Entre los próximos 23 y 26 de mayo estamos llamados los ciudadanos europeos a elegir a nuestros representantes en el Parlamento de la Unión. Me parece un momento propicio para abrir una nueva sección del blog en la que se escuchen las opiniones diversas y plurales de quienes conformamos esa realidad llamada Europa, subiendo al mismo, de aquí al 26 de mayo próximo, al menos dos veces por semana, aquellos artículos de opinión que aborden, desde ópticas a veces enfrentadas, las grandes cuestiones de nuestro continente. También, desde este enlace, pueden acceder a la página electrónica del Parlamento europeo con la información actualizada diariamente del proceso electoral en curso.
Las divisiones enriquecen la idea europea; a partir de esta narrativa, es necesario construir una ‘memoria compartida’ con el fin de revitalizar la UE. Hay que repensar la Unión a través del prisma de sus opuestos, declaran 108 historiadores europeos en un artículo conjunto que encabezan Stéphane Michonneau y Thomas Serrier, de la Universidad de Lille.
Las divisiones enriquecen la idea europea; a partir de esta narrativa, es necesario construir una ‘memoria compartida’ con el fin de revitalizar la UE. Hay que repensar la Unión a través del prisma de sus opuestos, declaran 108 historiadores europeos en un artículo conjunto que encabezan Stéphane Michonneau y Thomas Serrier, de la Universidad de Lille.
En vísperas de las elecciones al Parlamento Europeo de 2019 vemos que está muy extendida la sensación de que hemos perdido la idea de Europa como una Unión. Nosotros, como historiadores y ciudadanos, de Europa y de fuera de ella, observamos una casi diaria desintegración de un proyecto que se sustentaba, así lo creemos, en una visión utópica que ahora tiene casi agotado su significado. Era una visión teleológica en la que mil años de conflicto se reinterpretaban como la posibilidad de una Europa integrada; una visión providencial que pronosticaba una Europa como unidad irreversible, despreocupada de lo de más allá de sus fronteras; y una visión inextinguible, en la que la construcción de tal Europa se creía que era el final de la historia. Pero, después de crisis anteriores, el Brexit finalmente nos obliga a reconocer que Europa como Unión ya no es un proyecto irreversible; por el contrario, está en grave peligro.
Un factor es la inclinación de Estados Unidos a dejar de tratar a Europa como a un aliado automático. La vida en Europa ya no está tan protegida. Los europeos se sienten vulnerables al enfrentarse ahora a cuestiones que han evitado durante demasiado tiempo. Al mirar a ese abismo, ha habido diversos intentos de construir una simplista historia de Europa contra “sus” Otros. Tal vez se podría dirigir una sonrisa cómplice hacia las reconstrucciones simbólicas de una Europa como Fortaleza. Porque este es un continente que no hace mucho dominaba el mundo. Y no se puede hacer como si esa anterior dominación no haya dejado marcas en esos Otros a lo largo de siglos de encuentros coloniales y comerciales. Pero, para las derechas, la historia de Europa aún puede celebrarse como una autoritaria narrativa de una civilización blanca y cristiana que vuelve la mirada atrás, con orgullo y seguridad en sí misma, hacia su poderoso pasado —una narrativa que refuta cualquier supuesta decadencia mediante la exaltación de los “valores fundacionales” de Europa—.
Condenamos con firmeza tales puntos de vista, que marginan por igual tanto la diversidad cultural, religiosa y política tan característica de nuestro continente como la responsabilidad heredada de ese modo de nuestro pasado. Las vemos como la simple continuación del proceso de desplazamiento de nuestros sentimientos de frustración e indefensión hacia algún “Otro”: y ello es así tanto si se dirige hacia abajo, hacia “los” musulmanes, judíos, inmigrantes o refugiados, como hacia arriba, hacia “un” Putin, Trump u otro líder mundial. Tampoco vemos valor alguno en obsesionarse con las historias nacionales como una letanía de sufrimientos, guerras y genocidios, o en adoptar una postura exclusivamente acusatoria en la que Europa es colectivamente culpable. En vez de ello, necesitamos abandonar con urgencia esos contraproducentes conceptos binarios y encarar el mundo, reconociendo en cambio las luces y sombras de nuestro pasado europeo: en pocas palabras, repensar Europa a través del prisma de sus opuestos.
