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miércoles, 25 de julio de 2018

[A VUELAPLUMA] Guetos mentales





Para salir de los mundos mentales cerrados propios de las sectas o círculos de elegidos es necesario, en primer lugar, una cierta propensión a la independencia personal, y además, acogerse al amparo moral de otra autoridad fuerte, escribía hace unos días en El País el historiador José Álvarez Junco. 

Creo que tiene razón. A mí ha pasado, y después de militar durante muchos años en organizaciones políticas, reconozco que no estoy hecho para ser hombre de partido. Siempre me encontré como "fuera de juego" en ellas, aunque llegara a ejercer cargos de cierta relevancia en las mismas. De ello, de esa sensación incómoda de outsider que algunos padecemos, hablábamos precisamente una amiga y yo hace unos días mientras tomábamos un café en una terraza de Triana: de lo difícil que es cambiar de opinión sin que los que antes eran tus amigos te llamen traidor. ¿Traidor a quién o a qué?, cabe preguntarse... 

Doce niños son rescatados, felizmente, de una cueva tailandesa, comienza diciendo Álvarez Junco. Y en esos mismos días, añade, conozco, por fortuna, al chileno Mauricio Rojas, cuya historia personal me impresiona: antiguo militante del MIR, exiliado a Suecia tras el golpe de Pinochet, se integró en aquel país, fue elegido diputado y actuó durante años en el Parlamento sueco; hoy es asesor del nuevo presidente chileno Piñera, liberal conservador.

Relaciono ambos casos, no sé si por los pelos, con la evolución intelectual y vital de mi generación, la de los nacidos bajo el primer franquismo. No hemos vivido, pienso, un proceso gradual de aprendizaje, una tranquila acumulación de conocimientos, sino una sucesión de refugios en grutas, mundos mentales cerrados, en los que nos integramos con fe ciega durante años para, en cierto momento, tras dramáticas crisis personales, arrumbarlos y sustituirlos por otros.

Llamo mundos mentales cerrados a los propios de las sectas, círculos de elegidos, creyentes en la salvación colectiva, alimentados por ideologías globales, con respuestas para todo; comunidades que solo reciben su propia e interesada información y desconfían de cualquier aporte proveniente del exterior, al que creen hostil, y que castigan o excluyen a quien se obstina en plantear dudas o mantener opiniones propias.

¿Cómo se puede salir de este tipo de grutas mentales si desde ellas se carece, por definición, de acceso a toda información crítica? Es una operación, en principio, más difícil que la de Tailandia, pero de hecho ocurre y todos hemos conocido giros vitales de este tipo. Aunque también sabemos de gente que no ha cambiado nunca, que han sido fieles a una Iglesia, o a Trotski, toda su vida.

Lo primero que se necesita para liberarse de esas grutas es, desde luego, una cierta actitud rebelde, un individualismo, una propensión a la independencia personal más que a la lealtad incondicional hacia el grupo. Al decir esto halago a quienes protagonizan estas rebeldías, pero no en todo seré tan positivo. En nuestro caso, el primer mundo cerrado en que crecimos fue el nacionalcatolicismo, anclado en la condena de la modernidad por Pío IX, tan viva aún en los colegios de curas de la España de los años 1950. Las pruebas acumuladas por Tomás de Aquino sobre la existencia de Dios, oídas en clase de filosofía, nos parecían irrefutables. Pero por algún lado llegaban objeciones, que no dejaban de rebullir en la cabeza de un chico de dieciocho años. Si Dios era tan bueno, ¿por qué existía el mal? ¿por qué era tan injusto el mundo? No bastaba referirse al demonio, porque Satanás mismo era, como todo, producto de la voluntad divina. ¿Por qué había el Supremo Hacedor consentido —o decidido libremente— que existiera Satanás?

Venía a continuación la pésima reacción del grupo ante el inquieto. Desconfiaban de inmediato, le excluían, no perdían el tiempo con él. Por mucho que lo intenté, nunca logré mantener un debate serio sobre el origen del mal en el mundo. Un par de curas me dijeron que era un muchacho interesante, con inquietudes, que teníamos que hablar largo y tendido. No encontraron el momento para hacerlo. Pero no todo deja en tan buen lugar la personalidad del disidente, no todo se debe a su espíritu crítico, insatisfecho con las explicaciones tranquilizadoras que apuntalan la visión del mundo dominante en su entorno. Existe también un lado menos honorable. Pocos prescinden del amparo de un grupo cerrado sin acogerse a otra autoridad o referencia moral fuerte. Mi decisión de no ir a misa un cierto domingo, por ejemplo, se reforzó al caer en la cuenta de que Ortega y Gasset no era católico; si Ortega, de quien había leído un par de libros y a quien creía una mente de prestigio universal e incontestable, no creía en ese Dios uno y trino cuya voz en la tierra era la Iglesia de Roma, alguna razón habría para no hacerlo. Un argumento de autoridad tan ingenuo como ese pesó tanto o más que cualquier planteamiento racional.

Durante años, o decenios, el mundo mental en el que nos refugiamos los miembros de mi generación universitaria renegados del franquismo fue una cultura contestataria cuyo soporte intelectual era básicamente marxista. Aquella nueva gruta nos proporcionó amigos, amores, apoyos ante cualquier conflicto personal; y, en el terreno intelectual, respuestas para todo. Cualquier frustración se debía a la dictadura, cuyos cimientos eran la explotación de la clase obrera y el amparo del imperialismo americano. Las multinacionales, oscuras y malignas regidoras del mundo, eran las responsables directas o indirectas de todos los males que afligían a la humanidad: hambres, guerras, analfabetismo, desajustes amorosos, extinción de especies, océanos ahogados en plástico; todo, bien explicado, era culpa del capitalismo depredador.

Tampoco fue fácil escapar de aquello. Ni fue muy distinto el mecanismo seguido. Todo empezó con algunas preguntas cruciales, como por qué la revolución proletaria había desembocado en los horrores del estalinismo. La psicopática personalidad de Stalin no bastaba como respuesta, pues era el propio sistema quien había confiado a un tipo como él, y sin control alguno, la máxima responsabilidad. Al planteamiento reiterado de aquellas objeciones siguió, de nuevo, un proceso duro, del que estuvieron ausentes, como en el anterior, los debates serios. Uno empezó a ser sospechoso en cuanto repitió sus dudas. Perdió amigos, dejó atrás amores, se oyó llamar traidor… Y tampoco bastó la mente crítica. Fue necesario ampararse en personalidades que uno creía autorizadas (Claudín, Semprún, en el caso español; Borges, Paz, Vargas Llosa, para los latinoamericanos). Solo entonces se entrevió la salida de la gruta.

La pregunta es por qué existen esas grutas, por qué tendemos a refugiarnos en ellas, cuál es el camino que nos permite encontrar la salida, y con cuánta frecuencia abandonamos una solo para refugiarnos en otra similar. Los casos de tránsito del marxismo al nacionalismo, por ejemplo, son notorios. O los de aquellos que no salen nunca de la gruta, ni aun cuando creen haberlo hecho, porque siguen aferrados a tópicos propios de aquella visión a la que un día fueron fieles.

Ocurre con las sectas, por antonomasia religiosas. Pero también con los grupos políticos, en general radicales, de derechas o de izquierdas, como nacionalismos o populismos: hablan únicamente entre ellos, leen su propia prensa, oyen su canal de televisión, no permiten que voces ajenas les cuestionen su visión del mundo. Lo tranquilizador es que exista una verdad, garantizada por una autoridad. Lo contrario, lo propio del espíritu libre, es afrontar la realidad sin armadura, a pecho descubierto, aceptando que la verdad es múltiple, que sus fragmentos viven dispersos, que hay que oír a todos y estar dispuesto, hasta el final, a aprender, a cambiar de opinión. Hace falta mucha fuerza para eso.




Dibujo de Eulogia Merle para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




Harendt






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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)
Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme de una vez para siempre a realizarlos (G.W.F. Hegel)

viernes, 21 de julio de 2017

[A vuelapluma] Interpretaciones sobre la República





Los años convulsos que van desde 1931 hasta 1936 se han convertido en una lucha partidista de interpretaciones, escribe en El País Javier Moreno Luzón, catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid.

La convulsa Segunda República española, entre abril de 1931 y julio de 1936, se ha convertido en uno de esos asuntos históricos enfangados en continuas batallas políticas y culturales, comienza diciendo. Parte de un pasado que no termina de pasar, refleja las preocupaciones de los sucesivos bandos en conflicto y sella sus identidades partisanas. Lo cual afecta, de manera inevitable y no siempre positiva, a los historiadores. Como se ha señalado a propósito de la revolución soviética de 1917, cuéntame qué opinas de la República y te diré quién eres.

En ese breve periodo democrático se dan cita algunos elementos clave en cualquier interpretación acerca de la España contemporánea. Antecedente inmediato de la Guerra Civil y de la dictadura de Franco, a él se acercan quienes intentan dilucidar por qué aquí no cuajó la democracia y a qué fuerzas hay que atribuir la responsabilidad en la tragedia. Naturalmente, las izquierdas y las derechas acusan a los predecesores de sus contrarias y absuelven a los propios. Una pugna histórico-política que se ha enconado en las últimas décadas y ha enrarecido el clima historiográfico hasta extremos antes inimaginables.

Para empezar, bajo la bota franquista se permitían pocas dudas: la República no era más que la culminación de una historia desgraciada, la del liberalismo español, que había traicionado las esencias nacionales y se había entregado a revolucionarios y separatistas, lo cual justificaba el levantamiento militar de 1936. En aquellos tiempos grises, los escasos historiadores que se ocupaban de la época y no se dedicaban a la propaganda vivían fuera del país. Entre ellos figuraban defensores de los republicanos y socialistas que habían diseñado el programa —educativo, social y agrario, civilista, secularizador— de 1931, pero también observadores moderados que guardaban las distancias.

Conforme se abrió paso la democracia en los setenta, el panorama cambió de forma substancial, pues desde entonces proliferaron las publicaciones y los coloquios, los cursos y los programas de radio y televisión, mientras el ambiente político animaba a no repetir los errores pretéritos y pasar página. Aquel florecimiento historiográfico, que con altibajos duró más de dos decenios, no sólo multiplicó las contribuciones, sino que puso asimismo a los académicos autóctonos al mismo nivel que los hispanistas. Se asentaron enfoques que aconsejaban contemplar la etapa en toda su complejidad y no tener a la República por un mero plano inclinado hacia la contienda. Y, cosa notable, fue posible el diálogo entre gentes de ideologías distintas, que no confundían su proximidad a una u otra tendencia con la fe ciega en sus bondades.

Sin embargo, a finales de los noventa, cuando la historia se transformó de nuevo en arena de combate político, ese entendimiento se vino abajo. Abrieron fuego pseudohistoriadores que recuperaron viejas tesis de regusto franquista: las izquierdas tuvieron la culpa de todo y la guerra comenzó no en 1936, sino en 1934, cuando se sublevaron contra un Gobierno en el que entraban los católicos. La democracia no era tal y Franco salvó a España del comunismo. Lo burdo de sus argumentos, acorde con sus métodos de investigación, no impidió que vendieran muchos libros y llenasen grandes espacios mediáticos. El público de derechas seguía ahí, dispuesto a comprar, con ropajes diferentes, las diatribas ya conocidas.

Por otro lado, los movimientos para la recuperación de la memoria histórica reivindicaron la herencia republicana, la de los perdedores de la guerra, demandaron reparaciones y proyectaron hacia atrás una visión idealizada de la República. Más que comprender qué había ocurrido, se trataba de enarbolar emblemas progresistas, lo mismo que en las manifestaciones contra los Gobiernos del Partido Popular ondeaban por miles las banderas tricolores. Según estas versiones, los partidos y sindicatos de izquierda se habían comportado como demócratas irreprochables y merecían más y mejores homenajes. Como si republicanos, socialistas, nacionalistas, anarquistas y comunistas hubieran remado siempre juntos y en la misma dirección.

Las posturas se radicalizaron cuando, ya entrado nuestro siglo, el Gabinete socialista, decidido a integrar el legado republicano en la España constitucional, impulsó una ley de reparaciones que, aunque prudente, desató una intensa pugna. Nada la ejemplificó mejor que la batalla simbólica de esquelas en la prensa, en la que cada cual recordaba a sus muertos. Y así estamos. Los conservadores repiten, día sí y día también, que hay que mantener cerradas las heridas, al tiempo que incumplen la ley y contraponen la Transición modélica al caos republicano. Por su parte, las nuevas izquierdas elogian al pueblo de 1931 y al que frenó al fascismo en 1936. La súbita crisis de la Monarquía les hizo soñar con una Tercera República, espejo de la Segunda, pero su despertar no ha borrado las trincheras cavadas en torno a las respectivas legitimidades.

Entre tanto, la historiografía se ha enriquecido con un sinfín de artículos, libros y congresos, impulsada a menudo por profesionales españoles que se mueven con soltura en las universidades europeas. Se han refrescado temas clásicos, como las biografías, las elecciones o las reformas; y también se atiende a otros actores, desde las mujeres hasta los guardias civiles, al tiempo que la historia cultural ilumina los discursos, las movilizaciones o la violencia política. Los estudios locales ya no son localistas, sino que emplean el microscopio para desentrañar fenómenos de largo alcance.

No obstante, concluye diciendo, los especialistas en la República tienden hoy a alinearse en facciones enfrentadas a cara de perro. Poco queda de los foros donde un general vencedor podía conversar con un antiguo exiliado. Ahora lo habitual es descalificar a quienes sostienen otras posiciones, porque se supone que su militancia progresista les impide ver la realidad o porque cualquier melladura en los mitos republicanos se juzga como un retorno a las ideas del franquismo. No basta con discutir las opiniones de los otros, sino que además hay que tacharles de deshonestos. Abundan los albaceas de personajes y causas del pasado, mientras algunos medios instrumentalizan las investigaciones universitarias para alimentar la controversia. Hasta ha entrado en escena, con un toque surrealista, la Fundación Francisco Franco. La política maniquea pervierte el conocimiento de la historia, y este, como la calidad de nuestros debates, sale perdiendo.



Un grupo de españolas votando en las elecciones de 1933



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






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