Se ha perdido la confianza en el futuro y se ha impuesto la idea de que el paraíso no está al alcance del ser humano. Lo señala en El País el escritor Eugenio Fuentes comentando la novela El cuento de la criada, de Margaret Atwood, convertida recientemente en una afamada serie de televisión.
Si la utopía es el proyecto de un paraíso, comienza diciendo, la distopía es la predicción de un infierno. Desde que Platón dio el aldabonazo de salida con su República, la historia de la literatura abunda en la invención de falansterios y comunidades donde reina la armonía, todo se comparte equitativamente, no hay guerras ni injusticias, no hay ricos ni pobres, basta con trabajar unas pocas horas al día para que todo funcione y las necesidades sean atendidas. En la Utopía, de Tomás Moro; en La ciudad del Sol, de Campanella, o en La Nueva Atlántida, de Francis Bacon, todos los saberes científicos recopilados en el Renacimiento sirven al bienestar de la comunidad, al alivio de la enfermedad y del dolor. Las mujeres viven en igualdad de derechos con los hombres, los niños prolongan su infancia sin ser sometidos a abusos ni a esclavitud laboral y los ancianos son cuidados por la comunidad hasta que les llega la muerte de forma natural. Resulta lógico que, con el optimismo de la Ilustración, Charles Fourier, Étienne Cabet o Edward Bellamy diseñaran nuevas organizaciones sociales justas y perfectas para alcanzar una nueva Edad de Oro.
Sin embargo, continúa diciendo, las visiones melioristas del futuro no lograron consolidarse en la realidad. Pasaron los siglos y las fechas previstas y nada se cumplió de aquellos proyectos que pretendían reparar los defectos del mundo. Cuando se llevaron a la práctica, siempre terminaron en decepción o en fracaso y pronto perdieron su prestigio teórico, y no por las dificultades geográficas o económicas, sino por la propia condición humana, por la resistencia de los participantes a compartir la euforia, a aceptar una felicidad obligatoria y por decreto, a someterse a una enojosa uniformización moral, política, laboral, educativa, por la imposibilidad de escapar al control del Estado utópico y también porque las mejores doctrinas han tenido servidores viles.
En los últimos años, añade, están apareciendo novelas sobre distopías, como si después de haber probado todas las variantes de monarquías y repúblicas, de capitalismos y socialismos sin haber encontrado una horma perfecta donde el hombre encajara y se gobernara a sí mismo sin daño, sin guerras, sin conflictos, a los creadores les vinieran a la imaginación pesadillas futuristas en lugar de paraísos. Michel Houellebecq, Cormac McCarthy, Ricardo Menéndez Salmón, Rosa Montero, Boualem Sansal han revitalizado un género cuya actualidad es inversamente proporcional al sosiego político y social: cuanto más áspero, ingrato e inquietante es el presente, tanto más se proyecta esa inquietud en infiernos futuristas donde se concretan los miedos, las predicciones de catástrofe. Con los escombros de las utopías anteriores, el chasqueado siglo XXI construye cárceles distópicas, ergástulas del pesimismo cuando se ha dejado de creer en la perfectibilidad del hombre.
En estas mismas páginas [se refiere a un artículo de El País que será objeto de tratamiento en una próxima entrada del blog], comenta, se daba cuenta del estreno de una serie televisiva basada en El cuento de la criada, la novela de Margaret Atwood, de la que Volker Schlöndorff ya había dirigido una adaptación cinematográfica, con guión de Harold Pinter. La historia sucede en un futuro incierto en la república de Gilead, nuevo nombre –de resonancias bíblicas-, de los antiguos Estados Unidos, donde los integristas han tomado el poder mediante un golpe de estado que ha suspendido la Constitución. Después de una hecatombe bélica y ecológica que ha dejado “el aire saturado de sustancias químicas, rayos y radiación, y el agua convertida en un hervidero de moléculas tóxicas”, la mayor parte de la población de Gilead es estéril, hay muy pocos hombres y mujeres fértiles, y estas, dedicadas exclusivamente a la procreación, son cuidadas con mimo, como hermosos y delicados animales en extinción, pero al mismo tiempo estrechamente vigiladas: “Pertenezco a la reserva nacional”, dice con triste ironía Defred, la protagonista. Las mujeres no pueden mirar a los hombres a los ojos y, cuando van por la calle, deben llevar toca y el rostro tapado, lo que les dificulta la visión: “Hemos aprendido a ver el mundo en fragmentos”. Incluso han perdido su nombre y se llaman según su propietario: Defred, Dewarren o Deglen, es decir, perteneciente a Fred, a Warren, a Glen.
En este marco de fundamentalismo teocrático-militar -¿les suena?, añade con ironía- que reduce a las mujeres al silencio, a la sumisión y a la reproducción, ya no hay revistas ni películas; las universidades están cerradas y a las mujeres les está prohibido tener propiedades, viajar, leer y escribir, hasta el punto de que jugar con las palabras al scrabble se convierte en un placer muy agradable.
La originalidad de Margaret Atwood consiste en sustituir las distopías de H. G. Wells, de Georges Orwell, de Aldous Huxley, de Ray Bradbury, de Vladimir Nobokov o de Ismaíl Kadaré, basadas en pesadillas sociales, por una variedad de pesadilla androcéntrica en la que nada de lo que esperaban Mary Wollstonecraft o Simone de Beauvoir se ha cumplido. En lugar de una distopía política, la novela de Atwood es una tenebrosa pesadilla sexista narrada sin ningún énfasis apocalíptico, lo que la hace más aterradora: la mitad de la población está discriminada o esclavizada por su sexo, prejuzgada por su anatomía y no por sus actos, pues la tétrica república de Gilead no siente ninguna animadversión personal contra Defred o contra Dewarren. Los endebles conatos de resistencia en la clandestinidad para articular una guerrilla femenina no pueden nada contra la poderosa fratría masculina.
En un final abierto, sigue diciendo, Atwood deja al lector en libertad para juzgar, no especifica el resultado de su lucha, pero el hecho de que la novela esté ambientada en el futuro indica que su autora tampoco es muy optimista sobre el conflicto entre los géneros.
Quizá la actual revitalización de la distopía, añade, sea un signo de los tiempos en los que se ha perdido la confianza en el futuro y se ha impuesto la idea de que el paraíso no está al alcance del ser humano, incapaz de organizar un sistema de felicidad colectiva. El hombre tiene talento para su diseño teórico, pero no cualidades morales para ponerlo en práctica. Siempre insatisfecho y con una irremediable tendencia hacia el caos, pronto se afana en el deterioro del hermoso edificio construido por los creadores del proyecto.
Si esto es cierto, concluye diciendo, acaso no haya mejor utopía que defender día a día una ética individual del presente, sin deslumbrarse por los espejismos y quimeras de futuros paraísos sociales o teológicos. Del mismo modo que en la vida privada no existe la felicidad permanente, que es una palabra demasiado grande, y solo nos salvan los buenos momentos, así tampoco en la vida colectiva es posible un paraíso perfecto y eterno. A pesar de esa limitación, sin embargo, no estamos eximidos de intentar erradicar los grandes sufrimientos sociales y buscar el máximo posible de buenos momentos históricos.