sábado, 8 de junio de 2024

Sobre una Europa federal y posnacional. Especial 3 de hoy sábado, 8 de junio

 


Por una Europa federal y posnacional
JAVIER CERCAS
08 JUN 2024 - El País Semanal - harendt.blogspot.com

Mi Europa ideal es esta: una Europa que combina la unidad política con la diversidad lingüística y cultural. Desde la II Guerra Mundial hemos aprendido que la unidad política constituye la única forma de preservar en Europa la paz, la prosperidad y la democracia, y en los últimos años se han dado pasos relevantes para que la UE deje de ser una confederación y se convierta en una federación, que es lo que debería ser. Pasos políticos y económicos; falta un paso aún más importante: consiste en cambiar la Europa nacional por una Europa posnacional.
La Europa de las naciones se forjó a lo largo del siglo XIX al calor del nacionalismo, que fue el rostro político del Romanticismo y la ideología capaz de cambiar la legitimidad divina del poder, propia de las viejas monarquías absolutas, por la legitimidad popular, propia de las democracias modernas. El problema fue que, en el siglo XX, esa ideología progresista se convirtió en una ideología reaccionaria, que arrasó Europa en dos guerras mundiales que en el fondo fueron una única y dilatada guerra nacionalista. La unión de Europa se concibió tras ese apocalipsis como un antídoto contra el nacionalismo, que pese a ello conserva intacto, todavía hoy, su espeluznante poder destructivo, según demuestran la guerra de Ucrania o el surgimiento de las diversas formas del nacionalpopulismo en toda Europa (empezando por España). Por eso, la mejor forma de culminar el proyecto europeo consiste en trocar una Europa plurinacional por una Europa posnacional, donde el sentimiento de pertenencia nacional no sea una cuestión política sino una cuestión íntima, personal. ¿Una utopía perniciosa? ¿Una ingenuidad? En absoluto: durante siglos, Europa se desangró en inacabables guerras de religión, hasta que, en el siglo XVIII, la revolución ilustrada extirpó el sentimiento religioso de la vida pública y lo confinó en la privada, con lo que muchísimos europeos dejaron de enfrentarse por motivos religiosos (no así los españoles: en parte a causa de la debilidad de nuestra Ilustración, nosotros seguimos matándonos por nuestras creencias hasta la Guerra Civil, que también fue una guerra de religión, como en el siglo XIX lo fueron las guerras carlistas). Necesitamos una nueva revolución ilustrada, que excluya el sentimiento nacional del dominio de lo político y lo confine en el de lo privado, para que los europeos dejemos de matarnos por motivos identitarios, como hemos hecho durante dos siglos y seguimos haciendo (no sólo los europeos, claro: el conflicto palestino-israelí es también, en gran parte, un conflicto identitario, nacionalista). No se trata por supuesto de proscribir el sentimiento nacional (como no se trataba en el siglo XVIII de proscribir el sentimiento religioso); tampoco, de que nadie deje de usar su propia lengua y tener sus costumbres y sentirse lo que quiera (alemán, francés o español, catalán o vasco o extremeño): se trata de que, gracias a un potente Estado europeo que blinde la igualdad ante la ley y proteja las diferencias culturales o identitarias o religiosas, cada uno se sienta lo que quiera sin convertir ese sentimiento en un asunto público, y sin que nadie pueda usarlo como dinamita política. Ni las creencias ni los sentimientos deberían formar parte del debate público, porque se puede discutir sobre razones, pero no sobre creencias o sentimientos: los sentimientos son muy respetables (como las creencias), pero, en cuanto la política se vuelve sentimental (o se convierte en una fe), deja de ser política.
Una nueva revolución ilustrada: eso es lo que necesitamos en Europa. Como la derecha es constitutivamente nacionalista, esta revolución debería abanderarla la izquierda, que es constitutivamente internacionalista: no la izquierda jacobina, incapaz de emanciparse del marco mental nacional, ni mucho menos la izquierda plurinacional, que propone resolver el problema multiplicándolo, sino una izquierda posnacional. Una izquierda racionalista y no sentimental, que vuelva a las raíces de la izquierda —libertad, igualdad, fraternidad— y abogue por la privatización del sentimiento nacional. ¿Hay alguien por ahí? Javier Cercas es escritor.














Sobre Europa y nosotros. Especial 2 de hoy sábado, 8 de junio

 









Europa, ruega por nosotros
LOLA PONS RODRÍGUEZ
08 JUN 2024 - El País - harendt.blogspot.com

“El mentido robador de Europa” era el nombre que Luis de Góngora asignó al gran dios Zeus. En la oscura clave poética de sus Soledades, Góngora lo llamó “robador” porque, en la mitología griega, Zeus se encarnaba en un toro blanco y engañaba a una joven princesa llamada Europa, que paseaba por la playa. Se la ganaba con su mansedumbre para después raptarla y llevarla por el mar hasta Creta. El nombre de esa princesa es el que históricamente se usó para dar nombre a nuestro continente.
¿Quién nos ha robado Europa ahora? En este día de reflexión previo a las elecciones europeas, me pregunto por la presencia de Europa en la campaña electoral que hasta ayer vivimos, porque mucha Europa no he visto. En el sentido más puramente discursivo, los partidos políticos han monopolizado esta campaña con discursos y declaraciones en clave nacional esgrimidos incluso por los cabezas de lista: discusiones en torno al procés y la amnistía, apelación a la imagen del fango, manifestaciones sobre la adhesión personal y supraideológica a los líderes, balance de logros locales aprovechando que se ha cumplido un año desde las elecciones municipales de 2023... ¿Dónde ha quedado Europa? Esto no ha sido una visita a ciudadanos de toda España para atender sus peticiones, escucharlos y darles, si es posible, propuestas en la dimensión europea que puedan tener sus necesidades. Estamos en una perpetua campaña nacional y no ante una verdadera y cabal campaña electoral europea.
El filólogo Dámaso Alonso decía que Góngora escribía pensando en el puro placer de las formas. La elaboración artística y el lenguaje del poeta cordobés son difíciles y hay que saber dirimir qué pasa por debajo de su discurso, en la trama; hacen falta explicaciones para entender que, escondido en el retorcimiento formal, hay un argumento que progresa y que apela al lector. Pero no es lo que aquí ocurre. Aquí lo grande no incluye a lo pequeño, porque lo nacional no es exactamente lo europeo en proporción reducida. Si hablamos de las convocatorias judiciales españolas, de las tensiones de la Cámara baja o de las elecciones catalanas no estamos hablando de Europa sino de España, y esos discursos sobre problemas del país no están forzosamente atravesados por el ángulo de la política continental. No hay un contenido europeo celado bajo la forma del debate doméstico. No hay sublimación posible, a menos que pensemos en Europa como un proyector rutinario de la política interna donde aburridamente nuestros parlamentarios, viejas glorias de los partidos nacionales, pasan los días entre comisiones técnicas menos politizadas que las que conocieron cuando frecuentaban la política española.
Pienso en Europa mientras escribo este texto desde una comarca gaditana, entre el océano Atlántico y el mar Mediterráneo. Redacto estas líneas teniendo cerca el Campo de Gibraltar. El lugar histórico excepcional donde se fundaban las míticas columnas de Hércules es hoy epicentro del tráfico de drogas y del crimen organizado. Este no es un lugar más de España: es la frontera sur de la Unión Europea y está frente a Marruecos; el tráfico de hachís tiene aquí una dimensión distinta a la de cualquier otro lugar de España. El desempleo roza la cifra del abuso, la desfachatez con que opera el narco en el mar está a la altura de la impunidad con que blanquea su dinero en tierra, los cuerpos de seguridad del Estado pierden efectivos cada año porque los matan (quiero nombrar a David Pérez, quiero nombrar a Miguel Ángel González), faltan efectivos judiciales. Aquí no está premiado el decoro de la población que respeta las normas, que contiene a sus hijos de la tentación fácil de ocuparse en el trapicheo o que los educa en política para que no vean en la facilidad del discurso populista la solución rápida a una situación compleja. Y no solo no están premiados socialmente el civismo ciudadano y la madurez política, sino que no están acompañados institucionalmente. Porque aquí, a veces, las noticias hacen mucho ruido pero apenas cascan nueces políticas. En estas elecciones europeas, otra vez poca gente se ha acordado de ellos, de un territorio que no es un lugar más de España, sino la puerta de Europa.
Por eso, por ser la puerta de Europa, en el siglo XIV se levantó en Gibraltar el santuario a la virgen de Europa, una advocación religiosa cuya devoción nació en el Peñón y luego, desde Algeciras, fue difundida a otros lugares del mundo. A la protección de esta imagen mariana se consagra el continente europeo desde la Baja Edad Media, en uno de esos sincretismos ingenuos que hizo que la vieja doncella fenicia raptada se convirtiera en virgen sedente cristiana. Y allí está la pobre virgen de Europa, sola en su santuario, con el olor lejano de los motores de las potentes narcolanchas y de las patrulleras cansadas, el ambiente cargado en el SEPE y las viejas redes de pesca arrumbadas en el ángulo oscuro, mientras que otros se llevan los mítines y las declaraciones a sus prioridades y su agenda. El “mentido robador de Europa” que decía el poeta no se disfraza ya de toro blanco ni rapta princesas, pero hurta muchos debates que importan y que sospecho que seguirán siendo ignorados la semana próxima, pasadas las elecciones. Que Europa ruegue por los de aquí. Lola Pons Rodríguez es filóloga.














