"Reedición" es una nueva sección del blog dedicada a reproducir antiguas entradas que tuvieron cierto predicamento en su momento entre los lectores de Desde el trópico de Cáncer. Estas entradas se publican diariamente y conservan su título, fecha y numeración original. La reproducida hoy fue publicada originariamente con fecha 14 de mayo de 2105. Disfrútenla de nuevo si lo desean.
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¿Ahora que la vulgaridad, aquello que es común o general a todos, se ha convertido en paradigma, afortunadamente, de la democracia moderna por mor de la igualdad de todos los hombres en dignidad: "Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros", (Art. 1º de la Declaración Universal de los Derechos Humanos), cabe exigir de los funcionarios, los políticos, los gobernantes y las más altas instituciones del Estado una ejemplaridad pública, que no nos exijamos a nosotros mismos?
Esa es la pregunta que el filósofo Javier Gomá (Bilbao, 1965) se plantea en su libro "Ejemplaridad pública" (Taurus, Madrid, 2009), el tercero de los títulos de la tetralogía que en torno a la idea de ejemplaridad, su historia y su teoría general, su formación subjetiva, su aplicación a la esfera política y su relación con la esperanza, acabo de terminar de leer, y que entiendo de ineludible actualidad y necesidad de respuesta.
Tras la crítica nihilista a las creencias y costumbres colectivas y la deslegitimación moderna del principio de autoridad, dice en él, la democracia ha renunciado a los instrumentos tradicionales de socialización del individuo (costumbres, sentimientos, moral social, educación y religión, entre otros), sin haberlos sustituido por ningunos otros igualmente eficaces. En esta situación, sigue diciendo, ¿por qué razón el hombre actual debería aceptar las limitaciones y los deberes que son inherentes a una vida en sociedad? ¿Qué estímulos tiene para optar por la virtud y no por la vulgaridad, por la civilización y no por la barbarie?
La democracia será a la larga un proceso civilizatorio viable, añade, solo si consigue del ciudadano que sienta en conciencia el deber de adoptar un determinado estilo de vida privada con preferencia a otro. Para Javier Gomá la respuesta a esa pregunta está en la propuesta de una ejemplaridad igualitaria y secularizada como principio organizador de la democracia moderna, partiendo de la convicción de que en esta época postnihilista autoritarismo y coerción han perdido definitivamente todo poder cohesionador y que solo la fuerza persuasiva del ejemplo virtuoso, generador de costumbres cívicas, será capaz de promover la auténtica emancipación del ciudadano.
Tras la crítica nihilista a las creencias y costumbres colectivas y la deslegitimación moderna del principio de autoridad, dice en él, la democracia ha renunciado a los instrumentos tradicionales de socialización del individuo (costumbres, sentimientos, moral social, educación y religión, entre otros), sin haberlos sustituido por ningunos otros igualmente eficaces. En esta situación, sigue diciendo, ¿por qué razón el hombre actual debería aceptar las limitaciones y los deberes que son inherentes a una vida en sociedad? ¿Qué estímulos tiene para optar por la virtud y no por la vulgaridad, por la civilización y no por la barbarie?
La democracia será a la larga un proceso civilizatorio viable, añade, solo si consigue del ciudadano que sienta en conciencia el deber de adoptar un determinado estilo de vida privada con preferencia a otro. Para Javier Gomá la respuesta a esa pregunta está en la propuesta de una ejemplaridad igualitaria y secularizada como principio organizador de la democracia moderna, partiendo de la convicción de que en esta época postnihilista autoritarismo y coerción han perdido definitivamente todo poder cohesionador y que solo la fuerza persuasiva del ejemplo virtuoso, generador de costumbres cívicas, será capaz de promover la auténtica emancipación del ciudadano.
Les hago excusa de una mayor profundización por mi parte sobre la propuesta de Javier Gomá invitándoles a la lectura del artículo del profesor Fernando Vallespín, en el número de enero de 2010 de Revista de Libros, del artículo "Paideia para una sociedad mejor" en el que reseñaba con acierto el libro el libro de Gomá.
Personalmente, y a unos días de las elecciones locales y regionales convocadas en España para finales de este mes de mayo, me ha resultado interesantísimo el contenido del último capítulo del libro dedicado a la ejemplaridad debida por los políticos, los funcionarios y el titular de la Corona. Dice en él: Los políticos profesionales electos ocupan los cargos superiores y directivos en el aparato coactivo del Estado, pero ello solo un número limitado de años, y en la ejecución de sus programas se han de apoyar en un cuerpo estable de funcionarios, que acceden a sus empleos no por elección de los ciudadanos sino, en la mayoría de los casos, concursos y oposiciones dirimidos conforme a principios de mérito y capacidad.
Los políticos, sigue diciendo Gomá, gobiernan de dos maneras: produciendo leyes y produciendo costumbres. En cierto modo, la segunda manera es más profunda y duradera que la primera, porque las leyes coactivas solo ejercen compulsión sobre la libertad externa de los ciudadanos, en tanto que las costumbres entran en su corazón y lo reforman. En cuanto titulares del aparato coactivo estatal y en cuanto notoriedades que disfrutan de una extensa popularidad, pesa sobre las vidas de los políticos -en las que no es posible distinguir entre una esfera pública y otra privada- un plus de responsabilidad. A diferencia de los demás ciudadanos, que pueden hacer lícitamente todo lo que no esté prohibido por las leyes, a ellos se les exige que observen, respeten o al menos no contradigan el plexo de valores y bienes estimados por la sociedad a la que dicen servir y que son fundamento de un "vivir y envejecer juntos" en paz. No basta con que cumplan la ley, han de ser ejemplares. Si los políticos realmente lo fueran, solo sería necesario un número muy reducido de leyes básicas, porque las costumbres cívicas que emanarían de su ejemplo excusarían de imponer por fuerza lo que una mayoría de ciudadanos ya estaría haciendo de buen grado.
Los políticos, sigue diciendo Gomá, gobiernan de dos maneras: produciendo leyes y produciendo costumbres. En cierto modo, la segunda manera es más profunda y duradera que la primera, porque las leyes coactivas solo ejercen compulsión sobre la libertad externa de los ciudadanos, en tanto que las costumbres entran en su corazón y lo reforman. En cuanto titulares del aparato coactivo estatal y en cuanto notoriedades que disfrutan de una extensa popularidad, pesa sobre las vidas de los políticos -en las que no es posible distinguir entre una esfera pública y otra privada- un plus de responsabilidad. A diferencia de los demás ciudadanos, que pueden hacer lícitamente todo lo que no esté prohibido por las leyes, a ellos se les exige que observen, respeten o al menos no contradigan el plexo de valores y bienes estimados por la sociedad a la que dicen servir y que son fundamento de un "vivir y envejecer juntos" en paz. No basta con que cumplan la ley, han de ser ejemplares. Si los políticos realmente lo fueran, solo sería necesario un número muy reducido de leyes básicas, porque las costumbres cívicas que emanarían de su ejemplo excusarían de imponer por fuerza lo que una mayoría de ciudadanos ya estaría haciendo de buen grado.
El imperativo de ejemplaridad que gravita sobre los funcionarios, sigue diciendo, es de una naturaleza distinta del que rige para los profesionales de la política. Ellos no deben responder como estos a la confianza específica que la ciudadanía, expresada en votos, les otorga a la vista de unas cualidades personales que hacen de ellos personas fiables y creíbles y que pueden revocar en las elecciones siguientes.El Estado se organiza, añade, como una pirámide jerárquica de fuerza coactiva progresiva en la que cada escalón superior concentra más poder que el inferior sobre el monopolio de la violencia estatal. Así, continúa diciendo, en la base se encuentran los funcionarios, unidos al Estado por una relación estatutaria; en un estrato superior, los políticos, elegidos por sufragio libre y poseedores de las fuentes escritas del Derecho; y en el vértice de esta jerarquía, en las monarquías parlamentarias, el titular de la Corona, un título al que se accede por herencia. ¿Cómo es esto posible en nuestras modernas democracias?, se pregunta el filósofo Gomá. ¿Que legitimación le asiste a la Corona?
La transmisión de la jefatura del Estado por vía hereditaria, siguiendo reglas genealógicas, sigue diciendo, supone sin lugar a dudas la integración de un "momento" tradicional-histórico muy "Ancien Régime", en el racionalismo originariamente formal de una Constitución. La entrega de la máxima magistratura del Estado a una familia y a sus descendientes solo cabe considerarla democrática, aun siendo voluntad del pueblo, a condición de que este (el pueblo) retenga la integridad de su soberanía y que, en consecuencia, la posición estatutaria del rey no lleve aparejada ninguna cuota de poder coactivo, ni legislativo ni ejecutivo ni judicial, y solo ostente un valor simbólico. De esa manera, continúa, en la cúspide del Estado, esa escala de poder coactivo creciente, en el lugar que uno esperaría encontrar una apoteosis de fuerza y decisión, lo único que luce es un símbolo desnudo.
Hay muchos símbolos políticos, dice en las páginas finales de su libro: -bandera, himno, escudo- pero el principal de ellos es la Corona, que es un símbolo personal. En ella, lo simbolizado presenta la mayor seriedad: la unidad y permanencia de un Estado. Pero esa carga de sentido político se materializa en lo más doméstico y cotidiano que pueda imaginarse: una familia.
En las constituciones modernas, la persona del rey no está sujeta a responsabilidad jurídica. Sin embargo nadie podrá exonerarle nunca del deber de fidelidad a su significado simbólico. Esta fidelidad al significado es otra forma de llamar a la ejemplaridad. El oficio del rey se agota en simbolizar esa apertura: en ejemplo que ejemplifica la ejemplaridad misma. Si encerrándose en su propia anécdota, concluye, es desleal a su simbolismo, pierde al punto su anterior gravedad y encanto y se torna ejemplo ininteresante, caprichoso cosmético, bagatela desechable. El antiguo mito político solo vale entonces como cuento para niños. La vulgaridad de vida banaliza la Corona y vacía el trono.
No creo, sinceramente que ese sea hoy nuestro caso, pues la monarquía y su titular en estos momentos, han vuelto a recuperar el prestigio, confianza y aceptación de los que la Corona como institución gozó en sus mejores tiempos entre los españoles.
La transmisión de la jefatura del Estado por vía hereditaria, siguiendo reglas genealógicas, sigue diciendo, supone sin lugar a dudas la integración de un "momento" tradicional-histórico muy "Ancien Régime", en el racionalismo originariamente formal de una Constitución. La entrega de la máxima magistratura del Estado a una familia y a sus descendientes solo cabe considerarla democrática, aun siendo voluntad del pueblo, a condición de que este (el pueblo) retenga la integridad de su soberanía y que, en consecuencia, la posición estatutaria del rey no lleve aparejada ninguna cuota de poder coactivo, ni legislativo ni ejecutivo ni judicial, y solo ostente un valor simbólico. De esa manera, continúa, en la cúspide del Estado, esa escala de poder coactivo creciente, en el lugar que uno esperaría encontrar una apoteosis de fuerza y decisión, lo único que luce es un símbolo desnudo.
Hay muchos símbolos políticos, dice en las páginas finales de su libro: -bandera, himno, escudo- pero el principal de ellos es la Corona, que es un símbolo personal. En ella, lo simbolizado presenta la mayor seriedad: la unidad y permanencia de un Estado. Pero esa carga de sentido político se materializa en lo más doméstico y cotidiano que pueda imaginarse: una familia.
En las constituciones modernas, la persona del rey no está sujeta a responsabilidad jurídica. Sin embargo nadie podrá exonerarle nunca del deber de fidelidad a su significado simbólico. Esta fidelidad al significado es otra forma de llamar a la ejemplaridad. El oficio del rey se agota en simbolizar esa apertura: en ejemplo que ejemplifica la ejemplaridad misma. Si encerrándose en su propia anécdota, concluye, es desleal a su simbolismo, pierde al punto su anterior gravedad y encanto y se torna ejemplo ininteresante, caprichoso cosmético, bagatela desechable. El antiguo mito político solo vale entonces como cuento para niños. La vulgaridad de vida banaliza la Corona y vacía el trono.
No creo, sinceramente que ese sea hoy nuestro caso, pues la monarquía y su titular en estos momentos, han vuelto a recuperar el prestigio, confianza y aceptación de los que la Corona como institución gozó en sus mejores tiempos entre los españoles.
Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt