miércoles, 28 de junio de 2023

[ARCHIVO DEL BLOG] El fin de la Historia va para largo. [Publicada el 24/05/2017]












El fin de la Historia es un polémico artículo, publicado por el historiador estadounidense Francis Fukuyama en el verano de 1989 en la revista The National Interest, que tuvo continuación y profundización en su libro El fin de la Historia y el último hombre (Planeta, Barcelona, 1992). Primero el artículo, y después el libro, provocaron un efecto devastador en los medios intelectuales y académicos de medio mundo y fueron ensalzados y criticados a partes iguales.
Fukuyama exponía en su libro una polémica tesis: La Historia humana, como lucha de ideologías ha terminado con la llegada de un mundo final basado en la democracia liberal que se ha impuesto finalmente tras el fin de la Guerra Fría. Inspirándose en Hegel y en alguno de sus exégetas del siglo XX, como Alexandre Kojève, Fukuyama afirma que el motor de la historia, que es el deseo de reconocimiento, el thimos platónico, se ha paralizado en la actualidad con el fracaso del régimen comunista, demostrándose así que la única opción viable era la democracia liberal tanto en lo económico como en lo político. Se constituye así en el llamado pensamiento único: las ideologías ya no son necesarias y han sido sustituidas por la economía. Estados Unidos, es por así decirlo, la única realización posible del sueño marxista de una sociedad sin clases. En palabras del propio autor: El fin de la historia significaría el fin de las guerras y las revoluciones sangrientas. Los hombres satisfarán sus necesidades a través de la actividad económica sin tener que arriesgar sus vidas en ningún tipo de batallas. 
¿Qué queda veintiocho años después de la tesis expuesta por Francis Fukuyama? A juicio del sociólogo y profesor español Julio Aramberri, catedrático de Turismo en la Universidad Drexel de Filadelfia (EUA) y profesor honorario de Economía y Finanzas de la Universidad Dongbei de Dalian (China), muy poco, o nada. En el número de mayo de Revista de Libros, Aramberri critica con ironía y cierta dosis de sarcasmo, las dos últimas publicaciones de Fukuyama traducidas al español: Los orígenes del orden político. Desde la Prehistoria hasta la Revolución francesa y Orden y decadencia de la política. Desde la Revolución Industrial a la globalización de la democracia (Deusto, Barcelona, 2016). 
Corrían los tiempos sombríos de la dictadura del general Franco, dice Aramberri, y una noche, en algún lugar, los servicios de guardia despertaron al gobernador civil con un telegrama apremiante del ministerio: «Riesgo de movimiento sísmico en su provincia. Epicentro localizado en su capital. Adopte medidas urgentes». El gobernador civil, persona bien mandada, rendía cuentas a las pocas horas: «Movimiento sísmico bajo control. Epicentro y compinches detenidos y confesos. Viva el glorioso Movimiento Nacional». La broma me ha venido a las mientes al reparar en que el hábil interrogatorio al que Fukuyama somete a la historia universal resulta tan banal, tan arbitrario y tan previsible en sus conclusiones como el que Epicentro y otros sospechosos habituales sufrieron a manos de la Brigada Social en la localidad del cuento.
Antes, algo de contexto, añade. Los libros que comento se presentan como un friso monumental en la ya larga obra de Francis Fukuyama, uno de los más conocidos discípulos de Samuel Huntington. Fukuyama se hizo famoso con un trabajo en el que jugaba con la profecía de Marx de que, con el final del capitalismo, la prehistoria de la humanidad llegaría a su fin, es decir, los hombres dejarían de estar separados de su verdadera esencia y protagonizarían una historia por fin digna de ese nombre. Había sucedido todo lo contrario: quien yacía en el basurero era el comunismo. El título del vademécum era, sin duda, poco afortunado, pero Fukuyama sólo levantaba acta de la realidad tal y como él la veía: tras la debacle del comunismo, la democracia liberal se había quedado sin contrincantes serios.  
Podría haberlo dicho, comenta, con mayor acierto, como por aquellos mismos tiempos, lo hacía Michael Novak: «Mejor que las economías del Tercer Mundo, y mejor que las socialistas, el capitalismo hace posible para la gran mayoría de los pobres escapar de la mazmorra en que los tiene recluidos la pobreza; tener oportunidades; descubrir la importancia de sus iniciativas económicas personales; y auparse a la clase media y más arriba». La superioridad del capitalismo no es ontológica, como cabía interpretar del libro de Fukuyama. Cabe pensar que algún día se revele incapaz de colmar esas aspiraciones y, entonces, probablemente desaparecerá; mientras llega, su superioridad moral es poco discutible.
Veinte años más tarde, sigue diciendo, los dos últimos libros de Fukuyama rebajan aquella inicial sobredosis de optimismo. ¿Qué había sucedido en el entretanto? En la economía, la política y la sociedad globales, un tropel de acontecimientos imprevisibles que malamente encajaban en el marco conceptual del Fukuyama de 1992. En su evolución intelectual, dos libros en que subrayaba la importancia de los vínculos comunitarios para la buena marcha de las sociedades. Sin ellos, aunque aparentemente aquéllas sigan manteniendo su pujanza económica o tecnológica, su decadencia resulta inexorable.
Explicar la compleja genealogía del Estado moderno, añade, es la tarea de sus dos últimos libros: un itinerario plagado de senderos que se bifurcan. Son dos trabajos enormemente ambiciosos en los que brega con los sistemas de poder florecidos a lo largo de los seiscientos siglos que lleva a cuestas la especie desde el éxodo de nuestros ancestros de las sabanas del África meridional hasta la formación de los regímenes políticos de nuestros días. En la coda de su voraz cantata, Fukuyama nos ilustra sobre las amenazas que acechan a las sociedades democráticas y pueden empujarlas a una eventual decadencia. Con un descarado arrebato hegeliano, el titánico trabajo de interrogar a la historia universal resulta, para Fukuyama, ineludible, porque ella es la precuela del futuro.
La primera parte de su vuelo, comenta, lleva hasta la aurora de la modernidad política (las revoluciones americana y francesa de finales del siglo XVIII, con su prólogo en la Gloriosa inglesa del XVII); en la segunda aterriza en Dinamarca, su prototipo de polis comunitaria y eficaz. No seré yo quien le niegue una briosa ambición, pero tampoco creo estar solo si subrayo desde el comienzo que su cartografía desmerece considerablemente de la grandiosidad de sus metas. La evolución humana hacia los sistemas políticos modernos no sólo no estaba, como él dice, sobredeterminada, sea eso lo que fuere; los hábiles interrogatorios a que la somete hacen sospechar de un excesivo empeño en que compartamos sus propias inquietudes y sus poco atinadas propuestas.
El Estado es, para Fukuyama, continúa diciendo Aramberri, la mejor institución que han sido capaces de darse a sí mismas las sociedades humanas. Es un éxito evolutivo que permite superar el mínimo común denominador de las sociedades primitivas cuyos miembros, poco numerosos, compartían la misma carga genética. De ese larguísimo ciclo evolutivo habitado por cazadores y recolectores data una pauta de comportamiento que se ha tornado ingénita: la tendencia a traspasar a los descendientes inmediatos las ventajas reproductivas de sus progenitores y a excluir de ellas a los demás.
Posteriormente, añade, esos grupos se asociaron en linajes agnaticios y en tribus, dando paso al altruismo selectivo. La primera sociedad en adoptar esa estructura tribal pudo integrar un número mayor de miembros que reforzaron la resiliencia de sus estructuras. Llegaba la tiranía de los primos de Ernest Gellner, en la que un reducido círculo de poderosos, generalmente hombres ancianos, imponía normas de conducta legitimadas en mitos religiosos fundantes, una estricta división del trabajo y mecanismos de defensa frente al exterior. El culto a los antepasados asentó formas complejas de religiosidad que contribuyeron a la legitimidad de las nuevas instituciones: otro éxito adaptativo. No sabemos mucho más de esa larga noche de los siglos, salvo que nos ha legado una fuerte pulsión particularista y, al tiempo, mecanismos para mantenerla a raya. Por el juego de esas dos fuerzas contrapuestas se ha llegado a los sistemas políticos modernos y al amplio bienestar colectivo que han forjado.
Un nuevo hito histórico fue la revolución neolítica, comenta. La expansión de la agricultura permitió obtener excedentes, es decir, producir y conservar más de lo que el consumo inmediato demandaba. Las nuevas sociedades agrarias desencadenaron una fuerte competencia. A partir del Neolítico, la guerra se convirtió en un fenómeno generalizado que exigía ejércitos, impuestos y burocracias legitimadas por la ideología religiosa. Fukuyama hace suya así la explicación belicista de Charles Tilly («la guerra parió al Estado y el Estado parió las guerras»). Amanecía Leviatán, el fantasma en la máquina de Fukuyama. Poco a poco, las sociedades incorporaron a sus arquitecturas estatales mecanismos racionales, universalistas, meritocráticos para premiar a guerreros, sacerdotes y funcionarios, aunque esas élites siempre sentían la tentación de recaer en sus rutinas familistas anteriores, un proceso degenerativo que conocemos como patrimonialismo.