Sobre Kate Winslet y los delirios de la ultraderecha. Especial 1 de hoy sábado, 8 de junio

 







Kate Winslet y los delirios de la ultraderecha
BERNA GONZÁLEZ HARBOUR
08 JUN 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Cualquier razón es buena para ver a Kate Winslet, pero esta vez hay una excusa formidable para pedir prestada un momento la contraseña de HBO y asomarnos a The regime, una miniserie perfecta para hoy, jornada de reflexión de las elecciones europeas. Interpreta la actriz a la lideresa de un régimen populista en Europa Central tentada a diestra y siniestra por las ofertas de unas potencias —EE UU y China— hambrientas de sus materias primas. La serie es satírica, divertida, visualmente explosiva, muy Stephen Frears y más cosas que no vienen al caso, porque lo que aquí importa es el paralelismo asombroso que despierta en tal día como hoy con mujeres poderosas de la ultraderecha europea cuyas fuerzas pueden ser mañana las más votadas en sus países: Marine Le Pen y Giorgia Meloni. Repito: las más votadas.
La sola idea de que la ultraderecha vencerá en dos grandes países fundadores de la Unión, Francia e Italia, cuando los ecos del Día D aún nos recuerdan el tamaño del sacrificio para doblegar al nazismo, es estremecedora. En total, la extrema derecha puede alcanzar la victoria en nueve Estados miembros, mientras la izquierda y los verdes verán posiblemente menguada su representación hasta desequilibrar la actual balanza de poder.
Pero ningún lamento por este avance ultra es suficiente si no camina de la mano de un análisis profundo sobre el decrecimiento de la izquierda. ¿O acaso basta agitar el espantajo de la ultraderecha para frenarla? La respuesta es no, ya deberíamos saberlo.
El camino recorrido por Reino Unido, Estados Unidos y todos los que se han rendido antes a los populismos presenta ya pistas muy interesantes que, sin embargo, aún no nos han vacunado: la nostalgia de un tiempo que parecía mejor; la promesa de recuperar el control de los destinos; o la llave de la identidad como territorio seguro juegan a su favor. Esas son las claves de su avance mientras, día tras día, los ciudadanos sufren en sus carnes problemas que los gobiernos de partidos convencionales no logran resolver. El precio de la vivienda, por ejemplo, campa a sus anchas en España un año después de que el Gobierno se comprometiera a lo contrario. Y es que, cuidado: la ultraderecha no tiene mejores soluciones, pero a la izquierda y a la derecha convencional más les valdría tenerlas de verdad.
Cuando las cosas empiezan a ir mal para el personaje de Kate Winslet, la tirana envía a invadir un territorio para reavivar apoyos. Esto nos suena. Los delirios de su régimen son de ficción. Pero los de la ultraderecha y los autoritarismos violentos que nos rodean, no. Esta vez, no queremos que se hunda el Titanic. Berna González Harbour es periodista y escritora. 














Del peso de la historia de Rusia

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado, 8 de junio. Orlando Figes, escribe en Revista de Libros el también historiador Antonio R. Rubio Plo, es un historiador británico que se nacionalizó alemán tras el Brexit, lo que nos dice bastante de su estilo y personalidad, poco propensa a creer en mitos y populismos. Su estudio La revolución rusa 1917-1924 resulta indispensable para entender cómo llegó al poder y se consolidó en Rusia el régimen bolchevique de Lenin. Faltaba, sin embargo, una historia más completa de Rusia, que el autor ha completado coincidiendo con la invasión de Ucrania. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Y nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com
 













Rusia y el peso de su historia
ANTONIO R. RUBIO PLO
08 MAY 2025 - Revista de Libros - harendt.blogspot.com

