Nunca la humanidad ha vivido con tanto progreso y con menos violencia. La paradoja es que en este contexto Estados Unidos haya elegido a un presidente que es un emisario de la utopía regresiva y que representa un riesgo civilizatorio, comenta en El País el escritor mexicano y director de la revista Nexos, Héctor Aguilar Camín.
Siempre es buen momento para decir que todo anda mal, comienza diciendo Camín. Quien celebra la bondad de sus tiempos cae bajo la ironía de Voltaire, encarnada en su invencible personaje Pangloss, quien, en medio de guerras y desastres sin fin, creía siempre estar viviendo en el mejor de los mundos posibles.
La novela de Pangloss, que lleva el elocuente nombre de su discípulo, Cándido, es una mordaz demolición del optimismo que acompaña al espíritu del progreso. El progreso existe, sin embargo, pese a Voltaire. El progreso material se prueba por sí solo en la calidad y la duración de la vida humana de hoy, comparada con la de hace 100, 500 o 2.000 años.
El progreso moral también puede probarse por el hecho extraordinario de que el hombre, el animal más peligroso del reino zoológico, es hoy menos sanguinario y cruel de lo que ha sido nunca en su historia. No vivimos en el mejor de los mundos posibles, como quería Pangloss, pero es un hecho que vivimos en el menos violento de los mundos conocidos.
Oigo reír al lector, pero esta es la materia asombrosa y consistente del libro de Steven Pinker: The better angels of our nature. Why violence has declined? (Penguin 2011). Pinker demuestra ahí, con lujo de estadísticas históricas, que la humanidad nunca ha sido menos violenta que ahora. Nunca ha muerto menos gente en campos de batalla, ni la guerra ha cobrado menos vidas, como en los últimos 50 años. Nunca la especie humana ha compartido valores civilizatorios tan altos.
La visión de Pinker es cualquier cosa menos un recetario de optimismos históricos. Es una exploración científica de la disminución de la violencia en la historia. Me extenderé un poco sobre los números de Pinker, porque contradicen el saber común, y vale la pena oírlos con algún detalle.
El lugar más seguro para vivir que ha existido en la historia de la humanidad es la Europa Occidental de hoy, donde el índice de homicidios es de 1 por cada 100.000 habitantes. La zona más peligrosa que ha existido nunca es la comunidad de Kato, California, en los años 1840, donde la tasa de violencia llegó a ser de 1.500 homicidios por cada 100.000 habitantes.
La exploración forense de sitios arqueológicos ha permitido medir la increíble proporción de seres humanos que morían violentamente en la prehistoria. En promedio, un 15% de las muertes totales: 524 homicidios por cada 100.000 habitantes. El primer gran arco de disminución de la violencia fue el fin del nomadismo primitivo, esencialmente predador, y la aparición de las sociedades agrícolas sedentarias, que dieron paso a distintas formas de Estado.
El Estado fue entonces el gran pacificador. También fue el origen de las guerras subsecuentes de la historia: las pequeñas, las grandes y las hemoclísmicas.
Pero, en términos del proceso civilizatorio, como lo llamó Norbert Elías, la violencia que el Estado redujo fue superior a la que creó. El Estado teocrático azteca tenía una tasa de 250 homicidios; muy alta, pero la mitad de la de las sociedades prehistóricas, anteriores al Estado.
La Francia de la Revolución y de las guerras napoleónicas tuvo un promedio de 70 homicidios por cada 100.000 habitantes, cifra sorprendentemente baja comparada con la de siglos anteriores. Las guerras mundiales del siglo XX arrojaron tasas de violencia de 144 muertes en Alemania y 135 en la URSS.
Desde el fin de la II Guerra Mundial, el número de muertos en guerras, entre naciones, guerras civiles, guerras étnicas y religiosas, y actos terroristas, no ha hecho sino descender, al tiempo que asciende en todos los órdenes algo parecido a la “paz perpetua” imaginada por Kant, en la que triunfan, paso a paso, los mejores impulsos de la naturaleza del animal moral que es el hombre: la empatía, el autocontrol, el sentido moral y la razón.
La melancolía social no se disipa con estadísticas, desde luego: en los años en que menos seres humanos mueren en conflictos bélicos tenemos la sensación térmica de un mundo violento como nunca. La caída del muro de Berlín puso fin a la Guerra Fría y abrió paso a un momento de paz y prosperidad cuyo trofeo mayor fue la unificación de Occidente en los valores de la democracia, la prosperidad, el libre comercio, la cooperación entre las naciones, la globalización y el fin del fantasma de la hecatombe nuclear.
La construcción del muro de Trump resume y representa lo contrario: la llegada al poder, en la potencia hegemónica de Occidente, de un presidente cuya utopía regresiva (“Make America Great Again”) está construida con el viejo discurso de la discriminación racial, el rechazo al libre comercio, el unilateralismo diplomático, el aislacionismo estratégico y la amenaza nuclear, vertida en estos días sobre Corea del Norte.
Apenas puede exagerarse la intensidad con la que se abren paso en los países centrales de Occidente algunos de los viejos demonios aislacionistas, nacionalistas, xenófobos, racistas y aún antisemitas. Es una oleada de regreso a lo peor del pasado ante la frustración por lo peor del presente. Explica por igual el Brexit, el ascenso del nacionalismo, la xenofobia y la derecha en Europa, así como la victoria de Trump, vocero de la parte más vieja, menos abierta al futuro, de su sociedad.
La paradoja no deja de ser inquietante: la sociedad más moderna del mundo ha elegido como presidente al emisario de una utopía regresiva que quiere volver el reloj de la historia atrás y reponer la grandeza pasada de Estados Unidos: con riesgo nuclear, con exclusión migratoria, con discriminación racial, con proteccionismo comercial, con bilateralismo diplomático, con aislacionismo, más que con responsabilidad de gran potencia.
Regreso a Pinker y a su visión del progreso civilizatorio. Si algo falta en ella es la sospecha trágica, probada por la historia, de que los mejores ángeles de nuestra naturaleza suelen ser vencidos por nuestros peores demonios. La primera guerra mundial interrumpe una de las más largas eras de paz y civilización conocida hasta entonces por Europa.
El proceso civilizatorio de los últimos cincuenta años tiene sólo un riesgo, uno solo, de tornarse súbitamente su contrario. Es el riesgo de una confrontación nuclear, el riesgo con el que Trump juega en estos días en su batalla de amenazas contra Corea del Norte. Si sus amenazas tienen efecto, si el dictador de Corea del Norte llega a convencerse de que efectivamente será, junto con su país, borrado del planeta, ¿qué incentivos tendría para no lanzar su propia bomba?
La deriva de Trump no solo representa un acoso a la civilización, sino un riesgo civilizatorio. De modo que vivimos en el menos malo de los mundos posibles, salvo Trump.