El largo recorrido que llevó a la formación de los Estados modernos, añade, no marchó como una flecha que fuera directa al blanco de las democracias modernas. Fukuyama lo describe como un proceso de tanteos evolutivos con resultados divergentes, desviaciones de la media y numerosos retrocesos. La primera ruptura con la dictadura de los primos fue la burocracia china. El emperador Shi Huangdi, el único de la dinastía Qin (259-210 a.C.), dividió el imperio en comandancias gobernadas por funcionarios nombrados directamente por el Hijo del Cielo. Ese modelo se asentó bajo la dinastía Han (206 a.C.-220 d.C.). y, según Fukuyama, permaneció estable hasta el final de la dinastía manchú o Qing en 1911. El vértice de un país campesino salpicado de ciudades pasó a residir en la capital, desde donde el emperador lo dirigía con la ayuda de un cuerpo de administradores profesionales: los mandarines.
A los mandarines, dice más adelante, se les reclutaba por los méritos intelectuales demostrados en exámenes competitivos en los que triunfaban los mejores. El mandarinato recaudaba impuestos; los remitía al centro; administraba justicia; y cuidaba del orden público. En suma, sus componentes eran los garantes del bien común, con un gobierno de características similares a las de la burocracia racional weberiana: coordinación de áreas funcionales; organización jerárquica; meritocracia; carrera funcionarial vitalicia; servicios compensados por salarios. Ese paso muestra hasta qué punto China había conseguido destacarse ya entonces del particularismo feudal.
En India, sigue diciendo, la rígida separación de castas y subcastas hacía muy difícil la integración en un solo vértice de los diversos intereses enfrentados, así que allí nunca existió un imperio como el chino. El único tanteo, muy breve, fue el de los Maurya (323-185 a. C.), pero sólo con el Raj británico (1858-1947 d. C.) llegó India a constituir una totalidad seminacional. Esa limitación ingénita del poder permitía a la casta sacerdotal mantener a raya a los gobernantes, siempre necesitados de su apoyo. Fukuyama defiende, no sin sorpresa para el lector, que eso permitió a India sentar las bases de lo que posteriormente se llamaría el imperio de la ley.
El islam, añade, resolvió de otra forma el doble problema de la patrimonialización y del control del poder. Lo primero, con la creación de una burocracia militar de esclavos célibes que pervivió bajo distintas formas (mamelucos en Egipto, jenízaros en Turquía) desde el siglo VIII d.C. hasta 1826. Faltos de descendencia legítima, esos burócratas no se planteaban un asalto al Estado en pro de sus intereses familiares. Con el tiempo, sin embargo, mamelucos y jenízaros reclamarían el derecho a crear familias y a traspasarles los bienes adquiridos por el trabajo y/o la corrupción.
Al poder, dice, lo revestía el islam inicial con una coraza religiosa. Mahoma armonizó su condición de profeta tocado por la voluntad divina con la de líder político, pero ambas esferas se tornaron difíciles de maridar una vez que Alá volvió a encerrarse en su mutismo tradicional. La sharia, un cuerpo legal derivado de las enseñanzas del Corán y de los hadith –hechos y dichos atribuidos al profeta– marcaría a partir de entonces algunos límites al poder. Pero, como su exégesis era discutible, los ulemas (jurisconsultos) recabaron para sí la potestad de interpretarlos. Bajo el imperio otomano se creó un cuerpo de cadíes (jueces) gobernado por un gran muftí nombrado por el sultán. Con ese experimento para someter al poder se abrió paso el imperio de la ley.
Europa, señala, abordó el control del patrimonialismo bajo otras circunstancias. Al imperio romano no le sucedió otro de nueva planta, sino un mosaico de poderes, ninguno de los cuales conseguía imponerse a los demás. Los señores feudales competían entre sí y ofrecían a sus patronos una fidelidad tornadiza. Los reyes trataban de imponer su hegemonía, pero no lo conseguían sin el consejo, la lealtad y el apoyo de sus feudatarios y la sanción clerical. Tras las reformas de Gregorio VII, la Iglesia católica apostó por convertirse en una alternativa de poder universalista sustentada en una burocracia de clérigos célibes y en la legitimidad teocrática. Más allá, las ciudades, especialmente en Italia y en Flandes, se convertían en centros comerciales y políticos relativamente autónomos. Ninguna institución conseguía imponerse claramente a las demás. Lo que se ha llamado dinamismo medieval brotaba de ese conjunto disjunto de centros de poder que cedía un amplio espacio a la autonomía de los grupos sociales. Esa diversidad y la carrera competitiva en pos de ventajas comparativas haría posible escapar de la trampa familista y clientelar para forjar sociedades prósperas y, a la larga, democráticas.
Durante siglos, sigue diciendo el profesor Aramberri, la legitimidad brotó de la sanción del poder eclesiástico, pero entre los siglos XV y XVII se abrió paso otra opción ligada a la soberanía popular. Fukuyama no la reconoce como una alternativa a título propio: más bien como una dependencia de la legitimidad religiosa. En cualquier caso, brotó de las resistencias de los súbditos a los intentos de la realeza por centralizar el poder. Su formulación más conocida es la de la Carta Magna («no taxation without representation»), pero demandas similares aparecieron por doquier. Con ese nuevo horizonte se cierra la última parte del primer libro y Fukuyama se jacta de haber encontrado la mejor explicación de los vagidos de los sistemas políticos modernos. De entre esos tanteos por el éxito evolutivo tres resultaron ser fundamentales: la administración burocrática basada en criterios de mérito; otro, algo peor definido, el imperio de la ley; el tercero, más complejo, la competitividad económica y política entre diversos centros de decisión. Sin esas tres adaptaciones evolutivas no hubiera sido posible la conformación de los Estados modernos y aún seguiríamos bajo la tiranía de los primos. Ahí se cierra la primera parte del díptico.
Las historias ecuménicas, comenta, como ésta de Fukuyama, se han puesto de moda. Pero si quieren superar los obstáculos ante los que cayeron las antiguas filosofías de la historia, intiman gran modestia de sus autores. No estoy tratando con esta advertencia de apuntarme a la sandez progresista de que toda obra intelectual ha de juzgarse, además de por lo que dice, por lo que calla. Ejecutar cabalmente esta última tarea exigiría al crítico colocarse en el punto de mira de la divinidad, pues sólo ella puede conocer lo positivamente existente y todas sus ramificaciones posibles. Mis reproches hacia el primer libro son de otra índole. Es un relato endeble allí donde se quiere erudito y perentorio. Su elogio del mandarinato chino es mayormente Photoshop. Y lo que específicamente calla –la influencia de Roma en el desarrollo de la seguridad jurídica, es decir, del imperio de la ley– no tendría excusa, así fuera Fukuyama un historiador novato.
El retroceso del patrimonialismo en China, comenta, lo atribuye a la formación del Estado centralista y su burocracia racional. En la realidad, sin embargo, el proceso aconteció de forma menos lineal: «Por paradójico que parezca, el estatus de la élite [al final de la dinastía Han] coincidía con un derecho hereditario de acceso al servicio del Estado [...]. Eso contradice el estereotipo occidental de China que aún pervive entre muchos estudiosos: la idea hegeliana de que el Estado chino “había devorado a la sociedad civil”, de suerte que la única carrera honorable allí sería la funcionarial». A mediados del siglo II d. C., el acceso al mandarinato, lejos de basarse en la capacidad personal, reflejaba la riqueza y el prestigio de las familias de los aspirantes. El poder en la dinastía Han pasó así de la burocracia inicial a un círculo íntimo de eunucos y parientes agnaticios del emperador que acabaron por ser sus verdaderos dueños. Aunque no llegó a desaparecer, al final de la dinastía había perdido la mayor parte del poder que anteriormente ostentaba. La primacía de la meritocracia en China es, pues, puro Photoshop.
¿Qué se hizo de Roma?, se pregunta más adelante. Sus pretores, sus cuestores, ¿qué se ficieron? Por difícil que parezca, el Senado y el Pueblo de Roma (SPQR) no tienen siquiera un diminuto papel de estrellas invitadas en este largo libro. Los doce siglos de instituciones del imperio romano de Occidente más la propina de otros diez en Bizancio: todo quedó en el olvido. Fukuyama no puede refugiarse en una ignorancia que ni se le supone ni él estaría dispuesto a conceder. ¿Por qué, pues, esta omisión? Cualquier estudiante de Derecho sabe de la diferencia entre la regulación de las instituciones políticas que se sucedieron a lo largo de la historia de Roma (monarquía, senado, asambleas de la plebe, cónsules, tribunos, dictaduras, principado, imperio). Eran muy limitadas en cuanto a participación popular –la sociedad romana se basaba en la esclavitud y en la exclusión de las mujeres del ámbito público– y hoy han dejado de tener interés salvo para los historiadores, pero, en cualquier caso, fueron muy anteriores a la fundación de la burocracia Han. Las instituciones del Derecho privado (familia, ciudadanía, propiedad, obligaciones, derecho procesal), por su parte, siguen aún presentes en los códigos civiles de numerosos países.
Sin embargo, a su manera, señala, las instituciones políticas romanas representaron el mayor control conocido hasta aquellas fechas sobre el ejercicio del poder (elección de cónsules y otros magistrados; limitación de su período de ejercicio; equilibrio inestable entre los próceres de la élite senatorial y los tribunos de la plebe). Las del Derecho civil –y esto es decisivo– dotaban a los ciudadanos romanos de una seguridad jurídica inigualada en su propiedad mueble e inmueble y en sus relaciones comerciales. «Civis romanus sum», protestaba con orgullo Pablo de Tarso para reclamar un juicio justo. Esa protección impedía, ante todo, la confiscación sin causa ni proceso legal del patrimonio personal, algo que a la admirable burocracia de los Han y a sus seguidores les hubiera parecido un sindiós.
Si en algún momento de la historia premoderna hay que encontrar en acción al naciente imperio de la ley, sigue diciendo, es en el amplísimo cosmos legal de la historia de Roma recopilado en el Corpus Iuris Civilis de Justiniano. Si Fukuyama prefiere olvidarlo, seguramente es por el prurito de dar un cirio pascual en cada entierro a toda civilización y a toda religión que se le ponga por delante. Por comparación con la seguridad jurídica romana, sin embargo, las pávidas admoniciones morales a los poderosos de los textos védicos o las fatuas de los ulemas representan para el imperio de la ley lo que la música militar para la música. Fukuyama prefiere las marchas castrenses porque coincide con Hegel en despreciar a esa Roma mercantil cuya única aportación a la cultura universal, según el filósofo prusiano, fue un Derecho civil para comerciantes y para la plebe. Ese desprecio se lo apropia Fukuyama sin pensárselo dos veces.
Llegado a los Estados modernos, añade, Fukuyama rinde honores, con reservas, a la teoría de la modernización. La posición modernizadora fuerte mantiene que todas las sociedades han llegado o llegarán a un último estadio de bienestar por el mismo camino: las etapas del desarrollo de Rostow. A la larga, todas se verán impulsadas a convertirse en sociedades abiertas y democráticas.
Fukuyama muestra un gran escepticismo ante esa versión fuerte, dice Aramberri. La historia no se reduce a un proceso lineal: economía/tecnología → urbanización/expansión educativa → democracia/libertades. Los cambios políticos responden a factores independientes entre sí y, de hecho, su secuencia en las sociedades modernas ha sido errática. Esa diacronía impredecible hace difícil explicar el devenir de la política moderna, pero eso no empece la necesidad de un esquema sincrónico y etiológicamente diversificado. La solución de Fukuyama evoca a Legolandia. En esos parques temáticos, el entorno arquitectónico está construido con piezas paralelepipédicas similares a las del juego epónimo, pero los visitantes pueden cambiarlas a su gusto, aunque con moderación. La variedad del orden político en las sociedades modernas refleja, piensa Fukuyama, una similar combinatoria variable de las piezas institucionales básicas.
La economía, dice a continuación, remite a la forma adoptada por la industrialización y sus derivados en la época actual, cuando ninguna sociedad relativamente grande puede organizarse de espaldas a la globalización. Esas sociedades abiertas experimentan profundos cambios en su estructura social con el avance de la urbanización, la educación y los servicios sociales. La movilidad social puede refractarse a su vez en diferentes direcciones, según las instituciones políticas hayan incorporado los tres elementos esenciales a que aludía el primer libro: organización eficiente de los servicios públicos (burocracia, aunque Fukuyama la llama Estado); seguridad jurídica (principio de legalidad); y democracia (entendida mayormente como derecho al voto). La mediación entre economía y sociedad e instituciones políticas resulta de las ideas, que demarcan la legitimidad del poder. Cuando una sociedad ha incorporado la economía de mercado y está abierta a la movilidad social; cuando se ha dotado de un Estado vigoroso y eficiente que respeta el imperio de la ley y practica la democracia; cuando permite la discusión pública: entonces podemos decir que ha transitado a la modernidad. Por el contrario, cuando alguno de esos resortes es inexistente o comienza a fallar de forma duradera, el orden político está en decadencia o inicia su marcha hacia ella.
La enorme variedad de formas políticas resultantes de las combinaciones, variaciones y permutaciones de esos seis factores, señala, abruma la imaginación, pero Fukuyama no se arredra: antes bien introduce aún mayor complejidad con ayuda de componentes adicionales (geografía y clima; organización militar; identidades nacionales; liderazgo; tecnología). A esa adición de causas la llama sobredeterminación y de ella derivan la variabilidad de las instituciones políticas y su éxito.
Gran Bretaña y Estados Unidos suelen servir de prototipos, dice más adelante. Ninguna de esas sociedades nació virgen ni perfectamente armada. Los inicios de sus sistemas políticos adolecieron de pulsiones aristocráticas y clientelares (Gran Bretaña) o estuvieron dominados por el sistema de patrocinio (Estados Unidos). Aunque este último país extendió el derecho al voto antes que Gran Bretaña, esa conquista democrática no cambió su adicción al clientelismo: antes al contrario. Desde Thomas Jefferson, los presidentes usaron de su poder para situar a sus aliados en cargos burocráticos. La presión era tal que las buenas ideas –el presidente Jackson luchó por impedir que los titulares de departamentos se eternizasen en sus puestos– sirvieron de excusa para colocar a un número aún mayor de partidarios. En Gran Bretaña, la reforma Northcote-Trevelyan data de 1854; sin embargo, hasta el siglo XX, no existió en Estados Unidos un régimen burocrático autónomo.
El patrocinio permeaba toda la escala social, señala: desde los gabinetes presidenciales hasta las plazas de portero en edificios públicos. El más insignificante mandamás se comportaba como un Hombre Grande melanesio y aprovechaba las victorias electorales para consolidar su base política dispensando favores a sus partidarios. El país gozaba de elecciones libres e instituciones democráticas, pero, de hecho, los votos los pagaba el presupuesto. Ese enmarañado sistema de despojos (spoils system), ejemplificado por Tammany Hall, sólo comenzó a cambiar hacia finales del siglo XIX. Una de las fuerzas que impulsaron la reforma fue la guerra civil, cuando el ejército de la Unión pasó de quince mil a más de un millón de hombres y obligó a crear un colosal aparato para movilizarlos y proveerlos. También, la transformación del país en una sociedad industrial y el declive de la economía agraria. Estados Unidos necesitaba dotarse de una administración racional al estilo europeo. El nuevo régimen comenzó a urdirse durante la llamada Era Progresiva (1890-1920) con las presidencias de Theodore Roosevelt, Taft y Wilson. Pero el gran salto adelante de la burocracia estadounidense sólo cristalizó con el New Deal, la respuesta keynesiana de Franklin Roosevelt a la Gran Depresión. En la década de 1930 a 1940 el crecimiento de la burocracia estadounidense fue vertiginoso. Más tarde, el fin de la discriminación racial y el proyecto de la Gran Sociedad del presidente Johnson para terminar con la pobreza en los años sesenta lo remataron. «La política clientelista en Estados Unidos llegó a su fin como resultado de una prolongada lucha política entre nuevos actores de clase media con gran interés en la creación de una forma de gobierno más moderna y los antiguos políticos aferrados al sistema de patrocinio».
Las élites de Nueva Inglaterra, dice, buenas conocedoras de las tradiciones europeas, fueron el motor de la expansión burocrática frente a las querencias populistas arraigadas en el Sur y en el Oeste. Su batalla de ideas en pro de un Estado eficiente y meritocrático acabó por ganar el apoyo de las nuevas clases medias; así se minó el sistema clientelar y se fundó una democracia eficaz. Fukuyama resume de esta forma gráfica el proceso de Estados Unidos hacia la modernidad política (los números cercanos a los términos enmarcados denotan el orden diacrónico de los factores).
La base fundamental, afirma, fue el sistema jurídico de la Common Law heredado de Gran Bretaña y, unido a él, el control del ejecutivo por los representantes de los ciudadanos. Ambas condiciones favorecieron un rápido desarrollo económico seguido de una creciente movilidad social, lo que, finalmente, permitió la construcción de un Estado burocrático eficiente.
¿Por qué no se siguió ese modelo en otros lugares como Grecia e Italia?, se pregunta. La razón está en la pervivencia de un clientelismo inexpugnable en las más antiguas sociedades políticas de Europa. Si en Estados Unidos el desarrollo económico creó unas clases medias favorables a las soluciones progresistas, en Grecia e Italia esos nuevos actores sociales nacieron muy débiles y prefirieron asimilarse al viejo orden clientelar. No fue por falta de una democracia moderna. El sufragio universal masculino se adoptó en Grecia en 1864. En Italia, la unidad nacional se consiguió en 1871 y el sufragio universal se impuso en 1912. Durante ese tiempo la economía agraria local se vio sustituida por una creciente industrialización, pero la experiencia de ambos países sugiere que ni la economía moderna ni el sufragio universal por sí solos bastan para liquidar el yugo clientelar.
