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sábado, 27 de octubre de 2018

[A VUELAPLUMA] Una relación complicada





No sabemos todavía con exactitud qué repercusión van a tener las nuevas tecnologías en nuestra forma de vida política, si mejorarán la democracia, si la modificarán o la harán imposible, comentaba hace unos días en El País Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco.

En el Leviathan, comienza diciendo el profesor Innerarity, el Estado fue definido por Thomas Hobbes como un “automaton”. Organizar políticamente la sociedad equivale a poner en marcha un conjunto de procesos, dispositivos y procedimientos que constituyen la tecnología administrativa de la burocracia. La maquinaria de la democracia moderna fue construida en la época de los Estados nacionales, la organización jerárquica, la división del trabajo y la economía industrializada, un mundo que en buena medida ha quedado superado por la tecnología digital, deslocalizada, descentralizada y estructurada en forma de red.

¿Qué le pasa a la política y a sus instituciones específicas cuando cambia de este modo el entorno tecnológico? ¿Qué transformaciones políticas asociamos a la robotización, la digitalización y la automatización? Todavía es difícil saberlo y tal vez esa ignorancia explique el hecho de que se hayan formulado dos tipos de diagnósticos que implican, aunque por motivos contrapuestos, una cierta despedida de la política: los profetas del entusiasmo anuncian el poder absoluto de la tecnología sobre la política, lo que consideran fundamentalmente algo positivo. El llamado Internet de las cosas va a transformar también las prácticas políticas y hay quien profetiza que podría incluso cumplir la función de reparar o sustituir a las estructuras políticas debilitadas o ausentes. La nueva tecnología vendría a resolver los problemas ante los que ha fracasado la vieja política. El otro final de la política es pesimista en la medida en que se asocia necesariamente el nuevo entorno tecnológico a la pérdida de capacidad de gobierno sobre los procesos sociales y a la desdemocratización de las decisiones políticas. La tecnofilia y la tecnofobia comparten la suposición de que la lógica de la tecnología puede sustituir a la de la política; solo se diferencian en considerarlo una buena o una mala noticia.

En poco tiempo hemos pasado del ciberentusiasmo a la tecnopreocupación; en vez de entender las nuevas tecnologías como fuentes de capacitación, cada vez las consideramos más como artefactos para el desempoderamiento. Hay una cierta revuelta popular contra la tecnología: pensemos en las protestas anti-Uber, en la preocupación por los accidentes de los coches automatizados, en la desconfianza frente a los transgénicos o en las sospechas sindicales frente a la robotización del trabajo. La Red, que fue saludada como impulsora de la democratización, es vista ahora como un espacio de intromisión, ya sea en el ámbito de la privacidad o en los procesos electorales. Cuanto más grandes son los big data, más pequeños parecen los ámbitos en los que mantenemos nuestra capacidad autónoma de decisión.

No sabemos todavía con exactitud qué repercusión van a tener las nuevas tecnologías en nuestra forma de vida política, si mejorarán la democracia, si la modificarán o la harán imposible. Cuando superemos el vaivén de la euforia y la decepción tal vez estemos en condiciones de emitir un juicio ponderado acerca de una transformación que todavía está en marcha. En cualquier caso, es indudable que la actual revolución tecnológica hace que nuestras democracias dependan de formas de comunicación e información que ni controlamos ni comprendemos plenamente. Desde un punto de vista estructural, esas tecnologías están dañando elementos centrales de nuestro sistema político: el control parlamentario ha dejado de ser lo que era cuando no existía Twitter; la financiarización de la economía se sustrae de la forma de regulación política que ejercían los Estados; no sabemos qué puede significar una ciudadanía crítica en un entorno poblado por basura informativa; la democracia es lenta y geográfica mientras que las nuevas tecnologías se caracterizan por la aceleración y la deslocalización.