¿Cómo responder a ese desafío? Más allá de nostálgicas narrativas lineales que implican una unidad preestablecida (“una” herencia, “una” historia, “una” memoria…) recuperemos memorias que son fundamentalmente polifónicas, y dejemos de comprimir a Europa en un único relato. Las narrativas magistrales ya no son viables como lo fueron en otro tiempo para los Estados-nación. Reconozcamos en cambio nuestra multiplicidad, sin abandonar nuestro sentimiento de unidad, ya que todavía sentimos que compartimos cosas en común: un pasado y un presente —y, si queremos, un futuro—.
Seamos francos. Europa es un mosaico de fronteras invisibles e imaginadas que dividen a los europeos en todos sus países y regiones. Hay una Europa Atlántica cuya mirada es trasatlántica, al coste de vínculos más cercanos a su propia casa. Está la rica Europa del Noroeste que da lecciones a los países del Club Med bajo el disfraz de una buena gobernanza. La Europa Occidental cultiva un viejo desdén hacia los Estados europeos del Centro y del Este con respecto a sus nuevas y defectuosas culturas democráticas. Hay una Europa cristiana que excluye o ignora a las minorías religiosas o ateas que también conformaron su historia durante siglos. Está la Europa de los grandes países que no oyen los miedos legítimos de los pequeños, mientras estos retienen amargos recuerdos de largos periodos de dominación extranjera. Está la Europa de los inmigrantes que son vistos como ciudadanos de segunda clase en los que no se puede confiar. La lista continúa. Europa está hendida por fallas, muchas de ellas fáciles de activar.
Pero sin comprometernos con nuestros pasados ¿qué futuro puede construirse? Permítasenos sugerir dos posibles caminos, cada uno de los cuales puede ayudarnos a armar unas narrativas más claras de nuestra historia. El primero, construyendo nuevas narrativas sobre cómo a Europa la hacen más rica sus divisiones. A medida que reconocemos mejor las memorias divididas, generadas por nuestros incesantes conflictos, nos hacemos más expertos en desarrollar el tipo de narrativa compartida que cada vez necesitamos más. Y lo necesitamos precisamente porque nuestro tiempo es el de una peligrosa competición de poderes, y el del retorno de modelos políticos, económicos y sociales de otra época.
La historia de las divisiones consideradas como una herencia común está aún por escribirse. Pero es posible escribirla debido precisamente a nuestro conocimiento de cómo en nuestro pasado reciente se han superado tales divisiones, en particular después de 1945 y de 1989. Ello no sucedió porque, desde arriba, se nos ordenara reconciliarnos. Por el contrario, surgió desde abajo, como consecuencia de que los europeos emprendiéramos un proceso de genuino “trabajo de la memoria”, que como dijo el filósofo Paul Ricoeur, es siempre un trabajo de “memoria plural”.
Nuestro segundo camino deriva del hecho de que Europa ha sido, a lo largo del último milenio, un continente regido por la ley, que nos ha protegido en la expresión de nuestra diversidad. Muchos enfrentan la soberanía del Estado al régimen de una Unión Europea, con exceso de personal y antidemocrático, con centro en Bruselas. Esta es otra queja sustantiva. Pero es también la Unión que ha garantizado las soberanías nacionales de tal modo que protege e incluso organiza sus divergencias.
Este proyecto es lo opuesto a las pasadas ambiciones imperiales. También es ajeno a cualquier visión de una “cárcel de pueblos” concebida e impuesta por unas élites globales. En vez de ello, “Europa” es un proyecto de solidaridad sin precedentes, sustentado por la voluntad de pueblos que han abolido la guerra entre ellos y que comparten el mismo deseo de libertad. Es una historia que vale la pena contar y defender.
Para reconstruir Europa es vital reconstruir su historia. Y así, a nosotros, europeos y no europeos, nos parece crucial otorgar un sentido y una significación más plenos a esta experiencia europea única y frágil. Mediante la confrontación entre memorias divididas y una renovada forma de “memoria compartida”, podremos contar la historia de una Europa que lucha contra viento y marea en favor de la construcción de un nuevo tipo de relación consigo misma y con el mundo.