sábado, 2 de marzo de 2024

De la polarización

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado. Las contraposiciones ideológicas percibidas o sentidas son más fuertes que las reales, afirma en El País el filósofo Daniel Innerarity, e incluso en sociedades con debates especialmente intensos, la centralidad no desaparece. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com








 




Contra la polarización
DANIEL INNERARITY
26 FEB 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Como categoría de análisis político, la polarización está sobrevalorada. Que fuera la palabra del año no la convierte en la descripción objetiva de la sociedad. Hay en nuestras democracias fuertes disputas, histeria y desprecio, pero no polarización, al menos no en las dimensiones ni con la categorización que de ella se hace habitualmente. A pesar del reciente incremento de la hostilidad y la división en el espacio público, mi tesis es que no hay polarización en las sociedades democráticas si por tal entendemos constelaciones de conflicto relativamente estables y duraderas que configurarían una escisión de grupos sociales según intereses e identidades. Es cierto que determinados antagonismos se han acrecentado, pero esto no significa que hayan dado lugar a bloques sociales estables y rígidos, sin ninguna porosidad y entre los que ya no fuera pensable ningún compromiso.
¿A qué se debe entonces la intensidad de nuestras contraposiciones ideológicas? La polarización percibida o sentida es más fuerte que la real. Quien se mueve solo en determinadas burbujas de las redes sociales puede terminar creyendo que la sociedad está compuesta únicamente por canceladores culturales y negacionistas. Incluso en sociedades con debates especialmente intensos, la centralidad no desaparece; lo que hay es una politización en los márgenes que afecta a toda la dinámica del conflicto.
Polarizar es una estrategia de quienes desearían que no se produjera ninguna convergencia en la centralidad. En ese espacio habita mucha gente que no tiene el kit ideológico que les encajaría perfectamente en una tribu política concreta. ¿Y si la tan cacareada “mayoría social” fuera esta? El manual de campaña convencional dice que hay que polarizar, pero no es menos cierto que hay una expectativa social de mensajes positivos e integradores, que la radicalidad no resulta tan atractiva para el grueso de la sociedad, que es posible crecer moderándose. Así se explicarían los avances de BNG, Bildu o ERC; la diferencia entre Podemos y Sumar es precisamente la que tiene que ver con el tránsito del antagonismo a la transversalidad.
En medio del fragor de las más intensas campañas electorales se sueña con coaliciones y acuerdos incluso con los enemigos. Lo que sabemos de la negociación de Feijóo con Junts y ERC muestra, al menos, dos cosas: que entre unos encarnizados adversarios hay de hecho un mayor nivel de acuerdo de lo que podía suponerse a partir de las declaraciones y movilizaciones realizadas por el PP contra una amnistía cuyo objetivo de fondo comparten y que deberíamos acostumbrarnos a entender que en política existen dos planos diferentes: uno el análisis de la realidad y otro la táctica de combate, y es en el segundo donde está la causa de la polarización, no tanto en el primero. Quienes exploraban una posible negociación de investidura estaban de acuerdo en que el conflicto catalán debe ser reconducido de manera que pueda abordarse políticamente y que no tiene nada que permita interpretarlo con las categorías del terrorismo. No es poco y desmiente al menos la versión maximalista de la polarización respecto del asunto más divisivo de la actual política española. Los políticos están más de acuerdo en el ámbito privado que en el público, son más sinceros en las relaciones personales que cuando están gesticulando ante el público.
Un grupo de sociólogos alemanes liderados por Steffen Mau ha ordenado los principales escenarios de batalla ideológicos en: redistribución, nación, diversidad y justicia climática. Demuestra que en todos ellos la mayor parte de la gente adopta posiciones moderadas, las opiniones se solapan entre los distintos seguidores de los partidos, los planteamientos no se reducen a un a favor o en contra y se valora el acuerdo con quienes piensan de diferente manera.
1. El primero de ellos tiene que ver con las desigualdades arriba/abajo, tal y como se plantean en el clásico conflicto socioeconómico sobre la redistribución. El eje izquierda/derecha se ha articulado especialmente en torno a esta confrontación, pese a lo cual podemos constatar un espacio común para el acuerdo. El desmontaje del Estado de bienestar no es un objetivo compartido por toda la derecha, sino por su versión neoliberal, que no es hegemónica. Quienes se manifiestan en contra de la protección social no lo hacen por un rechazo general a la idea, sino por considerar que son ayudas que les discriminan o que no están plenamente justificadas. No es demasiado el espacio de encuentro, pero lo suficiente como para no reducir la discusión sobre estos asuntos a una polarización entre los que están a favor o en contra del Estado de bienestar.
2. El segundo ámbito de conflicto se refiere a las desigualdades dentro/fuera, y agruparía los diversos debates en torno a la pertenencia, territorialidad e inclusión. La cuestión territorial, tan divisiva en España, no confronta a comunitaristas y cosmopolitas, sino a distintas concepciones de la distribución del poder y, sobre todo, un combate de las élites por tener más recursos de gobierno. Pese a la intensidad de nuestra confrontación sobre esta materia, salvo en pequeñas minorías, no hay nativismo, supremacismo o xenofobia en los diversos sentimientos de pertenencia nacional, ni entre los españolistas ni entre los independentistas. Son una excepción quienes viven y expresan esa identidad en términos de contraposición agresiva, superioridad y exclusión.
3. Otro escenario de confrontación ideológica es el de las desigualdades nosotros/ellos, donde se desarrollan los conflictos que tienen que ver con el reconocimiento de la identidad, la diversidad sexual y los asuntos relativos al género. Aquí también podemos constatar que casi nadie pone en cuestión el derecho de cada uno a vivir del modo como le parezca y a no ser excluido por ello. Tenemos el ejemplo del matrimonio igualitario, que se convirtió en un caballo de batalla constitucional, pero del que hicieron uso en la práctica también quienes se oponían a su legalización. Lo que la retórica política estaba separando, lo unía la vida real. Me parece interesante constatar a este respecto que incluso los contrarios al feminismo suelen aludir a que defienden “el buen feminismo”, aceptando así indirectamente el marco que en principio rechazan.
4. Tendríamos finalmente las desigualdades presente/futuro, donde estarían las discusiones en torno al medio ambiente y el cambio climático, que confrontan los diversos intereses generacionales o la oposición entre el corto y el largo plazo. Y aquí también encontramos más acuerdo del que asumen quienes reducen el debate a un antagonismo entre activistas climáticos y negacionistas. Una gran mayoría cree que hay que proteger el medio ambiente; entre los renuentes a la transición ecológica, más que una impugnación de los objetivos climáticos, lo que hay es una preocupación porque puedan entrar en contradicción con el desarrollo económico, una discusión acerca del ritmo y la realizabilidad de los objetivos.
Podemos dramatizar según nos convenga, pero el pacto de posguerra que dio lugar al Estado de bienestar es más resistente de lo que suele asegurarse. La ofensiva neoliberal fracasó y lo que hoy tenemos es keynesianismo y nuevos derechos sociales, aceptado también por los conservadores y solo impugnado por la extrema derecha. Las diferencias están más en el terreno de las políticas que en el de los valores. El nuevo consenso social es liberal-progresista. A eso aluden las extremas derechas con su cruzada contra “lo políticamente correcto”. Si están tan irritadas es porque han entendido bien que tienen perdida la batalla. Alguien podría objetar que se asoman nuevas amenazas iliberales o directamente autoritarias, a lo que cabría replicar que si nos sentimos en peligro es porque poseemos algo valioso y por eso hablamos de defender las “conquistas”
Incluso aunque, como es previsible, Europa gire a la derecha en las elecciones de junio, me atrevo asegurar que el PPE no se atreverá a gobernar en Bruselas con la extrema derecha, aunque solo sea por razones geopolíticas. Habrá una nueva Comisión, algo más a la derecha que la actual, pero no se quebrará ese consenso de fondo en materia redistributiva, migratoria, de diversidad y lucha contra el cambio climático. Seguirán ahí los problemas y las deficiencias (muy especialmente en lo que se refiere a la migración), pero la polarización tiene todavía menos futuro a nivel europeo que en el plano estatal. Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco y titular de la Cátedra Inteligencia Artificial y Democracia del Instituto Europeo de Florencia.




