Que automaticemos ciertas decisiones, individuales o colectivas, debería ser considerado en principio como un alivio, pero esa posibilidad constituye una amenaza si implica una entrega absoluta de nuestra soberanía. Las máquinas inteligentes parecen capaces de reemplazar las decisiones humanas, los algoritmos invisibles establecen nuevas fuentes de poder e injusticia, las autoridades tecnocráticas gozan de excesivas prerrogativas. A este paso puede llegar a plantearse que Siri nos diga —atendiendo a nuestros likes, a lo que consumimos, las redes sociales de las que formamos parte, nuestras preferencias habituales— qué debemos votar, como ha imaginado Bartlett en un libro reciente en el que contrapone el pueblo a la tecnología.

¿Siguen teniendo sentido la información razonada, la decisión propia, el autogobierno democrático en esos nuevos entornos tecnológicos? De entrada no deberíamos minusvalorar el riesgo de que el tecnoautoritarismo resulte cada vez más atractivo en un mundo en el que la política cosecha un largo listado de fracasos. Hay quien sostiene que los algoritmos y la inteligencia artificial pueden distribuir los recursos más eficientemente que el pueblo irracional o mal informado. Sería algo así como una versión digital de la clásica tecnocracia coaligada ahora con las grandes empresas tecnológicas con irresistibles ofertas de servicios, información y conectividad. El problema es que no tiene sentido hacer frente al poder de estas empresas con legislaciones antitrust. La idea de que los monopolios son malos porque suben los precios y perjudican al consumidor ha sido central en la organización del espacio económico analógico, pero ahora nos encontramos con empresas tecnológicas que bajan los precios —algunas incluso son gratuitas, como Google y Facebook— y son excelentes para los consumidores. Su amenaza para la vida democrática no tiene que ver con los precios sino con la concentración de poder, la disposición sobre los datos y el control del espacio público.

Es difícil que el empoderamiento digital no tenga alguna contrapartida inquietante, que la posibilidad de escapar del control centralizado no implique un debilitamiento de la autoridad política en general. Pero la idea de unos actores perversos que combaten por quitarnos la soberanía es demasiado humanista para la era digital, una era en la que se realiza un intercambio inédito de accesibilidad y control, de capacitación individual y puesta en común.

Un ejemplo cotidiano de las ventajas y los inconvenientes de la automatización son los correctores ortográficos automatizados, que nos hacen un gran servicio y al mismo tiempo nos llevan a cometer ciertos errores. Un pesimista es alguien que considera que esos correctores son los culpables de que cada vez escribamos peor; un optimista es aquel que, en vez de quejarse, dedica ese tiempo a revisar lo escrito. Pues eso es precisamente la política: la institucionalización de un nivel de reflexividad para que nuestros dispositivos automatizados se diseñen conforme a lo que hemos decidido que es una vida común lograda. Siri no puede sustituirnos a la hora de tomar esa decisión, pero sí en todo lo demás.



Dibujo de Nicolás Aznarez para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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Entrada núm. 4633
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"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)

sábado, 13 de octubre de 2018

[A VUELAPLUMA] Abstinencia





Seguiremos viendo cada vez más propuestas que nos ayuden a lidiar con un mundo hiperconectado, escribe en El País la periodista Cristina Manzano, directora de "Foreign Policy en español" y subdirectora general de FRIDE. El día que cobró conciencia de lo que había hecho, Justin Rosenstein decidió dejarlo todo, comienza diciendo Manzano. ¿Su pecado? Haber creado uno de los inventos más revolucionarios del siglo XXI; el botón del Me gusta de Facebook. Algo en apariencia inocuo, pero que activa al máximo un mecanismo psicológico que de la manera más sencilla produce satisfacción sin compromiso, lo que a su vez desencadena toda una dinámica de dependencia y manipulación hasta hace poco impensable.

Rosenstein es solo uno más de los frikis reconvertidos en abstemios tecnológicos. Que sea otra prueba del esnobismo de Silicon Valley o arrepentimiento genuino poco importa. Hay un movimiento cada vez mayor que alerta de los peligros de la adicción a la tecnología y su capacidad para penetrar en todos los resquicios de nuestras vidas.

En lo personal, junto a sus múltiples ventajas, la conexión permanente y las redes sociales han logrado que la atención se mute en distracción —con alteraciones incluso en la forma en que aprendemos y retenemos información— y está generando una dependencia que puede degenerar en enfermiza, literalmente. Según un reciente estudio, los españoles consultamos el móvil unas 150 veces al día; cada menos de diez minutos.