Reseña del libro La Historia de Rusia, de Orlando Figes. Taurus, Madrid, 2023
Orlando Figes es un historiador británico que se nacionalizó alemán tras el Brexit, lo que nos dice bastante de su estilo y personalidad, poco propensa a creer en mitos y populismos, bien se trate de los de Gran Bretaña o los de Rusia. Figes sabe combinar los aspectos narrativos con continuas referencias a la cultura y a la historia de las ideas, aspectos sin los cuales la historia de los acontecimientos políticos es forzosamente fragmentaria e incompleta. En mi opinión, su obra más lograda es El baile de Natasha, la mejor introducción al legado cultural ruso para todo tipo de lectores. Por lo demás, su estudio de La revolución rusa 1917-1924 resulta no menos indispensable para entender cómo llegó al poder y se consolidó en Rusia el régimen bolchevique de Lenin.
Faltaba, sin embargo, una historia más completa de Rusia, que el autor ha completado coincidiendo con la invasión de Ucrania, por lo que esta obra resulta muy oportuna. Aunque más de la mitad del libro abarca los últimos dos siglos de historia rusa, no es una historia incompleta o sesgada porque Figes sabe relacionar muy bien, incluso los sucesos más remotos, con la actualidad más reciente. Para entender Rusia, acaso más que a otros países, hay que conocer bien la historia, porque la historia y la memoria siempre han sido objeto de instrumentalización por el poder ruso hasta el momento presente. Los más brillantes análisis políticos siempre estarán incompletos o, lo que es peor, sujetos a error, si se prescinde de la historia de Rusia. Esta afirmación la compartía, sin duda, el diplomático estadounidense George F. Kennan. Durante los años de la posguerra fue famoso por su «telegrama largo», un informe para su gobierno, con trazos de ensayo literario, y que sirvió de modelo para la política de contención en la guerra fría. Pero precisamente por dar suma importancia a la historia y la cultura, la carrera diplomática de Kennan no desembocó en responsabilidades de gobierno, pues dichas responsabilidades suelen ser cortoplacistas.
Orlando Figes elige como punto de partida para su viaje por la historia de Rusia la ceremonia de inauguración el 4 de noviembre de 2016 de una estatua de bronce de unos 20 metros de altura junto al Kremlin: la de Vladímir, considerado santo por la Iglesia ortodoxa y fundador de la Rus de Kiev, un estado medieval del siglo IX, una figura que el poder ruso de la época zarista, e incluso Gorbachov durante la perestroika, consideró como el fundador de Rusia, o mejor dicho del «mundo ruso», en el que Rusia, Ucrania y Bielorrusia forman un todo, tal y como recordaría Putin en el verano de 2021 en un largo ensayo alojado en la web del Kremlin, en el que la historia y los propósitos políticos iban de la mano. El discurso de Putin en la referida ceremonia estuvo marcado, tal y como era su finalidad, por una inmersión en la trascendencia histórica. En contraste, Figes pone el acento en las palabras pronunciadas entonces por Natalia Solzhenistin, la viuda del escritor, y que no debieron de responder a las expectativas de Putin. Aquella mujer se limitó a recordar que a los rusos nada les enfrenta tanto como el pasado y pidió respeto por la historia, sin dejar de añadir este recordatorio que nunca será del agrado de quienes utilizan la historia como arma arrojadiza: «hay que juzgar el mal con honestidad y valentía, sin justificarlo ni barrerlo debajo de la alfombra para esconderlo». En la fecha del discurso de Putin ya se había producido la anexión de Crimea por Rusia, y por eso el presidente ucraniano, Petro Poroshenko, comentó que Rusia pretendía apropiarse de la historia de Ucrania, pues en Kiev, Vladímir, en ucraniano Volodímir, cuenta con una estatua algo menor en tamaño que la del Kremlin, alzada en 1853. Para el entonces presidente ucraniano, Volodímir era «el creador del estado medieval europeo de la Rus de Kiev». Su percepción de la historia servía para subrayar que Ucrania había hecho una elección por Europa, al considerarse heredera de la civilización cristiana de Bizancio y no sentirse parte de la cultura rusa. Son dos relatos incompatibles de la identidad nacional que ahora se enfrentan en el campo de batalla.
Además, Figes trae a colación una conocida cita de George Orwell: «Quien controla el pasado, controla el futuro… Quien controla el presente, controla el futuro». Es el perfecto ideal de todo totalitarismo, aunque hoy habría que matizar que no es seguro que siempre sea así, porque si el relato del pasado, construido desde el poder, choca con la realidad y las frustraciones del presente, no está garantizada la credibilidad y perdurabilidad de ese relato. En cualquier caso, el estado ruso es un ejemplo de cómo las ideologías dominantes instrumentalizan la historia. En Rusia la historia no se puede separar de la política, y la política no se puede separar de la historia. De ahí que este libro pueda ser interpretado como un rechazo de su autor a las manipulaciones históricas, en las que no resulta fácil distinguir entre la historia completa y la memoria selectiva, pues ese es el objetivo del poder establecido. Putin se ha entregado en cuerpo y alma al historicismo, y cuando esa mentalidad encuentra un amplio eco en la sociedad, las propias categorías de izquierda y derecha se diluyen. Todo es válido para realzar la «epopeya nacional», donde caben toda clase de personajes: desde el príncipe Aleksandr Nevski, vencedor de los suecos y los caballeros teutónicos en el siglo XIII, hasta el propio Stalin, que no solo venció a los invasores nazis, sino que llevó a las tropas soviéticas a Berlín. Es una perspectiva que lo asume todo: la época medieval, pese a la dominación de los mongoles de la Horda de Oro; la época zarista y la época soviética con correcciones, en la que Stalin y su «guerra patriótica» de 1941-45 salen mejor parados que Lenin y sus bolcheviques, pues contribuyeron a disgregar el imperio de los zares.
Uno de los aspectos más interesantes de la obra de Figes es la reflexión que hace sobre el pasado mongol de Rusia. La interpretación histórica de Putin es que Rusia salvó a Europa de la amenaza de las hordas asiáticas, y también la salvó de las dominaciones napoleónica y hitleriana. Europa, por no decir Occidente, nunca se ha mostrado agradecida, y su respuesta siempre ha sido debilitar a Rusia, su cultura eslava y su fe ortodoxa, tratando de imponerle el secularismo e individualismo surgidos en el Renacimiento europeo. Esta era la tesis de los eslavófilos del siglo XIX, opuestos a toda reforma basada en la occidentalización. Sin embargo, Figes no comparte esa percepción acerca de los mongoles, también conocidos como tártaros, y expone una serie de argumentos acerca de la influencia de los mongoles en Rusia. Señala que, en 1680, en la corte del zar, había 915 familias nobles, de las que 156 tenían origen mongol. Ese mismo origen lo comparten destacadas figuras de la cultura como Turguénev, Bulgákov o Rimski-Kórsakov, y no faltan estudios que relacionan a los rusos con una psique oriental caracterizada por la contemplación, el fatalismo o la primacía de lo colectivo sobre los intereses individuales. En la primera mitad del siglo XIV, una época en que los rusos estaban sometidos al kanato de la Horda de Oro, la influencia de las instituciones políticas mongolas era notable, tanto en la administración como el ejército. Estas consideraciones fueron utilizadas por intelectuales críticos con el sistema político en los siglos XIX y XX: Herzen decía del zar Nicolás I que era «un Gengis Khan con telégrafo», y Bujarin opinaba de Stalin que era «un Gengis Khan con teléfono». La conclusión es muy clara. Por mucho que los rusos se hubieran liberado del yugo tártaro, el despotismo oriental no desapareció de la política rusa. Antes bien, se consolidó en forma de una autocracia patrimonial, en la que el estamento noble, los boyardos, no se parecía en nada a los señores feudales de Europa occidental, pues la propiedad de sus tierras podía ser revocada en cualquier momento por el zar, el verdadero soberano de la tierra rusa. La fortaleza del Kremlin, en la que están encerradas varias iglesias al no haber ningún tipo de separación entre la esfera política y espiritual, es uno de los ejemplos más visibles de la autocracia zarista.
Liberados del dominio de la Horda de Oro, aunque persistiera el kanato de Crimea hasta 1783, el estado ruso, o más bien moscovita, se fue expansionado hacia el este por las tierras siberianas, mientras se mantenía a la defensiva en el Báltico frente a suecos y polacos. El final del siglo XVI, tras el reinado de Iván IV el terrible, dio lugar a la «época de los disturbios», un período de inestabilidad que finalizó con la llegada de la dinastía Romanov en 1613. Tiempos de rebeliones, aunque a la vez de expansión territorial, sobre todo con Pedro el Grande, vencedor de los suecos en tierras ucranianas, un episodio también evocado en esa cruzada cultural que es la guerra de Ucrania. Pedro fue además el artífice de una revolución cultural, la de un acercamiento a Europa plasmado en la fundación de San Petersburgo, si bien al mismo tiempo el zar se hacía llamar «imperator» y estaba al frente de un estado policial absolutista. Las revoluciones palaciegas, en la que nos faltan los magnicidios, salpicaron el siglo XVIII, en el que el único reinado a la altura del zar Pedro es el de Catalina la grande. Más revolución cultural en la línea del despotismo ilustrado y más expansión territorial, incluyendo la anexión de Crimea. Sin embargo, el impacto de la Revolución francesa, que sacudió a toda Europa, frenó las supuestas inclinaciones reformistas de zares como Alejandro I, nieto de Catalina y vencedor de Napoleón, y que impulsó la Santa Alianza ante la amenaza de nuevas revoluciones liberales. Su hijo y sucesor, Nicolás I, reaccionará ante los ciclos revolucionarios europeos de 1830 y 1848 con una política basada en los ejes de la ortodoxia, la autocracia y la nacionalidad.  Este reinado terminó, sin embargo, con la derrota de Rusia frente a Gran Bretaña y Francia en la guerra de Crimea (1854-1856). El resentimiento resultante parece haber perdurado hasta el día de hoy.
La incompetencia de los gobiernos, la corrupción, el atraso tecnológico y una creciente brecha social irán socavando a lo largo del siglo XIX el mito de la santa Rusia y del zarismo. La emancipación de la servidumbre, decretada por Alejandro II en 1861, liberó a los campesinos de la sujeción a los terratenientes, pero no convirtió en realidad sus aspiraciones sobre la propiedad de la tierra. Con todo, el sistema de autogobierno de los consejos locales (zemtsvos), establecido en 1864, unido a las nuevas leyes de educación y las reformas judiciales, podían, en opinión de Figes, haber contribuido a una sociedad más liberal, Paralelamente surgió el mito del sencillo pueblo ruso portador de los ideales socialistas y apareció el movimiento populista que idolatraba al campesinado hasta el punto de que muchos estudiantes acudían en los veranos a las zonas rurales con la esperanza de convertir a los campesinos a su lucha revolucionaria. Era una labor que requería paciencia, pues los labriegos se mostraban poco receptivos, si bien otros representantes del populismo decidieron que los campesinos solo se unirían a la causa si se paralizaba a un estado policial por medio de revueltas políticas y actos de terrorismo. En uno de ellos se asesinó al zar en 1881, y la respuesta de su hijo, Alejandro III, fue enquistarse en el sistema autocrático con una serie de políticas represivas que afectaron particularmente al campesinado y a las minorías nacionales. El último de los zares, Nicolás II, siguió considerando su soberanía como absoluta. Cometió el trágico error, como bien apunta Figes, de no escuchar las demandas planteadas por una emergente sociedad civil para desempeñar un papel más relevante en el gobierno hasta que fue demasiado tarde. La revolución de 1905, iniciada con el domingo sangriento de San Petersburgo, desembocó en una huelga general que paralizó Rusia. El zar se vio obligado a firmar el Manifiesto de Octubre, en el que se garantizaba la libertad de expresión, reunión y religión, y se establecía una asamblea legislativa o Duma. Pero de ahí no saldría una constitución, pues las leyes fundamentales seguían otorgando el poder absoluto al soberano. Además, las reformas políticas resultaban insuficientes para quienes defendían las reformas sociales. No había mejora de las condiciones laborales ni propiedad de la tierra para los campesinos.
La entrada de Rusia en la Primera Guerra Mundial, una guerra de desgaste, pese a la extendida creencia en la aplastante superioridad numérica de unos soldados mayoritariamente campesinos, fue la antesala de la revolución. Esta acabó con la monarquía, pero no cuestionó el poder de un único líder, pues el pueblo seguiría pensando que «toda república tiene la necesidad de un buen zar». Una mentalidad que más tarde haría a la población receptiva al culto soviético al líder, y que sigue existiendo en nuestros días. Los bolcheviques declararon la guerra a la vieja Rusia y en los primeros tiempos pretendieron dar al mundo la imagen de haber construido un estado obrero, pero, en cambio, uno de los efectos del gobierno de Stalin fue el apogeo de la gran Rusia, la Madre Patria, que surgió con más fuerza que nunca tras la victoria soviética de 1945. Sin embargo, el estancamiento del sistema político, que no pudo reactivar la perestroika de Gorbachov, contribuyó a despertar los nacionalismos de los pueblos sometidos, que fue lo que contribuyó a la caída de la Unión Soviética en 1991.
Orlando Figes se pregunta por qué de los acontecimientos de 1917 y 1991, con el final de un estado autocrático, no surgió la democracia en Rusia. En el primero de los casos se impuso una minoría organizada dirigida por Lenin, y en el segundo no hubo ninguna revolución anticomunista. Las viejas élites fueron sustituidas por otras, que hasta entonces desempeñaban papeles secundarios y la corrupción salpicó al poder, aunque los líderes occidentales se empeñaban en considerar a Boris Yeltsin como un «reformador democrático». Más tarde llegará Putin, empeñado en la construcción de un estado fuerte y centralizado, y que asume una interpretación estatista y conservadora de la historia rusa. Según Figes, Occidente cometió el error de considerar a los rusos como los perdedores de la guerra fría e inició un proceso de ampliación de la OTAN, sin tener en cuenta las inquietudes geopolíticas de Moscú.
Una de las conclusiones que se pueden extraer de este libro es que Rusia pretende estar luchando por su identidad nacional, o si se quiere por su religión nacional, en la que las ideas de la «santa Rusia» o el «santo zar» parecen estar muy presentes. El discurso del poder pasa también por comparar el conflicto de Ucrania con los de 1812 y 1941, que son las de invasiones francesa y alemana. El detalle de que la invasión, calificada en este caso de «operación militar especial», fue iniciada por los rusos no tiene eco en este mensaje. Como historiador, encuentro una cierta similitud con el argumento del historiador Edward Gibbon sobre la expansión de Roma: sus necesidades de seguridad obligaban a los romanos a las anexiones de territorios vecinos. Por lo demás, la percepción de Moscú sobre su seguridad se expresa muy bien en este detalle: la diplomacia rusa se refirió en febrero de 2022 al derecho de legítima defensa inmanente, reconocido en el art. 51 de la Carta de las Naciones Unidas. Se puede hablar incluso de cruzada cultural contra Occidente, que no tendría derecho a imponer sus criterios sobre la libertad y la democracia en el «mundo ruso», del que Ucrania forma parte. Otra observación de índole personal es que un argumento similar podría encontrarse en la revolución iraní de 1979, surgida como respuesta a los intentos de occidentalización del Sha Reza Pahlevi, y que pudo triunfar gracias a la precisa combinación entre la religión y el nacionalismo.
Si bien el libro de Figes se empezó a escribir antes de la guerra de Ucrania, ahora es un valioso instrumento para comprender lo que está pasando en Rusia, un país en el que la historia se asemeja a una muralla infranqueable. Al terminar de leerlo nos puede quedar la impresión de que Rusia está condenada a ser prisionera de la historia, pero Orlando Figes está ahí para recordarnos que hubo capítulos de esa historia en que Rusia podría haber tomado un camino más democrático: el autogobierno en las ciudades medievales, las comunas campesinas, los hetmanatos cosacos, los zemstvos o consejos locales… El autor insiste en contar de nuevo todas estas historias para contribuir a cambiar el trágico destino de Rusia. Antonio R. Rubio Plo es profesor de Relaciones Internacionales y de Historia del pensamiento político y analista de temas de política internacional.




























[ARCHIVO DEL BLOG] España está más allá de la M-40. [Publicada el 13/06/2015]











Viví en la ciudad de Madrid entre los cuatro y los veintiún años de edad. Amo a esa ciudad y a sus gentes como a pocas otras de las muchas que he conocido. En ella están enterrados mis padres y mis abuelos, y allí vive uno de mis hermanos y toda una extensa familia de tías, primos y sobrinos. Pero no soporto el ombliguismo de sus políticos ni de su política. España es algo más, bastante más, que el mundo que existe y que se percibe desde el interior de la M-40. 
Hace unos días escribí en el blog sobre el lenguaje de los políticos y aunque siempre hay excepciones a la regla general, la verdad es que suelen hablar mucho, con muchos circunloquios, para al final no decir nada. Los filósofos también resultan difíciles de entender a menudo, con una diferencia, la de que utilizan un lenguaje sumamente críptico, sólo para iniciados o miembros de la tribu filosofal, que se compadece muy poco con el del común de los mortales. No siempre es así, Bertrand Russell y Ortega, por ejemplo, pueden leerse con facilidad por la precisión, elegancia y belleza de su lenguaje. Ambos escribieron de política y participaron activamente en la de su tiempo. También lo hizo mi querida y admirada Hannah Arendt, pero como dice su biógrafa, Laura Adler en "Hannah Arendt" (Destino, Barcelona, 2006): "ella, que durante un tiempo ha flirteado con el compromiso en la acción política, se aleja definitivamente de la misma. Desde ahora considera que no está hecha para eso: demasiado emotiva, demasiado a flor de piel, no es lo bastante estratega y se inclina demasiado por la verdad". Sí, es difícil compatibilizar filosofía, acción política y verdad sin acabar pringándose... ¿No cree, señor Savater?
Años atrás, durante el proceso de traslado de la biblioteca familiar de Las Palmas a Maspalomas, un poco en broma y como para tentar al destino -lo mismo hace uno de los personajes de "Los amantes encuadernados" de Jaime de Armiñán- fui guardando al azar dentro de mis libros fotos, cartas, postales, escritos personales, artículos de prensa... Espero que mis nietos se diviertan encontrándolos y recopilándolos, o echándolos a la hoguera, como hacía Pepe Carvalho, el detective protagonista de las novelas de Manuel Vázquez Montalbán.
Me resultó una auténtica sorpresa encontrar, hojeando uno de esos libros, un artículo de prensa, ya amarillo por el paso del tiempo, titulado El derecho fundamental del pueblo canario, publicado en el periódico El Eco de Canarias, de Las Palmas, el 9 de marzo de 1977, y escrito por un tal Néstor David Ramírez, que reivindicaba, siguiendo el pensamiento de Ortega en su "España invertebrada" (1921), la exigencia para nosotros, "como canarios, de las mismas libertades, los mismos deberes, los mismos derechos y privilegios que pedimos para todos los restantes pueblos y países de España, porque forzoso es reconocer que sólo en una España libre, justa y democrática será posible la existencia de un pueblo canario libre, justo, democrático, pacífico y orgulloso". Salvo algunas expresiones un poco ampulosas, propias de la época y el momento, lo suscribo totalmente. Fin de la cita, como suele decir nuestro ínclito presidente del gobierno -de momento- don Mariano Rajoy...
Las casualidades no existen, pero como las meigas, haberlas, haylas... Así que, no es de extrañar que por aquellas fechas El País publicase un artículo del notario catalán Juan-José López Burniol, miembro de la asociación cívico-política "Ciutadans pel canvi", titulado La rebelión de las provincias, que reivindicaba igualmente a Ortega para defender que "la dialéctica centro-periferia viene impuesta por la fuerza de las cosas desde que el Estado Autonómico hizo posible lo que Ortega bautizara como 'la redención de las provincias', es decir, el logro de una progresiva homogeneización social y económica de España". Un brillante y crítico comentario contra los que aún parecen no entender que la rebelión de las provincias no sólo es inevitable sino absolutamente justa. Me ha parecido interesante contraponer ambos textos, separados por treintas y muchos y muchas historia. 
¡Ah, por cierto!, se me olvidaba decir que Néstor David Ramírez era uno de los seudónimos que también utilizaba un tal HArendt en sus escritos políticos de esa época... No voy a rebuscar más textos antiguos entre mis libros; que el Azar y la Fortuna decidan el mañana... Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt












viernes, 7 de junio de 2024

Sobre los reequilibrios de Ursula von der Leyen. Especial 3 de hoy viernes, 7 de junio

 







Von der Leyen recalibra su acercamiento a la extrema derecha y vuelve a mirar a Los Verdes
MARÍA R. SAHUQUILLO
Bruselas - 07 JUN 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Ursula von der Leyen ha probado las aguas de una posible alianza con la ultraderecha y ha notado que son más turbias de lo que pensaba. La candidata principal de los populares europeos (PPE), que se postula para repetir como presidenta de la Comisión Europea, está recalibrando su acercamiento a la extrema derecha y vuelve a mirar hacia fuerzas más moderadas y europeístas como Los Verdes, que pueden ser decisivos para su posible investidura si los líderes de los Veintisiete la proponen para el cargo tras las elecciones al Parlamento Europeo de este domingo. Von der Leyen es pragmática: los últimos sondeos que manejan los populares apuntan a que Los Verdes y liberales (grupo Renew) pierden fuerza, pero menos de lo esperado, y que si la pauta se mantiene podría construirse, junto a los socialdemócratas, una gran coalición moderada como la que ha sostenido a la UE los últimos 70 años.
La jefa del Ejecutivo comunitario lleva meses coqueteando con la primera ministra italiana, Giorgia Meloni, y con su grupo ultra, el de los Reformistas y Conservadores Europeos (ECR), en el que están, además de Hermanos de Italia, el español Vox y los ultraconservadores polacos de Ley y Justicia (PiS). Von der Leyen considera a los de Meloni una ultraderecha aceptable, frente a Reagrupamiento Nacional, de la francesa Marine Le Pen. Pero su cordón sanitario flexible está contribuyendo a normalizar a los extremistas y está teniendo un coste entre los conservadores tradicionales —cada vez más derechizados—. Además, los partidos progresistas han advertido a la alemana de que no la apoyarán si se alía con la ultraderecha.
Países Bajos votó el jueves en los comicios al Parlamento Europeo, y los sondeos a pie de urna coinciden con los datos europeos que manejan los conservadores. La ultraderecha de Geert Wilders ―que encabezará la nueva coalición de Gobierno tras ganar los comicios generales de noviembre de 2023― ha subido en apoyos, pero la alianza progresista de socialdemócratas y verdes (GroenLinks-PvdA) resiste y gana, según el sondeo a pie de urna de la televisión pública NOS.
Así, Von der Leyen mira ahora de nuevo hacia el grupo europeo Los Verdes, que considera una formación mucho más fiable y constructiva que las formaciones ultras. Los ecologistas, que se abstuvieron hace cinco años en la confirmación en la Eurocámara de la jefa del Ejecutivo comunitario —cuando la alemana salió investida por un margen de nueve votos—, no descartan esta vez apoyarla si con eso tiran del freno de emergencia para evitar alianzas con los ultras, dice su expresidente Philippe Lamberts, que este año no concurre.
A cambio, Von der Leyen tendrá que comprometerse a impulsar la agenda verde. Es algo que la alemana hizo una de sus prioridades durante la legislatura, pero que ha ido relegando en los últimos tiempos —y aligerando— por las presiones de la derecha y la industria. Con los sondeos en la mano, y ante las presiones de Los Verdes y de grandes fuerzas socialdemócratas —como España, que quiere colocar a la vicepresidenta de Transición Ecológica, Teresa Ribera, en uno de los grandes puestos y que sea una cartera verde—, la candidata conservadora podría volver a ponerse la chaqueta ecologista, aunque separada de agricultura.
La situación es extremadamente volátil en Europa. Y pueden tener resultados los movimientos de Marine Le Pen —cuyo partido puede arrasar en Francia— y del nacionalpopulista húngaro Viktor Orbán para crear una gran alianza ultra en la Eurocámara; aunque sea a medio plazo. Un Parlamento Europeo más derechizado y discordante, puede hacer a Von der Leyen y a su Comisión las cosas muy difíciles; aunque la alemana sigue sin descartar alianzas con partidos como el de Meloni —cuyo apoyo también necesita en el Consejo Europeo— para regulaciones.
A esa volatilidad en Europa, con dos guerras, la de Rusia en Ucrania y la de Israel en Gaza, y con las perspectivas de que el populista Donald Trump pueda volver a la Casa Blanca tras los comicios de noviembre en EE UU, se suma que en los últimos días, los polacos del PiS, Vox o incluso Meloni han endurecido sus mensajes ultras.
La UE se juega su credibilidad. Y se ha despertado inquietud en parte de las filas populares. Von der Leyen, que aunque no concurre oficialmente a las europeas se ha embarcado en una intensa campaña con el PPE en varios Estados miembros, salió algo tocada de su visita a Roma hace unos días. En algunos grupos, como Forza Italia, el partido que fundó Silvio Berlusconi, dentro de la familia popular, no han gustado los guiños de la conservadora alemana a su rival, Meloni, reconocen fuentes parlamentarias.
No son los únicos. “Creo que no debemos tener ningún tipo de comunicación con este tipo de grupos [de ultraderecha]”, incide en una entrevista Christiana Xenofontos, candidata por Agrupación Democrática (DISY), el principal partido de Chipre y afiliado al PPE. “Esos grupos políticos representan ideas que están muy alejadas de la democracia en la que creemos y de los valores de inclusividad”, señala Xenofontos, también vicepresidenta del Foro Europeo de la Juventud.
La candidata chipriota reconoce que en su partido —como en el grupo europeo— “no todos piensan igual” y hay importantes debates internos, dado que uno de los vicepresidentes de los conservadores chipriotas ha abandonado DISY para sumarse a las listas europeas de ELAM, la formación isleña ligada al antiguo partido neonazi griego Amanecer Dorado, a la que las encuestas sitúan como tercera fuerza y candidata a escaño europeo por primera vez en su historia. “Es el momento de diferenciarnos de cualquier elemento de la ultraderecha”, remarca Xenofontos, que advierte que hay que poner “límites”.
El expresidente de la Comisión Europea Jean-Claude Juncker, del ala moderada de los conservadores, también ha alertado contra esas alianzas con los ultras. “Veo un giro hacia la derecha dentro del PPE y estoy luchado contra ello. Cualquiera que apoye demasiado a la derecha corre el riesgo de caerse por la ventana”, ha dicho en una entrevista con Luxemburger Wort.
Los últimos guiños a los partidos de extrema derecha están despertando a algunos dentro en un grupo popular en el que las voces discordantes públicas sobre su derechización y sobre el blanqueamiento de la extrema derecha no han abundado. De hecho, los partidos conservadores ya se han aliado con ellos para llegar o sostener gobiernos en países como Suecia, Austria o Croacia —y Ejecutivos regionales y locales en España, con las alianzas entre PP y Vox—.
También el primer ministro conservador polaco, Donald Tusk, está bajo presión por parte del ala progresista de su coalición de Gobierno y ante el PiS, que se mantiene como un rival fuerte. Los partidos ultraconservadores quieren dinamitar el proyecto europeo actual con sus políticas ultranacionalistas y euroescépticas. Y sus mensajes populistas están calando en una parte del electorado traumatizado por las consecuencias de la pandemia, la incertidumbre de las guerras y en busca de identidad en un mundo en proceso de cambio. Y eso está llevando a esas formaciones a rascar votos de la derecha. M aría R. Sahuquillo es periodista.












Sobre la degradación de la democracia. Especial 2 de hoy viernes, 7 de junio

 







La degradación de la democracia
JOSEP RAMONEDA
07 JUN 2024 - El País - harendt.blogspot.com

