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martes, 14 de abril de 2020

[A VUELAPLUMA] La plaga



Dibuo de Nicolás Aznárez para El País


Esta plaga sin rostro parece amenazar con absorber todo nuestro ser. Pero, cuando pase, es posible que una nueva conciencia de la brevedad y la fragilidad de la vida empuje a la gente a cambiar sus prioridades, comenta en el A vuelapluma de hoy martes [Un mismo tejido humano infeccioso. El País, 12/4/2020] el escitor israelí David Grossman.

"Esta plaga es más grande que nosotros -comienza diciendo Grossman-. Más poderosa que cualquier otro enemigo de carne y hueso que hayamos imaginado o visto en el cine. De vez en cuando se abre paso hasta nuestro corazón la aterradora idea de que esta vez, quizá, vamos a perder la guerra. El mundo entero. Como cuando la “gripe española”. Enseguida descartamos la idea, porque no es posible. ¡Estamos en el siglo XXI! Somos seres avanzados, informatizados, dotados de armas y medios de destrucción infinitos, protegidos por antibióticos, inmunizados. Sin embargo, esta plaga nos dice que las reglas del juego son diferentes, tan diferentes que, de hecho, no hay reglas. Contamos con miedo, cada hora, los enfermos y los muertos en todo el mundo. Y el enemigo no da señales de cansancio en su labor de cosecha y utilización de nuestros cuerpos para multiplicarse.

Esta plaga sin rostro, violenta y desoladora parece amenazar con absorber todo nuestro ser, de pronto tan frágil e impotente. Y ni siquiera las innumerables cosas que se han dicho en los últimos meses han logrado hacerla un poco más comprensible y predecible.

“Una plaga no está hecha a la medida del hombre; por eso nos decimos a nosotros mismos que no es más que una pesadilla, un mal sueño que pasará”, escribió Albert Camus en su novela La peste. “Pero no siempre pasa, y, de mal sueño en mal sueño, son los hombres los que fallecen... Creían que todavía todo era posible para ellos; lo cual daba por supuesto que las plagas eran imposibles... ¿Cómo iban a pensar en algo como la peste, que suprime el porvenir?”.

Ya sabemos que hay cierto porcentaje de la población que se infectará con el virus. Cierto porcentaje morirá. En Estados Unidos se habla de un millón de fallecidos. La muerte se ha vuelto muy tangible. Quienes pueden, se reprimen. Pero los que tienen una imaginación muy activa —como yo, por ejemplo, así que lean esto con una dosis de escepticismo— se entregan a hipótesis que se multiplican tan deprisa como la tasa de infección. Cada vez que me encuentro con gente, me planteo sus posibilidades en la ruleta de la epidemia. Y mi vida sin esa persona. Y su vida sin mí. Cualquier conversación podría ser la última.

El círculo se cierra cada vez más. Al principio nos dijeron que “cerraban los cielos” (qué expresión). Luego cerraron los amados cafés, los teatros, los campos de deportes, los museos. Las guarderías, las escuelas, las universidades. Una tras otra, la humanidad apaga sus linternas.

De pronto, en nuestra vida ha irrumpido una catástrofe de dimensiones bíblicas. Todo el mundo participa en este drama. Nadie se queda fuera. Nadie tiene un papel menor. En una matanza tan masiva, los muertos no son más que números, anónimos y sin rostro. Pero, cuando miramos a nuestros seres queridos, sentimos que cada persona es una cultura entera, infinita, cuya desaparición eliminaría del mundo a alguien insustituible. La singularidad de cada uno grita desde dentro y, así como el amor nos hace distinguir a una persona de todas las demás, ahora es la conciencia de la muerte la que lo hace.

Y bendito sea el humor, la mejor forma de soportar todo esto. Cuando podemos reírnos del coronavirus, en realidad estamos diciendo que todavía no estamos del todo paralizados. Que todavía podemos movernos y hacerle frente. Que seguimos combatiéndolo y que no somos solo víctimas indefensas (somos víctimas indefensas, pero hemos inventado una manera de evitar el horror de saberlo e incluso divertirnos con ello).

