miércoles, 28 de febrero de 2024

[ARCHIVO DEL BLOG] La martingala. [Publicada el 21/03/2017]











Estoy seguro que la mayoría de los amables lectores de Desde el trópico de Cáncer que pasaron ayer por el blog le echaron una ojeada al artículo publicado en la sección Tribuna de prensa, que yo reproducía de El País también de ayer mismo, que recogía la carta abierta del presidente y vicepresidente de la Comunidad Autónoma de Cataluña, los señores Puigdemont y Junqueras, al gobierno del Reino de España. Se titulaba Que gane el diálogo, que la urnas decidan. La respuesta de un portavoz del gobierno no se hacía esperar y la publicaba el mismo diario poco después.
Hace tres semanas el escritor y ensayista Andrés Trapiello (1953) calificaba en un artículo de prensa la actuación de las autoridades catalanas en todo este asunto de martingala, una curiosa expresión que el Diccionario de la Lengua Española califica como "artificio o astucia para engañar a alguien, o para otro fin".
No estaríamos aquí, comenzaba diciendo, si en Cataluña no se hubieran conculcado o aborrecido derechos constitucionales desde hace 30 años. Y si el Estado hubiera sido la mitad de beligerante de lo que lo han sido los Gobiernos nacionalistas.
La fortuna de las metáforas, añadía, depende de su plasticidad, y aunque pocos hayamos visto un choque de trenes, hasta un niño puede llegar a representárselo con asombrosa exactitud. Quizá por ello esta metáfora ha sido recurrente desde hace cinco años en el proceso soberanista catalán, pero no ve uno que esté siendo bien utilizada.
Hay un tren, desde luego, y maquinistas y pasajeros, incluso rehenes, pero no habrá choque de trenes, porque para que fuese así tendría que haber dos trenes, y aquí solo hay uno, continuaba diciendo. Esto no obsta para que ese tren se precipite ciego contra los topes de la estación final, y chocará en breve. De eso no hay duda, y a tenor de la aceleración exponencial, el impacto va a ser de los que hagan época.
¿Y no habría modo de evitar el choque?, se preguntaba Probablemente no, respondía. El primer error de los sucesivos maquinistas de ese tren independentista ha sido creer que los trenes pueden dejar a un lado raíles y trazado y en “una huida hacia delante” reunirse con la Historia, en la Gran Cita. Tampoco sabemos si ha sido error o solo un cálculo interesado presentar al Estado como otro tren, lanzado contra ellos (“España nos roba”, etcétera).. La ventaja para los independentistas de hacer figurar en la escena dos trenes que circulan por la misma vía y en sentido contrario es doble: se hace creer que Cataluña y España son dos formaciones diferentes y soberanas con igualdad de derechos (circular por la misma vía), pero asimétricas (a España, un convoy bastante más poderoso, solo le bastaría la inercia de su marcha para llevarse por delante cualquier obstáculo). Esto les permitiría seguir victimándose, porque es fácil suponer quién llevaría la peor parte en esa colisión, aunque finjan ahogar su melancolía en la metáfora de David y Goliat.
Y aquí es donde entra en escena el supuesto maquinista del tren del Estado, continuaba diciendo, y decimos supuesto porque al no ser el Estado en este proceso ningún tren, el maquinista (Rajoy) viene a ser un fantasma. A él le han acusado los secesionistas no solo de querer arrollar el legítimo tren de la independencia, sino que lo culpan, al propio Rajoy y a todo el Estado, de no haber detenido este mismo tren a tiempo: “de habernos advertido el Tribunal Constitucional de las consecuencias de un referéndum, este no se habría celebrado”, han declarado Artur Mas, Homs y compañía en sede judicial, lo que no les ha impedido proclamar a la salida ante sus secuaces que “volverían a convocarlo”.
La creencia de que Rajoy ha sido y es un estorbo para cualquier solución es un éxito de la propaganda independentista que comparten hoy muchos medios de comunicación no independentistas, la oposición, la práctica totalidad de los catalanes y una considerable mayoría de españoles, decía más adelante. Y es cierto, Rajoy es responsable en parte, pero no en mayor medida que la no menos indolente sociedad en su conjunto. Si Rajoy y todos los demás hubiéramos defendido la Constitución —algo que no tiene la menor relación con el diálogo político—, no estaríamos en este punto. Pero muchos han creído, desde los primeros Gobiernos democráticos hasta el último, desde el gran o pequeño empresario al último de sus empleados, junto a intelectuales, profesionales y demás, que las cosas acabarían arreglándose solas y que los secesionistas llevarían su tren de forma sosegada a una vía muerta, y con esa frivolidad propia de las sociedades irresponsables se ha buscado a quién echar la culpa. Rajoy cree injusto el sambenito, ese disfraz de don Tancredo que le han puesto, pero lo cierto es que no interpreta mal ese papel: hasta veinte veces manifestó que el referéndum del 9-N no se celebraría, y cuando se estaba celebrando, y aun después, trató de hacernos creer que había sido poco menos que un pícnic. Lo cual, dicho sea de paso, les ha proporcionado a los imputados la línea argumental de su defensa. “Si el Estado (Rajoy) decía que era un pícnic, ¿de qué se nos acusa?”.
