que no podía ampararse en ningún determinismo o excusarse con respecto a sus culpas, pero que también el hombre es libre para actuar de otra manera, para construir otro mundo a partir de las ruinas, porque la historia no está aún decidida, porque no hay ninguna esencia determinada del hombre que fije para siempre su existencia.
Antes de eso, sin duda, vino La náusea, publicada en 1938. En ella sí que aparecía un café –aunque no parisiense, sino destartalado y provinciano– en el que resonaba el jazz y, más concretamente, la alegre Some of these days, una canción de Shelton Brooks popularizada a principios del siglo XX por Sophie Tucker. Su protagonista, Roquentin, haciendo una hipótesis descabellada sobre su origen (la imagina compuesta por un judío neoyorquino para una cantante negra, cuando en realidad la escribió un afrocanadiense para una cantante judía), la convierte en una experiencia de salvación, porque su melodía impugna la temporalidad ordinaria de los clientes del café, niega la situación oficial e instaura, durante unos minutos, una cadencia rítmica libre y liberadora, que se yergue sobre la pastosa y miserable realidad cotidiana de sus condiciones materiales. Cuando la canción acaba y las condiciones materiales recobran su vigencia (el microsurco, la aguja del tocadiscos, la cerveza tibia sobre la mesa), la náusea de la existencia se extiende de nuevo sobre el café en toda su pesada facticidad. Roquentin termina la novela confesando que le gustaría hacer algo así, que se daría por satisfecho si pudiera producir algo como Some of these days. Es claro que Sartre, y los camaradas que lo acompañaron en su aventura, querían producir esa liberación, que era aún más urgente para ellos porque vivían en el mundo privado de libertad de la guerra y de la ocupación nazi. Y lo es asimismo que la liberación del fascismo –que sin duda consideraban indispensable– era para ellos sólo el símbolo de una liberación más amplia, la liberación de lo que tantas veces Sartre llamaría «el mundo burgués». «Todos los escritores de origen burgués han conocido la tentación de la irresponsabilidad; desde hace un siglo, esta tentación constituye una tradición en la carrera de las letras», escribió Sartre. Y claro está que, para él, se trataba de acabar con esa irresponsabilidad.
«En lo que respecta a los títulos –escribe Bakewell–, el de la última e inacabada obra de Husserl, La crisis de las ciencias europeas, no resulta tan seductor como La náusea. Pero la palabra que lo encabezaba, “crisis”, resume perfectamente la Europa de mediados de los treinta». Y también, sin duda, la de mediados de los cuarenta. Husserl, Heidegger y el mismo Sartre se habían criado en un mundo en el cual el reconocimiento académico de una obra filosófica procuraba al intelectual una autoridad socialmente indiscutible. El hecho de que el propio Heidegger se decidiese a comprometerse con el nazismo es un primer síntoma de que, por alguna razón, esa autoridad había entrado en crisis y se necesitaba algo más que reconocimiento filosófico para alcanzar influencia social, que la filosofía necesitaba de la política para realizarse en el mundo. Debió de ser un sentimiento parecido el que llevó a Sartre o a Simone de Beauvoir a escribir novelas, obras de teatro y artículos de prensa, o a organizar emisiones radiofónicas, es decir, la necesidad de comunicar con la sociedad sin las mediaciones institucionales hasta ese momento establecidas. Probablemente La náusea no es una gran novela y, de hecho, desde el principio fue percibida como una novela «filosófica», es decir, un texto que encerraba un mensaje extraliterario en una forma literaria. Pero con ella, como con sus multitudinarias conferencias y, enseguida, con la revista Les Temps Modernes, Sartre expresaba su vocación de agitación. Él, que nunca fue un académico en sentido estricto, necesitaba una filosofía –la que él mismo capitaneó bajo el nombre de «existencialismo»– que trascendiese los límites de la academia para volverse mundana; él, que quería ser el filósofo de la liberación, necesitaba que la liberación no fuese solamente cosa de filósofos. Por eso, entre otras cosas, estableció durante un tiempo una alianza con Albert Camus, y por eso también rompió con él cuando empezó a considerarlo un rival incómodo. Y esta es también la razón de que a Bakewell le resulte mucho más fácil encontrar una «filosofía habitada» en los casos de Sartre, Beauvoir o Camus que en los de Husserl o Heidegger, porque la de los primeros está llena de personajes narrativos que nos permiten imaginar las vidas de los «existencialistas» como un drama o una novela y, en ese sentido, nos dejan habitar sus ideas con más comodidad que la que imponen las frías y desiertas estancias de las Investigaciones lógicas o de la Introducción a la metafísica.
En cierto sentido, después de las guerras mundiales, no se podía confiar ya en el reconocimiento académico para que la filosofía tuviese un alcance extrauniversitario y una autoridad moral y social (pensemos no sólo en Sartre, que siempre estuvo –cómodamente– fuera de la academia, no sólo en Heidegger, que perdió la venia docendi por su pasado político, sino también en Ortega y Gasset, expulsado de su cátedra de Metafísica e intentando construir en la España franquista un «Instituto de Humanidades» independiente para llevar la filosofía a los nuevos públicos). Así que, como antes había hecho Heidegger, también Sartre y los suyos pensaron que la filosofía no podía confiar únicamente en la literatura para trascender los límites de la academia, sino que tenía que contar con la política, en cuyo puente de mando se fraguaba el drama de la historia humana. Y de ahí toda la serie de «compromisos» en los que Sartre, como dice la autora del libro, «se prodigó de manera alarmante» a partir de 1950: su acercamiento al partido comunista tras un viaje a la Unión Soviética seguido de entusiastas declaraciones sobre la «libertad soviética» (cuya falsedad reconocería más tarde), su complicidad con el Frente de Liberación Nacional de Argelia, con Fanon, con la Cuba de Castro, con la Indochina de Giap y Hô Chi Minh, o con el maoísmo de 1968. Muchos de sus antiguos compañeros de café lo abandonaron por el camino: entre otros, Albert Camus, Maurice Merleau-Ponty o Raymond Aron, que inicialmente se habían adherido al comunismo, pero que se alejaron de él en cuanto comprendieron su naturaleza. Con respecto a Aron, autor de un libro implacable contra los «escritores comunistas» –El opio de los intelectuales–, que le valió durante años una horrible reputación de reaccionario, Bakewell nos recuerda una conocida anécdota de 1976, cuando todo el mundo reconocía en privado los errores de Sartre y los aciertos de sus críticos, pero seguía apoyándolo públicamente porque –se decía– «es preferible estar equivocado y salir victorioso con Sartre que tener razón y ser derrotado con Aron».
Como ya he dicho al principio, destacan en esta galería de retratos dos que, por quedar frecuentemente –pero no justamente– eclipsados por figuras en apariencia más prominentes, merecen atención. Uno es el de Maurice Merleau-Ponty, «el filósofo bailarín», en palabras de Bakewell, de cuya envergadura filosófica y exquisita prosa dan buena cuenta obras como Fenomenología de la percepción o Signos, pero de quien el libro nos aporta una semblanza personal y un esbozo de su historia que le hacen aparecer bastante más humano que muchos de sus hercúleos e inflexibles colegas, que eran mucho más amigos de sus amigos que de la verdad. El otro es el de Simone de Beauvoir. Y aquí no se trata tanto del relato de su vida, que es impecable como todos los que recoge el libro, sino de la constatación, no siempre suficientemente aceptada, de que su libro El segundo sexo representa un acontecimiento de una importancia fundamental para la historia de nuestro presente y de que sus consecuencias han sido determinantes para el pensamiento contemporáneo, mucho más, seguramente, que las de todas las demás obras «existencialistas» citadas en el libro de Bakewell. Dos ejemplos de ideas habitables a largo plazo.
Dejo al lector una última cuestión para que juzgue si es o no importante, y al director la sugerencia de abrir sobre ella un concurso público: ¿qué significado hemos de atribuir al hecho de que, en la edición original inglesa, este libro llevase el subtítulo «Libertad, ser y cócteles de albaricoque», mientras que en la edición castellana este subtítulo se ha convertido en «Sexo, café y cigarrillos, o cuando filosofar era provocador» (teniendo en cuenta, quizá, que tan solo tres meses antes de aparecer la traducción se había producido la votación del Brexit)?, concluye diciendo.
Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir en el Café de Flore, de París
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
Entrada núm. 3913
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)