En lo público, han creado un espacio que, además de ampliar y democratizar la conversación, permite sacar a relucir lo peor del ser humano, con comportamientos inconcebibles en la vida “real”. Un espacio de verdades difusas donde la interferencia y la manipulación campan a sus anchas con sus consecuencias políticas.

En realidad, según el historiador británico Niall Ferguson en su último libro La plaza y la torre, el poder de las redes ha existido siempre, aunque no le hayamos prestado suficiente atención. Ahora cambia la rapidez y el alcance de su influencia. En una reciente visita a Madrid le preguntaron a Ferguson qué podemos hacer, como individuos, para preservar la libertad, y su respuesta fue: “Yo lo estoy dejando”. Él también. En boca de un intelectual público que ha alcanzado gran notoriedad en parte por las redes, sonaba como cuando los curas recomiendan la abstinencia para evitar los embarazos.

Pero sí es necesario aprender a gestionar esta nueva realidad. Algunos límites están llegando por las políticas públicas, como la decisión de Francia de prohibir los móviles en las escuelas, o como las leyes que reconocen el derecho de los empleados a desconectarse fuera de su horario laboral, además de los esfuerzos por combatir las noticias falsas y la injerencia.

En otros casos, la desintoxicación llegará por iniciativa particular, ya sea por hartazgo, autocontención o disciplina. Una encuesta en Estados Unidos revela que un 51%, ante la desconfianza hacia los medios, ha comenzado a contrastar la información con diversas fuentes. Un ejercicio de responsabilidad.

La política del avestruz no suele funcionar. Entre la abstinencia y la dependencia seguiremos viendo cada vez más propuestas que nos ayuden a lidiar con un mundo hiperconectado.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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viernes, 23 de febrero de 2018

[A VUELAPLUMA] La dictadura de los SMS





En menos de tres días se acumularon en mi teléfono móvil (de primera generación) 418 mensajes. O mensajitos con emoticonos, según el léxico lujurioso y vicioso que adorna con flores y dibujitos las jaulas de acero de la tecnología, los celulares, SMS y huellas dactilares en pantallas y teclados, comenta en El Mundo Claudio Magris (1939), escritor, traductor y profesor italiano de la Universidad de Trieste.

No sé qué dicen esos 418 mensajes, comienza diciendo, porque no soy capaz de leerlos y, por lo tanto, de contestarlos. Y no se trata de una estúpida pose antitecnológica, siempre falsa y patética, no sólo porque sería desconocer con altanería la ayuda que la tecnología presta a la vida -basta pensar en la medicina y en la cirugía-, sino también porque se cree que la tecnología es sólo la reciente, la que planea sobre nuestra vida ya adulta, y se identifica su naturaleza con la técnica que ya existía cuando nacimos.

La radio, por ejemplo, me parece más natural que la televisión, porque, cuando nací, sus sonidos estaban ya en el aire, como los demás ruidos de la realidad, mientras que la televisión entró en mi casa cuando terminaba el instituto. No hay, pues, por mi parte, psicosis o coquetería antitecnológica alguna. Simplemente, sufro discapacidad digital, que es un hándicap, pero no una culpa, e invoco respeto por esta habilidad diferente digital mía, como se dice hablando políticamente correcto, al igual que pido comprensión porque ya no soy capaz de hacer bellas excursiones a la montaña de una tacada.

Sin embargo, como diría Musil, en todo caso hay una excepción. Y, si hubiese sido capaz, habría leído esos 418 mensajes y habría contestado a alguno, como hago con las cartas; contesto al menos una quincena al día. Calculando 2,30 minutos para leer cada mensaje y responderlo, las probables contrarespuestas y mis réplicas, habría necesitado cerca de 16 horas.

Dos días de trabajo y, probablemente, otros tantos en los tres días sucesivos y, así, sucesivamente. ¿Dónde queda el tiempo para el trabajo con el cual -al margen los jubilados, millonarios, encarcelados, enfermos o parados- nos ganamos la vida? ¿Dónde queda el tiempo para leer, pasear, reunirse con los amigos y hacer el amor? 