¿Pero en esta opereta no hay un solo justo? Desde luego que sí, comentaba. Ha habido algunos pocos, en Cataluña varios, que han tratado de asaltar la locomotora y detener al maquinista loco, pero se les han echado encima no solo los fogoneros, sino muchos pasajeros, los famosos voluntarios, con comportamientos sociales a menudo de jauría humana de guante blanco. A las 9 de la mañana del mismo 9 de noviembre, en cuanto se abrieron los colegios electorales, UPyD pidió en un juzgado que se detuviera la consulta. El fiscal lo desestimó por no saber a esa hora, dijo, quién convocaba aquello… y volvió a desestimarlo a mediodía, cuando un Mas ebrio de triunfo apareció por televisión jactándose de ser el único responsable de aquella martingala, al tiempo que retaba a la fiscalía: “la manga riega, que aquí no llega”. Aquel fiscal es, en uno de esos giros que solo tienen cabida en la ficción, el mismo que ha tocado a Mas en el juicio que se ha seguido contra él por los sucesos del 9-N.
Y aquí estamos, seguía diciendo. Si en Cataluña no se hubieran conculcado o aborrecido derechos constitucionales desde hace 30 años en materia de lengua, educación y propaganda, ni transigido con victimaciones políticas de ningún género, ni las corruptas de Pujol, ni las insensatas de Montilla, y se hubiera recordado a los españoles que en un Estado de derecho la falta de libertad e igualdad es lesiva para todos, no estaríamos aquí. Si el Estado hubiera sido la mitad de beligerante que han sido los Gobiernos nacionalistas catalanes, si hubiese sido la mitad de leal para consigo mismo de lo que esos Gobiernos han sido desleales con él, no estaríamos aquí. Si los demócratas hubieran defendido sus derechos constitucionales con la mitad de brío que han puesto los independentistas en atropellarlos, no estaríamos tampoco aquí.
El tren circula ya a la mayor velocidad, añadía, fuera de control. Van en él dos millones (dicen) de independentistas y llevan como rehenes a otros cuatro millones de catalanes. Embestirá los topes (la Constitución) a 1.000 por hora, saltará a los andenes, en una balumba horrísona, y se llevará por delante todo lo que encuentre a su paso hasta que las leyes físicas acaben por reducirlo a la completa y espantosa quietud, en medio de un silencio atronador. Algunos miembros de la CUP —al grito de “¡fuera topes!”— han manifestado que ellos están “dispuestos a todo”, y viven ya anticipadamente ilusionados ese momento.
Mientras la fiesta continúa (en Madrid Mas anunciaba “una tercera vía”, y dos días después en el País Vasco solo una: la independencia), el pálpito de que finalmente nada grave sucederá es general, concluía Trapiello. Incluso se nos viene diciendo de un tiempo a esta parte que muchos independentistas dan por concluida la martingala esquizoide. ¿Tienen algún fundamento tales impresiones, tales barruntos? Sí, parecido al que daba por “imposible de todo punto” el triunfo de Trump el mismo día en que aquel se estaba produciendo. Lamento decir que comparto los temores de Andrés Trapiello. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













martes, 27 de febrero de 2024

De una humanidad digna

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes. Ponerse del lado de Ucrania, señala en El Pais el escritor Radu Vancu, significa creer realmente que la especie humana tiene futuro, no solo como especie, sino como especie caracterizada por la humanidad. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com













Una humanidad cuyas palabras no defrauden al ser humano
RADU VANCU
23 FEB 2024 - El País - harendt.blogspot.com

I. La Historia se ha convertido de nuevo en un horror. Siempre ha sido así, salvo en las ocho décadas de paz que vivió lo que ahora es la Unión Europea después de la Segunda Guerra Mundial. Pero incluso esa paz era relativa, ya que no deberíamos olvidar las atrocidades de la guerra de Yugoslavia. Siempre que tengamos la tentación de albergar una opinión demasiado elevada de la especie humana deberíamos atemperarla pensando que, a lo largo de toda nuestra historia, este periodo de ocho décadas es la época más larga de paz relativa que hemos logrado crear. Sin embargo, las obras de arte rupestre más antiguas dedicadas a la guerra se sitúan en torno a unos 10.000 años a. C.
12.000 años de guerras. 80 de paz. Por cada año de paz, 150 de guerra. Este sencillo recuento debería haber bastado para creer incondicionalmente en el “liberalismo del miedo” del que habla Judith Shklar, quien intentó enseñarnos a temer el derrumbe de las instituciones liberales y su sustitución por otras basadas en el horror. Shklar tenía razón: tendríamos que haber temido más a nuestra naturaleza destructiva. Sloterdijk también la tenía al señalar, en Ira y tiempo: ensayo psicopolítico, que, en contra de lo que en la actualidad suele pensarse, la guerra ha sido el estado natural de nuestra especie, en tanto que la paz era la excepción. Tal como señaló con amargura Amos Oz en diciembre de 2016, ya no nos aterroriza el legado de Hitler y Stalin, de ahí el impulso de poner de nuevo a prueba sus totalitarias y antidemocráticas ideologías.