Tanto la Grecia moderna como la Italia meridional, dice, son sociedades en las que el capital social es escaso. Entre la familia y el Estado apenas hay instituciones intermedias. Prima allí lo que se ha llamado un familismo amoral que anima a sus miembros a maximizar las ventajas de su familia nuclear porque, se piensa, todos los demás hacen lo mismo. La confianza mutua es muy escasa. En esas sociedades, a las que, según Fukuyama, hay que sumar a España y a la mayoría de las latinoamericanas, los vecinos no son eventuales aliados, sino rivales peligrosos. En Grecia y el sur de Italia, a finales del siglo XIX, el capital social era inexistente. A diferencia de otros países del norte de Europa, la industrialización, la urbanización y el orden fabril no convirtieron allí a las comunidades de menor rango (Gemeinschaft) en piezas activas de una sociedad más amplia (Gesellschaft). En esas dos zonas de la Europa meridional, más que a la formación de una clase obrera moderna, la urbanización se limitó a la emigración rural a las grandes ciudades, donde los recién llegados siguieron manteniendo sus tradicionales pautas familistas.
¿Por qué?, dice a continuación. Por la ausencia de un Estado impersonal y la ineficacia del imperio de la ley y del sistema judicial. Sin instituciones públicas fiables, las familias y los individuos sólo contaban con sus propios recursos en una especie de guerra de todos contra todos, agravada en Italia por la existencia de la mafia. En ambos países, la industrialización fue tardía y la protección arancelaria impuesta por el Estado naciente retrasó el nacimiento de una economía moderna. Esa ausencia acabó por convertir a ambos Estados en fuentes privilegiadas de empleo y saturó al sector público con los clientes de las elites del poder. Los campesinos de la zona se quedaron sin posibles aliados para defender sus intereses. 
En definitiva, comenta, en Grecia e Italia el orden político se sometió a la lógica de una modernización sin desarrollo, que Fukuyama resume así: La movilidad social en ambas zonas llegó antes que el desarrollo económico y la ausencia de éste impidió la erección de un Estado eficaz y de una burocracia honesta. En Italia, la situación no mejoró tras la derrota del fascismo y la adopción de una república democrática al final de la Segunda Guerra Mundial. El nuevo Estado centralista no ha acortado las distancias entre el Norte y el Sur. Muchos pensaban que la mafia, el clientelismo y la corrupción eran conductas llamadas a desaparecer a medida que la economía se modernizase, pero el Estado italiano no consiguió formar una burocracia eficaz y, en la actualidad, todo el país aspira a convertirlo en el principal motor del sistema económico y del empleo. Una vez que esa conducta se convierte en una pauta cultural ampliamente aceptada, la desconfianza social se refuerza: evasión fiscal; economía sumergida; corrupción insaciable; gobierno deslegitimado. Todas esas lacras patentes en Italia se resumen con una sola palabra: Tangentópolis. Grecia ha sufrido una evolución parecida.
Hay casos aún más notables de transiciones fallidas, dice más adelante. Nigeria, que sirve de falsilla para otros en el África subsahariana, es el mejor ejemplo. Con ciento sesenta millones de habitantes, es el país más poblado de la zona. La renta per cápita entre 1960 y 2010 creció sólo un 90%, a un interés compuesto anual del 1%. Adicionalmente, ese crecimiento se debió casi en exclusiva a las exportaciones de petróleo, una vez que los ingresos por ese renglón hicieron desaparecer la anterior economía agraria. Nigeria se convirtió así en un petroestado y hasta principios del siglo XXI ganó alrededor de cuatrocientos millardos de dólares con sus exportaciones de crudo, pero esa bonanza no se tradujo en inversiones en infraestructuras ni en capital humano. El abundante lucro se quedó en los bolsillos de la elite política y la pobreza ascendió hasta un 70% en 2003. La política se convirtió, pues, en el camino privilegiado hacia la riqueza, con su correspondiente secuela de corrupción y violencia; las fugaces etapas de administración democrática tampoco contribuyeron en lo más mínimo a cambiar la situación. El clientelismo étnico y religioso (con un Norte islámico y un Sur cristiano) impidió cualquier movilización social de mayor radio, al tiempo que nunca se respetó en el país el derecho de igual acceso a los bienes públicos.
Nigeria –concluye Fukuyama– se ha revelado incapaz de dotarse de un sistema de seguridad jurídica que garantice el derecho de propiedad y el respeto a los contratos y, al tiempo, se ve impotente para crear una burocracia eficiente. Esas dos carencias han acarreado una casi total deslegitimación del Estado que lleva a sus ciudadanos a refugiarse en círculos asociativos elementales: familias extensas; pequeñas ciudades; grupos étnicos; comunidades religiosas, sin que nadie se identifique con una nación llamada Nigeria.
Al principio de este segundo libro, señala, Fukuyama había hecho una llamada a evitar explicaciones lineales de la evolución del orden político y los ejemplos referidos parecían ajustarse a sus parámetros; pero Fukuyama muestra una indómita tendencia a elegir de entre sus piezas aquellas que mejor se acomodan a lo que quiere demostrar en cada caso.
Véase si no, dice a continuación. ¿Por qué no han brotado Estados modernos en Latinoamérica? Si la explicación pudiese reducirse a un solo factor, dice Fukuyama, él apostaría por la inexistencia de guerras interestatales en la zona. ¿Por qué? Los seis factores del orden político actúan en el seno de Estados ya constituidos, pero, para entender su proceso de formación, hay que recordar la conseja de Charles Tilly sobre el impacto de las guerras. En Europa, durante los dos siglos anteriores a 1945, fueron continuas y, para librarlas, las elites recurrieron a la movilización de sus ciudadanos y a la creación de un aparato estatal eficaz y responsable.
Por comparación, añade, Latinoamérica ha sido un oasis de paz internacional sólo rota por dos oleadas bélicas: las guerras de independencia en las colonias españolas a principios del siglo XIX y tres conflictos interestatales a mediados de siglo. Desde entonces las guerras predominantes en la zona han sido las civiles. Las elites locales han preferido renunciar a las guerras internacionales para evitar que la movilización de sus sociedades pudiese levantar en su contra a las clases subalternas. Adicionalmente, la falta de una clara identidad nacional debida a diferencias étnicas y raciales en su interior aumentaba las dificultades de guerrear más allá de las propias fronteras. La reversión de los conflictos hacia el interior no favoreció un desarrollo político vigoroso y capaz de contrarrestar el particularismo, la patrimonialización de la economía y el desarrollo de un intenso clientelismo.
Es un razonamiento sugestivo, afirma, pero poco convincente. Una rápida mirada a Wikipedia recuerda que a Fukuyama se le han escapado un montón de enfrentamientos armados en la zona. Si el orden político en Latinoamérica no se ha desarrollado satisfactoriamente, no será por falta de guerras. Pero –y esto es aún mucho más importante, dada su abundancia en el subcontinente–, ¿por qué sirve el predominio de las guerras civiles para explicar la debilidad del orden político en la región cuando, al mismo tiempo, otra guerra civil, la de Secesión en Estados Unidos, era uno de los candidatos de Fukuyama para documentar la creación de un Estado moderno en ese país? Parece que la sobredeterminación sea mayormente un embeleco para permitir posturear al autor.
Como de The Rocky Horror Picture Show, dice con ironía, de la Fenomenología hegeliana nació un culto. Los hegelianos no se disfrazan de Frank Burguesa ni celebran la Convención Anual de Transexuales Transilvanos, pero a su manera tampoco paran de bailar el Time Warp. No era difícil que la pasión por la Fenomenología se convirtiera en un culto. Es un libro esotérico, tan difícil de leer que sus devotos se sienten superiores por la proeza de haberlo acabado; crea lazos mistéricos entre ellos más allá de los meramente razonables; les descubre caminos donde parece no haber más que oscuridad; y, por más que esos caminos puedan no ser los mismos para todos los doctrinos, a todos ellos les dota de un mismo aire de familia. Aunque cambien los ingredientes y la cocción, los cultistas de la Fenomenología dicen disponer de una receta que promete la felicidad perdurable a quienes se fajan con el Geist (generalmente traducido al castellano como Espíritu y también como Razón), la Historia, el Inconsciente, la Evolución o cualquier otra mayúscula con vocación de absoluto.
La diferencia de Hegel con los filósofos que lo precedieron radica en que su Geist no se distancia, menos aún se separa, del mundo físico y cultural en que se despliega16. El envite hegeliano aspira a interpretar el universo en su unidad sin renunciar a su diversidad constitutiva. No hay separación entre el Ser y los seres; pero estos últimos no se anegan en la inmensidad del Ser. Los objetos de todo tipo, tangibles y no, que nos salen al paso son formas, etapas, instancias por cuya mediación el Geist va apoderándose de su verdadera esencia y, con ese progreso, se renueva a cada paso. La Fenomenología no es, pues, una historia abstracta y formalista, sino la cabal autobiografía del Geist en su lucha por retornar a sí mismo, como apunta Leszek Kołakowski o, como yo lo preferiría, una Bildungsroman contada en primera persona.