Para muchos, la plaga puede acabar siendo el acontecimiento más trascendental de sus vidas. Cuando todo pase y la gente salga de sus hogares después del largo encierro, quizá se articulen nuevas y sorprendentes posibilidades. A lo mejor la tangibilidad de la muerte y el milagro de haber escapado a ella constituirán una sacudida. Muchos perderán a sus seres queridos. Muchos se quedarán sin trabajo, sin ingresos, sin dignidad. Pero también es posible que algunos no quieran regresar a sus vidas anteriores. Que algunos —los que puedan, claro— dejen el trabajo que los asfixió durante años. Algunos decidirán abandonar a su familia. Separarse de sus parejas. Traer un hijo al mundo o todo lo contrario. Otros saldrán del armario (de cualquier tipo de armario). Unos empezarán a creer en Dios. Otros, creyentes, apostatarán. Tal vez la conciencia de la brevedad y la fragilidad de la vida incitará a la gente a establecer otras prioridades. A separar con más ahínco el trigo de la paja. A comprender que el tiempo, y no el dinero, es el recurso más preciado.

Habrá quienes por primera vez duden sobre decisiones tomadas, opciones ignoradas y concesiones hechas. Sobre los amores que no se atrevieron a sentir. Sobre las vidas que no se atrevieron a vivir. Hombres y mujeres se preguntarán por qué arruinaron sus vidas con relaciones que las llenaron de miseria. A otros, de pronto sus opiniones políticas les parecerán equivocadas, basadas exclusivamente en miedos o valores que se han desintegrado durante la epidemia. Quizá algunos desconfiarán de por qué su nación ha luchado durante generaciones y ha creído que la guerra es un mandato divino. Tal vez esta experiencia tan difícil haga que la gente aborrezca los nacionalismos, por ejemplo, y todo lo que subraya la separación, el extranjero, el odio y la trinchera. Algunos se preguntarán quizá, por primera vez, por qué los israelíes y los palestinos siguen batallando entre sí, arruinando sus vidas desde hace más de mil años en una guerra que podría haberse resuelto hace mucho.

El mismo hecho de ejercer la imaginación desde las honduras de la desesperación y el miedo posee su propia fuerza. La imaginación no solo ve las fatalidades, sino que también hace que nuestra mente sea libre. En tiempos de parálisis, la imaginación es como un ancla que arrojamos hacia el futuro, para que tire de nosotros hacia él. La capacidad de concebir una situación mejor significa que aún no hemos dejado que la plaga y la desolación se apoderen de todo nuestro ser. Por eso podemos esperar que quizá, cuando termine la epidemia y llegue la curación, la humanidad se inunde de un espíritu diferente, de sosiego y frescura. Quizá veamos en la gente, por ejemplo, señales de inocencia sin un atisbo de cinismo. Quizá la dulzura se convierta en moneda corriente. Tal vez comprenderemos que la pandemia asesina nos ha dado la oportunidad de liberarnos de capas de grasa y sucia codicia. De ideas espesas y sin criterio. De una abundancia que se ha vuelto exceso y ya ha empezado a ahogarnos.

Es posible que la gente mire los perversos resultados de la sociedad de la abundancia y el exceso y sienta náuseas. Quizá se dé cuenta ingenuamente de que es terrible que haya personas tan ricas y personas tan pobres, que un mundo tan rico y rebosante no ofrezca igualdad de oportunidades a todos los que nacen. Estamos descubriendo que todos formamos un mismo tejido humano infeccioso. Lo que es bueno para cada uno es bueno para todos. Lo que es bueno para el planeta es bueno para nosotros, nuestro bienestar, nuestro aire limpio y el futuro de nuestros hijos.

Y tal vez los medios de comunicación, que tanto ayudan a escribir el relato de nuestra vida y nuestra época, se pregunten también con sinceridad cuánto han contribuido al sentimiento de náusea general en el que estábamos sumidos antes de la plaga. Por qué teníamos la sensación de que algunas personas nos manipulaban mientras esos medios nos contaban nuestra trágica y complicada historia de forma grosera y cínica. No hablo de la prensa seria, sino de los “medios de masas”, que hace mucho pasaron de ser medios para las masas a ser medios que convierten a la gente en una masa.

¿Será verdad algo de todo esto? ¿Quién sabe? Y, aunque sea verdad, me temo que pronto se desvanecerá y todo volverá a ser como era antes de la epidemia, antes del diluvio. Es difícil saber lo que vamos a vivir hasta entonces. Pero haremos bien en seguir haciendo preguntas, a modo de medicina, hasta que se encuentre una vacuna".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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miércoles, 2 de mayo de 2018

[A VUELAPLUMA] Un hogar donde vivir en paz





Dentro de unos días Israel celebra sus 70 años de existencia. Confío en que celebraremos muchos más años y habrá muchas más generaciones que tendrán aquí su hogar y una vida segura, pacífica y creativa al lado de un Estado palestino independiente, porque quiero un hogar donde vivir en paz, dice el escritor israelí David Grossman en un discurso pronunciado en Tel Aviv para celebrar el Día del Recuerdo de los soldados caídos de Israel y de las víctimas del terrorismo que reproducía el diario El País hace unos días. 

Estamos en una ceremonia que, por más ruido que haya suscitado, es un acto de recuerdo y comunión, y llena de un profundo silencio, el del vacío que deja la pérdida de los seres queridos, comenzaba diciendo.

Mi familia y yo perdimos en la guerra a Uri, un hombre joven, dulce, inteligente y divertido. Casi 12 años después, todavía me cuesta hablar de él en público.

La muerte de un ser querido es también la muerte de toda una cultura privada, personal y única que nunca volverá a existir. Afrontar ese “nunca” sin vuelta atrás es increíblemente doloroso. Luchar constantemente contra la pérdida es agotador.

Es difícil separar el recuerdo del dolor. Duele recordar, pero es todavía más aterrador olvidar. Y qué fácil es rendirse al odio, la rabia y el deseo de venganza.

Sin embargo, cada vez que tengo esa tentación, siento que pierdo de nuevo a mi hijo. Por eso decidí emprender otra vía, que es la misma, creo, que decidieron tomar los que están hoy presentes aquí.

Dentro del dolor hay también aliento, creación, bondad. La pena no nos aísla, sino que nos une y nos fortalece. Hasta viejos enemigos —israelíes y palestinos— pueden conectar a través de la pena y a causa de ella.

Nadie puede indicar a otra persona cómo vivir su duelo. Ni en una familia particular ni en la gran “familia afligida”. Nos une el firme sentimiento de tener un destino común y un dolor que solo nosotros conocemos. Por eso pedimos que se nos respete. No es un camino fácil, es confuso y lleno de contradicciones. Pero es nuestra forma de dar sentido a la muerte de nuestros seres queridos y a nuestras vidas después de su muerte. No queremos desesperarnos ni desistir, para que, en el futuro, la guerra se difumine, quizá incluso termine, y entonces empezaremos a vivir de verdad, y no solo a subsistir entre guerra y guerra, entre desastre y desastre.

Quienes hemos perdido a los que más queríamos, tanto israelíes como palestinos, estamos condenados a vivir con una herida abierta. No podemos seguir alimentando ilusiones. Sabemos que la vida está hecha de grandes concesiones.

Creo que la pena nos vuelve más realistas. Por ejemplo, tenemos claros los límites del poder. Y desconfiamos más, y sentimos repugnancia cuando vemos una exhibición de vacuo orgullo, de nacionalismo arrogante, de soberbia. No solo desconfiamos: nos dan casi alergia.

Esta semana, Israel celebra sus 70 años de existencia. Confío en que celebraremos muchos más años y habrá muchas más generaciones que tendrán aquí su hogar y una vida segura, pacífica y creativa al lado de un Estado palestino independiente.

¿Qué es un hogar?

Un hogar es un sitio de límites claros y aceptados, estable y sólido, que mantiene relaciones tranquilas con sus vecinos.

Los israelíes, después de 70 años —por más palabrería patriótica que oigamos estos días—, no tenemos todavía un hogar así. Israel se creó para que el pueblo judío tuviera el hogar que nunca había tenido en el mundo. Hoy, Israel quizá sea una fortaleza, pero no es ese hogar.

La solución al complejo problema de las relaciones entre israelíes y palestinos puede resumirse en una breve fórmula: si los palestinos no tienen un hogar, los israelíes tampoco lo tendrán. Y a la inversa: si Israel no es un hogar, tampoco lo será Palestina.

Tengo dos nietas, de seis y tres años. Ellas tienen claro que Israel es un Estado, que hay carreteras, escuelas, hospitales y un ordenador en el colegio, además de una lengua viva y rica. Pero para mi generación esas cosas no son tan evidentes, y por eso hablo desde la fragilidad de recordar vivamente el miedo existencial y la firme esperanza de estar, por fin, en casa.

Pero cuando Israel ocupa y oprime a otra nación, cuando crea una realidad de apartheid,el hogar lo es menos.

Cuando el ministro de Defensa decide impedir que los palestinos amantes de la paz asistan a este acto, Israel es menos hogar.

Cuando los francotiradores israelíes matan a docenas de manifestantes palestinos, Israel es menos hogar.

Cuando el Gobierno israelí intenta improvisar unos pactos sospechosos con Uganda y Ruanda, cuando está dispuesto a expulsar a miles de refugiados y a poner sus vidas en peligro, es menos hogar.

Cuando el primer ministro difama a las organizaciones de derechos humanos y busca formas de eludir las decisiones del Tribunal Supremo, cuando obstaculiza sin cesar la democracia y a los jueces, Israel es menos hogar.

Cuando el Estado abandona y discrimina a los marginados, cuando se cierra a la desgracia de los débiles y olvidados —supervivientes del Holocausto, pobres, familias monoparentales, ancianos, centros de acogida de niños, hospitales en dificultades—, es menos hogar.

Cuando abandona y discrimina a 1,5 millones de palestinos que son ciudadanos de Israel, cuando desperdicia la enorme posibilidad de tener una vida en común, es menos hogar, para la minoría y para la mayoría. Y cuando Israel niega el carácter judío de millones de judíos reformistas y conservadores, también es menos hogar.

Quiero un Estado que no actúe a base de impulsos, trampas, guiños ni manipulaciones

Cada vez que los artistas y los creadores tienen que demostrar lealtad y obediencia, no al Estado sino al partido gobernante, Israel es menos hogar.

Israel nos duele, porque no es el hogar que desearíamos. Sabemos lo maravilloso que es tener un Estado propio y estamos orgullosos de sus logros en la industria y en la agricultura, la cultura y el arte, la tecnología, la medicina y la economía. Pero nos duele su desnaturalización.

Los que están hoy aquí, y muchos más como ellos, son quienes más contribuyen a que Israel sea un hogar, en el pleno sentido del término.

En los próximos días me van a entregar el Premio Israel, y pienso dividir la mitad del dinero entre el Foro de la Familia y la organización Elifelet, que cuida de los hijos de los solicitantes de asilo. Creo que estos grupos hacen una labor sagrada, humanitaria, que debería estar haciendo el Gobierno.

Quiero un hogar en el que vivamos una vida segura y en paz, que no esté secuestrada por fanáticos de ningún tipo, por ninguna visión totalitaria, mesiánica y nacionalista. Un hogar cuyos habitantes no sirvan de mecha en nombre de un principio superior. Una vida que se mida por su grado de humanidad, un país no corrompido, unido, igualitario, sin agresividad ni codicia. Un Estado que se preocupe por cada una de las personas que viven en él, con compasión y tolerancia hacia las muchas formas de “ser israelí”.

Quiero un Estado que no actúe a base de impulsos, trampas, guiños ni manipulaciones. Quiero un Gobierno menos tramposo y más prudente. Podemos soñar, y hay mucho que admirar. Merece la pena luchar por Israel. Para nuestros amigos palestinos quiero una vida independiente, libre y pacífica, en una nación nueva y reformada. Y quiero que, dentro de 70 años, nuestros nietos y bisnietos, palestinos e israelíes, estén aquí y canten sus respectivos himnos nacionales.

Hay un verso que todos podrán cantar juntos, en hebreo y en árabe: “Ser una nación libre en nuestra tierra”. Es posible que entonces eso sea, por fin, realidad.



Dibujo de Nicolás Aznárez para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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