1. El empeño del PP en degradar la democracia española para disimular la impotencia acumulada durante la gestión de Alberto Núñez Feijóo supera cualquier fabulación. Estamos al final de la campaña electoral de unas elecciones en las que Europa se juega mucho, y, con ella, cada uno de los países que la componen. La extrema derecha tiene cada vez más acorraladas a las derechas tradicionales y ha conseguido situar estas elecciones como un plebiscito para avanzar en la vía del autoritarismo posdemocrático. El PP —cada vez más pegado a Vox— de la mano de Feijóo ha pretendido centrar el final de campaña en el caso de Begoña Gómez, la esposa del presidente Pedro Sánchez, que un juez parece decidido a llevar a juicio con indicios muy escasos. Dudo que estos métodos de populismo vulgar le sirvan al candidato del PP para reforzar su debilitada posición. Incapaz de generar y defender un proyecto político independiente que disipe cualquier sospecha de complicidad con la extrema derecha, su trayectoria como alternativa a Pedro Sánchez se ha centrado casi exclusivamente en la descalificación del presidente. Y cuando lo exigible y deseable sería que el PP defendiera sin complejos su proyecto de derecha democrática, si lo tiene, apuesta por jugar a la confusión entre política y justicia, que es una garantía de deterioro del sistema.
La desesperación con que el candidato Feijóo se ha volcado en el caso Begoña Gómez induce a pensar que sabe que si pincha esta vez su recorrido se habrá terminado, porque el PP ya no aguantará más su quiero y no puedo. Una exhibición de inseguridad que transmite impotencia. Y pone en evidencia las debilidades de esta democracia. Que un juez se apunte al barullo con una actuación judicial más que dudosa en plena campaña electoral confirma los indicios acumulados de la politización de un sector del poder judicial que no honra ni a la política ni a la justicia. Y en este contexto es necesario recordar que pasan los años y el Consejo General del Poder Judicial sigue sin renovarse por la sencilla razón que el PP entiende que tiene allí una mayoría favorable y no la quiere perder. Y, en un claro abuso de posición, sigue negándose a cumplir la ley, dando así un inquietante mal ejemplo a los ciudadanos. Y así estamos: metidos en un nubarrón de sospechas en la relación entre política y justicia que ensombrece la vida pública.
Mientras, Vox sigue haciendo su camino. Y lo que Pedro Sánchez parece haber captado es que este impasse le permite ir capitalizando la situación. Ahora mismo, hay una razón muy poderosa para votarle: es la única vía para impedir que la extrema derecha toque poder. Todos sabemos que el PP, si le necesita, se lo dará como ya se lo dio en las comunidades autónomas. En la medida en que un acuerdo PP-PSOE para aislar a Vox es impensable, los socialistas se hacen más imprescindibles y, en parte, lo pagan los partidos a su izquierda que, ya de por sí debilitados por la eterna psicopatología de las pequeñas diferencias, ven cómo los suyos apuestan al voto útil al PSOE para parar a la derecha radicalizada.
2. Ciertamente, no estamos ante un problema estrictamente local. Es la versión española de una realidad que afecta a casi toda Europa, donde liberales y conservadores van cayendo a la sombra de las derechas neoautoritarias sin que se consiga una reacción ciudadana que actúe como frente de rechazo y frene a la extrema derecha. ¿Por qué la ciudadanía está perdiendo la confianza en los partidos de tradición democrática? O, dicho de otro modo, ¿qué ha cambiado en los últimos años para que la democracia esté en crisis de reputación y confianza y los discursos autoritarios tengan premio?
Tendemos a fijarnos en lo más visible: el rechazo a la inmigración, como expresión de la inseguridad laboral en la que viven muchos ciudadanos, que dificulta entender que los trabajadores que vienen de fuera contribuyen a que podamos seguir pensando en nuestras pensiones; el retorno a los modales machistas, la defensa de las familias tradicionales, la negación del feminismo y de los derechos individuales conquistados en las últimas décadas; el desprecio a la lucha en defensa del medio ambiente como ejercicio elitista en prejuicio de la mayoría, y otros lugares comunes del pensamiento reaccionario que pretende liderar el malestar ciudadano. Pero estos son los efectos de unas causas que los poderes económicos y políticos no quieren afrontar. Y que seguirán erosionando a la democracia si se deja la respuesta en manos del populismo y no se toman decisiones que protejan a la ciudadanía.
La democracia creció y sobrevivió en el capitalismo industrial y en el marco de los Estados nación. Estamos en otra fase en que la nación ya no es la única pieza articular de la política y en las que esta pierde fuerza tanto frente al poder financiero transnacional como frente al universo digital por el que pasa ahora la construcción de las verdades —y las enormes falsedades— del momento, con dificultades cada vez mayores para distinguir el bulo y la farsa de la verdad de los hechos y la realidad de los poderes. Y solo asumiendo esta nueva realidad se puede evitar que la decadencia de la democracia sea imparable. ¿Qué expresa el autoritarismo posdemocrático triunfante? Que muchos ciudadanos ya no viven la democracia como un espacio confortable y apuestan por los que la niegan. Trabajo y vivienda deberían ser las prioridades para reconquistar a la ciudadanía, ciertamente. Pero es imposible si los poderes políticos son impotentes ante los poderes económicos, se adaptan claudicando de sus principios y encuadran a la gente con los viejos tópicos reaccionarios. Josep Ramoneda es filósofo.














Sobre el oasis europeo. Especial 1 de hoy viernes, 7 de junio

 






Oasis Europa
NAJAT EL HACHMI
07 JUN 2024 - El País - harendt.blogspot.com

No quisiera que nuestro mundo se convirtiera en el de ayer. Stefan Zweig me viene a la memoria estos días. Casualidad o no, me acuerdo del escritor austríaco cuando del patio de luces me llega la melodía del Himno a la Alegría tocado por algún niño que se está iniciando en el piano. A mí también me suenan algo desafinadas las notas de la sinfonía de Beethoven que aprendí a tocar con la flauta. En nuestro día a día la Unión parece lejana, un ente burocrático cuya autoridad no terminamos de sentir como propia. Y, en cambio, dando un vistazo a la situación del mundo, la realidad arroja una verdad incuestionable: Europa es una anomalía, un oasis de paz entre los convulsos conflictos que nos rodean y, a pesar de los retrocesos en el Estado del bienestar que ha venido imponiendo el neoliberalismo en las últimas décadas, sigue resistiendo en su defensa de unos valores fundacionales que no surgieron de la nada. Si las naciones del Viejo Continente dejaron atrás sus diferencias históricas y odios atávicos no fue porque se vieran iluminadas por una súbita epifanía pacifista, sino que llegaron a la conclusión de que había que trabajar por la paz ante el horror que dejaron dos guerras mundiales disputadas en buena parte en su propio territorio.
Que las derechas extremas vayan ganando enteros y se propongan una alianza pseudofascista es algo que deberíamos temer tanto como las atrocidades de las que nos hablan los libros de historia. Y debería lanzarnos de cabeza a las urnas este domingo para votar lo que sea que no sea populismo, racismo, misoginia de la más rancia, aunque se encarne en rubias como Le Pen o Meloni. Europa no será Europa si la convierten en un grupo de países encerrados cada uno en su trinchera identitaria o cultural, empequeñecida en un provincialismo anacrónico. Es el miedo lo que explotan estas fuerzas, un miedo opuesto a la alegría que conlleva la esperanza en una pertenencia supranacional robusta. Ojalá ejerciéramos como ciudadanos con la historia en mente e hiciéramos todo lo posible para no perder este mundo de hoy imperfecto que tenemos. “He sido testigo de la más terrible derrota de la razón y del más enfervorizado triunfo de la brutalidad”, resumía Zweig al principio de El mundo de ayer. Ahora somos nosotros quienes estamos siendo testigos de cómo se están plantando las semillas de movimientos antidemocráticos contrarios a los derechos fundamentales. Por los muertos del pasado y por el futuro de nuestros hijos no deberíamos dejar que germinaran en el corazón de este oasis excepcional. Nayat El Hachmi es escritora.