¿Qué papel tienen los individuos concretos en este cantar de gesta que narra la apropiación de sí mismo por el Geist a través de lo que, en principio, no parecen sino externalidades?, se pregunta. Todos los sujetos, por más que parezcan sólo fuegos fugaces de la particularidad, participan en esa epopeya por el mero hecho de ser miembros de su civilización y, sobre todo, del Estado que es el producto supremo del Geist. De esta forma, cada uno de esos infinitos eslabones de la cadena asegura el triunfo final del Espíritu: hallar la paz consigo mismo; gozar de una total libertad.
El Estado, señala, no es una mera institución mediadora de conflictos entre particulares, tal como quieren los teóricos contractualistas. Es mucho más: el punto en que la voluntad individual se reconcilia con la Razón universal. La voluntad general que se encarna en el Estado hace real la libertad del individuo cuando éste obedece las leyes. Cuando mi libertad subjetiva se allana a la voluntad general no hago más que obedecerme a mí mismo. Libertad y necesidad muestran, por fin, su recóndita armonía. ¿Y si de mi peripecia particular surge un conflicto insoluble? Hegel no ampara a Antígona sobre Creonte. ¿Cómo sería posible si el rey tebano representa una Razón superior a la de la muchacha?
En esta abolición de lo individual, afirma, está de acuerdo toda la ecúmene hegeliana. Los hegelianos han sido y son una familia disfuncional, sí, pero una familia al fin. Todos prometen un final definitivo, ora contante y sonante, ora a plazo, para nuestras ansiedades. Basta con un repaso a las posiciones de lo que se ha dado en llamar la izquierda y la derecha hegelianas. La dialéctica permitía explicar la historia, el pasado, pero no ofrecía claves para interpretar el futuro. No hacían falta. A la derecha le tranquilizaba que el maestro, con un gran desparpajo, hubiese declarado que la Historia había llegado ya a su fin. Cualquier protesta contra el presente –y el presente era el régimen absolutista de los Hohenzollern a la sazón reinantes y la derrota de las revoluciones de 1848– sería dar coces contra el aguijón, pues «was wirklich ist, das ist vernünftig» (lo real es racional, suele traducirse). A su izquierda, toda una generación de jóvenes hegelianos se mostraba menos paciente en su deseo de que lo racional se tornase por fin real («was vernünftig ist, das ist wirklich»), esperando el parto de un mundo nuevo, ya emancipado de la religión establecida (David Strauss, Bruno Bauer, Ludwig Feuerbach), ya protagonista de una revolución democrática (Arnold Ruge), ya llamando a otra comunista (Moses Hess, Karl Marx). Pero todos ellos sin excepción coincidían en una misma fe: se hubiese producido ya o estuviese a punto de granar, el advenimiento de la Razón liberadora era ineludible.
Como los jóvenes hegelianos, sigue diciendo, Alexandre Kojève insistió en el carácter adversativo de la libertad. El nudo de la Fenomenología lo constituye la lucha a muerte que libran los humanos por el reconocimiento ajeno. El hombre no nace esclavo o libre, sino que crea para sí una de esas dos condiciones. La diferencia radical entre amo y esclavo no es, pues, ontológica, sino histórica; sólo aparece inmediatamente después del principio, cuando en ambos vivientes se ha despertado el deseo de ser reconocido. Antes, ese deseo les comía a ambos por igual, y precisamente esa comezón común explica que el esclavo pueda igualarse al amo. Cuando se traba la lucha, quien duda de sí mismo y prefiere la sumisión a la muerte se convierte en esclavo y su oponente se alza sobre el pavés. Con su trabajo, sin embargo, el esclavo cambia el mundo para satisfacer los deseos del amo que no podría consumarlos de otra forma. Un amo, por definición, no trabaja, pero no es un parásito: así es su condición. De no haberse impuesto el amo, no habría habido sociedad, porque no habría existido el esclavo y, por ende, tampoco el trabajo que forja la Historia. Sin el esclavo, el amo no es nadie, y a la inversa.
Con el final del combate inicial, continúa diciendo, y la posterior revelación de la capacidad de amo y esclavo para reconocerse como iguales, se teje entre ellos un vínculo social que se manifiesta a la larga como existencia política o Estado. El hombre se torna por completo humano en la medida en que vive en –y es reconocido por– un Estado. El Estado hace del Hombre, ese fuego fatuo, una instancia universal al convertirlo en un ciudadano que existe para cumplir el interés general. El individuo, lo particular, se reconcilia así con la Razón universal y la Historia cierra su círculo. Ha llegado a su final porque el sistema, con esa impagable combinación de lo particular y lo universal, es necesariamente perfecto. En la Fenomenología, Hegel databa la aparición del Estado liberador en la formación del imperio napoleónico; más tarde, tras la derrota del emperador, esa corona de laurel se la endosó al absolutismo prusiano. Debía de ser persona de buen conformar.
Fukuyama, dice, no se detiene en quisicosas, pero se queda con lo que cree ser la sustancia. El Estado es la mejor creación de los humanos para frenar las querencias particularistas de la especie. A Fukuyama no le interesa debatir si es la encarnación de la Razón universal: con casar a la dialéctica con el utilitarismo le basta. El Estado moderno se justifica por sus formidables resultados económicos y políticos.
Fukuyama, añade, hace suya la admiración de Hegel por el Estado y lo identifica con la burocracia responsable de impulsar el desarrollo político moderno. También comparte la crítica a los defensores de un Estado muy limitado en sus funciones. Hegel los despreciaba por contractualistas, pero, con el paso del tiempo, Fukuyama ha aprendido a tachar de minimalistas a sus herederos –liberales (en Europa) o libertarios (en Estados Unidos)–, que quieren limitar la función del Estado a la seguridad doméstica e internacional: «El orden político no consiste únicamente en frenar a gobiernos abusivos. Se trata más bien de hacer que los gobiernos hagan lo que se espera de ellos, como proporcionar seguridad a sus ciudadanos, proteger los derechos de propiedad, facilitar el acceso a la educación y a la sanidad públicas y construir las infraestructuras necesarias para la actividad económica privada». Un Estado moderno que no asegure una amplia panoplia de bienes públicos y cuya burocracia no sea un gestor eficaz, acabará por decaer.
Para demostrarlo, se va a Alemania, dice más adelante. Hasta bien entrado el siglo XIX, Alemania no alcanzó su unidad nacional. Sólo en 1870 pudo Prusia hacer una nación con los Estados en que los alemanes estaban divididos desde tiempo inmemorial. La Constitución del Imperio Alemán entró en vigor en 1871. Aunque instituía un parlamento (Reichstag), el verdadero poder residía en el emperador que gozaba de total control sobre los ejércitos y del derecho de nombramiento del canciller (jefe del gobierno). En una democracia tan limitada como la alemana de entonces, la vertebración del Estado recaía sobre la burocracia civil y militar. El proceso puede resumirse de la siguiente manera: El Estado alemán descansaba sobre una burocracia que amparaba los derechos de propiedad y el respeto a los contratos. Sobre esa base se inició una etapa de rápido crecimiento económico que, a su vez, animó el dinamismo social y acabó por imponer la responsabilidad del gobierno ante los órganos emanados de elecciones populares durante la república de Weimar y, hoy, en la Alemania reunificada.
En Prusia, señala, el núcleo histórico de la futura Alemania, las reformas del aparato de Estado Stein/Hardenberg (nombre de sus promotores) a mediados del siglo XIX crearon una administración civil emancipada del patrimonialismo del XVIII. Aunque la aristocracia no perdió su vigor, la burocracia reformada se abrió a todos los estamentos sociales y se convirtió en un aparato meritocrático cuyos miembros se reclutaban, ante todo, por su educación. Este régimen, que Fukuyama describe como «paradójico» por eficaz y, al tiempo, no sometido a control democrático, supo poco a poco imponer límites al Káiser y también a las legislaturas elegidas, que fueron extendiéndose por el país hasta la Gran Guerra de 1914-1918. El aparato burocrático bismarckiano, mayormente libre de controles democráticos, subsistió hasta la derrota militar de 1918.
Sólo en el breve paréntesis de la Constitución de Weimar (1919-1933), comenta más tarde, quedó el ejecutivo sometido a control. Pero, salvo en los llamados años dorados (1924-1928), Weimar adoleció de serias de crisis políticas que impidieron la aplicación eficaz de la Constitución. Tras el triunfo de Hitler en 1933 y la aprobación de la Ley Habilitante que suspendió el ejercicio de los derechos fundamentales, las instituciones totalitarias se mantuvieron en vigor hasta 194521. Sólo con la Ley Fundamental de 1949 se recobró el control democrático del Ejecutivo, aunque la burocracia no sufrió la profunda depuración que se merecía tras su larga sumisión a los nazis.
No resulta claro adónde apunta Fukuyama con este argumento, señala. De la larga y complicada evolución de la burocracia alemana, es su eficacia y, sobre todo, la resiliencia del aparato, lo que le impresiona. La prácticamente inexistente responsabilidad del gobierno alemán y la falta de democracia en el país a lo largo del primer siglo de historia nacional (incluyendo en la cuenta a Prusia, es decir, la Alemania del Este desde 1945 hasta 1990)  no parecen contar en su explicación del desarrollo político alemán.
Hubo de esperar a la Ley Fundamental de 1949, dice, para que llegase la democracia a la Alemania del Oeste, pero si eso fue posible se debió a la vertebración nacional que hasta entonces había provisto el aparato burocrático. Como en tantas otros casos, Fukuyama juega con las palabras y en ésta se olvida del papel de la no pequeña parte de la burocracia que se mantuvo al servicio de la República Democrática Alemana entre 1945 y 1990 y, antes, de la ocupación soviética (1945-1949). También del papel que en esa evolución tuvo la ocupación del país por las potencias vencedoras en la Segunda Guerra Mundial. Azar de la fortuna o no, la burocracia prusiana, la nacida en los territorios sobre los que se fundó la nación, no ha estado sometida a controles democráticos prácticamente nunca antes de la reunificación.
Ha demostrado, sí, la burocracia alemana una indudable capacidad de adaptación a cualquier régimen, comenta, incluso al democrático. Pero su eficacia a la hora de ensamblar el Estado de bienestar bismarckiano –una decisión que justifica, para Fukuyama, la ejecutoria autoritaria del Canciller de Hierro–, así como para impulsar el rápido desarrollo de la economía de mercado en el último tercio del siglo XIX; y la no menos eficiente puntualidad de los trenes cargados de deportados que llegaban a Auschwitz-Birkenau para ser asesinados con eficacia sin par no son antecedentes legítimos del régimen democrático que hoy tiene el país. Hasta entonces la burocracia alemana no sólo había sido incapaz de frenar los episodios de decadencia democrática: al contrario, había contribuido a ellos con entusiasmo.
La memoria selectiva de Fukuyama, ironiza Aramberri, se presta a la justificación de sus crímenes al vincularla, sin explicaciones, con el régimen democrático actual. Al tomar el poder, los nazis no se vieron obligados a imponer un control político al funcionariado, ni necesitaron desembarazarse de sus cuadros. Al contrario que los bolcheviques, que tuvieron que imponer a sangre y fuego a sus comisarios políticos, los nazis llegaban a un terreno conquistado. En 1945 –Fukuyama lo evoca sin sacar las consecuencias–, el 81% de los funcionarios había militado en el partido nazi, la mitad de ellos desde antes de 1933.
La burocracia militar tuvo un papel aún más negro, afirma. El ejército se resistió cuanto pudo a las reformas de Karl Freiherr vom Stein y Karl August von Hardenberg, y mantuvo, según Fukuyama, una autonomía excesiva que le permitió convertirse en un Estado dentro del Estado. ¿Excesiva autonomía? No: total entrega al autoritarismo del Segundo Reich y a las aventuras imperialistas del Tercero, así como un absoluto desprecio por las autoridades democráticas durante la breve etapa de Weimar. Pero, en vez de echarse a la calle y anotar las atrocidades de los burócratas civiles y militares alemanes cuando se metían en faena, Fukuyama se conforma con subrayar la semejanza formal del aparato con el modelo racional de Weber: «Was vernünftlich ist, das ist wirklich». De la Fenomenología a la Filosofía del Derecho no había más que un breve, aunque ominoso paso.
Lejos de mostrar siquiera atrición, continúa diciendo, en lo que sigue Fukuyama dobla la apuesta. ¿Es de fiar el orden político de los Estados asiáticos de la época poscolonial? De Japón a Singapur, pasando por la República de Corea, Taiwán y otros tigres asiáticos, todos ellos han creado Estados eficientes y una relativa seguridad jurídica. Que algunos hayan transitado con éxito desde el autoritarismo a la democracia, mientras que otros se resisten a imponer controles a sus gobernantes y a sus funcionarios, no le mueve a mayor ansiedad. Como la Alemania bismarckiana, han acertado el camino y tienen a su favor el viento de la historia. En el Asia Oriental, «la autoridad del Estado estaba plenamente asumida [...]. El equilibrio entre Estado y sociedad, que en otras partes del mundo se inclinaba claramente a favor de la sociedad, en Asia Oriental favorecía claramente al Estado»22. La edición inglesa original de este segundo libro data de 2014, pero ya entonces Freedom House llevaba ocho años insistiendo en el pronunciado declive del orden político mundial y en que esa zona del mundo, sin ser la peor, había dejado de progresar hacía tiempo. La relación inconsútil entre la fortaleza del Estado, es decir, del aparato burocrático y los demás elementos del buen orden político (seguridad jurídica y control democrático) parece residir solamente en los deseos de Fukuyama.
¿Qué hay de China?, se pregunta de nuevo. El Imperio del Centro consiguió dotarse de una administración centralizada ya en el siglo III a. C. Sin embargo, esa poderosa autoridad central no evolucionó hacia una congrua seguridad jurídica, ni el mandarinato aceptó ningún tipo de control. Mientras que la ética piadosa de Confucio guiaba el orden privado, la vida pública se regía por los rigores del legalismo. Dicho en términos modernos: la única legalidad concebible allí era la de las leyes positivas que, en China, emanaban teóricamente de la voluntad del Hijo del Cielo y, en la práctica, de las decisiones de camarillas de notables. Allí, a Antígona la hubiesen corrido del escenario por extravagante.
Con Mao, dice, la tradición legalista volvió a levantar la cabeza. Durante su etapa, su voluntad personal, por mudable que fuera, era la única ley. Por supuesto, tenía que intrigar, formar camarillas y provocar escisiones. Pero, hasta su muerte en 1976, Mao consiguió los apoyos necesarios para imponer su autoridad en el Partido Comunista y en el país. Las reformas de Deng Xiaoping que han impulsado un cambio de piel tampoco vinieron acompañadas de una verdadera seguridad jurídica. Leyes, haberlas, haylas, pero nadie puede garantizar su eficacia si por alguna razón chocan con los intereses del Partido Comunista Chino.
Fukuyama lo reconoce, añade, pero no ceja: «Los cambios en la naturaleza del Gobierno chino después de 1978 fueron como mínimo igual de importantes que los que se produjeron en la política económica [...]. La mayoría de los observadores de la China moderna se han centrado [en los últimos], sin prestar atención a la infraestructura política que los hizo posibles»23. Pese a tan buen augurio, Fukuyama no consigue mostrar que la China actual tenga del orden político moderno otra cosa que la correspondiente pieza burocrática. Allí no hay sitio para el imperio de la ley: hablar de control democrático del Gobierno es a todas luces ilusorio. ¿Por qué se permite rebosar optimismo?
Por la autonomía gubernamental. ¿Autonomía? Sí, autonomía, señala. A diferencia de otros países en transición, en China el Gobierno no se ha convertido en una simple correa de transmisión de intereses sectoriales y establece su agenda política por sí y ante sí. Llegado a este punto, uno piensa en la posibilidad de que Fukuyama sea un hegeliano bromista: las ironías de la Historia y esas cosas. Pues no: «La autonomía china libera al Estado de muchas de las presiones de los grupos de interés y de presión, así como de las restricciones formales procedimentales que impiden a las democracias liberales actuar rápidamente». Sin duda. El Gobierno chino no sufre presiones externas: las amamanta en su seno al tiempo que las mantiene en secreto hacia el exterior. ¿Acaso no dicta su política económica el enorme sector de las empresas públicas, al que sigue manteniendo contra viento y marea pese a ser una rémora para el crecimiento del país? ¿Acaso no ha reclutado como miembros del Partido Comunista a los más importantes empresarios privados? Fukuyama prefiere no darse por enterado y, poco más allá, remata: «A pesar de que no existen mecanismos formales de responsabilidad, puede decirse que el partido y el Estado responden a las demandas de varios actores de la sociedad china». ¿No sería bueno identificarlos? A menos que Fukuyama se refiera a la parodia representativa de la Conferencia Política Consultiva del Pueblo Chino26, que da cabida, efectivamente, a numerosos actores –su única función es recitar el papel que les ha asignado el Gobierno–, no son fáciles de encontrar. Suelen estar en la cárcel.
El espaldarazo de Fukuyama es, por supuesto, comenta, cauteloso. No hay elecciones competitivas en China; hay muchas protestas públicas; la corrupción es rampante; el Gobierno necesitaría contar con mecanismos de control como una prensa libre; etcétera. Pero Fukuyama, como Hegel, es persona de buen conformar: «En manos de buenos líderes, un sistema de este tipo puede ofrecer, de hecho, mejores resultados que un sistema sometido al principio de legalidad y a procedimientos democráticos formales como las elecciones multipartidistas. Puede tomar decisiones importantes y difíciles sin verse obstaculizado por tipos de interés, presiones, litigios o la necesidad de formar coaliciones políticas o educar al público según sus propios intereses».
Esa pasión por la eficacia, ironiza Aramberri –los trenes, decían sus propagandistas, circulaban con total puntualidad en la Italia de Mussolini– permite a Fukuyama cambiar ad libitum el anterior paisaje de su Legolandia. Su burocracia eficaz era inicialmente un sistema de reglas impersonales, sine ira et studio, como quería Max Weber; ahora la ha reemplazado la decisión del líder. Que la burocracia funcionase dependía del orden de sus procedimientos; ahora, del carisma de quien la guíe. La calidad política de un Estado derivaba de la existencia de controles democráticos; ahora éstos se han tornado obstáculos para la acción pública. Extasiado ante China, Fukuyama reniega de su confianza en el despliegue de la Razón universal para entregarse con pasión al triunfo de la Voluntad. Es un hegeliano inconstante. Como el maestro.
El lector, que a estas alturas lleva ya cerca de mil doscientas páginas a cuestas, comenta divertido, se pregunta adónde conduce el derroche de erudición comparativa de Fukuyama y qué va a encontrar en las que le quedan. Si ha estado atento, ha aprendido dos cosas. La primera, que la evolución de las instituciones humanas muestra una querencia secular a proscribir los instintos particularistas de nuestra dotación genética y a favorecer el triunfo de los intereses generales. El arco de la historia es alargado, pero se inclina hacia la justicia. En segundo lugar, que los procesos de desarrollo político tendrán éxito o fracasarán según su capacidad de dotarse de un aparato estatal encargado de gestionar un Estado de bienestar potente. Antes que por el imperio de la ley, se legitiman por una administración eficaz, en el sentido de un puntual cumplimiento de sus objetivos. Que la burocracia esté sometida o no a control democrático es secundario, según la lección de Prusia/Alemania y de China. Fukuyama es, pues, un conservador progresista. De Hegel ha heredado la idea de que la Historia avanza implacablemente hacia una mayor racionalidad; de Ferdinand Tönnies y Émile Durkheim, que sólo progresa si se orienta hacia una mayor igualdad y fraternidad o, con la jerga comunitarista actual, hace avanzar el capital social y la gobernanza.
Cuando esa meta de eficiencia se torna esquiva, dice, las campanas doblan por el declive de las formaciones políticas. Y ahí enlaza, por fin, Fukuyama con la cuestión para la que todos los ejemplos históricos aportados no han sido sino entremeses: ¿ha iniciado Estados Unidos un proceso de decadencia? Respuesta: no hay duda. El sistema político estadounidense es incapaz de responder a las expectativas de los ciudadanos porque sus instituciones flaquean. Fukuyama abre una causa general. Una judicatura no elegida impone decisiones políticas que generan crecimiento de la Administración sin redundar en su eficacia. Legisladores estatales y federales se entregan a un ejercicio de vetocracia donde uno o dos de ellos pueden paralizar a voluntad la acción colectiva. La vetocracia aumenta la influencia de los grupos de presión, al tiempo que provoca un gasto público excesivo y un déficit presupuestario desbocado. La economía no impulsa la innovación, sino la búsqueda de rentas y la corrupción. Como la burocracia está sobrepasada, la desconfianza hacia el Estado crece y el proceso político decepciona. Las decisiones políticas adoptadas por mayoría simple frustran las garantías democráticas de las minorías: «Hay, en resumen, demasiada ley y demasiada “democracia” en relación con la capacidad estatal estadounidense». Y con fiera facundia –se ve que el turismo no es una de sus aficiones– concluye: ninguna otra democracia liberal funciona así.
En ese elenco de críticas al sistema político estadounidense, señala, hay de todo, sin distingos entre los argumentos esgrimidos por la derecha y por la izquierda. Pero al autor no le interesan las categorías espaciales posteriores a la Revolución Francesa. A sus conclusiones les sienta mejor la anaciclosis: la teoría cíclica de los sistemas políticos de Polibio. La monarquía se torna tiranía; al régimen aristocrático le sigue la oligarquía; la democracia degenera en oclocracia. E così via. Estados Unidos ha llegado al último estadio –el gobierno de la turba–, en el que no valen salidas reformistas. El proceso está tan avanzado que no podrá detenerse sin una seria crisis: una guerra o una revolución. Son palabras mayores, alarmantes.
¿Por qué funge Fukuyama de Casandra?, se pregunta Aramberri. Seguramente, su decepción surge del recelo que manifiesta ante la tesis del excepcionalismo estadounidense. Si en algo consiste ese sintagma, es en la convicción de una mayoría de la sociedad estadounidense de que la vida decente es fruto del trabajo y del esfuerzo personal: una idea individualista muy arraigada en una sociedad que nació burguesa. Los habitantes de las trece colonias no eran aristócratas, sino miembros de minorías religiosas, agricultores en busca de un mejor pasar, comerciantes de medio pelo y delincuentes que, como Moll Flanders, redimían sus condenas con la deportación. En suma, mediana y pequeña burguesía con algo de lumpen que, también como Moll Flanders, aspiraba a subir un escalón. Cada quien tenía que buscarse la vida sin otros apoyos que su propio caletre, porque el Estado ofrecía un solo bien público: seguridad jurídica. Y punto.
Esa definición del contrato social enraizó, señala, y ahí sigue hasta el día de hoy, a pesar de las reformas distributivas de la Era Progresiva, del New Deal, del programa de la Gran Sociedad (1964) y de la Ley de Derechos Civiles (1968), cuyos mandatos establecieron beneficios sociales sólo parcialmente comparables a los de los Estados de bienestar europeos. Fukuyama lo reprueba: «el sistema [constitucional] de controles y contrapesos [checks and balances], que tanto complica la toma de decisiones, retrasó el inicio del Estado de bienestar estadounidense y se aseguró de que nunca creciese al mismo nivel que sus homólogos europeos».
Fukuyama atina con el resultado, afirma, pero no con el proceso. Cada nueva ampliación de beneficios sociales discurrió entre fuertes controversias, generalmente simplificadas así: el Partido Demócrata impulsa y los republicanos se oponen fieramente a todas ellas sin excepción. El proceso, empero, es más complejo. En ambos partidos había numerosos matices y sectores centristas que apoyaban las opciones más moderadas de los contrarios. Fukuyama, que es un conservador progresista, añora aquella situación. De ahí sus críticas a otros conservadores y a los libertarios, que preferirían disminuir los controles administrativos y/o reducir al mínimo el tamaño del Estado.
Contraataque del autor, dice: el sistema político estadounidense declina por su creciente incapacidad para alcanzar compromisos estables y duraderos sobre la dimensión del Estado de bienestar que se han hecho tanto más necesarios cuanto que su configuración actual corresponde a una etapa histórica finiquitada. Este pronunciamiento délfico parece indicar que desearía una cobertura más amplia de la actual, incluyendo las demandas de grupos feministas, de colectivos étnicos, de trabajadores públicos sindicados y demás colectivos reivindicativos. Justamente lo contrario de lo que defiende una mayoría de conservadores.
Fukuyama juega una vez más con los conceptos, afirma. Una cosa son los servicios del Estado de bienestar que se ofrecen a toda la población y otra bien distinta la financiación de las políticas identitarias que se han desarrollado a toda velocidad en los últimos cuarenta años. Podrá debatirse si, en las condiciones presentes de envejecimiento de la población, de una atención sanitaria cada vez más eficaz pero también extraordinariamente cara, y de un sistema escolar derrochador bajo el control de los sindicatos de profesores, esos servicios pueden y deben seguir manteniéndose en los términos actuales. Pero seguridad social, sanidad y educación garantizan la igualdad de oportunidades de toda la población y contribuyen al crecimiento económico.
El punto de fricción fundamental entre conservadores y progresistas es otro, señala. Las políticas de discriminación positiva –en Estados Unidos, acción afirmativa– para mujeres, para los ciudadanos de color y para grupos minoritarios que apuestan por la igualdad de resultados, resultan inaceptables para la mayoría de la sociedad norteamericana. Sus defensores juegan con la falacia de que esa mayoría está compuesta por personas de raza blanca, hombres y trabajadores industriales. Sin embargo, los resultados electorales de la últimas cinco elecciones desde 2008 desarman tanta sofistería. Muchos estadounidenses de origen asiático, africano o latino, muchas mujeres y muchos trabajadores de cuello blanco desean mantener el contrato social sobre el que se ha fundado y se funda el sueño americano.
La incapacidad de ponerse de acuerdo sobre la perdurable legitimidad de esas metas ha generado una creciente polarización ideológica, al respecto de la cual los dos grandes partidos mantienen posturas cada vez más enfrentadas, comenta. Mientras que un sector creciente del Partido Demócrata apuesta al máximo por las políticas identitarias, esperando que esa coalición de minorías, a las que ofrecen expectativas cada vez más radicales, les devuelva el poder, al otro lado del espectro, el presidente Trump y sus consejeros más cercanos prometen políticas nacionalistas y enemigas del libre comercio, pero también opuestas al multiculturalismo y a las fantasías identitarias. La polarización está ciertamente servida.