[ARCHIVO DE BLOG] Para ser felices, podíamos empezar el lunes. [Publicada el 10/02/2019]











Cantamos a lo que no tenemos y aspiramos a lo que no podemos alcanzar, comentaba hace unos días el periodista Jorge Marirrodriga, en un artículo sobre la búsqueda de la felicidad como anhelo vital, pero un servidor, como mi amigo Hegel, es de los que piensan que la historia del mundo no es un suelo en el que florezca la felicidad, sino que más bien, los tiempos felices son en ella páginas en blanco.
Decía ayer una entrevistada por este periódico, comenzaba escribiendo Marirrodriga, que “igual tenemos que asumir que no se puede ser feliz siempre y no pasa nada”. Se trata de una persona joven, con iniciativa e interés por el mundo en el que vive y, por tanto, no responde al estereotipo que hemos fabricado los demás sobre una juventud alienada, voluble y sin rumbo. Pero es curioso que apunte a la búsqueda de la felicidad —al menos lo que se nos propone como tal— con el término “pandemia”.
Si encuentran algo de nuestra civilización —cosa que un servidor duda— los arqueólogos de dentro de 5.000 años verán felicidad por todas partes: en la omnipresente publicidad, con consignas famosas como “destapa la felicidad”; en los cuentos infantiles, con su “y vivieron felices para siempre”; en los millones de caritas felices que a diario viajan de un teléfono a otro por todo el planeta; en los libros de autoayuda que se expanden por las estanterías prometiendo la llave de ¡la felicidad!; en textos legales como la Constitución de EE UU, donde se le reconocen al hombre ciertos derechos inalienables, “entre ellos se encuentran la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”; en las letras de las canciones, que van del edulcorado y edulcorante Felicidad de Romina y Albano al práctico y contundente Yo para ser feliz quiero un camión, de Alaska y Loquillo. Hay excepciones llamativas: En los Evangelios prácticamente no se dice “felicidad”. Dependiendo de la versión, ninguna o una sola vez.
Cantamos a lo que no tenemos y aspiramos a lo que no podemos alcanzar. Somos humanos. Es cierto que esa búsqueda puede convertirse en persecución y esa inquietud, en enfermedad. Y si es generalizada, en una pandemia. Pero, si lo pensamos detenidamente, ese anhelo es el motor que, al final, nos mueve. Tal vez no se puede ser totalmente feliz todo el tiempo. Pero podemos descubrir atisbos de felicidad en las cosas sencillas, ya sea paladear una cerveza o dejar de mirar al suelo y hacerlo a la cara a la gente. Por ahí se empieza.
Seguramente perseguir la felicidad es doloroso y frustrante y encima puede que la cosa acabe mal. O no. En la duda —y la esperanza— que genera ese “o no” reside lo importante. Chesterton decía que si de verdad vale la pena hacer algo, entonces vale la pena hacerlo a toda costa. Y ya lo canta Meat Loaf: recorrer todo el camino solo es el comienzo. Hoy es lunes. Y no pasa nada. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 














viernes, 1 de marzo de 2024

De las personas buenas y la vida

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Al buscar información sobre el monje y sacerdote Llorenç Sagalés Cisquella, comenta en El País la escritora Ana Iris Simón, me sentí abrumada porque la realidad no encajara en los estrechos cajones en los que me empeñaba en constreñirla. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com










A veces la vida es hermosa
ANA IRIS SIMÓN
24 FEB 2024 - El País - harendt.blogspot.com

El viernes pasado volví al que fue mi instituto, el Alpajés de Aranjuez, para charlar con algunos alumnos de bachillerato. En un momento de la conversación me preguntaron qué estaba leyendo y saqué del bolso Demasiada libertad sexual os convertirá en terroristas, una recopilación de textos de Pasolini.
Un puñado de ellos fruncieron el ceño al ver la portada y el título, así que intenté resumirles quién fue su autor. Glosé algunas de sus obras e inquietudes y les hablé de su asesinato, les conté que era comunista y antiabortista, homosexual y autor de una de las películas más bellas que se han hecho sobre la vida de Jesucristo. Algunos de ellos abrieron los ojos como platos, y yo los miré entonces con una condescendencia estúpida: la de quien, desde la mesa del profesor y no del alumno, se piensa exento de prejuicios.
Esa misma tarde asistí a unas jornadas sobre la virtud de la justicia en el cristianismo que impartía el monje y sacerdote Llorenç Sagalés Cisquella. Entré al aula en la que se celebraban esperando una catequesis llena de moralinas y salí habiendo recibido una lección extremadamente erudita y bella de historia, teología y vida. Lo primero que me sorprendió al llegar fue que Llorenç no llevaba ni hábito ni cogulla, algo que seguramente sea evidente para otros, pero no para mí, que la última vez que me encontré con un monje debió ser a los seis años y en mi biblioteca infantil con Fray Perico y su borrico. La segunda cosa que me rompió los esquemas fue que lo mismo citaba a Aristóteles que a Santo Tomás, a Marx que a Kant, a su abuela Genoveva que a los feligreses de La Mina, donde había sido párroco.
La presencia y las palabras de Llorenç me impactaron tanto que lo primero que hice al llegar a casa fue meter su nombre en Google. Descubrí entonces que había escrito sobre patrística y sobre Manuel Sacristán, que le interesaba la física y que antes de teología estudió economía. Y me sentí como los alumnos que habían abierto unos ojos como platos al oír hablar de Pasolini —al que por cierto también referenció Llorenç esa tarde—: abrumada porque la realidad no encajara en los estrechos cajones en los que me empeñaba en constreñirla.
Después busqué un libro que había mencionado y, leyendo la biografía de su autor, el abogado y diputado de la CEDA Javier Martín-Artajo, llegué a esta bonita anécdota: resulta que Martín-Artajo había sido uno de los nacionales salvados de la ejecución por el anarquista Melchor Rodríguez, El ángel rojo. En su lecho de muerte, el anarcosindicalista recibió la visita de Martín-Artajo que, aun a sabiendas de que era ateo, le insistió en que besara un crucifijo. “El día que tú te pongas una corbata con la bandera anarquista”, le respondió Melchor Rodríguez. A la mañana siguiente, Artajo apareció en el hospital de la Beneficencia con una corbata con los colores de la CNT, y Melchor Rodríguez besó la cruz que le traía uno de los hombres a los que salvó la vida. En su entierro, por lo visto, se cantó A las barricadas y se rezó un Padre Nuestro.
Y yo, que antes de dormir les tarareo a mis hijos Por allí viene Durruti y les rezo Jesusito de mi vida, me fui a la cama con la certeza de que a veces la vida es hermosa, como canta mi buen amigo Pablo Und Destruktion. También con la intuición de que hay que buscar con esfuerzo la verdad, lo cual implica a veces una lucha contra el mundo. Pero, sobre todo, hay que dejarse encontrar por ella. Y ahí el combate es con uno mismo. Ana Iris Simón es escritora.


