En las mesas de los restaurantes y de los cafés se ven personas que no hablan entre sí, sino con sus invisibles interlocutores, y no sólo un instante, sino durante casi todo el tiempo que discurre entre el primer plato y el postre. ¿Cuándo comenzarán a hablar entre ellos los dos -o los cuatro o cinco- comensales?

Hace años, Umberto Eco hizo, con su envidiable precisión, el cálculo de cuánto tiempo al día le quedaba para la lectura y la investigación, descontando de las horas dedicadas al sueño, a la ducha, a las clases, a la comida y a la cena, a las llamadas telefónicas, a las entrevistas, a los emails, etcétera. Creo recordar que le quedaban entre 12 y 18 minutos.

Ciertamente, Eco era el centro de una red de comunicaciones especialmente poblada, pero hoy el número de personas expuestas a ritmos análogos es alto. Son, somos, los excluidos de la vida. Somos los nuevos siervos de la gleba, obreros en una cadena de montaje, forzados con grilletes, privados continua e incesantemente de nuestra propia vida.

Un trabajo forzado que recluta no sólo, como en el pasado, a la plebe hambrienta que no puede decir que no, si quiere al menos sobrevivir, sino también a la clase media y a la alta, que podrían vivir humanamente, pero que también ellas son excluidas de su existencia, de los colores y las luces de las estaciones, porque las llamadas -y no sólo las telefónicas- de todo tipo son también para ellas órdenes y obligaciones.

Con la exactitud de una ecuación se puede, pues, calcular matemáticamente incluso el progresivo deterioro de toda conciencia que vaya a su encuentro o que ya haya llegado a él, porque, independientemente de la auténtica naturaleza del tiempo sobre la que discuten físicos y matemáticos, en la vida cotidiana una hora empleada en una actividad significa una hora no utilizada para otra. Dieciséis horas al teléfono o ante el ordenador para responder emails son 16 horas sustraídas a todo lo demás, incluida la adquisición de nuevos conocimientos.

Para combatir una pérdida total de los conocimientos de todo tipo se formará o se está ya formando otra clase social férrea, rica (y más que rica) e intelectual, que se reservará el tiempo. Si, como en el pasado, el señor no trabajaba la tierra de cuyos productos se nutría y traspasaba el tiempo y la fatiga del trabajo al siervo, dedicando el tiempo libre a su disposición a sus propios intereses, así también el nuevo señor confiará al siervo, para poder vivir, la centuplicada fatiga y el centuplicado trabajo de las comunicaciones. Los nuevos siervos de la gleba ya no destriparán más terrones, sino que responderán a sonidos, campanas, tintineos, vibraciones, pulsaciones y temblores.

Obviamente, esto es algo que ya está pasando. No es el administrador delegado ni siquiera el jefe de oficina el que escribe y lee los innumerables emails, al igual que no es el director general, hombre o mujer, el que echa su ropa usada a la cesta para lavar. Ya casi ha desaparecido la neta distancia entre la esfera personal y laboral y la representativa y vagamente social. El aumento exponencial de las relaciones y, sobre todo, de las comunicaciones personales y privadas o casi personales y privadas, y la diferencia o imposibilidad de distinguir netamente entre ellas, obligará a confiar al siervo incluso la gestión de la vida personal del patrón, que, así, podrá leer a Leopardi, estudiar mecánica cuántica o chino, escuchar a Bach o pasear como los perros callejeros por las calles de París en la película Mi tío, de Tati.

Será y es algo difícil para la mayoría de nosotros -siervos que creen formar parte de la casta dominante y patronos que no se dan cuenta de que están siendo forzados a nuevos trabajos serviles- saber de qué parte estamos, si pertenecemos a los dominadores o a los dominados.

Un nuevo capítulo de la inmortal dialéctica esclavo-amo de Hegel. Y también, en este caso, el esclavo, gestionando la pesada realidad de la vida y sus cambios tecnológicos y humanos, se convertirá en el auténtico piloto y amo, en el señor, como el siervo que, obligado por el marido a sustituirlo en las fatigas del tálamo conyugal, se convierte en el auténtico y real marido. Difícil decir quién de los dos lo pasará peor.




Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt








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Entrada núm. 4313
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