Del síndrome de hubris

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes, 7 de junio. El síndrome de hubris, escribe en la revista Ethic la lingüista Patricia Fernández, proveniente del griego ‘hybris’, que significa «desmesura», ha sido caracterizado desde la psicología como una mezcla del trastorno antisocial, histriónico y narcisista. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Y nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com

 







El síndrome de hubris y la desmesura del poder
Patricia Fernández Martín
24 MAY 2024 - Revista Ethic - harendt.blogspot.com

El síndrome de «hubris» se refiere a una dimensión que caracteriza a ciertas personas que ejercen un poder excesivo, en cualquier disciplina. Viene del término hybris, que significa «desmesura» en griego. Sería lo antagónico a la moderación. El filósofo David E. Cooper lo definió como el exceso de confianza en uno mismo y el rechazo a las advertencias y consejos, tomándose a sí mismo como modelo. Describe a personas omnipotentes, arrogantes y soberbias que magnifican sus recursos o virtudes y se comportan de una forma despectiva hacia las demás personas, sobre todo, hacia aquellas que ejercen un trabajo menos relevante.
José Antonio Marina, en su libro La pasión del poder. Teoría y práctica de la dominación define el poder, a secas, como una capacidad para realizar los proyectos deseados y autorrealizarse. Por ejemplo, un artista, un atleta o una madre cuidando de su bebé pueden sentir este poder sano. Pero esta facultad altruista y desinteresada se convierte, en algunos casos, en poder sobre otros y es entonces, cuando aparece la pasión en el acto de mandar o dominar como ocurre en el síndrome de hubris.
David Owen, psicólogo y expolítico británico, es uno de los autores del libro Hubris Syndrome; junto al psiquiatra Jonathan Davidson, propone que este sea considerado como un nuevo trastorno de personalidad, aunque aún no esté reconocido ni por el DSM-5 ni por la CIE-11. Lo describen con rasgos de personalidad que son una mezcla del trastorno antisocial, histriónico y narcisista. Para Owen, este trastorno es adquirido y desaparece, generalmente, con la llegada y el fin del poder. Adolf Tobeña, sin embargo, apunta en su libro Cerebro y poder que el poder mal ejercido se haría presente entre los sujetos que ya tienen rasgos que les predisponen a servirse del esfuerzo ajeno en provecho propio.
El síndrome de hubris se explicaría, por tanto, según múltiples variables que se interrelacionan como causas y consecuencias. No suele desarrollarse de manera brusca, sino progresiva. Una persona que puede o no haber sido excelente a nivel académico alcanza un puesto importante. Aunque al principio muestre dudas sobre su competencia y sus funciones, poco a poco aparecen fieles que, si las cosas salen bien, le refuerzan con lo que, como líder, interpreta que ha llegado allí solo por méritos propios. En ese momento, empieza a desarrollar una sensación de omnipotencia y comienza a hablar de temas que a veces desconoce y piensa que su éxito durará para siempre. Con el paso del tiempo, aquel que le desafía se convierte en su enemigo, pudiendo incluso llegar a volverse paranoico. Esto le hace aislarse, no se deja asesorar y comienza a tomar decisiones individuales porque se cree en la posesión de la verdad. Si falla, nunca reconocerá que se ha equivocado. Si pierde su cargo, se mostrará sorprendido e incrédulo porque considera que era la persona idónea para ejercerlo y podría causarle un cuadro depresivo.
En todo caso, es importante reconocer que este diagnóstico sobre el poder y quien lo ejerce no está por completo desligado de la época y sus valores dominantes. La propia concepción de lo que es un líder y de cuáles son los límites a respetar ha ido modificándose a lo largo de la historia. Según el historiador, economista y analista de asuntos europeos en LLYC Miguel Laborda, en función de la época y la filosofía de la historia dominante las respuestas a estas preguntas van variando. Para los griegos o el cristianismo medieval, había poco espacio para el rol del individuo. Desde el Renacimiento y la Ilustración, la comprensión de la historia como un proceso más lineal sujeto a leyes susceptibles de ser dominadas incrementó la confianza en la capacidad del líder como motor de cambio. Ese es, por ejemplo, El Príncipe de Maquiavelo, capaz de ejercer un liderazgo despiadado en la medida en que contribuya a un bien superior. Por lo que a la época actual respecta, Laborda cree que hay indicios para pensar que ahora estamos volviendo a una concepción más romántica (en el sentido filosófico) del liderazgo donde el papel de los líderes como Putin, Trump o Xi Jinping se ve sobre todo en la medida en que son catalizadores de un cierto «espíritu nacional».
La prevención y el tratamiento del síndrome de hubris es algo complejo. Lo primero sería reconocer que todos podemos ser presas del poder, aunque hay personas más predispuestas a ejercerlo de manera insana. Por lo tanto, habría que estar preparados para conocer estos mecanismos que se producen de manera automática, como son los sesgos cognitivos o afectivos que se empiezan a desarrollar en el ejercicio del poder. Siendo conscientes de ellos, se pueden controlar con un espíritu crítico y reflexivo que anticipe y mitigue sus consecuencias.
La complejidad creciente del mundo demanda un conjunto de habilidades más diversas a la hora de asumir el liderazgo para evitar el síndrome de hubris, como son la humildad, el autocontrol, la modestia, la habilidad de reírse de uno mismo, la curiosidad, estar abierto al cambio, la capacidad de escucha y saber reconocer las propias limitaciones. Hay escuelas donde apuestan por educar en un liderazgo más humanista como Wander y también hay organizaciones dedicadas a la lucha contra este síndrome, como el Daedalus Trust, fundado por Owen que organiza cursos y conferencias, o el Hybris Project, de la Universidad de Surrey.
Otro campo importante a la hora de prevenirlo y tratarlo es la política. Dice José Antonio Marina en Historia universal de las soluciones que una solución sería que la educación del dirigente le llevara a reflexionar sobre el hecho de que la política es un medio para resolver los conflictos y no un campo para el narcisismo propio. Mandar no es gobernar.
Esa es la verdadera responsabilidad a asumir, como apunta Rodrigo Tena en su libro Huida de la responsabilidad: qué ocurre cuando delegamos en el sistema tanto las responsabilidades colectivas como las individuales, en el que considera que la responsabilidad a exigir en los políticos no se puede reducir solo a la penal.
Por su lado, Laborda considera que un ejercicio del liderazgo más acorde con los imperativos morales vigentes pasaría más por actuar sobre los incentivos que enfrentan quienes ejercen el poder (por ejemplo, mediante un diseño adecuado de mecanismos de recompensa y castigo en la responsabilidad política) que de intentar modificar las propias motivaciones de los líderes, narcisistas o no, mediante apelaciones a la intachabilidad moral.
El poder, por sí mismo, produce un cambio de mentalidad, aunque no se quiera. Cuando se ejerce, se va produciendo una alteración de la perspectiva a la hora de ver la realidad. Por lo tanto, conviene estar preparado para asumir el poder con responsabilidad, entender que siempre hay un otro que no es un medio sino un fin y enfocarse en lo importante, es decir, en solucionar problemas colectivos y no solo disfrutar del poder en sí mismo. Patricia Fernández es lingüista.