La bárbara guerra lanzada por Rusia contra Ucrania es exactamente eso: un intento de refutar todo lo que las democracias liberales lograron construir después de la Segunda Guerra Mundial, y de retomar un orden antidemocrático en el que los Estados no los gobiernen los civiles que elegimos para protegernos de la guerra, sino militaristas que destruyen cualquier institución y a cualquier ser humano que se oponga a la ideología belicista. Desde un punto de vista freudiano, la bárbara guerra rusa constituye el retorno de nuestro reprimido ego militarista y antidemocrático: el responsable de 12.000 años de guerra ininterrumpida. Mientras que Vladímir Putin es la encarnación viviente de ese ego militarista, que Hitler y Stalin encarnaron en su época, Ucrania representa una metonimia de nuestro otro ego: el que, sirviéndose de las frágiles instituciones de la democracia liberal, ha logrado crear el más consistente y continuo periodo de paz y prosperidad conocido en la historia de la humanidad.
En tiempos bárbaros, quizá la única ventaja que tengamos es que los relatos se simplifican: sabemos exactamente dónde está la barbarie, igual que sabemos exactamente dónde se sitúa la humanidad. En la más reciente versión de este relato, ponerse del lado de Rusia significa estar junto a nuestro ego militarista, lo cual representa verdaderamente el pasado político dominante de nuestra especie; estar con Ucrania es confiar en que nuestro ego pacifista, favorable a la democracia y el ser humano, siga representando el futuro de nuestra especie.
Ponerse del lado de Ucrania significa creer realmente que la especie humana tiene futuro. No solo como especie, sino como especie caracterizada por la humanidad.
II. “El horror, el horror”. Pienso en las palabras de Joseph Conrad en El corazón de las tinieblas cada vez que leo las noticias, es decir, todos los días. Y en aquellos en los que comencé a leer sobre los horrores de Bucha, recordé la espantosa historia de Miklós Radnóti. Como era de origen judío, el gran poeta húngaro fue asesinado en noviembre de 1944 y arrojado a una fosa común. Allí lo encontró en junio de 1946 su esposa Fanni Gyarmati, y al exhumarlo halló en uno de sus bolsillos una libreta con poemas: la mitad eran cartas de amor para ella, la otra mitad describía la vida cotidiana en ese infierno. El amor de Fanni ha conseguido que la literatura regrese de la tumba; ha logrado realmente que sea más fuerte que la muerte.
La literatura de Radnóti demostró que la barbarie nunca tendrá la última palabra. Si hay amor suficiente, nuestras palabras siempre regresarán de la tumba para dar fe de que nuestro ego prohumano es más fuerte que el antihumano. Y, por tanto, para dar significado a todos los intentos que hace el arte por dar fe de la existencia de ese ego. De que no solo somos la especie que crea fosas comunes, también la que crea belleza y amabilidad.
También pensé en la historia de Radnóti cuando me enteré del asesinato del escritor ucranio Volodímir Vakulenko a manos de tropas rusas entre marzo y mayo de 2022, en una aldea cercana a Izium. Vakulenko le dijo a su padre que llevaba un diario de esos días infernales, y que lo enterraría en el jardín si veía su vida en peligro. Después de su asesinato y de que la aldea fuera de nuevo tomada por las fuerzas ucranias, el padre del poeta y la escritora Victoria Amelina, ganadora del Premio Joseph Conrad y finalista del Premio de Literatura de la Unión Europea, cavaron en el jardín, encontraron el diario y lo publicaron. Es exactamente la misma historia: una literatura que sale de la tumba, sin permitir que la barbarie tenga la última palabra. La belleza da fe de que, si hay amor suficiente, nuestra especie aún tendrá una oportunidad.
Un año después, en julio de 2023, Victoria Amelina resultó muerta por la explosión de una bomba rusa mientras estaba en una pizzería de Kramatorsk junto a otros escritores y periodistas. Tenía 37 años. Una vez más, su extraordinaria obra demuestra que la barbarie nunca tendrá la última palabra.
En enero de 2024 también resultó muerto el poeta ucranio Maksim Krivtsov, dos días después de colgar en Facebook su último poema, en el que escribía precisamente sobre su propia muerte. Tenía 34 años. Sus extraordinarios poemas demuestran igualmente que nuestra humanidad tiene futuro.
III. En los primeros meses de 1940, menos de medio año después del inicio de la Segunda Guerra Mundial, cuando se asistía a otro enfrentamiento fundamental entre humanidad y barbarie, Walter Benjamin escribió: “No hay ningún documento de cultura que no lo sea, al tiempo, de barbarie” (Sobre el concepto de historia). Para mí, una de las conclusiones fundamentales que se derivan de la máxima de Benjamin atañe a nuestra función como artistas: quizá nuestra labor esencial sea no permitir que los documentos de barbarie nos definan, y convertirlos en documentos de cultura, de civilización. Dar fe de nuestra humanidad. Demostrar que, aun en el caso de que nos maten a nosotros y a los demás seres humanos, no se podrá destruir nuestra humanidad.
Es una labor difícil. Y, por demasiadas razones, también peligrosa. Pero hay ejemplos luminosos que indican cómo puede realizarse. Pienso, por ejemplo, en Benjamin Britten, que utilizó ocho de los extraordinarios poemas de Wilfred Owen sobre la guerra en su no menos extraordinario War Requiem (1962). Owen murió en combate a finales de la Primera Guerra Mundial, exactamente una semana antes del armisticio. Tenía 25 años, y, según Harold Bloom, fue uno de los más grandes poetas del siglo XX en lengua inglesa. Casi medio siglo después, Benjamin Britten utilizó el arte de Owen para sustentar el suyo, mientras componía su Réquiem para las víctimas de las dos guerras mundiales. La muerte de Owen, así como la de otras decenas de millones de personas, fueron documentos de barbarie; sus poemas, así como la música de Britten, son documentos de civilización, que demuestran que la barbarie nunca tendrá la última palabra. Que son Owen y Britten, no Hitler, Stalin o Putin, quienes definen nuestra humanidad. Aunque estos tres últimos puedan desatar guerras y asesinatos masivos que acaben con la vida de decenas de millones de seres humanos, no podrán destruir la humanidad que sabemos que puede y debe existir. Nuestro arte demuestra que lo que define la humanidad son las víctimas, no sus verdugos.
Otro ejemplo luminoso es el de Paul Celan. Este gran poeta, cuya existencia recorrió Ucrania, Rumania, Francia y Alemania, utilizó sus palabras para transformar un documento de barbarie (es decir, el asesinato de sus padres en el Holocausto rumano) en un documento de civilización. Según le dijo en una carta de noviembre de 1947 al crítico suizo Max Rychner, había decidido escribir en alemán (después de escribir unos 18 poemas en rumano) porque, aunque este fuera el idioma de los asesinos de su madre, también era el que él hablaba con ella. De manera que utilizó sus palabras para recrear un espacio verbal en el que la comunión con su madre aún fuera posible; en su sentido más literal, se trataba de poesía escrita contra la muerte. Y para dar testimonio de quienes habían sido asesinados por la exterminadora ideología nazi. Con motivo del discurso de aceptación del premio Bremen, Celan escribió directamente que, después de “discurrir por las miles de oscuridades de los discursos homicidas”, la lengua sobrevivía al asesinato de los seres humanos, y se enriquecía (angereichert) con su humanidad. Según Celan, la poesía da fe de la existencia de esos seres humanos asesinados; demuestra que, aunque murieran violentamente, nunca se les podrá destruir. En una ocasión un crítico señaló que todos los poemas de Celan tienen una relación intertextual inmediata con el Holocausto. Estoy de acuerdo, y añadiría que, siendo así, se niegan a otorgarle la última palabra al Holocausto. Sus poemas son lo que las víctimas declaran después de que “las miles de oscuridades de los discursos homicidas” hayan dejado hace tiempo de hacer efecto.
Aquí también puedo mencionar la extraordinaria antología de Carolyn Forché de 1993, Against Forgetting. Twentieth-century Poetry of Witness (Contra el olvido: poesía testimonial del siglo XX). Con la maravillosa capacidad de percepción y exigencia de la gran poeta que es, Forché reunió a unos 150 poetas del siglo XX que escribieron en tiempos de guerra, genocidio, totalitarismo, campos de exterminio, etc. Algunos han sobrevivido, otros no; sus poemas siempre dan fe de la pervivencia de la humanidad, aunque sea en las condiciones más inhumanas. “La poesía como testimonio”, así la califican tanto Celan como Forché; sobre todo testimonio de que nuestra humanidad es real, no una simple utopía.
También podría mencionar otra extraordinaria antología, Language for a New Century: Contemporary Poetry from the Middle East, Asia, and Beyond (Palabras para un nuevo siglo: poesía contemporánea de Oriente Próximo, Asia y otros lugares). Este libro, editado en 2008 por Tina Chang, Nathalie Handal y Ravi Shankar, con una introducción de la propia Forché, comprende poemas de unos 400 autores, que en algunos casos enviaron sus obras desde cárceles o zonas de guerra. La barbarie no puede destruirnos: eso es lo que dicen todas esas obras, cada una desde su lengua y su tradición. La existencia de la humanidad es patente, y su arte tiene en verdad la capacidad de transformar todos los documentos de barbarie en documentos de civilizaciones.
Este es el mundo que debemos construir con nuestras palabras: un mundo en el que no se utilicen para aludir a ideologías exterminadoras. Un mundo en el que, muy por el contrario, las palabras sean un testimonio frente a la barbarie. Un testimonio que afirma que a la gente se la puede asesinar, pero no destruir. Un testimonio al servicio de los demás seres humanos, no de las ideologías.
Porque ahora sabemos que, cuando las palabras defraudan, defrauda la historia. Y se convierte de nuevo en el horror.
Debemos construir una Europa y un mundo en el que las palabras no defrauden al ser humano. Otra vez no. De lo contrario, todo lo que la literatura o las artes han llegado a representar será simplemente una mentira.
La única humanidad que no es una civilización muerta es aquella cuyas palabras no defraudan al ser humano.
IV. En el mismo ensayo histórico escrito menos de medio año después del inicio de la Segunda Guerra Mundial, Walter Benjamin señala que el asombro que produce el hecho de que la barbarie aún sea posible en el siglo XX rema a favor del fascismo. Según escribe Benjamin, el objetivo es saber que la barbarie es siempre posible, por lo que debemos “promover un auténtico estado de emergencia” (las cursivas son del propio autor). Siempre debemos actuar (no sólo los artistas; también los seres humanos) como si la humanidad se encontrara verdaderamente en un estado de emergencia. Y hacer todo lo que esté a nuestro alcance, independientemente de lo limitado que este sea, para conservar la humanidad que nos queda.
Esta defensa por parte de Benjamin de un estado de emergencia permanente que favorezca al ser humano me asaltó cuando leí la defensa que hizo Amos Oz de la Orden de la cucharilla, cuya primera manifestación fue una propuesta incluida en 2004 en Contra el fanatismo. La orden se constituyó dos años después, el 17 de agosto de 2006, en Estocolmo. Cuando se lee este texto, se tiene la sensación de que contesta directamente a la idea de un estado de emergencia permanente planteada por Benjamin. Casi 70 años después de que Benjamin redactara su petición, Amos Oz le daba curso con la creación de la Orden de la cucharilla. Estoy seguro de que Camus tenía razón al decir que la verdad es todo lo que se continúa; mucha es la continuidad que se observa entre Benjamin y Oz. Aquí figura el documento de constitución de la Orden de la cucharilla:
“Creo que si una persona asiste a una gran calamidad, por ejemplo, una conflagración, un incendio, siempre se puede elegir entre tres opciones básicas:
1. Salir corriendo, lo más lejos y lo más rápido posible, y dejar que quien no pueda correr se queme.
2. Escribir una carta muy airada al director de tu periódico exigiendo que los responsables de la calamidad sean deshonrosamente destituidos. O, en realidad, también se puede convocar una manifestación.
3. Traer un cubo de agua y arrojarla al fuego, y si no hay cubo, traer un vaso, y, si no, una cucharilla, todo el mundo tiene alguna. Sí, ya sé que una cucharilla es pequeña y que el fuego es enorme, pero somos millones de personas y todas tenemos una cucharilla. Así que me gustaría constituir la Orden de la cucharilla. Quienes compartan mi actitud, no la de salir corriendo, ni la de escribir una carta, sino la de utilizar una cucharilla, me gustaría que fueran por ahí con una en la solapa de la chaqueta, para que supiéramos que pertenecemos al mismo movimiento, la misma hermandad, la misma orden, la orden de la cucharilla”.
He conocido a gente que, con pequeñas cucharillas en la solapa, nos muestra que pertenece a una comunidad humana que ninguna catástrofe histórica puede destrozar. Los valores humanos presentan una continuidad (y, por tanto, una verdad) que ninguna barbarie puede destruir. Y no hay ningún bárbaro incendio que nuestras diminutas cucharillas humanistas no puedan sofocar. El arte constituye una buena colección de cucharillas usadas como esas; ya son viejas, pero han cumplido bien su función, y seguirán cumpliéndola.
Ahora, en 2024, la idea de Amos Oz cumple exactamente 20 años, y en agosto la propia Orden llegará a los 18. Si resulta que usted no forma parte de ella, quizá sea una buena idea unirse ahora que está entrando en la edad adulta.
V. Antes de poner fin a este manifiesto en defensa de una humanidad cuyas palabras no defrauden al ser humano, permítanme decirles algunas sobre la furia desatada actualmente contra la cultura rusa, que se parece a la que azotó la alemana después de la Segunda Guerra Mundial.
El expediente “cultura rusa frente a barbarie rusa” reproduce el denominado “cultura alemana frente a barbarie alemana”, que en la década de 1950 dominó en Europa los debates sobre la función del arte. Hoy como ayer se plantea lo mismo: si la cultura no impide la barbarie, ¿de qué sirve? Si la música, la filosofía y la literatura alemanas, todas ellas superlativas, no pudieron conseguir que el pueblo alemán fuera lo suficientemente humano como para impedir el nazismo, ¿de qué servía cada una de esas manifestaciones? ¿De qué sirve una cultura que no nos hace más humanos? La rebelión que contenía esta pregunta es lo que en 1951 condujo a Adorno a una amarga conclusión: escribir poesía sobre Auschwitz constituye un acto de barbarie. Y esa misma rebelión indujo a George Steiner a afirmar, en un artículo publicado ya en 1960, titulado El milagro vacío: notas sobre la lengua alemana, que “la lengua alemana no era inocente de los horrores del nazismo”, y que Hitler encontró en ella la “histeria latente” que necesitaba para pergeñar su ideología exterminadora.
En la actualidad se observa una furia similar contra la cultura rusa. Del mismo modo que Adorno negaba el derecho moral a escribir poesía después de Auschwitz, para cualquier ucranio el derecho moral a la literatura rusa desaparece después de las masacres cometidas en Bucha y Mariupol. Del mismo modo que para Steiner la lengua alemana era cómplice de Hitler, ante los ojos de cualquier ucranio la literatura rusa se antoja cómplice de Putin. Y de hecho, diacrónicamente, es fácil detectar en toda la historia de la literatura rusa una profunda veta panrusa, antieuropea y antidemocrática. Desde Dostoievski, pasando por innumerables escritores de toda categoría hasta llegar a contemporáneos como Zajar Prilepin, es comprensible que esta veta antieuropea y antidemocrática se considere (en virtud de su continuidad, persistencia, amplitud e intensidad) la propia columna vertebral de toda la literatura rusa. Es algo que convierte en inmediatamente comprensible el rechazo visceral que sienten los ucranios hacia la literatura rusa; del mismo modo que, en su época, era inmediatamente comprensible el rechazo esencial a la cultura alemana después del nazismo.
Dado que tanto Adorno como Steiner eran influyentes figuras de autoridad, su opinión no tardó en generalizarse. Poco puede sorprender que a quienes más les doliera, quienes la consideraran injusta, fueran los propios poetas. A Paul Celan le dolió: en 1951, cuando Adorno publicó su declaración, ya había escrito una impresionante cantidad de poemas sobre el Holocausto (Todesfuge se escribió en 1945; su primera versión en rumano, Tangoul morții, es de 1947; el original alemán se publicó en 1948). Como ya se ha dicho, su poesía escrita en alemán establecía una comunidad verbal con su madre, y ahora el autor sentía que la prohibición moral que Adorno lanzaba sobre la poesía le privaba de la última posibilidad de reconectar con los seres queridos que el nazismo le había arrebatado brutalmente. A Czesław Miłosz también le dolió: había escrito algunos extraordinarios poemas sobre el Holocausto polaco, como Campo dei Fiori, redactado durante la Pascua de 1943.
Adorno tardó casi dos décadas en reconocer que no tenía toda la razón. En su último libro, Dialéctica negativa (1966), admitió que, después de leer a Celan, comprendió que la poesía es nuestro derecho inalienable a gritar cuando nos torturan. En consecuencia, escribirla para dar fe del sufrimiento de la víctima en la lengua de sus asesinos es derrotar a esos asesinos.
Sería injusto (y quizá incluso un acto de barbarie) no apreciar que la literatura rusa también participa de una tradición proeuropea, humanista y amante de la libertad. Aunque es probable que sea más endeble que la antidemocrática, no es en modo alguno desdeñable, ya que transita dos siglos y a algunos importantes autores: empezando por Chéjov y Turguénev, continuando con Ajmatova, Madelstam, Pasternak y Tsvetáieva, hasta llegar hoy a Liudmila Ulítskaya and Mijaíl Shishkin. Todos ellos se sintieron claramente parte de la cultura europea; algunos incluso se identificaron más como europeos que como rusos. Turguénev, por ejemplo, en su última diatriba con Dostoievski, cuando el autor de Los demonios lo acusó de traicionar a Rusia con su actitud filoeuropea, le respondió tajante: “Pero si no soy ruso, ¡soy alemán!” (la escena entera se reproduce en Los europeos de Orlando Figes). Chéjov es uno de los principales artistas humanistas del mundo. Madelstam y Ajmatova se encuentran entre los poetas más amantes de la libertad de todo el siglo XX; precisamente por eso fueron aplastados sin piedad por el régimen comunista. Esta es la cultura humanista rusa que Europa (Ucrania incluida, no hace falta decirlo) también querrá recuperar, puesto que en ella hay cantidades de verdad y belleza que no se encuentran en otros lugares, y porque es una cultura que alimentará decisivamente el corazón y la mente de nosotros los europeos.
Adorno tardó casi 20 años en comprender que debía moderar la inclemencia de su afirmación. Que existe un arte que sirve a la barbarie de los tiranos y la justifica, y que hay otro que otorga voz a las víctimas. La que precisan para gritar mientras las torturan. La que precisan para dar su testimonio. Es únicamente esta voz con la que realmente se expresa el arte. Y es precisamente esta voz la que demuestra que ninguna barbarie podrá destruir definitivamente al ser humano.
VI. Si Alemania volvió a ser uno de los principales corazones de Europa, fue porque admitió su trágico y bárbaro error y tuvo la voluntad política y social de desarrollar la conciencia de su culpa. Este fue y sigue siendo un programa educativo de un alcance nunca visto. Después de 1945, Alemania tuvo futuro por esta admisión moral de sus culpas pasadas.
Si Rusia quiere tener un pasado después de perder la guerra con Ucrania tendrá que pasar por un proceso moral similar, de admisión y arrepentimiento de su trágico y bárbaro error. Por desgracia para Rusia, no observo en ella ninguna voluntad política ni social que conduzca a esa reacción moral. Dicho sin rodeos, Rusia no tendrá futuro por su impotencia para afrontar las culpas de su pasado.
Por su parte, en Ucrania todos observamos y admiramos un extraordinario espíritu, nacido de la reacción moral frente a la barbarie. Las extraordinarias palabras del presidente Zelenski —”Necesito municiones, no dar un paseo”—, pronunciadas ante una muerte bastante probable, fueron el inicio de esta enorme reacción moral que sirvió de catalizador para un presente y un futuro imponentes para Ucrania.
Lo cual significa que la barbarie rusa no ha logrado destruir ese país. La barbarie rusa ha destruido sobre todo a Rusia.
Por su parte, los escritores ucranios han hecho exactamente lo que hacen los verdaderos artistas cuando la historia se convierte en horror: han dado voz a quienes la necesitaban para gritar frente a la barbarie. Han utilizado sus palabras para dar testimonio frente a la atrocidad. No han permitido que la barbarie tenga la última palabra.
De manera que Vakulenko, Amelina y Krivtsov, no Putin y sus bárbaros adláteres, serán quienes nos definan en cuanto especie humana.
Si queremos que nuestro arte, y nuestra humanidad, tengan futuro, debemos seguir su ejemplo, y escribir desde este permanente estado de emergencia para el ser humano. Sirviendo a la literatura como miembros de la Orden de la cucharilla. Y construyendo una humanidad cuyas palabras no vuelvan a defraudar al ser humano.
Si lo hacemos así, la literatura nos llegará aunque tenga que transitar entre fosas comunes. Ya lo ha hecho. Pero ojalá no tenga que volver a hacerlo.
Depende de nosotros. Y de nuestras cucharillas. Radu Vancu es un escritor rumano. 



































[ARCHIVO DEL BLOG] Tribalismo político. [Publicada el 10/03/2017]












Jorge Galindo (1965), sociólogo, profesor e investigador en el departamento de Sociología de la Universidad de Ginebra, escribía hace unos días en El País un artículo sobre el funcionamiento de las democracias occidentales en el que afirmaba que los votantes no deberíamos delegar la responsabilidad de formarnos un criterio propio en manos ajenas. Y ello, a pesar de que adquirir información sobre cuestiones políticas complejas consuma tiempo y esfuerzo y que lo más cómodo sea dejarse llevar por la posición del grupo. Tengo la impresión de que eso quizá es mucho pedir para el común de los mortales ciudadanos, pero que en la medida de lo posible deberíamos intentarlo.
La libertad es al partidismo lo que el aire es al fuego, dice Galindo al comienzo de su artículo. La frase es de James Madison, uno de los redactores de la Constitución de Estados Unidos y el cuarto presidente del país. Él y otros padres fundadores temían que la nación que estaban formando se consumiera en la división. En mayor o menor medida, el diseño institucional americano marcó la pauta de todas las democracias que le han sucedido. Por tanto, los miedos de sus arquitectos deben ser también los nuestros, los de todos. ¿Puede el faccionalismo poner en riesgo la expansión democrática? ¿Son los movimientos sísmicos que están teniendo lugar a un lado y otro del Atlántico un indicador de la crisis sistémica? Y, de ser así, ¿cómo se puede resolver?
En su Democracy for realists, continúa diciendo, Chris Achen y Larry Bartels elaboran los fundamentos de la crítica y extienden una dura mirada sobre el modelo actual. Votar no es, dicen, una expresión de preferencias ideológicas ni de intereses claramente predeterminados por el elector antes de ir a las urnas. Tampoco consiste en una evaluación precisa de la tarea realizada por los gobernantes. En esencia, los autores argumentan que el proceso de formación de opiniones, tanto en prospectiva (qué queremos que sea de nuestro país) como en retrospectiva (cómo nos parece que ha funcionado hasta ahora), no es tan limpio como requieren sus visiones más idealizadas. ¿Qué mueve, entonces, a los votantes? Según Achen y Bartels, es la pertenencia a un grupo, la definición de límites entre quienes están dentro y quienes quedan fuera. Una búsqueda conjunta de identidad, cuya suprema expresión sería, por supuesto, el partidismo.
En este mundo, añade, los votantes combinarían tres fuentes para conformar sus posiciones sobre un tema determinado: su acervo de conocimientos previos (incluyendo prejuicios y mitos), la interpretación que del mismo les ofrece su grupo de referencia (religión, etnia, partido) y los hechos y datos específicos que puedan recoger sobre el asunto en cuestión. Adquirir información sobre cuestiones políticas complejas consume tiempo y esfuerzo, así que la posición del grupo adquiere un peso particularmente importante. Sería fácil pensar que son los individuos menos informados, preparados o educados quienes se comportan de manera más gregaria. Pero también erróneo: al fin y al cabo, si observamos nuestro alrededor con gafas partidistas, cuanto más las utilicemos, mayor será nuestro sesgo. Nótese el poder que ofrece esto a los dirigentes políticos capaces de subrayar qué importa, qué no, por qué importa y cómo debería ser solucionado; influyendo incluso, o sobre todo, entre las clases medias y acomodadas particularmente interesadas en política.
Ante esto, dice más adelante, no son pocos los que sienten la tentación elitista, derivando cada vez más capacidad de decisión a agentes que no deban someterse a dictado público alguno. Hasta llegar al extremo: en su intencionadamente polémico Against Democracy, el filósofo Jason Brennan argumenta que, si la democracia no es capaz de producir los mejores resultados ni de representar fielmente las visiones y los intereses de los votantes, ¿no sería razonable considerar su sustitución por un régimen alternativo que sí lo haga? Como por ejemplo, sugiere, la epistocracia: el gobierno de los más sabios.
Pero otorgar el poder a una sola porción de la sociedad, añade, no puede asegurar una mejora en la distribución de los recursos disponibles por una simple razón: si la nueva élite tecnócrata no tiene incentivos a cooperar, ¿por qué iba a hacerlo? La magia de las elecciones es precisamente la existencia de una alternativa encarnada por una oposición creíble. Su desaparición acabaría dando la razón a quienes se sitúan justo en el otro extremo de las alternativas ante la crisis de la democracia: la opción populista (palabra empleada aquí en su acepción estratégica) proviene de una aceptación completa de la idea de que la política solo puede basarse en la definición de identidades colectivas. La herramienta fundamental del populismo, tal y como la definen sus propios teóricos, es la construcción de un grupo lo suficientemente amplio, difuso e incluyente como para convertirlo en una mayoría incontestable. Pretende así luchar contra el establishment y resucitar una democracia supuestamente secuestrada. Pero la liberación democrática no es tal, pues el resultado paradójico de construir una nueva super-mayoría entroniza a líderes con una enorme capacidad de mantener entre sus acólitos una determinada visión de la realidad, hasta el punto de que es necesario un shock de considerables proporciones para dividir al grupo preestablecido y garantizar que la alternativa tenga opciones en el gobierno.
Si tanto la opción elitista como la populista nos dejan con el mismo riesgo autocrático, ¿qué queda para cimentar la evolución de la democracia?, se pregunta. Quizá modestia sea buen punto de partida: debemos asumir (y difundir) la idea de que el sistema democrático no aspira a evitar todos los males, ni a resolver todos los problemas sin coste alguno, sino que supone sencillamente un mecanismo incruento para la resolución de conflictos inherentes a la vida en sociedad. Es, además, una herramienta cuyo límite somos nosotros mismos y nuestra capacidad para enlazar nuestros intereses con la acción política más adecuada para conseguirlos.
Ahí reside, pues, el margen de mejora, escribe. No en voces de líderes salvadores, ni en complejas reformas. Una vez ubicados en el realismo y aceptada la relevancia de la filiación grupal, la mejor palanca para la mejora de la democracia es la multiplicación de los centros de poder, presión, formación de identidades y altavoces. En España, por ejemplo, no está claro si los nuevos partidos han producido un debate público más rico y matizado. Y, sobre todo, no parece que haya dado una voz a los sin voz: por ahora la tasa de abstención no se ha modificado, y los votantes que se han movido a las nuevas formaciones pertenecen en su mayoría a segmentos que ya eran activos previamente, por su extracción socioeconómica. Los perdedores del sistema actual, si es que los hay, no se han beneficiado por el momento
En la medida de lo posible, los votantes no deberíamos delegar toda la responsabilidad de formarnos un criterio propio en manos ajenas, reitera como conclusión. Se trata de ser conscientes de nuestra posición en la sociedad. De entender nuestras identidades y las de quienes están a nuestro alrededor, sobre todo las de aquellos que siguen excluidos del proceso de formación de intereses definidos, desde un punto de vista multifacético. De comprender que la priorización de ciertos aspectos y la filiación grupal es inevitable para conseguir formar coaliciones que hagan la acción política efectiva; pero al mismo tiempo nos pone en un rumbo tribal, que, si no se mide, dificulta el paseo equilibrista que ejecutamos cada día sobre el conflicto. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt












lunes, 26 de febrero de 2024

Del voto caprichoso

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes. La politización de estos tiempos puede llevar a una despolitización por la vía de la paradoja, comenta en El País el escritor Sergio del Molino: hay tantas marcas vendiendo lo mismo que el mercado ideológico se ha devaluado, y así, es muy difícil que un proyecto político, sea cual sea, cuaje. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com












El voto caprichoso
SERGIO DEL MOLINO
21 FEB 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Yo solo me atrinchero en las cuestiones importantes: milito con fervor en el sincebollismo en la tortilla de patata o en los tres vuelcos canónicos del cocido madrileño, pero soy voluble y caprichoso con otros asuntos menores, como el sentido del voto. Muchísima gente en el llamado bloque progresista comparte mi ligereza, y le da lo mismo votar rojo, rosa, morado o pastiche. Los partidos del lado izquierdo del muro suben y bajan con cambios de ritmo y compás tan impredecibles como un ballet contemporáneo. Aquí ya no hay compromisos duraderos ni lealtades de piedra: todos los partidos, salvo el PP, se dirigen a un votante de afectos fugaces, que se apasiona y se enfurruña con facilidad.
La politización de estos tiempos puede llevar a una despolitización por la vía de la paradoja: hay tantas marcas vendiendo lo mismo que el mercado ideológico se ha devaluado. Así es muy difícil que un proyecto político, sea cual sea, cuaje.
Los análisis del derrumbe del PSOE y de Sumar en las elecciones gallegas señalan su debilidad territorial: encastillados en La Moncloa, pero menguantes o desaparecidos en las autonomías, donde los nacionalismos llamados de izquierda les comen la tostada, y para muestra un BNG. Otros apuntan a la amnistía como clave del desmoronamiento socialista (algo difícil de argumentar, pues los votos no se le han ido al PP, sino a un partido proamnistía mucho más fervoroso). Habrá más razones y todas tendrán su aquel, pero hay una corriente de fondo que se aprecia en más países y está relacionada con la crisis de la socialdemocracia, ese barco europeo que naufraga.
Las estrategias y alianzas de Pedro Sánchez tenían como objetivo evitar que el PSOE siguiera el camino griego o francés (ahora también parece un camino alemán). Hoy puede decirse que no solo no ha achicado agua, sino que quizás ha armado de poderes y razones a las fuerzas políticas que le disputaban eso que los politólogos llaman “su espacio”. Lo curioso es que esas fuerzas no vienen en España de su izquierda, sino de la periferia nacionalista: a la socialdemocracia no la está desplazando un discurso nuevo, sino ideas viejas del siglo XIX que suenan vanguardistas a esos votantes ligeros que no quieren saber nada de carnets, lealtades, tradiciones ideológicas o legados. El PSOE puede morir ahogado por el abrazo de sus socios. La cuestión es si está a tiempo de soltarse y volver a seducir a los electores que, como yo, solo hacen casus belli de las cosas importantes (y la política no es una de ellas). Sergio del Molino es escritor.