[ARCHIVO DEL BLOG] España en el escaparate. [Publicada el 07/02/2020]









Nuestro premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa, reseña en el artículo que subo hoy al blog, el libro del historiador José Varela Ortega España. Un relato de grandeza y odio (Madrid, Espasa, 2019), del que dice que ofrece la visión de un país antiguo, el más longevo imperio europeo, que fue conformando un gigantesco conglomerado de seres diversos, unidos por el idioma y la historia. 
"José Varela Ortega -comienza diciendo Vargas Llosa- debe haber trabajado en la documentación de su extraordinario libro "España. Un relato de grandeza y odio" muchos años y no hay duda de que seguirá trabajando en él, en cada una de sus reediciones —va ya en la segunda—, porque este ensayo es una de esas tentativas imposibles que, muy de cuando en cuando, se imponen a sí mismos ciertos autores de excepción, y de los que resultan, también a veces, admirables realizaciones, como los ensayos históricos de la polémica famosa entre Américo Castro (España en su historia) y Sánchez Albornoz (España. Un enigma histórico). Su libro está a esas alturas intelectuales y, en su campo específico, no hay ninguno que se le compare.
Conviene, ante todo, decir que este ensayo tiene muy poco que ver con el libro de Elvira Roca Barea "Imperiofobia y leyenda negra", interesante investigación que comenté en esta misma columna y que estudia, como indica su título, las falsedades, exageraciones y absurdas fantasías que para mermar el prestigio de España difundieron sus enemigos. El de José Varela Ortega es mucho más ambicioso y se propone nada menos que historiar todo —sí, todo— lo que han dicho a favor o en contra de España sus amigos, adversarios y, entre ellos, por supuesto, no sólo los extranjeros, sino también los propios españoles. Y, la verdad es que, aunque su empeño era inabarcable, uno tiene la impresión, leyendo este grueso volumen, de que estuvo a punto de alcanzarlo. Su búsqueda no se limita a libros y periódicos, sino también películas, tanto ficciones como documentales, cuadros, grabados, fotografías, tiras cómicas y hasta memes y chismografías orales.
Aunque parezca mentira, este libro está muy lejos de ser un simple catálogo, y se lee con un interés sostenido, por su amenidad y la ironía, que Varela Ortega debe haber heredado de sus maestros ingleses, pues se formó en Gran Bretaña, con que, manteniendo una perfecta neutralidad sobre aquello que cuenta, lima las aristas de las mentiras excesivas o los elogios desmedidos, se burla de las tonterías e idioteces, y detalla con simpatía las cosas inteligentes y creativas que han dicho sobre España tanto sus impugnadores como sus defensores.
Una conclusión evidente es que, en cada periodo histórico en que han gozado de libertad —no han sido muchos en su trayectoria—, los españoles se cuentan más entre quienes han sido críticos feroces de su país que entre quienes lo defendían y valoraban. Esto no es una crítica sino un elogio, porque lo que mantiene viva a una sociedad y la hace progresar no son el ditirambo y la adulación sino el espíritu pugnaz y la actitud indómita, es decir, el cuestionamiento constante de sus instituciones y costumbres por sus intelectuales y dirigentes políticos. España es el único caso, en la historia, de un imperio que en plena conquista de América reúne, por exigencia de sus críticos, sobre todo religiosos, una gran asamblea en Salamanca para determinar si era justa o injusta la conquista y si los indígenas —¿eran hijos de Dios y tenían alma?— estaban bien tratados. En Inglaterra u Holanda, alguien como el indomable agustino Bartolomé de las Casas y sus hirientes ataques a la ocupación de América por los conquistadores hubiera sido ahorcado, por supuesto. Y el Siglo de Oro, cuando España alcanza una superioridad intelectual sobre el resto de Europa, antes de que comience la decadencia, es una época de crítica profunda, saludable en el caso de un Cervantes, y retorcida y amarga en el del desafortunado Quevedo, por ejemplo.