¿Puede revertirse?, comenta más adelante. Fukuyama propone una solución: devolver a la Administración su autonomía, es decir, su capacidad de tomar decisiones sin contar con los otros dos poderes del Estado. Parece que el presidente Obama le hubiese oído, pero es al revés. Fukuyama ha aprendido del presidente y del sector radical del Partido Demócrata. No en vano, es un conservador progresista. Ningún presidente moderno ha tratado, como Obama, de zanjar con una mayoría unilateral o por decreto decisiones políticas fundamentales. Su primera medida, la creación de un sistema de salud pública obligatorio para todos los estadounidenses (Affordable Care Act, generalmente conocido como Obamacare) pasó a trancas y barrancas sin un solo voto de la minoría republicana en el Senado. Tras los fracasos de su partido en las elecciones al Congreso de 2010, 2012 y 2014, el presidente y sus consejeros decidieron hurtar al legislativo cuantos asuntos de política interna (inmigración ilegal, nombramientos judiciales, actuaciones inconstitucionales de algunos organismos administrativos) o internacional (retirada de tropas en Irak y Afganistán; intervención «desde el asiento de atrás» en Libia; subcontratación de Rusia e Irán para resolver la guerra civil en Siria; aceptación del pacto multilateral que permitirá a los ayatolás iraníes hacerse con armas atómicas; cesión sin contrapartidas a la dictadura de los hermanos Castro en Cuba; abandono de la defensa de Israel) pudieron.
Ese intento de gobernar autónomamente, señala, como si la división de poderes no existiese, resultó y resultará ilusorio mientras exista la actual Constitución: Fukuyama lo sabe y, tal vez por eso, habla de la revolución que necesita Estados Unidos. Por el momento no la ha habido, aunque actuaciones como ésas de Obama han abierto una peligrosa deriva autoritaria a la que hay que llamar por su nombre y que hará difícil frenar los previsibles desafueros del nuevo presidente. Fukuyama, sin bajar a detalles, las recomienda como la mejor opción programática: «La veneración del procedimiento por encima de la sustancia es una fuente determinante de decadencia en las democracias liberales contemporáneas», dice sin inmutarse.
Desasido así de eventuales repulgos democráticos, afirma, Fukuyama se embala en la recta final y aterriza una vez más en Pekín, no en la Dinamarca con la que decía soñar. China representa la alternativa actual más seria a la idea de que la democracia liberal es un modelo universal: «Tiene tras de sí una tradición bimilenaria de gobiernos poderosamente centralizados y es una de las pocas sociedades estatales que no ha desarrollado nunca un hábito local de imperio de la ley. Esa rica y compleja tradición de China ha sustituido, a la hora de controlar a los gobernantes, las reglas formales de procedimiento por la moral confuciana [...]. Los gobiernos autoritarios pueden ser a veces más capaces que los democráticos a la hora de romper decisivamente con el pasado. Una de las grandes ventajas de que ha disfrutado la China posmaoísta ha sido la de haber sido liderada por un Partido Comunista autónomo».
Los leninistas –y los comunistas chinos lo son a parte entera–, afirma, han buscado siempre apoyos intelectuales y morales fuera de su movimiento. Esas asistencias dan prestigio ante la opinión pública y aguijan la capacidad de sacrificio de los militantes, aunque no todas son igualmente valiosas. Tradicionalmente, los leninistas han distinguido entre los tontos útiles y los compañeros de viaje. A los primeros los veían como incautos cuya simpatía por la causa superaba la comprensión de sus fines, lo que hacía que fueran fácilmente manipulables. Los compañeros de viaje estaban, al tiempo, más cerca y más lejos de las necesidades leninistas. Compartían los objetivos del Partido y simpatizaban con ellos, pero su estilo de vida o sus tiquismiquis intelectuales les impedían apoyarlos incondicionalmente. No estoy seguro, concluye diciendo, de que los comunistas chinos incluyan a Fukuyama entre estos últimos.
Si desean leer el artículo con los esquemas, cuadros y notas que incluye el profesor Aramberri, pueden hacerlo en el texto original en Revista de Libros. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













De las oportunidades perdidas

 






Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, de la escritora Elizabeth Duval, va de las oportunidades perdidas. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. 











Vuestra oportunidad perdida
ELIZABETH DUVAL
23 JUN 2023 - El País
harendt.blogspot.com

A vosotros os dijeron que habría esperanza y seríais alguien. Venía bien acuñar el paraguas de la juventud sin futuro: sin casa, sin curro, sin pensión, sin miedo; tenía sentido, porque alguien os prometió que habría pensiones, trabajos y hogares. La decepción vino cuando esas expectativas, como todo lo sólido, se desvanecieron. El colapso sistémico de 2008 arrancó de cuajo miles de futuros: la clase media que avistaba su precarización ya no tendría recompensa para tanto máster y posgrado, adiós Erasmus, bienvenida la crueldad. Os dijeron que habíais vivido por encima de vuestras posibilidades; mi quinta, en cambio, la que en 2008 tenía siete u ocho años y hoy poco a poco alcanza los 23, ni siquiera había empezado a vivir y apenas llegó a generar recuerdos que no estuvieran marcados por la crisis.
En 2013, cuando yo empecé el ciclo de Educación Secundaria Obligatoria, la tasa de paro alcanzaba casi un 27%. Fue un pico estremecedor. Nuestros profesores, pues, no tenían motivos para el optimismo y nos decían sin pudor que en nuestro futuro no habría ninguna certeza, o alguno hablaba de los recortes mientras nuestras pequeñas cabezas se tornaban incapaces de esbozar carreras laborales plenas: en todos nosotros fueron plantadas las semillas de mínimos y conformes aspirantes a funcionarios, porque la carrera funcionarial parecía el clavo ardiendo al cual agarrarse en un panorama de miseria desbocada. Y ni siquiera. El futuro era duro, lo sabíamos; el paro era una certeza, lo asumimos; precisamente por ello lo cruzamos sin horizonte. Nadie nos lo había prometido. Aprendimos a vivir en el naufragio. Quizás así generamos menos frustraciones, ambiciones más dóciles, sueños accesibles y asequibles. Nuestro mundo conocido fue el particularísimo mundo de la crisis; tampoco había otro, así que esa referencia solitaria se volvía casi, por ser la única, el mejor de los mundos posibles (ya que la mayoría tampoco podía ni imaginarse la migración en busca de algo mejor).
Fue con la irrupción de Podemos cuando algunos comenzamos a observar la política. No me excederé insinuando que nos soliviantó: por ser comedida, diría que nos hizo mirar. Veíamos, los pocos y raros que lo veíamos, intervenciones televisivas y tertulias que por primera vez apelaban a algo que nos tocaba, a la transformación radical de la época despiadada que nos había tocado enfrentar. Luego vimos, porque participar no podíamos, mítines, campañas y votos; vimos auges y derrotas, vimos anhelos, y todo una y otra vez hasta que paramos poco a poco de reconocernos. Reconocer un presente injusto y desear cambiarlo a toda costa era un afecto que podíamos habitar, pero nuestra presencia era parcialmente imposible: aquello nos pillaba jóvenes, demasiado jóvenes. Cuando crecimos ya era demasiado tarde: la fantasía conjurada en 2015 estaba rota, sustituida por otro ciclo más débil. Y nosotros, por poder tan poco, solo habíamos podido mirar.
La trituradora de carne en la que se convirtió el espacio del cambio no tuvo efectos exclusivos para dentro: lo peor ha sido darnos cuenta de cómo salpica. Y no he parado de preguntarme si nosotros heredaremos vuestros traumas, disputas y rencillas; si no hay otra forma de constituir —y construirnos— que vaya más allá de vuestros errores. Lo que encontramos hoy es tierra quemada y una colección de ilusiones malgastadas. Vuestra oportunidad perdida es nuestra ausencia de oportunidades. Nadie podrá afirmar que nosotros lo hubiéramos hecho mejor en vuestro lugar, pero al menos vosotros tuvisteis la oportunidad de intentarlo. La energía con la que se alzó un país tardará tiempo en volver, los destellos no brillarán igual, y de golpe somos todos más viejos y más grises de lo que lo erais entonces, cuando aún no llegabais a los 30. En mi caso hay agravio y una cierta forma de rabia. Pero en el de muchos, y es peor aún, y es más cruel, solo hay tedio y el cansancio de aquellos a quienes ni la opción misma de actuar les ha sido otorgada.
No he dejado de creer y de anhelar otra España posible: los intentos pueden sucederse y producir resacas, pero la esperanza, que es un esfuerzo, tiene la capacidad de hacernos creer que son inagotables. Pero no conozco las teclas justas para convencer a quienes habrían podido ilusionarse y llegaron tarde, a la mayoría de los de mi generación, de que la ilusión en sí misma merece la pena, de que también ellos tendrán la oportunidad de escribir la historia, de que responsabilizarse de su país es para la juventud, sin cesar, una tarea ineludible, por más que la experiencia reciente les diga que su país es irreformable, que su país es cruel, que la España a la vista hiela. No sé las teclas justas para que nos reconozcamos entre nosotros. Sé cuánto les cansan los encantadores de serpientes. Pero ojalá otra oportunidad, otro anhelo, otro intento para poder equivocarnos y errar imperfectos; qué pena no habernos equivocado nosotros.