El caso de la Generación del 98 y sus ramificaciones es muy interesante y está espléndidamente reseñado en el libro de Varela Ortega. La desaparición de la última colonia —Cuba—, la derrota en la guerra con Estados Unidos, lleva a sus miembros a descubrir su propio país. Con ojos críticos, sí, pero también comprensivos y generosos, y a abrirse a Europa y al mundo, de los que sus congéneres estuvieron apartados demasiado tiempo, y es a través de ese contacto con el propio país y sus mejores tradiciones que escritores como Azorín, Valle-Inclán, Unamuno, Pérez de Ayala, para no hablar del principal rompedor de fronteras, Ortega y Gasset, conectarán con el resto del planeta. España vuelve a ser, desde el punto de vista intelectual, un país europeo y no sólo consumidor sino productor de ideas y logros artísticos, literarios y filosóficos. El país se pone de moda y muchos extranjeros lo visitan o se instalan aquí, atraídos por el “color local” —el flamenco, las ruinas, los toros—, y algunos de ellos dejan testimonios tan estimulantes como los de Gerald Brenan o George Borrow.
Mención aparte merecen las notas a pie de página de España. Un relato de grandeza y odio. Son abundantes y a veces muy largas, pero nunca están de más y se leen como pequeños ensayos independientes. Le sirven a Varela Ortega para constituir un relato aparte, menos importante que el principal, pero siempre iluminador, y con frecuencia divertido por los rasgos de humor y de erudición pintoresca que delatan. A mí me han recordado estas notas a pie de página las que acompañan el espléndido ensayo sobre La Celestina de María Rosa Lida de Malkiel. “¡Cada nota es un verdadero artículo!”, exclamaba mi amigo Sergio Beser, con quien leímos al mismo tiempo ese soberbio logro de agudeza crítica y erudición, cuando éramos profesores allá en la Inglaterra de los años setenta.
Las conclusiones que pueden sacarse de este ensayo son perfectamente previsibles: sobre España y los españoles se ha dicho todo lo que se puede decir, sobre todo en lo excesivo: el país es triste y alegre, sus habitantes gárrulos o escuetos, apasionados o austeros, místicos y sensuales, violentos y pacíficos, crueles y generosos, como si, de acuerdo a la idiosincrasia y los valores de cada época, España y los españoles los encarnaran siempre, pese a ser incompatibles entre sí. ¿No se podría decir lo mismo de todos los países? Sin duda. Porque, simplemente, la unidad que buscan aquellas fórmulas no existe ni ha existido nunca, salvo en las fantasías de los ideólogos. Un país es un hormiguero donde, por debajo de la superficie que podría parecer uniforme e idéntica, estallan las diferencias. Y mucho más en nuestra época, que ha hecho desaparecer todas las tribus, es decir, aquel periodo histórico cuando el individuo no existía todavía y el ser humano era solo parte de la comunidad. Es verdad que las distintas lenguas fueron diferenciando a las sociedades, así como las creencias religiosas, y los usos y costumbres, pero uno de los grandes méritos del libro de José Varela Ortega es demostrarlo en un caso concreto y específico. La visión de España delata mucho más la subjetividad de quienes la elogian o la impugnan, que la realidad diversa y múltiple que ella es, un país antiguo, el más longevo imperio europeo, que, a través de múltiples vicisitudes, se fue extendiendo y conformando un gigantesco conglomerado de seres diversos, unidos por el idioma y la historia, donde, a condición de buscarlo sin prejuicio, cabe el mundo entero en su fantástica diversidad. El libro de José Varela Ortega será uno de esos ensayos memorables que se seguirán leyendo cuando todo ello sea evidente, si los prejuicios nacionalistas —quién iba a decir que resucitarían— lo permiten y no nos ciegan otra vez". La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt